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A manera de introducción
nuestro intento (después de leer a Borges, ¿cuál creador literario escribiría, sino
a costa de no hacerlo tan bien?). Eso no quiere decir que no sea bueno hablar
con los que hablan de lo que uno quiere saber… pero no hay que exagerar, pues
podría nunca acabarse esta etapa “previa”; además, uno puede escoger con quién
hablar y de qué hablar. Las diferencias no están ahí para hacer listados y clasi-
ficaciones con ellas. A veces encarnan decisiones y, en tanto tales, se pueden
asumir.
Es más: dado que el punto de vista crea el objeto, como sostiene Ferdinand de Saus-
sure —creador del campo de la lingüística que me interesa retomar—, no se trata-
ría solamente de una perspectiva que narra de forma distinta los mismos hechos,
sino de una perspectiva que hasta cierto punto crea los hechos de los que habla.
Ahora bien, este planteamiento sólo tiene sentido si entendemos que en lugar de
haber unos “datos” disponibles para ser analizados, lo que en realidad tenemos es
una serie de “fenómenos” a partir de los cuales las perspectivas teóricas pueden
generar diversos tipos de datos. Ahora bien, esos “fenómenos” no son simplemen-
te “cosas” de la realidad, idea bajo la cual se piensa que las diversas ópticas se
diferencian a partir de la manera como describen ese mundo, común para todas.
No. Los “fenómenos” son justamente la reificación de maneras de asignar sen-
tido en una época, toda vez que sentido no hay y, en consecuencia, es menester
atribuirlo luego del funcionamiento de la estructura simbólica. Justamente porque
sentido no hay es que vemos que las atribuciones de sentido son un lugar en
permanente pugna (la pugna por el control simbólico de la que habla Pierre Bourdieu).
Y por supuesto que hay mecanismos sociales para dirimir esa pugna y para pro-
mover como si fuera el sentido, a aquel que no es más que un sentido, pero que
se ha reificado, se ha cosificado y, entonces, viene la idea del referente, como si
éste hubiera estado ahí antes de la pugna y el lenguaje sólo viniera a nombrarlo…
condición, por demás, que debió ser objetada para poder constituir los campos de
investigación de los signos, tales como la lingüística, la semiótica, la filosofía del
lenguaje, la etnografía del habla. Es lo que en semiología se conoce con el nombre
de transparencia, o sea, una sobre-codificación de tal grado que se muestra como
no mediada por los códigos (Roland Barthes dice que la denotación es el último
grado de connotación).
Entonces, llamo ‘fenómenos’ —también podría llamárselos ‘noticias’— a esas
reificaciones de sentido, y llamo ‘datos’ (de la investigación) a la desestructuración
que una perspectiva teórica hace de ese sentido —de los ‘fenómenos’— y que le
permite materializar su propuesta. La idea de tomar los datos de la realidad no es
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no se quiere ver, marca la estructura del discurso. En cada caso, la manera como
lo desechado se considera y se trata, define una trascendencia que recae sobre lo
moral, sobre lo corporal o sobre el desarrollo psicológico. En cada caso, la escuela
ve llegar personas, discursos y tratamientos que ahora parecerán relacionarse con
su especificidad.
No basta con declarar la relación con el saber. Se trata de algo que tiene que ver
con la economía del psiquismo humano. O hay un espacio posible para él o no lo hay.
El buen propósito no juega aquí mayor papel. Y el saber no es sencillamente hacerse a
una gramática y acumular una serie de informaciones en relación con dicha gramática,
sino algo que conmueve dicha economía del psiquismo.
Por eso, a medida que un dispositivo escolar se desprende de su relación con el
saber, ve con sorpresa cómo aparece la hostilidad, la “falta de respeto”, el hastío…
y en la escuela se piensa que es importante disminuir la exigencia, hacer proyectos
transversales, hacerse competitivo en términos de los medios de comunicación y de
las tecnologías de la información… con lo cual se obtiene el efecto contrario de aquel
que se busca: más de aquello que se pretende eliminar.
3. Hago esto para tratar de explicar las cosas a mi manera y, en consecuencia,
darme cuenta de los puntos donde es forzoso seguir trabajando para tener una
explicación menos inconsistente. No me parece cierto que una investigación (y,
particularmente, en el campo de la educación) tenga que proponer una salida
para ciertos problemas. La detección misma de los problemas ya es parte de lo
que considero problemático: creer que un golpe de mirada detecta un problema,
implica descreer no sólo del lenguaje, sino también de la historia (¿alguna idea
ha durado incólume hasta hoy?); además lo detectado como problema, visto
desde otra perspectiva puede ser sencillamente la especificidad de aquello que
se describe. Así, exigirle a la investigación resolver ciertos asuntos, solucionar
ciertas fallas, etc., es proponer un terreno por encima de la investigación misma:
aquel desde el cual se pueden detectar los problemas y, al mismo tiempo, se
puede verificar si una investigación determinada propone algo al respecto o sólo
se queda en las “elucubraciones” (el cual, supongo, es uno de los apelativos que
le quedan). Pues bien, no creo que exista ese terreno o, más bien, esa extraterri-
torialidad. Si existiera, ¡nos dispensaría de la investigación misma! Esto es algo
que comentaré en varios puntos del trabajo. Por ejemplo, cuando describa el dis-
positivo escolar desde la teoría de los actos de significación, veremos cómo sólo
una pareja incomprensión del lenguaje y de la escuela permite trazarse propósi-
tos de “mejorar la comunicación” en ese espacio educativo. Por supuesto que sí
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Capítulo I
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Capítulo I
1.1 Definiciones
Muchas entradas presenta el trío universal-particular-singular cuando se in-
terroga por él en un motor de búsqueda de Internet2. Una de las primeras per-
tenece al Glosario Filosófico de la Universidad virtual, cátedra Manuel Fajardo;
allí se dice: “Las peculiaridades que distinguen a los objetos entre sí se perciben
1
Hablaré de ‘escuela’ en dos sentidos: como dispositivo educativo de nuestra sociedad (‘escuela’, con
minúscula, dado que es el sentido en el que más uso la palabra) y como el dispositivo lacaniano para formar
psicoanalistas (‘Escuela’, con mayúscula).
2
Hay que anotar que las primeras referencias aparecidas en Google son del campo del marxismo y/o de
la medicina.
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como algo singular. Los rasgos que se repiten en varios objetos, es decir, que
son comunes aparecen como algo particular, y los rasgos y propiedades que
pueden ser inherentes a grandes grupos de objetos y fenómenos constituyen
lo universal”3. Sin embargo, los conceptos de singular, particular y universal no
apuntan a cantidades así delimitadas, sino a propiedades de la cantidad.
De un lado, la definición citada opone entre “grandes grupos de objetos” y “va-
rios objetos”... siendo que el primero cabe en el segundo (‘muchos’ siempre son
‘varios’); y, para configurar un universo no se necesitan “grandes grupos de obje-
tos”: basta con que varios objetos (y ‘varios’ no siempre son ‘muchos’) tengan ras-
gos comunes. Quizá las propiedades “inherentes a grandes grupos de objetos” más
bien se refieren, al menos, a una propiedad escogida entre otras para hacer un juicio;
lo que implica que se trata de una clasificación histórica, de época, convencional.
Tal vez por eso la fuente citada se ve tentada a plantear que “lo singular, lo particu-
lar y lo universal se encuentran en conexión indisoluble formando una unidad”,
apreciación que, por enarbolar un holismo muy bien recibido hoy, poco ayuda a
precisar los conceptos; aunque, desde la perspectiva de la aplicación de criterios
(y no de la detección de peculiaridades, como plantea la cita), parece acertado eso
de que “su diferencia es relativa”, al menos en el punto en que, para establecer el
universal, se echa mano de alguno de los otros dos.
De otro lado, entre los objetos que componen un universo, se pueden con-
figurar subconjuntos; pero, entonces, ¿hemos de llamar ‘particular’ al subcon-
junto y ‘universal’ al conjunto? Ésa parece ser la postura tomada en la siguiente
cita para caracterizar esa diferencia: la página http://leninist.biz/es/TAZ informa4
que cuando se dice “este árbol” se trata de lo singular (al menos algún rasgo lo
diferencia de los otros) y que “el árbol” es universal (conjunto de elementos con
rasgos comunes). Así, en “El abeto es un árbol”, ‘abeto’ sería lo singular y el con-
cepto ‘árbol’ sería lo universal. “Lo singular —agrega— es un objeto o fenómeno
concreto del mundo material. Lo universal es lo inherente a un grupo de objetos
y fenómenos vinculados entre sí”. Pero a continuación dice: “(…) lo singular está
siempre ligado a lo universal a que pertenece, como, por ejemplo, el abedul
al grupo de árboles y Pedro a la clase de las personas”. Esto no es claro, pues
‘abedul’ pertenece al mismo nivel que ‘persona’; tal vez ‘este abedul’ y ‘Pedro’ sí
estarían en el mismo nivel. Luego afirma: “Lo que vincula el abedul en cuestión
3
http://www.uvfajardo.sld.cu/Members/reynel_llanes/ploneglossary.2007-05-22.4727810666/
ploneglossarydefinition.2007-06-18.7030835541 (Consultado en 2009-03).
4
http://leninist.biz/es/1980/QEMD256/08.1-Lo.singular.lo.particular.y.lo.universal (Consultado en 2009-03).
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con otros árboles, los une en la especie de ‘abedul’. Este grado de comunidad es
lo que se denomina lo particular”. Y, ¿por qué ‘abedul’ no sería universal?; porque
lo universal es “lo que emparienta a todos los abedules con los árboles en gene-
ral en la familia de ‘árbol’”. O sea, se trataría de conjuntos de distinta extensión,
entre los cuales llamaría ‘universal’ al último nivel de agrupación. Pero el anota-
do, ¿sí es el último? Así como ‘abedul’ es particular en relación con ‘árbol’, ¿no
lo sería ‘árbol’ en relación con ‘planta’?, ¿y ‘planta’ en relación con ‘seres vivos’?
Más adelante, un ejemplo confirma la confusión: “‘Leal’ es lo singular; perro,
lo particular; y animal, lo universal. Hidrógeno es lo singular; gas, lo particular;
y elemento químico, lo universal”. Si aplicamos la misma lógica de la definición,
‘este átomo de hidrógeno’, ¿qué vendría a ser?5. Y ante la pregunta de si lo uni-
versal existe en la realidad, así como lo singular, se responde —de manera aná-
loga al anterior artículo—, que ambos conceptos están en relación dialéctica, y
que “todo lo singular es, de uno u otro modo, universal, y todo lo universal existe
en lo singular”.
Ahora bien, este asunto no sólo desborda teorías, también desborda épocas;
como en la vieja pregunta de si existe la especie o los especímenes (genotipo y
fenotipo [Piattelli-Palmarini, 1979, p. 28]). Y mientras, en la antigüedad, del ánfora
que abrió Pandora salieron enfermedades, no enfermos...6, a mediados del siglo
XIX, el médico francés Claude Bernard acuñó la frase opuesta, que se ha hecho
famosa: “No hay enfermedades, lo que hay son enfermos”7.
La investigación en psicoanálisis se podría caracterizar, de cara a la investi-
gación científica, en torno a los conceptos que se están comentando, siempre y
cuando se definan de otra manera.
En la clase VI (2008-12-17)8 del curso Cosas de finura en psicoanálisis, Jacques-
Alain Miller recuerda —retomando el curso de lógica de Immanuel Kant— que
un juicio (universal, particular y singular se refieren a la cantidad de los juicios)
es la representación de las relaciones de diversas representaciones en tanto que constituyen un
concepto. Así, un concepto capta una extensión, crea un universo. El juicio univer-
5
Y no es de poca monta el error de señalar que el hidrógeno es un gas (error, ya que el estado de la materia
es circunstancial), pues se está usando como rasgo del conjunto universal.
6
“Pandora levanta la tapa de la jarra oculta y en ese momento todos los males salen al universo (…) ¿Cuáles
son los males? Son muchísimos: la fatiga, las enfermedades, la muerte, los accidentes” (Vernant, 1999, p. 75).
7
Es la misma postura que Ernest Gombrich (1995, p. 7) aplica al arte: “No existe, realmente, el Arte. Tan
sólo hay artistas”.
8
http://www.elp-debates.com/e-textos/Curso_17_dicbre_2008_JAM.doc (Consultado en 2009-03).
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El texto se encuentra dividido en capítulos y parágrafos que hacen fácil la ubicación de las citas en
cualquier edición del texto.
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La literatura de Howard Phillips Lovecraft y los de su escuela se regodea en producirlos. Cada descripción
de una criatura que hacen, caracteriza una singularidad irrepetible.
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particular. Pues bien, en esta tarea es más notable la manera como se toma el asunto,
que el asunto mismo. (En matemáticas, gracias a su grado de abstracción, los ele-
mentos se pueden obtener con mayor “pureza”).
Entonces, lo singular es lo que a nada se parece, lo que está fuera de lo co-
mún, dice Miller (2008). Ni siquiera el nombre propio —al menos en nuestra
cultura— es precisamente singular: de un lado, porque los tocayos hacen con-
junto11; y, de otro, porque el nombre es usado para marcar la intersección del
universo de los hombres con otros conjuntos; es el caso del famoso silogismo
según el cual Todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre, luego Sócrates es mor-
tal. Allí, el nombre propio ‘Sócrates’ pertenece a ambas clases, a ambos conjun-
tos (hombres y mortales), uno de los cuales es subconjunto del otro. “A título de
mortal y de hombre, el nombre Sócrates, no es singular, puesto que forma parte,
pertenece” (Miller, 2008). Designaciones como “el hombre de los lobos”, “el hom-
bre de las ratas”, dadas por Freud a algunos de sus pacientes (atención: no son
diagnósticos, sino nombres), tal vez sean un intento de designar la singularidad,
el nombre propio sin tocayo.
La singularidad se ubica en los límites del lenguaje: se conjura en las opera-
ciones fonológicas y semánticas, se excluye en la explicación de la lingüística y se
marca en el uso lexical:
* La lengua impone lo común (universal): de un lado, las realizaciones fonéti-
cas en los contextos posibles del habla (infinitos) son “simplificadas” por el
fonema, gracias a que omite lo “no pertinente” (o sea: ¡lo singular!), desde el
punto de vista de la estructura de la lengua; ejemplo: la nasalización de voca-
les en español (cuando entran en contacto con consonantes nasales) no tiene
menos materialidad que otros rasgos físicos, pero se hace imperceptible para
los hispanohablantes, pues la nasalización no es fonológicamente pertinente
en español. Y, de otro lado, en lugar de una palabra para cada variación del
referente —como le parece justo a Funes (Borges, 1944a)—, tenemos un solo
signo: “En realidad, la gente debería dar a cada piedra un nombre distinto y
propio, como se hace con los hombres; eso no se hace porque sería imposible
encontrar tantas palabras, pero no porque fuese un error” (Pessoa, 1919, 349).
11
En ciertos países, si se quiere asignar a un recién nacido un nombre que no esté en la lista, es necesario
obtener autorización. El nombre singular (que posiblemente pertenezca a una sola persona) es tan inquietante
que, por ejemplo, se hacen eventos —desde espacios en programas de televisión, hasta encuentros
internacionales— que intentan volverlo particular, al formar el conjunto de los sin-tocayo; también está el caso
del cambio de nombre para hacerlo menos singular.
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* Según Noam Chomsky (1965, p. 5), concierne a la teoría lingüística: “Un ha-
blante-oyente ideal, en una comunidad lingüística del todo homogénea, que
sabe su lengua perfectamente y al que no afectan condiciones sin valor gra-
matical”; es decir, los hablantes-oyentes, en tanto particulares, en tanto com-
ponen el conjunto universal... razón por la cual se define el hablante-oyente
como ideal. Dicho de otra manera, se excluye la singularidad (el hecho de verse
afectado por “condiciones sin valor gramatical”, donde el valor gramatical es
algo común), con el fin de obtener la particularidad y así erigir el conjunto
universal. Pues bien, ¡esto es una idealización!
* Para designar, agregamos una marca: “esta silla”, “esta rabia”, etc.; donde ‘silla’,
‘rabia’, etc., constituyen clases abstractas. En tal sentido, luce como si no se
pudiera hablar de la singularidad. La designación es posible porque, siguien-
do el ejemplo de “esta silla”, ese objeto pertenece al conjunto de las sillas, de
manera que su designación cuenta con ese universo (y no sólo las sillas exis-
tentes, sino también, y sobre todo: las pasadas, las posibles, las inverosímiles,
las factibles, las futuras, las imaginables... que no habitan el mundo de los
enseres, sino el de los signos). Una silla no es singular, por rara que sea, si se
la identifica como silla. En la expresión “esta silla”, la palabra ‘esta’ indicaría
singularidad (no es ninguna otra), pero se convierte en indicador de particula-
ridad cuando el sintagma se completa con la palabra ‘silla’. Lo representamos
a continuación, con ayuda de los círculos de Euler:
Particular
Ahora, con otras, puede incluirse en un enunciado como “estas sillas”, cuya
transformación se limita al plural (mientras que, propiamente, lo singular no se
podría pluralizar). Las frases del tipo “este E” equivalen a la expresión matemá-
tica x E (equis pertenece a E).
En cambio, cuando se dice “¿qué es esto?” —frase que resume la inquietud
investigativa, en general—, se toca la singularidad (“[…] esto”), al tiempo que
se nota la inquietud padecida por el hablante (o el investigador), a causa de no
saber en qué universal incluirlo (“¿qué es […]?”, x ¿?).
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Universal, particular, singular
Particular
Por eso, la respuesta a la pregunta “¿qué es esto?” podría ser ‘un equinodermo’,
‘un afecto’, ‘una clasificación’, etc., es decir, “un ejemplar de la clase E”. Tal vez sea
una de las razones por las cuales Jacques Lacan (1949) afirmó: “En el recurso, que
nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis puede acompañar al
paciente hasta el límite extático del ‘Tú eres eso’, donde se le revela la cifra de su
destino mortal, pero no está en nuestro solo poder de practicantes el conducirlo
hasta ese momento en que empieza el verdadero viaje” (p. 93). En esta cita, la frase
“tú eres eso” es la reducción a la singularidad, toda vez que el sujeto se presenta
ante el psicoanalista de otras maneras, tales como “soy depresivo”, “soy la esposa
de tal”, “soy impotente”, etc., es decir, a la manera de “soy un ejemplar de la clase
E” (como un individuo, como un particular); o bien como anhelando pertenecer a
la clase: “No sé cómo se las arreglan los demás”, “los otros sí disfrutan”, “quiero ser
como…”, etc. El psicoanálisis, entonces, sería un proceso que permite el paso de la particulari-
dad a la singularidad, o sea: del lugar desde donde se enuncia “soy un ejemplar de la
clase E”, al lugar donde se asume “soy eso” (en otras palabras: “No hay clase que
me contenga”). Por supuesto que entre la supuesta singularidad inicial y la singu-
laridad final hay una diferencia, conquistada a lo largo de un extenso trabajo. No
se puede confundir la “singularidad” que reclama para sí el sujeto cuando dice no
ser como los demás (es decir, que pone al conjunto de los otros —al Otro— como
referente), con la singularidad obtenida por medio de un psicoanálisis (que sólo
admite poner como referente la propia relación del sujeto con la vida) 12.
Particular
12
“Encarnar la excepción” puede ser lo contrario: la diferencia a la que alude un lema como “Twingo,
invéntate cómo disfrutarlo” es la del consumidor; la misma que introduce diferencias en un conjunto de
viviendas iguales (y que sólo logra resaltar el conjunto). En estos casos, carro y casa no son más que una cifra
(que no podría operar en su lógica si en realidad la compañía contabilizara unidades no homogéneas). En
psicoanálisis, la idea del uno por uno se refiere a una diferencia irreductible, sí, pero de la que —en principio— no
queremos saber.
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Capítulo I
1.2.1 Convergencias
Entre ambos campos se presentarían, al menos, los siguientes puntos de en-
cuentro:
Las Luces. Freud y Lacan fueron partidarios de Las Luces. Incluso, aquél fue par-
ticularmente optimista en relación con la ciencia (confróntese la obra El porvenir de
una ilusión). Fueron hombres Ilustrados, ubicados de manera muy intensa en la cul-
tura de su época; quisieron poner su disciplina a la altura del momento histórico,
lucharon por erradicar cualquier connotación iniciática o hermética del psicoaná-
lisis, poniéndolo en lo público, haciéndolo comunicable (hasta donde se puede13).
Miller (1998b, p. 248) habla del seminario dictado por Lacan durante casi 30 años
como un camino hacia la cientifización de la disciplina. Incluso ubica la formaliza-
ción lacaniana en el camino del destino de la ciencia: “Captar con el discurso de
la ciencia un campo que la ciencia estaba dispuesta a dejar al oscurantismo, es
13
De un lado, aludo a los impases propios del sistema simbólico: el conocimiento total no es posible;
y, de otro lado, al hecho de que las categorías de un campo teórico constituyen una complejidad en inter-
definición; no son accesibles mediante el primer golpe de mirada, como pretenden hacer algunos con ciertos
campos de saber, tras lo cual despachan campos enteros con ideas como “no se entiende” o “está pasado de
moda”… eso sí: no aspiran a entender todo lo que encuentren en un libro de física cuántica, si carecen de las
bases suficientes.
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Universal, particular, singular
decir, a dejar como refugio de los fantasmas del conocimiento sexual” (Miller, 1979,
p. 46). Por su parte, Freud (1926, p. 230) pensaba en una escuela superior psicoa-
nalítica donde se enseñaría, además de una introducción a las ciencias médicas,
historia de la cultura, mitología, psicología de la religión y ciencia de la literatura.
A su vez, Lacan —siendo médico— incursionó en los campos de la filosofía, la
lingüística, la antropología, la lógica y las matemáticas.
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Capítulo I
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Universal, particular, singular
La epistemología de la ciencia. Según Freud (1915a, p. 113), para describir los fenó-
menos es inevitable
15
http://escuela.med.puc.cl/publ/patologiageneral/patol_004.html (Consultado en 2009-02).
16
http://es.wikipedia.org/wiki/Claude_Bernard (Consultado en 2009-02).
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Capítulo I
(…) aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte,
no de la sola experiencia nueva (...). Al principio, [esas ideas] deben comportar cier-
to grado de indeterminación; no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido.
Mientras se encuentran en ese estado, tenemos que ponernos de acuerdo acerca de
su significado por la remisión repetida al material empírico del que parecen extraí-
das, pero que, en realidad, les es sometido. En rigor, poseen entonces el carácter de
convenciones, no obstante lo cual es de interés extremo que no se las escoja al azar,
sino que estén determinadas por relaciones significativas con el material empírico, re-
laciones que se cree colegir aun antes que se las pueda conocer y demostrar. Sólo des-
pués de haber explorado más a fondo el campo de fenómenos en cuestión, es posible
aprehender con mayor exactitud también sus conceptos científicos básicos y afinarlos
para que se vuelvan utilizables en un vasto ámbito, y para que, además, queden por
completo exentos de contradicción. Entonces quizás haya llegado la hora de acuñarlos
en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco
en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también
los “conceptos básicos” fijados en definiciones experimentan un constante cambio de
contenido.
La idea según la cual “es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas
que se recogieron de alguna otra parte”, es lo que dice para nuestra época Miller
(1998b, p. 253): “Elegimos nuestras teorías de clasificación no tanto en función
de los datos, sino de nuestra práctica lingüística, del modo en que nos hablamos
los unos a los otros”... y eso aplica para la ciencia; dicho de otra manera, “todo
lo que pensamos no es más que un resultado de un proceso anterior, histórico”
(p. 251). La manera como buscamos detalles para orientar el diagnóstico, es
porque así nos hablamos los unos a los otros (es decir, se trata de un campo intelectual,
en el sentido de Pierre Bourdieu [1966]). Y sabemos de la artificialidad de las
clasificaciones, pues eso nos constituye hoy, es parte de nuestro malestar, dice
Miller: aplicamos criterios a los que damos fe —porque así nos hablamos, por-
que es el resultado de un proceso histórico—, pero también sabemos —porque
es la forma contemporánea, “posmoderna”, de hablarnos— que las clasificacio-
nes son arbitrarias. O sea, aplicamos un saber a pesar de percibirlas hoy bajo esa
condición. Según Freud, los conceptos son convenciones, y le son impuestos
al material empírico, no vienen de ahí. Por supuesto que no se escogen al azar,
pero la significatividad de su relación con el material depende de la postura del
investigador, que intenta —en el seno de una comunidad de trabajo— mostrar
que no son contradictorios. Y, aún así, los conceptos que se tienen por básicos
“experimentan un constante cambio de contenido”.
30
Universal, particular, singular
1.2.2 Divergencias
No obstante las convergencias señaladas, entre el psicoanálisis y el campo
científico también se presentarían, al menos, los siguientes puntos de desen-
cuentro:
El síntoma. Desde sus inicios, Freud se topó con el síntoma. Se trata de una ex-
presión médica, como se sabe, extendida ya a casi todos los campos. En medici-
na, esta ‘coincidencia’, ‘acontecimiento fortuito’, ‘desgracia’ —etimología griega
de simptoma17— es “la referencia subjetiva que da un enfermo por la percepción
o cambio que reconoce como anómalo, o causado por un estado patológico o
enfermedad”18. Así, en tanto “aviso útil de que la salud puede estar amenazada”,
el síntoma se opone al signo clínico, entendido como “dato objetivo y objetiva-
ble” (el cual puede no ser percibido por el paciente... por ejemplo, el número de
plaquetas por unidad de volumen en la sangre). En este panorama, de entrada
17
En griego también hay synthema que significa: señal convenida, marca de reconocimiento, santo y seña.
Pero parece que el acuerdo es que ‘síntoma’ viene de simptoma.
18
http://es.wikipedia.org/wiki/S%C3%ADntoma (Consultado en 2009-03).
31
Capítulo I
32
Universal, particular, singular
(S) pasó a ser entendido como parte del funcionamiento del sujeto hablante
(Miller, 1997, pp. 23-30), referido a la singularidad de cada sujeto (la oposición
normal/anormal, ya no funcionaba), con elementos del lenguaje.
Particular
Quizá en ese momento nace el psicoanálisis: “En su origen, tuvo una inten-
cionalidad puramente terapéutica; se proponía crear un nuevo tratamiento efi-
caz para las enfermedades neuróticas. Pero concatenaciones que al comienzo no
podían vislumbrarse llevaron al psicoanálisis mucho más allá de su meta inicial.
Al final pretendió haber colocado sobre una nueva base toda nuestra concepción
de la vida anímica (…)” (Freud, 1924, p. 228). Para Lacan, el síntoma sin los ras-
gos simbólicos designa la singularidad (nombre propio sin tocayo); por eso dice:
el síntoma es verdad. Ahora bien, según Miller (1997, p. 24), para Lacan esto se da
“a condición de que la ciencia deje en suspenso las cuestiones de la verdad”;
antes de la ciencia, “se está ahí de lleno, se está en la verdad bajo la forma de
la revelación” (p. 24). A partir de René Descartes, el asunto de la verdad dejará
de plantearse; la ciencia se dedicará al saber en tanto combinación significante
lógica20 que, no obstante, será perturbada por el retorno de los efectos de signi-
ficado —represión, negación— que produce (p. 25). La verdad se presenta como
síntoma que perturba el saber y por eso habría que eliminarlo (p. 26). Es la mis-
ma postura que asume la escuela frente al estudiante.
La investigación científica vela por el saber significante, incluso busca las “fal-
saciones” (Karl Popper) en el marco de la combinatoria significante. Para que
haya ciencia, la verdad entra en suspenso, pero ello tiene consecuencias en los
sujetos, a la manera de un retorno (exteriorizado como síntoma). Entonces, del
lado de la ciencia se cree en un todo-saber, en un saber sin falta; no necesaria-
mente de hecho, pero sí como promesa: “Cuanto más declara su insuficiencia
con respecto a lo que queda por saber, más afirma en realidad la sugerente figura
de un saber absoluto en su horizonte” (Bassols, 2010, 49). Y, del lado del psicoa-
20
A aprehender por la teoría, antes que descubrir por la observación (Bachelard, 1934, p. 13). Cosa que se
exacerba con la revolución en la física durante las primeras décadas del siglo XX (p. 56).
33
Capítulo I
nálisis, un saber no-todo (un saber en falta), una imposibilidad lógica verificada
por la irrupción contingente de ese elemento eliminado.
En relación con la escuela, esto nos lleva a pensar que no es lo mismo asumir
el proceso educativo desde la posición del todo-saber, en cuya lógica es menes-
ter eliminar el campo de la verdad; a asumirlo desde la perspectiva del saber no-
todo, definida justamente por la presencia de la verdad subjetiva. Esto permite
entender el siguiente comentario que hace el narrador en Tiempos difíciles de Dic-
kens (1854): “Si hubiese aprendido algunas cosas menos, habría estado en situa-
ción de enseñar muchas cosas más de una manera infinitamente mejor” (p. 14).
21
Esto es parte de la concepción que sobre el discurso plantea Lacan en el Seminario 17 (1969-70). Se
ampliará en §7.4.5.
34
Universal, particular, singular
35
Capítulo I
neal que ubicaría el presente bajo el imperio del pasado de manera unívoca (…)
más bien se trata de un trabajo que no cesa de reelaborar estructuras anteriores
extremadamente complejas” (Ricœur, 1977, pp. 27-28). El pasado se construye,
no se rememora.
22
“Las proposiciones categóricas (universales como ‘todo hombre es mortal’, ‘ningún hombre es piedra’;
y particulares como ‘algún hombre es justo’, ‘algún hombre no es justo’) constituyen la estructura básica del
discurso científico” (García, 1993, p. 21).
36
Universal, particular, singular
23
http://bases.bireme.br/cgi-bin/wxislind.exe/iah/online/?IsisScript=iah/iah.xis&src=google&base =LILACS&lang=p&ne
xtAction=lnk&exprSearch=180509&indexSearch=ID (Consultado en 2009-02).
24
De manera que se hace forzoso, si se quiere afirmar que es una cura, demostrarlo. Si bien el psicoanálisis
se hace cargo del sujeto de la ciencia —es decir, en un sentido opuesto al de la ciencia—, el final del análisis
no sería más una situación bajo transferencia: en ese punto se trata ¿paradójicamente? de argumentación
científica.
25
O, como decía Gramsci (1935): “En cada hombre puede hallarse lo que es cada ‘hombre individual’” (p. 437).
26
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE), en su edición 19ª, define pispa como
“pájaro de este nombre” (citado por Sercovich, 1977, p. 14).
37
Capítulo I
tal enunciado nada dice, pero “respeta lo que cada uno tiene de singular, de
incomparable” (Miller, 2008), más allá de las clases en las cuales la investiga-
ción pueda inscribirlo. Entonces, la investigación en psicoanálisis se realiza en el límite
de la posibilidad de dejar ser en su singularidad al objeto “investigado” (o sea, completamente
transformado para sí), sin llegar al grado cero del saber (por eso hablaba de “horizonte”).
Como sostiene Miller (2008), la investigación en psicoanálisis intenta dejar que
algo se despliegue “fuera de los caminos ya explorados”; intenta hacer prevalecer
la singularidad sobre la pertenencia a la clase (el diagnóstico), la cual “vendrá
por añadidura” (Miller, 2008). O sea, de un lado, no se elude el diagnóstico (con
pretensiones de saber universal), sino que no se lo privilegia en tanto punto de
llegada, y se lo usa para llegar al horizonte propio del psicoanálisis: la ética; y,
de otro lado, no se trata de un propósito (la idea de cómo hacer la investigación,
antes de realizarla), sino de un efecto y de la posibilidad o no de estar a su altura:
“El analista sería aquél cuya responsabilidad con respecto a su palabra es radi-
cal. Esto quiere decir que no sólo tiene que responder por lo que dice, sino tam-
bién por lo que da a entender, y lo que da a entender le corresponde calcularlo”
(Miller, 1997, p. 10).
Ésa era la posición asumida por Freud con sus pacientes, cuando planteaba
que lo aprendido en un caso no permitía abordar el siguiente y, más bien, obs-
taculizaba percibir su singularidad27; así mismo, para Lacan (1973b), “los sujetos
de un tipo no tienen pues utilidad para los demás del mismo tipo” (p. 13). Esta
frase tiene su contexto: unos renglones antes, escribía: “Lo que responde a la
misma estructura no tiene forzosamente el mismo sentido. Por eso mismo no
hay análisis sino de lo particular” (p. 13)28. Es decir, ¡hay un saber!: la práctica
psicoanalítica está orientada por aseveraciones con pretensión de universalidad.
No se trata de descartar las categorías y las clases, sino de evitar aplastar con
ellas al sujeto (Miller, 1998b, p. 255)… como ocurre en la medicina, donde un
diagnóstico puede matar a una persona. Por supuesto, hay un nivel, un momen-
to, donde no sirven más, pues ahora se necesita saber cómo se articulan ideas
generales como esas en la singularidad de un sujeto… y cómo la singularidad
de un sujeto es un tanto refractaria a esas ideas generales (y, en consecuencia,
27
Fue el tema del Tercer Encuentro americano, XV encuentro internacional, del Campo Freudiano (Belo
Horizonte, agosto de 2007): La variedad de la práctica. Del tipo clínico al caso único en psicoanálisis... o sea: de lo universal
a lo singular. Puede verse la convocatoria en: http://ea.eol.org.ar/03/es/template.asp?argumento/argumento.html
(consultado en 2009-02).
28
En esta cita, “particular” cobra el sentido de singular.
38
Universal, particular, singular
29
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. DSM, por su sigla en inglés: Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders (American Psychiatric Association).
39
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Ciencia Psicoanálisis
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Capítulo I
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Universal, particular, singular
es algo que sólo tocaría a la investigación y que, al salir de ahí, podamos seguir
pensando que el emisor origina la significación, que el lenguaje es representación
(que habla de las cosas y que, entonces, por ejemplo, la medida es una descripción
del objeto), etc.
Todo esto permite entender que los datos de que se sirve el psicoanálisis pro-
vienen de su propia delimitación del objeto: la realidad psíquica, en el marco de la
cual —como reconoce Ricœur desconcertado (1977, p. 23)— “no es clínicamente
pertinente que la escena infantil sea verdadera o falsa (…) mientras que la psi-
cología académica no encuentra tal paradoja, en la medida en que sus entidades
teóricas se relacionan supuestamente con hechos observables”. El autor va a en-
tender muy bien (p. 25) que el concepto de objeto en psicoanálisis prohíbe hablar
de “hechos” como se hace en lo que él llama las “ciencias de la observación”.
Coda
La ciencia se ocupa del caso por caso (propiedad que algunos le niegan, con
el fin de oponerla al psicoanálisis), así como el psicoanálisis produce categorías
y tipos clínicos (peculiaridad que algunos olvidan a la hora de oponerlos). Ahora
bien, la ciencia hace del individuo un ejemplar de la clase (Miller, 1998b, p. 251),
y eso le basta. La Ciencia cartesiana nace en una época de unificaciones: Esta-
dos, monedas, idiomas, currículos y estadísticas nacionales. Pues bien, dicha
época le da un objeto al psicoanálisis: el sujeto excluido, resultado (resto) de
esas unificaciones. Por su parte, el psicoanálisis ha encontrado —se ha estrella-
do con— que lo universal de la clase nunca está completamente presente en el
individuo humano: como ejemplo de la clase, el sujeto tiene una laguna… hay
sujeto cuando el individuo se aparta de la especie (p. 255). El sujeto es singular,
el individuo es particular. Cuando le corresponde por su objeto de estudio, la
ciencia se ocupa del individuo; el psicoanálisis, en cambio, se ocupa del sujeto
(¡incluso de producirlo!).
Jorge Luis Borges (1952a) cita comentarios sobre la Oda a un ruiseñor de John
Keats, en los cuales lo permanente (la especie) se opone a lo pasajero (el ejem-
plar). La especie queda representada por el canto del ruiseñor, y el ejemplar
queda representado por el hombre que lo escucha. En su comentario a este tex-
to, Miller (1998b) dice que Keats, Ovidio y Shakespeare —que oyeron cantar rui-
señores— tienen cosas en común (son particulares, hacen conjunto), pero que,
en tanto sujetos, están referidos a la disyunción en virtud de la cual ninguno de
47
Capítulo I
ellos es los otros; en cambio, oyeron el mismo ruiseñor, ya que los ejemplares
animales realizan perfectamente la especie. Por su parte, Keats no pertenece de
manera precisa a una especie —como el ruiseñor a la suya—, pues como sujeto
se aparta del todo; el ser hablante “nunca realiza una clase de manera exhausti-
va” (p. 257); pero tampoco Keats es un ejemplar único, no relacionable con otros,
pues es un hablante (y es en esa medida que interesa a la ciencia).
El psicoanálisis no se queda en el uno por uno (en el caso por caso), porque
eso sería llegar a un nominalismo que no permitiría entender nada: un sistema
con un signo para cada cosa —como el de Funes— es inmanejable; “Para los
términos infinitos no hay ciencia posible”, como dice nuestro epígrafe, tomado
de Aristóteles (cap. 2, §35). Pero el psicoanálisis tampoco se queda en la clase,
pues ese nivel de abstracción —casi matemático— no permite, ni enfrentar la
singularidad del sujeto hablante (cuya única regla es la ausencia de una regla, la
ausencia de un programa [Miller, 1998b, 260]), ni conseguir ubicarla como con-
dición de asunción de la vida. Según Jesús Adrián Escudero (s/f, pp. 29-30), Paul
Natorp planteaba que, en cuanto una experiencia era expresada en conceptos,
se sometía a un proceso de homogeneización “que disuelve la particularidad de
toda experiencia vivida”.
Psicoanálisis y ciencia no se ubican en la inducción o en la deducción. Ambos
son abductivos; pero sí es importante la diferencia entre situarse frente al objeto
de investigación a nombre del método científico, o a nombre de una ética.
De otro lado, la dimensión cuantitativa o cualitativa de los datos a investigar
materializa una caracterización del objeto, por parte de una comunidad. La teoría
convierte los fenómenos en datos… pero el estatuto de ambas entidades —fe-
nómenos y datos— está remitido a cierta manera de interpretar y producir enun-
ciados. Es decir, los llamados “fenómenos” son el sentido de la doxa, reificado por
los hablantes en referente del lenguaje; los llamados “datos” expresan el sentido
de la episteme, reificado por los investigadores en objeto-abstracto-formal; y la
“verdad” del sujeto es aquello de lo que no se quiere saber cuando se escoge la
idealización de la doxa o la formalización de la episteme para representarse y que,
de todas maneras, irrumpirá para agujerear el saber.
48
Capítulo II
No es queriendo el bien de la gente como se lo alcanza (…) la mayor parte del tiempo es
incluso al revés.
Jacques Lacan
49
Capítulo II
2.1.1 El maestro-terapeuta
El suizo Oskar Pfister, según informa James Strachey1, fue amigo cercano de
Freud durante 30 años. Estudió psicología y filosofía, y ejerció como pastor pro-
testante y educador en Zurich. Fue un defensor acérrimo del psicoanálisis (en
una versión amalgamada con la teología), al punto de ser uno de los primeros
“profanos” (no médicos) en practicarlo. Ante el pedido de Pfister, de hacer la In-
troducción a su libro El método psicoanalítico, destinado a educadores, Freud escri-
bió casi tres páginas (Freud, 1913a, pp. 351-353). En un primer párrafo expone lo
que en ese momento entiende por psicoanálisis: tratamiento de las perturbacio-
nes afectivas, mediante la reconducción de los procesos que llevan al síntoma,
gracias a ser la disciplina que más ha profundizado sobre la estructura del meca-
nismo anímico. Esta introducción tenía un propósito: controvertir, no sólo con el
alcance y la capacidad explicativa de la terapia hipnótica (de la que él hizo parte
en su momento), sino sobre todo con la manera como se ha tomado el paso de
cada una de esas terapias al campo educativo:
En su momento, el tratamiento hipnótico por sugestión rebasó muy pronto el campo
de la aplicación médica y se puso al servicio de la educación de los jóvenes. Si pode-
mos dar crédito a los informes, demostró ser un medio eficaz para eliminar defectos
infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles por otra vía.
Nadie lo tomó por entonces a escándalo ni se asombró de este ensanchamiento de
1
Strachey es quien establece la mejor versión de la obra de Freud a la lengua inglesa. Su ordenamiento,
comentarios y notas sirven de base para la nueva traducción de los escritos freudianos al español, publicados
por Amorrortu Editores (cf. Bibliografía).
50
Educación: ¿Escila o Caribdis?
su campo, que, por otra parte, sólo la investigación psicoanalítica nos ha permitido
entender de manera plena (p. 351).
Que nadie tomó ese paso a escándalo quiere decir que no es igual para el caso
del psicoanálisis. De otro lado obsérvese que el terreno de la educación al que se
amplió el tratamiento hipnótico fue el de los problemas: “Defectos infantiles, hábitos
físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles”. Desde el comienzo, queda
caracterizado el campo educativo como un lugar que no se discute, pero donde el
problema hace carrera2. No está de más resaltar que se trata de asuntos planteados
desde la perspectiva del adulto o de la institución: hábitos y rasgos negativos para
el funcionamiento de la escuela.
En efecto, hoy sabemos que los síntomas patológicos no son a menudo más que las
formaciones sustitutivas de inclinaciones malas, vale decir inviables, y que las condi-
ciones de esos síntomas se constituyen en los años de la infancia y la juventud —las
épocas, justamente, en que el ser humano es objeto de la educación—, sea que las
enfermedades mismas irrumpan en la juventud o sólo en un período posterior de la
vida (p. 351).
Freud distingue entre las condiciones y la irrupción del síntoma. Ya queda es-
tablecido que su objeto de estudio no es observable, sino deducible; y que la ma-
nifestación evidente sólo es una manera de ser de esa condición, que tendrá todo
su valor, así no haya dado lugar a la irrupción del síntoma… cosa que ocurrirá
indefectiblemente, según el párrafo. Ahora bien, el proceso de incubación de esas
“inclinaciones inviables” ocurre justamente durante la edad escolar. Es decir, la
educación no sólo se las tiene que ver con el asunto de qué contarles a las nuevas
generaciones, de cómo hacerlo de la mejor manera posible, sino —asunto de la
misma importancia y, no obstante silenciado a la hora de plantearse las grandes
tareas educativas— con el asunto de las inclinaciones de los educandos y su via-
bilidad. Y bien, podría pensarse que se trata de una inviabilidad en términos del
“clima institucional” o del “futuro de los niños”; pero, si leemos detenidamente,
veremos que se trata de algo referido al sujeto, pues tales inclinaciones producen
síntomas (que a su vez pueden afectar a los demás, pero eso será después). Si se
tratara del asunto del otro social, ¿por qué habría de afectarse el sujeto? Eso se
verá más claro frente a lo que más atrás llamó “rasgos de carácter irreductibles” y
que mencionará a continuación:
2
Recordemos: es lo que se desecha en la configuración del objeto de la ciencia (cf. §1.2.2).
51
Capítulo II
Educación y terapia se sitúan entre sí en una relación que podemos señalar. La edu-
cación quiere cuidar que de ciertas disposiciones e inclinaciones del niño no salga
nada dañino para el individuo o la sociedad. La terapia entra en acción cuando esas
mismas disposiciones han producido ya ese indeseado fruto de los síntomas patoló-
gicos. El otro desenlace, a saber, que las predisposiciones inviables del niño no con-
duzcan hasta las formaciones sustitutivas de los síntomas, sino hasta unas directas
perversiones del carácter, es casi inasequible para la terapia y las más de las veces
se sustrae del influjo pedagógico. La educación es una profilaxis que quiere prevenir
ambos desenlaces, el de la neurosis y el de la perversión; la psicoterapia quiere des-
hacer el más lábil de los dos e introducir una suerte de poseducación (pp. 351-352).
Esta inclinación, que producirá daños en varios sentidos, no ha sido indife-
rente para los filósofos que se han ocupado de la pedagogía. Ya lo veremos en el
caso de Kant (§2.2).
En el párrafo, vemos que la educación y la terapia buscan lo mismo —detener
algo indómito del ser humano—, pero en tiempos distintos: la educación antes,
la terapia después. Además, hay dos desenlaces posibles de esa parte indómita:
la neurosis (a la que están asociados los síntomas) y la perversión (los “rasgos
irreductibles de carácter” de los que ya nos había hablado). Ante dichas posibili-
dades, a la pedagogía le está dada la prevención; en cambio, a la terapia psicoa-
nalítica, en tanto las perversiones le son “casi inasequibles”, sólo le está dado
transformar los síntomas, gracias a que “no son los únicos desenlaces posibles,
tampoco los definitivos” (Freud, 1913a, p. 351), y, por esta razón, Freud compara
el psicoanálisis con “una suerte de poseducación”.
Así las cosas, Freud plantea las ventajas de emplear el psicoanálisis a los fines
de la educación:
El educador, por una parte, está preparado, en virtud de su conocimiento de las predis-
posiciones humanas universales de la infancia, para colegir entre las disposiciones in-
fantiles aquellas que amenazan con un desenlace indeseado, y si el psicoanálisis posee
influjo sobre tales orientaciones del desarrollo, el educador podrá aplicarlo antes que
se instalen los signos de una evolución desfavorable. Vale decir que podrá obrar con
ayuda del psicoanálisis, profilácticamente, sobre el niño todavía sano. Por otra parte,
puede notar los primeros indicios de un desarrollo hacia la neurosis o hacia la perver-
sión, y resguardar al niño de su ulterior avance en una época en que nunca lo llevarían
al médico, por una serie de razones. Uno tiende a creer que esa actividad psicoanalítica
del educador —y del pastor de almas, su equivalente en los países protestantes— no
podría menos que producir inestimables frutos y a menudo volver superflua la actividad
del médico (p. 352).
52
Educación: ¿Escila o Caribdis?
53
Capítulo II
ve en qué sentido sería una formación docente, a no ser que se reconsidere qué
está en juego en la educación.
Para terminar, Freud plantea un punto donde la responsabilidad del educador
es mayor:
[el médico] tiene que habérselas con unas formaciones psíquicas ya rígidas, y en la
individualidad preformada del enfermo encuentra un límite para su propia operación,
pero también una garantía de la independencia de aquel. El educador, en cambio,
trabaja con un material que le ofrece plasticidad, que es asequible a toda impresión,
y se impondrá la obligación de no formar esa joven vida anímica según sus persona-
les ideales, sino, más bien, según las predisposiciones y posibilidades adheridas al
objeto (p. 353).
En otras palabras, el paciente ya está formado y es independiente, lo cual es
un límite para el terapeuta (no puede ir más allá de ese límite). Mientras que el
educando es plástico y, como tal, dependiente de sus maestros; por tal razón, el
maestro estaría obligado a formarlo según las predisposiciones y posibilidades del
educando, no según los ideales personales del educador (que en alguna medida
son tomados de lo social). Ahora bien, podemos relativizar ambas cosas: primero,
la independencia del paciente, recordando que, para tramitar sus asuntos del alma,
tiene que recurrir a un terapeuta y, como veremos, en esa “dependencia” —llamada
transferencia— estriba la posibilidad del tratamiento; y, segundo, la plasticidad del
educando, recordando lo que el mismo Freud ha traído a cuento: sus predisposi-
ciones y posibilidades; como veremos, justamente en esa “independencia” estriba
la dificultad —incluso la imposibilidad— de la educación.
Hay una dimensión ética en juego. Para el maestro: formar al otro desde el
otro y no desde él mismo; y para el analista, cuidarse de usar la sugestión a que
da lugar la relación terapéutica. Pero, ¿por qué renunciar a la sugestión? En otros
contextos, donde las relaciones también dan lugar a la sugestión, vemos que de
lo que se trata es exactamente de usarla. Además, ¿cómo se produce la posición éti-
ca desde la cual cada uno afronta su práctica? (usar o no la sugestión). ¿Acaso el
maestro diferencia entre sus ideales personales y las predisposiciones y posibili-
dades del otro? ¿No es precisamente en función de sus ideales personales que le
asigna al otro predisposiciones y posibilidades? Esto se discutirá más adelante,
pues el psicoanálisis es una propuesta frente al ideal (§8.2.2). El maestro que
sabe hacer esa diferencia es un maestro-psicoanalista. Formar al otro desde el otro
requiere una postura que se gana al perder el ideal (y, entonces, el saber obra en
reserva). Pero, ¿es universalizable esa condición?
54
Educación: ¿Escila o Caribdis?
55
Capítulo II
que es el alma infantil; a saber que el niño no es un santo, que la mirada que lo
hace inocente en realidad no le hace un bien, sino que lo oculta. La idea es exi-
gente: “Sólo puede ser educador quien es capaz de compenetrarse por empatía
con el alma infantil”. En el artículo anterior, esta condición estaba reservada para
cierto educador; aquí parece aplicarse a todos. O sea que los educadores que no
saben quién es el niño, los educadores que creen que se trata de un inocente, de
una tabula rasa, de alguien abierto al conocimiento, pues no entienden con quién
están tratando, no saben lo que en él está ocurriendo... de manera que no saben
lo que hacen, no pueden calcular los efectos de sus actos. Por el contrario, tener
“empatía” con el alma infantil —condición para ser un educador— quiere decir
ser consecuente con el conocimiento de la especificidad del niño, no suponerlo
desde perspectivas deficitarias o santificadoras.
(…) y nosotros los adultos no comprendemos a los niños porque hemos dejado de
comprender nuestra propia infancia. Nuestra amnesia de lo infantil es una prueba de
cuánto nos hemos enajenado de ella (p. 191).
Según esto, no se es maestro sólo mediante el propósito de serlo, o por el
hecho de haber cursado cierto grado de formación pedagógica, o por ser mayor
que los niños. La dificultad para ser maestro —según Freud— está en un obs-
táculo constitutivo del hecho mismo de ser adulto. Ese obstáculo lo nombra
como enajenación. La prueba de que conocer al niño no se produce mediante un
gesto de buena voluntad, es que la condición de adulto contiene un efecto: la
“amnesia infantil”; o sea, el olvido en el que cae una porción considerable de la
primera infancia. Ahora bien, este olvido no es un efecto natural de ciertos pro-
cesos: se trata, más bien, del precio pagado para continuar por el camino de la
socialización en el seno de un grupo familiar. Según Freud, cuando el niño llega
al mundo, su condición no tiene nada de natural. Desde el momento mismo en
que se lo alimenta, comienza a configurarse una zona erógena alrededor del acto
de succionar. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que el niño se chupe el dedo,
extremidad de la que no sale alimento?
El psicoanálisis ha descubierto los deseos, formaciones de pensamiento y procesos
de desarrollo de la niñez; todos los empeños anteriores fueron enojosamente incom-
pletos y erróneos porque habían dejado por entero de lado un factor de importancia
inapreciable: la sexualidad en sus exteriorizaciones corporales y anímicas. El asom-
bro incrédulo con que se ha recibido a las averiguaciones más seguras del psicoa-
nálisis acerca de la infancia —sobre el complejo de Edipo, el enamoramiento de sí
mismo (narcisismo), las disposiciones perversas, el erotismo anal, el apetito de saber
56
Educación: ¿Escila o Caribdis?
sexual— mide la distancia que separa a nuestra vida anímica, a nuestras valoraciones
y aun a nuestros procesos de pensamiento, de los del niño, aun los del niño normal
(pp. 191-192).
El precio de continuar el camino hacia la madurez es el olvido de cierta época
infantil. Y no se trata de niños “anormales”, sino de todos los niños. La amnesia
infantil, entonces, es una marca de que se ha atravesado un drama (Freud lo
llama Complejo de Edipo), es decir, que el sujeto ha recibido unos límites y, en
consecuencia, sacrifica la obtención de la satisfacción sexual en el seno de su
familia y olvida todo ese período (de manera que todo “recuerdo” de esta épo-
ca es dudoso). Ahora estará volcado hacia delante: “Cuando sea grande...”. Y el
proceso anterior es como si no hubiera sucedido; en términos de Freud: queda
reprimido (lo que no quiere decir que haya desaparecido, pues actúa de manera
permanente). ¿Cómo esperar, entonces, que quienes han pasado por ese pro-
ceso, quienes han tenido que olvidar lo que fueron en cierta época para poder
construir un camino bajo las nuevas condiciones, cómo esperar que ellos —los
adultos— conozcan al niño? Tienen muchas ideas sobre él, pero todas condicio-
nadas por su propio punto de partida (o sea: funcionan como obturador). Por eso
Freud dice que nuestras valoraciones y nuestros procesos de pensamiento distan de
la vida anímica del niño (en proporción directa al asombro con que se reciben es-
tas ideas). No se trata, entonces de pensamientos equivocados, sino de maneras
de pensar, independientemente del contenido de esos pensamientos.
Cuando los educadores se hayan familiarizado con los resultados del psicoanálisis,
hallarán más fácil reconciliarse con ciertas fases del desarrollo infantil (…) (p. 192).
Desde este ángulo, el obstáculo que el maestro tiene para comprender al ni-
ño, su propio paso por esa época, que lo dejó enajenado, se puede desmontar
mediante una “familiarización” con los resultados del psicoanálisis. En el artículo
anterior era más osado: hablaba de “entregar la herramienta”. En otras palabras,
la posición frente a la infancia puede ser removida mediante una comunicación
de los resultados de esa disciplina. Una información equivocada se cambiará por
una información acertada. Pero el asunto es que la primera no es sencillamente
una información equivocada, sino un peaje, una manera de asumir el mundo; es,
si se quiere, una equivocación útil. En todo caso, si los maestros están bien infor-
mados, “hallarán más fácil reconciliarse con ciertas fases del desarrollo infantil”.
Y, claro, no es lo mismo creer que el niño es un santo, pues nos pasa lo que a san
Agustín, según cuenta a finales del siglo IV: “Vi yo y conocí a un niño pequeñuelo
y ya celoso; no hablaba todavía, pero pálido y con torvo mirar tenía clavados los
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Capítulo II
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
el temor, por ejemplo, de que los otros niños se copien del “pecador”— que la
manifestación espontánea del niño. Ahora bien, estas actitudes no tienen los
efectos buscados, pero tienen otros efectos que, aunque no se busquen, sí se lo-
gran: “La inclinación a contraer más tarde una neurosis”. Entonces, Freud agrega:
El psicoanálisis tiene a menudo oportunidad de averiguar cuánto contribuye a pro-
ducir enfermedades nerviosas la severidad inoportuna e ininteligente de la educación
(…) (p. 192).
Como se ve, el autor considera como una relación de causa-efecto la que hay
entre “la severidad inoportuna e ininteligente de la educación” y algunas enfer-
medades nerviosas. En otras palabras, cuando la escuela reacciona severamente
ante la manifestación pulsional, lo hace de manera no inteligente, pues no co-
noce la pulsión y sus manifestaciones; y de manera inoportuna, pues produce
efectos negativos. Como había afirmado más atrás, los efectos de las reprimen-
das son al menos tan negativos como los efectos de las conductas que se quie-
ren detener. Entonces, en la educación hay una discordancia: querer formar al
niño y, no obstante, desconocer su proceso anímico; y, en consecuencia, lo que
se quiere al respecto se plantea desde la idealización. Los efectos negativos no
se plantean solamente desde el enfoque de la enfermedad nerviosa (que serían
aparentemente los más graves), sino también desde el enfoque de la capacidad
de trabajo (que no se comentó en el artículo anterior):
(…) o bien a expensas de cuántas pérdidas en la capacidad de producir y de gozar se
obtiene la normalidad exigida (…) (p. 192).
Es decir, una educación que no entiende al niño, que, en consecuencia an-
tepone unos ideales morales —en la cambiante idea de “normalidad”—, puede
producir con sus reprimendas no sólo enfermedades nerviosas, sino también
niños ceñidos a la norma, pero improductivos e incapaces de disfrutar. Aquí podemos ver
que las ideas de “normal” y “patológico” en Freud no coinciden con los juicios
sociales: lo que la sociedad (la educación, por ejemplo) considera un niño nor-
mal, en realidad puede ser un niño improductivo. Como dice Françoise Dolto
(1969): “La adaptación escolar es ahora —aparte de raras excepciones, se debe
decir—, un síntoma mayor de neurosis. Los analistas entonces tienen que tratar
con una nueva forma de ‘enfermedad’ que no ha sido tratada: la del rechazo de
adaptación, señal de salud en el niño que rechaza esta mentira mutiladora en la
que la escolaridad lo encierra” (p. 5). Así, lo que la sociedad considera un niño
“anormal”, puede ser un niño que no ha entrado en los cánones esperados, pero
59
Capítulo II
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
realidad resulta ser la fuente de las actitudes y capacidades que se esperan del
niño. Freud piensa, entonces, que la educación podría promover la sublimación
de las pulsiones:
La educación debería poner un cuidado extremo en no cegar estas preciosas fuentes
de fuerza y limitarse a promover los procesos por los cuales esas energías pueden
guiarse hacia el buen camino (p. 192).
Y, por oposición a esta actitud —que no es la dominante—, podría situarse
una educación ininteligente que produce enfermedad nerviosa e incapacidad de
producción y de disfrute. Donde ambas cosas no serían algo constitutivo del su-
jeto, sino más bien productos de la educación. Para concluir, plantea que:
En manos de una pedagogía esclarecida por el psicoanálisis descansa cuanto pode-
mos esperar de una profilaxis individual de las neurosis (p. 192).
Aquí ya no dice “enfermedad nerviosa”, en general, sino ‘neurosis’. Entonces,
la educación colabora en la producción de neurosis cuando reprime las mani-
festaciones pulsionales, y lo hace porque desconoce los procesos del niño y, en
lugar de ir en pos de ese conocimiento, antepone un ideal, al punto de sentirse
satisfecha con personas improductivas pero “normales”. El psicoanálisis podría
esclarecer para la educación el camino de las pulsiones, de forma que la edu-
cación obre frente a ellas de manera inteligente y oportuna, y, así, se haga una
profilaxis de las neurosis... hasta donde podemos esperar, como dice... lo cual
implica que ahí no estaría todo lo que tendría que concurrir para evitarlas.
2.1.3 El colegial
Para celebrar el aniversario 50 del colegio en el que Freud estudió ocho años,
se hizo una compilación. Para tal volumen escribió “Sobre la psicología del cole-
gial” (1914). A esta situación se refiere al comienzo —no sin intención más allá
de lo anecdótico—, cuando habla del extraño sentimiento de recibir, a sus casi
60 años, la “orden” de redactar una composición para el colegio, como si fuera un
muchacho que presenta su examen final del bachillerato… y, sin embargo, obe-
dece de manera automática, como si nada hubiera cambiado.
El texto, de poco más de tres páginas (pp. 247-250), se sale del tono del grupo
de artículos que he escogido; se incluyó justamente porque muestra una faceta
de la caracterización de la escuela que no está en los otros. Se sale del tono, por-
que se trata de un escrito con sesgo autobiográfico pero que, de todas maneras,
61
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“(…) educar la razón, sin rebajarse a cultivar los sentimientos y los afectos” (Dickens, 1854, p. 59).
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Creo que en cada caso el contexto desambigua la palabra “análisis”, que se usa en el sentido de
“comprensión” y en el sentido de “psicoanálisis”.
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Como vemos, Freud intenta deshacer la idea de que el psicoanálisis sólo ex-
plica las patologías: tanto en enfermos como en soñantes y artistas (es decir, en
todas las personas), ha revelado que hay un niño apenas modificado; es decir, cae
otra clasificación que se tenía por clara: la existente entre niños y adultos. Los
que tenemos por adultos serían niños con ciertos ropajes reconocidos por los
otros; pero, en su interior, el niño sigue intacto; esto quiere decir que la gramá-
tica de comportamiento, la manera como se actúa, lo que se busca, lo que se
rechaza, lo que resulta invisible... todo eso está generado por una lógica infantil.
Y esto se lo enseñaron los pacientes quienes, al referirse a sus penas actuales,
siempre terminaban hablando del pasado más remoto. Si no fuera así, de nuevo
la reflexión sobre educación quedaría relegada a la educación infantil, sin con-
secuencia para otros niveles educativos. Pero lo planteado permite decir que, si
bien se trata de la educación infantil, es así en atención a que el destino de los
seres humanos está anclado en la infancia, de manera que intervenir la educa-
ción desde esta perspectiva es intentar afectar al sujeto durante toda su vida. De
ahí que en el fragmento diga que el psicoanálisis entendió al niño en función
del concepto de pulsión y estudió el desarrollo que lleva del niño al adulto. De
forma que, quien quiera entender al adulto, no puede decir que el psicoanálisis
nada aportaría, pues hay una transición —inacabada— al adulto, explicada por
el psicoanálisis, en la cual es muy importante la idea de infancia que se tenga (y
con mayor razón si el niño sigue ahí, apenas modificado).
A diferencia de las tendencias que abogan por una relación “horizontal” entre
profesores y estudiantes, para el psicoanálisis un profesor siempre es distinto
al alumno, aunque ambos sean sujetos de pleno derecho. Y, volviendo al niño:
Por eso no asombra que naciese la expectativa de que el empeño psicoanalítico en
torno del niño redundaría en beneficio de la actividad pedagógica, la cual se propone
guiarlo en su camino hacia la madurez, ayudarlo y precaverlo de errores (296).
Aquí reaparece un poco la idea de los textos de 1913: si la actividad pedagó-
gica se propone guiar al niño hacia la madurez, ayudarlo y precaverlo de errores,
el psicoanálisis tiene un puesto entre quienes tendrían que decir acerca de una
condición básica de ese tránsito: las disposiciones del niño, en atención a que
la pulsión es constitutiva de su desarrollo. ¿Con qué criterios la pedagogía se ha
hecho los propósitos de guiar al niño a la madurez y de precaverlo de errores? Tal
vez se trata de principios morales que, en tanto tales, se inspiran en lo “evidente”
y en la superioridad de quien los enuncia. El psicoanálisis, en cambio, propone
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Esa reflexión sobre las profesiones imposibles puede ser una broma, pero
no está por broma en el artículo de Freud. La educación no puede pensarse de
manera rigurosa si no se tiene en cuenta que la operación de pasar la pulsión por
el lenguaje deja un resto que se conserva operativo. Y, naturalmente, es distinto
que los educadores obren a sabiendas de que su oficio es imposible, a que obren
creyendo que es una buena acción posible.
En referencia al libro que prologa, Freud dice:
El presente libro de A. Aichhorn se ocupa de un sector del gran problema, el influjo
pedagógico sobre los jóvenes desamparados (p. 297).
Si este sector de la población está marcado por un rasgo aparentemente ne-
gativo (el desamparo), va a servir para entender la relación de los seres humanos
en general (no sólo de los desamparados) con la educación, así como la neurosis
permitió entender algo de la especificidad humana. El psicoanálisis no propone
conocer a una población “especial” para determinar lo que habría que hacer con
ella6, pues ese es, en el fondo, un procedimiento segregativo que produce como
efecto retroactivo una supuesta normalidad de aquellos que no caben en esa
clase (por ejemplo, los no desamparados). Sabemos que, en tanto terapéutica,
el psicoanálisis entra por aquellos que se quejan de algo o que están aquejados
de algo según cierta mirada que pretende ocuparse de ellos. Pero, incluso para
su propia sorpresa, lo que encuentra es que la línea divisoria no es clara y que se
pone allí para beneficio de quien la pone, no de quien queda clasificado.
En referencia a Aichhorn, Freud dice:
El autor había actuado durante muchos años como funcionario en institutos de am-
paro de la minoridad antes de tomar conocimiento del psicoanálisis. Su conducta ha-
cia las criaturas bajo curatela brotaba de una cálida simpatía por el destino de estos
desdichados, y su compenetración empática, intuitiva, con sus necesidades anímicas
lo guiaba por el camino correcto (p. 297).
Describe a Aichhorn como alguien con una simpatía por el destino de los niños
desamparados y una empatía con sus “necesidades anímicas”. No se necesita dis-
criminar qué tanto estas palabras están motivadas por el elogio al autor que se
espera en un prólogo, pues Freud señala en ellas algo fundamental: la posición. El
autor iba por el “camino correcto” —como dice Freud— pero no por el hecho de
estar animado por una teoría plausible, o por unos principios morales correctos,
6
Asunto que preocupa por esta época a la educación en Colombia, pues se ve en la obligación de tramitar
de alguna manera en la escuela los efectos de la violencia política.
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o por haber acumulado mucha experiencia. No. La razón era que tenía una posi-
ción distinta. Por eso
El psicoanálisis podía enseñarle muy poco de nuevo en la práctica, pero le aportó la
clara intelección teórica de lo justificado de su obrar, permitiéndole fundamentarlo
ante los demás (p. 97).
El hecho es que, a partir de su trabajo en los Tribunales de Menores de Viena,
Aichhorn propone investigar las motivaciones de los comportamientos delin-
cuenciales de los jóvenes, pues son sujetos que no contaron con una acogida en
el otro; con ellos, las medidas represivas y moralizadoras no sólo no operaban,
sino que agudizaban los conflictos personal y social. Por eso, Freud enfatiza su
posición ante el asunto: no piensa que el problema se solucione con represión
y cantaleta moral, y sí le da importancia a la condición en la que estos chicos
fueron formados. De manera que “el psicoanálisis podía enseñarle muy poco de
nuevo” en términos prácticos, es decir, de cara a una aplicación en educación (no en
términos prácticos de la terapia analítica); o sea: la posición de un analista en
ese campo del psicoanálisis aplicado no diferiría mucho de la Aichhorn. Y, en
términos teóricos, “le aportó la clara intelección teórica de lo justificado de su
obrar, permitiéndole fundamentarlo ante los demás”. De otro lado, esto es muy
interesante, pues plantea para el psicoanálisis no un fundamento teórico, sino
ético; la imprescindible teoría estaría subordinada a la ética. Y la construcción
teórica no es una condición de la acción, sino un efecto de la presencia del otro.
No se puede presuponer en todo pedagogo este don de la comprensión intuitiva (p. 297).
En todos los textos (salvo en el de la psicología del colegial), hay algo que se
nombra como ‘empatía’, ‘intuición’, ‘simpatía’. Si tenemos en cuenta que Freud
ha explicado que la posición frente a la infancia proviene del propio tránsito vital
inicial, hemos de pensar que no todas las personas quedan igualmente “enajena-
das” frente a esa época. Para algunos, es posible no quedar frente a los asuntos
subjetivos en la misma actitud que la del sentido común, reconociendo más
complejidad en los problemas y buscando causalidades subjetivas, internas. Tal
vez es el caso de los artistas, en los que Freud reconoce una inmensa sabiduría
sobre la especificidad humana, al punto de servirse, para su teoría, de las obras
clásicas de la literatura. De tal manera, si bien “no se puede presuponer en todo
pedagogo este don de la comprensión intuitiva”, tampoco se puede decir que
no exista en ninguno. Ahora, entonces, la “ininteligencia” de la educación que
señalaba en el segundo texto, va a quedar personalizada en los docentes que no
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tienen esa posición que Freud reconoce en Aichhorn. Y también parece ganar
fuerza la idea de tres destinos para el tratamiento de la pulsión: la neurosis, la
disminución de productividad y disfrute, y la sublimación (agrega un destino a
los formulados explícitamente en el primer texto); destinos que también incidi-
rían en la posibilidad de tener esa posición favorable a la educación, en tanto
participa de una “empatía” con el alma infantil.
Me parece que dos advertencias derivan de las experiencias y resultados de August
Aichhorn. La primera: que el pedagogo debe recibir instrucción psicoanalítica, pues
de lo contrario el objeto de su empeño, el niño, seguirá siendo para él un enigma
inabordable (p. 297).
Hasta este punto de la primera advertencia, tenemos algo parecido a los tex-
tos de 1913: una instrucción psicoanalítica hace que el niño sea, para el pedago-
go, un enigma abordable (sigue siendo enigmático, pero es posible —con ayuda
de las categorías— entender un poco más los casos). Por lo planteado, supone-
mos que su manera de responder al desafío cotidiano del encuentro con el niño
estará marcada por dicho conocimiento. Pero en ese punto introduce un cambio
frente a los textos de 1913:
Esa instrucción se obtendrá mejor si el pedagogo mismo se somete a un análisis, lo
vivencia en sí mismo. La enseñanza teórica del análisis no cala lo bastante hondo, y
no crea convencimiento alguno (p. 297).
El cambio es trascendental: si vamos de atrás hacia adelante en el fragmento,
vemos que esa instrucción no se obtendrá “mejor” si el pedagogo se somete a un
psicoanálisis, pues sin análisis, un saber sobre esa disciplina no crea convencimiento
alguno, no cala lo bastante hondo. Y en las otras disciplinas, ¿cuál es la condición para
que aprender algo al respecto cale hondo? En esto, el psicoanálisis parece sin-
gular. Por eso se trata de una ética, no de una ciencia (aunque trabaje denodada-
mente para hacer comunicable y comprensible su práctica, como ya se planteó).
No basta con estudiarlo: si no se atraviesa la experiencia de un análisis, se habla
desde afuera, sin “convicción”, o sea: desde posiciones ajenas a la perspectiva ética del
psicoanálisis. Esta reflexión tiene efectos sobre el estatuto de los saberes mismos
que se ponen en juego en la educación, pero eso sería otro tema7. El caso es que
mientras en el segundo texto de 1913 había que instruir al docente para que no le
fueran esquivas las características de la vida infantil (y en consecuencia, para que
7
¿Y no sería la explicación para asuntos como: a) la distancia entre un saber y la posición del sujeto que,
sin embargo, lo sabe; y b) para el olvido —reiterativo en la escuela— producido luego de la evaluación?
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Afirma Freud que estas premisas no se dan en el niño (ni en el joven desampa-
rado —objeto del libro de Aichhorn— ni en el delincuente impulsivo). Entonces,
con él no se hace un psicoanálisis, sino otras cosas que quedarán explicadas
en los capítulos teóricos del libro de Aichhorn, según informa Freud. Esas otras
cosas, entre las que está la educación, coinciden en el propósito con el análisis
(¿conducir a la madurez?). Como se ve, no sólo se reconoce que habría campos
en los que el psicoanálisis no sería posible (no puede edificarse ahí la situación
analítica), sino que se plantea la exigencia de otras prácticas sociales distintas a
él, específicas para esos casos, y que pueden coincidir en los propósitos con el
psicoanálisis (en esos casos, ¿estaría contraindicado el psicoanálisis?).
Agregaré una última inferencia, ya no referida a la pedagogía, sino a la posición del
pedagogo. Cuando éste ha aprendido el análisis por experiencia en su propia perso-
na, habilitándose para aplicarlo en apoyo de su trabajo en casos fronterizos o mixtos,
es preciso, evidentemente, concederle el derecho de practicar el análisis, y no es lícito
estorbárselo por estrechez de miras (p. 298).
Esta anotación es muy interesante, pues subraya un espacio del que ya había
hablado unas líneas atrás, pero que es nuevo en relación con las reflexiones
sobre educación: no se trata del niño ni de la pedagogía, sino de la posición del
pedagogo. Si éste se psicoanaliza, “aprende el análisis por experiencia propia”;
esto parece un tanto ambiguo, pero Freud está hablando de aprender psicoa-
nálisis mediante la terapia psicoanalítica propia. No hay manera de evitar ese
efecto en un análisis: se aprende psicoanálisis, así no hubiera sido ese uno de los
objetivos de su emprendimiento9. La distinción entre “psicoanálisis didáctico” y
“psicoanálisis terapéutico”, que se hace en la Asociación Internacional de Psicoa-
nálisis10, fue uno de los puntos que objetó Lacan, para quien todo psicoanálisis
es forzosamente didáctico (cf. §8.1.2). La declaración de “querer ser un psicoa-
nalista”, condición para que un análisis sea “didáctico”, no tiene para el analista
francés mayor significación y equivale a cualquier otra manifestación de “querer
ser”, ajena al psicoanálisis.
Entonces, tal aprendizaje habilita al docente para aplicar el psicoanálisis: de
nuevo parece ambiguo, pues si lo puede aplicar “en apoyo de su trabajo” docente,
¿también se habilita para aplicarlo en otros sentidos? Aquí “aplicar”, ¿es distinto
9
Y no se puede empezar un análisis “para aprender psicoanálisis”, pues la oferta del dispositivo terapéutico
es para los que sufren, no para los que declaran perspectivas epistémicas. Otra cosa es que después de que
ocurran ciertas cosas en su vida, el analizante emprenda, por necesidad, la comprensión teórica.
10
Conocida en el mundo como IPA, por sus siglas en inglés (International Psychoanalytical Association).
74
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realidad en este campo el aporte que hemos visto de su parte hasta el momento
es trascendental, aunque no llene muchas páginas: mientras la pedagogía cree
entender el niño, Freud plantea que no lo entiende bien y que, por eso, sus es-
fuerzos por meterlo en cintura en realidad no producen los efectos esperados;
mientras la pedagogía concibe que la posición del niño en el aula es la de un su-
jeto principalmente epistémico, Freud plantea que el niño participa del espacio
educativo de acuerdo con sus inclinaciones, de cara a sus pulsiones; y mientras
la pedagogía cree que el maestro obra en el espacio educativo por buena volun-
tad y movido por sólidos principios morales, Freud plantea que interviene allí de
acuerdo con su posición, la cual depende, en mucho, de su propia travesía por la
primera infancia. O sea: de un lado, Freud ha hecho aportes fundamentales; y, de
otro lado, las esperanzas que ofrece el asunto, según venimos observando, van
cogiendo perfiles más limitados a medida que entiende la especificidad de los
dispositivos en cuestión (al calor de su clínica).
Así, lo más importante que el psicoanálisis cultiva es el dispositivo ana-
lítico mismo, que ha permitido pensar en las “aplicaciones” a otros campos,
como el educativo, lo cual implica entender también por qué ahí no se trata
del psicoanálisis puro. La educación de la generación futura efectivamente es
muy importante; desde una mirada social, digamos, puede ser lo principal; en
cambio, desde la óptica del psicoanálisis está subordinada a otras cosas. Por esa
diferencia de perspectiva, mientras en lo social nos sorprende la ambivalencia
de afectos, desde el psicoanálisis eso es perfectamente comprensible, como dijo
cuando se refirió a la psicología del colegial; mientras sorprende que se lance
a la barbarie un pueblo, considerado por unos como “culto”, o por otros como
“maduro para la revolución”, desde el psicoanálisis tampoco hay mayor sorpresa
frente a eso (el ascenso del fascismo, por ejemplo, fue analizado por los psicoa-
nalistas en su momento11, encontrando que se trataba de algo que ya latía en
la relación no continua y no analizada entre la subjetividad y el proceso social).
Y, efectivamente, como anota Freud, su hija Anna trabajó en ese tema. Tiene
un libro —escrito en 1930— llamado Introducción al psicoanálisis para educadores, que
es una obra de divulgación, dirigida a educadores y, en consecuencia, con ejem-
plos del campo educativo.
Se ve enseguida el camino que llevó a esta aplicación. Cuando en el tratamiento de un
neurótico adulto pesquisábamos el determinismo de sus síntomas, por regla general
11
Véase, por ejemplo, La psicología de masas del fascismo, de Wilhelm Reich.
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éramos conducidos hacia atrás, hasta su primera infancia. El conocimiento de las etio-
logías posteriores resultaba insuficiente tanto para la comprensión como para el efecto
terapéutico. Ello nos obligó a familiarizarnos con las particularidades psíquicas de la
infancia y nos enteramos de una multitud de cosas que no podían averiguarse por otro
camino que el análisis, y hasta pudimos corregir muchas opiniones generalmente acep-
tadas acerca de la infancia (p. 136).
Freud recuerda algo anotado antes: buscar la determinación de los síntomas
neuróticos del adulto lo llevó a la infancia; desde los primeros tratamientos que
hacía en asocio con Joseph Breuer (cuando no se trataba precisamente de psi-
coanálisis, sino de catarsis), el efecto terapéutico era más intenso mientras más
se retrocedía en la historia —¿la formación?— del sujeto. Y estas retrospeccio-
nes hicieron exigencias cada vez más altas cuando hubo que teorizar, lo cual se
reportó en teorías más profundas y consistentes. Sólo por la vía terapéutica se
pudo conocer a esa escala la infancia —en general, no sólo en sentido patológi-
co— y, en consecuencia, hubo una diferencia total con las opiniones aceptadas
hasta el momento al respecto.
Discernimos que a los primeros años de vida (hasta el quinto, tal vez) les corresponde
por varias razones una particular significatividad. En primer lugar, porque contienen
el florecimiento temprano de la sexualidad, que deja como secuela incitaciones deci-
sivas para la vida sexual de la madurez (p. 136).
Efectivamente, atravesar el Complejo de Edipo define cierta posición hacia la
sexualidad, que se manifiesta desde el primer momento. Esa posición será clave,
pues define a su vez “incitaciones decisivas para la vida sexual de la madurez” y,
como decíamos más atrás, traza los límites del sujeto, asunto que va a ser deter-
minante en las relaciones con los demás. Ahora bien, ¿esto no le resta un poco
de peso a los efectos de la educación? ¿Es ella tan decisiva cuando los primeros
cinco años tienen tal significatividad? Ya en el primer texto, Freud afirmaba que
la relación con el otro es una reproducción de las primeras relaciones del niño.
En segundo lugar, porque las impresiones de ese período afectan a un ser inacabado
y endeble, en el que producen el efecto de traumas. De la tormenta de afectos que
provocan, el yo no puede defenderse si no es por vía de represión, y así adquiere en
la infancia todas sus predisposiciones a contraer luego neurosis y perturbaciones
funcionales (p. 136).
En la introducción al libro de Pfister, Freud opone el niño (plástico, suges-
tionable) al adulto (rígido, formado); esto se amplió en el texto anterior, donde
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lograr una parte de ese cambio”; pero, ¿qué es “su propio desarrollo”, si se trata
de una imposición de los otros, en un ser que no podría estar listo para ello?
No hay que engañarse con la idea de ‘desarrollo’: no se trata de un proceso
idéntico para los de la misma especie, un proceso que además sería natural
(como la metamorfosis de un batracio). Se trata, más bien, de una imposi-
bilidad de entrada (la metamorfosis de un Gregorio). Así como es imposible
gobernar, educar y curar, habría que decir que es imposible desarrollarse: “No
cabe asombrarse, pues, de que el niño a menudo domine esta tarea de manera
incompleta”. A menudo... cabría preguntar si, dadas las condiciones de la exis-
tencia del niño descritas, hay alguno que “domine esta tarea completamente”.
Tal vez Freud no quiere sonar pesimista, pero entonces suena inconsistente:
para hacerlo, habría que estar “maduro” desde muy pequeño, de manera que
se pudiera afrontar el encuentro con la sexualidad desde una posición acabada
y no endeble... condiciones imposibles ambas. Además, ¿no decía que el niño
estaba agazapado en el adulto?
El caso es que el resto de la operación le corresponde a la educación: en tanto
la tarea no queda bien hecha —y no puede ser de otra manera—, la educación
entra a jugar. Su tarea, entonces, más que conducir a la edad adulta y precaver
de los errores, como decía Freud antes, es imponer las maneras que la cultura ha
aprendido como domesticación de la pulsión y que el niño no ha conquistado
cabalmente durante la socialización primaria en su familia. Así, lo que calificaba
antes de prácticas ininteligentes de la educación es lo que la sociedad ha puesto
en el dispositivo educativo (o sea que éste no podría ser más inteligente). Y esta
tarea resulta hasta cierto punto imposible, pues no estamos diseñados para eso.
En esos períodos tempranos, muchos niños atraviesan por estados que es lícito equi-
parar a las neurosis, y ello vale sin duda para todos los que luego contraen una en-
fermedad manifiesta. En numerosos niños la contracción de una neurosis no aguarda
hasta la madurez; estalla ya en la infancia y ocasiona cuidados a padres y médicos
(pp. 136-137).
Según el texto de 1925, el niño no era un neurótico, y entendimos que le falta-
ban condiciones para tener la posibilidad de serlo, pues estaba “inacabado”. De
ahí también que el análisis de un neurótico no fuera una “educación” en el mis-
mo sentido que la de un niño. No obstante, ahora (1932) nos dice que “muchos
niños atraviesan por estados que es lícito equiparar a las neurosis”, y no se trata
sólo de aquellos que más adelante serán neuróticos, pues “ello vale sin duda
para todos los que luego contraen una enfermedad manifiesta”. Ahora es algo
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más estructural, como veníamos diciendo; no hay manera, dadas las condiciones
en que se da el “desarrollo”, de no quedar marcado: “En numerosos niños la con-
tracción de una neurosis no aguarda hasta la madurez; estalla ya en la infancia”.
De acuerdo con lo visto hasta ahora, esto tiene dos implicaciones: del lado de la
educación, la imposibilidad de hacer profilaxis de la neurosis, que era el postu-
lado de 1913, pues se puede llegar neurótico a ella. Y, del lado del psicoanálisis,
la posibilidad del tratamiento analítico con los niños, pues manifiestan el efecto
(la neurosis) que se creía propio de los adultos “acabados”, inexistente en los
humanos “no acabados” (lo cual, a su vez, desdibuja aún más la frontera entre
adulto y niño). Efectivamente:
No hemos tenido empacho alguno en aplicar la terapia analítica a estos niños que
mostraban inequívocos síntomas neuróticos o bien estaban en camino de un desfa-
vorable desarrollo del carácter (p. 137).
Es claro que el carácter que el niño va a desarrollar no es simplemente “pa-
tológico” o “anormal”, expresiones que podrían llamar a la idea de regresar al
sujeto al estado de normalidad (que es un promedio de muchos comportamien-
tos); se trata más bien de un carácter desfavorable, donde el referente es el sujeto
mismo, sin tener en cuenta a los demás: el parámetro no es una norma externa
al sujeto (un universal), sino su propia capacidad de disfrutar, de producir (algo
singular).
Luego, Freud le sale al paso a una objeción:
El temor de que pudiera causarse daño al niño mediante el análisis, expresado por
los opositores de este último, resultó infundado. Nuestra ganancia en tales empresas
fue la de poder comprobar en el objeto viviente lo que en el adulto habíamos diluci-
dado, por así decir, partiendo de documentos históricos (p. 137).
No explica cuáles serían los argumentos esgrimidos por quienes temían por
la realización de una terapia analítica con niños (esto tiene que ver con la queja
implícita del primer texto: el paso de la hipnosis al campo educativo no suscitó
descontentos, en cambio sí el del psicoanálisis), pero sí plantea los beneficios
que ésta conlleva. Inicialmente, uno de naturaleza teórica: lo que se había dilu-
cidado del “documento histórico” de la vida del paciente adulto12, el análisis con
niños permitió comprobarlo “en el objeto viviente”, en el niño que está viviendo
esos procesos. Luego plantea los beneficios para los niños mismos:
12
Con todos los riesgos que se pueden señalar para tal empresa, cuando no se conoce el psicoanálisis,
tales como la posibilidad de que el sujeto “tergiverse” los datos, de que las experiencias se hayan extinguido
materialmente en la memoria, etc.
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Pero también para los niños fue muy rica la ganancia. Se demostró que el niño es un ob-
jeto muy favorable para la terapia analítica; los éxitos son radicales y duraderos (p. 137).
No obstante haberse distanciado de las ideas que oponían ‘acabado’ a ‘in-
acabado’, y haber puesto la condición estructural de la neurosis en el humano,
sin diferenciar radicalmente entre niño y adulto, el tratamiento de uno y otro se
diferencia:
Desde luego, es preciso modificar en gran medida la técnica de tratamiento elaborada
para adultos (p. 137)
En atención a que
Psicológicamente, el niño es un objeto diverso del adulto, todavía no posee un superyó,
no tolera mucho los métodos de la asociación libre, y la trasferencia desempeña otro
papel, puesto que los progenitores reales siguen presentes. Las resistencias internas
que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, las más de las veces, por
dificultades externas. Cuando los padres se erigen en portadores de la resistencia, a
menudo peligra la meta del análisis o este mismo, y por eso suele ser necesario aunar
al análisis del niño algún influjo analítico sobre sus progenitores (p. 137).
Las diferencias son cuatro: dos metodológicas y otras que parecen ponerse al
servicio de la serie metodológica. Primero, la técnica del análisis implica, del lado
del analizante, una manera de enunciar llamada asociación libre, que el niño —dice
Freud— no tolera (por eso durante la sesión se lo invita a dibujar o a jugar, por
ejemplo). Segundo, la situación analítica, como había dicho más atrás, requiere de la
transferencia, vínculo que en el niño no se configura en la manera como funciona en
el tratamiento de un adulto, pues el niño tiene un fuerte vínculo con sus padres;
así, mientras en la transferencia, los vínculos paternales se reviven (es como si el
analizante, cuando habla durante la sesión, se dirigiera a sus padres… algo cuyo
fundamento había explicado en el tercer documento), en el niño tales vínculos
paternales se viven (él tiene a quién hablarle así). Otro asunto es el de la función
crítica: mientras en el niño viene “de afuera” (las llamadas de atención, ¡las cuales
forman gran parte de lo que llamamos “educación”!), en el mayor viene “de aden-
tro” (en la cita lo llama “superyó”, asunto que se aclarará más adelante: §4.4). Y,
por último, las resistencias: en el adulto son internas y deben ser combatidas por
el análisis, mientras que en el niño son dificultades externas (como cuando los
padres hacen peligrar el tratamiento, posición que se puede debilitar cuando el
progenitor mismo entra a análisis). Sin embargo, es posible aminorar estas dife-
rencias:
81
Capítulo II
Por otra parte, las inevitables divergencias de este tipo de análisis con relación al del
adulto se aminoran por la circunstancia de que muchos de nuestros pacientes han
conservado tantos rasgos infantiles de carácter que el analista, adaptándose también
aquí a su objeto, no puede menos que servirse con ellos de ciertas técnicas del análi-
sis de niños. De manera espontánea ha sucedido que este último se convirtiera en el
dominio de analistas mujeres, y sin duda lo seguirá siendo (p. 137).
La idea, que había quedado un tanto enigmática en el segundo artículo, se-
gún la cual “el análisis reveló en el enfermo, lo mismo que en el soñante y en el
artista, al niño que pervive apenas modificado”, surge aquí para invertir un as-
pecto de lo sostenido más atrás: ahora ya no sólo es posible analizar niños, sino
que algunas herramientas del análisis con ellos se pueden usar en el análisis
con adultos, en tanto éstos “conservan rasgos infantiles de carácter”. Podría ser
secundaria la anotación de que el análisis con niños (no de niños, lo que produ-
ciría distintos psicoanálisis, según el tipo de pacientes) se haya convertido en
dominio de analistas mujeres, pero no es indiferente para nosotros, pues justa-
mente para la atención de esa franja etaria en la escuela, el magisterio también
está constituido en su mayoría por mujeres: hay en juego algo más que asuntos
de la profesión.
Ahora bien, lo que hemos denominado condición humana estructural hacia la neu-
rosis, ¿daría lugar a la idea de una profilaxis generalizada, toda vez que la mencio-
nada condición se da en todos los niños? Veamos qué dice Freud:
La intelección de que la mayoría de nuestros niños pasan en su desarrollo por una
fase neurótica encierra el germen de un requerimiento higiénico. Cabe preguntar si
no sería oportuno acudir en auxilio del niño con un análisis aunque no muestre indi-
cios de perturbación y como una medida preventiva para el cuidado de su salud, tal
como hoy se vacuna contra la difteria a niños sanos sin esperar a que contraigan esa
enfermedad. El examen de esta cuestión hoy tiene sólo un interés académico; puedo
permitirme elucidarla ante ustedes (p. 137).
La idea está formulada bajo la suposición de la minoría de edad como posibi-
lidad de que los adultos decidan por el niño y, además, de que eso funcionaría.
Pero si se responde afirmativamente a la pretensión profiláctica, el niño no sería
un sujeto de pleno derecho, siendo que el psicoanálisis parte, precisamente,
de considerarlo así. Y, de otro lado, tampoco podría instalarse tal tratamiento
profiláctico, pues el psicoanálisis no lo aplican otros a aquel que ven necesitado
(en cuyo caso queda convertido en un objeto), sino que sólo es posible cuando
alguien lo demanda por razones absolutamente propias, las cuales pueden nada
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tener que ver con aquellas manifestaciones que los demás juzgan como proble-
máticas.
De todas maneras, y en detrimento de las ideas de 1913, que abogaban por
una profilaxis de la neurosis desde la educación, tal prevención en masa no es
posible, según Freud, por varias razones:
A la gran multitud de nuestros contemporáneos ya el mero proyecto les parecería una
impiedad enorme, y es preciso resignar toda esperanza en cuanto a conseguir que la
mayoría de los padres y madres entren en análisis. Es que semejante profilaxis de las
neurosis, que probablemente sería muy eficaz, presupone una constitución por ente-
ro diversa de la sociedad (pp. 137-138).
¡Necesitaríamos otra sociedad! Una donde la mayoría de los padres y madres
entren en análisis; pero, dice Freud, es preciso resignar toda esperanza al respec-
to… quizá la posición en la que nos deja la travesía de la infancia nos predispone
contra tal posibilidad. Necesitaríamos una sociedad donde tal pretensión no se
considere una impiedad. Pero, ¿hay alguna especificidad del lado de lo social
que permita o imposibilite tal opción? Si la sociedad es, como puede inferirse
de lo que venimos diciendo, una respuesta a la pulsión, ¿cómo podríamos tener
una sociedad distinta? Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, 1921) demues-
tra que los agrupamientos humanos no tienen simplemente el sentido de sus
objetivos explícitos y que la tramitación de la agresión a que dan lugar indica que
no es posible producir organizaciones humanas a partir solamente de la idea de
hacer el bien. De manera que no estamos ante dificultades pragmáticas (que a
los contemporáneos de Freud aquello les pareciera una impiedad), sino ante una
imposibilidad estructural: las características de la sociedad se relacionan con la
especificidad del sujeto.
La consigna en favor de la aplicación del psicoanálisis a la educación se encuentra
hoy en otro lugar. Aclaremos nuestras ideas acerca de la tarea inmediata de la edu-
cación. El niño debe aprender el gobierno sobre lo pulsional. Es imposible darle la
libertad de seguir todos sus impulsos sin limitación alguna. Sería un experimento
muy instructivo para los psicólogos de niños, pero les haría la vida intolerable a los
padres, y los niños mismos sufrirían grandes perjuicios, como se demostraría ense-
guida en parte, y en parte en años posteriores (p. 138).
Aquí hace explícito un cambio de posición: “La aplicación del psicoanálisis a
la educación se encuentra hoy en otro lugar”. O sea, no se encuentra en la reali-
zación de un psicoanálisis a todos los niños, para que lleguen a la educación en
mejores condiciones. La tarea de la educación, no del psicoanálisis, tiene que
83
Capítulo II
ver con ese imperativo para el niño que es gobernar sus pulsiones. Sin ese gobierno,
no se puede vivir en sociedad. Así las cosas, la educación a la que se refiere Freud
en este punto es a esa función de la sociedad mediante la cual se imponen los
caminos recorridos por la humanidad en el control pulsional. Ahora bien, lo hace
a propósito del saber (no es una correccional).
Dice Freud que si a los niños se les diera libertad de seguir sus impulsos sin
limitaciones —indicación que, no sin error, podría deducirse de su primera postura
frente al tema estudiado aquí�—, ellos mismos sufrirían perjuicios a corto y largo
plazo, además de que les harían la vida intolerable a los padres; es decir, serían
“antisociales”, pues si a corto plazo se los perjudicaría, y a corto plazo serían into-
lerables para sus padres, a mediano y largo plazo seguirían perjudicándose y serían
intolerables para el resto de personas que entre en contacto con ellos. En pocas
palabras, dar libertad no es educar. Para Freud, educar es todo lo contrario: educar es
poner límite (se verá nuevamente cuando demos un paso por Kant: §2.2). En libertad
no hay creatividad sino perjuicio propio e imposibilidad de hacer lazo social. Con
límites, en cambio, hay posibilidades de producción individual, en función del lazo
social. Pero esto nadie tiene que enseñárselo a la educación; ella es un dispositivo
que puede producir ese efecto, si se organiza de cierta manera:
Por tanto, la educación tiene que inhibir, prohibir, sofocar, y en efecto es lo que en
todas las épocas ha procurado hacer abundantemente (p. 138).
Para quienes han oído estereotipos sobre psicoanálisis les debe sonar muy
rara esta frase de Freud. Pero este es el Freud “de verdad”, el que plantea que
la pulsión nos habita, que es acéfala, antisocial, que arrasa con todo, hasta con
la vida del otro y con la propia. De manera que la cultura ha intentado tramitar
eso y se ha inventado sus dispositivos, sus ritos, sus ritmos. El psicoanálisis no
encuentra en ninguna de esas formas específicas una forma ideal... ¡porque no
la hay! En el hecho de que se den, y de forma tan variada, encuentra que no es
algo natural, aunque es necesario. Desde esta perspectiva, Freud parece haber
renunciado a orientar la educación desde su disciplina. La educación tiene su
especificidad y ésta, por problemáticas que sean sus manifestaciones históricas,
es imprescindible. De manera que si algo podría decir, es sobre los efectos de esas
formas específicas.
Ahora bien; por el análisis hemos sabido que esa misma sofocación de lo pulsional
conlleva el peligro de contraer neurosis. Ustedes recuerdan que hemos indagado en
profundidad los caminos por los cuales ello acontece. Entonces, la educación tiene que
84
Educación: ¿Escila o Caribdis?
13
También nuestros monstruos revelan lo que somos (Carrière, 2008, p. 15).
85
Capítulo II
resuelve su misión de manera ideal, puede esperar que extirpará uno de los factores
que intervienen en la etiología de la contracción de neurosis: el influjo de los traumas
infantiles accidentales (p. 138).
Freud vuelve sobre las pedagogías que han existido históricamente, no sobre
la pedagogía en general: han infligido graves perjuicios a los niños. Es decir, que
la decisión frente a la mejor ponderación no es un acto racional, sino un efecto
donde intervienen la vida personal y la vida social. No hay cómo hacerlo de ma-
nera concienzuda, aplomada. Son formas históricas que han llegado ahí y se han
acendrado, al calor de distintas fuerzas. Según Freud —que reconoce la necesi-
dad y la independencia de la educación—, esas formas históricas han operado
más desde la Caribdis de la denegación (por razones que se vienen explicando).
Es como decir que se necesita denegar, claro está, pero no tanto. Y, aun si se
consiguiera el optimum ideal, asunto estructuralmente inalcanzable, se estaría
operando sobre uno de los factores —los traumas infantiles accidentales— que
produce neurosis y que tal vez no es el más importante.
En cuanto al otro, el poder de una constitución pulsional rebelde, en ningún caso
puede eliminarlo (p. 138).
En otras palabras, no hay solución ideal. Finalmente, el rasgo singular de
cada sujeto (otorgado por lo pulsional, no por sus rasgos “psicológicos”, no por
su inteligencia, no por su historia, no por la época) es el que determina cómo
se entrechocarán finalmente todos los factores que confluyen en el dispositivo
educativo. Entonces, la educación es impredecible y, reiterémoslo, imposible.
Y si ahora reflexionamos sobre las difíciles tareas planteadas al educador: discernir la
peculiaridad constitucional del niño, colegir por pequeños indicios lo que se juega en
su inacabada vida anímica, dispensarle la medida correcta de amor y al mismo tiem-
po mantener una cuota eficaz de autoridad, nos diremos que la única preparación
adecuada para el oficio de pedagogo es una formación psicoanalítica profunda. Y lo
mejor será que él mismo sea analizado, pues sin una experiencia en la propia persona
no es posible adueñarse del análisis. El análisis del maestro y educador parece ser
una medida profiláctica más eficaz que el de los niños mismos, y además son muy
escasas las dificultades que se oponen a su realización (pp. 138-139).
Idealmente, el maestro percibiría la relación del niño con la pulsión, sin ante-
poner sus perjuicios sobre lo que debería ser (lo había planteado en la introduc-
ción al libro de Pfister). Pero colegir lo que se juega en su vida anímica, a partir
de “pequeños indicios”, ¿no impediría el proceso educativo en el aula, pues allí
se ocupa de muchos, a costa precisamente de los pequeños indicios? Daría amor
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
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Capítulo II
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
Freud entiende que toda educación busca una subordinación del niño al ré-
gimen social que la hace existir; pero no dice que esa educación sólo consista
en el contenido que tal régimen sabría explicitar de sí mismo: ahí está la dife-
rencia con los enfoques sociales que coincidan con tal caracterización (para los
cuales el asunto es fundamentalmente “ideológico”). También acepta que esos
regímenes sociales pueden no ser defendibles… incluso años antes había dicho
que si no fuera por los vínculos satisfactorios —de orden narcisista— que el
individuo tiene con la sociedad, “sería incomprensible que un número harto ele-
vado de culturas pervivieran tanto tiempo a pesar de la justificada hostilidad de
vastas masas” (Freud, 1927, p. 13). O sea que no se trata de alguien “insensible”
a lo social. De tal manera, parecería lógico concluir que no toda educación es
defendible, que no debería ponerse el psicoanálisis al servicio de la educación
de una sociedad injusta, y que sería pertinente fijarle a la educación metas más
elevadas, libres de ese sesgo (ya veremos [§5] propuestas de ese tipo que invo-
lucran al psicoanálisis). Y parece lógico, porque es un argumento “sociológico”,
digamos, no estrictamente psicoanalítico. Veamos:
Ahora bien, yo creo que este argumento está aquí fuera de lugar. Ese reclamo rebasa
el campo de funciones que el análisis puede justificadamente ejercer. Tampoco el mé-
dico llamado para tratar una neumonía tiene que hacer caso de que el enfermo sea un
hombre cabal, un suicida o un delincuente, que merezca permanecer con vida y deba
deseársele que lo haga. También esta otra meta que pretende ponerse a la educación
será parcial, y no es asunto del analista decidir entre los partidos (p. 139).
No es que no haya sociedades injustas, sino que el psicoanálisis no está para
hacer esa clasificación (o, mejor: que con esa clasificación nada puede hacer
desde la perspectiva clínica); su horizonte ético no es una sociedad justa, sino
un tratamiento, caso por caso, de la indigencia humana (y una “sociedad justa”
puede ser uno de los ideales que impiden enfrentarla). Los psicoanalistas pue-
den hacer ese tipo de clasificaciones, de hecho lo hacen en tanto pertenecen a
sociedades concretas. Pero no es de la especificidad del psicoanálisis hacerlo. Ahora
bien, quien hace esa clasificación generalmente se ubica en el lado de los bue-
nos, de manera que quien no clasifica como él se convierte en un cómplice de la
injusticia. Pero Freud anota de forma perspicaz que ese juicio no escapa a lo que
pretende mostrar: quien señala la injusticia de un régimen social, ¿acaso no lo
hace también desde un sesgo político, él mismo susceptible de ser calificado de
la misma manera? Cuando alude al ejemplo del médico que trata a una persona,
independientemente de que “merezca vivir”, toca la dimensión ética del acto…
89
Capítulo II
pero no porque esté bien o mal hecho, sino porque se atiene a la especificidad
de su práctica. Entonces, hay que saber de qué se trata la práctica en cuestión,
para poder anteponer una postura ética. En ausencia del conocimiento de tal
especificidad, se aplicaría un principio, con independencia de aquello de lo que
se trata, con lo cual, más que de una ética, se trataría de un fundamentalismo;
o sea: independientemente de lo que sea la educación, hay que obrar de cierta
manera. En cambio, Freud más bien parece hacerse la pregunta de la siguiente
manera: ¿qué es la educación y, en consecuencia, qué ética cabe en esa práctica,
según el psicoanálisis, que también es una práctica?
Prescindo por entero de que se rehusaría al psicoanálisis todo influjo sobre la educa-
ción si abrazara propósitos inconciliables con el régimen social existente. La educación
psicoanalítica asume una responsabilidad que no le han pedido si se propone modelar
a sus educandos como rebeldes. Habrá cumplido su cometido si los deja lo más sanos
y productivos posibles. En ella misma se contienen bastantes factores revolucionarios
para garantizar que no se pondrán luego del lado de la reacción y la opresión. Y aun creo
que en ningún sentido son deseables niños revolucionarios (pp. 139-140).
La rebeldía, que parece lo más justo a enarbolar contra un régimen no defen-
dible, no es el objetivo formativo del psicoanálisis: ¿qué móviles tiene la rebel-
día? Para el psicoanálisis la respuesta puede ser tan amplia como el número de
rebeldes. Como no es un fundamentalismo, el psicoanálisis no podría pisotear
su propia especificidad —que va dirigida al corazón, sujeto por sujeto— a nom-
bre de una supuesta conveniencia colectiva. Lo único a lo que puede aspirar es
a que los sujetos sean tan productivos como puedan (o sea, en función de la
realización de su deseo, no en el sentido que la sociedad de turno atribuya a la
idea de “productividad”); a que no carguen la tragedia humana como un lastre
sintomático que les estorba la capacidad de amar y de disfrutar de la vida. Si es-
tos sujetos son capaces de rebelarse, allá ellos; si consideran justa su causa, allá
ellos. Lo que el psicoanálisis hace es suficientemente revolucionario como para
garantizar que los sujetos que han sido analizados no se pondrán luego del lado de la reacción
y la opresión. ¿Pueden garantizar eso otras prácticas? ¿No se pasan a veces de un
bando al otro los rebeldes? ¿No es a veces la rebeldía una vocación que requiere
siempre de alguien en la posición de amo para poder ejercer su oposición? (en
cuyo caso, se ve en problemas cuando no hay amo y, peor, cuando ocupa el lugar
de amo).
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
14
Cf. Bibliografía.
15
Los números entre parentesis indican la página de la obra de Kant citada, en su versión española, en la
bibliografía.
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Capítulo II
2.2.1 El cuidado
Hasta cierto punto, hombres y animales requieren cuidado: los animales ne-
cesitan un poco de envoltura, calor, protección, alimento… durante un tiempo
variable que, en todo caso, suele ser breve; por su parte, los humanos necesitan
mucho más cuidado… y durante un tiempo tan prolongado que no tiene paran-
gón con especie animal alguna. Quizá la pre-maturación humana (Lacan, 1949)
y el largo período durante el cual la criatura se ve obligada a depender del otro
(Freud, 1927), facilite esta diferencia; pero veremos —también a propósito de la
disciplina y de la instrucción— que la especificidad humana no puede inferirse
de un estado natural, aunque éste sea una condición de su posibilidad.
92
Educación: ¿Escila o Caribdis?
93
Capítulo II
2.2.2 La disciplina
Según decíamos, podría afirmarse que el niño pequeño no sabe y que el sa-
ber va a ser clave en la caracterización kantiana de la disciplina y —por efecto
retroactivo— del cuidado. Y es que Kant dice: “Un animal lo es ya todo por su
instinto (…)” (p. 29). El animal tiene instinto, y eso garantiza que ya lo sea todo.
“Ya”, es decir, desde el comienzo hasta el final, como condición que no se trans-
forma. Así, los animales son eternos; no otra cosa pensaba Keats cuando hizo la
Oda a un ruiseñor:
¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal!
No te hollará caído generación hambrienta.
La voz que ahora escucho mientras pasa la noche
fue oída en otros tiempos por reyes y bufones;
Parece extraña esta idea de que “un animal ya lo es todo”, pues crece, se de-
sarrolla, muta, se reproduce, muere... Sí, pero la mirada del filósofo (y la imagen
del poeta) está puesta más allá: todos esos cambios no transforman lo que el
animal ya es desde el comienzo y no dejará de ser: anhelará la carne, aparte de los acon-
tecimientos, si los de su especie la anhelan; buscará a los semejantes, más allá
de las vicisitudes de su desarrollo, si los de su especie son gregarios; copulará,
independientemente de las circunstancias, si los de su especie despliegan cier-
tos indicios. Nada hay por llenar de su ser: ya lo es todo.
La cita de Kant continúa: “(…) una razón extraña le ha provisto de todo” (pp.
29,30). Reaparece la palabra ‘todo’. Todo le ha sido dado, nada le falta. Y el ins-
tinto, que le ha provisto de todo, queda caracterizado como “una razón extraña”.
Encantadora manera de concebir el instinto… hemos perdido estas maneras,
este encanto, a medida que aparentemente se especializa el lenguaje: acerca de
estos asuntos —pensamos hoy— debería ocuparse el etólogo, no el filósofo.
Pero el filósofo tiene otras llaves, pues dice: “una razón extraña”. No importa que
la acepción de ‘razón’ sea la de “raciocinio” o la de “motivo”, se trata de un saber
extraño. El instinto es un saber extraño. Lo cual implica una exclusión interna: se tie-
ne, pero es extraño; lo puso otro y de eso no se sabe, pero está ahí y funciona. El
instinto es un saber del que no se sabe, del que no se puede saber: “No sabía, no
94
Educación: ¿Escila o Caribdis?
95
Capítulo II
tino común de la especie: “Los animales lo realizan [su destino] por sí mismos y
sin conocerlo” (p. 33); y, por otra parte, la singularidad de un humano hablaría de
lo que inventó para poner en ese lugar de la falta: “No tiene ningún instinto, y ha
de construirse él mismo el plan de su conducta” (p. 30). Y esa construcción, por
ser una invención sin libreto —porque el hombre no tiene instinto, porque nada
es—, resultaría diferente en cada uno. Entonces, cada animal representa a su es-
pecie, mientras que cada hombre es una excepción a la especie (Miller, 1998b). La
especie animal es la homogeneidad, el destino común. La ‘especie’ —y valdría
la pena preguntarse si todavía hace méritos para portar ese nombre— la especie
humana es un extraño conjunto, formado por singularidades que no hacen con-
junto (cf. §1.1). Como decía Francisco José Orellana (1857, p. 758), en su novela
histórica Quevedo: “Me moriré de viejo, respondió Quevedo, y no acabaré de com-
prender al animal bípedo que llaman hombre: cada individuo es una variedad de
su especie”.
No obstante, según Kant, en relación con el plan para su propia conducta, el
hombre “como no está en disposición de hacérselo inmediatamente, sino que
viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás” (p. 30). Recorde-
mos que el animal sí tiene plan de conducta. Y, por eso, es. El ser humano, en
cambio, no es, no tiene plan, su ser está por hacer. Es imperioso ponderar si el
plan construido, inventado, logra propiciar al hombre la consistencia y la eficien-
cia que el plan de conducta —el instinto— da al animal. El hecho de estar des-
provisto del plan, el hecho de que deba hacérselo a la manera de una prótesis, ya
indica que la falta-de-ser del humano no será paliada, suplida, por esta prótesis:
¿acaso sabríamos cómo darle la cara a aquello en virtud de cuyo desdén somos?
Como argumento, tenemos el hecho de que la existencia previa del plan de las
especies animales produce la homogeneidad de los especímenes (“Un animal lo
es ya todo por su instinto” [p. 29]), mientras que los planes-prótesis no generan
homogeneidad entre los hombres, sino la heterogeneidad más radical: se abre
la posibilidad a que cada espécimen omita, distorsione y agregue información.
Y, entonces, el poco-de-ser del hombre queda emparentado con el Otro: como
no está en disposición de hacerse inmediatamente el plan, “(…) se lo tienen que
construir los demás” (p. 30). Se trata del Otro, con mayúscula, en tanto represen-
ta a la cultura, no al semejante: Kant dijo, recordémoslo, que el hombre “viene
inculto al mundo”.
En resumen: el animal tiene plan. Cualquier ejemplar tiene el mismo plan que
cada uno de los demás ejemplares; es decir, la especie a la que pertenece tiene
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Educación: ¿Escila o Caribdis?
un plan para todos. Cada uno garantiza la especie, no es más que un eslabón
suyo, y su ser ya está en él. Ya es. El hombre, en cambio, todavía no es: no puede
inmediatamente hacerse su plan. Entonces, su ser queda aplazado y enredado en el
Otro. Podría decir: “Soy los demás”, para usar las palabras de Kant (o, mejor: “Soy
el Otro de la cultura”), “soy el saber de los demás” (“soy el saber del Otro”), en el
sentido en que su plan, su vida, se lo dan los otros (el Otro). El plan inexistente,
que otorgaría el sentido, el destino, el ser… es construido por el Otro. El ser del
sujeto es ya alienado. Si el animal ya es, el humano ya es alienado... por especi-
ficidad, no por ver tanta TV; si no se alienara de entrada, nada podría llegar a ser.
Ahora bien, ¿por qué no dar espera a que el individuo esté en capacidad de
hacer su plan por sí mismo? Kant dijo que no estaba en disposición de hacerlo
inmediatamente, lo cual afirma, de forma implícita, que estaría en disposición de
hacerlo después. Entonces, ¿por qué el Otro no da espera?, ¿por qué se precipita
a hacerle el plan a los que llegan? Porque juzga que aguardar sería contrapro-
ducente: “Pero esto ha de realizarse temprano […] para que más adelante no se
dejen dominar por sus caprichos momentáneos” (p. 30); y más adelante dice:
“Por esto se ha de acostumbrar al hombre desde muy temprano a someterse a
los preceptos de la razón. Si en su juventud se le dejó a su voluntad, conservará
una cierta barbarie durante toda su vida” (p. 31). Así, el acto de disciplinar toma
el carisma de un acto ético. Todos en la sociedad conciben que el plan debe ser
otorgado, sin dar tiempo a que el individuo esté en posibilidad de hacerlo él
mismo. ¿Cómo habría orientado su vida hasta el momento de podérselo hacer?
¿Querría hacerse un plan una vez estuviera en posibilidad de hacerlo? ¿Podría?
Paradójicamente, parece que la posibilidad —lo que todavía no se realiza— sólo
es si no esperamos a que se haga acto; es imposible si no la aportamos de ante-
mano, si no la truncamos como posibilidad16. “El hombre ha de intentar alcanzar-
lo; pero no puede hacerlo, si no tiene un concepto de él. La adquisición de este
destino es totalmente imposible para el individuo” (p. 33). El tiempo humano,
entonces, no es el tiempo cronológico de un antes y un después durante el cual
se acumula, sino el tiempo lógico que involucra la insuficiencia y la precipitación.
Insuficiencia del individuo y precipitación del Otro cultural17.
16
Es como la paradoja del nombre propio, dado no obstante por el otro. ¿Por qué no esperar, de manera
que se dé su propio nombre cuando tenga “uso de razón”? El problema es que, sin nombre, no podría estar en
posibilidades de llegar a tener “uso de razón”.
17
Ya habíamos anotado esto (§2.1.5), a propósito de la observación de Freud sobre una cierta “falta de
tiempo” del sujeto en relación con el tiempo de la cultura.
97
Capítulo II
* Ese “debe”, ¿es un imperativo moral o una implicación lógica? En este caso,
quizá es una muestra de lo que venimos diciendo. Hoy, tal vez no haríamos
una afirmación como esa, pero de lo que no escaparíamos es de poner en su
lugar alguna idealización.
* Nadie le pediría a una especie animal “sacar más de sí misma”. No tiene senti-
do: o bien porque no puede interpelarse a la especie, en tanto lo que hay son
especímenes; o bien porque, de poder interpelarla como tal, como cuando
tienen una vida gregaria (en el caso de las abejas, por ejemplo, donde lo que
hay son colmenas), sabemos que como grupo ya18 lo dieron todo19 —como dice
Kant—, que no hay potencia, que no hay capacidad inexpresada. Nadie pedi-
ría algo a una especie animal, pero Kant sí se siente autorizado a pedírselo al
género humano… única especie, entonces, susceptible de ser interpelada en
tanto tal, en su inacabamiento.
* Por eso, el filósofo habla de sacar “poco a poco”… pero, ¿hasta cuándo?, ¿tiene
fondo esa cornucopia de disposiciones?; no parecería: cada época creerá que
todavía no hemos revelado todas nuestras “disposiciones naturales”, que lo me-
jor está por venir… y no pocos pensarán que su lugar de adscripción —origen,
18
Con el vocablo ‘ya’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ausencia de tiempo del animal?
19
Con el vocablo ‘todo’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ociosidad de la expectativa?
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Capítulo II
la instrucción, aunque en ésta sea donde más pesa: “Por esto se ha de acostum-
brar al hombre desde muy temprano a someterse a los preceptos de la razón”
(p. 31). ¿Qué tan temprano podemos pretender un sometimiento a la “razón”?
Tradicionalmente, habríamos tenido que decidir si la inclinación al peligro
era natural, instintiva, hereditaria… o si era aprendida, enseñada, inducida por
la cultura (todavía hoy tenemos explicaciones de la agresividad que mencionan
el contenido de los programas televisivos…). Pero ya pusimos otro elemento
para no tener que responder en este juego de posibilidades: ¿podríamos decir
que la inclinación humana al peligro es estructural, un efecto de la manera como
fuimos producidos?
Recurramos a Kant: “Así, pues, la disciplina es meramente negativa, esto es, la
acción por la que se borra al hombre la animalidad” (p. 30). Alentados por Freud
y su idea de la educación como imposible, podríamos atenuar la afirmación,
diciendo que es la acción por la que se intenta borrar —no sin efectos, no sin
restos— el impulso en el hombre. Decir así nos permitirá ampliar la gama de los
ejemplos. El impulso es la impotencia: es no poder… parar. Esa expresión —“no
poder parar”— la escuchamos en la adicción, la agresión, el riesgo, el juego. El
animal es homeostático: no le interesa tensionar las fuentes de excitación; el im-
pulso del hombre, en cambio, busca exacerbar los límites. Hay una satisfacción
de por medio, pero, en este caso, buscada más allá del límite. Por eso, el adicto
siempre necesita más (aunque ese plus esté después de caer). Si se tratara sólo
de la satisfacción, ¿por qué lo que satisface hoy luce insuficiente mañana? ¿No
será este otro efecto del significante en más?
Kant especifica mejor el espectro del impulso al sintetizarlo en relación con
el término ley: “La barbarie es la independencia respecto de las leyes” (p. 30), la
disciplina “Somete al hombre a las leyes de la humanidad y comienza a hacerle
sentir su coacción” (p. 30). Es de una lógica impecable: el impulso es la ausencia
de ley; la impotencia es no tener una ley en nombre de la cual parar. Hay discur-
sos progresistas que abominan de la ley, pero Kant no está diciendo esta ley, tal
ley, aquella… está diciendo leyes de la humanidad. Y puede pensar que las leyes
de la humanidad son las europeas, o su imperativo categórico… pero lo dejó a
nombre de todos (es decir, como condición estructural), incluso de las culturas a
cuya colonización contribuye mediante la promoción de ciertas ideas22.
22
Por ejemplo: “Se ve también entre los salvajes que, aunque presten servicio durante mucho tiempo a
los europeos, nunca se acostumbran a su modo de vivir; lo que no significa en ellos una noble inclinación
hacia la libertad, como creen Rousseau y otros muchos, sino una cierta barbarie: es que el animal aún no ha
desenvuelto en sí la humanidad” (pp. 30-31).
102
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Capítulo II
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2.2.3 La instrucción
Kant abre la idea de instrucción con un nuevo contraste: ningún animal nece-
sita instrucción, es decir, aprender algo de los viejos (p. 31). A la excepción que
señala —el canto de las aves—, le hace la siguiente anotación: “Cada género de
pájaros conserva un cierto canto característico en todas sus generaciones, sien-
do esta tradición la más fiel del mundo” (p. 31); con lo cual testimonia de la falta
de plasticidad del aprendizaje animal: si un saber resulta siendo “característico”
(pertenece a un conjunto), entonces tenemos el mismo tono de lo dicho a partir
de los instintos. Lo aprendido por los animales cumple los mismos mandatos
naturales a que están sometidas las respuestas instintivas. Y por eso aparece el
término ‘fidelidad’, pues lo que garantiza la supervivencia de la especie (pero, a
veces, su desaparición) es el seguimiento fiel a esos mandatos. No quiere decir
que es imposible sobrevivir si se es infiel a ese saber que no se sabe. El ejemplo
de que se puede somos precisamente los humanos. Pero hemos dado la espalda
al plan natural, y la condición de realización del plan es esa fidelidad ciega.
El hombre, en cambio, una vez disciplinado (puesto en condición de desear
el saber), nada sabe, siendo que requiere —a diferencia del animal— de instruc-
ción, toda vez que su medio, la cultura, es un conjunto de saberes creados, como
respuesta a la falta-de-ser. Entonces, a diferencia de los animales, en nuestro ca-
so no hay “aprendizajes característicos” en todas las generaciones, no hay “la ma-
yor fidelidad del mundo” a alguna tradición de saber. Si confrontamos culturas
y épocas, lo que tenemos es saberes no “característicos” del género; además de
carecer de una fidelidad radical a lo sabido por otros: hay fidelidades parciales,
transitorias. Y esto no son más que resultados necesarios de las condiciones de
posibilidad de nuestro saber.
De tal forma, podemos reservar cierto margen variable de aprendizaje en los
animales, con las propiedades de ‘característico’ y ‘fiel’. Del hombre, en cambio,
105
Capítulo II
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Capítulo II
23
En §3.2 veremos con más detalle este tipo de restos e intentaremos hacer una clasificación.
108
Educación: ¿Escila o Caribdis?
duo que forma parte de algo y al “género humano” como posibilidad: “Es proba-
ble que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación
dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el
gran secreto de la perfección de la naturaleza humana” (p. 32). No obstante un
horizonte tan amplio de la idealización en el campo de la instrucción, puede
producirse un abismo entre su declaración y sus posibilidades de realización,
si se suponen dadas las condiciones estructurales de posibilidad (por ejemplo,
cuando se dice: “los niños vienen con el chip”) y el trabajo efectivo va en otra
dirección.
¿Qué estatuto, entonces, para el ideal?: “Una idea no es otra cosa que el con-
cepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia” (p. 33). Nuestra
época no carece de ideales, como creen los que han declarado la muerte de las
ideologías, la caída de los macro-relatos, el fin de la historia: tenemos el ideal de
la cifra, por ejemplo. Es fácil explicar que la imposibilidad de un ideal demasiado
elevado produce la quietud; pero menos fácil es entender para qué anteponer
uno demasiado elevado (es el caso de la escuela)… ¿quizá justamente para no
actuar? De ahí que sea necio atacar el ideal, creyendo que triunfar sobre él per-
mitiría abolir el anhelo de no actuar que le permitió erigirlo. Kant tiene más cla-
ridad al respecto; dice, por ejemplo: “El proyecto de una teoría de la educación
es un noble ideal, y en nada perjudica, aun cuando no estemos en disposición
de realizarlo. Tampoco hay que tener la idea por quimérica y desacreditarla como
un hermoso sueño, aunque se encuentren obstáculos en su realización” (p. 33).
¡Para Kant, el ideal no es un “hermoso sueño”! Más allá de que sus ideales lo
sean24, él lo concibe como un motor, como un referente en relación con el cual el
trabajo tiene sentido; y, así entendido, el peso fundamental recae sobre el tipo
de trabajo realizado en pos de la consecución del ideal. Si se tratara de lo que
estoy haciendo o de lo que hice, no tiene sentido hablar de ‘ideal’. Se trata de
algo unido a lo humano como proyecto, “aunque se encuentren obstáculos en su
realización”, que es la condición del trabajo (es decir, de una actividad asistida ya
no por el impulso), pues sin esa resistencia sería dispensable, no tendría senti-
do. Así las cosas, des-idealizar puede ser el llamado al impulso, en cuyo caso no
se trataría de algo productivo. Dime la manera como buscas lo que idealizas… y
te diré quién eres.
24
“Con la educación actual no alcanza el hombre por completo el fin de su existencia; porque, ¡qué
diferentemente viven los hombres! Sólo puede haber uniformidad entre ellos, cuando obren por los mismos
principios, y estos principios lleguen a serles otra naturaleza” (p. 33).
109
Capítulo II
Coda
A lo largo de los 20 años que cubren los textos comentados, Freud transfor-
ma sus posiciones frente a la educación. La posición asignada al docente oscila
entre la alienación y la empatía para con los educandos; en consecuencia, su
labor va del error a la contingencia, pasando por la posibilidad de que se sirva
del psicoanálisis. Para ello, el psicoanálisis puede serle comunicado o alcan-
zarlo mediante la propia experiencia de una terapia, garantía de que el cono-
cimiento se encarne. El niño se considera todo el tiempo desde la perspectiva
de la pulsión y el inconsciente; pero se pasa de la posibilidad de un buen trato a
la pulsión (construir la posibilidad de la sublimación), que evitaría la neurosis,
a lo indomable de la misma, que hace de la neurosis una condición estructural
del ser humano. Por su parte, el adulto desconoce su infancia, como condición
de su paso por la vida; no obstante oscila entre el dominio de sus pulsiones y un
infantilismo agazapado en sus formas exteriores de madurez reconocida por los
demás. La educación tiene que ver todo el tiempo con la contención (¿es a eso a
lo que llamamos formación?); pero se mueve del determinismo a la contingencia,
de lo controlable a lo incalculable, para lo cual, paradójicamente, habría que es-
tar mejor preparado en el juego de la permisión y la denegación. De producir la
neurosis (y, en consecuencia, de la posibilidad de ser profiláctica), la pedagogía
pasa a la inevitable función de recibir los efectos de una formación previa que no
puede ser sino insuficiente. Así, la idea de normalidad se disuelve poco a poco,
hasta considerar lo patológico como constitutivo; incluso, se percibe el juicio so-
cial de normalidad como una apuesta por la mediocridad. El psicoanálisis —que,
en educación, pasa de ser específico a ser aplicado— transita de una mirada sobre
el neurótico adulto, a una mirada sobre el niño y, finalmente, sobre lo humano (sin
abandonar nunca el referente clínico); de ser considerado una poseducación, se
pasa a considerarlo distante de la educación, en atención al estatuto de su obje-
to. Freud pasa de creer que en la escuela se puede hacer profilaxis de la neuro-
sis —para lo cual el maestro tiene que obrar como terapeuta o, al menos, como
advertido—, a pensar que no hay profilaxis posible y que, de todas maneras, el
maestro puede apoyarse en el análisis para buscar el máximo logro y el mínimo
perjuicio, en un contexto donde el óptimo es indiscernible, pues se define de
cara a la singularidad de cada sujeto, no al universal “alumnos”. En tal sentido,
Freud pasa de pontificar sobre lo que la educación debe ser, a pedir un lugar en la
conversación sobre los efectos que ella produce; es decir, casi de una pretensión
110
Educación: ¿Escila o Caribdis?
Textos
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Capítulo II
112
Educación: ¿Escila o Caribdis?
113
Capítulo III
O bien la escuela atraviesa por una crisis (cosa que, curiosamente, se dice todo
el tiempo), o bien el asunto con el que se las tiene que ver la escuela es de tal
orden que la “crisis” es constitutiva.
3.1 El consenso
Una cadena de personas e instituciones con diversas relaciones frente al cam-
po educativo, a través de distintos medios, durante mucho tiempo, coincide en
señalar una “crisis” de la educación escolar. Tal unanimidad sorprende: ¿se pue-
den equivocar tantas personas? “Cuando el río suena, piedras trae”, dice el refrán
popular. Ahora bien, la unanimidad suele producirse al menos por dos vías, cada
una de las cuales aglutina a sus partidarios de una manera específica:
* De un lado, puede haber acuerdo cuando personas que pertenecen a un cam-
po intelectual —en el sentido de Bourdieu (1966)— aceptan describir-explicar
un asunto de la misma manera. Pero este tipo de acuerdo, por una parte, es
pasajero, en tanto ese campo se caracteriza por una pugna permanente por
el control del sentido. Y, por otra parte, los acuerdos en el campo intelectual
tienden a darse entre un número reducido de personas, pues las jergas téc-
nicas se van diferenciando y especializando cada vez más. La especialización
puede definirse como cada vez menos personas esforzándose por hablar con
propiedad (provisionalmente), acerca de menos tópicos. Así, acceder a lo que
esos círculos plantean requiere dedicar una vida, aprender a hablar un tecno-
lecto. En esta modalidad, el efímero consenso es un “exceso” de discusión.
Pues bien, el caso que se comenta no cumple estas condiciones: no cumple la
115
Capítulo III
primera, pues se oye hablar de la “crisis” de la escuela desde hace mucho tiem-
po: el dispositivo parece haber nacido en crisis1. Y tampoco cumple la segunda
condición, pues el conjunto de personas e instancias que enuncia la crisis de
la escuela es muy grande, puede crecer de forma permanente y no muestra ten-
dencia a resquebrajarse.
* De otro lado, el consenso puede producirse por otra vía: la falta de discu-
sión. Como piensa Bourdieu (1982), se trata de un mecanismo que permite
el ejercicio práctico de diversos intereses sociales, no necesariamente conci-
liables. Este tipo de consenso no se origina en un campo intelectual, donde
las categorías se definen entre sí, sino más bien en los campos de recontex-
tualización —en el sentido de Basil Bernstein (1993)—, donde las nociones
se amontonan; allí la consolidación se garantiza, entre otras, justamente por
la tolerancia a todo tipo de interpretación, siempre y cuando se dé lugar a un
sinnúmero de intereses prácticos2. Basta, entonces, con interrogar a cual-
quiera de los voceros de la idea de que la escuela está en crisis, para verificar
que cada uno posee una débil versión (que no requiere ser consistente con la
de los otros); incluso para muchos será difícil siquiera intentar una sustenta-
ción de tal idea, quedándoles el recurso de “lo dicen las noticias”, “lo escuché
en la TV” o “¿acaso no es evidente?”.
En definitiva, en el asunto de la “crisis” de la escuela hay un consenso del
segundo tipo: multitudinario, duradero, poco compacto.
Además, la justificación de los intereses prácticos tiene un requerimiento: la
idealización. Con ella como fondo, una muestra cualquiera de escuela real en pri-
mer plano siempre se revelará en falta. Así, quienes mencionan esa “crisis” como
descubriendo algo, como diagnosticando algo nuevo3, imaginan la posibilidad
de que el dispositivo escolar piense su lugar en la sociedad y, en consecuencia,
“se modernice”, “responda al reto”... como dicen. Se idealiza una condición ma-
terial cuando se la desconecta de sus relaciones. Y en el abismo entre la ideali-
zación y la realización específica se alberga todo tipo de interés: parquear niños,
vender servicios y productos, cobrar sueldo, obedecer, hacer campaña... para ha-
1
Así como también la escuela parece haber nacido “reformada”, necesitada de “innovación”, llamada a no
ser “tradicionalista”, etc… hay una incomodidad permanente frente a ella.
2
Es el tipo de acuerdo al que se refiere Gustave Flaubert, en su Diccionario de lugares comunes (1851), cuando
en uno de los epígrafes cita las Máximas de Chamfort en donde dice: “Parece cierto que toda idea pública, toda
convención recibida, es una tontería, porque la hace suya un número elevadísimo de personas”.
3
Pues otra propiedad de ese consenso es la ausencia de historia.
116
¿Escuela en crisis o educación imposible?
blar de los más evidentes. Y, para pasar desapercibido (en tanto tales intereses
no son los que se enuncian públicamente como objetivos de la escuela), se habla
con las palabras de moda, que hoy en día serían ‘calidad’, ‘competencias’, ‘efi-
ciencia’...
Entonces, conviene hablar de crisis no sólo para justificar cualquier interven-
ción en la escuela (no importa que vaya en sentido contrario a la intervención
anterior), sino también para diluir la propia responsabilidad en una suerte de
fatalidad causada por otros: cada interés buscará sus culpables, más allá de sus
narices.
En cambio, desde los campos intelectuales, la descripción de la escuela es
distinta: no masiva, transitoria, compacta. Por ejemplo, se pueden ubicar ciertas
propiedades estructurales que explican por qué alguien que enfrente la escuela
sin un cuerpo conceptual puede percibir como “crisis” lo que no es más que la
complejidad de su funcionamiento regular. De hecho, el psicoanálisis está de
acuerdo (por supuesto, desde sus propios criterios) con algo así como una crisis
constitutiva de la escuela. Como venimos de ver, para Freud la educación es impo-
sible, pues, dada la naturaleza de su acción con los aprendices, se topa con algo
estructural del niño, algo que actúa todo el tiempo de forma silenciosa, algo que
—querámoslo o no— irrumpe en el dispositivo y produce, de manera constante,
malestar, problemas, síntomas, restos no asimilables.
Claro que las implicaciones de pensar en tales términos una crisis no son
las mismas que en el caso del consenso por falta de discusión, donde se suele
desplegar una serie de mecanismos, en la dirección de los intereses en juego, a
nombre de los más altos propósitos, y, al final, aparece siempre el mismo diag-
nóstico. En el caso del psicoanálisis, la imagen de escuela que se forma desde
sus categorías (propias de un campo de producción simbólica) no tiene por qué
llevar a “tomar medidas”, ni siquiera a “sugerir salidas”, sino más bien a crear un
terreno de interpretación de lo que allí ocurre, incluso de comprensión del sen-
tido de las acciones emprendidas en pos, supuestamente, de “salvarla”, toda vez
que proponerse cambiar las condiciones paradigmáticas bajo las cuales un dis-
positivo funciona es, de alguna manera, un desconocimiento, si presupone que
se está por fuera de las condiciones paradigmáticas mismas. Ahora bien, esto no
quiere decir que los propósitos no cuenten, sino que cuentan en el contexto de
unas condiciones de posibilidad. Y tampoco quiere decir que tales condiciones
permanezcan indefinidamente, que no sean producibles, sino que la posibilidad
de producirlas no se reduce al propósito.
117
Capítulo III
3.2 El resto
Como venimos de ver en Freud, hay algo en el ser humano que, al intentar do-
mesticar, no hace más que producir unos restos por donde se ramifica el mismo
efecto paradójico de la satisfacción humana.
118
¿Escuela en crisis o educación imposible?
4
Para entender este fenómeno, en muchos casos se hace necesario concebir, del lado del estudiante, una
philia hacia su maestro.
119
Capítulo III
120
¿Escuela en crisis o educación imposible?
6
Piénsese, por ejemplo, en el caso de los virus informáticos, que aparecieron casi al mismo tiempo que
el computador, y no dan muestras de querer desaparecer… Pues bien, ¿acaso no son producidos por aquellos
a quienes el invento supuestamente beneficiaba?
121
Capítulo III
122
¿Escuela en crisis o educación imposible?
Macro-relato
Plan de la creación Evolución Desarrollo
Trascendencia Religiosa Natural Funcional
Materialidad Disposición Dotación Dinamismo
Atasco por... Mala disposición Deficiencia Atipicidad
- Cándida - No dotada - Resistente
Materia prima - Innoble - Limitada - No desarrollada
- Alienada - Lesionada - Detenida
- Problema de
- Ignorancia - Idiotez aprendizaje
- Maldad - TDAH - Ritmo de
Juicio
- Desagradecimiento - Disposición genética aprendizaje
- Posesión - Discapacidad - Trauma
- Discriminación
- Orientación Tratamiento(s) - Pedagogía
Solución
- Exorcismo técnico(s) - TCC
- Comprensión
- Aislamiento
- Formación moral - Motivación/
- Medicamentos
Mecanismo - Perdón/Castigo Refuerzo
- Programación
- Extirpación del mal - Reconocimiento
genética
- Integración
Técnica de
Confesión Encuesta Examen
investigación
- Maestro
- Padres y maestros - Médico
Agente - Tutor (acudiente)
- Guía espiritual - Terapista
- Psicólogo
- Hogar - Consultorio - Escuela
Lugar - Escuela - Institución especial - Hogar
- Confesionario (ciegos, sordos, etc.) - Consultorio
- Entrega - Resignación - Esfuerzo
Acción
- Arrepentimiento - Docilidad - Sacrificio
sobre sí
- Templanza - Tolerancia - Asimilación
123
Capítulo III
asumió el trabajo con sus alumnos, en pleno 68 francés: cuando trabajó como do-
cente durante el año escolar 1968-9 en Francia, evitó toda conducta regulativa con
los niños (Celma, 1971). En tal campo, el resto se llamará, por ejemplo, “sujeto
surgido del intersticio de las máquinas y de los dispositivos discursivos” (García,
2006, p. 11). Se creerá que la causa es una propiedad inherente al deseo, como
entidad molar (no molecular); se pensará que los dispositivos mismos son los
encargados de acallar esta manifestación, codificándola. Es decir, que el funcio-
namiento de la vida social es un intento —siempre fallido, pues habría “líneas de
fuga”— de reincorporar el resto. No es una posición que aparezca con frecuencia
en la escuela, entre otras porque —como dijimos— se ubica en el límite mismo
de su posibilidad, parte de un principio que la invalida.
Por su parte, el psicoanálisis propone un vacío constitutivo, como implicación
lógica, de la subjetividad, en tanto enmarcada en el hecho de hablar (es una ex-
clusión interna, como el orificio de la figura topológica llamada toro). Que haya
un vacío, luce horroroso. Dice el poeta: ¿No es más propio del horror temer al vacío que
llenarlo?7. Si así es, se explicaría el impulso a llenar con sentido un vacío genera-
do por un desplazamiento estructural; es el caso de los tres tipos de explicación
que venimos de exponer. No se trata, como en el caso de la mirada posestruc-
turalista, de un velo que lo constituye todo, sustituible por otro determinado
históricamente… que es todo y es nada. Pongamos por caso la locura: tenemos
los extremos de considerarla algo natural (y entonces se busca el gen de la esqui-
zofrenia, los ascendientes alcohólicos, etc.), o algo convencional: dice Foucault
en Nacimiento de la biopolítica (1978-9): “Supongamos que la locura no existe. ¿Cuál
es entonces la historia que podemos hacer de esos diferentes acontecimientos,
esas diferentes prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que
es la locura?” (p. 18). Opone, según sus palabras (p. 19) al historicismo la inexis-
tencia de los universales. ¡Llega a decir que la locura, la enfermedad, la delin-
cuencia y la sexualidad no existían! (p. 36). Pero, ¿si no se tratara ni del universal
objetivista, ni del relativismo a ultranza? ¿Si la locura, por ejemplo, fuera un
efecto estructural posible del contacto del humano con el lenguaje? Por supues-
to que es un hallazgo develar el hecho de que la “naturaleza“ (la “naturalidad”, la
“objetividad” que ciertas perspectivas atribuyen a sus objetos de investigación)
sea una naturalización (p. 33), pero de ahí no se puede concluir que todo cae bajo
ese axioma.
7
De la exposición «Juan Calzadilla: poética visiva y continua en el marco del festival mundial de la poesía».
Salas expositivas de PDVSA. La Estancia. Caracas, junio de 2009.
124
¿Escuela en crisis o educación imposible?
125
Capítulo III
identifican, signos lo orientan; si los descuida, si los olvida, si los pierde, erra y
yerra de nuevo”. Para ubicarse, hay que dejarse engañar un poco de los signos,
del discurso. Es ahí donde la escuela peca por creerse no incauta, gracias a la
posesión del saber. No hay manera de entender los restos que tanto molestan al
funcionamiento de la escuela, si la tendencia es a cubrir con el saber.
Entonces, el sentido está unido no sólo a los desplazamientos estructura-
les de los significantes, sino principalmente a la imposibilidad estructural de
lo simbólico. Así, el sujeto no sólo está situado frente a la llamada “arbitrarie-
dad del signo” (Saussure, 1916, Primera parte, §2), sino también a la exclusión
real que éste determina (y cuya sistema de atracción llamamos pulsión). De ahí
que Freud en ningún momento propusiera salidas al impase educativo por la vía
del sentido (mejores objetivos, currículos actualizados, normas explícitas); sus
sugerencias apuntan a la pulsión, al vínculo que el sujeto tiene con ella, lo cual
incluye el sentido, claro está, pero subordinado (incluso: tiene que ver más con el
sinsentido). Si bien Saussure (1916, p. 153) encuentra que la lengua es pura forma,
que el signo no une una cosa con un nombre (p. 88), sino un significante con un
significado —ambos de “naturaleza psicológica”, dice—, también es cierto que
puede postularse una estructuración del sentido (cf. §6.1). Pero lo que queda
claro ahora es que si bien el más astuto efecto de sentido (Barthes, 1970, p. 6)
parece ser la llamada “realidad”, lo real que deja por fuera es mucho más impor-
tante: se trata de una entidad estructurante para los sujetos y que, no obstante,
no puede aparecer en la estructura. El sujeto del psicoanálisis no cabe del todo
en lo simbólico, aunque no sería sujeto por fuera de lo simbólico:
(…) no estamos muy confiados y como en casa
en el mundo interpretado. (…)8
Con esto, ya no podría reivindicarse la posición esencialista que ponga al sujeto
del lado de la significación y al lenguaje del lado de la forma, punto de vista del
que derivan posiciones instrumentales según las cuales el sujeto usa el lenguaje
para expresar el sentido.
Completemos el cuadro elaborado más atrás. En primera instancia, habría
dos opciones: la formación como necesaria (el sujeto es algo del orden de la
esencia) o la formación como contingente (el sujeto es algo del orden del acci-
dente). En la primera tendencia, tenemos, de un lado, la idea de una formación
indefectible, por ejemplo en Hegel (1807):
8
Rainer Maria Rilke. Las elegías del Duino. http://www.letra2.s5.com/rilke1710.htm
126
¿Escuela en crisis o educación imposible?
La tarea de conducir al individuo desde su punto de vista informe hasta el saber, ha-
bía que tomarla en su sentido general, considerando en su formación cultural al indi-
viduo universal, al espíritu autoconsciente mismo. Si nos fijamos en la relación entre
ambos, vemos que el individuo universal se muestra cada momento en que adquiere
su forma concreta y propia configuración (p. 21).
Y, de otro lado, la idea de una formación defectible, como en las tres trascen-
dencias que vimos atrás (religiosa, natural y funcional).
Por el lado de la formación contingente, tenemos una base convencional: la
cultura, que se modifica constantemente con el paso del tiempo y de un lugar
a otro del orbe. No obstante, de ahí pueden derivarse concepciones opuestas:
aquella de la relatividad cultural en la que lo simbólico comanda, en la que la
subjetividad tiene su único referente en el sentido variable (por ejemplo, la idea
de que la diferencia entre hombres y mujeres es meramente cultural… y, en-
tonces, habría que hablar de “género”). O puede derivarse una concepción en la
que también está en juego el lenguaje, pero no meramente en su dimensión del
sentido (lo cual sería morder el anzuelo), sino precisamente en lo que implica su
presencia formal para la constitución del sujeto (lo cual ya no es convencional,
como el lenguaje mismo). El paso por el lenguaje produce una huella que im-
pulsa al sujeto (la pulsión) en direcciones que si bien dependen de la existencia
del lenguaje, no se agotan en él. Se entiende que las características descritas en
algunos casos pueden mezclarse en los procesos educativos específicos.
A continuación, el esquema:
Sujeto
Formación Formación
necesaria contingente
127
Capítulo III
9
Así como —según vimos en §1.2— la ciencia promete un todo del conocimiento.
10
Un ejemplo: en 1964, Günther Gaus le pregunta a Hannah Arendt por la emancipación femenina. Ella,
que había escrito sobre la desigualdad concreta (no en la norma) de la mujer (Arendt, 1933, p. 87), responde
que es anticuada, que le viene bien la diferencia de papeles entre hombres y mujeres, y que ese asunto a ella
no la ha afectado. Y esta mujer, que fue apresada por la Gestapo, que estando en el exilio fue recluida en un
“campo de internamiento” como enemiga judía de Francia, que huyó de prisión, que fue apátrida hasta que se
nacionalizó en Estados Unidos… agrega en su respuesta lo siguiente: yo siempre he hecho lo que he querido (Arendt,
1964, 19).
128
¿Escuela en crisis o educación imposible?
129
Capítulo III
11
De ahí la magnífica ironía del cuento “Ajedrez infinito”, donde un personaje declara —contra toda
evidencia— no haber sido vencido por la jugada de su adversario, en tanto puede demorar la respuesta hasta
que las leyes o la idea del mundo no sean las mismas y él esté en capacidad de hacer una jugada salvadora
(Fayad, 1995).
130
¿Escuela en crisis o educación imposible?
12
Ya hoy simulamos a esos futuros cyborgs instalando aparatos manos-libres en la cabeza.
131
Capítulo III
Así, la respuesta escolar que asume tales parámetros, es decir, que se aver-
güenza de mostrarse referida a una tradición (que huye de la acusación de “tradi-
cionalista” y busca personas alfabetizadas en lo digital, exitosas en el mercado y
articuladas a la competencia global13), que se pregunta con temor por la “actua-
lidad” de los datos que divulga, por la apariencia atractiva de su presentación...
no hace más que proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser.
Y esto no es “malo”, sencillamente es distinto.
132
¿Escuela en crisis o educación imposible?
nuevo (pues su destino es el olvido), sólo hay que volverse a conectar (además, el
motor de búsqueda guarda tus rastreos y puede recordártelos).
Ahora bien, ¿puede estar toda la información en Internet? Ni siquiera si el
conocimiento se redujera a la información, podríamos afirmarlo, pues existen
modalidades de la información vedadas al “público”: información clasificada, pa-
tentes, reservas del sumario, información censurada…
Es como la imprenta, que tuvo que ver con el acceso a la información, pero no
con la creación de conocimiento. Además, los instrumentos no vienen simple-
mente a facilitar lo que hay, sino que tienen el efecto de transformar las condicio-
nes mismas en las cuales se definen los problemas: la imprenta no democratizó
el acceso a la información, sino que cambió la cultura. Así, Internet cambió la
cultura: hoy se habla de caos y sobreabundancia de información. Estamos en un
momento en el que, como el conocimiento y el aprendizaje no pueden ser alte-
rados en su especificidad por los aparatos y las fuentes de datos, nos dimos a la
tarea de producir información en exceso para producir un semblante de saber.
De otro lado, ¿a quién informarle en la escuela? El estudiante llega informado,
incluso puede llegar mejor informado que el profesor (sobre todo cuando éste
hace dejación del saber, a favor de la satisfacción del cliente). No demanda los
datos que el maestro podría dispensar, pues puede estar esperando una llamada
por el celular, oyendo música en su iPod, mandando mensajes de texto a través de
su teléfono celular, recibiendo correo electrónico, contemplando la imagen que
bajó a la pantalla del blackberry, tomando fotos con su cámara digital... mientras
el maestro habla del retículo endoplasmático.
Pero el sentido de la escuela era más el de una interfase entre la producción
simbólica y la posibilidad de acceso a ella (distinto es que, en determinado mo-
mento, también fuera una importante dadora de información). Así vista, la función
del maestro desbordaría la del corresponsal. De tal manera, cuando la escuela
trata de competir en el nivel informativo, cuando trata de emular las fuentes
informativas hoy disponibles y se desdibuja como interfase... no hace más que
proseguir esa corriente que desmorona su propia razón de ser.
133
Capítulo III
14
En la época de Freud, la ciencia sostenía que el sueño eran restos de la acción consciente. Así mismo,
hoy las neurociencias sostienen que el yo es lapsus de percepción de la actividad cognoscente del sistema
nervioso central.
15
Como la danza de la lluvia, que “no ejerce ningún efecto sobre el clima de los días subsiguientes, pero
quienes participan en el ritual creen que sí” (Dartmouth Brian Quinn, citado por Harari, 1996).
16
Ritalin®, Concerta®, Metadate®, Methylin®, son las marcas comerciales del metilfenidato (MFD),
psicoestimulante sintetizado en 1944. Renombrado a raíz del diagnóstico de TDAH (años 90). http://www.nlm.
nih.gov/medlineplus/spanish/druginfo/meds/a682188-es.html (consultado en julio de 2010).
134
¿Escuela en crisis o educación imposible?
delincuencia del mañana: más del 75% de las recetas de MFD son extendidas
a niños (cuatro veces más a los varones)17. El “fracaso escolar” continúa, pero
ahora todos cuentan con una coartada: se ha hecho todo lo que estaba a nuestro
alcance, pues, si no puede la ciencia, si no puede la química actuar frente a cuer-
pos químicos, ¿entonces quién?
Del niño angelical, inocente, ignorante, que debía ser formado e informa-
do por la escuela... pasamos a un cuerpo marcado con el mal desde los genes
(¿recuerdan ese tío que le gustaba beber tanto?...), que debe ser tratado por
la medicina. Fármaco-dependiente desde niño, pues la misma escuela crea esa
categoría. Y muchos de ellos se sienten orgullosos de estar ya en ese nivel, mien-
tras los otros tienen que ser tratados como ángeles, como tabula rasa (o sea que el
procedimiento sí funciona, pero por un camino imprevisto, por lo cual no puede
prever los resultados).
Pero, ¿y si el cuerpo no es un conjunto de órganos, sino un malentendido?
En los albores del psicoanálisis, Freud y Breuer (1895) tomaron los síntomas
corporales de las histéricas como mensajes enigmáticos, a los cuales buscaron
una causalidad psíquica, más allá de la disfunción química. Por su parte, Lacan
(1949) entendió que la percepción que el niño logra de su cuerpo en realidad le
viene de una imagen virtual, invertida, a la cual se aliena; así producido, el cuer-
po siempre estará en déficit. La imagen del cuerpo —que no el cuerpo— regula el
goce des-localizado del niño: su cuerpo fragmentado todavía no ha logrado una
“unidad” que sí tiene la imagen; no se trata, entonces, de una realidad percibida,
conocida o habitada. El cuerpo es un objeto de goce (del niño y del otro) y toma
el valor de la significación que el otro introduce (Ramírez, 2006). La regulación
del cuerpo, que hoy parece faltar en la “hiperactividad”, es un asunto de falta de
ley, o sea —en sentido psicoanalítico—, falta de límite (no de cantaleta), exceso
de pulsión y defecto de deseo, de aquello a lo que alude Freud en su remembran-
za a propósito de la psicología del colegial. En lugar de esos niños temerosos y
respetuosos del adulto —porque había una expectativa, según decíamos— hoy
la imagen es la de alguien que no para, que no se concentra, que se aburre.
135
Capítulo III
había sido evidente: los niños son “inquietos”. Pero esta palabra no era un diag-
nóstico, no era un alias con el cual identificarse... al menos por mucho tiempo,
pues se sabía que esa característica cedería poco a poco. Hoy, en cambio, se
presiente que no cederá y, entonces, se busca normalizar la conducta. Ya no hay
el camino de cada uno, su propia regulación en interacción con el otro, sino una
actividad “universal”, igual para todos (de ahí tal vez el prefijo ‘hiper-’: por enci-
ma de... la norma). Pero el “para-todos” es mortífero, independientemente de los
propósitos con los que se lo trate de implementar. No da cabida a cada caso y, en
consecuencia, no produce la regulación (el hallazgo que cada uno puede hacer
de un deseo), sino la reacción, el enfrentamiento, la trasgresión.
En El malestar en la cultura, Freud hablaba de esto de una manera desprovista
de cualquier tinte moralista o idealizador: al consentimiento y a la severidad ex-
cesivos los llama “métodos patógenos de educación”. En ambos casos, se trata
de la ilusión de hacer mejor las cosas: el consentimiento, que no podría sino
favorecer al otro, pues ya tendría en sí el supuesto rasgo positivo que tendríamos
que sentir ante lo que vaya antecedido de un propósito “por amor”; y el castigo y
la reprimenda, que no podrían sino arreglar los problemas causados por la falta
de severidad en la crianza. Pues bien, tal percepción se da por desconocimiento de
la economía del psiquismo humano: el tratamiento blando e indulgente “ocasio-
nará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la
impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla
hacia adentro. Y el tratamiento agresivo, sin amor, no produce tensión entre el
yo y el superyó y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera” (Freud 1929, p.
126). Y en lugar de asumirlo como un desafío en el que de todas maneras es for-
zoso perder algo—entre Escila y Caribdis—, le pedimos a la ciencia el todo del
conocimiento, la salida segura, la respuesta que obture la pregunta. Esa función
cumple gran parte de la investigación en educación: un uso degradado de la razón
(Morin, 1982, pp. 300-301).
Así, ante la imposibilidad de que algo de la regulación del vínculo con el otro
se construya en el ámbito escolar, ante la imposibilidad de que una instancia
Otra trascienda las relaciones entre estudiantes y maestros, entre estudiantes y
directivas, entre estudiantes, entonces aparece el contrato: el “Manual de convi-
vencia” que padres y estudiantes firman ante la institución al comenzar un año
lectivo; los compromisos que el estudiante firma, que incluso redacta de su puño
y letra, cada que tiene un problema en la escuela. O sea, un intento de darle un
estatuto simbólico —un referente común, por encima de los hablantes— a lo
136
¿Escuela en crisis o educación imposible?
que sólo tiene un estatuto imaginario (Miller, 1998a): yo firmo ante mi semejante.
No parece que hubiera otra solución que obrar con la lógica del contrato... inclu-
so, en esta época esa lógica parece “más democrática”, de manera que no tiene
inconveniente en llamar “autoritarias” a otras lógicas. Hoy nos parece extraña la
anécdota de la que se sirve Freud para hablar de la psicología del colegial… Pero
tal vez sería más extraño para los de aquella época pensar que su relación con el
saber habría de tasarse mediante un contrato.
Y como el contrato especifica con claridad lo que se debe hacer —o, si no, hay
que hacerle un otrosí— entonces prohíbe lo que no esté estipulado expresamen-
te, y no obliga sino en relación con lo firmado. Es decir, una manera de ordenar
las cosas que no abre posibilidades, que no permite al sujeto encontrar un lugar
más allá de lo imaginario, hacerse a un deseo… a diferencia de la ley, que estipu-
la un camino, que permite inventar. El contrato deja al sujeto plantado en la gra-
mática que lo social tiene para todos: como el Otro de lo simbólico desfallece,
toca hacerse uno a su medida a través del contrato (que, en principio, también es
la manera de funcionamiento de los pequeños grupos de poder, como las pan-
dillas que los estudiantes inventan en la escuela). En esto, la escuela se cree
contemporánea, actualizada.
Coda
Nuevas anécdotas ocupan el lugar de esa extraña cosa que es ser un humano
y, por tanto, habría que preguntarse si la vieja herida sangra por nuevos síntomas
o si los viejos síntomas tienen nuevas causas. Pero, en apariencia, quien fracasa
no es la escuela; contra el sentido de la expresión “fracaso escolar”, en la escuela
se juzga que quien fracasa es el estudiante: supuestamente la escuela hace lo que
puede, pone lo mejor de sí, pero esos niños obtienen malos resultados, no quieren
prestar atención o, mejor, no pueden, porque no se han tomado la Ritalina, porque
tienen antecedentes genéticos, etc. La escuela, en tanto institución, se muestra
salvaguardada... bajo los efectos de la erosión, sí, pero salvaguardada. Cuando
desaparezca, no habrá quien recuerde que ella misma hizo de su imposible una
impotencia.
La escuela pretende hacer frente a la “crisis” pero, de un lado, se trata de
algo estructural, de manera que al verlo como crisis, la escuela no avanza en su
propia comprensión; y, de otro lado, las soluciones que inventa para los “nuevos
problemas” no hace más que exacerbar los asuntos de los que se queja. Así, por
ejemplo, cada vez separa más los ritmos de aprendizaje: los normales y los anor-
137
Capítulo III
males, los inteligentes y los burros, los competentes y los incompetentes, los
que necesitan tratamiento psiquiátrico y los que sólo van al psicólogo.
Bajo estas consideraciones, ¿podría la escuela escapar —en una especie de
extraterritorialidad social— a la manera de proceder que parece imponerse?
Sabemos, porque así lo ha hecho históricamente, que podría dirigirse al saber
de una manera que mostrara un camino, responder como lugar de acogida del
real de cada niño (Ramírez, 2006), situarse como Otro (es la imagen del Freud
estudiante)… pero la vemos sucumbir ante la tentación de corear con otros la
cesación de la tradición, de intentar competir con los medios de información, de
remitir al especialista el cuerpo des-regularizado y, en consecuencia, de recurrir
a la lógica del contrato.
138
Capítulo IV
Formación y cultura:
¿el huevo o la gallina?
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Capítulo IV
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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?
* Primero, la idea que el hombre reciba una noción de su nexo con el mundo a
través de un sentimiento inmediato. Duda plausible, si situamos a ese hom-
bre en una sociedad que busca el conocimiento, en una historia durante la
cual no hemos hecho más que contender por el sentido que tendrían el mundo
natural y social (desde prácticas que buscan el saber-hacer, o la verdad, o el
conocimiento). Tenemos más bien la idea de un saber como aproximaciones
sucesivas, si no es que las pensamos como discontinuas, aleatorias... y en tal
contexto, ¿podría el hombre recibir, sin más, una noción de su nexo con el mun-
do?, ¿por qué no ocurre algo similar en relación con tantas preguntas que la
humanidad se hace?, ¿para qué hacer esfuerzos en pos del saber, si éste puede
llegar a la manera de una certeza sensible? Desde la antigüedad, muchos filó-
sofos desechan la posibilidad de un conocimiento proveniente de una certeza
sensible; dicho de manera más radical: ¿es posible dar a la “certeza sensible” el
estatuto de un conocimiento? Como vimos (§1.2.1), tanto para la ciencia como
para el psicoanálisis es imperioso romper con la suposición de co-naturalidad
entre el sujeto y el objeto (propia del conocimiento anterior a la ciencia) (Miller,
1979, p. 43).
* Y, segundo, para Freud el sentimiento oceánico no entrama bien con la psico-
logía humana: los sentimientos no expresan el funcionamiento del ser humano en relación
con el mundo, sino en relación con la satisfacción de la pulsión. Si tuviéramos ese vínculo
con el todo, ¿por qué lo perdimos para venir a caer en entidades diferenciables
de ese todo? (obsérvese que la idea crea un espacio de respuesta en el que sus
presupuestos se hacen necesarios); ¿son menos infelices quienes dicen experi-
mentar dicho sentimiento?
Ante estas dudas, Freud resuelve hacerle una “derivación genética” a la noción.
Parte de la certeza que tenemos de nuestro sí-mismo: un yo autónomo, unitario
y deslindado de lo otro. ¿Quién dudaría de la adecuación entre tal enunciado y
su referente? Incluso, esa certeza puede considerarse como necesaria para to-
mar la palabra: ¿se podría hablar sin considerarse a sí mismo de esa manera?
La comunicación presupone una serie de certezas: que el yo de la enunciación es
la persona que toma la palabra, ser autónomo, diferenciado de los demás; que
las palabras se refieren al mundo; y que van dirigidas a otro ser humano, también
autónomo y diferenciado de los demás. Pero Freud dirá que la idea de sí-mismo
tiene una génesis y, en consecuencia, nuestra certeza al respecto es un producto
cuya historia hemos olvidado. Para el psicoanálisis, el yo a) se continúa hacia
adentro, sin frontera clara, en un ser anímico inconsciente al que sirve de facha-
141
Capítulo IV
da (¡nuestras certezas son las fachadas de una vida psíquica inconsciente!) y que
suele lucirnos extraño1. Y b) hacia fuera los límites pueden desvanecerse: en el
amor, por ejemplo: “El enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto
a comportarse como si así fuera” (p. 67); así mismo, en los celos se atribuye al
mundo exterior lo que se ha generado en el sujeto. A veces se borran nuestros
límites, o se trazan por otro lado, de manera que partes del cuerpo o de la vida
anímica parecen ajenos; es algo que la literatura nunca ha tenido reticencia en
plantear abiertamente y que ciertas patologías expresan in extremis.
Cuando las teorías sobre el lenguaje relegan la “patología”, no se trata de su
incapacidad de explicarla (lo cual admitiría la sospecha sobre teorías obtenidas
de esa manera), sino de la delimitación del objeto y de su concomitante exclu-
sión de la singularidad. En definitiva, para Freud no hablamos de lo que senti-
mos, sino que exhibimos las fachadas de la vida psíquica inconsciente; por eso
se refiere a la idea del sentimiento oceánico como una visión intelectualizada.
Así las cosas, el sentimiento yoico es perturbable, los límites del yo no son fijos (p. 67)…
es lo que Freud encuentra todo el tiempo en su clínica. Por ello, no es necio pen-
sar que la idea de sí-mismo como unidad sufre cambios, que no es igual desde
el comienzo. En ese sentido, el yo y el mundo exterior al principio están unidos
(el recién nacido no se diferencia del resto); y sólo cuando el lactante distingue
entre las fuentes de excitación que envían sensaciones de forma permanente y
las que no, se contrapone él con el objeto que necesita; o sea, no sostiene una
relación “objetiva” con el mundo, no se trata de un sujeto cognoscente; el asunto
es más bien de implicación. Cuando el niño llora, los hablantes asignamos a ese
llanto un propósito comunicativo: “Todavía tiene hambre” o “quiere recuperar el
objeto que se cayó”, etc.; y confundimos la reacción del niño ante nuestro acto
(darle más alimento, pasarle el objeto, etc.) con una confirmación de nuestra
hipótesis. Y así nos perdemos de entender algo crucial: es sólo retroactivamente que
el llanto adquiere sentido. Primero es sencillamente un grito; pero ante la respuesta
como si fuera un signo, se convierte en un signo (lo que, de otra parte, mostraría la
naturaleza cultural del lenguaje).
La primera oposición, entonces sería:
1
Por eso decimos cosas como: “¿yo dije eso?”, “disculpa, yo no quería hacerte daño”, etc. Como se ve, el
‘yo’ queda diferenciado de otra cosa que se enuncia como si no fuera propia.
142
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objeto, el placer, etc., no obstante todos estos asuntos son brindados al sujeto
desde la cultura, a través del lenguaje, con intención formativa.
145
Capítulo IV
* Habría unos necesitados de formarse con arreglo a esa verdad, a esa manera
de conocerla y transmitirla (sujetos sin atributos). Y quienes acepten esas
condiciones formarán un grupo en el cual podrán sentirse protegidos, no sólo
de la agresión del destino (físico o humano), sino también —y sobre todo—
de la incertidumbre; se trata de un delirio (una “corrección” de la realidad
desde el deseo) que, por el hecho de ser compartido, no se discierne como
tal (p. 81).
Entonces, más que saberes, se juega un orden social, posible por suponer al
sujeto necesitado de la protección ofrecida por tal nudo de certezas y de jerar-
quías. En tal modelo de formación, la mayoría queda atrapada en una concep-
ción pueril de la vida (véase lo que creen que pueden hacer los estudiantes con
el saber que la educación supuestamente les va a “dar”) que, no obstante, es
defendida mediante principios filosóficos “impersonales”. Desde esta perspec-
tiva, la escuela ya no sería simplemente un dispositivo que cumple una función
social (impartir conocimiento y moral), sino que más bien responde de una ma-
nera particular y convencional —histórica— a una necesidad incorporada en la
condición humana. Y esa condición humana es el sin-sentido, la ausencia de
teleología, la miseria. Veámoslas una por una.
Una vez se introdujo el lenguaje (como no se nace con él, ni se produce de
manera natural, tiene que ser enseñado a cada niño que nace), aparece la pre-
gunta por el sentido, que es producto del hecho mismo de hablar... los animales
no se lo cuestionan, no porque para ellos la pregunta esté resuelta, sino por-
que no tienen ese nivel de preocupación. De manera que la pregunta en men-
ción aparece con el lenguaje, por la falla de su estructura, por la imposibilidad
de cumplir la promesa de consistencia que anida en lo simbólico; así, no tiene
respuesta y pretender que la tenga es desconocer la especificidad del lenguaje
(creer, por ejemplo, que éste habla de la realidad, que es representación) y del
sujeto que le resulta como implicación (creer que éste es transparente para sí
mismo). Idéntica inquietud, en clave religiosa, es la pregunta teleológica: el “pro-
pósito de la vida humana”, en el entendido de que en su ausencia la vida perdería
su valor; pero, entonces, ¿por qué no se habla del propósito de la vida animal?5.
Entonces, si sólo la religión sabe responder la inquietud por el sentido de la vida,
¿no es porque la pregunta depende del sistema religioso mismo? (p. 75). Incluso
5
Se descarta, por pueril, la respuesta antropomorfa según la cual los animales estarían ahí para servirnos
(“Las abejas nos dan la miel”)... pues miles de especies desaparecieron antes de que el hombre emergiera.
146
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Capítulo IV
que incluso ha sido cultural). b) Cuando se trata del mundo exterior, hay quienes
aspiran a conquistarlo sin trabajar (la lotería, la herencia, la expropiación y, en la
escuela, la trampa, el atajo) o simplemente buscan extrañarse de él (Freud cita
el sentido del cultivo del jardín en el Cándido de Voltaire; igualmente podríamos
citar al Quijote y su vida caballeresca). Y c) cuando se trata del lazo social, hay
quienes buscan aislarse del resto de seres humanos o lo asumen como un des-
tino escrito en las estrellas, adivinable por las líneas de la mano y transformable
mediante pases mágicos… En resumidas cuentas, hay un abismo entre los pro-
pósitos educativos y lo que pulsa en los sujetos.
Todas estas salidas, según Freud, devalúan nuestra miseria. Nuestra miseria —la
condición humana— tiene un valor para él, pues es gracias a ella que inventa-
mos la cultura; pero no solemos estar a la altura de tal condición y la asumimos
como aquello que debe ser convertido en otra cosa —“felicidad”, por ejemplo—,
en pos de recuperar una condición que supuestamente tuvimos pero que, por
alguna razón, se perdió. En los propósitos educativos pululan los ejemplos de
esta dificultad para estar a la altura: formar sujetos autónomos, educar para la
libertad, etc.
Pero todas esas salidas son fallidas (por nuestro estatuto, no porque no sea-
mos capaces de lograrlas) y la miseria se recompone luego de nuestros intentos
de ignorarla: a) la intoxicación dilapida una cantidad enorme de energía que poco
aporta a mejorar la suerte del sujeto (p. 78), y nos vuelve incapaces de recibir dis-
placer (o sea, incapaces de disfrutar, si acordamos con la idea citada de que sólo
gozamos el contraste): se produce un desfase entre un cuerpo feliz y un sujeto sin
razones para estarlo; además, el cuerpo va hacia la muerte, hagamos lo que haga-
mos (y si alguien supone que el avance de la ciencia pondrá límite a ese avatar, ya
la literatura —con el tema del vampiro— nos ilustró lo atroz que puede ser un hu-
mano sin muerte, pues no tiene un límite que le permita construir un proyecto, un
deseo). b) La distracción, como intento de ignorar nuestra miseria, apenas permite
un sosiego que sabemos inferior a la satisfacción pulsional; además, de todas ma-
neras, “el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos rehúsa la saciedad
de nuestras necesidades” (p. 78), sobre todo si el mundo social está organizado en
un sistema productivo cuyo motor es el consumo, para el cual es vital que aparez-
can “necesidades” todo el tiempo. c) Finalmente, siempre estaremos inconformes
del lazo con el otro, así intentemos tenerlo a distancia (el delirio individual del
aislamiento poco consigue, pues la falta de referencia al otro aumenta el peso de
la realidad) o manipularlo mágicamente.
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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?
¿Cómo opera la educación en este tópico? Cuando intenta hacer feliz al es-
tudiante7, cuando busca “hacerle fácil lo difícil” —así se define la pedagogía8—,
o acostumbrarlo a las formalidades de funcionamiento del dispositivo, cuando
lo persuade, así no quiera, de que el trabajo es aburrido y el recreo divertido...
¿acaso la escuela no parece también un instrumento de devaluación de nuestra
especificidad humana? Tenemos en ese dispositivo un sistema de recompensas
fáciles y de castigos por distanciarse del dogma conceptual o práctico que nada
tiene que ver con la idea de estar a la altura de nuestra singularidad. No en va-
no, Freud se lamentaba de que la escuela pidiera en un sentido distinto al de la
especificidad humana (1929, p. 130), mintiera en el tema sexual e impusiera la
religión (1910, p. 74).
El ataque a las fuentes del displacer muestra mecanismos más bien tangen-
ciales del psiquismo humano. Entrando cada vez más en su tema, Freud habla
de los caminos emprendidos por las escuelas de sabiduría de la vida y por los
seres humanos para disminuir la infelicidad o atemperar la ausencia de sentido,
de propósito (p. 77). La satisfacción irrestricta, por ejemplo, en cuyo ejercicio
recibimos de inmediato la sanción del otro y de la tozuda realidad; ante esto,
no se abandona la alternativa, pero la mayoría baja las exigencias —tal como el
principio de placer dio lugar, bajo el influjo del mundo, a un modesto principio
de realidad— y siente un “resignado cansancio” (p. 81) si sale más o menos ilesa
del sufrimiento.
Toda cultura busca gobernar la pulsión (p. 78): atemperarla, como en la templanza,
la oración, el encierro, la autoflagelación, etc.; incluso matarla, como en el yoga.
Cada cultura tiene su sistema educativo para el régimen pulsional que elige.
Por ello, la idea de aplacar la pulsión es un principio educativo por excelencia9:
7
“El Plan Educativo de Formación Integral, Red Nacional de la Felicidad, busca brindar un desarrollo
integral y equilibrado en procura del bienestar, el mejoramiento de la calidad de vida y la felicidad tanto del
individuo como de la comunidad, al complementar la formación de docentes, alumnos y padres de familia a
partir de su propio crecimiento”. http://www.mineducacion.gov.co/1621/article-87330.html (consultado en junio
de 2009).
8
“Hacer fácil lo difícil es propio de quien es maestro en lo suyo, y tanto, que lo hace con solvencia y sin
alarde de solvencia”. http://coso.pitas.com/17_07_2005.html (consultado en junio de 2009). “Parecería que la
creencia es: ‘cuanto más difícil, mejor’; este es un burdo error pedagógico. El arte de la enseñanza es hacer
fácil lo difícil, sin que se pierda el rigor científico del conocimiento. Para realizar esta tarea existe la profesión
docente”. Diario La opinión, consultado por internet en junio de 2009: http://www.laopinion-pergamino.com.ar /
ARCHIVO/nota.asp?date=2008/01/31&vernota=1895&id=66
9
Según vimos (§2.1.4), uno de los ejes de la posición de Freud frente a educación era justamente en torno
a la manera como se enfrenta la vida pulsional de los niños.
149
Capítulo IV
10
El yogui que ha logrado vencer el hambre, la sed, el frío, etc., es alguien que ha dejado de vivir... Incluso,
algunos practicantes resuelven desconectarse voluntariamente de la vida.
11
Aunque, según vimos antes, la primera postura de Freud frente a la educación sí parecía considerar la
sublimación como enseñable.
150
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real (p. 80). Entonces, cuando la escuela enaltece la vida de la fantasía y el disfru-
te de obras artísticas, puede promover la debilidad del pensamiento, la falta de
iniciativa para crear condiciones que permitan realizar un deseo.
El amor es otra vía: al alcance de todos, afronta el mundo exterior, obtiene
placer a partir de un vínculo… Sí, pero, de un lado, es lo primero que se quiere
evitar entre los estudiantes; la escuela lo omite (o lo moraliza) y sataniza lo que
tenga que ver con el sexo. Y, de otro lado, “nunca estamos menos protegidos
contra las cuitas que cuando amamos; nunca más desdichados y desvalidos que
cuando hemos perdido al objeto amado” (p. 82); curiosamente, para evitar este
posible displacer, muchos intentan abstenerse o amar con cautela.
En conclusión, la felicidad es imposible, pero no es lícito abandonar los empeños por lo-
grarla (p. 83). Atención: no se trata de plegarse a la idealización de una vida feliz,
pero tampoco de resignarse cínicamente a la suerte o pasar al acto canalla. La
especificidad humana es un trabajo en esa ambigüedad. Cuánto se puede espe-
rar del mundo y de los semejantes, no es una fórmula para todos, pues la eco-
nomía libidinal de cada uno dibuja el campo del disfrute posible y da la fuerza con
que se cuenta para modificar el mundo según sus deseos. Imponer un mismo
camino, desvalorizar la vida, idealizar delirantemente la realidad y amedrentar la
inteligencia, afectan la elección (p. 84). Religión y educación, entonces, trabajan
el punto donde el sujeto decide: subordinarse a los inescrutables designios (de
Dios o del currículo), o trabajar en pos de lo deseado.
Ante lo perecedero del cuerpo y ante la imposibilidad de dominar por completo
la naturaleza —las dos primeras fuentes de desgracia señaladas por Freud—, los
hombres no se han paralizado, sino que han trabajado. Sin embargo, se quejan
de que los progresos en las ciencias y la técnica no los hacen más felices (p. 86):
el progreso que permite escuchar a alguien a distancia es el mismo que le ha per-
mitido irse lejos; se reduce la mortalidad infantil, pero con penosas condiciones
para la vida sexual; aumenta la expectativa de vida, pero de una vida fatigosa (p.
87)… Y en relación con la tercera fuente, las normas para regular el vínculo social,
sentimos que no consiguen proteger y beneficiar a todos; parece haber ahí una di-
ficultad estructural de nuestra propia complexión psíquica (p. 85). La hostilidad a
la cultura (p. 86) se manifiesta echándole la culpa (y, entonces, deberíamos volver a
condiciones primitivas), o desvalorizando la vida terrenal (y, entonces, se promete
un “más allá”), o creyendo que los “primitivos” sí son dichosos (y, entonces, habría
que ser como ellos), o proponiendo disminuir las exigencias al niño (y, entonces,
habría que dejarlo hacer, preguntarle qué quiere aprender).
151
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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?
Belleza. Pues bien, la cultura no puede prescindir de la belleza (p. 82), pese a pro-
curar apenas un suave efecto embriagador y no proteger contra el sufrimiento.
Aquí, de nuevo (como en el caso del fuego), la explicación está más próxima a la
pulsión: hay cultura sólo si podemos investir el mundo de una propiedad de los
rasgos secundarios del objeto sexual. ¿Por qué la belleza no es un asunto de los
animales? La explicación podría ser que la sexualidad humana, enredada como
está con el lenguaje, ha perdido su objeto, su inclinación natural; tomando de
su fuerza es que se hace posible edificar el trabajo y, con él, la cultura. Para los
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* Prescribe una vida sexual uniforme, bajo el formato del amor genital hete-
rosexual; y, aún así, a tal prescripción se le pone condiciones: legitimidad y
monogamia, por ejemplo. Esto, por supuesto, segrega las desigualdades en la
constitución sexual de cada uno, o sea que se segrega a todos. Y como nadie
cabe bien en ese formato, la sociedad acepta calladamente muchas trasgresio-
nes (p. 102) y vive a diario el escándalo de la diferencia. Y como los sujetos no
toleran la denegación de la vida sexual, se producen los síntomas neuróticos
(satisfacción sustitutiva que también hace padecer). Esto explica la abstinencia
pedida al estudiante: no experimentar la satisfacción sexual, delante de la cual
el propósito colectivo que encarna la escuela no luce como alternativa.
* De ahí en más, el tabú, la ley y las costumbres establecen nuevas limitaciones,
dependiendo de la compulsión económica de cada cultura (p. 101).
Ahora bien, ¿por qué no es posible una sociedad compuesta de parejas a
las que no se les pongan condiciones? Estarían satisfechas y no se requeriría
sustraer energías a la sexualidad (p. 105). La respuesta de Freud es uno de los
aportes cruciales del texto: el ser humano también está dotado de agresividad;
disposición pulsional autónoma y originaria (p. 117), no eliminable con satisfac-
ción de las necesidades, ni con la abolición de la propiedad privada, ni con una
supuesta liberación sexual (p. 110): “El prójimo no es solamente un posible auxi-
liar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar
su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento,
desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesi-
narlo” (p. 108). La destrucción satisface, pues le permite al yo cumplir sus deseos
de omnipotencia, sea en su manifestación abierta (la agresión) o atemperada
(dominio sobre la naturaleza).
En la hostilidad primaria y recíproca —que amenaza con disolverla—, la cul-
tura encuentra su obstáculo más poderoso y, en consecuencia, hace un gasto
enorme. Como “Las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que
unos intereses racionales” (p. 107), la sola necesidad, las ventajas de la comuni-
dad de trabajo, no mantendría cohesionados a los hombres (p. 118). Por eso la
cultura estima y favorece la sublimación de la pulsión en “actividades psíquicas
superiores” (ciencia, arte, religión, filosofía) (p. 93), por eso promueve identifica-
ciones y vínculos amorosos de meta inhibida (no sexuales, pero que toman de
ahí su energía): la cultura busca ligar libidinalmente a sus miembros en vínculos
de amistad, es decir, un amor sin objeto (“amar a todos”) que produce colectivi-
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funcionan en ese sentido de la agresión al que queda segregado del grupo12. Los
torneos intra-institucionales e inter-institucionales no tienen otro sentido. Lo
curioso es que no se vea cómo las agresiones que se presentan en estos casos
no tienen el foco en ciertas personas en particular, sino en su función en rela-
ción con el límite del grupo. Así, en un torneo entre los niños de tercero, los de
3°A pueden expresar todo su odio contra los de 3°B (y eso se expresa en juego
fuerte e incluso en agresiones que constituyen faltas, de acuerdo con las mismas
normas del juego)… pero son fraternos entre sí cuando, en una sola selección,
enfrentan al equipo correspondiente de otro colegio, a cuyos integrantes, a su
vez, pueden aplicar la misma dosis de odio.
La conciencia de culpa. La cultura debilita y vigila el gusto agresivo mediante una ins-
tancia situada en el interior (p. 120). La angustia frente a la autoridad compele a re-
nunciar a la satisfacción pulsional, para no perder su amor, tras lo cual puede haber
“arrepentimiento”, pero no sentimiento de culpa. Pero, poco a poco, la agresión es
recogida por una parte del yo (superyó), que ejerce contra el yo la misma severidad
que él habría satisfecho en otros. Entonces, cuando la autoridad es el superyó, no
es suficiente la renuncia, pues no se le puede ocultar la persistencia de los deseos
prohibidos y, entonces, sobrevendrá un sentimiento de culpa y la necesidad de cas-
tigo (p. 123).
No hay una capacidad originaria para diferenciar el bien del mal: “malo” no es
lo dañino o perjudicial para el yo, pues puede serlo también aquello que anhela
y le depara contento. Lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado (sea que
lo sepa o que lo crea) con la pérdida de amor. Importa poco que se haga o que
sólo se quiera hacer (p. 120).
Nada puede ocultarse a una autoridad introyectada. El superyó pena al yo con
los mismos sentimientos de angustia que si se tratara de la autoridad externa, y
busca la oportunidad de hacerlo castigar por el mundo. Y mientras más virtuoso
es el individuo, más severidad y desconfianza muestra el superyó (p. 121), pues
la denegación continuada aumenta la tentación; ¿no se ve en la escuela que los
estudiantes más juiciosos y aplicados, son los que más se autorreprochan?
En prosperidad, la conciencia moral es clemente; en desdicha, aumenta la
exigencia, impone abstinencias y penitencias. Si el destino sustituye a la ins-
tancia parental, la desdicha significa pérdida de amor. Se lee como castigo por
12
A un profesor lo echaron de cierta universidad pública por homosexual —en este punto, se espera la
indignación del interlocutor—. Pero lo recibieron en cierta universidad privada… y de ahí lo echaron por brusco.
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Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina?
Coda
La “formación” no es la realización de los objetivos explícitos de la educación.
El sujeto no está dado, se produce; y sus representaciones no responden a asun-
tos de adecuación a la realidad, sino que se asocian con la satisfacción pulsional.
Percibir un estado interior no es una constatación sino un efecto que expresa el
funcionamiento del ser humano en relación con la satisfacción. La certeza de
nuestro sí-mismo (autónomo, unitario, deslindado) —necesaria para tomar la
palabra— tiene una génesis que hemos olvidado.
En medio de la pugna por la satisfacción, por la evitación, en el seno de una
comunidad hablante que atribuye sentido a las manifestaciones del niño (las
cuales adquirirán retroactivamente esa dimensión) aparecen límites que se re-
harán todo el tiempo, hasta que cada uno segrega un mundo exterior de manera
singular, en relación con asuntos brindados por la cultura, a través del lenguaje,
con intención formativa.
La religión y la educación coinciden en ofrecer esclarecimientos, cuidado y
resarcimientos, pues obedecen al modelo de un padre que conoce, escucha, lla-
ma la atención y protege del desvalimiento; y que forma, con quienes comparten
tales características, un grupo en el cual podrán sentirse protegidos de la agre-
sión y de la incertidumbre. La escuela no responde a una función social, sino a la
condición humana: el sin-sentido, la ausencia de teleología, la indigencia.
Introducido el lenguaje, aparece la pregunta por el sentido, pues, por estruc-
tura, no puede cumplir su promesa de consistencia. La felicidad es episódica,
está hecha contra los principios del placer y de realidad: goza de la tensión. En
cambio, experimentamos el sufrimiento que viene del cuerpo (debilidad), del
mundo (impotencia) y del lazo social (inconformidad). La educación responde
con saber, con el empuje al trabajo y a la ética. Pero tendemos al atajo (droga,
demanda, destino) que devalúa nuestra miseria, la condición humana. Formarse es
aprender a hacer con nuestra miseria. Así se hizo la cultura. Pero idealizamos la
“felicidad”, que campea en los propósitos educativos, desde la definición misma
de pedagogía.
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Capítulo IV
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Capítulo V
Aplicaciones educativas:
individuo y colectivo
Suele decirse que atender lo particular limita un ángulo abarcante; y que asumir
un plano global impide ver el detalle. Es lo que el refrán popular señala en la
dificultad inherente a la pretensión de apreciar a la vez el árbol y el bosque. En
el seno de la escuela, esto toma la forma de una tensión permanente entre sus
funciones individualizante y masificante, como las denomina Saldarriaga (2000).
Y, precisamente, con estos extremos coinciden dos percepciones de la educación,
que determinan fenómenos distintos: la “psicológica”, que privilegia al individuo,
y la “sociológica”, que privilegia al grupo.
En este marco, se piensa que el psicoanálisis se relaciona con la educación
desde ambas miradas: la más evidente, la del individuo; efectivamente, hemos
visto que una de las relaciones con la educación ha sido en torno a cómo definir
al niño e, incluso, cómo entender la especificidad humana. Y la otra, la del gru-
po, no es tan evidente, pues suele acusarse al psicoanálisis de psicologicismo
(reducir todo al psiquismo), mientras una amplia oferta de explicaciones sobre
la cultura mostraría que es el ser social el que determina la conciencia y no la
conciencia la que determina el ser social, como decía Marx (1859, p. 5). Pero, a
diferencia de tal creencia, el psicoanálisis sí se ocupa de los fenómenos colectivos
(ha intentado explicar la “psicología de las masas” [Freud, 1921]). Pero lo hace
desde su propia especificidad, entendiendo que el asunto no consiste en tomar
partido por lo social, para decir que el sujeto es uno de sus efectos; ni tomar
partido por el sujeto, para decir que lo social es el producto de su aglomeración.
Cualquier decisión implica asumir una postura y definir las cosas de cierta ma-
163
Capítulo V
1
El artículo 91 de la ley general de educación colombiana (115/1994) dice: “El alumno o educando es
el centro del proceso educativo y debe participar activamente en su propia formación integral. El Proyecto
Educativo Institucional reconocerá este carácter”.
164
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
2
La idea de “instinto” no está en Freud. Desde muy temprano, él habla de pulsión. Muchas traducciones
vierten las palabras alemanas instinkt y trieb indiferenciadamente como “instinto”.
3
Por supuesto, no se trata de la cantinela educativa actual de las “competencias ciudadanas”, la ecología,
o cosas por el estilo; más bien la idea es que el otro quede incorporado al circuito de satisfacción de la pulsión,
que sea menos autista.
165
Capítulo V
166
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
ces habría aparecido la represión sexual: prohibición del juego sexual, castigo
a la masturbación. Según esta teoría, con ello el niño se hace tímido, apocado,
temeroso de la autoridad y desarrolla impulsos sexuales no naturales —como
si los hubiera—, tales como las disposiciones sádicas (a propósito de las cua-
les —hemos dicho—, el psicoanálisis no promulga su “no-naturalidad”, sino su
condición de estructurales). La educación moralizadora autoritaria permitiría el
castigo, el juicio y la utilización de los niños para expresar la sexualidad insatis-
fecha… Ahora bien, esta interpretación se hace desde la práctica política que
pretende reproducir los regímenes socialistas —asunto del todo legítimo—, pero
no desde la especificidad de la obra de Freud.
De tal manera, se piensa que en la sociedad burguesa, la familia —congregada
por la consanguinidad y luego constituida como unidad económica— es autoritaria,
reproduce la ideología, fabrica siervos y personas que, pese a su aparente auto-
nomía, están fijadas a sus complejos infantiles. Mientras que en la revolución so-
cialista, en lugar de familia, habría organizaciones colectivas (escuela, comunas
de jóvenes), no basadas en la consanguineidad, sino en la comunidad de función
económica, pero en últimas también colectividades sexuales (relacionan a las
personas), donde todo está abierto y las inhibiciones no son estructuras rígidas.
Se le da, sin justificación alguna, un estatuto libidinal al colectivo; Freud tam-
bién lo hizo, pero para mostrar una manera de tramitar la agresión y una manera
de protegerse de tener que pensar por cuenta propia.
Se hizo, entonces, lo que se dio en llamar una “revolución sexual”, con el telón
de fondo de una supuesta disolución de la familia. Si se le iba a quitar el poder
a la clase dominante, había que eliminar el poder del padre… mientras en el
psicoanálisis el asunto del padre es más bien el de una función que introduce la
regulación del goce, algo que no está encarnado en una persona y que, de elimi-
narse (cosa imposible), produciría una psicosis generalizada. Los mismos niños,
explicaba Freud a propósito de las fobias, se defienden de una situación en la
que no haya mediación del padre.
Se impuso una legislación sexual evidente y simple: aborto (aunque se cas-
tigaba el realizado clandestinamente), contracepción, educación sexual de la
juventud, supresión de la idea de anormalidad (se abandonó la condena a la
homosexualidad y se la consideró un problema científico), anulación del ma-
trimonio (desde diciembre de 1917), divorcio, no condena a la infidelidad ni al
incesto. O sea, se pasaba de las supuestas estructuras del capitalismo, al que
había que terminar de derrotar, a las estructuras antropológicas del ser huma-
167
Capítulo V
no. ¡No condenar el incesto!... cuando Freud había señalado ya (1912-3) que las
culturas más disímiles, separadas en el tiempo y en el espacio, sin posibilidades
de comunicación, coinciden en la prohibición del incesto… y que no se dijera
que era algo “instintivo”, pues, ¿para qué prohibir algo que por instinto se está
obligado a rechazar?
Todo este movimiento supuestamente reconocía la sexualidad (como si el
asunto fuera de “reconocimiento”) y disolvía los valores existentes (el “orden se-
xual reaccionario”), a favor de una moral ascética. Entonces, en el contexto de la
nueva legislación sobre la familia y el matrimonio, así como del requerimiento del
trabajo femenino, Vera Schmidt creó el Laboratorio-hogar, una experiencia prác-
tica de educación fundamentada en la teoría freudiana, en vida de su creador. Se
buscaba impartir una educación “correcta”… como aquella con la que soñaba el
creador del psicoanálisis cuando calificaba de ininteligente a la educación existen-
te… salvo que, en este caso, debía reproducir la sociedad socialista; entonces, en
lugar de adoctrinar a los niños en los nuevos ideales, era menester formar una es-
tructura en el niño que lo hiciera participar “espontáneamente” del punto de vista
colectivo, aceptar la atmósfera revolucionaria sin tensión. Se tenía la idea de que
era un régimen “científico”, más que político (o, si se quiere, el régimen en el que
la política estaba regida por una ciencia: el materialismo histórico).
La idea era buscar la satisfacción de las “necesidades instintivas primarias”,
pero no a la manera abierta del niño; sin embargo, como éstas no ceden ante pre-
siones externas, había que buscar maneras socialmente valiosas (sublimación),
según cada fase de desarrollo, frente a las cuales hubiera un beneplácito por parte
del niño. De tal forma, hubo una afirmación del placer y de la sexualidad infantil:
no se infligían castigos, no se hacían elogios ni reproches; en lugar de juzgar al
niño, se juzgaban los efectos de su acción (el dibujo, tal cual; el daño producido al
otro en la pelea [Schmidt, 1923, p. 48]). Sin medidas disciplinarias ni juicio moral,
no había que hacer demostraciones exageradas de afecto. Había libertad de ac-
ción, como condición para la sublimación. Las obligaciones provenían de las situa-
ciones y no de la decisión de adultos neuróticos, ambiciosos y exentos de amor; no
se les daba órdenes, sino que se les explicaba por qué se les pedían ciertas cosas.
Se les hacía renunciar a las satisfacciones instintivas que debían ser rechazadas
normalmente, mostrándoles que eran contrarias a satisfacciones de deseos más
elevados, al amor de los adultos y de los compañeros. El niño debía confiar en sí
mismo y ser independiente. Al no tener secretos (hacían sus evacuaciones delan-
168
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
169
Capítulo V
5.1.2 Summerhill
Alexander Sutherland Neill (1883-1973) fue un educador británico, nacido en
Forfar (Escocia). Puede situarse entre aquellos que critican el autoritarismo en
educación, basándose en el psicoanálisis, el cual pretendió aplicar a su trabajo.
Puso en práctica sus ideas sobre la educación en la Summerhill School de Suffolk,
Inglaterra, fundada en 1924. Esta “colina de verano” fue sostenida por él durante
cincuenta años —hoy, luego de su muerte, la escuela continúa—. Es un interna-
do de 50 a 70 niños de ambos sexos, entre 4 y 17 años de edad. Es autónomo, sólo
depende de sí mismo. Como se ve, no es la condición política (que difiere radi-
calmente entre la Rusia revolucionaria e Inglaterra, durante los años 20) la que
determina la presencia del psicoanálisis a la hora de decidirse por fundamentar
un modelo de educación. Es más, afirma que “sólo podíamos admitir niños de
las clases media y alta, porque teníamos que cubrir los gastos” (Neill, 1960, p.
30); y, de otro lado, afirma que su tarea primordial “no es la reforma de la socie-
dad, sino hacer felices a unos pocos niños” (p. 36).
Y, más allá de quienes piensan que la propuesta tiene que ver con una reac-
ción personal de Neill frente a la educación represiva y calvinista que sufrió,
interesa los fundamentos de la propuesta.
170
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
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Capítulo V
172
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
4
Freud es mencionado un par de veces, al lado de Wilhelm Reich (que fue amigo de Neill); desde luego,
este hecho no implica una consecuencia con la teoría psicoanalítica, pero resalta la casi ausencia de referencias
a lo largo del texto que, por demás, no tiene bibliografía.
173
Capítulo V
5
Zambrano (2006, p. 207) considera que éste es un principio de la pedagogía en cuanto formación.
174
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
No parece plausible la idea de que aprender a contar tenga una relación directa
con el hecho de contar dinero; la relación puede existir, claro está, pero no es más
importante que la idea de contar para operar lógicamente. Si contar dinero es un
criterio dominante, también lo es, en cierto sentido, la idea del pensamiento lógi-
co. Igualmente, si leer se puede asimilar a la idea de consumir lo que los magnates
de la prensa quieren que se sepa, sabemos que desenmascarar esos propósitos
pasa también por saber leer y que nadie está condenado a asignar sentidos de una
sola manera, por el hecho de haber aprendido bajo cierto estilo. Igual ocurre con la
idea de valorar: ¿enseña la escuela a valorar conforme a una distribución desigual
de a quién se le debe consideración? No se entiende cómo alguien podría encon-
trar todas estas falencias de la escuela, si fue formado en la escuela que denuncia:
¿cómo hizo para saber que las operaciones matemáticas tenían otras aplicaciones,
que la lectura y la escritura podían ser redireccionadas, que la valoración podía ser
menos maniquea? La convicción política de Neill no le permite entender la escue-
la (así vaya armado del psicoanálisis); aunque su actuar en ella materialice cosas
interesantes que no provienen solamente de tales ideas.
Ciertamente, la escuela: a) Enseña el respeto a la autoridad… claro que también
hay autoridades que se respetan sin que nos obliguen (ya hablaremos de la autori-
dad epistémica). b) Enseña el sacrificio… pero, si logra tal efecto, es porque mate-
rializa un camino de satisfacción pulsional por la vía del deseo; recordemos que una
instancia social es posible si se sacrifica algo de las formas de goce singular; no todo
sacrificio es justificable, pero nada hay sin sacrificio. c) Miente sobre los valores…
digamos que explicita sus valores, los cuales muchas veces son idealizaciones; pero
los estudiantes no son débiles mentales y terminan dándose cuenta de que el lugar
desde el que se habla condiciona lo que se dice. d) Exagera la importancia de lo que
transmite… pero, ¿podría transmitir algo desde la posición de que enseña cosas in-
trascendentes?; ¡el mismo maestro se juega su prestigio en la medida en que crea en
lo que enseña!, así de entre sus estudiantes ninguno escoja el camino que él eligió.
Quizá la oferta educativa de hoy se caracteriza por una “falta de exageración” frente a
la importancia de lo transmitido; si así es, de ahí derivaría el hecho de que su acción
produzca un desinterés generalizado. e) Aquieta a niños activos… efectivamente; el
problema es cuando la “inquietud” no decrece con el tiempo y se vuelve “hiperacti-
vidad”; recordemos que, más allá de las razones por las cuales estamos abocados al
diagnóstico en la escuela, la época sí se caracteriza por una “imposibilidad de estarse
quieto”; quedar inquieto por el saber, a partir de lo que hace la escuela, no es equiva-
lente a ser un hiperactivo. f) Enseña los productos y no los procesos… sí: la escuela
175
Capítulo V
tiene por objeto un saber muerto, despojado del proceso; pero la relación del maes-
tro con el saber es la que marcará la singularidad del vínculo producto-proceso. g)
Condena a consumir y no enseña a producir, a crear... tal vez la creación presuponga
un nivel de relación con el campo de producción, pero no es ella misma enseñable.
¿Cómo pudieron ser productores y creadores aquellos que nos tienen en el nivel
económico y cultural en el que estamos, si fueron víctimas de la educación que se
objeta? (no quiere decir que esté bien, sino que tal vez otras cosas también están en
juego). h) Todo esto se hace en espacios feos, oscuros, poco ventilados, malolientes,
inapropiados, incómodos... posiblemente, en la mayoría de casos; pero una mejor
educación no surge automáticamente de lugares bonitos, iluminados, ventilados,
aromáticos, apropiados y cómodos; el acto educativo se produce por otras razones.
i) En fin, se trata de una reproducción de la sociedad capitalista, al tiempo que de
una destrucción de la felicidad del niño… Como hemos dicho, no podría dejar de
ser una reproducción, no sólo del capitalismo, sino de una tradición que supera los
límites de un sistema productivo. Pero no puede ser la destrucción de la felicidad del
niño, pues, en primera instancia, la felicidad no existe para el ser humano; y aunque
entre la educación y el niño hay una incesante guerra en miniatura —como dice An-
na Freud (1930, p. 50)—, se trata del asunto del terreno en el que se juegan para él
sus propias posibilidades: sin esa guerra, el pronóstico para el niño sería reservado.
Por todo esto, Neill no ubica el problema en la educación: el papel segregativo
de la escuela tiene que ver con la reproducción del capitalismo. Las reformas que
se piensan como aplicadas a la escuela, sin tocar lo social, sólo conducirían a cam-
bios superficiales; la escuela no puede ser curada, es el capitalismo el que debe
desaparecer. Sin embargo —como la sociedad comporta la contradicción y Neill
opta por la democracia—, sostiene su propuesta como un modelo alternativo de
sociedad, como una contra-sociedad; se niega a servir de agente de la disciplina, a
mediar entre la sociedad y los niños, a promover la ideología burguesa. No pone
a nadie entre él y los niños. “Representa un principio de realidad no represivo
que instaura en colaboración con los niños”, como dice un exalumno suyo. No
es una escuela de matiz diferente, es una escuela de la libertad, que ama la vida,
por oposición a la otra, que es fascista, que cree en la muerte.
Sostiene que mientras unos pocos educadores trabajan para que el niño crez-
ca en libertad (diversión, juegos, amor, pasatiempos), la mayoría es aleccionada
por el enemigo mediante castigos, prohibiciones, militarismo y sexualidad per-
vertida para imponer el deber, el poder y la religión. Como se ve, la infantilización
que se aplica al niño (que sólo será salvado si otros operan bien sobre él) es
176
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
177
Capítulo V
6
Tomo las referencias de estos autores de Palacios, 1988.
178
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
Pero, si bien nadie está autorizado para decir quiénes pertenecen y quiénes no
a una disciplina, la idea de “inconsciente colectivo” no es psicoanalítica. A propósi-
to de ese concepto parece haberse generado una de las diferencias radicales entre
el trabajo de Freud y el de Jung. Freud le decía a su excolega que no tenía incon-
veniente en que buscara los arquetipos y ese género de cosas, pero le preguntaba
por qué seguir llamando ‘psicoanálisis’ a dichas investigaciones. Efectivamente,
a partir de determinado momento Jung consintió en llamar “psicología analítica”
su campo de investigación7. La explicación de lo colectivo en el psicoanálisis
no pasa por formular categorías pertinentes al grupo, como “instinto gregario”
o “inconsciente colectivo”. Psicología de las masas y análisis del yo (Freud, 1921) es un
texto cuyo título ya anuncia esta discusión. Gustave Le Bon había publicado en
Francia un texto que era revelador de los fenómenos colectivos: Psicología de las
masas; pues bien, Freud le responde con idéntico título, agregándole “… y análi-
sis del yo”, pues para él los conceptos que pretenden describir el efecto grupo se
pueden descomponer hasta llegar a lo que cada integrante hace con su instancia
crítica.
También veíamos que las pedagogías institucionales hacen depender el in-
consciente individual de aspectos de orden institucional. En esta idea también
parece haber una apropiación no psicoanalítica de los conceptos del psicoanáli-
sis: si bien aspectos de orden institucional tienen que ver con lo inconsciente, si
se hiciera depender el inconsciente individual de tales aspectos, sería uno de los
efectos de la institución y el sujeto quedaría diluido en la determinación social
(¿cómo explicar, entonces, las diferencias entre individuos?). Y, efectivamente,
para algunos es así. Pero el psicoanálisis perdería toda razón de ser, si así fuera.
Y no es que haga caso omiso de una evidencia, sino que muestra que detrás de la
evidencia están los fenómenos residuales que le permiten establecer su campo
de investigación.
Para los teóricos de las “pedagogías institucionales”, institución es, en úl-
timas, producción y reproducción de las relaciones sociales (G. Lapassade, R.
Lourau), en condiciones específicas: se trata entonces de desentrañar las fuer-
zas que operan en una situación aparentemente regida por normas universales.
La institución, tal como es dada a quienes pertenecen a ella, es lo instituido. En
cambio, las actividades de esas personas, de cara a conseguir lo que se ofrece,
a solucionar los problemas, es lo instituyente. Lo instituido tiende a negar lo ins-
7
Cuando habla de educación (1923, 1924, 1925), por ejemplo, ya no se refiere a su campo de trabajo como
“psicoanálisis”.
179
Capítulo V
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Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
5.2.2 Lobrot
Las fuentes de Lobrot son: la psicosociología y la no directividad. Piensa que
el psicoanálisis ha logrado menos por las elaboraciones teóricas y más mediante
la transferencia y la contra-transferencia, mediante la regla de la sinceridad y la no
directividad del análisis. Por eso echará mano de tales procedimientos. Ahora
bien, la manera como esta mirada relaciona la teoría y la práctica omite la dimensión
conceptual de la transferencia, la asociación libre y la no directividad, pues no se trata
de prácticas al lado de la teoría. La teoría que podemos asociar al psicoanálisis
es una reflexión de la práctica analítica. Además, quien quiera armarse de tales
181
Capítulo V
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Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
Las ideas de mostrar empatía con el paciente, preocupación por lo que le su-
cede —tomada de Carl Rogers—, es blindar el vínculo de cualquier posibilidad
de trabajo más allá de la sugestión. Así mismo, el maestro no está puesto ahí
para simpatizar con los estudiantes o para amarlos. Sin ser antipático, puede ha-
cer su trabajo y “hacerse querer”, lo cual funciona siempre como una posición del
otro que no se puede confundir con el amor. Cuando el amor apareció en la situa-
ción analítica, Freud no cayó en la impostura de creer que él lo suscitaba; pensó
que se trataba de un efecto de la relación y, sin rechazar asustado lo que pasaba
—cosa que sí le pasó a Breuer (Ramírez, 2002, p. 91)—, lo puso a funcionar para
los objetivos del tratamiento. Fue lo que después llamó amor de transferencia. Lo
mismo podemos decir del vínculo profesor/estudiante: aparece la transferencia
y el maestro puede creer que él —y no la relación que le ha sido facilitada— la
suscita y, en consecuencia, flirtear con sus estudiantes. O puede ser el soporte de
ese afecto y fundar en él el trabajo del otro.
Ni el psicoanálisis ni la educación son una conversación. Usan las palabras,
claro está, pero el objetivo no es intercambiarlas. En ninguno de los dos casos
se trata de una relación entre un cliente y alguien que ofrece un servicio, aunque
haya servicio y aunque haya pago. Sabemos cómo el discurso sobre los derechos
más bien interviene para que no haya educación. Pero mientras en la terapia
analítica se trata de que el analizante ponga su sufrimiento en palabras, en la
escuela se trata de que eso no se explicite, sino que se tramite en relación con el
saber. Los intentos de hacer del encuentro en el aula una confesión de asuntos
personales, una catarsis colectiva… no sólo no es educación, no sólo es algo
obsceno, sino que también tiene graves riesgos, desde el punto de vista del su-
jeto (podría, por ejemplo, desencadenarse una psicosis).
Lobrot también asume la idea de un tratamiento sin consideraciones indi-
viduales, sino contextuales: si son las condiciones las que enferman al sujeto,
entonces la cura se produce mediante la creación de otras condiciones. De tal
forma, el grupo se convierte en agente y marco de la terapia. Así, con ayuda de la
idea de no directividad y de la teoría de los grupos, Lobrot crea el “grupo diag-
nóstico”: 10 o 15 participantes con un monitor especializado, para sensibilizarse,
formarse o perfeccionarse frente a las relaciones humanas y, en particular, a los
pequeños colectivos. El grupo, que inicia con incertidumbre, pasa a depender
del monitor, al punto de revestirlo de autoridad. Luego, la autoridad y el poder se
le transfiere al grupo, con lo que se instala una conducta reflexiva grupal. No se
183
Capítulo V
les asigna tarea, deben vivir y dialogar juntos, con arreglo a sus propias condicio-
nes; lo fundamental son las relaciones afectivas (a diferencia de otros ámbitos).
La base de esto está en un psiquiatra inglés que prestaba sus servicios en el
ejército, durante la segunda guerra: Wilfred Bion. En ese momento, las inquietu-
des eran tres: disponer de tiempo suficiente para preparar un ejército; garantizar
que los soldados, una vez puestos en el frente, no se resquebrajen; y tratar a
quienes presentan problemas, de manera que rápidamente regresen a la bata-
lla. Ante esto, Bion responde con una estrategia que explota más las relaciones
horizontales de las que Freud (1921) había dicho que se producían como efecto
de la relación vertical con el líder. “En la situación prescrita —dice Lacan (1947,
p. 109)—, Bion tiene más dominio sobre el grupo que el psicoanalista sobre el
individuo, ya que él forma parte del grupo, por lo menos de derecho y como jefe.
Pero justamente eso es de lo que el grupo no se da cuenta. Así, el médico deberá
pasar por la aparente inercia del psicoanalista y apoyarse en el único apoyo que
de hecho le es dado: el de tener al grupo al alcance de su palabra”.
Para Lobrot, los enunciados del grupo demandan un análisis. Pero, en lugar de
tratar de develar lo latente, oculto tras lo manifiesto, lo importante es favorecer la
toma de conciencia colectiva del contenido afectivo de lo dicho. Para el psicoaná-
lisis tampoco se trata, sencillamente, de develar lo latente tras lo manifiesto, pues
justamente se trata de lo “afectivo”; no obstante, esto no es colectivo. Si bien la
caracterización de lo colectivo permite entender algunos aspectos de la educa-
ción, y tratar desde allí la singularidad, ésta no puede reducirse a ello. Vemos que
esta dimensión es elevada por Lobrot al estatuto de unidad de análisis única.
Según él, el monitor ayuda al grupo: a desarrollarse, pues cataliza las reacciones,
concientiza sobre el funcionamiento del grupo; a desarrollar el clima grupal; a su-
perar los obstáculos para aprender de sí y del grupo; a descubrir y utilizar métodos
de investigación, acción, observación, retroalimentación; a interiorizar, generalizar
y aplicar —a otras situaciones— lo aprendido en la experiencia. Y todo esto tiene
una justificación en la manera singular de insertarse en el grupo. No hay manera
de “llevar un grupo adelante” si no es en la medida en que cada uno acepta la di-
námica grupal.
Ahora bien, al cosificar la acción del grupo, termina sacrificándose el asunto
mismo de la escuela. Así, Lobrot plantea que tal acción no va principalmente
al intelecto —mecanismo de la educación tradicional—, sino a lo afectivo y a
lo relacional. Se pasa del extremo caracterizado como conducente a “acumular
datos”, como si ese fuera el único destino posible del saber en la escuela (si así
184
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
fuera, tendría la razón el autor, pues el saber intelectual sería vacío), y apunta
entonces a un saber-ser, a una modificación de las actitudes, cosa que considera
una formación en profundidad. Sin embargo, el saber-ser —para usar esa termi-
nología que nada tiene que ver con el psicoanálisis— sería un efecto posible de
lo que ocurre en la escuela, pero no puede ser buscado de manera directa.
Mientras la escuela cuenta con el inconsciente del sujeto, por así decir, las pe-
dagogías institucionales buscan el inconsciente del grupo. En la búsqueda de
ese objeto, que no existe, se pueden hacer cosas contraproducentes. La escuela
que “empodera” a un grupo en tanto grupo, no está trabajando en relación con
el saber. Para establecer un cierto campo para la palabra no es la intervención
psico-sociológica el único camino. Como se observa, las perspectivas moralista
y revolucionaria son idénticas en este punto: piensan que la formación debe
buscarse de manera directa. En el primer caso, es necesario circunscribir, en el
segundo, hay que dar libertad para que el grupo organice su funcionamiento y su
trabajo. Pero, dada la economía del psiquismo humano, ni la libertad ni la coer-
ción, por sí mismas, producen los efectos buscados. No hay trabajo sin coerción,
sin ley, pues lo que se viene, dada esa condición, es la realización de la pulsión.
De manera que el trabajo exige un sacrificio. Pero la sola coerción no produce
trabajo. El trabajo es el efecto del hecho de que haya un deseo, y el deseo es el
efecto de que haya una ley. Pero, igualmente, algo de libertad requiere la bús-
queda que implica el deseo. ¿Cuánto de lo uno y cuánto de lo otro? Es la vieja
pregunta de Freud en la que el panorama es el de Escila por un lado y Caribdis
por el otro, no el de la justicia (los valores, la libertad, la revolución) de un lado
y la injusticia (la coerción, la reacción, lo tradicional) por el otro. La complejidad
de lo que está en juego no da lugar a salidas estereotipadas y que deshagan la
urdimbre en nociones que ya están planteadas desde una posición que excluye
cualquier alternativa.
Según Lobrot, quien forma es el grupo. Para llegar a esta idea, es forzoso
concebir la autogestión como inicio y meta. Pero tal vez el sujeto nada tenga
de autogestionario más que su relación con la pulsión. La pulsión es acéfala,
se satisface a costa del sujeto, pese al sujeto. Apelar, en ámbitos educativos, a
la autogestión es hacer un llamado a la realización de la pulsión. Al contrario,
“paso a paso, la educación persigue justo lo contrario de lo que el niño quiere”
(Freud, Anna, 1930, p. 51), y no por un capricho, sino porque lo que se quiere
es, inicialmente, del orden pulsional, y luego la cultura lo produce en relación
con lo que ella es. La escuela no se establece para no pretender nada del otro.
185
Capítulo V
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Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
delirio lo existente para que, por contraste, lo propuesto luzca como positivo.
Así, Lobrot habla de la burocracia como un llamado al padre, producto de la
angustia causada por la falta de felicidad inherente a la educación burocrática.
Pero, si los sujetos trabajan en la escuela porque pueden involucrar un deseo en
las tareas escolares, entonces ya no se trata de la felicidad. Supuestamente es
la organización burocratizada del personal docente la que impone un formalismo
programático y un sistema de exámenes que se constituyen en contra-experiencia
cognoscitiva, es decir, en una aversión hacia las actividades intelectuales. En rea-
lidad, tal posición es la esperada. Freud hablaba de la pulsión de desconoci-
miento; de la pasión de la ignorancia.
El curioso nombre de “pedagogía institucional” muestra que se borra la sin-
gularidad a nombre de la idealización del grupo. El psicoanálisis piensa que los
fenómenos de grupo son ineludibles y que advertidos de ello, el trabajo tiene que
usar su fuerza y, al mismo tiempo, disolver su lógica. No es cierto que haya un
mecanismo —Lobrot habla del grupo de diagnóstico— para facilitar y acelerar la
comunicación con el otro. El lenguaje es una promesa incumplida de consistencia.
El “circuito de la comunicación” en realidad es un corto circuito. El grupo no puede
hacer un “aporte afectivo” para pasar a lo intelectual. Al contrario: para que haya
grupo, cada afecto hace un aporte.
La idea de que el monitor renuncia al poder, y por eso calla sistemáticamente,
presupondría que el poder se posee, que no estribaría en la relación; y, de otro
lado, presupondría que el silencio no puede expresar un poder. El silencio tiene
múltiples sentidos, como todo lo que involucra a la palabra. Silencio es ausencia
de palabras. Cualquier silencio no le abre al otro la posibilidad de la palabra.
Además, el otro no es una víctima silenciada a la que un silencio caritativo viene
a darle voz; el sujeto —hermético o gárrulo— siempre está en una posición go-
zante. Para la perspectiva de las pedagogías institucionales, el alumno está en
silencio. Para el dispositivo escolar el alumno es alguien interesado en hablar
todo el tiempo y, por eso, hay que hacerlo callar, hay que encausar sus ganas de
hablar. Se habla de que el profesor debe intervenir cuando sea un acuerdo del
grupo, pero debe abstenerse en caso de que la demanda busque restablecer mo-
dos no autogestionarios de funcionamiento (como paliar la angustia).
Esperar a que el grupo se dé a sí mismo las instituciones que necesite para
desarrollarse y no estancarse es presuponer una especie de “instinto gregario”,
de un efecto positivo de la organización humana cuando no está cohibida. Todo
lo contrario de la manera como vimos que Freud analiza la cultura. Las instancias
187
Capítulo V
culturales se nutren de la coerción pulsional. Las que invente cualquier grupo hu-
mano; iluminado por la perspectiva que sea. En particular la escuela no espera a
que una autogestión determine las actividades, la organización, los objetivos… no
se pregunta al otro qué quiere aprender, sino que se le enseña. Cuando esa pre-
gunta es sincera, es porque el campo de las respuestas posibles es el currículo. No
se le pregunta a un paciente cómo conducir la cura. El trabajo está garantizado por
el hecho de que la cura sea conducida y que eso no sea motivo de plebiscito. Los
dispositivos no tienen un fundamento “democrático”. Si la dialéctica entre el yo y
el otro condujera a la autonomía y a un aprendizaje “eficaz”, no habría dispositivos.
Vimos que la cultura es posible cuando lo social —léase: los dispositivos— tras-
cienden la dialéctica entre el yo y el otro. La prohibición de matar es impositiva…
pero sin esa imposición no hay cultura posible. La gramática es una imposición…
pero sin esa imposición no es posible el sujeto.
Por el hecho de cohesionar a un grupo, las actividades no son necesariamente
elogiables. La agresión, por ejemplo, es lo que más cohesiona a un grupo. Para-
dójicamente, mientras más útil desde el punto de vista social, menos “magnéti-
ca” resulta una práctica para sus miembros. Estamos obligados a pensar que la
fuerza de atracción de la práctica crece en función de su proximidad a la satis-
facción directa de la pulsión. Por eso, la escuela no es atractiva. Hay que hacerla
desear. Y cuando se la quiere hacer atractiva, sin hacerla desear, lo que se hace
es aproximarla a la estructura de un club.
188
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
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Capítulo V
(1964, p. 18)—, que no busca restablecer el sentido sino posicionar al sujeto fren-
te a su goce. Un tratamiento colectivo no puede evitar usar como fundamento la
sugestión y la identificación. El psicoanálisis no se puede llevar a la educación
con la pretensión de generar un grupo —éste sí— sano, curativo. Esa disciplina
está advertida de lo que se tramita en los colectivos —vimos la posición de Freud
al respecto— y no aboga por hacer ni por deshacer colectivos; pero entiende que
la educación no es una formación colectiva, aunque en su seno éstas se puedan
generar9. La ley del significante no tiene que ver con el significado, como vere-
mos; de manera que si la psicoterapia institucional busca lugares para transmitir
mensajes, crear lenguaje y acceder al significado, pues queda claro que ya no se
trata de psicoanálisis.
A Oury y Vásquez les parece que la pedagogía no directiva es elitista y, por con-
siguiente, hace de lado las diferencias de clase social; por eso, habría que controlar
la no directividad, saber cuándo y qué tanto usarla. Así mismo, el optimismo ro-
geriano no permite entender lo que ocurre en una clase; el “ambiente” no tiene la
fuerza que se le supone. Esto es consecuente con su forma de entender la escuela:
un cuartel, un eslabón de la cadena social, burocrática, vertical, no recíproca; pa-
nóptica; generadora de relaciones de serialidad.
Ya sabemos que para poder sostener este tipo de opinión, es forzoso idealizar
de manera negativa aquello que se quiere criticar. Entonces, la escuela queda
caracterizada: a) como un dispositivo que quita la palabra, frente a lo cual el crítico
se ofrece como aquel que cambiará las estructuras y dará la palabra. Pero eso pre-
supone tener la palabra, presupone el gesto magnánimo de dar al desposeído. La
imagen que tiene el psicoanálisis del lenguaje es otra, ya lo veremos. b) Como un
lugar jerárquico, frente a lo cual el crítico se ofrece para eliminar barreras. Pero eso
presupone que la formación se da en un contexto sin jerarquías, y que es posi-
ble un movimiento social que elimine la jerarquía sin ser jerárquico. La imagen
que tiene el psicoanálisis de las relaciones es distinta, pues, como hemos visto,
sólo la introducción de algo que rompa la horizontalidad hace posible lo social.
Eso no justifica la manera como la jerarquía se concreta, pero no bota el agua
sucia con el bebé. c) Como reaccionaria y conservadora, frente a lo cual el crítico
se ofrece como progresista y revolucionario. Pero eso presupone que se puede
asumir un papel por fuera de las condiciones que hacen posible lo social. Puede
decirse que las muestras de “socialismo real” no son representativas de los más
9
La lógica de la formación colectiva en la escuela está explorada magistralmente en la película La ola
(2008), del director Dennis Gansel.
190
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
elevados propósitos, pero no se puede negar que sí nos permiten medir un poco
hasta qué punto el asunto consiste en hacerse unos buenos propósitos, o más
bien estar a la altura de nuestra indigencia y no cargársela al otro. d) Como cau-
sante de neurosis, frente a lo cual el crítico se ofrece como terapeuta que puede
incluso hacer profilaxis. Ya hemos visto cómo el psicoanálisis no puede culpar de
la neurosis al otro o al dispositivo, pues de esa manera desresponsabiliza al sujeto
y se queda sin objeto.
Para llevar a cabo las tareas que se oponen puntualmente a las característi-
cas de la escuela, Oury piensa que las técnicas de grupo son insuficientes, pues
“corren el peligro de servir de coartada, de pantalla, de diversión compensatoria
con respecto a una falta de análisis institucional del ambiente escolar. Alienación
suplementaria; más terrible por corresponder al punto de vista de la ‘ciencia psi-
cológica’, templo venerado por los hombres en espera anhelante”. Lo que hay que
hacer es modificar la estructura de la clase: introducir mediaciones que superen las
relaciones duales, modificando las relaciones y los intercambios. Efectivamente,
la mediación evita problemas que de otro modo no se pueden eludir, pero el
sentido de la mediación está dado por la relación que se establezca entre lo dual,
lo colectivo y lo singular. La perspectiva que comentamos opta por un privilegio
de lo colectivo y, en consecuencia, su ideal se cumple en el fortalecimiento del
grupo… “cura” que, desde la perspectiva del psicoanálisis, podría ser peor que
la enfermedad.
Los autores diferencian entre elementos técnicos y organizacionales.
Entienden los elementos técnicos como condición de posibilidad, no como fines.
Su razón de ser es colocar a los alumnos en situaciones que requieran entre-
ga personal, iniciativa, acción y continuidad. También para el psicoanálisis, los
elementos técnicos serían condición de posibilidad y no fines; pero esta teoría
les daría el valor de generadores de deseo, lo cual la pone en el mismo nivel de
quienes promueven la “motivación” en la escuela, como una actividad que actúa
directamente sobre el “sitio” de donde proviene el deseo. Eso presupone sujetos
homogéneos, que son las antípodas del sujeto según el psicoanálisis. El deseo
parece más bien ser el efecto en el sujeto, la respuesta que se da a cierta oferta
del otro, pero con la marca de la singularidad, lo que impide saber cómo proce-
der para causarlo en todos. Por eso, para el psicoanálisis, la educación es incier-
ta. Ahora bien, cuando se produce ansiedad, proponen recurrir a instrumentos
conceptuales e instituciones sociales internas capaces de facilitar intercambios
materiales, afectivos y verbales. Para el psicoanálisis, en cambio, la ansiedad no
191
Capítulo V
192
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
Coda
Por experimentar una tensión permanente entre los componentes individual
y colectivo, la escuela ha sido explicada desde perspectivas psicológicas y socio-
lógicas. El psicoanálisis se ocupa del sujeto, en cuya constitución interviene la
interacción. Por tanto, da cuenta de la dimensión colectiva, en clave subjetiva; lo
que, además, no le impide reconocer procesos sociales que escapan a su com-
prensión.
En la declaración freudiana de esclarecer la pedagogía para prevenir la neu-
rosis se autorizan experiencias educativas como las de Vera Schmidt y Alexander
Neill, para quienes las dificultades en la escuela serían producidas por su propio
funcionamiento. a) En medio de la revolución rusa, la experiencia de Schmidt se
basaba en la idea de satisfacer las “necesidades instintivas primarias”. Este con-
texto llevó a entender la formación en clave política —con cierta “naturalidad”—
y no en clave freudiana —que señala más bien a la constitución no natural de
lo humano—; entendió la necesidad, la satisfacción y el desarrollo, de manera
distinta a la del psicoanálisis; sobrevaloró la práctica; e inventó un sujeto de la
voluntad y de la adaptación, una sociedad que satisface plenamente y que no
traumatiza, y unos maestros-sin-sentimientos. b) En un contexto distinto, la ex-
periencia de Summerhill, buscaba la felicidad coartada por la escuela tradicional
(y por la familia). Por lo tanto, buscó acabar la censura, la prohibición y las jerar-
quías. Aunque poco nombra al psicoanálisis (su famoso libro (Neill, 1960) no tie-
ne bibliografía), sí retoma conceptos y prácticas; pero, a diferencia de aquél, por
un lado, victimiza al niño (producto defectuoso de dispositivos sociales como la
193
Capítulo V
escuela y la familia) y, por otro lado, lo idealiza (bueno por naturaleza); además,
demoniza la autoridad (mala por definición). O sea: determinismo y ausencia de
responsabilidad… lo contrario del psicoanálisis. Neill no busca personas adap-
tadas (al contrario: adapta la escuela al niño) y que surtan los pasos previstos
por la sociedad, sino gente feliz en relación con lo que quiere ahora, sin esperar
a acabar con la sociedad capitalista, causa de todos los problemas. Practicó una
psicoterapia (“clase particular”) con ideas del psicoanálisis, pero sin las espe-
cificidades de la clínica psicoanalítica, que provienen de haber atravesado una
experiencia analítica propia.
Tanto Schmidt como Neill inventan el enemigo —desde una enunciación co-
lectiva—, para que, por contraste, su idea luzca más justa, mejor, imprescindible,
etc. Freud, en cambio, mostró los efectos de la idealización, sin plantear que
había que cambiarla por otra.
Para la perspectiva colectiva, la unidad de análisis es la institución, pues per-
manece, a diferencia de los individuos; y en tanto sería trastornante, debe ser tra-
tada. Las “pedagogías institucionales” cuestionan la dominancia del saber y la
homogenización de los niños. Para ello, extrapolan las categorías (inconsciente,
transferencia, por ejemplo) a escala colectiva, a contracorriente de Freud, que ha-
bía analizado lo colectivo sin recurrir a categorías de ese nivel. Contra lo institui-
do, buscan la fuerza instituyente del individuo. Para ello, renuncian a los medios
coercitivos, al aprendizaje cognitivo, incluso a la palabra. Todo lo cual tendría
un efecto terapéutico (transforma al individuo, ayuda a madurar y a conquistar
autonomía) y profiláctico. El psicoanálisis desaparece ante el sesgo político.
Particularmente, Lobrot aísla características de la clínica psicoanalítica y, en
rechazo a la autoridad que ve en ese dispositivo, retoma el mapa rogeriano de
‘comprensión’ y ‘autonomía’, ajeno al del psicoanálisis. Como las condiciones da-
das bajo el capitalismo enferman, otras condiciones —iluminadas por una postu-
ra revolucionaria— tendrán efectos terapéuticos. Trabaja entonces con pequeños
grupos, basado en Bion, quien explotó las relaciones horizontales descritas por
Freud en el análisis de las masas (Freud se había centrado en la función vertical del
líder). Lobrot busca que el colectivo tome conciencia del contenido afectivo de lo
dicho. Pero “empoderar” al grupo no conduce necesariamente a cosas buenas10 y
hace creer en una búsqueda directa de aquello que no es más que un subproducto
de la acción. La escuela puede aprovechar la lógica de la formación colectiva, pero,
10
Cf. La película La ola, de Dennis Gansel.
194
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo
195
Capítulo VI
Sujeto y lenguaje
Se oye decir que la educación es formación… formación del sujeto, lo cual pa-
saría por otorgar un sentido a su existencia1. Ahora bien, dadas las palabras:
sujeto, sentido y formación, ¿tendrá cada una un referente distinto?; ¿en qué medida
podrían constituir perspectivas distintas sobre el mismo asunto?
1
Ejemplo: “Nadie se atrevería a dudar de la importancia que tiene el desarrollo del lenguaje para la
formación del individuo y la constitución de la sociedad. (…) gracias a él los seres humanos han logrado crear
un universo de significados que ha sido vital para buscar respuestas al porqué de su existencia (…); interpretar
el mundo y transformarlo conforme a sus necesidades (…); construir nuevas realidades (…); establecer
acuerdos para poder convivir con sus congéneres (…); y expresar sus sentimientos (…)”. (MEN, 2006, p. 20).
197
Capítulo VI
que nos vienen por su vía? La relación con la palabra nos inclina a creer mu-
chas cosas (y a fundamentar la vida en esas creencias): que expresamos nuestro
pensamiento mediante el lenguaje; que, en tanto emisores, somos el origen de
la significación; que el lenguaje habla de las cosas. Por eso, donde hay varias
palabras, tendemos a vislumbrar varios referentes (tal vez también por eso se
duda de la existencia de sinónimos plenos). El horror al vacío parece ser una
condición del hablar. Ejemplo: en una noticia figuraba la palabra ‘conmocionar’;
le pregunté a alguien que tenía al lado si percibía diferencia entre ‘conmocionar’
y ‘conmover’; luego de una breve reflexión, mi interlocutor manifestó que la pri-
mera palabra concernía a objetos o a fenómenos, y la segunda, a personas.
Ahora bien, como según las bases de nuestro léxico, ‘mover’ se nominaliza
como ‘moción’, al convertir en sustantivos los verbos compuestos a partir de
‘mover’, está disponible tal nominalización: ‘remover’/‘remoción’, ‘promover’
/‘promoción’, ‘conmover’/‘conmoción’, etc. Así, ‘conmocionar’ (‘promocionar’
también) es un verbo creado con arreglo a las determinaciones de la lengua, pero
basándose en la nominalización del verbo echado en falta. Entonces, para tener
el verbo requerido, se puede ir hacia “atrás” (retomarlo) o hacia “adelante” (crear-
lo); en todo caso, una vez creado, una vez en circulación, los hablantes buscan
diferencias entre el verbo nuevo y el existente2. Entre otras, este es un mecanis-
mo de renovación de la lengua (la lengua se *renovaciona), pues el neologismo
se disputa el campo semántico e, incluso, puede empujar al verbo “original” a la
desaparición. Otro caso es el de la palabra ‘erosión’: como no había en español
un verbo que le correspondiera, algunos se fueron al latín —de ahí viene la pala-
bra— y, con el verbo erodere (‘corroer’), construyeron ‘erodar’, a imagen del inglés
—donde existe el verbo to erode— y del francés —donde existe el verbo éroder—;
otros, en cambio, tomaron el sustantivo y derivaron el verbo ‘erosionar’. En todo
caso, el segundo está empujando al primero a la inexistencia3, tal vez porque
es más fácil inferir el sentido en el segundo caso, dada la alta frecuencia de uso
de la palabra ‘erosión’ (frecuencia sin la cual podríamos presenciar algún día la
aparición de la *erosionación, como nominalización de ‘erosionar’). ¡Todas las
palabras fueron neologismos!
Entonces, sujeto, sentido y formación, ¿tienen tres referentes? En principio, todo
parecería indicarlo —palabras distintas, etimologías no relacionadas—, con lo
2
En el caso que se comenta, ambos verbos figuran en el DRAE.
3
En el DRAE figura ‘erosionar’ y no figura ‘erodar’.
198
Sujeto y lenguaje
199
Capítulo VI
cos distintos (p. 100). Ahora bien, como estas relaciones pasan de una lengua a
otra, puede postularse una relativa independencia entre la forma del contenido
y la forma de la expresión.
Por otra parte, el objeto mismo (la ballena, surgida de pronto ante nuestros
ojos durante el tour ecológico) ¡viene a representar al signo!, a hacerlo verosí-
mil, a ser un signo de la experiencia cultural que lo ha promovido a la existencia:
“Este proceso es posible desde el momento en que existe la cultura, pero ésta
sólo existe porque este proceso se hace posible” (p. 108). Si un signo es lo que
representa algo para alguien, no es simplemente que la palabra ‘ballena’ apunte
a las ballenas “de carne y hueso”, sino que habría un movimiento en ambas di-
recciones: las ballenas también corroboran nuestros sistemas de creencias, por
eso funcionan como signos. El hombre y el mundo se convierten en espejo el uno del otro
(Lévi-Strauss, 1962, p. 322). Ya no habría “afuera” del lenguaje4.
Como decíamos (§1.2), tomamos singulares (¿contexto extra-lingüístico?),
hacemos coincidir rasgos e inventamos particulares, capaces de componer univer-
sales (‘número primo’, ‘hidrógeno’, ‘abedul’, ‘dolor de cabeza’, etc.), en tanto signos
de la lengua. Se trata de inventar la perspectiva desde donde se pueda enunciar así.
La cultura es esa perspectiva.
200
Sujeto y lenguaje
201
Capítulo VI
mo que la lengua tenga, en el campo del número gramatical, los modos singular
y plural, a que presente el mismo campo dividido en tres: singular, dual5 y plural.
De otro lado, un término, en tanto unidad cultural, se opone sistemática-
mente, no sólo a otras unidades del mismo campo, sino también a unidades de
campos diferentes (Eco, 1972, pp. 101-102). Todo elemento que toca un punto
del árbol, genera otras ramificaciones. Es la semiosis ilimitada de la que habla Eco
(p. 110), resultado de la humanización del mundo por parte de la cultura. Así, no sólo el
campo presiona todo el tiempo al cambio, sino la cultura misma. La unidad míni-
ma de significación es la cultura.
Por lo anterior, la decisión, de si ‘sujeto’, ‘sentido’ y ‘formación’ correspon-
den a asuntos distintos o si son perspectivas —matices— de un mismo tópico,
depende de una postura que ya no sólo comprometería a los hablantes-oyentes
en contextos comunicativos más o menos presupuestos (materia explicada por
una gramática comunicativa, como la denomina Tito Nelson Oviedo [1997]), sino
también, de un lado, posturas teóricas que inventan sus propias gramáticas, su
léxico e incluso sus modos de derivación; y, de otro lado, posturas ético-políti-
cas. Esta cuestión permite pensar en la dimensión tensional del campo cultural
donde se juega permanentemente el perfil con el que los hablantes van a conce-
bir las significaciones:
(…) el campo intelectual, a la manera de un campo magnético, constituye un sistema
de líneas de fuerza: esto es, los agentes o sistemas de agentes que forman parte de él
pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan, confiriéndole
su estructura específica en un momento dado del tiempo. Por otra parte, cada uno de
ellos está determinado por su pertenencia a este campo: en efecto, debe a la posición
particular que ocupa en él propiedades de posición irreductibles a las propiedades
intrínsecas y, en particular, un tipo determinado de participación en el campo cultu-
ral, como sistema de las relaciones entre los temas y los problemas (…) (Bourdieu,
1966, pp. 135-136).
La definición de los componentes sémicos estaría en pugna en diferentes ni-
veles de abstracción. Entre los más generalizados y los más específicos, un mo-
vimiento iría, desde una consolidación relativa (tal como entendemos las cosas
en la época), hasta una amplia incertidumbre (la disputa abierta en el campo
de producción simbólica). “Los términos jamás poseen significación intrínseca;
su significación es ‘de posición’, función de la historia y del contexto cultural,
5
Hay lenguas que disponen de un tercer número gramatical, con el fin de distinguir ciertos elementos que
siempre vienen en pares, tales como ‘ojos’, ‘piernas’, etc.
202
Sujeto y lenguaje
por una parte y, por otra, parte, de la estructura del sistema en el que habrán de
figurar” (Lévi-Strauss, 1962, p. 87). Por todo esto, cualquier “observación” dista
de ser neutral: forzosamente será una manipulación de esquemas de diferencias
(Izuzquiza, 1990, pp. 19-20), de acuerdo con el nivel de abstracción.
203
Capítulo VI
6
Las lenguas conocidas hasta hoy oscilan entre 15 y 60 fonemas.
7
A medida que los instrumentos físicos para analizar el sonido se hacen más precisos, más se evidencia que
ni siquiera una misma persona puede pronunciar un sonido de idéntica manera dos veces. Para Martinet (1949,
p. 36), mientras más se busque una trascripción fonética “exacta”, más se requieren unidades y diacríticos, con
la paradoja de que tal trascripción se va volviendo inutilizable. La notación fonológica, en cambio, materializa
justamente la reducción que opera la estructura.
204
Sujeto y lenguaje
para poder pensar (otra manera de decir que el lenguaje no representa). Parafra-
seando una idea de Niklas Luhmann, la significación es un instrumento para reducir la
complejidad8.
‘Formar’, entonces, aglutina un conjunto de eventos; operación conveniente a la
formulación de objetivos para el sector educativo, que buscaría reducir la comple-
jidad (hacer fácil lo difícil es el axioma de la pedagogía). Pero, además, en esas expre-
siones que incluyen el término hay una paradoja descollante de manera constante
en nuestro hablar: si no se ha formado, ¿por qué llamamos ‘sujeto’ a eso que sólo
luego podría serlo? Es el mismo caso de cuando alguien dice que va a fabricar de-
terminado objeto o, incluso, que lo está fabricando, en tanto da cuenta justamente
de que el objeto mencionado no existe… al menos, no todavía.
Estos casos evidencian un hecho: el lenguaje presenta ante el hablante lo
inexistente (tal vez por eso nos vemos impelidos a llenar el hueco, pues a la rea-
lidad nada le falta); ya insistía Saussure (1916, p. 28) en que las partes del signo
son “psicológicas”, no materiales: el signo no une una cosa y un nombre, sino
un concepto y una imagen acústica. Si la función del lenguaje fuera hablar de
las cosas aquí y ahora, estaríamos como la abeja, repitiendo colmenas (Borges,
1984, p. 450); en cambio de eso, agrega Borges, “el hombre ha imaginado instru-
mentos: el arado, la llave, el calidoscopio. También ha imaginado la espada y el
arte de la guerra”. No son artefactos presentes en el mundo espontáneo de la
materia. Tampoco están en el Topus Uranus… a no ser que entendamos por tal la
significación. En sus célebres conferencias, publicadas bajo el título de Cómo ha-
cer cosas con palabras, John Austin introdujo el concepto de actos de habla, justamente
para mostrar que el lenguaje, más que constatativo (útil para nombrar lo exis-
tente), es realizativo (permite hacer existir asuntos que no estaban antes del uso
de la palabra). Así mismo, Wittgenstein (1936, pp. 27-28) pone en crisis la posi-
bilidad de definir ostensivamente el significado, a favor de una definición verbal.
Aquí encontramos, en consecuencia, la dificultad señalada más atrás: la exis-
tencia de distintos vocablos no anuncia obligatoriamente referentes distintos,
aunque con seguridad siempre producirá contrastes que llaman a inventar reali-
dades distintas.
8
Ignacio Izuzquiza (1990, p. 16) dice que, para Luhmann, “toda verdadera teoría debe ser siempre un
instrumento cualificado para reducir la complejidad”.
205
Capítulo VI
6.1.4 La perspectiva
En la estructura de la lengua, los elementos idiomáticos no sólo se refieren a
porciones del campo semántico, sino también a perspectivas asumidas por el ha-
blante, como explica Oviedo (1982).
Un par de ejemplos. Al decir ‘comprar’, se asume el evento9 desde un polo;
y, al decir ‘vender’ se asume el mismo evento desde otro polo, en tanto se trata
de un evento complejo co-agenciado, según Luis Ángel Baena (1989a); en todo
caso, cualquiera de estas dos maneras de nombrarlo necesariamente incluye la
representación conceptual de la otra. Hay una tercera opción: incluir ambos polos,
como cuando se habla de ‘compraventa’ (para ese caso, no hay verbo en español,
de manera que el evento queda nombrado por un sustantivo). Otro ejemplo:
palabras del mismo tipo (verbos, por ejemplo) se han construido con arreglo a
procedimientos distintos, pues, como dice Francisco Adrados (1969), “dentro de
un mismo sistema no hay principio unitario de diferenciación” (p. 30): mientras
‘patear’ se crea poniendo el foco en el instrumento con el cual se desencadena el
evento (pegar con la pata), ‘cachetear’ se crea poniendo el foco en el objeto —o
en la parte— sobre el cual recae el evento (pegar en el cachete); y no tenemos in-
conveniente en decir que a alguien lo cachetearon y lo patearon, usando los dos
verbos del mismo modo (sabemos que el otro no va a entender que la víctima fue
golpeada con un cachete o que sólo le pegaron en la pata). Un último ejemplo:
‘ir’ y ‘venir’ expresan el mismo desplazamiento, pero cada uno en función del lu-
gar ocupado por el hablante en relación con la trayectoria del desplazamiento…
aunque uno de los dos (‘ir’) tiende a ocupar también el lugar “neutro”.
En este marco, me interesa destacar el aspecto verbal (Oviedo, 1982, §2.3.2):
con ayuda de los recursos lingüísticos, se puede enfocar el evento desde diver-
sos aspectos: incoativo (como en “arrancó a correr”, donde ‘arrancar’ no funciona
como ‘extirpar’), progresivo (como en “se está madurando”, sin que forzosamente
sea verificable en el momento de la enunciación), resultativo (como en ‘está seco’),
habitual (como en “yo voy donde el homeópata”, que no describe una acción pre-
sente del hablante, sino más bien pancrónica), etc.
Volvamos al ejemplo anterior para el aspecto resultativo: la expresión ‘está
seco’, hace énfasis en el resultado del evento ‘secarse’, mientras la expresión ‘se
secó’ hace énfasis en el desarrollo del evento; ambas perspectivas usan el mismo
9
El evento pertenece a la estructura semántica (translingüística). El verbo pertenece a la estructura
sintáctica (de una lengua).
206
Sujeto y lenguaje
verbo. Pero no es así todas las veces: ‘saber’ puede ser una manera de expresar
el aspecto resultativo del evento ‘aprender’, caso en el que son muy distintas las
unidades léxicas de los verbos utilizados para articular ambas perspectivas. Eso
explicaría por qué ante la frase “sé hablar mandarín”, el interlocutor pueda pre-
guntar “¿dónde —o cuándo, o cómo— lo aprendiste?”, con lo cual —refiriéndose
al mismo evento— no sólo pasa a otro verbo, sino también a otro tiempo: del
presente (‘sé’) al pasado (‘aprendiste’)10.
Aquí planteo una hipótesis: ¿encarna el sujeto el aspecto resultativo del evento formar?
Y se trataría de tal aspecto, pese a la posibilidad de que, al final del evento —del
conjunto de eventos, más bien—, no se produzca un sujeto que, sin embargo,
anticipamos. No incurre en falsedad quien dice estar haciendo algo cuya obra
al final se malogre. Si nos atuviéramos a la descripción de los hechos, sería im-
posible hablar (y hacer flechas, sujetos, sonatas, chistes...). Así, no sugerimos la
impertinencia de nombrar el producto (el sujeto formado) mientras no esté ter-
minado; tal consideración iría en contravía de la posibilidad misma de pensar (la
lengua hace eso todo el tiempo). Más bien se trata de saber si estamos prefigurando
el resultado como efecto de creer en una esencia que busca su realización, o bien como algo que
cambia su especificidad. En el primer caso, tendríamos necesidad: el sujeto está en el
recién nacido, tal como el árbol ya está en la semilla (independientemente de
que se trate de una trascendencia religiosa, natural, espiritual, psicológica, etc.
[cf. §3.2]); en el segundo caso, tendríamos contingencia: el sujeto no está en el
recién nacido; no hay un sujeto que se desarrolle, sino un corte, una discontinui-
dad11, como veremos más adelante (§6.2).
Efectivamente, aun aceptando la metamorfosis del sujeto, ciertas posturas le
suponen una esencia: la palabra griega hypokeimenon, que se traduce como ‘su-
jeto’, equivale a “lo que está debajo”, la sustancia, la esencia. Elucubran que la
escultura ya está en el bloque de mármol, escondida. Y si no le suponen una
esencia, al menos piensan que la cuestión tiene un final (una dirección, ¡un sen-
tido!): de ahí la existencia de los objetivos educativos y de los títulos (y/o sus
equivalentes rituales) que pueden obtenerse al término del proceso12.
El sujeto detentaría una esencia por ser parte de expedientes como: el plan
de la creación, la teleología de la evolución, los destinos previsibles del proceso
10
En este caso, ¿funciona el tiempo como marcador auxiliar de aspecto?
11
Bob Dylan cantaba: ¿Cuántos caminos debe un hombre recorrer antes de que lo llamen un hombre?
12
La “formación permanente” (estudiar desde el nacimiento hasta la muerte), ¿modificaría las ideas de
formación y de sujeto? Cf. Carvajal, 2007.
207
Capítulo VI
13
Tal como plantea G. W. F. Hegel en la Fenomenología del espíritu (1870).
14
Tal como queda expresado en la micro-ficción “Amor 77” de Julio Cortázar (1979, p. 115): “Y después
de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así
progresivamente van volviendo a ser lo que no son”.
208
Sujeto y lenguaje
6.2 El parlêtre15
El hombre es un animal desnaturalizado. La idea de “desnaturalización” pro-
bablemente es antigua, pues toca a la especificidad de lo humano, a la forma-
ción, inquietud que se puede situar desde el momento en que el homo sapiens
sapiens y la palabra se cruzaron. Como anota Miller (1988b), “no es éste un tema
exclusivamente freudiano, pues los filósofos ya afirmaban que el hombre es un
animal ‘no natural’, calificándolo como animal afectivo, con lo cual denotaban
la desnaturalización del animal humano. Decir que el hombre es un animal po-
lítico, o un animal que habla, es decir que, en la humanidad, la naturaleza fue
reemplazada por la cultura” (p. 284).
6.2.1 Desnaturalización
Hablábamos, al final del apartado anterior, de la idea de “levantar el velo”.
Pero, ¿qué hay tras el velo? Para responder este interrogante hay al menos tres
tipos de postura:
* Oponer esencia y apariencia, a la manera de Zenón de Elea: en el mundo que
se ve, aquel de la evidencia, Aquiles gana y eso es fácil de mostrar; pero en el
mundo que se piensa, aquel de la razón, gana la tortuga y eso es complejo
demostrarlo. Hay el ser y hay la apariencia; el velo sería la apariencia. Y eso dura
hasta el positivismo de nuestros días. El sentido tendría que buscar la aproxi-
mación a la esencia de las cosas.
* Considerar más o menos que el velo es todo. Esta postura sitúa una génesis
histórica para cada momento de la producción de subjetividad, unida a cierta
manera de realizarse el poder. Es decir, el análisis tiene un umbral en la his-
toricidad de los sistemas simbólicos. Todo se agota en el sentido (el sentido
es la esencia). No obstante, algunos de estos autores —Foucault, por ejem-
plo— conciben algo que escapa a la lógica de su argumentación: ubican en
el sujeto un impulso —libertario, creador, trasgresor, estético—, expresado
en “contra-conductas”, en “contra-poderes”, que explicaría el cambio de las
estrategias de dominación… pero, generalmente, esta es la parte más débil
de sus teorías.
* Considerar una implicación necesaria por el hecho de hablar (esto se amplía
a continuación); esta implicación sería una constante y, en consecuencia, si
15
Neologismo, inventado por Lacan, donde se condensa, en una sola palabra, el hablar (parler) y el ser (être).
209
Capítulo VI
bien se comparte hasta cierto punto la idea de una formación contingente del
sujeto, no quedaría exclusivamente en el nivel simbólico. Es la postura del
psicoanálisis. Efectivamente, habría velo y, detrás, nada; ahora bien, ese velo
es una condición de posibilidad de la vida humana, toda vez que esa nada es
algo fundamental; es a lo que hemos llamado más atrás resto, relacionándolo
con el síntoma de cada uno. Habría sentido, pero también habría estructura
y, más allá, lo que ésta deja fuera del límite, que no es menos “real” que cual-
quier asunto significable.
Para la primera postura, no habría desnaturalización; lo que el hombre es, ex-
presa la “naturaleza humana”, no muy lejana de la naturaleza animal (por eso se
busca la razón del malestar humano en las sinapsis y se sueña la cura en una in-
geniería genética). Para la segunda postura, la desnaturalización es lo específico
humano: el campo del sentido; no habría nada más. Para la tercera, lo específico
humano se da gracias a la desnaturalización, pero en el marco de sus efectos.
Me interesa esta última postura, para la cual un lenguaje no-natural organiza
el mundo de los humanos: “en lingüística, los datos naturales no tienen puesto
alguno” (Saussure, 1916, p. 105); incluso organiza la percepción misma: el lenguaje
enseña cómo definir al hombre (Barthes, 1966, p. 25). Vemos 7 colores en el arcoíris…
pero porque hablamos español: si habláramos páez, veríamos menos. Nuestro
mundo es un efecto de la significación: no sólo no funciona principalmente en el
“aquí y ahora”, sino que tampoco funciona en presencia del objeto (Benveniste,
1952); de lo contrario, no habría mucha diferencia con un “código de señales”
—así lo denomina Benveniste— animal16. Los seres humanos hablan de lo po-
sible, de lo realizable, de lo susceptible de ser establecido en el funcionamiento
social, de un mundo “íntimo”, apto para hacerse explícito, etc. (Baena, 1992).
Este lenguaje, así constituido, se enreda en la carne de unos animales homo sapiens
sapiens y, en consecuencia, no tenemos un lenguaje para hablar del mundo, para
expresar nuestros pensamientos, etc.; tenemos más bien un parásito con el que se
inventa un mundo para nosotros, que nos hace sentir cosas, que es igual al pen-
samiento... y de eso estamos enfermos (como dice uno de los epígrafes de este
capítulo), toda vez que ahí mismo radica nuestro malestar; afortunada enferme-
dad que da lugar a la invención del mundo cultural específico del hombre —con
poemas, liturgias, teorías y melodías—, a espaldas de todo lo que tendríamos
16
Las abejas, por ejemplo, sólo se refieren a un objeto (alimento), en la medida en que acaba de ser
percibido (ahora) en las inmediaciones de la colmena (aquí).
210
Sujeto y lenguaje
17
La de Galileo Galilei, la Ciencia con mayúscula (ya no “las ciencias”), cuyo lema podría rezar: con cara
gana la Ciencia, con sello pierde el sujeto.
18
Es necesario morigerar esta afirmación. En las psicosis se presenta una certeza del lado del sentido
como un todo.
211
Capítulo VI
ejemplo, sea a los 14 años y el segundo a los 6, evidencia una lógica separada de
la temporalidad del calendario, relacionada con la construcción de sentido (un
lapso para comprender), cosa que no ocurre más que en el lenguaje. El encuen-
tro será traumático luego, cuando el sujeto trate de ponerse a la altura; mientras
tanto, ese evento ha permanecido como un punto de sin-sentido, de incógnita19.
Obtener del ejercicio cartesiano una “conciencia” —como hace la psicolo-
gía—, es un intento de llenar lo que Descartes vació. El psicoanálisis lacaniano,
en cambio, toma al sujeto, producto de la época de la ciencia, y lo considera
como un cascarón formal, desprovisto de sentido. Por eso le viene muy bien la
teoría del significante: si la lengua es pura forma —como dice Saussure (1916,
p. 153)—, entonces el sujeto será una variable formal, significante, mientras el
significado es subsidiario, se encuentra unido a la anécdota de la época. En este
periodo de Lacan, el significante representa a un sujeto ante otro significante (1969-70, p.
11); lo cual incluye al sujeto en la cadena sintagmática, cosa que diluye su ‘ser’
en ese reenvío de palabras: la pregunta “¿quién soy?” tiene como respuesta una
letanía de frases explicativas —en principio infinitizable— que dilatan la posi-
bilidad de encontrar el ser por esa vía (cada explicación da cabida a otras que,
a su vez, la expliquen); sobre esta base, el sujeto es la falta-de-ser, en tanto habla:
“hablo —o ‘pienso’, da lo mismo—, luego no soy”. El sujeto no tiene sentido,
intenta darse uno. Soy ahí donde no pienso y No soy ahí donde pienso. El ser y el pensar
no coinciden, como en el cogito cartesiano.
+ser
–pensar +pensar
No soy ahí
¿Animal? donde pienso
–ser
19
La medicina, en cambio, entiende el trauma como efracción que sólo puede tener lugar en (o a partir de)
el momento mismo del acontecimiento… por eso habla de estrés postraumático.
212
Sujeto y lenguaje
mos ser engañados en todos los niveles: desde nuestros sentidos hasta nuestras
operaciones lógicas; la única conciencia es pensar —insisto— no importa qué...
pues si entramos al “contenido” de la conciencia, comienza la ambigüedad, el
engaño. Sólo se puede definir la conciencia con una falacia argumentativa: ape-
lando a la experiencia que el sujeto tiene de sí... pero si se engaña cuando juzga
su experiencia frente al movimiento del Sol, ¿por qué no se engañaría cuando
interpreta sus propias motivaciones?, ¿por qué nos resultaría opaco el mundo
y no nuestro propio ser?, ¿no es nuestro propio ser un pedacito de ese mundo
incomprensible?
Hasta aquí, tal mirada del psicoanálisis podría considerarse posestructuralista.
Volvamos al velo. Toda la invención humana colectiva (el sentido) e individual (el
fantasma20) se arraiga en ese punto: poner algo, pero no para tapar un objeto que
sería espantoso, sino para instaurar la idea de que tras el velo hay algo21. Por eso
divergen tanto los pueblos entre sí, los sujetos entre sí. No hay allí esencias (aun-
que haya estructura, aunque una lógica se asiente en el concepto). Por eso siempre
se transmutan con el tiempo: “El sentido es un plural incierto y divergente que
responde a las oscilaciones del sujeto”22.
A diferencia de las propuestas que parten de una esencia del sujeto, el psicoa-
nálisis se ocupa de —y teoriza un— sujeto en tanto divisible; o sea: el sujeto del psi-
coanálisis es lo contrario del ‘individuo’, es algo así como un dividuo. Y conceptos,
como ‘pulsión’, ‘inconsciente’, hacen serie con ese horizonte, pues más que darle
al sujeto un ser, lo descentran; más que darle un sentido, lo ponen entre parénte-
sis. Esta diferencia es fundamental para decidir el modo de enfrentar la formación
del sujeto y el modo de afrontar el sufrimiento humano: allí donde se le presupone
al sujeto una unidad, se intenta conducirlo por esa senda, o que la restablezca…
y él termina creyendo que la hay o que la tenía. A diferencia de esta perspectiva,
allí donde se concibe al sujeto como arrojado —el Dasein heideggeriano—, no se
le daría consistencia a su tendencia a encontrar rasgos para identificarse con un
ideal; más bien su formación tendría que ver con una apertura contingente, y el
tratamiento de su malestar sería llevarlo a afrontar su singularidad: el tú eres eso
20
Para el psicoanálisis lacaniano, el fantasma es una escena imaginaria donde el sujeto está en implicación
recíproca con el objeto de la pulsión. Se trata de una relación de conjunción y disyunción simultáneas que
dividen al sujeto.
21
En este sentido, la anorexia sería la posición subjetiva que espeta la certeza de que nada hay tras el
velo… o, si se quiere, que lo que hay detrás es la muerte.
22
Es una frase de Alfonso Cárdenas, enunciada en una conversación personal.
213
Capítulo VI
lacaniano (1949, p. 93) que vimos más atrás (§1.1). En otras palabras, la forma-
ción enfrenta al sujeto con su dolor de existir, algo distanciado de el sentido, pero
con lo que se puede construir un sentido “a la medida”, un tanto intrascendente.
Como vimos (§4.2), en El malestar en la cultura, Freud desentraña un valor en la
condición humana unido a la miseria, a una suerte de indigencia que permitió
inventar todo lo que tenemos en la cultura; cuando no estamos a la altura de
tal condición, la devaluamos, pensando que debemos convertirla en otra cosa:
por ejemplo, en “felicidad”... Por ese camino está construida la mayor parte de
los objetivos educativos; se ve en ellos una sarta de ideas positivas, pero no se
hace el puente entre una condición humana establecida con cierta pretensión
argumentativa y dichos ideales. No está de más decir que, en esta dirección,
todos los esfuerzos no pueden, sin embargo, evitar el malestar, pues parecen
desentenderse de algo importante, poco considerado: la pulsión. El bien común
es el aplastamiento de la singularidad. Para el psicoanálisis, afrontar el malestar
es una cuestión ética que no puede patrocinar una idea de esencia o de trascen-
dencia del sujeto: se basa justamente en su inexistencia.
6.2.2 La especificidad
Se puede pensar la educación en términos de ideales, sin caracterizar al suje-
to a quien se propone adosarle esos rasgos positivos. Es lo más frecuente. Pero
también se puede —como vimos que hace Kant— trazar un horizonte, habida
cuenta de las condiciones que lo hacen posible, dadas las características del
sujeto.
Pese a las conquistas que creemos lograr, no parece perder vigencia la re-
flexión sobre aquello que hace de los humanos algo diferenciable de cualquier
otra entidad del universo. Lo humano parece indiferente a los hallazgos tecno-
lógicos, teóricos y políticos (que parecen hacernos cada vez más “modernos”):
se juega con la misma fuerza en el caso de empuñar un garrote o de atender un
terminal de computador.
Ahora bien, si la naturaleza de lo humano es esquiva, ¿cómo fundamentar ra-
cionalmente los juicios de verdad, justicia y belleza? Cuando nos preguntamos por
qué tanto los avances de la tecnología, como los más diversos regímenes políti-
cos, han dejado intactos durante siglos los odios legendarios entre culturas, así
como la agresividad cotidiana entre los sujetos, podemos estar diciendo que los
214
Sujeto y lenguaje
proyectos prácticos del hombre no son reductibles a la razón, ni ayer con impera-
tivos categóricos del tipo: “Obra en tal forma que la máxima de tus actos pueda
convertirse en la norma de una legislación universal” (Kant), ni hoy con acciones
comunicativas que pretendan explicitar y establecer las condiciones de la pragmá-
tica universal: verdad, comprensibilidad, rectitud y sinceridad (Habermas).
La esperanza de agotar los proyectos racionales, prácticos y estéticos en la ra-
zón, requiere la idea del lenguaje como un sistema que describe la realidad; es
decir, se basa en cierta “transparencia” —constitutiva o lograble— del lenguaje. De
ahí que se hable de consensos para establecer principios cada vez más racionales
de interacción entre las personas. Y cada vez más racionales en la medida de la
transparencia lingüística que implica una transparencia subjetiva: si el hombre es
una cosa y si el lenguaje es transparente hacia las cosas, por ley transitiva lo es ha-
cia la subjetividad. Además, movilizar a las personas no requiere un conocimiento
de la naturaleza humana.
¿Cuál es el panorama donde el hombre obtiene su especificidad?
* Por lo que somos capaces de concebir, la naturaleza no requiere el aprendizaje:
funciona con arreglo a lo que intentamos entender desde la física y la química.
En el panorama del cosmos, la vida es prácticamente inexistente. Casi todo el
destino del universo está ligado a la gravitación. Hay prácticamente un solo
reino —lo llamamos ‘mineral’— que no necesita aprender. La división entre
vida y no-vida es aquí clara: ¿para qué necesitarían la sal o el agua una imagen
del mundo?
* En un rincón infinitesimal de ese universo hay vida. La pregunta por la ima-
gen en los seres vivos hace pertinente otra división clásica: seres autotróficos
y heterotróficos. Los vegetales son de la primera clase: no buscan el alimento
(otra explicación tiene el fototropismo). Basta con estar expuestos a la luz
para que se produzcan el evento químico que conocemos como ‘fotosíntesis’;
y basta con tener sus raíces enterradas, sumergidas o agarradas a algo, para
que se produzca —por capilaridad— el evento físico de “absorción” de agua
y otras sustancias nutritivas. Es decir, eventos físicos y químicos garantizan
la supervivencia de las plantas. ¿Para qué plantear una “conciencia” vegetal
que, sobre la base de una imagen del mundo, “busca” acercarse o alejarse de
la luz, absorber o no agua, etc.? Piénsese en la participación que tienen las
plantas en su propio devenir, cuando, por ejemplo, agentes externos como los
insectos, o fenómenos como el viento o la gravedad garantizan su reproduc-
215
Capítulo VI
ción. ¿Para qué necesitarían una imagen del mundo si basta con estar allí, en
el momento preciso en que se verifican leyes de la materia?
* Los reinos “intermedios” (cadena de transición entre plantas y animales), los
virus (ingenieros genéticos que, ante la imposibilidad de reproducirse por sí
mismos, ponen a las células del cuerpo invadido a generar réplicas de ellos,
interrogando por la frontera entre vida y no-vida), la quimiosíntesis en ausen-
cia de luz, las algas azules y la alimentación de los hongos… caen dentro de
la caracterización hecha para las plantas: para vivir no necesitan una imagen
del mundo.
* Con los animales pasamos a la vida heterotrófica: tienen que buscar el ali-
mento, si se quedan quietos, mueren. Ciertamente, una parte de su nutrición
se da por la exposición al medio (fijar la vitamina D mediante la exposición
al sol, absorber agua), pero es mínima. En toda especie animal, en alguna
proporción, se articulan información genética y saber adquirido mediante la
experiencia: a medida que se asciende por la escala evolutiva, las especies
aprenden más y, por lo tanto, despliegan una mayor plasticidad; y en la medi-
da en que se desciende por dicha escala, las especies dependen cada vez más
del saber heredado y, en consecuencia, aprenden menos y son más rígidas.
Pero, tanto esa plasticidad como esa rigidez, están sometidas a los mandatos
de la naturaleza: sobrevivir —alimentación y defensa— y perpetuar la especie.
Toda acción animal tiene una orientación directa o indirecta a esos fines. Las
especies que aprenden no modifican los ámbitos de existencia animal, sino
que los afrontan de manera más compleja.
Ahora bien, ¿cómo sabe un animal quién o qué representa peligro, alimen-
to, remedio, cópula? a) Para existir, un animal depende por completo de los
estímulos del mundo que lo rodea. b) La imagen que se hace del mundo es
absolutamente fragmentaria, pues depende de las limitaciones del dispositivo
perceptivo de su especie (no puede percibirlo todo). c) La imagen es “objetiva”
en relación con lo que puede captar el animal; de donde lo importante no es el
mundo en sí, sino la constitución de ese precario instrumento. d) Esa imagen
fragmentaria es absolutamente distinta para cada especie (o sea, cada especie
percibe una realidad diferente). e) El mandato genético de sobrevivir y repro-
ducirse se cumple mediante una ineludible fidelidad a la precaria imagen del
mundo que brinda el dispositivo perceptivo de la especie.
216
Sujeto y lenguaje
El hombre. Comparte el universo con los minerales; comparte la vida con los
vegetales, los protistos, los móneras, los fungi y los animales; y comparte con
el resto de animales su dependencia de la imagen. Además, es uno de los po-
cos animales que aprenden. No obstante, los pensadores siempre lo percibieron
como diferente (según el diccionario, ‘animal’ y ‘bestia’ son antónimos de ‘in-
teligente’). En el siglo XVII, los filósofos entendieron que los animales estaban
dotados de un principio uniforme, originalmente instruido y, en consecuencia,
inflexible e indócil; así, ante un conjunto de estímulos, muestran un repertorio
de respuestas posibles. En cambio, para comprender al hombre propusieron un
principio multiforme, desprovisto de instrucción y, por lo tanto, flexible, dócil.
Mientras el principio mecánico explica la función corporal que lleva a la adap-
tación para poder actuar, el principio creador explica la “mente” que resulta útil
para toda contingencia.
La creatividad lingüística se asumió como rasgo distintivo del hombre, más
allá de la fisiología, la pasión (apetito) o el condicionamiento (temor al cas-
tigo). A diferencia de los autómatas cartesianos, el hombre forma expresiones
apropiadas a nuevas situaciones, que expresan nuevos pensamientos. El uso del
lenguaje es ilimitado y no requiere estímulos; se adecúa a nuevas situaciones (es
plástico), no es una aplicación mecánica. Como el mecanicismo no explicaba esta
creatividad del lenguaje, se atribuyó una mente al hombre. Entre un estímulo y
la respuesta humana, hay un hiato: no es posible prever cómo va a responder;
la posibilidad nunca es respuesta al estímulo23. Esa capacidad que no aparece
toda en la respuesta, creadora, independiente de la percepción, la imaginación
o la memoria se ha llamado de muchas formas: dýnamis (potencia) vs. energéia
(acto), en Aristóteles; posibilidad (repertorio inestable que va más allá del estí-
mulo) vs. realización (o respuesta), en el siglo XVII; inteligencia (facultad intelectiva)
vs. conducta (o desempeño), en la psicología; competencia (conocimiento implícito,
23
Estos planteamientos —de pensadores como La Mettrie, Bougeant, Cordemoy, Herder, Harris, Huarte—
permiten decir a Chomsky (1966) que, respecto al siglo XVII, no hemos avanzado de un modo claro en la
determinación de la conducta inteligente.
217
Capítulo VI
realidad mental subyacente) vs. actuación (uso real de la lengua), en las ciencias
del lenguaje.
Para existir, el hombre no depende por completo de los estímulos sensoriales
del mundo que lo rodea, pues trasciende el aquí y el ahora. El reflejo en el espejo
(que el niño distingue como propio alrededor de los 9 meses) es un estímulo
indiferente para el animal24. Como primate, el homo sapiens sapiens estaría en ca-
pacidad de hacerse una imagen del mundo que, por una parte, también sería
fragmentaria como la de otros animales, por depender de las limitaciones del
dispositivo perceptivo de la especie; y, por otra, sería completamente distinta de
la de ellos, por representar una jerarquización particular de un conjunto especí-
fico de órganos de los sentidos. No obstante, el hombre trasciende estas limita-
ciones mediante la extensión de sus sentidos: vislumbra fuentes perceptivas que
no le están dadas en su dotación sensorial, y capta gamas inaccesibles en las
fuentes que sí le está dado percibir. Pero, paradójicamente la imagen que se hace
del mundo ha perdido la objetividad que tiene en el animal. El camino hacia la
“objetividad” es un tortuoso e inacabado paso por las palabras. Siempre se parte
de una interpretación (ideológica, simbólica, cultural, lo que se quiera): todo
proceso humano elabora sus hechos, a través de un “diálogo” con significaciones
preexistentes… y se llega a otra interpretación. Se aprehende de la realidad lo
que nuestros preconceptos nos dejan ver.
¿Qué trasfondo real habría en la fotografía de la colisión entre un neutrino-mu
—arrojado por un acelerador de partículas— y un núcleo de Hidrógeno? Don-
de un profano ve manchas y rayas, fuegos artificiales, incluso una pintura de
Kandinski… en el campo de la investigación microfísica, donde el experimento
depende cada vez más de complejas elaboraciones matemáticas y técnicas, se ve
claramente la creación de una decena de partículas elementales, con sus propie-
dades específicas. Así, tampoco en el caso humano lo importante es el mundo en
sí; pero esto no desplaza el interés —como en los animales— hacia la constitu-
ción del dispositivo perceptor, pues lo interesante en el hombre son las razones
por las cuales él se distancia de la “objetividad” de la imagen.
El hombre ya no solamente no ve como otros animales por el hecho de te-
ner una mirada estereoscópica de determinadas sensibilidades. Con los ojos, el
24
Hay sensibilidad del animal frente al espejo, pero no reconocimiento; no obstante, ciertos estudios
hablan de reconocimiento en algunos casos (primates, por ejemplo)… lo que no invalida la afirmación que
hacemos, en la medida en que el efecto de ese reconocimiento es cualitativamente distinto en ambos casos.
218
Sujeto y lenguaje
Filoteo. –Para excitar la razón solamente, para acusar, para identificar y testificar en
parte, no para testificar en todo, ni menos para juzgar o para condenar. Porque nunca,
por más perfectos que sean, carecen de alguna perturbación. Por lo cual, la verdad
proviene de los sentidos, como de un débil principio, en pequeña parte, pero no está
en los sentidos.
El hombre eludió la fidelidad a la precaria imagen del mundo que la especie
posibilita; su contingencia implica desobedecer el mandato genético de sobrevi-
vir y reproducirse. Mientras los animales cumplen ciegamente un mandato, con
ayuda de unos sentidos ligados al aquí y ahora, el humano,
* No percibe qué es comestible y qué no: usa la pauta cultural para decidirlo;
las costumbres lo hacen en lugar del instinto; ingiere alimentos cuyas propie-
dades no sabría percibir por los sentidos y por eso se alimenta en contravía
de lo que el soporte orgánico prevé; por eso la alimentación está supeditada
a la norma social.
* Juzga los olores con criterios sociales: el perfume tendría “buen olor”, mientras
a un animal que se distingue por su agudeza olfativa le causa molestia, porque
entorpece su percepción; y las materias fecales tendrían “mal olor”, mientras a
un animal de agudeza olfativa le proporcionan información.
* Perdió la capacidad de percibir el período de celo de las hembras humanas;
y ellas no limitan su actividad sexual a tal período: la sociedad lo hace inde-
pendiente del instinto, estableciendo lazos, edades y comportamientos sexua-
les que se originan en arbitrarias costumbres culturales. La sexualidad puede
conducir a la reproducción, pero no es su razón de ser. La extensa variedad de la
sexualidad humana, inexistente en los animales, es un fin en sí misma.
* Su trabajo no se limita —como en los animales— a producir un instrumento25
para buscar alimento (el chimpancé que hace un sacador de termitas), defen-
25
Lo que, según la tradición marxista, distinguía la acción humana de la actividad animal.
219
Capítulo VI
derse (un garrote) o protegerse (un nido). Desde las culturas más antiguas se
han encontrado instrumentos para fabricar instrumentos.
* No eriza el pelo ni muestra los dientes para amenazar: la amenaza significada
tiene consecuencias más profundas (Baena, 1989b, p. 4).
* Hace leyes que, a diferencia de algunas normas que rigen el comportamiento
animal (privilegio sobre terrenos para alimentarse y/o reproducirse), están re-
feridas a otras normas.
Ya el joven Marx (1844) veía que los sentidos han devenido sentidos humanos: “El ojo
se ha hecho un ojo humano, así como su objeto se ha hecho un objeto social, huma-
no, creado por el hombre para el hombre. Los sentidos se han hecho así inmedia-
tamente teóricos en su práctica (…) estos órganos inmediatos se constituyen así
en órganos sociales, en la forma de la sociedad” (pp. 148-149).
Hay en todo esto una autorreferencia: la sexualidad volcada sobre sí misma,
la norma referida a la norma, el trabajo que produce instrumentos de trabajo… y
ella es una propiedad del lenguaje: entre los animales, los códigos de señales sólo se
refieren al alimento, a la defensa o a la reproducción, en la medida en que se ha
percibido directamente; mientras que el lenguaje se refiere a sí mismo, permite
hacer construcciones de sentido a partir de lo dicho y no necesariamente de lo
que se experimentó empíricamente. El lenguaje humano trasciende el aquí y
ahora: se refiere fundamentalmente a cosas distantes de la comunicación, tanto
en el espacio como en el tiempo. Esta propiedad permite construir instrumentos
complejos —ya sean novelas, telescopios, amistades, computadores, sistemas
mitológicos o revoluciones políticas—, pues el signo lingüístico presentifica co-
sas inexistentes.
Así, la idea sobre la naturaleza del lenguaje es definitiva para vislumbrar la
especificidad del hombre. El lenguaje precede y sucede al individuo, es aquello
en lo que está sumido el hombre —sujeto hablado— pero que no lo incorpora total-
mente: ¿cómo meter una realidad pluridimensional en el juguete unidimensional
y delirante de una especie que juega a los mundos posibles? No habría objetos a
los cuales apuntaría el lenguaje y sobre los cuales se acumularía conocimiento o
se llegaría a consensos; sino objetos construidos por el juego simbólico, y obje-
tos dejados de lado en el juego simbólico. Ese es el espacio del hombre: inmerso
en lo real, no frente a él; desprendido de los mandatos naturales; de espaldas
a la objetividad para tener que crear el sentido inexistente: la cultura; y girando
alrededor de esa nada, convencido de que hay algo.
220
Sujeto y lenguaje
Por todo esto, el hombre —uno de los animales que aprende— es un animal
que enseña. El lenguaje, la alimentación, la sexualidad, el trabajo, las costum-
bres y las normas tienen que ser enseñadas para poder continuar existiendo26. En ese
sentido, la sociedad es un gran dispositivo que se reproduce en la medida en
que enseña su funcionamiento: qué comer, con quién reproducirse, cuándo ha-
blar, qué vestir, a quién hacerle la guerra, qué saberes aplicar, etc. Las sociedades
humanas son dispositivos pedagógicos. Donde hay sociedad humana, se hace forzoso
educar: clasificar temas (por edad, sexo, etc.), persuadir, disuadir, ejemplificar,
verificar la comprensión, pedir explicaciones, interpretar con ciertas herramien-
tas, aplicar, recurrir a ritos, saberes y autoridades, ejercitar, sancionar, etc.
26
Incipientes procesos de enseñanza en algunos mamíferos superiores, se limitan, no obstante, a la
alimentación.
27
Concepción contra la que luchan —como hemos dicho (§6.1.3)— quienes intentan teorizar esto
rigurosamente. Por ejemplo, Saussure (1916, pp. 33, 87) contra la nomenclatura; Wittgenstein (1936, p. 28)
contra los usos ostensivos; Austin (1955, p. 43) contra lo que llama la “falacia descriptiva”.
221
Capítulo VI
lo eliminara, la palabra se quedaría sola y se podría decir cualquier cosa; algo así
como autorizar la inmoralidad. Esto tiene su paralelo en esa famosa frase de que
si Dios no existiera, habría que inventarlo; que de faltar un referente trascenden-
te, toda maldad estaría justificada (cosa que discuten ampliamente Dostoievski
—en Los hermanos Karamasov— y Freud —en El malestar en la cultura—). Es reclamar
el sentido en tanto referente absoluto.
Pero, para el psicoanálisis, no es posible decirlo todo, no porque haya un límite
“moral” que se pueda establecer gracias a una razón que tiene como árbitro de sus
juicios a la realidad. Cuando se conmina a un sujeto a decir todo (la asociación libre a
la que el psicoanalista invita al analizante), no lo consigue, pero no por una dificul-
tad particular de algunos sujetos, sino por un asunto lógico que Freud (1915, p. 143)
denominaba represión originaria, algo imposible de levantar, en tanto fundamento
mismo de la subjetividad, huella de la entrada al lenguaje. Es decir, no es una im-
potencia sentida por el individuo, sino una imposibilidad: algo del orden de lo que
se deduce (Miller, 1988a, p. 91). Hablar no es natural, pero cuando hay lenguaje, es
una implicación lógica la aparición de puntos de atracción, dado el operador de la
diferencia propio del lenguaje. Tampoco se trata, entonces, de la arbitrariedad de
los referentes históricos. “Lo inconsciente y lo no dicho de su discurso condicionan
y delimitan lo consciente y lo dicho” (Braunstein, 1980, p. 73).
La formación puede plantearse como un corte y un desajuste entre al me-
nos tres procesos, nombrados de distinta manera, dependiendo del ángulo de
mirada. El sentido sería el esfuerzo por conjurar los efectos de ese corte, de ese
desajuste.
En primera instancia, es innegable que la vida y, particularmente, las estruc-
turas nerviosas superiores, son una condición de posibilidad del sujeto, pero no
lo explican; es decir: sin vida, no es posible el sujeto, pero la vida no explica la
subjetividad28. Tal vez por eso el hombre se las ha arreglado para pensar en una
humanidad sin cuerpo: la idea de un espíritu que trasciende la carne, o la ficción de
sostener las funciones del pensamiento más allá de la muerte. El asombroso cono-
cimiento alcanzado hasta hoy sobre el cuerpo y, en especial, sobre el sistema ner-
vioso, avanza sobre su propio objeto, no en dirección a conocer la especificidad del
sujeto (así trate de hacerlo, así la divulgación de la ciencia intente hacerlo percibir
de tal manera); esto se puede ver insinuado, por ejemplo, en la obligación sentida
28
Sin cámara no hay película, pero no es posible entender la película a partir del conocimiento de la
estructura de la cámara (Braunstein, 1980, pp. 71-72).
222
Sujeto y lenguaje
por la medicina de silenciar cada vez más al paciente29. Y como perder la cabeza en
la guillotina implica el fin de los procesos psíquicos y lingüísticos, muchos creen
que dentro del cráneo radica la explicación de la subjetividad (conceptos como
‘neurolingüística’ o ‘neuropsicología’ dan cuenta de esa aspiración); hay explica-
ción, sí, pero de otro objeto: por ejemplo, del funcionamiento cerebral requerido
por la puesta en acto del lenguaje y de los procesos psíquicos... pero esos no son
ni el lenguaje ni el psiquismo de los que se habla cuando se dice ‘sujeto’. Hay una
cierta consolación contemporánea en emparentarnos con los animales, diciendo,
por ejemplo, que la solidaridad, la no ambigüedad, el respeto a las leyes, etc., se
daría en ciertos monos… otra vana esperanza que cifra el hombre de cara a lo an-
gustioso de su especificidad, esgrimiendo —esta vez— la proximidad morfológica
con algunos primates (Laurent, 2008).
En segunda instancia, desde antes del nacimiento hay un contexto cultural
para el niño. La coyuntura histórica establece gran parte de los límites de lo de-
cible, invisibles para el sujeto. Habría un sujeto-soporte en una organización so-
cial, con una estructura moebiana en la que interno y externo se conectan. Según
Braunstein, lo que uno cree ser es un sistema de representaciones y conductas,
producido por el proceso social (familia, educación, medios). El destino de ese
producto es ocupar los lugares que también han sido producidos por el proceso
social, en eventos desconocidos por los sujetos, pues el desconocimiento es una
condición necesaria para ocupar tales lugares bajo la idea de estar ejerciendo
la voluntad (sujeto ideológico, dice Braunstein). Por eso se habla en primera
persona —“yo opino...”—, cuando en realidad no sólo se están armando frases
con un diccionario y una gramática tomados del Otro social, sino que incluso se
están repitiendo frases del intercambio lingüístico, al mismo tiempo que mu-
chos otros. Esto expresa la relación imaginaria que tenemos con las condiciones
históricas de existencia, en tanto hablantes. Cuando se intenta decir qué se es, a
escala del sentido habla el lugar que se ha venido a ocupar, se es hablado por ese
lugar; y a escala de la singularidad del sujeto, habla una repetición más o menos
autista en la que el sujeto goza, no importa lo que diga.
Y, en tercera instancia, el cachorro de niño, que nace como organismo bioló-
gico, no habla; es menester convertirlo en otra cosa: en un ser hablante… lo cual
sería entender la formación no como la consecución de un estado latente, sino co-
29
Como vimos atrás (§1.2.2), el síntoma empezó como un “aviso”, pero en tanto sensación “subjetiva”, la
medicina estableció que podía ser un falso aviso; entonces, empezó a preocuparse por establecer el signo clínico,
éste sí “dato objetivo y objetivable”, hasta el punto en que no requiere una sensación conexa.
223
Capítulo VI
30
«Gradualmente se vio (como nosotros) / Aprisionado en esta red sonora / de Antes, Después, Ayer,
Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros. [...] El rabí le explicaba el universo / “Esto es mi pie;
esto el tuyo; esto la soga”». Poema “El Golem” (Borges, 1964).
31
Según Bruner (1971, p. 110), el aprendizaje es un mecanismo para no tener que aprender más.
32
Para el psicoanálisis, el sujeto evita el tener que vérselas con su responsabilidad frente a su forma de
satisfacción pulsional; por eso suele ponerse en las manos de un Otro —como la ciencia— que “objetiviza” su
causa, es decir, que la des-subjetiviza, que des-responsabiliza al sujeto.
224
Sujeto y lenguaje
Coda
Si se asume el sujeto como el efecto posible de un proceso de desnaturaliza-
ción, que no lo pone en una vía preestablecida, sino que lo desarraiga de lo que
sería su “desarrollo natural”, entonces ‘sujeto’, ‘formación’ y ‘sentido’ pueden
tomarse como distintas perspectivas acerca de lo mismo: no se puede hablar de
sujeto sino como algo que está teniendo lugar, que se está formando; y la ma-
nera de estar en esa condición sería lo que llamamos “producción de sentido”,
de un sentido dependiente de la anécdota de la época, del cual sólo se puede
hablar en relación con un sujeto. Así, al sujeto no se le agrega el sentido ni se le
adosa la formación. Él es en la medida que intenta arreglárselas con su estatuto
en trámite permanente.
33
“Cualquier intento de determinar lo que es el referente de un signo nos obliga a definir este referente en
términos de una entidad abstracta que no es otra cosa que una convención cultural” (1968, p. 81).
225
Capítulo VII
Desde una teoría del lenguaje, la escuela parece tener que ver con un “contrato
social”. Desde el psicoanálisis, la escuela tiene que ver con el lazo social, pers-
pectiva que acotará la idea de contrato y que permitirá explicitar un marco en el
cual definir el papel de los agentes educativos, más allá de la idea de “función”,
atado a la estructura del dispositivo discurso.
227
Capítulo VII
2
En el caso del presente capítulo, se trabajará, inicialmente, la teoría de los “actos de significación”, de
Luis Ángel Baena (1992) y luego la teoría de los “cuatro discursos”, de Jacques Lacan (1969-70).
228
La escuela: lazo y contrato
229
Capítulo VII
nes, hablar de “actos de habla”, como hacen Austin (1955) y Searle (1969), luce
limitado y, entonces, Baena propone agregar el concepto de actos de lengua (o actos
de significación), como una matriz que ya no depende del habla ni del contexto,
sino que está constituida en la lengua, como parte de su estructura3.
En otras palabras, el acto no sería posterior a la existencia de la lengua (la cual,
en consecuencia, resultaría ajena al acto, sólo estaría ahí para nombrarlo o para
que éste se sirva de ella), que es como se quiere explicar a partir de la clásica di-
visión entre sintaxis, semántica y pragmática. Es decir, la imagen de un hablante
que hace con la lengua, que la pone al servicio de sus intereses es tal vez muy
simple. Se propone que el acto está incorporado a la estructura de la lengua mis-
ma, la cual, entonces, prefigura la acción. Como dice Halliday (1978), “la lengua
es como es a causa de las funciones que ha desarrollado para servir en la vida
de la gente; es de esperar que las estructuras lingüísticas se puedan comprender
en términos funcionales” (p. 13); de forma que si las necesidades requieren para
su satisfacción de la interacción, la lengua tiene la forma de esa interacción. Así,
tales propiedades pueden buscarse, o bien solamente en el habla contextuali-
zada (con lo que la descripción de la lengua será la de una gramática de reglas,
al estilo chomskiano, y no de opciones [Halliday, 1978, p. 13]); o bien —como
propone Baena— también en la lengua.
Como se ve, esto plantea un reto importante a las teorías de la Filosofía del
lenguaje: si bien éstas —en su análisis del lenguaje ordinario— contribuyeron a
deshacer la dicotomía lengua/habla basada en la idea de que el habla es caótica
y, en consecuencia, no susceptible de análisis sistemático, en ese proyecto pa-
recen haberse pasado al otro extremo, eliminando el trasfondo estructural (pro-
puesto fundamentalmente por la lingüística) que hace posible, según la lógica
de la investigación en ciencias del lenguaje, moverse en la variabilidad del habla.
Cuando se acepta que el uso es la vida del signo (Wittgenstein, 1936, p. 31),
cuando se piensa que el contexto decide la significación, paradójicamente se
renuncia a la verdad a la que tales afirmaciones aspiran, pues fácilmente puede
plantearse un contexto donde ellas signifiquen otra cosa e, incluso, lo contrario4.
Además, tal perspectiva pone en el mismo nivel de análisis la estructura que hace
3
Es como la diferenciación que introduce Luis J.Prieto (cf. Mounin, 1979, p. 164), cuando plantea que la
significación se obtiene a través del conjunto de los significados abstractos, mientras que el sentido se refiere
a un enunciado concreto, explicitado por el contexto y por las circunstancias.
4
Puede decirse, por ejemplo, que el “alguien” de Wittgenstein (“Una palabra tiene el significado que
alguien le ha dado”) es el legislador del diálogo platónico sobre el lenguaje, en cuyo caso el sentido sería fijo.
230
La escuela: lazo y contrato
5
Para diferenciar entre dos maneras de ladrar (“ladra” y “ladra avisando algo”), en español agregamos
una explicación que no va incluida en el verbo. En guaraní, en cambio, esa diferencia es inherente a dos verbos:
“(o) ñaró” y “(o) gua’i”, respectivamente (Blecua, 1974, p. 94). En su libro Ideologías de la relatividad lingüística, Rossi-
Landi (1972) ejemplifica profusamente este fenómeno.
6
Es el caso de asambleas donde la aprobación de una moción se hace levantando la mano o “a pupitrazo”;
en tales casos, alzar el brazo o golpear con la mano en la mesa equivale a decir “estoy de acuerdo”.
7
Jacinto Rivera de Rosales. En: Eidos nº 3 (2005), pp. 8-35. Revista de filosofía de la Universidad del Norte,
Barranquilla, Colombia. (Consultada en febrero de 2009) http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/854/85400301.pdf
231
Capítulo VII
8
Por supuesto, que la lógica conceptual permitiría transformar tal matriz; pero es necesario que haya
pertinencia conceptual, para que ese número se modifique.
9
Confróntense, por ejemplo, las dimensiones de la llamada “formación integral”, las “competencias”, etc.:
¿hay un límite para su número?, ¿hay criterios que impidan quitar o poner?
10
En lengua paez, nuestras palabras “verde” y “azul” son una sola. Como la lengua no es una nomenclatura,
admite varias clasificaciones, de acuerdo con las experiencias culturales. No es una falta de desarrollo de los
órganos de la visión, como cree Cuervo Márquez (1920, p. 326).
232
La escuela: lazo y contrato
Entonces, desde la perspectiva adoptada aquí, ocho son los actos de signifi-
cación (o de lengua): aseveración, predicción, hipótesis, compromiso, requisición, declaración,
decisión y expresión afectiva. Estos ocho actos son los que hacen posible la finitud
abierta de los actos de habla, y los que hacen posible decidirse por cierto sentido.
Tal como en el caso de la función estructural descrita (reducir lo infinito), para
hacer esta clasificación se cuenta con una serie de criterios que explican cómo
entender los actos de significación y, en consecuencia, cuáles son posibles y por
qué tendrían un límite.
Los criterios de clasificación son los siguientes: 1) las condiciones bajo las
cuales se da la interacción verbal (referidas al otro y a la enunciación) y 2) el efecto
que en ella se produce (que denominaremos significación). Veamos:
11
Mediante el cual —entre otros— el psicoanálisis abandonó el campo causal de la medicina y encontró
su propia especificidad.
233
Capítulo VII
ella están codificados los roles que él ocupará (Braunstein, 1980). Así, los actos
de significación producen los mundos “objetivo”, “social” y “subjetivo”.
234
La escuela: lazo y contrato
los hablantes tienen del mundo, del lado de lo designado y no de lo cubierto por
la significación. Lyons (citado por Mounin, 1979, pp. 163-164), opone la referencia
al sentido, entendido como conjunto de relaciones semánticas existentes entre un
signo y otros signos de la lengua. Por su parte, Dubois et al. (1973, p. 526) también
definen el referente como aquello a lo que remite un signo lingüístico en la reali-
dad extra-lingüística, pero agregan: “Tal y como la segmenta la experiencia de un
grupo humano”. En esa misma dirección advierten (p. 526) que no se puede con-
fundir la relación entre el signo y la realidad extra-lingüística con la existencia mis-
ma del referente (el signo “hipogrifo” tiene referente, pero no existen hipogrifos);
y que no se puede pensar que algunas “cosas” están universalmente segmentadas
antes de la cultura, pues los datos sobre el referente no coinciden de una lengua a
otra: cada una usa rasgos particulares para definirlo (p. 526).
Ahora bien, si hay una segmentación de la experiencia por parte de un grupo
humano, si la función referencial “pone al signo en relación no directamente con
el mundo de los objetos reales, sino con el mundo captado a través de las for-
maciones ideológicas de una cultura dada” (p. 525), ¿qué quiere decir que el re-
ferente sea una realidad “extra-lingüística”? Como se observa, hay una diferencia
radical entre las definiciones, pero el intento de la segunda no zanja los proble-
mas: sostiene la idea de referencia bajo la suposición de que el signo, al tiempo
que une significado y significante, remite a una realidad extra-lingüística, no en
tanto “objeto real”, sino como “objeto de pensamiento” (p. 525), cosa que intenta
mostrar el triángulo semiótico de Ogden y Richards. Pero, de nuevo: ¿cuál sería
el estatuto de los “objetos de pensamiento”, por fuera del lenguaje?
Estamos en medio de diferenciaciones que hacen los hablantes y que han
ido a parar a los conceptos de la lingüística; de un lado, la oposición entre de-
notación y designación: la denotación sería, según Dubois et al. (pp. 175-176), la
extensión del concepto que constituye el significado de una unidad léxica; es decir,
la clase a que da lugar el signo15. Así, cuando se trata de “silla”, la denotación
serán las sillas existentes, las que han existido y las posibles; esto es distinto
de la designación, mediante la cual más bien se especifica un subconjunto de la
clase (“esta silla”), lo cual evidencia que vivimos en las clases. Y, de otro lado, la
oposición entre denotación y connotación: para S. Mill (Dubois et al., 1973), “la
denotación es elemento estable, no subjetivo y analizable fuera del discurso, de
la significación de una unidad léxica, mientras que la connotación está constitui-
da por sus elementos subjetivos o variables según contextos” (p. 176). Pero, de
15
Para otros lingüistas (Mounin, 1979, p. 165), esta sería la definición de significado.
235
Capítulo VII
esta manera (como bien perciben Dubois et al. [p. 176]), la denotación presenta
la significación como positiva, no como diferencial (es decir, como efectivamente
existente y no como resultado de las oposiciones de la lengua); por esta vía, la
connotación termina siendo un “cajón de sastre” donde se arroja lo que ofrece
dificultades de explicación.
Entonces, aquí hablamos de significación principalmente para sostener que los
estados de cosas aludidos por los enunciados son efectos del hablar, no son simples
“hechos reales” (referidos a las cosas o a los sujetos), que dejarían a la lengua
en una función deíctica; no puede olvidarse que, además del estado de cosas
“real”, nuestras conversaciones también (¿y sobre todo?) se refieren a lo prede-
cible, probable, realizable, instituible, decidible e íntimo evidenciable; estados
de cosas que van más allá de la “realidad positiva”. La lengua es lo que es —a
diferencia de los códigos de señales de los animales (Benveniste, 1952, p. 62)—
justamente porque no está atada a la “realidad positiva” (esto no implica que no
tenga que ver con lo que llamamos así, pero si fuera solamente eso, bastaría con
un código de señales).
Lo que parece derivarse de nuestra percepción no puede desagregarse de la
significación. En lugar de “Nada hay en el entendimiento que no haya pasado
antes por los sentidos”, diremos: nada hay en los sentidos humanos que no haya pasado
antes por el entendimiento; o, de modo más simple: Nada hay en el entendimiento
que no haya pasado antes por el sentido. El referente es significación. No hay ma-
neras de aseverar, de comprometerse, incluso de expresarse afectivamente, que
no tengan raíces en actos de significación anteriores, que se han ido consoli-
dando, no sólo en el sentido de “contenidos”, sino también en el de “formatos
de enunciación”. Los órdenes de realidad, los mundos que reconocemos como
‘objetivo’, ‘social’ y ‘subjetivo’ tienen fronteras tan dependientes de nuestros
intercambios significativos, que resultan imprecisas; incluso, con el tiempo se
transforma su extensión (a partir de Newton, dice Lacan (1955-6, p. 249), las
estrellas cerraron definitivamente la boca; así mismo, a expensas del saber de la
ciencia, lo “subjetivo” puede estarse reduciendo). Hablamos del funcionamiento
del mundo que hemos ido entendiendo (y que diversas culturas entienden de
forma distinta), pero también del mundo que hacemos existir con nuestros sím-
bolos (que no existiría si no hubiera palabras). No vamos a discutir si los árboles
están o no antes del lenguaje; pero lo que sí es cierto es que las vacaciones, los
matrimonios y las sinfonías son efecto de las palabras en contextos sociales... y
que los árboles no se inscriben en las conversaciones en tanto árboles, sino en
236
La escuela: lazo y contrato
Actos
Habla Lengua
Condiciones Efecto
Posición Implicación
asumida pragmática
1 2 3 4 5 6 7 8 9
237
Capítulo VII
16
En realidad, la escuela hace una selección de entre los saberes producidos por Occidente.
238
La escuela: lazo y contrato
17
Por ejemplo: ¿no se parece a la caracterización hecha por Bernstein, según la cual el dispositivo es más
regulativo que instruccional?
18
Es curioso: una propuesta ética, que pretende ir más allá de toda teoría y cohibición, se ve determinada
por el modelo que escoge para describir el lenguaje.
239
Capítulo VII
para establecer los límites de una ética que no tenga como horizonte los buenos
propósitos.
Veamos, entonces, los actos de significación en la escuela.
7.3.1 Regulativos
La declaración. La escuela toma por objeto el saber; pero para poderlo establecer
así, hace requisiciones (hay que ir al colegio, hay que desplegar los currículos, hay
que llenar los formatos, etc.); y, a su vez, para que comience a ser perentorio que
funcione, para que haya interlocutores de tales pedidos, ella tiene que existir... y
ella no es natural: hay que fundarla. Es, como todo en la cultura, una invención.
Pues bien, para que la escuela exista, hay que declararla existente. Y en su seno,
declarar que comienzan, por ejemplo, día tras día las actividades; que se cierran
los ciclos, pero que vuelven a abrirse. Para ello, se tocan campanas, se accionan
timbres, se hacen discursos, ceremonias, se iza la bandera, se canta el himno, se
entona la voz de cierta forma.
Entonces, en la jerarquía de los actos de significación que dan lugar a la es-
cuela, el primero es la declaración; he aquí sus características:
* Quien toma la palabra para realizar una declaración, se pone en posición de
estar investido de un poder. Efectivamente, puede tenerlo, pero no necesaria-
mente es así (cuántos curas falsos han ejercido durante años). Es fundamen-
tal que —además de la autoridad competente19— los auditores lo invistan
también.
* Su acto, entonces, hace ser, promueve algo al estatuto de existente; algo que,
antes de esas palabras, no existía. Una escuela sin inaugurar, no es escuela;
un día sin las sanciones del caso, no se da por comenzado; una clase necesita
gestos, palabras del profesor, golpecitos con la mano en el escritorio o en
el tablero... La escuela y sus miles de micro-situaciones se hacen existir, en
mayor o menor proporción, por medio de declaraciones cotidianas. Hay cosas
que, una vez declaradas, comienzan a ser, a marcar el ser de quienes también
quedan inaugurados: como alumnos, como profesores... (y así entran en las
estadísticas, en su casa, en las fotos, en los proyectos vitales, en las promo-
ciones o regímenes especiales para su condición, etc.).
19
Cuya “competencia” también es el resultado de otros actos de ese mismo tipo, lo cual reenvía todo a la
complejidad de lo social.
240
La escuela: lazo y contrato
20
Como cuando un movimiento político erige un líder opositor que, después, puede tener el estatuto de
gobernante legítimo.
241
Capítulo VII
21
No en vano, difícilmente los agentes educativos (incluyendo los estudios y las investigaciones) elaboran
un discurso donde no se reitere el “deber-ser”.
242
La escuela: lazo y contrato
243
Capítulo VII
22
Un profesor, que puede decirle a un estudiante: “Saque la basura”, difícilmente se lo dirá a un colega.
El rector puede pedirle a un profesor un informe, pero difícilmente un profesor puede hacerlo con el rector, etc.
23
Así la relación permita pedir algo, no se constituye como tal una requisición si lo pedido desborda
las posibilidades fácticas del sujeto ideal a formar, así sea imposible para quien tiene que obedecer (es el
formato de cierta formación artística, dable para quien supera las arbitrariedades del formador y los esfuerzos
sobrehumanos de los ejercicios... nada distinto a los excesos de la formación militar).
24
Se puede percibir la insinceridad del hablante en relación con el acto de habla, pero la sinceridad en
relación con el acto de lengua: quiere que se haga algo, no esto que dice, sino otra cosa... con tal de que el otro
se muestre como subordinado.
244
La escuela: lazo y contrato
245
Capítulo VII
25
A veces no hay certeza y, entonces, “toda duda se resuelve en beneficio del acusado”. Aun en este caso,
la referencia es la certeza, pues en su ausencia, la decisión tiene una marca.
246
La escuela: lazo y contrato
(por ejemplo, hay unos plazos, después de los cuales puede haber prescripción;
hay mecanismos, como el habeas corpus, que busca evitar arrestos y detenciones
arbitrarias); si la persona está legítimamente investida para tomar la decisión
(una decisión justa no tiene implicación alguna si se descubre que la persona
había falsificado su fuero); y, por último, se trata de un acto justo si, además, está
fundado (si hay pruebas). De ahí que, aún investida la persona, aún en la situación
indicada, puede ser derogado su acto por ser infundado, o abstenerse de decidir
por falta de pruebas (la antigua fórmula legal non liquet expresa que las pruebas
ofrecidas no son concluyentes). Por eso hay “investigación”, consultas, descar-
gos, pruebas, testigos, etc. Por supuesto que se pueden surtir estas condiciones
en parte por suposiciones de los interlocutores, en parte por falsificaciones, pues
se trata de un juego en el que intereses, prácticas y palabras se combinan.
El estado de cosas es decidible (no es real, ni probable), razón por la cual el
acto también entra en la configuración del mundo social. Obsérvese que, en este
caso, entran consideraciones del mundo “objetivo”, pues el saber se involucró.
Pero, ¿qué tanto sabe el profesor acerca de los hechos para decidir la sanción al
estudiante?, ¿qué tanto sabe el Ministerio de Educación para tomar la decisión
de inversión en el sector?... los “hechos” resultan subordinados al funcionamien-
to de lo social. No se trata de investigaciones para establecer los hechos, simple-
mente, sino de averiguaciones al servicio de actos que contribuyen a perpetuar
las instituciones; de ahí el sentido de tales búsquedas, la manera de asignar las
personas que las harán (se puede ser juez y parte), los tipos de participación de
los afectados, etc. En todo caso, las decisiones configuran parte del rol variable
del sujeto en el dispositivo.
7.3.2 Instruccionales
Las condiciones vistas hasta ahora tienden a permitir que los agentes edu-
cativos se reúnan en las aulas para interactuar, principalmente, a propósito del
conocimiento; otros temas también circulan, pero tal vez subordinados al co-
nocimiento o supuestamente conducentes a él. La prueba es que, hasta ahora,
esos otros asuntos no han desplazado la organización de la escuela, en el nivel
“instruccional”, a partir a) de las asignaturas26; b) de las edades de los estudian-
26
La mayoría de los maestros están formados en disciplinas: licenciaturas en física, química, ciencias
sociales, matemáticas, filosofía, etc.
247
Capítulo VII
27
Es el caso de la formación docente cuando depende de grupos etarios: licenciaturas en educación
preescolar, en educación infantil; posgrados en educación superior.
28
Es el caso de la formación docente para grupos especiales: licenciaturas en educación especial,
etnoeducación, educación para adultos, educación comunitaria.
248
La escuela: lazo y contrato
249
Capítulo VII
obedece a una lógica de producción de conocimiento, sino más que todo a una
pragmática: se aprende lo que es indispensable decir para ser bien evaluado, te-
nido en cuenta, etc.
La distancia entre la recontextualización y la producción depende de la postura
de cada maestro que toma la palabra a nombre del saber y construye con ella un
contexto de interacción. De todas maneras, él está exigido desde varias lógicas:
sus enunciados han de tener en cuenta a sus interlocutores (lo contrario del cam-
po de producción simbólica, donde el interlocutor es quien se esfuerza por entrar
en el campo); han de ceñirse a tiempos propios de la escuela (caso distinto al del
campo de producción, cuyos ritmos obedecen más a tensiones internas que ex-
ternas); han de responder a una programación previa; el profesor intenta todo el
tiempo mantener el contacto (la función fática de Jakobson [1960]); etc.
Ahora bien, no necesariamente con una aseveración se asevera, ni todas las
veces se asevera mediante aseveraciones. Este galimatías viene del hecho de que
hemos diferenciado entre actos de habla y actos de lengua. Usando esos térmi-
nos, podríamos decir que los actos de habla no tienen por qué coincidir con los
actos de lengua; que, por ejemplo, un acto de habla aseverativo (“tu rendimiento
está por debajo del promedio”) puede ser un acto de lengua requisitivo (“mejora
tu rendimiento”). La frase “Plutón no es un planeta” puede querer decir “estudia
más la próxima vez”, o puede implicar “Esto se va a preguntar en el examen”.
250
La escuela: lazo y contrato
sistemática de datos), las maneras de aplicar el saber pueden ser muy variadas
(desde la analogía30 hasta la lógica formal), etc. Predicciones obtenidas mediante
los mecanismos propios de los campos de saber científico —producidos acorde
con una época, no es que estén exentos de determinación social31— son más im-
probables en la escuela, la cual está más cercana a la aseveración, toda vez que
el conocimiento depende allí de la requisición.
El juicio posible sobre una predicción es el que establece si ésta es acertada
o no. En las disciplinas científicas, más que enunciados, se producen gramáticas
de trabajo, mecanismos que permitan decir cosas. De tal manera, allí resultarían
más importantes la configuración de dichas gramáticas, que los enunciados mis-
mos. No obstante, por su naturaleza, a la escuela le queda muy difícil trabajar en
tal dirección y, tal vez por eso, atiende más a los enunciados o a la mecanización
de algoritmos, que a la producción de gramáticas. Más que a crear enunciados
con una gramática compartida, se aprenden enunciados; más que a entender
algoritmos, se mecaniza la aplicación de algoritmos para corpus restringidos a las
consideraciones administrativas de los lapsos y momentos educativos.
251
Capítulo VII
252
La escuela: lazo y contrato
253
Capítulo VII
7.4.1 El fundamento
Saussure había dictado el Curso de lingüística general en París a comienzos del
siglo XX. La teoría estructuralista sobre el lenguaje reinaba ya para los años 60
en Francia. Lacan había sido tocado por esta ola. Bajo sus claridades había po-
dido ver cómo la teoría de Freud, que se había servido de metáforas propias del
paradigma científico de finales del siglo XIX, podía encontrar una formalización
—no una nueva metáfora— gracias a las categorías de la lingüística. El sujeto se
entendió como producido en el marco del lenguaje y las operaciones fundamen-
tales del psiquismo, denominadas por Freud desplazamiento y condensación, se mos-
traron describibles de manera muy precisa mediante figuras retóricas. “Freud se
refiere al tema de tal manera que percibirán escritas con todas las letras las leyes
de estructura que Saussure difundió a través del mundo” (Lacan, 1967, p. 43).
Pero no era Lacan sencillamente un estructuralista. Su asunto no era el
circuito comunicativo de las teorías del lenguaje; en función de la clínica, le
interesaba, por ejemplo, la repetición de los elementos lingüísticos, asunto
que escapa a la idea del “circuito” y apunta más a un sujeto hasta cierto punto
autista. Si bien tales teorías ganaban una formalización que a Lacan le venía
muy bien, lo hacían en la dirección de su propio objeto, que no era el del
psicoanálisis. Incluso, procedían con arreglo a un mecanismo —la exclusión
del sujeto— del cual el psicoanálisis se diferenciaba: Saussure —como vimos
(§1.2.2)— se declara a favor de un modelo donde los hablantes hacen idén-
ticas y predecibles asociaciones entre significantes y significados, y desecha
un modelo de singularidades donde los hablantes hacen combinaciones que
dependen de su voluntad, impredecibles.
Para explicar la comunicación, el estructuralismo partía de (o presuponía) un
propósito comunicativo que no problematizaba, y luego pasaba a caracterizar los
elementos formales. La lengua es pura forma, se diría entonces. Pero muy tempra-
no, Lacan (1955-6) vio que esa maquinaria, si bien determinaba al sujeto, se en-
ganchaba con él. Por ejemplo, no era explicable su funcionamiento sin un punto
de basta, que era justamente una operación del sujeto: cómo comienza a andar
esa maquinaria perfecta y, sobre todo, cómo se detiene, eran preguntas tal vez
insubstanciales (o comprometedoras) en el campo de las ciencias del lenguaje,
pero fundamentales para el psicoanálisis, pues, por ejemplo, en la aparición de
alucinaciones auditivas —uno de los denominados fenómenos elementales propios de
254
La escuela: lazo y contrato
255
Capítulo VII
anécdota del momento, hecha a partir de los elementos formales. Era, más bien,
el efecto de la formalización lograda por las ciencias del lenguaje: “El sujeto es lo
que defino en sentido estricto como efecto del significante” (Lacan, 1968, p. 103);
y, en ese sentido, también era algo que quedaba, al menos parcialmente, por fuera
del lenguaje, lo que no dejaba de tener sus efectos.
De otro lado, la preocupación por el lenguaje nunca ha sido exclusiva de cier-
tas disciplinas; es algo con lo que muchos tienen que vérselas, bien sea para
arrinconar o para caracterizar. Para la filosofía del lenguaje —según venimos de
ver (§7.3)— las descripciones formales de la lingüística olvidan que con el len-
guaje se hacen cosas.
Para su seminario de 1969-70, Lacan tiene su propia versión al respecto. Es
cierto que se hacen cosas con palabras, es cierto que el habla es un acto. Ahora
bien, ¿se trata sólo de eso? o ¿se trata principalmente de eso? Lacan construye
su propia teoría del discurso, en la que no es indiferente esta discusión de fon-
do. De entrada, Lacan pone la diferencia: su discurso es sin palabras. Se trata de
una estructura que asigna unos lugares, ¡independientemente de lo que se diga!
Mientras los filósofos del lenguaje introducían en su discusión una búsqueda
de las diferentes modalidades del hacer con las palabras (para incorporarlas a
propiedades del verbo, por ejemplo), Lacan mostraba que el sujeto mismo es un efecto
del discurso.
Tal como en la discusión se planteaba, se trata de que alguien hace hacer a
otro con el lenguaje. Lacan planteaba la estructura en términos de lugares fijos.
El lugar del agente y el lugar del trabajo podrían representar este “hacer-hacer”: el
agente hace hacer al que trabaja; de ahí viene su denominación. Pero la pregunta
no es, como en el otro campo, qué le hace hacer conforme a las palabras usadas,
sino lo que es posible hacer dada la estructura del discurso y los elementos que
ahí se pueden situar, independientemente de las palabras. Parece como si en la
filosofía del lenguaje ordinario sólo estuvieran las funciones de agente y trabajo,
y que sólo circularan palabras que requerían ciertas legitimidades (no cualquiera
puede decir “los declaro marido y mujer” y esperar a tener el mismo efecto que
dicho por un sacerdote en ciertas condiciones). Es como si en esos lugares sólo
hubiera palabras y lo nuevo fuera plantear que esas palabras modificaban la si-
tuación previa.
Lacan va más allá: plantea una estructura del hacer-hacer, pero que no puede
dejar de soportarse en dos hechos implícitos: el agente está soportado en una
verdad; es esa verdad la que lo hace hablar de cierta manera, la que lo ubica de
256
La escuela: lazo y contrato
cierta forma para agenciar algo, no sin cierto impase. Y es esa verdad, justamente,
la que resulta excluida para obtener una explicación científica del lenguaje. A su
vez, el trabajo tiene un producto, un resto que no ha sido parte del plan y que, sin
embargo, se produce indefectiblemente. Y la naturaleza de ese resto también da
un tono al ejercicio del discurso, también da un estilo al tipo de trabajo realizado.
Tenemos, entonces un discurso que agrega un subsuelo a la estructura pen-
sada en el marco de la discusión de la época sobre el lenguaje. Queda, entonces,
una estructura de cuatro lugares:
Agente Trabajo
Verdad Resto
257
Capítulo VII
Significado (s)
Significante (S)
Pero él mismo había concluido que la lengua es pura forma, que los signi-
ficantes se desplazan con independencia de los significados, que los procesos
que afectan la forma no dependen del significado, según habíamos ya citado: “La
lengua no es un mecanismo creado y dispuesto con miras a expresar conceptos.
Por el contrario, vemos que el estado resultante del cambio no estaba destinado
a señalar las significaciones de que se impregna” (Saussure, 1916, p. 110). Ade-
más, formula el concepto de valor, según el cual los significantes se definen por
sus relaciones y no por lo que permiten significar, que sería algo posterior. En
consecuencia, Lacan no sólo invierte la fórmula:
S
s
sino que para ese entonces hace desaparecer el significado de la fórmula del
discurso.
Entonces, los lugares del discurso van a ser ocupados, inicialmente por lo que
representa esa idea de “la lengua es pura forma”, es decir, por los significantes,
en su propiedad de estar mutuamente determinados, de ser instancias diferen-
ciales. Es decir, una cadena. Y lo mínimo de una cadena, son dos eslabones. El
lenguaje puede formalizarse, todo él, en una cadena mínima de significantes:
S 1 -S 2 . Ahora bien, ya Lacan había relacionado al sujeto del psicoanálisis con
esa cadena: el sujeto vaciado por la ciencia, era una especie de cascarón formal,
determinado por la cadena significante, casi un significante él mismo, pero par-
cialmente excluido de dicha cadena. El tercer elemento, entonces, es ese sujeto
vaciado —“castrado”, diría Freud—, como efecto de su relación con el lenguaje.
Este sujeto barrado (S), dice Lacan, es un efecto del lenguaje: S - S 1 - S 2 . El sujeto
hace cadena con los significantes, al punto que el significante viene a ser definido
mediante una tautología en la que se ve muy bien que Lacan toma distancia de
las concepciones que le dan contenido al sujeto, por un lado, y con aquellas que
le dan contenido a la comunicación, por otro. El significante, dirá, es lo que representa
a un sujeto ante otro significante. S1 representa a S ante S2. No deja de ser un tanto
ambigua la expresión en el punto donde el “otro” puede referirse al significante
258
La escuela: lazo y contrato
Agente Trabajo
S1 S2
S a
Verdad Resto
32
De ahí que, al otro día de dejar el cargo, ya no se tiene por el político el mismo interés, al punto que le
es retirada la escolta.
259
Capítulo VII
la labor (el oikos, el hogar) y el mundo del trabajo se dejaba para quienes carecían
del estatuto de hombres libres: las mujeres y los esclavos.
Las conciencias no pueden más que generar la agresividad, dado que quien
otorga el ser (el reconocimiento de la otra conciencia) al mismo tiempo podría
quitarlo. De manera que —como dijimos a propósito del fuego (§4.3)— un refe-
rente que trasciende la relación entre semejantes hace posible el vínculo, aplacar
la agresividad. Ese referente, en el caso de Hegel, es la muerte. Ante ese hecho,
que trasciende a cada uno, el amo escoge la muerte y el esclavo escoge la vida.
Ya no se dirime el ser de cara al otro, sencillamente, sino de cara al referente
trascendental.
El amo, sin embargo, tiene como verdad —según vemos en el esquema— la
división subjetiva. Es que verse reconocido por alguien que ha sido reducido a
la posición de temer la muerte y escoger la vida, es algo que produce un impase
existencial. Qué mejor para un amo que verse reconocido por otro amo… pero
esto inmediatamente llamaría a la rivalidad. La manera de detener esa rivalidad,
esa oposición de “o tú o yo”, que no puede más que acabar en la muerte de uno
de los dos, fue la dialéctica de las conciencias en la que uno decide vivir y devie-
ne esclavo. Es la presencia de lo simbólico lo que hace trascender ese momento
de la identificación imaginaria.
Además, el amo, que puede disponer de la vida del esclavo, que puede apro-
piarse de todo lo que produzca, no puede sin embargo, apropiarse del resto pro-
ducido en la operación; y es el hecho —señala Hegel— de que el esclavo se
realiza en sus productos, así sea despojado de ellos.
Ahora pasemos a la escuela y su relación con el discurso del amo.
Hemos dicho que los objetivos educativos se relacionan con el saber, algo vi-
sible claramente en los currículos y planes de estudio. Pero también dijimos que
las personas no confluyen allí por un contrato cognitivo, sino por una consigna
—por un significante amo S1—: ya tienes la edad, el Estado ordena, debes ser un
hombre de bien, etc. La escuela hace todo tipo de requisiciones a todos los que
intervienen; y para que funcione, para que haya interlocutores de tales pedidos,
es fundamental declarar existente la escuela, declarar que comienzan día tras día
las actividades. Y quien toma la palabra para realizar una declaración, se pone
en posición de amo. Y los auditores lo invisten también; eso es el ejercicio de
un poder. Hace ser, mediante el hacer-hacer a otros. No se declara con intención
comunicativa, pues a veces se quiere lo contrario… terreno abonado para un
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Capítulo VII
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Capítulo VII
33
Ponderado en un 98%, si hemos de creer en las cifras del presupuesto asignado por ley a bienestar
universitario en Colombia, que es del 2%.
264
La escuela: lazo y contrato
34
http://www.mineducacion.gov.co/1621/article-87872.html (consultada en 2010-01-18).
35
Es exactamente lo que ocurrió con el surgimiento del “trabajador social” en el siglo XIX: no apareció
sencillamente para promover el cambio, fortalecer al pueblo e incrementar el bienestar de los trabajadores,
como dice la Federación Internacional de Trabajadores Sociales (http://www.ifsw.org/, consultada en 2010-07-
17), sino para impedir que el malestar, causado por la relación laboral, pusiera en peligro la fábrica.
265
Capítulo VII
266
La escuela: lazo y contrato
les donde se expende bienestar para los estudiantes, que aluden irónicamente a
aquello frente a lo cual constituyen una respuesta. Es allí donde el individuo bus-
ca —aquí no interesa si feliz o tristemente— el estatuto de sujeto que le ha sido
expropiado. Es decir, el “bienestar universitario”, más que una dependencia de la
institución, es el esfuerzo —vano— por acotar la exterioridad al discurso, que no
obstante lo rige.
Cuando el “bienestar” es dispensado desde la lógica del discurso formativo,
muchos estudiantes lo entienden como “más de lo mismo”; saben muy bien de
qué se trata. Es decir, no van a cambiar el bienestar de la estudiantina —que
ellos mismos han creado con su demanda—, por los talleres destinados a ca-
pacitarlos en algo, a cantaletearlos o a infantilizarlos. La mayoría no va a trocar
aquellos bordes por las actividades deportivas36 destinadas a que se produzca
el feliz matrimonio entre una mente sana y un cuerpo sano (si hacen deporte es
porque así satisfacen la pulsión). Algunos muerden el anzuelo, claro está, y ahí
se origina, por ejemplo, el deporte competitivo en las grandes universidades.
Recordemos que la afrenta del sexo, pese a haber sido combatida separando a
los hombres de las mujeres (todavía tenemos “residencias femeninas” en ciertas
instituciones de educación superior), incluso especializando universidades para
hombres y para mujeres, llevó a la creación de ese “bienestar” a través del de-
porte. Si llegaban extenuados de los entrenamientos, tal vez no tuvieran ánimo
sino de descansar37. Esto llegó al extremo de permitir que un excelente jugador
(de básquet en Estados Unidos, de fútbol en México) vaya ascendiendo por los
peldaños de la profesión, sin aprender mucho, con tal de hacer quedar bien a la
universidad en los torneos.
En resumen, el bienestar está por fuera de la lógica del discurso universita-
rio; muchos buscan en la zona de distensión que ha sido construida alrededor
del claustro e incluso dentro del claustro (como el “Jardín de Freud” en la Uni-
versidad Nacional), en la lógica de la exclusión interna, la cual delimita zonas
de la universidad por las que “es peligroso pasar”. Y sólo una minoría gravita
alrededor de la oficina de bienestar, para ver gracias a qué servicio o a que pro-
yecto puede obtener algún beneficio (que no “bienestar”) personal. Un bienestar
curricularizado es una contradicción en los términos: el currículo representa el
36
La ley 30 de 1992 sólo especifica este aspecto: “Las instituciones de Educación Superior garantizarán
campos y escenarios deportivos, con el propósito de facilitar el desarrollo de estas actividades en forma
permanente” (artículo 119).
37
Es la idea de la concentración deportiva: lugar para no disiparse, para no tener sexo.
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Capítulo VII
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La escuela: lazo y contrato
269
Capítulo VII
Vamos a ejemplificarlo con Sócrates: él actúa como agente del discurso; sin
su manera de estar ahí, de preguntar, de poner a trabajar al otro, no tendríamos
mayéutica… tendríamos, de pronto, un discurso sofista. Como sabemos, él no es
quien trabaja: quien trabaja es su interlocutor, que tiene la posición de un amo
frente a lo poquito o mucho que sabe: lo sabe con certeza. Sócrates, en cambio,
dice “sólo sé que nada sé”, pero no al estilo de una falsa modestia; esa es exac-
tamente la posición que sostiene el discurso de la histérica. Entonces, Sócrates
interroga al amo para que produzca un saber… que finalmente va a estar en po-
sición de resto. Después de horas de discusión sobre la belleza, nuestro filósofo
concluye, dirigiéndose a Hipias Mayor: “Las cosas bellas son difíciles”. Todo lo
que se ha producido, va a dar al cesto de la basura. Lo único que le importa a Só-
crates es haber puesto a trabajar al otro (con lo cual goza, si nos fijamos en aque-
llo que constituye la verdad de su discurso). Esa figura del Sócrates —así sea
inventada por Platón— que interroga, que no se aprovecha el error del otro, que
documenta las creencias más simples (no es que el otro sea tonto, pues otros,
incluso de renombre, han pensado como él), que espera el momento justo para
introducir un elemento nuevo… esa es una de las figuras del maestro. Ahora
bien, no enseña por hacer un favor, sino que hay algo de su goce comprometido
en esa elección (que eso tenga efectos sociales es un “valor agregado”). Tomaré
como ejemplo el diálogo sobre el lenguaje —Cratilo—, para mostrar la labor del
maestro como estructurada desde el discurso de la histérica:
* Deseo de saber. Sócrates ironiza sobre el conocimiento de Pródico: dicta unas
charlas que nada dejan qué desear (como el maestro que enseña lo que tiene que
enseñar, independiente de los estudiantes que tenga al frente). En lugar de es-
to, Sócrates se coloca en posición de generar el deseo de saber (el cual será
alimentado por el otro, aun en ausencia del profesor); el que ya sepa, no puede
desear saber, pues se desea aquello de lo que se carece: si el maestro se mues-
tra sin dudas, entonces está dando a saber que no desea saber.
270
La escuela: lazo y contrato
271
Capítulo VII
Por último, tenemos el discurso que Lacan llamó “del analista”. Es el único en
el que el sujeto trabaja en tanto sujeto (dividido por su pulsión). En los otros, el
sujeto trabaja en tanto saber (el esclavo), en tanto pulsión (el universitario) y en
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La escuela: lazo y contrato
tanto amo (de la histérica). Aquí trabaja en tanto dividido, en tanto sujeto de la
responsabilidad. Lo que este discurso produce, como desechos, son significan-
tes amo, consignas que han constituido lugares de identificación del sujeto. La
posición del agente es la de un semblante del objeto pulsional, es decir, algo que
divide al sujeto, que lo impele a producir enunciados. Y la verdad que causa su
posición en el discurso es un saber en reserva. Habíamos comentado ya algo al
respecto (§1.2.2). El saber en esa posición es el resultado de un proceso donde
los significantes amo van perdiendo su valor de consigna y el sujeto aprende
algo sobre su propio régimen de goce.
Para el discurso del amo (el discurso regulativo en la escuela) no es posible
hacer que las cosas funcionen desde lo singular y lo inestable, en un mundo
donde nada equivale a otra cosa. Por eso rechaza las soluciones locales y busca
equivalencias (mediante la evaluación, por ejemplo, y con ayuda de ciencias co-
mo la psicología del desarrollo), universales.
A escala del sujeto —hemos dicho—, lo que se presenta es la singularidad,
no ser igual a ningún otro. Así, lo que se le presenta a un profesor —un conjunto
de estudiantes— es una heterogeneidad múltiple. En el psicoanálisis, también se
presenta heterogeneidad, pero como está advertido de esa dimensión del sujeto,
y como quiere preservarla, entonces sólo los toma caso por caso. Cada dispo-
sitivo tomará este input y lo procesará, de acuerdo con su propia naturaleza: en
el caso de la educación, la tendencia del dispositivo es aplicar un operador que
podríamos llamar poder de clasificación. En el caso del psicoanálisis, el operador es
el deseo del analista (llamamos así a estar ubicado en esa posición, en tanto agente
del discurso).
Clasificar es una operación que busca trascender las contingencias individuales
o coyunturales, para comparar eventos casuales o sensaciones repetidas, median-
te la codificación, es decir, la construcción de universales (características de grupo
o de época); en otras palabras, producir una equivalencia entre objetos diversos,
para obtener una entidad —la clase— que es más general que cualquiera de los
objetos particulares que incluye. Precondición para ello es asumir que esos obje-
tos pueden compararse. En tanto decisión convencional, no interesa si los objetos
realmente equivalen, sino quién decide tratarlos así y con qué fines. El hecho “es-
tudiantes” se construye (no es un hecho dado, una realidad del positivismo), gracias
a lo cual poseen existencia material (no sería un relativismo a ultranza) (Desrosiè-
res, 1995).
273
Capítulo VII
274
La escuela: lazo y contrato
ser de maestro que tiene que ver con la expectativa de la que ya nos hacía caer
en cuenta Freud (§2.1.3): el maestro no lo dice todo, siempre guarda algo, parece
esperar la oportunidad para que un saber tenga sentido, gracias a una coyuntura
específica, gracias a un interés singular. Ese maestro al que se va a escuchar por-
que se piensa que siempre tiene algo novedoso para decir, para inventar, es un
maestro cuyo saber está —al menos parcialmente— en reserva. Es alguien a quien
se quiere recurrir para encontrar claves acerca de una pregunta que inquieta. Aquel
que hace pertinente el saber, a condición de saber cuándo habría que exponerlo,
en qué medida habría que explicitarlo. La sabiduría atribuida al maestro tiene que
ver más con lo que se le imputa que con lo que ha dicho. Si se limitara a lo dicho,
no habría que volver sobre él. Si se trata de lo dicho, no habría la dimensión de la
enunciación, de la posición frente a lo dicho, que es la que finalmente constituye
su estatuto de sujeto enseñante. De otra forma, el maestro habría sido trocado por
la radio, por el cine, por la televisión, por la multimedia, por la Internet. Si estos in-
tentos —porque ese sueño totalitario siempre ha estado presente cuando aparece
un nuevo medio de transmisión y/o almacenamiento de información— han fraca-
sado es porque la heterogeneidad del salón de clase en realidad es irreductible,
así las medidas de homogenización queden satisfechas con el aplanamiento que
alcanzan a producir.
Coda
La teoría de los Actos de significación devuelve al plano estructural parte del
asunto del “uso” del lenguaje. Esto permite describir el dispositivo escolar no en
el nivel de los infinitos actos de habla, sino en el de los finitos actos de lengua
subyacentes.
En la escuela domina la declaración, pues la escuela es un lugar advenido y sos-
tenido por una práctica humana que involucra la interacción. La escuela no es
natural, de manera que sólo ciertos momentos históricos la pueden hacer existir
y para eso deben declararla. Todo tipo de declaraciones, desde lo macro hasta
lo micro, tiene que reproducir a diario el funcionamiento del dispositivo escolar.
Una vez existente, el dispositivo marcha al ritmo de la requisición: “hay que...”
es una expresión que manejan padres, estudiantes, profesores, funcionarios, go-
biernos. La escuela es un lugar donde se nos ordena hacer cosas, independiente
del sentido que tengan. Se trata de algo que parece marchar automáticamente.
275
Capítulo VII
Este nuevo terreno subjetiva y crea situaciones que son mediadas por la decisión
(ante los conflictos generados) y el compromiso (tanto el que la institución misma
adquiere al fundar, como el que exige, paradójicamente, a los participantes).
Hasta aquí, se trata de un panorama regulativo, condición no específica de los
saberes allí aludidos con tanto ruido. Y si bien se hacen, como en las disciplinas,
aseveraciones, predicciones e hipótesis, su producción e interpretación también echa
mano de mecanismos distintos a los utilizados para generar los saberes. No se
trata principalmente de hacer aseveraciones, predicciones e hipótesis en la lógi-
ca del saber, sino de repetirlas, de contarlas, de usarlas como ejercicios de clase.
Por último, la especificidad del dispositivo rechaza la expresión afectiva, no está
hecho para eso, salvo en los primeros años, cuando todavía los roles que da la
escuela al sujeto no han sido asumidos.
A continuación intentamos esquematizar esta jerarquía:
Declaración
Aseveración
Requisición Predicción
Compromiso Hipótesis
Decisión
Expresión
afectiva
276
La escuela: lazo y contrato
ser instruccional, entonces convierte los espacios del saber en lugares mediados
por la orden. Y ahí es cuando nada funciona y los maestros se quejan de la falta
de interés por el saber.
La educación realiza un control social, pero con consentimiento del estu-
diante, por la vía de la relación con el saber (y sabemos que el estudiante
puede no consentir y entonces hablamos de “fracaso escolar”); y el saber no
se puede imponer. Hoy se pide a la escuela más control social: que frene la dro-
gadicción, las pandillas, los embarazos tempranos… Cuando la escuela se deja
llevar por esa dinámica, renuncia a su especificidad. Los objetivos formativos de
la escuela son sub-productos de la acción (Antelo, 2005), de manera que sólo
constituyen uno de los efectos posibles, no calculables, de la relación con el
saber. Así como las conciencias no se aniquilaron mutuamente, dando origen al
discurso del amo, gracias al referente que las trascendía a ambas, así mismo la
relación es posible en la escuela bajo la mediación del saber. Si esto se pierde,
aparece la tensión: la “falta de respeto” por parte los estudiantes, y el odio del
maestro a las modalidades de goce de los estudiantes (Tizio, 2002a,12): perseguir
el pircing, la altura de la falda, la longitud del cabello, los rasgos de pertenencia
a las llamadas “tribus urbanas”. La relación no es entre iguales, ni a escala yo-tú.
Se supone que el maestro sabe algo, que no sabe lo mismo que el estudiante; de
otra manera, no se justificarían ni el encuentro, ni el sueldo del maestro.
Se supone que el discurso del amo ajusta un espacio en el que la instrucción sea
posible, pero la renuncia a la relación con el saber —que es un fenómeno social en
relación con todo referente simbólico— hace que el campo mismo de la instrucción
parezca propio del discurso del amo. Sin embargo, la autoridad no se puede impo-
ner en el saber, se gana si es reconocida por el otro (es una praxis, en el sentido de
Arendt [1958, §V]). La autoridad epistémica permite el vínculo educativo, introduce
el límite (tanto de lo que no se puede como de lo que sí se puede), da lugar a la
autorregulación, pero de manera indirecta.
La escuela también funciona a partir de un discurso comandado por el saber.
Es la modalidad de explicitación del saber, que reduce al sujeto a ser objeto de la
transformación. Y como ese tratamiento es insoportable, el sujeto busca recons-
tituir lo que le ha sido expropiado mediante exclusiones internas y estudiantinas.
Pero el maestro no tiene obligación de hacer desaparecer al sujeto; entonces, el
cordón de disipación perdería una importancia proporcional al monto que ahora
quedaría en el marco del propio funcionamiento del dispositivo. No se va a eli-
minar la función de la escuela a expensas del bienestar (la escuela no es un club).
277
Capítulo VII
278
La escuela: lazo y contrato
279
Capítulo VIII
Psicoanálisis y escuela:
relaciones posibles
8.1 Intersecciones
Si tomamos al psicoanálisis y a la educación como dos conjuntos, el tema de
sus relaciones es el de la intersección entre esos dos conjuntos. Cada uno puede
estar, como se ve en la siguiente tabla, en posición de agente en relación con
el otro: por ejemplo, el psicoanálisis puede dar un objeto a la educación (una
nueva concepción del niño), o la educación puede dar un objeto al psicoanálisis
(los malestares que en el seno de la escuela se producen); así mismo, cada uno
puede estar en posición de evento o de dativo, en relación con el otro. Comenta-
remos algunas de estas opciones.
281
Índice temático
282
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
Quienes terminan el análisis. Hoy, en el Campo Freudiano existe una práctica que
podríamos asimilar al caso anterior. En 1967, tres años después de fundada la
Escuela Freudiana de París, Lacan inventó un dispositivo al que llamó pase (la
Escuela sólo lo aprobó hasta 1969); se trata de un procedimiento puesto al ser-
vicio de quien decide demostrar, en un marco institucional, que ha terminado
su tratamiento. Al final, la persona puede extraer un saber articulado, pues el
psicoanálisis no es una experiencia inefable o mística, aunque cada análisis sea
único. El mecanismo del pase en las Escuelas de orientación lacaniana busca
aprender de los análisis particulares, pues en cada uno hay algo inédito; de ahí
que Evans (1996, p. 149) diga: “El pase no tenía que ver con una función clínica,
sino con una función docente”. Es decir, cada testimonio del pase educa al psicoanálisis.
No obstante, algo hay que saber para poder tener la oportunidad de aprender
algo. La ignorancia total —si existiera— no sirve de soporte al aprendizaje; se
aprende sobre una base, no somos tabula rasa. En cierta medida, hay una doctrina
sobre el final de análisis (por eso se diseña el pase), pero la comunidad psicoa-
nalítica no sabe sobre el final de ese análisis singular sobre el que la persona va a
rendir su “testimonio”. De tal manera, un primer tiempo sería:
Verificación
Saber – 1 Datos
283
Índice temático
Pero si la comunidad analítica está dispuesta a que el saber del pasante (sa-
ber-2) tenga a posteriori efectos sobre el primer saber, el segundo tiempo varía,
pues produce un efecto de metaforización (Lacan, 1957, p. 482), según el cual, el
saber-1 pasa bajo la barra del signo:
Pasante
Saber – 3 Comunidad
Saber – 2
Saber – 1 analítica
En tal caso, la lógica que asiste a la comunidad es del orden del encontrar, no
del orden del buscar. Pero aquí hay una particularidad: mientras en la demos-
tración científica la exclusión del sujeto es una requerimiento de la teoría para
avanzar, aquí no, pues al final del análisis no sólo está la conclusión, en términos
de asunto a demostrar, sino que en ella hay algo de decisión, de acto, ya que se
produce el deseo del analista1. Como recuerda Soler (1995), la solución de la
cura es matemática, pero con consecuencias en el querer. Se produce algo del
orden del saber, pero también algo del orden de la voluntad que no queda ex-
cluido. La transferencia se “resuelve” en los dos sentidos de la expresión: como
solución (que exige la prueba) y como estar resuelto a, es decir, una re-solución (que
presupone la certeza y exige el acto de alguien singular).
Ahora bien, la razón científica —esperada en el testimonio hecho usando el
soporte del dispositivo del pase—, en tanto universalización, se opone a la de-
cisión, en tanto singularidad. Ante esto se podría hipotetizar lo siguiente: el pase
es un dispositivo científico sin exclusión del sujeto (o sea, es una contradicción en los
términos). Está en juego la razón, pero “la razón después de Freud”, como dice
Lacan (1957); aquella según la cual la pretensión de objetividad de la ciencia,
que requiere sacar al sujeto de la operación, oculta una opción y, por eso, la
ciencia también es una retórica: “Lo que permanece implícito en la definición de
un hecho científico, es el conjunto de los hechos que se excluyeron para hacer
aparecer ese hecho” (Soler, 1995, p. 22). Es decir, la ciencia elige no tener en
cuenta el hecho llamado sujeto; el psicoanálisis, en cambio, se hará cargo de él,
pero tendrá que producirlo.
1
Recordemos que el psicoanalista no se produce en una universidad, sino en un análisis.
284
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
2
Incluso bajo la modalidad de la “complejidad de las circunstancias”, cuya mención sirve, según Žižek
(1994, p. 11), “para librarnos de la responsabilidad de actuar”.
285
Índice temático
3
Más adelante, agregará a estas dos la lealtad política: “Desde muy temprana edad pesan sobre el ser
humano, además de la inhibición de pensar el tema sexual, la inhibición religiosa y, derivada de ésta, la de la
lealtad política” [1927, p. 47).
286
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
dañinos sería aquella que permite pasar del principio del placer al principio de
realidad, pero a través de la sublimación.
Pero el mismo Freud fue cambiando este punto de vista (cf. §2.1), a favor de
una diferencia específica entre los dispositivos pedagógico y psicoanalítico. De
tal manera, se puede plantear que de la pretensión de enseñar a educar, pasó a
una más modesta de dialogar con los educadores y de ocuparse de los efectos
de la escuela, más que de su conducción. Esto que ocurrió con la pedagogía
también pasó —y sigue pasando— con los otros campos de “aplicación” que
vislumbró, a medida que se fue precisando la especificidad del psicoanálisis, a
medida que se fue haciendo evidente el contrasentido de conceptuar sobre asun-
tos a propósito de los cuales es imposible aplicar la clínica propiamente dicha,
que es su razón de ser. Cada vez es menos probable encontrar entre los analistas
una esperanza de aplicación amplia del psicoanálisis, entre otras cosas porque
la idea de psicoanálisis aplicado ha concentrado su posibilidad en los espacios no-
específicos donde no pierde su especificidad. Eso no elimina la posibilidad de
dialogar con quienes se ocupan de campos en relación con los cuales algo del
malestar del sujeto se produce. Así, hoy el psicoanálisis no diría cómo educar,
por la forma como entiende las especificidades de los dispositivos analítico y
educativo.
A la educación (la definición del objeto). Aun sin intentar inmiscuirse en la especifici-
dad de la educación, la caracterización que el psicoanálisis hace del niño influye
en la educación, en el sentido en que redefine su objeto (el niño), como un efecto
de su inserción en la cultura; ¡cuántos términos e ideas que antes eran impensa-
bles, y que fueron objeto de la más acérrima crítica, son hoy del dominio público!
No hay formación en el campo psi-(área de la salud mental) que no mencione al
psicoanálisis, para rendirle homenaje, para tergiversarlo o para despacharlo por
la puerta de atrás, pero en todo caso es de obligatoria mención.
Antes del psicoanálisis, podemos ubicar grosso modo dos concepciones del niño,
que se pueden ilustrar mediante la comparación entre Pulgarcito y Las aventuras de
Pinocho. Pulgarcito, en el siglo XVII (aunque es una tradición anterior), es un niño
con potencialidad, resuelve sus conflictos con ingenio, y se enfrenta de igual a
igual con los adultos, en un contexto donde la escuela no juega papel alguno. En
la historia de Perrault, no hay ‘infancia’, ni desde la perspectiva de los mayores,
ni desde la de los pequeños. En términos de Piaget (1969, p. 193), los niños ten-
drían una estructura mental idéntica a la del adulto, aunque funcionalmente fue-
287
Índice temático
ran diferentes. Por esto, Philippe Ariès (1960) encontró que, hasta determinado
momento, los niños eran pintados como adultos en miniatura. No son iguales a
los adultos, por supuesto, pero tampoco habitaban un período especial de ado-
lescencia. Eso permite desplegar ciertas prácticas sociales (dejar a los niños en
el bosque, por ejemplo) que, vistas desde hoy, nos parecen “anti-naturales”. Por
contraste, Pinocho, a finales del siglo XIX, es un muñeco ingenuo, torpe, ocioso,
mentiroso y grosero que, para salir de ese estado, para poder ascender al estatu-
to de ser humano (niño), debe aceptar una ausencia de iniciativa, tiene que acep-
tar la falta, internalizar la conciencia y someterse a llenar sus carencias gracias a
los buenos oficios de la institución escolar. Es cuando ya la moral va por dentro
y, entonces, desaparece la función del grillo y el hada se vuelve madre. Esta his-
toria se escribe ya no solamente para distraer, propósito seguramente pertinente
en otra época, sino también con el propósito de educar esa etapa de la vida. Collodi
trabaja no sólo en condiciones de existencia de la infancia (reproducida también
con ayuda de la “literatura infantil” que él ayuda a crear), sino de una infancia
unida a la idea de educar, de formar en la escuela.
La infancia es un “invento” (un efecto) más o menos reciente, es un producto de
la modernidad; y, así producida, viene a ser aquello de lo que se ocupa la escue-
la, en dos sentidos: atenderla —el más evidente— y, sobre todo, hacerla existir,
inventarla en cada momento. A su vez, en tanto producto, la infancia le da razón
de ser a la escuela, la hace existir. Sin una, no hay la otra. Esto contrasta con la
percepción inmediata, para la que la infancia sería algo objetivo: está allí, siem-
pre ha sido así y siempre lo será, y se la reconoce bajo las ideas de desvalimiento,
carencia, latencia, etc. (el niño concebido bajo la égida del dispositivo escuela,
estaba definido como el que adolece, de ahí ‘adolescente’); y, de otro lado, la escue-
la sería un dispositivo imprescindible, natural y, en consecuencia, eterno.
Frente a esta idea del niño inocente (carente de atributos), Freud (1916b) tie-
ne una concepción que escandalizó a académicos y gente del común:
Inicialmente [el niño] no muestra asco alguno frente a lo excrementicio, sino que lo
aprende poco a poco bajo el imperio de la educación; no atribuye un valor particular
frente a la diferencia de los sexos, más bien les imputa a ambos la misma formación
genital, dirige sus primeros apetitos sexuales y su curiosidad a los seres más allega-
dos, y a quienes más ama por otras razones: padres, hermanos, personas encargadas
de su crianza; por último, muestra lo que vuelve a irrumpir luego en la exaltación de
un vínculo amoroso: no sólo espera placer de los órganos sexuales, sino que muchos
otros lugares del cuerpo reclaman esa misma sensibilidad, procuran análogas pla-
288
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
centeras y, así, pueden desempeñar el papel de genitales. El niño puede ser llamado,
entonces, “perverso polimorfo”; y si no advertimos más que rastros de la práctica de
estas mociones en el niño, esto se debe, por una parte, a su menor intensidad por
comparación a la que poseen en épocas más tardías de la vida, y, por la otra, a que
la educación sofoca en el acto, con energía, todas las exteriorizaciones sexuales del
niño (p. 191).
La infancia, entonces, no sería una condición natural, hereditaria, escrita en
el código genético; pero tampoco sería meramente un constructo social, en todo
contingente, variable totalmente en función de la historia. Las características
que asigna a la infancia Freud las considera constitutivas (necesarias) de la forma-
ción de un sujeto, pero como efecto de las condiciones bajo las cuales se produ-
ce, no como algo que ya viene prefigurado antes de la producción misma (como
la idea del árbol agazapado en la semilla) y que no haría más que desarrollarse.
Sin embargo, dice Freud, tales manifestaciones del niño se siguen sofocando
cuando “teorizamos” el asunto:
(…) los adultos se empeñan en no ver un sector de las exteriorizaciones sexuales
infantiles y en disfrazar otro mediante una reinterpretación de su naturaleza sexual,
hasta que a la postre pueden desconocer el todo. A menudo son estas mismas per-
sonas las que primero, en el cuarto de los niños, se enfurecen con todas sus malas
costumbres sexuales, y que luego, puestos a su mesa de escribir, son las campeonas
de la pureza sexual de esos mismos niños (p. 191).
Como se aprecia, el asunto no es solamente de “ver” los fenómenos, sino de
tener la posición que permitiría hacer algo con eso: “se empeñan en no ver”, dice
Freud… ¿y por qué se empeñan? Entonces, no se trata solamente de entender sino de ser
capaz de asumir. Hemos visto la importancia que Freud le da a la posición del sujeto
en estos asuntos. De tal manera, queda interrogada la cuestión de que la investi-
gación comprometería ante todo al sujeto epistémico; otras problemáticas están
en juego: por ejemplo, aquello que el sujeto se vería obligado a aceptar para su
propia representación. Freud (1916b, p. 20) decía que estamos tentados a considerar
como falso aquello que nos causaría displacer aceptar como cierto. De manera que no sólo
se trata de la verdad o la falsedad “intrínsecas” al argumento, sino de aquello que
éste implica para el sujeto.
Con todo, después de un siglo de existencia, es inevitable que la educación
caracterice hoy su objeto de trabajo con algunos elementos del psicoanálisis. En
este caso, no se trata de decirle a la educación quién es el niño, sino que ella ya lo
define mediante una forma ecléctica que contiene elementos del psicoanálisis que
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A la educación (la descripción del evento). No se trata, en este caso, de decirles a los
educadores, sino de describir desde la teoría. En ese sentido, Freud considera impo-
sible la educación (cf. §2.1.4), característica que no impide su práctica, sino que la
incentiva, pues es algo que se deduce (Miller, 1988a, p. 91), no como la impotencia,
que es algo que se siente (de ahí que, para Freud, el tratamiento analítico sirva
para pasar a alguien de la impotencia a la imposibilidad).
Ahora bien, ¿por qué considerar imposibles a esas profesiones y, específica-
mente a la de educar? El aserto de que el lenguaje es la casa del ser (Heidegger,
1947) se convierte en una promesa de consistencia: “vuélcate al lenguaje que
aquí —pues lo propone un hablante— estarás en tu casa”. Sin embargo, después,
cuando ya no hay marcha atrás, resulta que el sujeto está mortificado justamente
por el lenguaje: “Por cosas que le fueron dichas y por cosas imposibles de decir”
(Laurent, 2006). Y si la promesa educativa queda subordinada a la promesa simbó-
lica, es decir, si consideramos que la educación se da principalmente en el lenguaje,
entonces hay algo de esa promesa educativa que, de entrada, no se puede cumplir.
En La biblioteca de Babel, Borges (1944b) muestra magistralmente la razón por la
cual es incumplible la promesa simbólica: si todos los libros posibles existen en
ese universo en forma de biblioteca, ahí está aquel volumen que justifica la exis-
tencia de cada uno, que le da sentido a sus sufrimientos y a sus cuitas; sólo hay
que encontrarlo... pero, puestos en ello, ¿cómo distinguirlo de todos aquellos
otros libros que tergiversan esa justificación, pues también son libros posibles?
De la primera esperanza se pasa a una desesperanza y de ahí a un rencor que se
expresará en la destrucción de los textos, de esa ironía tan cruel, de ese laberinto
tan pasmoso (pero, ¿qué puede destruir un ser humano, por molesto que esté,
de un conjunto infinito?).
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291
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292
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
sino de que, además, sostenga un deseo con su trabajo. Si bien no se puede pe-
dir a toda persona que esté en posibilidad de pagar su análisis, algo debe perder
en la operación.
293
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lugar animado por el deseo de saber, “aquejado” de un no-saber; donde sus par-
ticipantes no comparten el rasgo de una profesión, pues Lacan hizo miembros de
su Escuela a personas que no practicaban el psicoanálisis, e hizo órgano base de
su Escuela a pequeños grupos de estudio cuyos participantes no necesariamente
pertenecían a ella. Ante la imposibilidad de formar a los psicoanalistas desde
una perspectiva pedagógica, la Escuela busca constituirse en campo que permita
sostener el dispositivo analítico, discutir sobre la especificidad de las prácticas
que se ofrecen como psicoanalíticas (que quien se autoriza como analista, expli-
que el fundamento de su decisión) y teorizar la práctica ante una comunidad de
trabajo.
Esta Escuela hereda de Freud la idea de los Institutos que ofrecen formación
epistémica a los interesados en la disciplina, pero no desde el conocimiento que
cualquiera puede tener de la disciplina, sino desde el conocimiento que perso-
nas tocadas en lo más singular por el psicoanálisis pueden tener de la disciplina.
La divulgación. Tras abandonar la idea de colonizar todos los terrenos (en cu-
ya búsqueda hubo que ceder en muchos terrenos), el psicoanálisis no obstan-
te corre el riesgo de encerrarse en un oscurantismo que garantice su supuesta
“especificidad”. Pese a no considerarse una ciencia (en la medida en que justa-
mente se hace cargo de lo que aquélla desecha), de todas maneras aspira a ser
comunicable: no se trata de algo acerca de lo que no se pueda saber y que estaría
reservado sólo a unos cuantos “iniciados”. Scilicet, palabra latina que significa “a
saber”, fue el nombre que Lacan dio a la revista de la Escuela Freudiana de París.
Entonces, es menester divulgar el psicoanálisis —enseñar hacia “afuera”—, labor
distinta de la de formar analistas —enseñar hacia “dentro”—. El campo psicoa-
nalítico está dispuesto a dialogar con su época sobre lo que ocurre.
Ahora bien, en la divulgación del psicoanálisis nada se le exige al interesado
(como en el caso de la formación, donde es imprescindible que se haga un análi-
sis), mientras esté interesado. Las Escuelas lacanianas de psicoanálisis se abren
deliberadamente a otras teorías, con la doble idea de aprender de ellas y de inci-
dir sobre ellas. Es conocida la variedad de disciplinas y manifestaciones cultura-
les a las que acudieron tanto Freud como Lacan para hacer su trabajo y producir
su teoría. En la divulgación, no obstante, también se abre una puerta por donde
la particularidad puede aflojar. Lacan decía que en lugar de llevar la peste a los
Estados Unidos cuando fue a hablar de sus investigaciones, Freud había introdu-
cido la peste en el psicoanálisis mismo.
294
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
8.2 Desencuentros
El psicoanálisis y la educación han vivido relaciones variables: a medida que
cada uno se transforma, su posible nexo con el otro se modifica; y, de otro lado,
tal relación se da en un contexto histórico específico (susceptible él también de
transformarse) que ubica a cada una de esas prácticas en cierto grado de posibi-
lidad de relación con la otra.
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4
Françoise Dolto llegó a tener en Francia un programa radial en el que aconsejaba en relación con todos
los temas de la crianza. Actualmente se venden 3 CD con los programas radiales, bajo el título de Lorsque l’enfant
paraît. Integrale de l’anthologie radiophonique.
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Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
están hechos para tratar el malestar (con sus profesionales en consejería, psico-
logía, etc.)… la idea de “hacerlo mejor” sería ignorar que se trata de un espacio
generado por el mismo dispositivo educativo, en una perspectiva que no inter-
pela al sujeto de la responsabilidad que interesa al psicoanálisis;
* si bien preferiría que la recontextualización del saber, propia del dispositivo
escolar, no ahogara la disciplina, no es de su especificidad —como sí lo es de
la educación— diseñar currículos… la idea de dar a los estudiantes “mejores
versiones” de la clínica psicoanalítica y de su teoría sería pasar por alto que
no se trata tanto de un asunto de enunciados, como de un asunto de enun-
ciación;
* si bien se interesa por ganar un espacio para la disciplina frente a los saberes
de la época, no es de su especificidad —como sí lo es de la educación— deter-
minar el peso de las asignaturas en ciertas carreras sociales o humanísticas…
la idea de “garantizar” la puesta en circulación de ese saber como cualquier
otro ignora que no se trata principalmente de una falta de divulgación, sino
de un efecto estructural5 de rechazo al discurso analítico;
* si bien le interesa la formación de analistas, no es de su especificidad —como
sí lo es de la educación— contribuir a formar profesionales relacionados con la
salud mental (psicólogos, psiquiatras)… la idea de “formar mejor” olvidaría que
la formación de un analista es principalmente un efecto sobre el sujeto (que se
produce únicamente en el dispositivo analítico) y no la acumulación de requisi-
tos externos (que es la modalidad del dispositivo escolar).
5
El apasionamiento y el desprecio por la lógica que se manifestaron contra el psicoanálisis “deja colegir
que se han puesto en movimiento resistencias que no son las meramente intelectuales, que se despertaron
fuertes poderes afectivos” (Freud, 1924, p. 231), en tanto “el contenido de la doctrina hería intensos sentimientos
de la humanidad” (p. 234).
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6
Otra cosa son las instituciones de analistas, que no necesariamente, ni todo el tiempo, van en el sentido
de la especificidad del discurso psicoanalítico.
7
En referencia a la propuesta de Otto Rank de ahorrarse el análisis mediante el tratamiento del “trauma
del nacimiento”, Freud (1937a, p. 219) dice que se trataba de algo ”concebido bajo el influjo de la oposición
entre la miseria europea de posguerra y la ‘prosperity’ norteamericana, y estaba destinado a acompasar el tempo
de la terapia analítica a la prisa de la vida norteamericana”.
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9
El segundo punto brillante que no titila en el cielo fue llamado Marduck por los babilonios, Odín por los
nórdicos, Zeus por los griegos, Júpiter por los romanos.
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nes tenían que ver con las cosas más humanas que podamos imaginar10; por su
parte, los planetas describían un movimiento retrógrado que retó a los grandes
pensadores; la teoría de Ptolomeo estuvo vigente hasta el siglo XVI. El hombre
se contemplaba a sí mismo con satisfacción, por estar en el centro: “la posición
central de la Tierra era para él una garantía de su papel dominante en el uni-
verso y le parecía que armonizaba bien con su inclinación a sentirse el amo de
este mundo”, dice Freud (1917, p. 132). Esta ilusión narcisista fue golpeada por
Copérnico11. Otros ya habían objetado el papel central de la Tierra, pero cuando
esta idea “halló universal reconocimiento, el amor propio de los seres humanos
experimentó su primera afrenta: la cosmológica” (p. 132). El golpe fue tal, que las
estrellas enmudecieron: ya no hablan del pasado y del futuro, ya no rigen los
destinos. Ahora tienen ciclos regidos por la gravedad. Su elocuencia se reduce a
una fórmula. Aunque habría que pensar si el verdadero corte cosmológico no fue
más bien el de Kepler, quien —a pesar suyo, valga decirlo— desplazó la idea de
centro que Copérnico no tocó, como se ve en su Revolutionibus Orbium Coelestium, en
el que el sistema celeste está organizado en círculos concéntricos.
Desalojado de allí, el hombre movió sus afectos —pues éstos no se aniqui-
lan, sino que se desplazan— a otra manera de ubicarse en un lugar privilegiado,
que ya venía funcionando de manera paralela: el trono del rey de las especies.
Descender de los dioses o haber sido creados a su imagen y semejanza, es decir,
diferentes de los animales, que serían especies inferiores, bestias... también nos
dejaba bien parados. Cuando los animales aparecen próximos al hombre (como
en los mitos y en las fábulas, desde Esopo hasta la National Geographic) es para
moralizar o para mostrar un universo antropomorfo. No sólo el hombre dominó
a los animales, sino que además “interpuso un abismo entre ellos y su propio
ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal,
pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comu-
nidad con el mundo animal” (p. 132). Pero Darwin encontró que no hay solución
de continuidad entre las formas vivas, las cuales, además, se transforman con el
tiempo. “El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido
del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras
10
El nombre de la constelación de Orión, por ejemplo, viene del ejercicio de tener un hijo mediante
orines. De otra parte, el mismo grupo de estrellas se llama, de acuerdo con la cultura que eleve la mirada, El
gran cucharón, el Arado, el Burócrata Celeste, el Carro, la Osa Mayor (Sagan, 1980, pp. 46-47).
11
Eso no quiere decir que tal posición no pueda retornar de alguna forma: según una propuesta científica
actual (Soter, 2007, p. 26), la proporción de la masa de un cuerpo que orbite el Sol, en relación con la restante
masa de su mismo espacio orbital es determinante para definirlo como planeta. Pues bien, el que tiene mayor
proporción es la Tierra, no obstante ser aproximadamente 300 veces más pequeña que Júpiter.
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303
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hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más podero-
sos que los sometidos al yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la volun-
tad, permanecen impertérritos ante la refutación lógica, indiferentes al mentís de la
realidad. O sobrevienen impulsos como si fueran de alguien ajeno, de suerte que el
yo los desmiente, pese a lo cual no puede menos que temerlos y adoptar medidas
preventivas contra ellos (1917, p. 133).
El resultado es nuestra huella digital: el síntoma, pues nuestra singularidad
no se puede realizar en la teoría o en la bondad, lugares donde, por el contrario,
debemos diluirnos en la gramática de la disciplina (si hay acierto, es del método;
si hay falla, es del sujeto) o en el imperativo moral, iguales para todos los que
operan bajo su égida. La idea de apartar la atención de sí y dirigirla a una gene-
ralidad, no es más que el imperativo (categórico, si se quiere) de la “conciencia
moral” —en términos de Freud—, que no hace más que generar la culpa12.
El psicoanálisis erige el inconsciente, pero no para dejarlo en el centro... no se
trata de una humanidad creada, ni de una especie con una misión en el universo;
está arrojada ahí —no “puesta” como otros seres vivientes que no se enteran de
que están vivos—, cosa que la hace infeliz, delicada, efímera. Y el conocimiento
es un recurso de esa especie para conservarse un minuto en la existencia. Tiene
que inventar el sentido de su vida que, en consecuencia, no podrá ser sino trági-
co. Contra la tercera ilusión, tenemos al menos dos tratamientos: aquellos que
equiparan manifestaciones no iguales y, en consecuencia, los casos vendrían a
ser realizaciones imperfectas del prototipo (como en la escuela). Y el tratamiento
que se pregunta en cada caso “Cómo ha llegado a ser este X y no otro”; Freud —la
clínica psicoanalítica— no es el único que se hace esa pregunta, pero es el que se
la hace de la manera que me gusta: no busca una “cualidad esencial” a defender,
encuentra una serie numerosa de desemejanzas y exacerba la singularidad.
El hombre rompe con lo inmediato y lo natural en virtud de que habla. Desde
hace un siglo, para el psicoanálisis el hombre “no es por naturaleza lo que debe
ser”. Pero no por ello necesita formación, sino más bien una inmersión en el campo
del otro... ¿No es acaso la formación lo que ya hace que el hombre no sea “lo que
debe ser”? En otras palabras, aquel al que se le asigna la necesidad de forma-
ción ya tiene sobre sí unas características que renunciamos a explicar (a no ser
que el presupuesto sea que esa es la naturaleza humana, que eso viene en los
genes, pero hay maneras de mostrar la precariedad de ese presupuesto). La idea
12
Véanse, los siguientes casos analizados por Freud: la idea del superyó en El malestar en la cultura (1930);
el análisis de la epilepsia en Los hermanos Karamasov (1928); la idea de “delinquir por conciencia de culpa” (1916).
304
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles
Coda
El psicoanálisis… fue educado por las histéricas y es educado por cada tes-
timonio del pase; poseduca a quien es educable, para que tome sus decisiones;
enseña a la educación las maneras como trata al niño; propone a la educación
un nuevo niño como objeto de su trabajo; enseña a la educación qué es la edu-
cación, pues la describe sin idealización, en el entendido de la discrepancia entre
sujeto y lenguaje; se enseña en el campo educativo; se lo aplica en el espacio
escolar de asistencia, como referencia del facultativo; se aprende en un análisis;
su episteme se aprende en un Instituto; se divulga, dialoga con la época.
Pero el psicoanálisis no es una praxis como la educación: no busca hacer el
bien, no aconseja, no esgrime el ejemplo, no idealiza el saber, no homogeniza a
los sujetos, no busca deshacerse del malestar, no cifra su permanencia en razo-
nes sociales y no busca dirigir la educación, ni definir los currículos, ni profesio-
nalizar en salud mental.
Las distancias entre psicoanálisis y educación han sido relativas a los movi-
mientos internos de cada uno: el relajamiento del psicoanálisis lo “acerca” a la
educación; su afinamiento lo distancia. El auge y los buenos resultados alejan a
la educación del psicoanálisis; sus crisis la acercan. Son estructuralmente exclu-
yentes, pero coinciden en época y lugar, y sus relaciones siempre dejan un resto.
La educación satisface un requerimiento social, el psicoanálisis se hace car-
go de los desechos de la sociedad en la época de la ciencia. La educación es
estructural a la sociedad, el psicoanálisis es posible porque adviene cierta espe-
cificidad de lo social. La superficie de la educación es sensible al cambio social,
el psicoanálisis no se siente desafiado por el cambio social, a menos que éste
presente implicaciones estructurales.
El momento de la educación es paralelo a la humanidad. Mientras que el psi-
coanálisis no podía haber existido en cualquier momento: es efecto de la época
en la que el sujeto fue expulsado de todo lugar de autorrepresentación, especial-
mente de su último reducto: el yo.
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A manera de conclusión abierta
pulsional de cada uno. De ahí que la escuela no sea atractiva y que sea función
del maestro hacerla desear.
Pero las anécdotas culturales nos obnubilan: las cosas parecen cambiar en su
especificidad. Entonces, en la escuela aparece la fascinación por corear el fin de
la tradición y por convertirse en un medio de información. Con todo, no dejan
de aparecer nuevos síntomas (¿o son los mismos, con nuevas caras?), pues la
formación de sujetos no se reduce a la realización de objetivos educativos, pen-
sados desde la perspectiva de la representación como adecuación a la realidad
y de lo moral como reductible a la razón… todo ello llevado a cabo por parte de
un yo dado. Para el psicoanálisis, en cambio, hay un efecto necesario de nuestra contin-
gencia: la pulsión. En función de ella, cada uno segrega un mundo exterior de manera
singular. Los dispositivos sociales intentan resarcir esta indigencia humana me-
diante ofertas de idealización; pero el individuo renuncia a medias a su pulsión y
la cultura no puede ofrecerle una compensación proporcional. De ahí la variedad
de respuestas subjetivas que el dispositivo educativo encuentra como problema
y en vano intenta eliminar.
A nombre del psicoanálisis, este impase produjo intentos de respuesta. En una
perspectiva individualizante, se pensó que las dificultades en la escuela serían pro-
ducidas por su propio funcionamiento, con lo cual se victimiza e idealiza al niño, y
se demoniza la autoridad. Para ello, se reinventó un sujeto de la voluntad y de la
adaptación, una sociedad que satisface todas las necesidades y que no trauma-
tiza, y unos maestros-sin-sentimientos. Y, para lograr la felicidad supuestamente
coartada por la escuela, se buscó acabar la censura, la prohibición y las jerarquías.
De otro lado, en una perspectiva masificante (de tono político), se consideró que
era la institución la que debería ser tratada y se cuestionaron la dominancia del
saber y la homogenización. Para ello, se extrapolaron categorías a escala colectiva,
siendo que lo novedoso del análisis freudiano respectivo fue encontrar la manera
como la singularidad daba lugar a lo colectivo. Para socavar el poder, se renunció a
los medios coercitivos, al aprendizaje cognitivo, incluso a la palabra. Se esperaba
de ello un efecto terapéutico y profiláctico. Pero empoderar al grupo no conduce
necesariamente a cosas buenas y hace creer que es posible buscar directamente
aquello que no es más que un subproducto de la acción. Pues bien, nada de esto
tiene que ver con el psicoanálisis, aunque se haga en su nombre.
Para el psicoanálisis, el sujeto es el efecto posible de un proceso de desnatu-
ralización, que no lo pone en una vía preestablecida, sino que lo desarraiga de lo
que sería su “desarrollo natural”. El sujeto está teniendo lugar, mientras participa
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A manera de conclusión abierta
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310
—(…) cuando estoy trabajando, no me importa el impacto que pueda tener.
—¿Y cuando ha terminado?
—Bien, entonces he terminado. Para mí lo esencial es comprender, yo tengo que compren-
der. Y escribir forma parte de ello, es parte del proceso de comprensión.
Hannah Arendt
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índice temático
Acto: 28, 56, 89, 97, 100, 261, 284-286, 104, 106, 110, 126, 127, 129, 147,
298. 152, 154, 207, 208, 210, 213, 217,
—de habla, de significación: 12, 205, 219, 268, 273, 285, 289, 298, 303,
228n, 230-234, 236-238, 240-248, 307, 308.
250, 252, 256, 261, 275. Contrato: 136-138, 227, 238, 260, 274.
Animal: 10, 20, 22, 31, 45, 48, 91-105,
112, 143, 146, 147, 147n, 153, 154, Datos: 8, 10, 17, 18, 21, 29-32, 41, 43, 44,
162, 197, 199-201, 209-211, 216-221, 46-48, 80n, 118, 130, 132, 133, 184,
223, 225, 232, 236, 302, 303. 210, 223n, 235, 251, 283, 307.
Aseveración: 11, 38, 233, 236, 248-253, Decisión: 8, 9, 11, 21, 28, 42-44, 86, 100,
276, 309. 102, 112, 139, 151, 155, 163, 165,
168, 171, 172, 177, 192, 229, 230,
Ciencia: 9, 18, 26-33, 35-37, 39-43, 47, 233, 236-238, 241, 246, 247, 249,
48, 51n, 55, 60, 62, 63, 71, 103, 120, 252, 253, 260, 261, 265, 271, 273,
121, 128n, 131, 134-136, 141, 145, 276, 283-286, 294-296, 305, 309.
148, 151, 157, 168, 170, 173, 191, Delirio: 10, 129, 134, 146, 148, 151, 186,
208, 211, 211n, 212, 218, 222, 224n, 187, 220.
230, 232, 236, 238, 247n, 254-256, Desarrollo: 10, 12, 52, 53, 57, 66, 67, 73,
258, 266, 269, 273, 283, 284, 286, 78-80, 82, 92, 94, 111, 112, 119-123,
294, 296, 299, 300, 305, 307. 127, 145, 149n, 155, 156, 160, 164,
Clínica: 15, 28, 29, 31, 32, 39, 47, 68, 76, 165, 168, 177, 186, 193, 208, 225,
89, 110, 142, 189, 194, 223n, 254, 232n, 273, 296, 308.
283, 286, 287, 295, 296-298, 300, Deseo: 56, 62, 87, 90, 103-105, 108, 111,
301, 304, 307. 124, 135-137, 139, 146, 148, 151,
Compromiso: 11, 136, 229, 231, 233, 153, 157, 159, 162, 168, 171, 175,
236, 237, 244-246, 252-254, 261, 185-188, 191, 192, 195, 221, 223,
276, 309. 259, 264, 270, 271, 273, 274, 278,
Condiciones de posibilidad: 7, 10, 28, 87, 284, 293, 294, 308, 310.
105, 117, 160, 191, 210. Desnaturalización: 9, 112, 155, 209-211,
Condición humana: 82, 100, 105, 146, 224, 225, 307, 308.
148, 161, 166, 214, 307. Discurso: 11, 12, 26, 31, 34n, 44, 45, 95,
Contingencia: 15, 34, 40, 63, 64, 68, 95, 182, 227, 228n, 253, 256-264, 266-
323
Índice temático
270, 272-274, 276-279, 297, 298n, 190-195, 213, 253, 261, 272, 291,
309, 310. 308.
Efecto: 9-14, 27, 31, 33, 34, 37, 38, 41, Hechos (Fenómenos, Cosas): 7, 8, 9, 19,
45, 56, 58-60, 69-71, 73-78, 80, 84, 22, 29, 30, 40, 43, 46-48, 87, 118,
86, 88, 91, 94, 100-102, 104, 107, 122, 124-126, 130, 134, 144, 156,
108, 110, 112, 118, 120, 122, 124, 163, 179, 198, 200, 201, 205, 207,
133, 134, 140, 143, 144, 161, 163, 209, 215, 218, 220, 221, 235-237,
164, 168, 172, 174, 175, 179, 181- 240, 241, 244, 246-249, 253, 254,
185, 191, 194, 197, 199, 207, 210, 256, 266, 277, 289, 307, 308.
211, 218n, 222, 224, 225, 228, 233, Hipótesis: 11, 233, 248, 250-252, 276.
236, 237, 239, 244, 248, 249, 255,
256, 258, 270, 277, 283-289, 293, Identificación: 14,121, 126, 136, 139,
295-299, 305, 307-309. 157, 158, 160, 162, 169, 186, 189,
Enseñar: 10, 13, 27,34, 39, 62, 63, 67, 190, 192, 213, 260, 273, 295.
84, 87, 100, 102, 103, 106, 107, 119, Imaginario (registro): 14, 31, 64, 104, 125,
128, 146, 147, 149n, 150, 154, 162, 135, 137, 144, 152, 189, 213n, 215-
166, 171, 174-177, 180, 181, 188, 219, 223, 225, 255, 260, 301.
210, 221, 221n, 259, 264, 265, 269- Imposible: 7, 9, 11, 23, 32, 34, 54, 68, 69,
271, 282, 287, 293, 294, 301, 305. 73, 79, 83, 84, 86, 95, 97, 102, 103,
Estado de cosas: 236, 237, 241, 244, 246, 105, 108, 109, 111, 115, 117, 120n,
247, 249, 253. 125, 126, 128 129, 136, 137, 146,
Estructura: 8-14, 18, 23, 36, 36n, 38, 39, 151, 154, 155, 175, 189, 204, 207,
41, 49, 59, 73, 78, 80-83, 86, 100, 222, 229, 244, 253, 261, 262, 290,
102-104, 106, 108-111, 117, 124- 291, 293, 294.
127, 130, 137, 144, 146, 151, 158, Instinto: 10, 14, 94-96, 99-105, 165,
161, 166-168, 173, 178, 180, 181, 165n, 168, 179, 187, 193, 217, 219,
186, 188, 190, 191, 199, 202, 204, 221, 224.
204n, 206, 206n, 210, 211, 213, 217, Instruccional: 11, 44, 53, 71, 92, 93, 101,
222-224, 227, 229-233, 252, 254- 102, 105-109, 113, 128, 170, 178,
257, 259, 262, 264, 266, 270, 274, 217, 225, 239n, 247, 261-263, 276,
275, 287, 291, 297-300, 305. 277, 309, 310.
Ética: 37, 38, 48, 54, 70, 71, 89, 90, 147,
Lenguaje: 7-12, 14, 21, 23, 32-34, 36,
158, 160, 161, 180, 214, 239, 239n,
41-43, 46-48, 55, 68, 94, 95, 99-101,
240, 262, 274, 307.
103, 105, 107, 112, 121, 124-127,
Exclusión: 10, 11, 15, 18, 23, 24, 31, 36,
129, 140, 142, 144-147, 152, 153,
37, 41, 43, 47, 94, 101, 124, 126,
156, 161, 177, 178, 187, 190, 193,
128, 134, 142, 189, 211, 253-255,
197, 197n, 198, 200, 201, 203-205,
257-259, 264, 267, 269, 277, 284,
210-212, 215, 217, 218, 220-230,
301, 305, 307, 310.
230n, 232, 234-236, 239n, 241, 246,
Formación colectiva (colectividad, 248, 253-258, 270, 274, 275, 286,
masa): 14, 36, 60n, 76n, 83, 85, 89, 290, 291, 295, 301, 305, 307.
90, 99, 156-158, 160, 162-169, 171- Libertad (emancipación): 13, 14, 46, 75,
174, 177-179, 181, 183, 184, 186, 83-85, 102-104, 108, 112, 128n, 148,
156, 157, 162, 165, 166, 168-174,
324
Índice temático
176, 177, 185, 186, 209, 231, 271, 163, 182, 185, 223, 254, 269.
296. Pugna: 8, 27, 93, 115, 174, 202, 203.
Pulsión: 14, 27, 58-61, 65-69, 71, 73, 76,
Medición (medida): 9, 42-47, 86, 87, 118, 78, 79, 83-88, 101, 108, 110-112,
139, 191, 246, 274, 291. 121, 122, 125-130, 135, 140, 141,
Método (metodología, procedimiento): 148-150, 152, 153, 156-162, 165,
14, 17, 18, 27-29, 31, 37, 43, 44, 46, 165n, 174, 175, 185, 187-189, 195,
48, 53, 65, 81, 177, 181, 184, 191, 197, 213, 213n, 214, 224, 224n, 261,
232, 245, 254, 269, 282, 283, 304, 263, 264, 266, 267, 272, 273, 285,
307, 309. 286, 308.
Moral: 11, 12, 58, 59, 67, 69, 70, 72, 72n,
76, 95, 98, 118, 119, 121, 123, 136, Real (registro): 125, 126, 129, 138, 189,
146, 151, 159, 160, 167-169, 171- 255.
173, 177, 185, 222, 228, 241, 253, Recontextualización: 11, 116, 181, 232,
262, 263, 266, 268, 269, 288, 302, 242, 250, 290, 297.
304, 308. Regulativo: 10, 11, 124, 128, 130, 151,
156, 167, 177, 180, 195, 239n, 240,
Neurosis: 13, 26, 32-34, 52, 58, 59, 61, 242, 249, 261, 262, 264, 273, 276,
65, 66, 69, 71, 73-86, 110-112, 156, 277, 279, 291, 309.
157, 161, 162, 164, 165, 168, 169, Reificación (Cosificación): 8, 48, 184,
172, 174, 177, 191, 193, 274. 186, 197, 208, 231.
Requisición: 11, 233, 240, 243-246, 249-
Objeto de conocimiento: 8, 9, 28, 31, 32,
253, 260, 261, 275, 276, 309.
34-36, 38, 42-48, 51, 51n, 66, 72,
Resto (desecho): 11, 12, 32, 47, 68, 69, 79,
110, 124, 141, 142, 173, 177, 178,
102, 108n, 113, 117-122, 124-126,
189, 191, 208, 222, 223, 235, 254,
128-130, 134n, 156, 189, 197, 210,
281, 296.
225, 257, 259-261, 263, 264, 270,
Particular: 17-21, 23-26, 28, 32-34, 36-38, 272, 274, 278, 285, 299, 305, 307,
47, 48, 86, 93, 200, 229, 232, 235. 310.
Pedagogía (Pedagogo): 10, 49, 52, 55, 56,
Saber: 10-13, 25n, 26n, 30, 33-35, 37,
61, 63, 67-76, 85, 86, 88, 91, 103,
38, 41, 46, 48, 53, 54, 56, 63-65, 71,
110-112, 120, 123, 149, 149n, 161,
71n, 72, 84, 93-95, 97, 99-101, 103,
164, 169, 174n, 178-182, 185, 187,
105-108, 111, 112, 120, 126, 127,
188, 190, 192-195, 205, 221, 227,
131, 133, 137, 138, 141, 145, 146,
252, 259, 265, 285-287, 294.
161, 162, 174-176, 181-186, 189,
Performativo: 10, 11, 14.
193, 194, 201, 207, 216, 217, 221,
Pragmática: 11, 46, 83, 128, 171, 182,
229, 236, 238, 238n, 240, 242, 246,
215, 230, 233, 234n, 237, 239, 243,
248-252, 259-264, 268-279, 283, 284,
245, 246, 248, 250, 252, 253.
286, 293-297, 299, 300, 303, 305,
Predicción: 11, 233, 248, 250-252, 276,
307-310.
309.
Significante: 10, 31, 33, 100, 102, 126,
Profilaxis: 13, 52, 53, 61, 65, 80, 82, 83,
188-190, 199, 212, 225, 235, 254-
86, 110, 112, 181, 191, 194, 298, 308.
261, 264, 268, 273, 274.
Psiquismo: 12, 39, 47, 54, 73, 77, 135,
Simbólico (sistema, registro, campo, es-
136, 142, 143, 149-151, 156, 157,
325
Índice temático
tructura): 8-10, 21, 26n, 33, 117, 119, Transferencia: 37n, 40, 41, 54, 65, 73, 81,
120, 125-130, 133, 136, 137, 144- 87, 111, 180-183, 194, 284, 310.
146, 152, 154, 162, 177, 189, 195, Transparencia: 8, 146, 215.
202, 204, 209, 210, 218, 220, 224,
225, 232, 236, 242, 250, 255, 259, Universal: 18-21, 23-26, 28, 33, 34, 36-
260, 277, 290, 291, 295, 309. 41, 47, 80, 110, 124, 136, 179, 200,
Singular (singularidad): 10, 13, 15, 17-26, 204, 215, 229, 253, 271, 273, 278,
29, 32-41, 47, 48, 58, 60, 63, 63, 71, 284, 310.
80, 85, 95, 96, 110, 113, 129, 142,
Verdad: 33, 34, 37, 41, 43, 48, 68, 85, 106,
144, 161, 175, 176, 182, 184, 187,
122, 125, 141, 145, 146, 208, 214,
191-193, 200, 204, 213, 214, 223,
215, 219, 221, 228, 239, 234, 238,
229, 232, 253, 254, 262, 273, 275,
239, 241, 244, 249, 252, 253, 256,
278, 279, 283, 284, 294, 296, 200,
257, 259, 260, 263, 268, 270-274,
204, 307-310.
289, 296, 307.
Síntoma: 10, 29, 31-33, 35, 50-52, 59, 76-
78, 80, 90, 104, 111, 117, 118, 131, Yo: 14, 60n, 68, 77, 83, 134n, 136, 141-
133, 135, 137, 153, 157, 165, 210, 144, 157, 159, 160, 165, 166, 179,
223n, 253, 268, 274, 282, 285, 286, 186, 188, 208, 303-305, 308.
304, 307, 308.
Superyó: 81, 111, 136, 159, 160, 304n.
326
índice onomástico
A Benedito, Gloria, 45
Adrados, Francisco, 206 Benveniste, Emile, 210, 233, 236
Agustín (San), 57, 197 Bernard, Claude, 20, 29
Aichhorn, August, 50, 65, 69, 70- Bernheim, Hippolyte, 282
72, 74, 88, 182 Bernfeld, Siegfried, 39
Antelo, Estanislao, 115, 205, 277 Bernstein, Basil, 116, 178, 239n,
Aquiles, 209 263
Arendt, Hannah, 10, 15, 107, 108, Bion, Wilfred, 184, 194
128n, 129, 277, 311 Blecua, José Manuel, 231n, 268
Ariès, Philippe, 288 Borges, Jorge Luis, 8, 23, 47, 95,
Aristóteles, 17, 18, 21, 31, 45, 48, 204, 205, 219, 224n, 232, 290
125, 174, 217, 221, 269 Bougeant, Guillaume, 217n
Atkinson, Paul, 17, 46 Bourdieu, Pierre, 8, 30, 115, 116,
Austin, John, 205, 221n, 230, 231 178, 202
Ayala, Orlando, 132n Braunstein, Néstor, 222, 222n, 223,
234
B Breuer, Joseph, 77, 135, 183, 282
Bachelard, Gaston, 31, 33n, 43, 44 Bruner, Jerome, 224n
Badiou, Alain, 104 Bruno, Giordano, 219
Baena, Luis Ángel, 206, 210, 220, Bühler, Karl, 239
228n, 229, 230 Bustamante, Guillermo, 265
Bajtín/Medvedev, Mijail, 40
C
Balibar, Etienne, 211
Barthes, Roland, 8, 15, 126, 193, Caeiro, Alberto, 22
210, 291 Calzadilla, Juan, 124n
Bassols, Miquel, 33 Canguilhem, Georges, 281
327
Índice onomástico
328
Índice onomástico
329
Índice onomástico
330
Índice onomástico
331
índice
A manera de introducción 7
Capítulo I
Universal, particular, singular 17
1.1 Definiciones 18
1.2 Psicoanálisis y ciencia 26
1.3 Los datos 41
Coda 47
Capítulo II
Educación: ¿Escila o Caribdis? 49
2.1 Freud, a lo largo de 21 años 49
2.2 Kant, a lo largo de diez años 91
Coda 110
Capítulo III
¿Escuela en crisis o educación imposible? 115
3.1 El consenso 115
3.2 El resto 118
Coda 137
Capítulo IV
Formación y cultura: ¿el huevo o la gallina? 139
4.1 El origen del sujeto 140
4.2 La búsqueda de la felicidad 145
4.3 Algo (más) de la especificidad humana 152
4.4 Cultura no es perfeccionamiento 155
Coda 161
Capítulo V
Aplicaciones educativas: individuo y colectivo 163
5.1 La perspectiva individual 164
5.2 La perspectiva colectiva 177
Coda 193
Capítulo VI
Sujeto y lenguaje 197
6.1 Los referentes 197
6.2 El parlêtre 209
6.3 Sujeto y sentido 221
Coda 225
Capítulo VII
La escuela: lazo y contrato 227
7.1 Educación y comunicación 227
7.2 El lenguaje, entre finito e infinito 232
7.3 Actos de significación en la escuela 238
7.4 Los cuatro discursos y la educación 253
Coda 275
Capítulo VIII
Psicoanálisis y escuela: relaciones posibles 281
8.1 Intersecciones 281
8.2 Desencuentros 295
Coda 305
Bibliografía 313