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DR. AGUSTÍN ALBARRACIN TEULON

FREUD EN PARÍS
IMPRESIONES INTIMAS DE SU ESTANCIA
EN LA CAPITAL FRANCESA/1885-1886/

PUBLICACIONES MEDICAS BIOHORM. - SECCIÓN: MEDICINA E HISTORIA | N.° R.: B. 1023^53 | 0. L : B. 27541-63 | EDITORIAL ROCAS. - DIRECTOR:. DR. MANUEL
CARRERAS. COLABORAN: DR. AGUSTÍN ALBARRACIN - DR. DELFÍN ABEULA - PROF. P. LAIN ENTRALGO - PROF. J, LÓPEZ IBOR - DR. A. MARTIN DE PRADOS - DOC-
TOR CHRISTIAN DE NOGALES - DR. ESTEBAN PADROS - DR. SILVERIO PALAFOX -PROF. J. ROF CARBALLO - PROF. RAMÓN SARRO - PROF. MANUEL USANDIZAGA •
PROF. LUIS S, GRANJEL - PROF, JOSÉ M. f LÓPEZ PINERO • DR. JUAN RIERA i SECRETARIO DE REDACCIÓN: DR. FELIPE CID - DIRECCIÓN GRÁFICA: PLA-NARBQNA
De esta edición se han separado cien ejemplares
numerados y firmados por el autor.

Ejemplar n.° g % FZ
DR. AGUSTÍN ALBARRACIN TEULON

FREUD EN PARÍS
IMPRESIONES INTIMAS DE SU ESTANCIA
EN LA CAPITAL FRANCESA/1885-1886/
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Conocíamos hasta ahora la influencia que Charcot - personal y científicamente-— había ejercido sobre el joven
Freud de los años 1885 y 86, a través de sus diversos escritos científicos, muy especialmente su artículo necroló-
gico a la muerte del gran clínico de la Salpétriére en 1893, la Historia del movimiento Psicoanalítico, la Autobio-
grafía, y sueltas pinceladas en las Primeras aportaciones a la teoría de la neurosis, Psicopatólogía de la vida co-
tidiana, Esquema del psicoanálisis y la Interpretación de los sueños.
La aparición de una selección de su profuso epistolario nos permite abrir una nueva luz sobre aquel período de
tiempo tan decisivo en la ulterior obra del genial vienes, actuando a modo de lente amplificadora que nos muestra
al detalle lo que hasta ahora solo conocíamos a grandes rasgos. Amén de constituir el testimonio más sincero,
más desnudo de retóricas, más desprovisto de inhibiciones circunstanciales o prejuicios de tipo personal, social o
científico que pudiéramos desear : no en vano un epistolario espontáneo, esto es, no creado con miras a su posible
publicación, es el más precioso documento, capaz de reflejar en su prístina virginidad pensamientos y sentimien-
tos de su autor.
Veamos, pues, sin mayor preámbulo, sirviéndonos a la par de los documentos ya conocidos y de estas cartas ori-
ginales, como vivió Freud en París desde octubre de 1885 a marzo de 1886 y su personal visión, comprensión y
valoración de la capital francesa, en primer término, y de lo que es más importante para nosotros, de la humani-
dad y ciencia de Jean Martin Charcot.
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Contacto con París.

Ya en su Autobiografía indica Freud como atraído por el gran nombre de Charcot, que resplandecía a lo lejos,
formó el plan de alcanzar el puesto de «docente» en la rama de las enfermedades nerviosas y trasladarse luego por
algún tiempo a París, con objeto de ampliar allí sus conocimientos (i). Ello es, efectivamente, cierto ; mas un
segundo objetivo perseguía también el incipiente investigador : «Lo que deseo, como tú sabes —escribía a su
novia Marta Bernays el último día de marzo de 1885—, es ir a París pasando por Wandobreck —donde ella re-
side—, tener el suficiente tiempo libre para terminar mi trabajo sobre el cerebro y más adelante la independen-
cia precisa para ponerme seriamente a determinar cuáles son las posibilidades que tenemos aquí» (2).
En la primavera de dicho año le es conferida la plaza de docente en Neuropatología, en mérito a sus trabajos histo-
lógicos y clínicos. Y poco después, en junio, la intervención de Brücke le consigue una generosa pensión para rea-
lizar estudios en el extranjero (3). «¡Oh, qué maravilloso va a ser todo! Llegaré ahí con dinero, estaré contigo
—vuelve a escribir a Marta el 20 de junio— durante mucho tiempo y te llevaré algún bonito regalo. Seguiré viaje,
iré a París y me convertiré en un gran erudito, y más tarde regresaré a Viena con un enorme halo y enseguida
nos casaremos, y curaré todos los casos nerviosos incurables, y tú serás mi amuleto para conservar una salud
perfecta, y te besaré millares de veces hasta convertirte en una muchacha fuerte, alegre y feliz...» (4). Como pue-
de verse, bajo el imperativo científico, late un amoroso impulso en la decisión freudiana de aceptar la aventura
de París. Y un día del otoño de 1885 llega a la capital francesa, más rico en sueños y proyectos que en efectivos
económicos, pese a calificar como «generosa» la subvención lograda. Cuenta a la sazón 29 años de edad y un bagaje
intelectual de 9 años de investigación histológica y fisiológica junto a Brücke y Meynert. Cuando seis meses más
tarde, en marzo de 1886, retorne nuevamente, con temporal permanencia en Berlín, a su Viena, aquel joven ma-
duro, melancólico, algo apático y un tanto neurasténico, pero en quien ya Breuer ha descubierto, bajo el barniz de
su timidez, un ser humano muy osado y muy valiente, escribirá nuevamente a Marta : «Siento que mi estancia en
París me ha aportado algo muy precioso y que nadie podrá arrebatarme» (5). ¿Qué habrá ocurrido en esos seis
meses para que Sigmund Freud se exprese en el tono grave y decisivo que acabamos de oír ?
En apreciación epidérmica, ha sido el contacto con París, el choque del «alemán provinciano», como él mismo se
describe ante su futura cuñada Minna Bernays, con la rutilante ciudad : «Estoy bajo el pleno impacto de París
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y, hablando en tonos poéticos, podría compararlo con una esfinge de formas ampulosas y adornos estrafalarios que
se zampan a todos los extranjeros incapaces de contestar correctamente a enigmas ; pero ahorraré toda esta in-
formación para futuras efusiones verbales. Básteme decir que la ciudad y sus habitantes me parecen irreales ; es
como si las personas pertenecieran a especies distintas de la nuestra, como si estuvieran poseídas por mil demo-
nios. En lugar de oír sus Monsieur y Voilá VEcho de Paris, les oigo gritar A la lanterne y A bas tal o cual per-
sona. Creo que desconocen el significado de la vergüenza o el temor. Mujeres y hombres, sin distinción, se apre-
tujan frente a los desnudos, del mismo modo que lo hacen alrededor de los cadáveres en el depósito, o de los
horrendos carteles que anuncian en las calles un nuevo folletín en tal o cual periódico, exhibiendo simultánea-
mente una muestra de su contenido. Son gentes dadas a las epidemias psíquicas y a las convulsiones histéricas de
masas, y no han cambiado desde que Víctor Hugo escribió Notre Dame, novela que debes leer para comprender
París, pues, aunque todo lo que dice es imaginario, uno se queda persuadido de su realidad. Sin embargo, te
aconsejo que no la leas hasta que estés en un estado mental de absoluto sosiego. Y en París.»
«Si vienes aquí, lo primero que te atraerá, probablemente, será aquello que cautiva a casi todo el mundo : la bri-
llantez de la apariencia externa, la multitud apretujándose en las aceras, la infinita variedad de artículos, bella-
mente presentados en los escaparates ; las calles que se prolongan durante millas y millas, la magnífica iluminación
por la noche, la alegría y finura de la gente ; mas para armonizar todo esto con lo demás hay que aprender pre-
viamente muchas cosas. Como podrás observar, tengo corazón de alemán provinciano y me lo he dejado en casa,
lo cual plantea la cuestión de si habré de volver a buscarlo...» (6).
Y si esto hace a la ciudad, no salen mejor parados sus moradores : «todo lo que le contestan a uno es charmé (que
no es cierto) y luego aquello de «yo también he estado en Viena, donde conocí a Herr tal y cual» ; y «en el fu-
turo iré a donde me plazca y no malgastaré mis tarjetas de visita. Otros extranjeros con los que he cambiado im-
presión opinan lo mismo que yo de la presunta cortesía social de los franceses». (7).
Un hecho se impone como consecuencia : el aislamiento. Por ello recordará Freud al escribir la Psicopatólogía de
la vida cotidiana: «Quizás ésta mi fantasía proviniese del tiempo en que me hallaba en París, donde con harta
frecuencia paseé solitario por las calles, muy necesitado de alguien que me ayudase y protegiese...» (8). Alguien,
que será en ocasiones el ruso Darkschewitsch, a quien visita, cenan juntos y luego beben té en su habitación, con
lo que Freud comienza a sentirse menos aislado (9) ; o el matrimonio Richetti, en cuya residencia encontrará un
hogar : «por las mañanas me lleva —el marido— a la Salpétriére, regresamos después a su casa, recoge a su mu-
jer y vamos al Duval. Por la tarde regreso solo, paso a buscarlos a eso de las seis, a las siete vamos a cenar y des-
pués damos un paseo o les hago compañía durante una hora en su piso» (10). Pero, sobre todo en los primeros
días de su encuentro con París, preponderan los paseos solitarios, que después describe prolija e ingenuamente a
su prometida : «El paseo que di hace tres días, y cuya descripción te debo, me llevó al Quai d'Orsay, donde es-
tán los ministerios, y luego seguí por la Dome des Invaliies, crucé el Sena y desemboqué en TAvenue des
Champs Elysées, que es la zona de París con más estilo, como diría John. No hay tiendas, y todo el mundo pa-
sea por allí a caballo o en calesa. Las señoras elegantes adoptan expresiones que sugieren su resistencia a creer
que existan en este mundo otras personas que ellas mismas y sus maridos, o al menos, tratan graciosamente de
ignorar al resto de la gente. Forma uno de los lados de la avenida un extenso parque, en el que los niños más gua-
pos del mundo lanzan sus cometas, dan vueltas en el tiovivo, entran en la barraca de las marionetas o se dan pa-
seos en carricoches arrastrados por cabras. En los bancos se sientan las amas de cría, dando de mamar a los bebés,
y las niñeras, a las cuales acuden los niños gritando cada vez que tienen una pelea...»
«Prosiguiendo la marcha, llega uno a la Place de la Concorde, en cuyo centro se alza un auténtico obelisco traído
de Luxor. Figúrate, un obelisco de verdad, cubierto totalmente de bellas cabezas de pájaros, hombrecillos sen-
tados y otros jeroglíficos, que tienen, por lo menos, tres mil años más que la vulgar multitud que los rodea. El mo-
nolito fue construido en honor de un rey, cuyo nombre sólo sabría leer hoy un puñado de gente y que, si 110
fuera por este monumento, habría sido olvidado. La Place de la Concorde conduce al jardín de las Tullerías, que
puedes imaginarte pensando en la plaza enclavada en Viena entre los dos Burgtoren (incluyendo el Folksgar-
den y los dos museos). Después viene el Louvre.» (11). Otro día el itinerario será diferente : «Hoy fui a dar mi
paseo siguiendo un círculo parecido al que recorrí hace tres días, pero alejándome del Sena y rebasando los lí-
mites del plano que te envié ayer. Me hundí en el más despiadado ruido, hasta que conseguí salir de aquella zona y
emerger a los famosos Bulevares y a la rué de Richelieu. En la Place de la Republique contemplé la estatua gi-
gantesca que lleva representaciones pictóricas de los años 1789, 1792, 1830, 1848 y 1870» (12).
Los paseos del solitario alternan con otras distracciones, entre las que 110 pueden faltar sus visitas al Louvre :
«Ahora que me acuerdo..., ayer fui a este museo o, mejor dicho, a su sala de antigüedades, que contiene un número
increíble de estatuas griegas y romanas, losas sepulcrales, inscripciones y toda clase de reliquias del pasado. Vi
algunas cosas maravillosas, como unos antiguos dioses, reproducidos una y otra vez, y también a la famosa y
manca Venus de Milo, a la que rendí el cumplido tradicional.» (13). Y también serán objeto de la especial aten-
ción de Freud los teatros de París, de los que tres, al menos, han quedado registrados en su epistolario :
«Casi no recuerdo lo que hice ayer. La tarde que pasé en el teatro el día 17 me produjo jaqueca, pues, lo creas
o 110, las funciones se prolongan aquí desde las ocho de la tarde hasta medianoche, y el calor es inaguantable. Fui
con John. El asiento de menos categoría (es decir, el situado a mayor altura) cuesta un franco. Pagamos 1*50 y
nos correspondió una quatrieme loge de cote que parecía un palomar lamentable y estaba situado en uno de los
rincones de la galería más alta, donde uno puede degustar su soledad, pero muy poca cosa más. ¡ Cuando me acuer-
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do del día que estuvimos juntos en el teatro de Hamburgo! Me extrañó la ausencia total de trajes elegantes.
Supongo que los reservan para la ópera. No hay música ni foso para la orquesta, y el anuncio de que van a co-
menzar la representación lo constituyen tres martillazos que se oyen entre bastidores. Las obras eran Le
mariage forcé, Tartuffe y Les précieuses ridicules, todas ellas de Moliere, y aunque no pude entender una sola
palabra de lo que decían las actrices, y solo comprendí la mitad de lo que hablaban los actores, su actuación me
pareció brillante. Conocía Tartuffe, naturalmente, y lo que me gustó de la última obra no fue tanto el diálogo
como la magnífica representación de los dos Coquelins. Durante Tartuffe, el público aplaudió todas y cada una de
sus intervenciones. Mi jaqueca no me anima a ir al teatro frecuentemente. En realidad, fui con la esperanza de
aprender francés, pues no tengo a nadie con quien hablar y cada día me parece que emito peor estos sonidos de-
leznables» (14).
Efectivamente, hasta veinte días más tarde no tenemos noticias de su presencia en el teatro, y otra vez será la ja-
queca el resultado de su asistencia : «Ayer 110 pude ponerte unas líneas por otra causa. Tuve un horrible dolor
de cabeza. Había estado en el teatro de la Porte de St. Martin para ver a Sarah Bernhardt» (15). Tras dedicar
unos despectivos comentarios a la localidad (Stalles d'orchestre que deberían traducirse por establos de orquesta
pese a su precio de 4 francos) describe escena por escena la Theodora de Sardou, mostrando su admiración por la
actriz : «¡ qué bien trabaja esta Sarah !». Finalmente, ya mediado enero de 1886, y a su regreso de unas breves
vacaciones pasadas con Marta, vuelve a narrarle a ésta en una carta : «Jules Bernays llegó anoche, a la hora del
teatro, para arrastrarme a la Comedie Francaise, donde se está representando Le mariage de Fígaro de Beau-
marchais. Como estaba de buen humor le acompañé gustoso y lo pasé muy bien. Sacamos localidades de seis fran-
cos (se dejó por fin invitar), presenciando la representación memorable de una obra sobresaliente, que rezuma in-
genio a pesar de haber sido escrita hace aproximadamente un siglo. Ya conoces el argumento por la ópera que
vimos juntos. Pero al margen del libreto compuesto para ésta, existen en la obra original una serie de cosas que
contribuyen a hacerla brillante. De cuando en cuando eché de menos la maravillosa música, por ejemplo cuando
Susana se sienta a escribir la carta o cuando el conde expresa su satisfacción ante la perspectiva de reunirse con
ella en el jardín. El espíritu de la obra es muy revolucionario, y se la suele considerar precursora de la gran Revo-
lución» (16). Es curioso —entre paréntesis— como al escribir Freud en 1900 la Interpretación de los sueños, acude
a su memoria la escena de la representación escuchada hace catorce años. Recordemos el fragmento : «Mientras
tanto, estuve tarareando una musiquilla que reconocí •-—a otro le hubiese quizá sido imposible— como el aria de
«Las bodas de Fígaro» :
cSi el señor conde quiere bailar..., quiere bailar...,
dígnese indicármelo y yo tocaré.»

Durante toda la tarde me había sentido de excelente humor, emprendedor y provocativo, y había hecho blanco de
mis bromas al camarero y al cochero, supongo que sin llegar a ofenderlos. En armonía con las palabras de Fígaro
y con mi recuerdo de la comedia de Beaumarchais, que había visto representar en la Comedie Francaise, bara-
jaba los más atrevidos y revolucionarios pensamientos.» (17).
No podía faltar su visita a la Catedral. «Estás en lo cierto, querida mía, al afirmar que tengo aún más cosas que
contarte que antes, y casi siempre hay algo que olvido narrarte, como, por ejemplo, mi visita a Nótre-Dame de
París el domingo. Y la primera impresión que tuve al entrar fue una sensación desconocida hasta entonces : "Esta
es una iglesia"... No he visto nunca nada tan conmovedoramente grave y sombrío, tan desnudo y angosto, carac-
terísticas todas que, sin duda, contribuyen, en parte, a crear la impresión general.» (18). Páginas más adelante
veremos como enlaza el sentimiento experimentado en esta ocasión con el que la presencia de Charcot le produce.
Y, en fin, una serie de notas pintorescas, que difícilmente podrían presumirse hijas del genial y revolucionario
médico vienes, del que, hasta ahora, solamente conocíamos una imagen hosca, dura y fríamente analítica.
«Mis nuevas botas llegaron hoy, con cordones y suelas inglesas ; pero me costaron nada menos que veintidós
francos. Te sería difícil creer la cantidad de dinero que necesita uno para las cosas más corrientes y lo empobreci-
do que ya estoy.» (19). «Noticias breves : el café es aquí delicioso por doquiera, y los niños llevan blusas pare-
cidas a la tuya de San Francisco. Figúrate : por tres artículos de tocador (talco, brea y pasta de dientes) tuve que
pagar 3'5O francos. Así ¿cómo va uno a economizar?» (20.) «Por ejemplo, me ha llevado a una crémerie donde puede
uno tomar por treinta céntimos lo que cuesta sesenta en un café, y también estuve con él en un nuevo restauran-
te, donde se come á prix fixe y elegir, a pesar de todo, los platos que más le apetezcan, obtener el doble de bebida
y más cantidad de comida que en Duval y, no obstante, pagar veinte céntimos menos. Ahorraría más si bebiera
vino, en lugar de cerveza, pues entonces me costaría i'óo francos en lugar de dos.» (21). O, como curiosidad que
nos atañe en tanto españoles, el comentario a la muerte del rey Alfonso XII, acaecida en 1886 : «Si tú estás
bien, mi vida, me alegro mucho de no ser el rey de España. Es el primer soberano de mi generación al que so-
brevivo, y su muerte ha causado gran impresión en mí. Lo absurdo del sistema hereditario se demostrará, una vez
más, cuando, bajo el gobierno de una reina de cinco años, apenas muera determinado personaje, el país se alce
en armas» (22).
Bien. Hasta aquí nos ha mostrado Freud como transcurrían o, al menos en parte, sus ocios en París. Mas el ob-
jeto de su viaje era, ya lo hemos visto, no el turismo sino su mejor formación intelectual, precisamente al lado de
Charcot. Ocupémonos por consiguiente, ahora, de la relación entre Freud y Charcot, en sus diversas facetas hu-
manas y científicas.
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Freud y Charcot.

Repitamos la frase de la Psicopatólogía de la vida cotidiana que antes transcribía, pero ahora en su total extensión :
«Quizás esta mi fantasía proviniese del tiempo en que me hallaba en París, donde con harta frecuencia paseé so-
litario por las calles, muy necesitado de alguien que me ayudase y protegiese :—-y aquí viene lo que antes omití—
hasta que Charcot me admitió a su trato, introduciéndome en su círculo» (23). Hemos llegado, al fin, a la clave
de aquel «algo muy precioso y que nadie podrá arrebatarme» que, como antes vimos, no era en modo alguno la
ciudad de París, sus gentes, museos ni espectáculos. «Me ha quedado un recuerdo tan amable y edificante de
Charcot, que, a su modo, no difiere del que me dejaron los días que pasé contigo» (24), escribirá ya en Berlín a
Marta, días después de abandonar al maestro. Veremos, pues, a continuación, la figura humana y científica de Char-
cot, el mundo de la Salpétriére que a Freud le fue dado a conocer y los aspectos sociales de la relación entre ambos
médicos, francés y austríaco.

Figura humana de Charcot. — Bien conocidas son las líneas iniciales del artículo necrológico sobre Charcot es-
critas por Freud en agosto de 1893 : «El fallecimiento de J. M. Charcot, que el 16 de agosto del presente año su-
cumbía de muerte rápida y sin sufrimientos, después de una vida feliz y gloriosa, ha privado, prematuramente,
a la joven ciencia neurológica de su máximo impulsor ; a los neurólogos, de su maestro, y a Francia de una de
sus más preeminentes figuras. Recién cumplidos los sesenta y cinco años, sus energías físicas y su juventud espi-
ritual parecían asegurarle, en armonía con su deseo, francamente manifestado, aquella longevidad de la que han
gozado no pocos de los grandes intelectuales de este siglo». Y líneas después, al glosar su obra: «...todas estas
publicaciones, que continuarán siendo caras a la Ciencia y a sus discípulos, no pueden compensarnos la pérdida
del hombre que aún hubiera podido ofrecernos tantas enseñanzas, y a cuya persona o cuyos libros nadie se acercó
que no aprendiera» (25).
A su persona intenta acercarse Sigmund Freud el 19 de octubre de 1885, recién llegado a París. Aquella mañana,
escribe a Marta Bernays, «fui a la Salpétriére, que es tan grande y tiene tantos patios como nuestro hospital, para
autopresentarme al auxiliar médico y preguntarle cuando esperan a Charcot. Tampoco pude hallar a aquel, pues
le había reemplazado uno nuevo, y Charcot estaba girando su visita a las salas. Pude haberle abordado allí, pero
me había dejado en casa mi carta de presentación y me pareció una tontería precipitar las cosas, por lo que resol-
ví esperar hasta mañana. La Consultation Externe —es decir, la consulta para pacientes no internos-— tiene
lugar a las nueve y media, por lo que es probable que quizá mañana a estas horas esté ya trabajando. Las cla-
ses de la Ecole de Médecine no empiezan hasta el cinco de noviembre ; pero si marchan bien las cosas con Char-
cot, tendré poco que hacer allí. La biblioteca médica está situada en el primer piso de la Ecole de Médecine ; con-
tiene un gran numero de revistas, sin excluir las alemanas e inglesas, y, probablemente, pasaré allí muchos ratos
libres» (26).
No será posible, por consiguiente, hasta 24 horas más tarde, la primera entrevista con Charcot. De ellas, de sus
impresiones más sinceras y recientes, habrá de escribir necesariamente a su novia nuestro prolífico cultivador del
género epistolar. «Hoy quizás eches en falta la melancolía a que te tienen acostumbrada las que yo te escribo
desde París. La razón es que ayer me pasé el día en la Salpétriére, donde todo salió mejor de lo que yo
esperaba. Me encuentro ya atareado y lleno de esperanzas. Por un depósito de tres francos, la administración del
hospital me entregó la llave de un casillero y un tablier. En el recibo se me describe como «M. Freud, eleve de
Médecine". Déjame que te lo cuente todo detalladamente. Cuando llegué a la Salpétriére ayer por la mañana, es-
taban pasando la Consultation Externe ; es decir, para pacientes no hospitalizados. En una sala se sentaban és-
tos ; en la otra, más pequeña, varios médicos invitados, los internos y el Chef de clinique, M. Marie, que reco-
nocía a los enfermos, los cuales pasaban de uno en uno. A las diez llegó Charcot. Es un hombre alto, de cincuenta
y ocho años, y llevaba sombrero hongo. Tiene los ojos oscuros y extrañamente suaves (o, mejor dicho, uno de
ellos, pues el otro carece de toda expresión y lo tuerce hacia dentro), y largos mechones de pelo que se acumu-
lan tras las orejas. Va afeitado, y sus facciones son expresivas, con labios gruesos y protuberantes. Aseméjase,
en una palabra, a un cura mundano, del que pudiera esperarse un vivo ingenio y una marcada tendencia a la bue-
na vida. Se sentó, y empezó a reconocer a los pacientes. Me impresionó la brillantez de sus diagnósticos y el vivo
interés que se tomaba en todo, y que contrastaba con la actitud de nuestros grandes hombres, que, como sabes,
se revisten con una capa de superficialidad seudodistinguida. Entregué mi tarjeta al Chef, quien se la pasó a Char-
cot. Este jugueteó con ella durante un rato y, una vez terminada la consulta, preguntó quien era yo. Me adelanté
y le di mi carta de presentación. Reconoció la letra de Benedikt, se apartó a un lado para leer las líneas de éste,
dijo «charmé de vous voir» y me invitó a acompañarle. Aconsejóme que me pusiera de acuerdo, en todo lo refe-
rente al trabajo, con el Chef de clinique y, sin más, fui aceptado. Después me enseñó el laboratorio y la sala de
conferencias, y atravesamos juntos varias salas, mientras me explicaba un montón de cosas. En una palabra,
aunque hubo menos formalidades de las que yo. esperaba, pronto me sentí en mi casa y me di cuenta de que, a
su manera lisa y llana, se estaba mostrando muy considerado conmigo. Le pedí permiso para enseñarle alguna
de mis preparaciones, y así lo hice hoy».
«Hoy era el día dedicado a las consultas oftalmológicas. La clínica tiene su propio oftalmólogo, cuya sala de con-
sultas me es tan accesible como el resto del hospital. En conjunto, el ambiente es muy familiar y democrático.
Charcot deja caer con aire casual las observaciones más brillantes, formula constantemente preguntas y siempre
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se muestra dispuesto a corregir mi lamentable francés. Mientras está delante, trato de mantenerme junto a él, y
me siento ya muy familiarizado con todo. El Chef Marie es un sujeto excelente, y lo único que siento es que se
marcha dentro de diez días. Su sucesor no ha llegado aún. Sin un momento de vacilación, Marie me dice el ma-
terial que necesito para la labor que yo mismo he elegido (¿has oído hablar alguna vez de la degeneración se-
cundaria?), y hoy Charcot escribió una carta a otro profesor para que éste pusiera a mi disposición algunos cere-
bros de niño. La mañana se dedica a los pacientes, y la tarde, al estudio, por lo que tengo buenas razones para
estar satisfecho. Hoy fui a la clínica también por la tarde. La gente no está aquí aun muy ocupada, y las clases
ni siquiera han empezado. Pienso pasarme las tardes leyendo en la biblioteca o estudiando en casa, como hice hoy.
Me siento completamente feliz por estar trabajando de nu^vo.» (27).
Esta primera impresión que, pese a su amplitud, era preciso insertar íntegramente, no había de verse defraudada
luego. En la necrológica de 1893, y refiriéndose a la escuela que Charcot logró crear, indicará Freud : «Si Char-
cot fue más feliz a este respecto, hemos de atribuirlo a sus cualidades personales, al intenso atractivo de su figu-
ra y de su palabra, a la amable franqueza que caracterizaba su conducta para con todos en cuanto el trato había
traspasado su primer estadio de desconocimiento mutuo, a la afabilidad con que ponía a disposición de sus discí-
pulos todo cuanto éstos precisaban y la fiel amistad que supo conservarles toda su vida. Las horas que pasaba en
su clínica, dedicado a la observación de los enfermos, eran horas de cordial intercambio de ideas con todo su es-
tado mayor médico. Jamás se aisló en estas ocasiones. El más joven y menos significado de los internos encontra-
ba siempre ocasión de verle trabajar, y de esta misma libertad gozaban también los extranjeros que en épocas ulte-
riores no faltaban nunca en su visita» (28).
Ya tenemos, pues, a Freud afincado en el Servicio de Charcot. Al principio, casi los dos primeros meses, recor-
dará en su Autobiografía, «confundido entre los muchos médicos extranjeros que se inscribían como alumnos en
la Salpétriére, no se me dedicó atención ninguna especial» (29). El tiempo transcurre entre la clínica, las confe-
rencias del maestro y la puntual asistencia a las lecciones de los martes. En lo que a las conferencias se refiere,
«Charcot mismo causaba una singular impresión. Su rostro, rebosante siempre de alegre animación, adquiría en
estas ocasiones un severo y solemne continente bajo el gorro de terciopelo con que cubría su cabeza, y su voz ba-
jaba de tono y sonoridad. Esta circunstancia ha motivado a algunos espíritus malignos el hallar en sus conferen-
cias cierta teatralidad. Pero los que así han hablado estaban habituados a la sencillez de las conferencias clínicas
alemanas u olvidaban que Charcot sólo daba una por semana, pudiendo así prepararla con todo esmero» (30). «Si
con estas solemnes conferencias, en las que todo estaba preparado, y habían de desarrollarse conforme a un estu-
diado plan, seguía Charcot, muy probablemente, una arraigada tradición, no dejaba de sentir también la nece-
sidad de presentar a sus oyentes un cuadro menos artificial de su actividad. Para ello se servía de la ambulancia
de la clínica, cuyo servicio desempeñaba personalmente en las llamadas "lecons du mardi". En estas lecciones
examinaba casos que hasta aquel momento no había sometido a observación ; se exponía a todas las contingencias
del examen y a todos los errores de un primer reconocimiento ; se despojaba de su autoridad para confesar, cuando
a ello había lugar, que no encontraba el diagnóstico correspondiente a un caso, o que se había dejado inducir en
error por las apariencias, y nunca pareció más grande a sus oyentes que al esforzarse, así, en disminuir, con la
más franca y sincera exposición de sus procesos deductivos y de sus dudas y vacilaciones, la distancia entre el
maestro y sus discípulos. La publicación de estas conferencias improvisadas ha ampliado infinitamente el círculo
de sus admiradores y nunca ha conseguido una obra de nearopatología un tan clamoroso éxito entre el público mé-
dico» (31).
Así las cosas, oye Freud un día «expresar a Charcot su sentimiento por no haber vuelto a tener noticia alguna des-
de la pasada guerra del traductor alemán de sus conferencias. Luego agregó que le agradaría mucho encontrar
una persona de garantía que se encargase de la traducción alemana de sus Nuevas Conferencias. Al día siguiente
—sigue Freud— me ofrecí para ello en una carta, en la que recuerdo haber escrito que sólo padecía la aphasie mo-
trice, pero no la aphasie sensorielle du franjáis. Charcot aceptó mi ofrecimiento, me admitió a su trato privado
y me hizo participar desde entonces directamente en todo aquello que en la clínica sucedía» (32). Pero mejor será
recurrir a la visión amplificada que de tan importante su eso dará a su novia :
«Nada mujercita mía, excepto que Charcot me llevó a un lado para decirme : "J'ai un mot á vous diré". Y, sin
más, me anunció que estaba dispuesto a dejarme traducir su volumen III al alemán y, lo que es más, no sólo la
primera sección, que ha aparecido ya en francés, sino también la segunda, que aún no ha sido publicada. ¿Te ale-
gras? Yo, sí. Ha sido una noticia estupenda. Podré darme a conocer a los médicos y a los pacientes alemanes, y
la cosa bien merece que le sacrifique unas cuantas semanas y unos cuantos cientos de Gulden, sin contar con los
que me aportará. Lo considero gran ventaja para mí, en cuanto al ejercicio de la medicina se refiere, y, además,
allanará el camino a mi libro cuando éste se publique.
«Richetti opina que éste no es el mejor momento para dejar a Charcot, cuando apenas be empezado a establecer
contacto con él, y a mí me parece que tiene razón ; pero esto no me impedirá ausentarme de aquí durante diez
días, y siempre saldré ganando con tus besos... Todo ha transcurrido hoy como en esas escenas de las comedias
donde todo ocurre al mismo tiempo. La autorización de Charcot, una carta de casa con buenas noticias... Tengo
ganas de gritar y de saltar para dar rienda suelta a mi ale Tría.» (33).
Es el 12 de diciembre, la fecha que marcará un hito en las relaciones entre Freud y Charcot. A partir de este mo-
mento, sus contactos son diarios y las puertas del domicilio privado del maestro se le abrirán, no tan solo en actos
de sociedad —-según después veremos— sino también para el trabajo que les une : «Ayer cambié nuevas impresio-
II

nes con Charcot, quien cedió con gran flexibilidad a todas las exigencias del editor. Todo ha quedado arregla-
do» (34). «...ayer estuve más de una hora con Charcot, quien me dio otras diez hojas. Me gustaría describirte de-
talladamente su casa, pero esto debe quedarse para otro día.» (35). «Soy actualmente el único extranjero que si-
gue con Charcot. Hoy llegó un pequeño número de pruebas sueltas en inglés, y me dio una de ellas. Poco des-
pués tuve la oportunidad de sorprenderle un tanto. Estaba él hablando de cierto paciente, y mientras los demás
reían con sus observaciones, yo dejé caer : Vous parlez de ce cas dans vos legons, y cité algunas de las frases
que dedica al tema. Esto pareció haberle complacido, pues una hora después dijo a su ayudante : Vous allez pren-
de cette observation avec M. Freud. Después se volvió a mí y me preguntó si me gustaría prende une observa-
tion con M. Babinski. No preciso decirte que no opuse la menor objeción. Es un caso que Charcot considera in-
teresante. Personalmente, no me parece gran cosa, pero tendré quizá que escribir un artículo con el ayudante. En
cualquier caso, lo esencial del incidente es que Charcot me distinguió entre todos, y que desde entonces ha cam-
biado la actitud de su ayudante hacia mí. Cuando Charcot se fue, a las once de la mañana, charlé un rato con
el paciente y me di cuenta, sorprendido, de que era capaz de mantener una conversación en francés. Tras haber
decidido aplazar el reconocimiento definitivo hasta las cuatro de la tarde, el ayudante me invitó (! !) a comer con
él y los demás médicos del hospital en las Salles des Internes, pagando ellos, claro. ¡ Y todo por una mera inclina-
ción de cabeza del jefe! Pero esta pequeña victoria, fácil para Richetti, para mí fue costosa.,.
«Pasé todo el día en la Salpétriére, donde, desde las cuatro hasta las siete, nos ocupamos del paciente. Estuvimos
interrogando al enfermo, que procede del sur de Francia y es incapaz de concentrarse en nada ni de dar un aire
coherente a lo que cuenta, y yo apunté sus respuestas. Después se marchó el ayudante, que probablemente no tenía
grandes deseos de competir conmigo en la investigación, y dado que yo no soy un novato como él, describí cuanto
me interesaba en un cuarto de hora y le entregué más tarde la información así obtenida. En realidad se portó
bien conmigo. Mañana vamos a presentar el caso a Charcot.» (36). El camino ya está abierto. El médico vienes
habla con Charcot, le escucha, le ve trabajar. En lo más profundo de su conciencia va germinando algo nuevo.
Y, por su parte, el clínico de la Salpétriére le distingue con su aprecio y amistad. Freud, mostrando claro orgu-
llo, escribe a su novia en el mes de febrero : «Ayer, miércoles, me sucedió otra aventura. El viernes, un tipo de
lo más innoble, vino a buscarme para ir juntos a la Salpétriére. Está de hidroterapeuta con Winternitz, por lo que
se considera un gran neuropatólogo, e hizo toda clase de observaciones condescendientes que yo fui anotando para
mis adentros confiando en una próxima venganza. Traía una carta de presentación para Charcot, con un párrafo
de adulación repugnante, en el que denominaba a éste "el más grande de los médicos' \ No sé que clase de acogida
esüeraba con estas cosas, mas yo estaba seguro de que sería un tanto glacial. Y así fue. Después de leer la carta,
Charcot se limitó a decir : A votre service, monsieur —y añadió— : Vous connaissez M. Freud?, ante lo cual am-
bos hicimos una inclinación de cabeza, él bastante sorprendido y yo complacido secretamente... Sigo muy ocupado
con el caso que me traspasó Charcot. Nuestra relación continua siendo muy satisfactoria.» (37).
Pero todavía es cosible penetrar más profundamente en el alma de Freud, para ver la gran revolución que en su
seno ha producido Charcot. Desde su llegada a París, el vienes se ha mostrado apático, fatigado... «La gran no-
ticia es eme a^er. tras haber llegado más bien tarde a la Consultation Externe (me siento estos días bastante vago
e indiferente hacia todo)...» (18). O unos días antes : «He comprado por cuatro francos una de las obras de Char-
cot, oue va -oosefa en su versión alemana, para hacer ejercicios de traducción. Mi pereza comienza a preocuparme
sobre manera, y hace días que mi sensación de culpabilidad no me deja tranquilo un solo instante.» (39).
Poco a poco el ánimo va creciendo, a la par que frecuenta los Servicios de la Salpétriére. «Han sucedido muchas
cosas insignificantes, pero la más importante es que mi trabaio avanza con regularidad y que estoy llegando al
apogeo de mi entusiasmo, que tanto necesitaba, lo cual constituye una razón más para no haberte escrito», con-
fesará a Marta (40). Aunque en algún momento la depresión se adueñe de él, va ha encontrado una justificación
a su estancia en París : «Fl trabaio anatómico progresa muv lentamente, y cada día me resigno más a mi incapa-
cidad actual para hacer cristalizar en algo concreto las muchas ideas estimulantes que cruzan mi cerebro. Hoy
Charcot me autorizó a embarcarme en el estudio clínico que me sugiere mi última inspiración ; mas, al parecer,
Marie no tiene muchas ganas de cooperar, por lo que no sé qué podré hacer. Probablemente, nada ; pero si pres-
cindo de todo esto, todavía hay razones para hacer valiosa mi estancia aquí» (41). Y tan sólo cinco días después
de la anterior carta, una nueva nos va a mostrar la clave de ló que le ha ocurrido : «Ahora estoy instalado muy
cómodamente y tengo la impresión de que he cambiado mucho. Te diré detalladamente lo que me pasa. Charcot,
que es uno de los médicos más grandes que han existido y un hombre cuyo sentido común raya en el genio, está,
sencillamente, destruyendo todos mis objetivos y opiniones. A veces, salgo de sus clases como de Nótre-Dame,
con una idea totalmente nueva de lo que es la perfección, pero me deja exhausto. Después de estar con él se me
quita todo deseo de trabajar en mis tonterías. Hace tres d'as que no hago nada y no tengo el más pequeño remor-
dimiento. Mi cerebro se queda tan saciado con él, como después de haber pasado una velada en el teatro. No
se si esta semilla dará fruto, pero sí puedo afirmar que ningún otro ser humano había causado nunca tan gran efec-
to sobre mí. Aún el viejo Richetti, que ha conocido a todos los hombres importantes de su época, se queda insig-
nificante junto a él. Cuando vuelvo a mis habitaciones me entra una gran resignación y me digo : "Los grandes
problemas son para los hombres de cincuenta a setenta años". Para los jóvenes, como nosotros, lo más impor-
tante es la vida misma. Mi ambición se veía satisfecha meramente con una larga existencia, dedicado a aprender y
comprender una pequeña parte de las cosas del mundo, y mis planes para el futuro no son capaces en estos días
de contempla? otras perspectivas que las que se refieren a nuestro matrimonio y nuestro mutuo amor. No me ape-
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tece malgastar cada partícula de mi energía tratando de llegar a la meta el primero, como un caballo de carreras,
o, con otras palabras, intentando erigir un hogar que sólo sería posible después de esfuerzos y privaciones tan
grandes, que no podría esperar más de dos o tres años de salud mental. ¿O es meramente la influencia de esta
ciudad, atractiva y repulsiva de modo mágico?» (42). No ; no es París ; es el influjo de Charcot, tan bella y dramá-
ticamente expresado en las líneas que anteceden y que todavía serán confirmadas en otra ocasión : «No hago
nada aquí, excepto dejarme envolver por Charcot durante las mañanas, y tratar de desligarme por las tardes,
escribiendo cartas en el intervalo» (43).
¡ Qué frías ahora, aunque devotas, nos parecen las líneas de la necrológica del verano de 1893 y los recuerdos de
la autobiografía ! ¡ Qué profunda impresión la recibida en París, que no sólo le hará variar el rumbo de su orien-
tación clínica, para bien de la medicina, sino también sus concepciones de la vida, de la ambición, del amor...
para bien de Marta Bernays ! Y ya en las postrimerías de su estancia junto a Charcot, después de que al influjo
de éste, en cuanto maestro, se ha unido el calor de su acogida social y familiar, Freud hará examen de concien-
cia en el que, en última línea, transparece, también, quiéralo o no, la sombra gigante de Charcot: «Creo que la
gente ve algo extraño en mí, y la razón estriba en que durante mi juventud jamás me sentí joven, y ahora que
estoy entrando en la edad madura no actúo en consecuencia. En tiempos me sentía lleno de ambición y ávido
de aprender, irritándome el que la Naturaleza 110 hubiera sido más benévola conmigo y puesto en mi rostro esa im-
pronta del genio que, de cuando en cuando, concede a ciertos hombres. Ahora, y desde hace mucho tiempo, sé
que no soy un genio y ni siquiera comprendo como alguna vez lo he podido anhelar. Ni aún poseo un talento ex-
cepcional. Mi capacidad de trabajo es sin duda fruto del carácter que me ha caído en suerte y de la ausencia de
una debilidad intelectual exhorbitante. Mas sé que esta combinación es sólida para llegar gradualmente al éxito y
que, en circunstancias favorables, podría lograr más triunfos de los que ha conseguido Nothangel, al que me con-
sidero superior, y quizá pudiera llegar a la altura de un Charcot» (44). Tales proféticas palabras aparecen escritas
en una carta dirigida a su novia, desde París, el 2 de febrero de 1886.

Figura científica de Charcot. — El epistolario de Freud, en el que tan altamente se glosa la figura humana del
neurólogo francés de la Salpétriére, no permite, por su índole y personas a quien va dirigido durante este período
de tiempo de la permanencia de aquel en París, mostrar algún nuevo dato que viniera a añadir a lo que en sus
obras completas ha dejado consignado, respecto a la figura científica de Charcot. Como ello es bien conocido y,
por otra parte, se encuentra ampliamente comentado por Laín Entralgo en diversas publicaciones -—Estudios de
Historia de la Medicina y Antropología Médica, Medicina y pecado, La Historia clínica, etc.— voy a limitarme
escuetamente a exponer, de forma sistemática y ordenada, con fines a la mayor claridad de una visión de conjunto,
los textos de Freud que permiten apreciar como veía los aspectos metódico, científico, clínico y pedagógico de la
personalidad de su maestro. Empleo a propósito la expresión «maestro» sin faltar a la verdad histórica, ya que
son repetidas las ocasiones en que Freud confiesa su deuda y dependencia científica : «Charcot, cuyo alumno fui
en 1885 y 1886...» (45) ; «Me dirijo especialmente a los alumnos de J. M. Charcot, para presentarles algunas ob-
jeciones contra la teoría etiológica de las neurosis, que nuestro común maestro nos ha transmitido» (46).
Cuando Freud encuentra a Charcot, hace un par de años que éste ha conseguido una Cátedra de Neuropatología
en la Facultad de Medicina, creada expresamente para él por Gambetta, y por la que deja la de Anatomía Patoló-
gica que había desempeñado durante largos años (47). Pero su fama, ya desde un principio, no provenía de la Ana-
tomopatología sino a través de sus conferencias y trabajos sobre neuropatología, labor espontánea que llevaba a
cabo al margen de sus ocupaciones oficiales. Con la nueva Cátedra se le confiere una clínica, auxiliada por diver-
sos institutos científicos, en la Salpétriére, conocida bajo la denominación de le Service de Monsieur Charcot, que
comprende, a más de las antiguas salas para enfermas crónicas, varias salas clínicas, en las que también son ad-
mitidos hombres, la «Consultation externe», un laboratorio histológico, un museo, una sala de electroterapia,
otra de enfermedades de los ojos y oídos y un estudio fotográfico propio.
La curiosidad científica de Charcot, narra Freud, quedó tempranamente orientada hacia el rico material que ofre-
cían los fenómenos neuropatológicos, inexplorados por entonces. Cuando en calidad de interno del Hospital, y
muy joven aún, visitaba con el médico propietario alguna de las Salas de la Salpétriére observando los intrin-
cados cuadros sintomáticos —parálisis, contracturas, convulsiones, etc.— para los que no se había encontrado en
los últimos cuarenta años nombre ni comprensión algunos, solía decir: «Fraudrait y retourner et y rester», y
supo cumplir su palabra. Nombrado, efectivamente, medecin des Hópitaux, gestionó enseguida ser destinado a
una de aquellas salas de la Salpétriére dedicadas a las enfermedades nerviosas y en ella permaneció, sin hacer
uso del derecho a traslado, hasta que en 1883 se le concediera la nueva cátedra y servicios.
Es en esta época —sigue Freud, testigo presencial— un trabajador infatigable, el más aplicado siempre de toda
la escuela. Su consulta privada, a la que acuden enfermos de todos los países, no le hace descuidar por un mo-
mento sus actividades pedagógicas e investigadoras. El extraordinario número de enfermos que a él afluyen, no se
dirige tan sólo al famoso investigador, sino igualmente al gran médico y filántropo, que siempre sabría hallar
algo beneficioso para el enfermo, adivinando cuando el estado de la ciencia no le permitiese saber.
Ya en la vieja sala de enfermedades nerviosas comenzó a emplear a fondo sus particulares dotes. No era Charcot
un pensador, sino una naturaleza de dotes artísticas, o, como él mismo decía, un «visual». Un día expuso a Freud
su método de trabajo : acostumbraba a considerar detenidamente una y otra vez aquello que no le era conocido y
robustecer así, día por día, su impresión sobre ello hasta un momento, en el cual llegaba de súbito a su compren-
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sión. Ante su visión espiritual se ordenaba entonces el caos, fingido por el constante retorno de los mismos sín-
tomas, surgiendo los nuevos cuadros patológicos, caracterizados por el continuo enlace de ciertos grupos de sín-
dromes. Haciendo resultar, por medio de una cierta esquematización, los casos complejos y extremos, o sea los
«tipos», pasaba luego de éstos a la larga serie de los casos mitigados ; esto es, de las formas frustradas que, te-
niendo su punto inicial en uno cualquiera de los signos característicos del «tipo», se extendían hasta lo indetermina-
do. Charcot decía de esta labor mental, en la que no había quien le igualase, que era «hacer nosografía» y se
mostraba orgulloso de ella. Por otra parte, el hecho de regentar una cátedra de Anatomía Patológica resultó una
fortuna para la Neuropatología, ya que el mismo hombre de ciencia creaba, mediante la observación clínica, los
cuadros patológicos, y demostraba luego, en el tipo y en la forma frustrada, la existencia de igual modificación
anatómica como base de la enfermedad.
Su mentalidad especial, anatómica, tan agudamente subrayada por Laín E/atralgo en lo que se refiere al método
charcotiano de «hacer nosografía», había de chocar a los médicos de allende el Rhin, incluido Freud, que le visi-
taban. Así cuenta éste una significativa anécdota : «En una ocasión nos reunimos en su visita unos cuantos mé-
dicos y estudiantes extranjeros, tan penetrados de respeto a la fisiología "oficial" alemana, que acabamos por irri-
tarle levemente, discutiendo sus novedades clínicas. "Eso no puede ser, observó uno de nosotros, pues contradice
la teoría de Young-Helmholtz." Charcot no respondió, como hubiera sido de esperar : "Tanto peor para la teoría.
Los hechos clínicos tienen primacía". Pero pronunció una frase que nos impresionó intensamente : "La theorie,
c'est bon ; mais 9a n'empéche pas d'exister» (48). Esta frase será recogida por el propio Freud al escribir los His-
toriales Clínicos: «Lo que hasta ahora he oído en contra del mismo (problema de la sexualidad) han sido tan
sólo manifestaciones de desagrado o incredulidad puramente personales, a las cuales basta oponer la frase de
Charcot: "ca n'empéche pas d'exister".» (49).
Sería imposible demostrar, mediante enumeración detallada, cuanto a Charcot debe la Neuropatología : no ha
habido tema de alguna significación en cuyo planteamiento y discusión no haya participado ampliamente la «es-
cuela de la Salpétriére», la cual era, claro está, Charcot mismo, que con su amplia experiencia, la luminosa clari-
dad de su exposición y la plástica de sus descripciones se transparentaba siempre en las obras de sus discípulos.
Pero simultáneamente con la fundación de la clínica y el trueque de la Cátedra de Anatomía Patológica por la de
Neuropatología, las inclinaciones científicas de Charcot experimentan un cambio de orientación, al que se debe
uno de sus más bellos trabajos. Declarando, en efecto, cerrada la teoría de las enfermedades nerviosas orgánicas,
comenzó a dedicarse, casi exclusivamente, a la histeria, la cual quedó así constituida, de una sola vez, en foco de
la atención general, devolviendo al tema su dignidad y dando fin a las irónicas sonrisas con que se acogían hasta
entonces las lamentaciones de las pacientes, al pronunciarse a favor de la autenticidad y la objetividad de los
fenómenos histéricos.
Charcot, fiel a su «hacer nosografía», dio la descripción completa de los fenómenos histéricos, demostró que
los mismos seguían determinadas leyes y normas, y enseñó a conocer los síntomas que permitían diagnosticar la
histeria. Después de describir las diversas formas del ataque histérico, se estableció un esquema que presentaba,
dividido en cuatro estadios, la estructura típica del «gran» ataque histérico (epileptoide, de los grandes movimien-
tos, de las actividades pasionales y del delirio final) (50) y permitía referir al «tipo» el «pequeño» ataque corrien-
temente observado.
Una vez que la extensión del concepto de histeria condujo a rechazar con gran frecuencia diagnósticos etioló-
gicos, se hizo sentir la necesidad de penetrar en la etiología de la histeria misma. Charcot condensó esta etiología
en una fórmula muy sencilla : la única causa de la histeria sería le herencia. Todos los demás factores etioló-
gicos no desempeñarían sino el papel de «agents provocateurs» (51).
Ocupado en el estudio de las parálisis histéricas surgidas después de traumas, dio Charcot un paso que le asegu-
ra para siempre el renombre del primer esclarecedor de la histeria : se le ocurrió reproducir artificialmente estas
parálisis, que antes había diferenciado minuciosamente de las orgánicas, y se sirvió para ello de pacientes his-
téricos, a los que transfería por medio de la hipnosis al estado de sonambulismo. De este modo consiguió demos-
trar, por medio de un riguroso encadenamiento deductivo, que tales parálisis eran consecuencia de representa-
ciones dominantes en el cerebro del enfermo, en momentos de especial disposición, quedando así explicado por vez
primera el mecanismo de un fenómeno histérico (52). Sin embargo, el punto de partida de Charcot había sido la
Anatomía : en el fondo no se sentía inclinado a profundizar en la psicología de las neurosis (53). Por ello, cuando
durante su estancia en París, Freud le da cuenta de los descubrimientos de Breuer, el maestro no demostró in-
teresarse por ellos (54).
Puesto que no se trata en esta ocasión de realizar un estudio histórico de los antecedentes del psicoanálisis —vuel-
vo a remitir para ello a las obras citadas de Laín Entralgo— quede tan sólo esbozado el sugestivo tema de la des-
cripción del problema de la histeria en Charcot
En terapéutica •—prosigue el psiquiatra vienes— se le ha reprochado repetidamente, ya que por su riqueza de
prescripciones tendría que repugnar a una conciencia racionalista. Pero ha de tenerse en cuenta que no hacía sino
seguir los métodos usados en su tiempo y esfera de acción, aunque sin abrigar grandes ilusiones sobre su efica-
cia. Por lo demás, su actitud con respecto a la terapia no era nada pesimista, y nunca se negó a ensayar en su
clínica nuevos métodos curativos.
Como pedagogo —en fii*— era extraordinario. Cada una de sus conferencias constituía una pequeña obra de
arte, de tan acabada forma y exposición tan penetrante,, que era imposible olvidarlas. Recuérdese, páginas atrás,
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la impresión que Freud acusa tras su asistencia a las clases de Charcot. Rara vez presentaba en sus lecciones un
solo enfermo ; por lo general hacía concurrir a toda una serie de ellos, comparándolos entre sí.
Hasta aquí he esbozado la semblanza de la personalidad científica de Charcot, descrita por su discípulo Freud, en
quien tan profunda huella causó, demostrada ya al abandonar la Salpétriére y ponerse en nuevo contacto con
Breuer en Viena (55).
Siete años más tarde, incluso, y con ese aire profesoral y crítico, tan diferente del espontáneo e ingenuo de su
correspondencia del momento, sentenciará Freud : «Es indudable que el progreso de nuestra ciencia, aumentando
nuestros conocimientos, desvalorizará parte de las enseñanzas de Charcot, pero ningún cambio de los tiempos
disminuirá la fama del hombre cuya pérdida se llora hoy en Francia y fuera de ella» (56).

Figura social de Charcot. — Cuando el matrimonio Richetti, que tanto ha significado espiritualmente para Freud
en París, regresa a Italia, el vienes escribe a su novia : «Los Richetti se fueron anoche. Fui a despedirlos a la
estación, y al decirles adiós me alegró percatarme de que, por un momento, estaba olvidando las muchas peque-
ñas objeciones que él me sugiere y que son insignificantes si se comparan con el interés que mostró por mí
y con las dos cosas que indirectamente le debo : la traducción y la invitación a casa de Charcot» (57).
Puesto que de la traducción al alemán de las conferencias de Charcot ya tenemos referencia, dediquemos un úl-
timo apartado a las «invitaciones a casa de Charcot».
En el mes de enero de 1886, cuando ya van transcurridos cuatro meses de estancia en París, consigue nuestro vie-
nes ser recibido en los salones de Charcot. Mas dejemos al propio Freud—¿ qué mejor testigo ?—que nos cuen-
te la aventura.
«Me invitó (así como a Richetti) a ir a su casa mañana por la noche, después de la cena : II y aura du monde.
Ya puedes imaginarte probablemente mi aprensión, mezclada con curiosidad y satisfacción. Corbata y guantes
blancos, probablemente camisa nueva, un cepillado cuidadoso del poco pelo que me queda, etc. También un poco
de cocaína para desatarme la lengua. Desde luego, me parecería muy oportuno que propagaras estas noticias am-
pliamente en Hamburgo y Viena, y, si es posible, exagerándolo todo para afirmar, por ejemplo, que me besó en
la frente (a lo Litz). Como verás, no me va mal del todo.»
Horas después, y en la misma carta, detallará :
«Quería haberte escrito a medianoche, pero no pude encontrar las cerillas y hasta tuve que despojarme de mis
elegantes ropajes y acostarme a la luz de la luna. Mas empecemos por el principio. El sábado, Charcot vino a
ver a "Richetti y le invitó a cenar en su casa el martes, antes de su marcha. Richetti, al que la invitación dejó
aturdido, declinó, y, finalmente, accedió a ir después de los postres. Entonces Charcot se volvió a mí y repitió
esta última invitación atenuada, que yo acepté con una reverencia y muy encantado. Lo que es más, eligió el do-
mingo, a la una treinta, como hora más oportuna para discutir los detalles de la traducción (ya te he dicho que
estuve a verle y me dio diez hojas para que empezara). Sólo deseo añadir algunos datos relativos al aspecto de su
despacho. Es tan grande como la totalidad de nuestro futuro piso y digno del castillo mágico en que habita. Está
dividido en dos partes. La mayor ha sido dedicada a la ciencia y la otra a la comodidad. Dos proyecciones que sa-
len de la pared las separan. Cuando uno entra ve el jardín a través de una triple ventana. Los cristales ordinarios
están separados por piezas de vidrio pintado. Todas las paredes laterales de la sección más amplia están ocupadas
por su enorme biblioteca, situada en dos niveles distintos, cada uno de ellos provisto de escalones para subir al
superior. A la izquierda de la puerta hay una mesa larguísima, cubierta con publicaciones médicas y libros raros.
Frente a la ventana, algunas mesas más pequeñas con carpetas. A la derecha de la puerta hay una ventanita de
vidrio pintado, y frente a ella se encuentra la mesa de trabajo de Charcot, totalmente lisa y llena de manuscritos
y libros, así como su sillón y unas cuantas sillas. La otra parte tiene una chimenea, una mesa y vitrinas que con-
tienen antigüedades indias y chinas. Las paredes están cubiertas de tapices y cuadros y pintados en terracota. Lo
poco que vi de las otras habitaciones el domingo contenía la misma cantidad de cuadros, tapices, alfombras y an-
tigüedades... ; en suma, un museo.»
«Después que Charcot nos hubo recordado una vez más nuestra cita el martes por la mañana, nos pasamos toda
la tarde preparándonos para la velada. Richetti, que hasta ahora llevaba unas ropas increíblemente raídas, había
sido persuadido por su mujer de que comprara unos pantalones y un sombrero nuevos. Al parecer, su sastre le
ha dicho que para una fiesta social no hace falta llevar levita, y que podía ir con redingote, por lo que fue el único
invitado que no estaba de rigurosa etiqueta. Mi apariencia era impecable, si se exceptúa que había reemplazado la
lamentable corbata blanca por una de las bonitas corbatas negras que traje de Hamburgo. Esta fue mi primera
aparición en público con la levita. He había comprado una camisa nueva y guantes blancos, porque el par la-
vable está ya muy zurrado. También me arreglé el pelo y la barba, que tenía muy descuidada, al estilo francés.
Los preparativos de la velada me costaron en conjunto catorce francos, pero hicieron tanto en pro de mi aspec-
to, que me causé una impresión muy favorable a mí mismo. Fuimos hasta allí en coche, compartiendo los gastos,
Richetti estaba nerviosísimo y yo muy tranquilo, con ayuda de una pequeña dosis de cocaína, aunque su éxito
estaba asegurado y yo tenía buenas razones para temer una metédura de pata por mi parte. Fuimos los primeros
invitados «de la tanda del café» en llegar, y como tuvimos que esperar que los otros salieran del comedor, nos
pasamos el rato admirando los maravillosos salones. Al fin aparecieron, y nos convertimos en blanco de todas las
miradas. Entraron M. y Mme. Charcot, Mademoiselle Charcot, M. León Charcot, el joven y repelente M. Dau-
det, hijo de Alfonso Dattdet; el profesor Brouardel, doctor en Medicina forense, que posee unas facciones varo-
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niles e inteligentes ; M. Strauss, ayudante de Pasteur y bien conocido por sus trabajos sobre el cólera ; el profe-
sor Lépine, de Lyon, uno de los clínicos más destacados de Francia, a pesar de ser un hombrecillo insignificante
y de aspecto enfermizo ; M. Giles de la Tourette, exayudante de Charcot y actualmente de Brouardel, con aspec-
to de auténtico provenzal, y cierto profesor Brock, membre de VInstitut, matemático y astrónomo, que ensegui-
da empezó a hablarme en alemán y que resultó ser noruego. Detrás venían el hermano de Charcot, un caballero
que se parecía al profesor Vulpian, y varios otros cuyos nombres no recuerdo, así como un pintor italiano lla-
mado Toffano. Sin duda estarás muerta de ganas de saber como me porté en tan distinguida compañía. La ver-
dad es que no estuve nada mal. Me acerqué a Lépine, cuyo trabajo ya conocía, y sostuve una larga conversación
con él. Después hablé con Strauss y Giles de la Tourette, y acepté una taza de café de Madame Charcot. Luego
bebí cerveza, fumé como una chimenea y actué con mucha seguridad en mí mismo y sin cometer el más leve error.
En realidad tenía uno que sentirse a gusto casi a la fuerza, pues el ambiente no era nada solemne y todo el mun-
do se mostró muy solícito conmigo y con los demás extranjeros. Lépine sugirió que me fuera con él a Lyon, lo que
no me disgustaría, haciéndome muchas preguntas acerca del personal que dejé en el Hospital de Viena. Hubo un
momento en que me convertí en el centro de la atención. Richetti había estado dando conversación a Mlle. y Mada-
me, y esta última anunció súbitamente llena de entusiasmo quJil parle toutes les langues. Et vous, Monsieurf,
preguntó Madame Charcot volviéndose hacia mí. ''Alemán, inglés, un poco de español y francés con mucha di-
ficultad", respondí. A ella le pareció suficiente, y Charcot añadió : "Es demasiado modesto ; lo único que le hace
falta es acostumbrar el oído". Ante semejante afirmación, admití que muchas veces no entiendo lo que me dicen
hasta medio minuto después de oírlo, y comparé este fallo a los síntomas de la tabes, observación que fue muy
celebrada. Esta fue mi actuación (o más bien la de la cocaína), que me satisfizo plenamente.» (58).
Pero algo calla Freud, bien porque el tema no sea muy a propósito para su novia, bien porque realmente en el
momento de escribir haya dejado de estar presente en su conciencia, pese a la ulterior importancia que su re-
miniscencia habrá de tener en la génesis del psicoanálisis. Ha sido en la Historia del movimiento psicoanalítico
donde se ha referido al hecho, acaecido precisamente en la noche que tan encantadoramente acaba de describir-
nos. «Años después, en una de las reuniones nocturnas a las que Charcot invitaba a sus discípulos y amigos, me
encontraba yo cerca del venerado maestro, a quien Brouardel parecía relatar alguna historia interesante de su
práctica médica de aquel día. Al principio no puse cuidado, pero poco a poco fue ligando mi atención el relato. Un
joven matrimonio de lejana procedencia oriental; la mujer, gravemente doliente ; el marido, impotente o muy tor-
pe. Táchez done •—oí repetir a Charcot-— je vous assure, vous y arriverez'. Brouardel, que hablaba en voz más
baja, debió expresar entonces su asombro de que en tales circunstancias surgieran síntomas como los que pre-
sentaba su enferma, replicando Charcot vivamente : "Mais, dans des cas pareils, cJest toujours la chose génitale,
toujours..., toujours...s toujoursJJ. Y al hablar así cruzó sus manos sobre el vientre y movió dos o tres veces el
cuerpo con su peculiar vivacidad. Recuerdo que durante un momento quedé poseído del más profundo asombro y
me dije : 'Tero si lo sabe ¿por qué no lo dice nunca?". Sin embargo, olvidé pronto esa impresión» (59).
Pero a Marta, mujer al fin lo que más debe interesarle es lo relativo a las damas ; además, nunca estará de más
practicar con ella siquiera levemente, ese agridulce esgrima de los celos que, ahora veremos, sabía también ma-
nejar nuestro amigo Freud.
«Probablemente te interesará tanto saber algo de la personalidad de Madame y Mademoiselle Charcot como cono-
cer los detalles de mi actuación. La primera es bajita, rotunda, vivaz, con el pelo espolvoreado de blanco, ama-
ble y no muy distinguida de apariencia. Es ella la que posee el dinero. Charcot comenzó su carrera en la mayor
pobreza. Se cree que el padre de ella tiene millones y millones. Mademoiselle Charcot es muy distinta : también
bajita, bastante robusta, posee un parecido casi grotesco con su padre, resultando en consecuencia tan interesan-
te, que uno ni siquiera se pregunta si es guapa o no. Tiene unos veinte años, posee gran naturalidad y es muy
amable. Casi no hablé con ella, pues me consagré a su padre ; pero Richetti le estuvo dando conversación casi
toda la noche. Dicen que entiende el inglés y el alemán. Supon ahora por un momento que yo no estuviera ya ena-
morado y fuese un aventurero : la tentación de cortejarla sería poderosa, pues nada es tan peligroso como una
joven que posee los rasgos del hombre a quien uno admira. En tal caso todo el mundo haría befa de mí, me echa-
rían de la casa y habría salido ganando la experiencia de una bella aventura. Después de todo es mejor que no
sea así» (60). Más adelante recogeré nuevamente el tema.
Al terminar la amplísima carta que casi en su totalidad he reproducido, se pregunta Freud si esta invitación será
la última. «Me inclino a pensar que sí «—dice—, pues en realidad se la debo a Richetti». Pero una quincena más
tarde, su epistolario a Marta Berna}^ refleja otra invitación : «no tengo nada que hacer hasta las nueve y media,
hora en que debo ir a casa de Charcot, no sin el temor de pasar una velada muy aburrida. Esta vez, como puedes
imaginarte, no habré de hacer tantos preparativos como la anterior, pero me he sentido tan descentrado duran-
te todo el día, que me ha sido imposible trabajar». Y añade la nota de provincianismo tan pagado de su amor pro-
pio : «Mañana te contaré con toda fidelidad cómo transcurrió la velada en casa de Charcot. Naturalmente, tú de-
bes decir a todo el mundo que lo pasé maravillosamente y yo escribiré lo mismo a Viena. Reservemos la verdad
sólo para nosotros» (61).
A las doce y media de la madrugada, toma la pluma nuevamente para lamentar el fracaso : «Gracias a Dios ya
pasó todo, y deseo decirte en primer lugar que mis vaticinios eran acertados. La cosa resultó tan aburrida que
casi exploté, y sólo la cocaína impidió este desenlace. Figúrate : había esta vez unas cuarenta personas, de las que
sólo conocía a tres o cuatro. Nadie fue presentado a nadie, y todo el mundo campaba de uno a otro lado a su an-
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tojo. No sabía que hacer, y no creo que los demás disfrutaran más que yo ; pero al menos ellos tenían el recurso
de conversar. Mi francés estuvo aún peor de lo que es habitual. Nadie me hizo caso ni podía hacérmelo, lo cual
era lógico en medio de todo, y correspondía a lo que yo me había figurado. Hice una inclinación de cabeza a Ma-
dame, quien evidentemente no esperaba que la distrajera con mi charla, y se limitó a indicarme que su marido
estaba en la habitación de al lado. Encontré al viejo bastante abotargado, levantándose de una silla para sentar-
se en otra y con cara de cansancio, aunque no dejó de ofrecerme un refresco, y eso fue lo único que saqué de él.
Mademoiselle llevaba un vestido griego, y como tus celos no habrán durado probablemente mucho, puedo decirte
que estaba muy atractiva. Me dio la mano al entrar y no volvió a dirigirme la palabra».
«Sólo hacia al final de la reunión me embarqué en una conversación política con Giles de la Toirette, durante la
cual predijo, como era de esperar, la guerra más feroz con Alemania. Yo le expliqué enseguida que soy judío
y que no me adhiero ni a los objetivos de Alemania ni a los de Austria ; pero estas conversaciones siempre aca-
ban desorientándome, pues siento agitarse dentro de mí algo germánico que hace tiempo había decidido supri-
mir. A las once y media aproximadamente nos pasaron al comedor, donde había mucha bebida y algunas cositas
de comer. Yo tomé una taza de chocolate. No debes creer que mi decepción fue demasiado honda. Sería absurdo
esperar más de un Jour fixe, y todo lo que sé es que nosotros jamás instauraremos esta costumbre cuando este-
mos casados. Sin embargo, no digas a nadie lo aburrido que resultó. Nos limitaremos a hablar únicamente de
la primera velada.» (62).
Y por fin, una semana más tarde, la gran ocasión soñada y el espaldarazo definitivo : la invitación a una comida.
Todo rebosante de optimismo, Freud exulta : «¡ Qué ciudad tan magnífica es este París! ¿ Empezaré esta carta
contándote mis experiencias de ayer o responderé antes a tus múltiples preguntas? Me inclino a lo primero.
Fue la velada más agradable que he pasado aquí hasta ahora. Llegué muy temprano, al mismo tiempo que el pro-
pio Charcot, pero éste me hizo sentirme a gusto enseguida diciéndome que no me preocupara, pues al fin y al cabo
no me había invitado él, sino Madame. Mi llegada a deshora, antes que los demás, me dio la ventaja de poder
charlar a solas primero con Mademoiselle y luego con Madame. La primera estuvo amable, pero, como sin duda
te alegrarás de saber, inaccesible. Ya te contaré luego más ampliamente. Madame pronto tuvo que salir dispara-
da, atraída por ciertos ruidos que llegaban y diciéndome, a guisa de explicación, C'est luí; il ne sait pas se met-
tre la cravatte lui méme!. Me regocijó sobre manera compartir este fallo con el gran hombre, que apareció pronto
y al que tuve para mí solo durante un cuarto de hora, a lo largo del cual tuve oportunidad de mencionar cierto
número de cosas : primero, lo de los enfermitos externos, que le sugirió la observación : mais c'est quelque chose.
Le hablé después de mi marcha y luego de cierta teoría que se me había ocurrido, partiendo del caso que puso
a mi disposición, que aprobó sin reservas. Al final, cambiamos impresiones sobre la traducción, etcétera. Me
dijo que París me había sentado bien y que había engraissé. Gradualmente fueron llegando los invitados, y nos
sentamos a cenar. Aparte de la familia Charcot (cuatro en total), estaba el autor de la estatua a Claude Bernard,
que acababan de inaugurar ; el ayudante-jefe de Charcot, Richet, y su esposa (bastante ligera de ropa, lo cual,
habida cuenta de su belleza, no podía reprochársele), que no despegó los labios en toda la noche ; un tal Men-
delssohn, judío de Varsovia, que ha sido ayudante de Charcot y alumno de los fisiólogos berlineses y que está aho-
ra trabajando en condiciones envidiables con los pacientes de la Salpétriére ; M. Arene, periodista e historia-
dor de arte, cuyos artículos leo a diario en la prensa ; M. Toffano, pintor italiano al que veía allí por tercera vez,
y yo. Me senté junto a Mademoiselle Charcot. Te envío la tarjeta que designaba mi colocación para nuestro archi-
vo. No nos sirvieron demasiada comida, pero los manjares fueron exquisitos y estuvieron regados por vinos ex-
celentes. El peso de la conversación recayó en Madame. El mismo Charcot estuvo muy animado, y su familia opi-
naba que tenía un "buen" día. Hablemos ahora de Mademoiselle. Cuenta veinte años y a pesar de que es bajita,
resulta muy mona, se mueve con gran soltura y parece dividir su interés entre su padre y su hermano. Si j'étais
gargon... dijo una vez. Evidentemente se interesaba seriamente por la medicina. Traté de ser lo más atento po-
sible con ella, y le sugerí que habláramos en inglés, mas pronto desistí de tal idea cuando me dijo que había
sido el primer idioma que aprendió a hablar. Tiene una hermana mucho mayor, pero que no es hija del mismo
padre. Hubo una acalorada disputa entre ella y el joven Charcot, que el viejo tuvo que cortar con un Assez, ma-
demoiselle! dicho en tono cariñoso. Cuando terminamos de cenar tuve el honor de acompañar a Mademoiselle
hasta el salón, pues Richet estaba demasiado lejos» (63).
Ya no volverá a figurar la hija de Charcot en la correspondencia de Freud. Tan sólo con ocasión de la muerte
del padre, recordará : «Por último, cuando la señora de Charcot, secundada por su hija, muchacha inteligentísima
y de gran semejanza física y espiritual con su padre...» (64). Entre bromas y veras, todo hace suponer que los
sentimientos que en Freud despertó Mademoiselle Charcot, si bien no pusieron en peligro su boda con Marta
Bernays, dentro, muy dentro de su alma, ocuparon un lugar de privilegio.
Sigue escribiendo : «Como la cena me había desatado la lengua, estuve a mis anchas y hablé largo y tendido con
el propio Charcot, al que pedí prestados un libro y una revista. Para mí constituyó un acontecimiento muy
agradable la llegada de M. Ranvier, el famoso histólogo que tan amablemente me acogió en el Collége de France.
Creo que habló a Charcot acerca de mí, y yo mismo tuve después un rato de charla muy agradable con él. La
confianza que pueda tener en mí mismo como juez de la naturaleza humana recibió un considerable impulso cuando
me confió que le hubiera gustado más ser catedrático en alguna pequeña universidad alemana •—Bonn, por ejem-
plo—, pues en una carta a Paneth yo le había descrito como "un catedrático alemán de universidad, mal tradu-
cido al francés". El número de invitados fue aumentando cada vez más, y entre los últimos llegó Cornu, el fa-
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moso óptico, cuyo rostro tiene aire de conspiración ; M. Peyron, director de la Assistance Publique, contra el cual
instigaron recientemente los estudiantes un gran escándalo, sin que nadie sepa las razones, y (prepárate para una
sorpresa) Daudet en persona, ¡Qué magníficas facciones ! Es bajo, con el angosto cráneo cubierto de una mata de
negro cabello rizado, y posee una barba luenga, pero no típicamente francesa ; facciones finas y una voz reso-
nante. Sus movimientos denotan agilidad. También estuvo allí Madame Daudet, que no se separó un solo mo-
mento de su marido. Es tan fea que resulta difícil imaginarla más atractiva en cualquier tiempo pasado. Tiene
expresión de cansancio y unos pómulos muy prominentes. Estaba vestida como una jovencita, aunque también
participaba en la reunión su hijo, de dieciocho años, amigo del de Charcot. Daudet no representaba ni un día más
de cuarenta. Debió de casarse muy joven. La velada, en una palabra, resultó muy agradable. Me fui con M. de la
Tourette, y a las doce y media subí a su piso, a buscar un artículo que me había prometido.» (65).
Ha terminado la jornada. «Al día siguiente —concluye de escribir a Marta— no pude dejar de pensar que soy un
imbécil por marcharme de París ahora, cuando llega la primavera, la belleza de Nótre-Dame se realza con la luz
del sol, y únicamente tendría que decirle unas palabras a Charcot para queme permitiera hacer lo que me diese
la gana con sus pacientes. Sin embargo, no me siento lo bastante temerario y ni siquiera tengo el valor suficiente
para quedarme aquí por más tiempo.»
Así es ; unas semanas más tarde, con los primeros brotes de la primavera, Freud abandona París, la Salpé-
triére, Charcot... rumbo a Berlín, desde donde cartas a su novia mostrarán la nostalgia que ha quedado en su
alma. Luego vendrá el regreso a Viena, la instalación en la Berggasse, el quehacer de cada día y todo lo demás.
Todo lo demás, que será nada menos que la floración del espléndido árbol de la doctrina psicoanalítica, aún no
presentida aquel día del mes de marzo en que, a travos de la ventanilla del tren, vio por última vez las postreras
sombras del París de 1886.
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(1) Autobiografía. O. C. II. pág. 923.


(2) Sigmund Freud. Epistolario (1873-IQ3Q). Biblioteca Nueva. Madrid 1963. Carta 60.
(3) Autobiografía. O. C, II. pág. 923.
(4) Epistolario. Carta 70.
(5) Epistolario, Carta 98.
(6) Epistolario. Carta 8y.
(7) Epistolario. Carta 84.
(8) Psicopatología de la vida cotidiana. O. C. I. pág. 709.
(9) Epistolario. Carta. 83.
(10) Epistolario. Carta 95.
(11) Epistolario. Carta 81.
(12) Epistolario. Carta 81.
(13) Epistolario. Carta 81.
(14) Epistolario. Carta 81.
(15) Epistolario. Carta 84.
(16) Epistolario. Cartas 90 y 91.
(17) Interpretación de los sueños. O. C. I. pág. 364.
(18) Epistolario. Carta 85.
(19) Epistolario. Carta 82.
(20) Epistolario. Carta 81.
(21) Epistolario. Carta 84.
(22) Epistolario. Carta 86.
(23) Psicopatología de la vida cotidiana. O.C. I. pág. 709.
(24) Epistolario. Carta 98.
(25) Charcot. O.C. I. pág. 17.
(26) Epistolario. Carta Si.
(27) Epistolario. Carta 82.
(28) Charcot. O.C. I. pág. 19.
(29) Autobiografía. O.C. II. pág. 923.
(30) Charcot. O.C. II. pág. 20.
(31) Charcot. O.C. I. págs. 20 y 21.
(32) Autobiografía. O.C. II. pág. 923.
(33) Epistolario. Carta 88.
(34) Epistolario. Carta 89.
(35) Epistolario. Cartas 90 y 91.
(36) Epistolario. Carta 93.
(37) Epistolario. Carta 96.
(39) Epistolario. Carta 81.
(40) Epistolario. Carta 84.
(41) Epistolario. Carta 85.
(42) Epistolario. Carta 86.
(43) Epistolario. Carta 8y.
(44) Epistolario. Carta 94.
(45) Primeras aportaciones a la teoría de las neurosis. O.C. I. p. 193.
(46) Primeras aportaciones a la teoría de las neurosis. O.C. I. p. 205.
(47) La exposición que sigue recoge en síntesis, a no indicarse alguna otra fuente, el trabajo de Freud titulado Charcot,
O.C. I. pág. 17 a 23.
(48) Además del artículo necrológico sobre Charcot, también en Autobiografía, O.C. II. pág. 923.
(49) Historiales clínicos. O.C. II. pág. 563.
(50) La Histeria. O.C. I. pág. 30.
(51) Primeras aportaciones a la teoría de las neurosis. OC. I. pág. 211.
(52) Primeras aportaciones a la teoría de las neurosis. O.C. I. pág. 200.
(53) Esquema del psicoanálisis. O.C. II. págs. 10 y 38, y Autobiografía. O.C. II. pág. 924.
(54) Autobiografía. O.C. II. pág. 926.
(55) Esquema del psicoanálisis. O.C. II. pág. 20, y en Historia del psicoanálisis. O.C. II. pág. 890.
(56) Charcot. O.C. I. pág. 23.
(57) Epistolario. Carta 93.
(58) Epistolario. Carta 92.
(59) Historia del movimiento psicoanalítico. O.C. II. pág. 892.
(60) Epistolario. Carta 92.
(61) Epistolario. Carta 94.
(62) Epistolario. Carta 94.
(63) Epistolario. Carta 94.
(64) Charcot. O.C. I. págs. 1.9 y 20.
(65) Epistolario. Carta 96.

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