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ESTUDIO CRÍTICO

El renombre de un poeta fuera de su propio país depende de que éste adquiera voz propia y
de que siga depurando esa voz, apartándola de toda forma o discurso que no estén conformes
con sus impulsos interiores. El hecho de que la poesía de Renée Ferrer haya adquirido una
fama internacional sólo durante los últimos quince años de su larga trayectoria creativa es
una dura comprobación de este axioma. Lo que más sorprende es la variedad de impulsos
interiores e interiorizaciones del lector imaginado que caracterizan la obra tan prolífica (diez
y seis colecciones) de la poeta, pues es la suya expresión originalmente romántica que poco
a poco se refina de múltiples maneras en lugar de subvertirse. El conjunto de la obra, desde
luego, revela entre otras cosas un existencialismo unido a un férreo compromiso social;
formas tradicionales que se transforman en un verso libre pero todavía revelador de una
prístina afinidad al heptasílabo, al endecasílabo y al alejandrino brotada durante los primeros
roces poéticos; una fe religiosa que se madura al abarcar la duda y que todavía logra
percibirse debajo de los códigos seculares de la poesía más reciente; una paz en presencia
de la campiña; un transporte y una sumisión ante un mar fálico-cósmico y, en una
multiplicidad de otras formas, una fuerte inclinación amorosa, de estampa erótica, que se
expresa en discursos accesibles a ambos sexos.

Estos son los componentes diversísimos con los cuales Renée Ferrer ha logrado lanzar y
ampliar un veritable crescendo de creatividad poética durante treinta y cinco años. Este
crescendo se explorará aquí de manera progresivamente más compleja y prolija en un intento
de presentar tanto la cohesión como la extensión de la obra de de esta extraordinaria poeta.

Ya en el primer poemario de Renée Ferrer, Hay surcos que no se llenan (1965) hay un pequeño
anticipo de esta variedad de enfoques que caracteriza su obra:

Tomaré en mis manos el polvo / de cristal diminuto del tiempo / y te haré una mujer que sea
toda / de ilusión, espuma y pensamiento. («Ofrenda»)

El verso revela afinidades becquerianas, pero dentro de este ambiente: claramente


becqueriano desentona la palabra «pensamiento», porque, a despecho de las fantasías
misógenas del poeta sevillano, el becquerianismo de Ferrer, como en el caso de muchas
poetas contemporáneas que siguen con resonancias del romántico español, se niega a dejar
de pensar. (Hay que esperar hasta 1985 y poemas de la colección Sobrevivientepara ver hasta
dónde llega este insistente pensar.) La tendencia a conceptualizar a veces la induce durante
estos primeros años a entrometer palabras («mitigar», «nítido», «desesperadamente»,
«limitada») que rompen el trance poético para revelar la presencia todavía inexperta de la
poeta elaborando sus versos. La fuerza de esta voz resoluta (no me refiero a la cumplida
confianza, porque ésta se obtendrá sólo años después) que tanto piensa como siente, que
añora participar y a la vez contemplar, se manifiesta en un raro porcentaje de versos agudos,
estridentes anáforas y no muy lejanos ecos de la expresión mascu1ina: Espronceda,
Machado, Juan Ramón e incluso Poe. Se presenta antológicamente en estas primeras
colecciones el concepto (en el siglo XX) estereotípico del sino (sugerido con hexasílabos
rimbombantes) contrastado con una compasión implícita hacia las víctimas de la vida
(«Barca», Cascarita de nuez [1978]); la evocación simbolista del tiempo que pasa por fuera de
la poeta a la vez que se suspenden el tiempo y el proceso de su aniquilación dentro del poema
(«Noticia», «Agua», Desde el cañadón de la memoria[1982; segunda edición 1984]; la
igualmente simbolista agua estival que—con impulsos todavía románticos-se hace palpable
sólo a la hora tardía «cuando ávidos los cuervos se deleitan / sobre una desolada tumba
abierta» («Agua»).

Y sin embargo, esta antología de intertextos procedentes de la obra ajena -a veces incluso de
la más clásica de los siglos dorados- se contrapone con versos de gran irracionalidad que no
proceden de inspiración fuera de la realidad de la poeta. Por ejemplo, en «Al trotecito blando
de Platero» (Voces sin réplica [1967]), se yuxtapone, junto a la alusión juanramoniana y la
metáfora a la Fray Luis («bajo el techo infinito»), otra evocación salida de la experiencia no
mediada del yo («la paloma claroscura del sueño») y de la circunstancia paraguaya. En un
poema de la misma colección, «A un camino», la voz poética por medio de la apóstrofe se
dirige a la vereda como hombre («amigo taciturno», «con todos los pasos de la angustia ajena
/ deshaciendo mi carne») y como sinécdoque del añorado proceso de la inmersión en la vida.
En «Guerras» (Desde el cañadón de la memoria), poema de estampa cesarvallejesca (igual
que «Circunstancia» y «¿Por qué?» de la misma colección), los campos de batalla se volverán
«albergue / de un pulso coagulado», mientras que en «Chóferes» el proceso va a la inversa,
desde la figura irracional hasta la anécdota que conserva levísimos toques oníricos. Hay un
vaivén continuo, a veces de asombrosa rapidez entre el sentimiento comprensible y la pura
irracionalidad:

El hombre es pasajero de la aurora, / sereno timonel entre los astros, / caminante de un minuto
demorado.

Va talando las horas en la huella / donde los sueños cantan / o se asfixia la sangre.
(«Circunstancia»)

Los poemas saltan entre los intertextos deliberadamente establecidos (por ejemplo, el de
«Despedida» con el famoso «Al partir» de la Avellaneda) y la insólita rememoración imaginaria
de la anécdota ausente («Trinchera»). Por primera vez, los poemas de Desde el cañadón
también ponen de manifiesto la necesidad de obscurecer la anécdota totalizadora de la
colección (la Guerra del Chaco, 1932-1935) para hacer resaltar la universalidad de la
experiencia: la tragedia de la muerte humana, las barreras y potencias impuestas por la
memoria y la imaginación.

Dos de estos primeros poemarios merecen comentario aparte por dirigirse a un público
especial: Cascarita de nuez, ya mencionada, y Galope (1983). Cascarita de nuez representa
una poesía infantil con plasticidad y perspectivas que pueden apreciar tanto los niños como
sus padres. Es una poesía calculada para producir en el adulto y el anciano futuros, por medio
de imágenes, pequeñas moralejas implícitas y ritmos claros, una cristalización de
observaciones y memorias captadas durante los años intermedios. Galope, al contrario, es
una breve colección de muy variada poesía, si no estrictamente infantil, de gustos sencillos
y dirigida a los niños y a las niñas de corazón. Su lirismo de primera persona produce un
efecto parecido al de Marinero en tierra de Alberti, pero con composiciones más extensas y
una métrica más controlada.

Aunque Desde el cañadón de la memoria y Campo y cielo (1985) ya muestran grandes


rupturas con la forma tradicional de las colecciones anteriores y con los paradigmas a nivel
léxico y tropológico aportados por poetas ya conocidos, es con Peregrino de la eternidad
(1985) donde Renée Ferrer por primera vez logra producir poesía con una voz casi
enteramente suya. (El casi no desaparecerá de forma definitiva hasta De lugares, momentos
e implicancias varias [1990].) Aunque todavía hay formas tradicionales, es, al contrario, difícil
o imposible precisar la anécdota de estos poemas (1). Existen versos que evidentemente se
relacionan con el nacimiento de un niño («Hijo») y otros con la muerte de un padre
(«Rumbos») pero que a la vez podrían leerse exclusivamente como metapoesía. Es el segundo
poemario (el primero es Desde el cañadón de la memoria) donde Ferrer hace uso creativo del
encabalgamiento, recurso que le permite crear ininterrumpidas cadenas de asociaciones
preconscientes y adecuar su estilo a la dialogía de voces contradictorias que va a caracterizar
su obra de aquí en adelante:
Hoy regresé a mi casa / con un canto en las sienes, / desde un lugar donde se guarda el sol /
en cristales gemelos / y se empapan de río las palabras / en las tardes agónicas, sin tiempo.
(«De regreso»)

A esta inclausurabilidad habrá que añadir el creciente distanciamiento de la voz poética de


sus propias experiencias y del entusiasmo o congoja que siente en el acto de verbalizar. Éste
es un logro considerable porque queda claro que muchos poemas de Ferrer son el resultado
de excursiones y observaciones concretas, en sí no muy diferentes de las nuestras, cuyo
contenido y tratamiento poético serían pedestres si no fuera por su poderosa inteligencia. No
es que Ferrer aquí intelectualice o conceptualice sus experiencias, sino que les quita emoción
a favor de las facultades analíticas y recreadoras del lector. Son esencialmente poemas de
anagnórisis en los cuales el lector burgués se reconoce inscrito. Además, Ferrer está por
primera vez contenta con poetizar en un lenguaje exento de retórica, careciente de
adjetivación llamativa, para expresar de forma homóloga la vida sin graves altibajos: la dulce
rutina doméstica, la laboral, las vacaciones ocasionales, las relaciones conyugales que se
comparten todos los días.

Esta nota de bucolia urbana salpicada de memorias campestres se prolonga poco en


Sobreviviente, 1985 («Sentarse con deleite ante la cena / y más tarde / el encuentro de tu curva
en la mía» [«XI») ya que el inevitable hastío, la desigualdad social circundante, la duda
filosófica y los abusos de un consumismo desenfrenado quiebran la comodidad del idilio. Lo
peor es esperar la catástrofe inminente:

Ferrer se encuentra entre los pocos poetas que todavía saben versificar bien y que no se
ruborizan de utilizar verso tradicional cuando se les ocurre expresarse de esta forma –
Claudio Rodríguez, Antonio Colinas, María victoria Atencia, Claribel Alegría, Clara Janés, Ana
Rosetti – y puede ser que sea la mejor del grupo en versificar sin violencias los acentos
obligatorios.

Amar sin tregua y odiar con desacierto. / Llenarse los bolsillos, dilapidar el tiempo.

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