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I. Planteo
Bien es sabido que a ambos lados del Canal de la Mancha ingleses y franceses --
seguidos luego por los estadounidenses y por los españoles respectivamente--
constituyeron dos sistemas diferentes de derecho público tipificados por el
llamado droit administratif y por el rule of law cuya influencia en nuestro propio
derecho ha sido marcada. Por supuesto que es ajeno a este trabajo establecer las
diferencias --aparentes o reales-- que existen o han existido entre uno y otro
régimen jurídico tema que, por otra parte, es común encontrarlo analizado en los
autores (1) y al cual yo mismo le he dedicado algunas páginas en una obra anterior
(2), lo que me excusa doblemente de abstenerme de su tratamiento. Sin embargo
las diferencias que puedan haber habido entre un sistema y no otro no fueron tan
profundas como para evitar que hasta la entrada del siglo XIX el Estado haya sido
igualmente irresponsable bajo el sistema francés, el español, el inglés o el de los
Estados Unidos. El propósito de este trabajo es señalar entonces cómo fue
edificándose en estos cuatro países --lentamente-- la responsabilidad del Estado la
que, como veremos, ha emergido en paralelo con la que nuestra Corte Suprema
comenzó paulatinamente a reconocer hacia comienzos de la década de 1930 (3).
Antes de ello creo sin embargo, conveniente hacer algunas reflexiones generales
sobre la responsabilidad estatal que permitan una mejor introducción al tema.
II. Apuntes útiles para una introducción
a. De la irresponsabilidad a la responsabilidad
La revolución institucional centrada en el siglo XVIII (4), por medio de la cual se
intenta destronar al monarca para instalar en su lugar a la Constitución y permitir
el nacimiento del llamado estado de derecho, es como bien sabemos el origen
remoto del actual derecho público. Una vez que el Estado se juridiza es preciso
establecer las reglas que regirán las relaciones entre él y sus gobernados y es allí
donde el derecho constitucional y el derecho administrativo --cada cual dentro de
su esfera-- entran en escena (5). Y no caben dudas de que son dos esencialmente
los principios que gobiernan esa relación Estado-individuo: El de legalidad y el de
responsabilidad que obran íntimamente ligados. El Estado al igual que los
particulares debe obrar conforme a derecho y si no lo hace debe responder. Por
ello ha podido decir André de Laubadere que al lado del principio de la legalidad,
el de la responsabilidad del poder público constituye el segundo factor esencial del
liberalismo dentro del régimen administrativo francés (6).
En tales circunstancias decir hoy día --cuando tocamos ya los umbrales del siglo
XXI-- que el Estado es responsable por su obrar, carece de toda novedad tanto en
nuestro país como en el extranjero. De la irresponsabilidad casi absoluta a cuyo
amparo
© Thomsonse
La mantuvo
Ley hasta fines del siglo pasado merced a diferentes creencias,
pasamos a lo largo del presente a su equiparación casi total --en este terreno-- con
los particulares. De modo tal que para cualquier jurista, juez o abogado, hoy día
no existe dificultad alguna para encontrar los alcances y límites de la
responsabilidad del Estado en cualquiera de sus manifestaciones --contractual,
extracontractual, por acto individual, por acto normativo, por acto judicial, etc.--
pues ello ha sido incorporado como un capítulo habitual de las obras generales de
Derecho Administrativo (7) más allá de cuál sea la ubicación metodológica escogida
para el mismo (8). Podemos estar de acuerdo o no con la extensión que la
responsabilidad estatal posee; desearíamos tal vez que fuera mayor o menor --esto
dependerá en buena medida de la posición ideológica de cada observador-- pero de
lo que no caben dudas es que la misma ha logrado, no sólo en nuestro país si no
también en aquellos cuyo sistema jurídico ejerce en el nuestro marcada influencia,
un estadio de satisfactoria sistematización ubicándose en algunos países en el
plano constitucional(9). Es así que cualquier estudio doctrinario que desee
emprenderse o bien, todo caso administrativo o judicial que sea preciso plantear,
cuenta con un bagaje importante de antecedentes jurisprudenciales y doctrinarios
que permiten su rápida configuración. Como bien lo ha señalado el maestro Miguel
S. Marienhoff, la irresponsabilidad, que originariamente constituía el principio, hoy
constituye la excepción (10).
Lo primero que ha de notarse --con referencia a la Argentina-- es que toda la
construcción jurídica elaborada en torno a la responsabilidad estatal procede en el
fondo de una elaboración jurisprudencial. En efecto, fuera de lo previsto en el art.
1112 del Cód. Civil, en relación con la responsabilidad de los funcionarios públicos,
no existe legislación que en forma general se ocupe del problema. Ello prueba una
vez más que la fuerza que los precedentes jurisprudenciales poseen, aun en
sistemas como el nuestro donde no rige el stare decisis (11) propio del common
law, es enorme y genera un gran interés puesto en cada nuevo pronunciamiento el
que es esperado con similar expectativa a la que despiertan los nuevos rumbos
jurisprudenciales en el sistema anglo-norteamericano. De hecho me atrevería a
decir que el grado de desarrollo que la responsabilidad estatal ha logrado a
impulsos de la jurisprudencia es tal que ha permitido la constitución de un sistema
jurídico que hoy día poco mejoraría con el dictado de una ley regulatoria de la
materia. Es más si se consumara tal iniciativa legislativa creo que enseguida se
desatarían una serie de debates en torno a su interpretación que muy
probablemente provocarían --al menos en lo inmediato-- un retroceso. De modo tal
que el estudio de la responsabilidad del Estado es en buena medida --y sin
perjuicio de los numerosos y valiosos aportes doctrinarios que existen-- el estudio
de los precedentes que la han ido construyendo. Claramente es la jurisprudencia
de la Corte Suprema y la de los tribunales federales la que marca el ritmo con que
la responsabilidad avanza o retrocede.
Tal construcción --señalo en segundo término-- ha sido lenta y laboriosa. Tuvo
que lidiar en sus comienzos con el antiguo principio de la inmunidad soberana del
Estado íntimamente emparentado con la idea de que el Rey no puede obrar mal,
de que no puede causar perjuicio (the King can do no wrong) lo que suponía la
infalibilidad real (12) explicada y justificada en Inglaterra por Blackstone (13)
quien sostenía que se trataba de un principio necesario y fundamental de la
constitución inglesa (14) tesitura que en dicho país se mantuvo prácticamente
hasta la sanción de la Crown Proceedings Act de 1947 (15) y en los Estados Unidos
hasta la sanción de la Federal Tort Claims Act en 1946, leyes éstas que marcaron
un avance profundo en la doctrina de ambos países (16) y que llamaron la atención
de nuestra doctrina en su momento(17). Por ello es curioso observar --con ojos de
la última década del siglo-- cómo del concepto de soberanía pudo concebirse el
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principio de la infalibilidad estatal --o del príncipe o gobernante-- y de allí,
consecuentemente, el de la irresponsabilidad.
La idea de la soberanía nacida como medio de cimentar el absolutismo
monárquico en los siglos XVI y XVII (18) permitió colocar al soberano por encima
del derecho y hacer de él un sujeto infalible (19). Esta idea que campeaba en
todos los monarcas de la Europa continental (20) y que necesariamente debió
haber sido modificada con el advenimiento del estado de derecho y el consiguiente
sometimiento del gobernante a la Constitución y a las leyes, sin embargo, se
mantuvo como consecuencia del principio rousseauniano de la infalibilidad de la
ley como fruto de la voluntad general (21) que convirtió a los jueces en la "boca de
la ley"(22). Como bien lo señala Cassagne, a partir del siglo XVI el triunfo del
absolutismo agudiza el retorno a las concepciones imperantes en la antigüedad
pagana e inaugura una de las épocas más inmorales del derecho público, estado de
cosas que no cambió con la Revolución Francesa que sustituyó la soberanía del Rey
por la soberanía del pueblo (23). Así, la soberanía cambió de eje: El soberano --
entendido como primer destinatario del poder-- pasó a ser el pueblo, pero al
Estado le fue adjudicada una nueva soberanía que se transformó en una cualidad o
atributo del mismo (24) y esta nueva soberanía acuñada sobre la base de la
enseñanza de Bodin (25) fue su fuente de irresponsabilidad e
indemandabilidad(26). Según un expresivo pensamiento de Jeze "es el derecho
divido del pueblo que ha sustituido al derecho divido de los reyes"(27) y por ello ha
podido decir Bertrand de Jouvenel --aunque es muy discutible-- que el poder en
una democracia es mayor que en un gobierno monárquico (28).
Como vemos no fue fácil descorrer el velo de la irresponsabilidad del Estado
camino éste en cuyo recorrido los autores describen diferentes momentos. Bielsa
(29) --por ejemplo-- con el auxilio de Tessier (30) describía tres etapas diferentes:
1) La de la irresponsabilidad del Estado y de sus funcionarios; 2) la de la
irresponsabilidad del Estado pero no de los funcionarios y 3) la de la
responsabilidad del Estado y de sus funcionarios. Reiriz (31) ha seguido la
clasificación efectuada en su momento por Gordillo (32) y encuentra cinco etapas
en esa evolución. De todos modos en las tres primeras --esto es: La época primitiva
(desde los orígenes de la humanidad hasta Roma), la época teológica (Edad Media
hasta el siglo XVII) y la época estatista (siglo XVIII y parte del siglo XIX)-- se
manifiesta una completa irresponsabilidad del Estado y de sus funcionarios; recién
en la cuarta etapa (que coincide con la segunda de Tessier-Bielsa) denominada
época de la indecisión, comienza a abrirse el camino con la admisión de la
responsabilidad de los funcionarios y por último en la quinta etapa, época
intermedia, de cuando comienza a admitirse --no sin dificultades (33)-- la
responsabilidad del Estado. Por ello y más allá de cualquier clasificación que se
intente(34), lo cierto es que si hacemos un promedio entre los diferentes países
occidentales, la responsabilidad del Estado recién se insinúa hacia comienzos del
siglo XX (35). Es destacable por ello que la Argentina haya adoptado ya con la
sanción del Código Civil (1871) el principio de la responsabilidad del funcionario
público (art. 1112) (36). De todos modos tan profundo fue el principio de que el
Estado como poder público no podía ser demandado sin venia legislativa previa,
que el mismo recién desapareció completamente con la ley 11.634 de 1932 (Adla,
1920-1940, 268) y todavía cerca de la mitad de este siglo Bielsa continuaba
diciendo que cuando el Estado actuaba en su carácter de poder público era
irresponsable (37).
b. Fundamentos de la responsabilidad estatal
Pero claro está la exigencia de construir un auténtico Estado de derecho ha
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permitido --y exigido-- el desarrollo de la responsabilidad estatal, por lo que
consecuentemente se ha hecho preciso buscar el fundamento de la misma lo que
se ha constituido en el objeto de preocupación de muchos autores cuando en
realidad no creo que se trate del problema central, tal como lo señalaré más
adelante. Asimismo en este terreno --como en tantos otros-- el árbol ha impedido
que se vea el monte. Siendo algo tan elemental --como bien se lo ha hecho notar
en reiteradas ocasiones-- se ha buscado el fundamento de la responsabilidad del
Estado en las teorías a veces más sofisticadas y también más artificiales cuya
enumeración y comentario puede verse con provecho en las obras de Reiriz (38) y
Altamira Gigena(39), sin perjuicio de otras recopilaciones(40). Así por ejemplo se
recurrió a la teoría de los riesgos sociales (41) fundada en que el obrar del Estado
genera riesgos que de producirse deben ser indemnizados(42). Esta teoría que
preconiza la responsabilidad objetiva y excluye la noción de culpa se opone
naturalmente a la de quienes ven en esta última el fundamento del deber de
indemnizar a cargo del Estado. Como puede verse ambas doctrinas acusan una
marcada influencia civilista propia de la explicación de la responsabilidad en una
etapa en que el derecho público no había desarrollado todavía sus potencias
autonómicas.
En un intento por desvincular el fundamento de la responsabilidad del Estado de
sus raíces civilistas y darle un contenido propio, el Consejo de Estado sostuvo que
se trataba de una cuestión de justicia y equidad (43), criterio al que en nuestro
país adhirió Félix Sarria (44). Asimismo en la sentencia dictada en el caso Blanco
de 1873 el Tribunal de conflictos estableció que debían descartarse las teorías
civilistas para fundar la responsabilidad de la Administración y elaborar una teoría
autónoma de la responsabilidad administrativa (45). También se ha buscado el
fundamento de la responsabilidad del Estado en la teoría de la expropiación (46),
en la teoría del sacrificio especial (47), en la del enriquecimiento sin causa (48),
en la de la solidaridad humana(49), en la de los derechos adquiridos (50) y en la de
la falta de servicio (51). Entrena Cuesta ha sostenido --de la mano de la teoría del
sacrificio especial-- que el fundamento de la responsabilidad estatal está en el
principio de la igualdad ante la ley y las cargas públicas. Sería jurídicamente
inadmisible --dice-- que unos particulares se sacrificasen involuntariamente y sin el
deber de hacerlo en beneficio de la comunidad sin que ésta restableciera la
igualdad alterada(52). Por su lado Altamira Gigena sostiene como fundamento el
bien común al cual el Estado debe propender (53).
Como bien puede observarse, en este terreno --como en tantos otros-- ocurre
que ninguna teoría que pretenda explicar unívocamente el problema es suficiente,
ni alcanza --seguramente-- a abarcar todos los supuestos posibles. Muchas de ellas
pueden ser acertadas, pero en última instancia el fundamento de la
responsabilidad del Estado radica pura y simplemente --como lo han explicado
numerosos autores en nuestro país entre los que cabe citar a Bullrich, quien lo
sostuvo en una de las obras pioneras en la Argentina sobre la responsabilidad del
estado (54), Fiorini (55), Marienhoff (56) y Reiriz (57)-- en los postulados y
principios del Estado de derecho, recogidos en muchas de las normas de nuestra
Constitución. Es que no puede decirse que alguien está sometido al ordenamiento
jurídico si no es responsable por los daños que ocasiona y los indemniza
debidamente; y el Estado --obviamente-- no es ajeno a esta regla esencial. En
concordancia con este criterio, aunque desde la perspectiva del derecho natural y
los principios generales del derecho administrativo, Cassagne sostiene con acierto
que "No se trata, pues de hallar un fundamento positivo sino un principio de
derecho natural que constituye a su vez un principio general de derecho
administrativo,
© Thomson La Ley con abstracción de hallarse o no incorporado al ordenamiento
escrito. Ese principio, no es otro que el restablecimiento del equilibrio a fin de
mantener la igualdad ante los daños causados por el Estado"(58).
c. ¿Responsabilidad del Estado o del funcionario?
Pero es a toda luces claro que el problema esencial en materia de
responsabilidad del Estado no consiste en hallar su fundamento pues cualquiera
que éste sea --paradójicamente-- en la práctica se logra un resultado parecido o
similar. Es así que el escoger una u otra teoría como fundamento de la
responsabilidad estatal no tiene una incidencia mayúscula en la medida o alcances
del resarcimiento, salvo que se sostenga como lo hacía Bielsa que el fundamento
de la responsabilidad es meramente legal, esto es, no hay resarcimiento si no hay
ley expresa que lo autorice (59). Pero obviamente a esta altura la tesis de Bielsa
esta más que superada.
A mi entender uno de los problemas agudos de la responsabilidad del Estado se
presenta frente a su obrar ilícito debido a la responsabilidad personal del
funcionario actuante que ello supone. De todos modo me adelanto a decir --no sin
cierto pesar-- que es un problema casi insoluble. Veamos.
En este caso --como en cualquier otro-- el Estado es responsable porque ha
habido un funcionario cuyos hechos o actos se le atribuyen. De tal suerte y en la
medida en que los actos del funcionario --en virtud de la teoría del órgano-- son
atribuibles al Estado, éste resulta responsable. Ahora bien, si por un momento
descorremos el velo de las muchas ficciones jurídicas que se han dado cita para
producir este resultado, habremos de advertir que quien en definitiva hace frente
patrimonialmente a estas responsabilidades es la comunidad toda. Son los
contribuyentes quienes con sus impuestos colaboran principalmente con el
mantenimiento económico del Estado y por ello sufragan --en forma indirecta-- los
daños producidos por la actividad desarrollada por los funcionarios. Parecen
funcionar aquí las teorías de la solidaridad humana de Pedro Altamira o del riesgo y
el seguro social de Duguit arriba citadas. La sociedad toda se comporta como una
gran compañía de seguros que indemniza los daños ocasionados por los
funcionarios públicos.
Y es aquí donde debe repararse en la importante diferencia que existe entre el
obrar lícito del funcionario y su obrar ilícito. En el primer caso parece natural que
los daños sean reparados por el Estado, esto es por la comunidad de
contribuyentes. Si como consecuencia de un obrar lícito --que se supone ha sido
realizado en beneficio de toda la comunidad-- se ha producido un perjuicio a un
individuo o grupo de individuos, parece muy justo que sea la comunidad toda la
que los indemnice. El funcionario en este caso no tiene responsabilidad personal
alguna. Ha sido un agente de la comunidad en la gestión del bienestar general. En
el segundo caso en cambio, no parece adecuado que el peso económico de la
indemnización recaiga sobre toda la comunidad y el funcionario quede indemne.
En este segundo supuesto el funcionario ha obrado ilícitamente --con negligencia,
culpa o dolo-- y su gestión no se traduce en un beneficio para la comunidad sino
más bien en un perjuicio. De tal suerte el desequilibrio en la relación entre el
funcionario-Estado que han producido un daño a un individuo se satisface y el
Estado --esto es todos los contribuyentes-- indemnizan al perjudicado. Pero ello
deja sin solución otro desequilibrio: El que se produce entre el funcionario que
ilícitamente ha causado el daño y la comunidad que ha debido indemnizarlo
privándose así de destinar esos recursos a fines de interés general. La relación
deudor-acreedor que existía entre el Estado y el perjudicado ha finalizado para dar
nacimiento a otra entre la comunidad toda y el funcionario causante del daño.
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Es por ello que los ordenamientos legales en materia de contabilidad o finanzas
públicas prevén generalmente una acción de responsabilidad contra los
funcionarios que causaren perjuicios económicos por su obrar culposo, negligente o
doloso. Bajo la antigua ley de contabilidad (60) existía el juicio de responsabilidad
establecido en el Capítulo X de la misma (61) el que ha sido reemplazado por el
Capítulo III de la ley de administración financiera del Estado (62), donde su art.
130 establece que "Toda persona física que se desempeñe en las jurisdicciones o
entidades sujetas a la competencia de la Auditoría General de la Nación
responderá de los daños económicos que por su dolo, culpa o negligencia en el
ejercicio de sus funciones sufran los entes mencionados siempre que no se
encuentre comprendida en regímenes de responsabilidad patrimonial".
Me pregunto sin embargo cuál es la efectividad práctica de estos sistemas. En
un plano teórico parece muy razonable y necesario que el funcionario que ha
obrado ilícitamente pague con su propio patrimonio por los daños que ha causado y
que han debido ser indemnizados por el Estado. Sin embargo en la práctica ello
resulta poco menos que imposible y son dos principalmente la razones que
conducen a este resultado: a) en primer lugar existe una dificultad de orden
patrimonial ya que la magnitud o el volumen económico de los asuntos que un
funcionario público maneja --especialmente si es de alto rango-- exceden
normalmente el patrimonio de una persona común. De tal suerte --por hipótesis--
cada acto administrativo que dicta podría causarle la quiebra personal si se
decretara su responsabilidad personal; b) en segundo lugar y como consecuencia
de lo primero, la Administración podría entrar en una suerte de parálisis producida
por la inactividad o lentitud de sus funcionarios a raíz del extremo --y
probablemente innecesario-- cuidado que pondrían en cada caso. La doctrina de
los autores norteamericanos que examinaré en el próximo capítulo es
particularmente incisiva en este punto y se manifiesta muy preocupada por las
consecuencias nefastas que para la Administración --y también para los
funcionarios-- posee la responsabilidad personal de los agentes públicos.
Es por ello que dije al principio que me parece un problema de muy difícil o
quizás imposible solución. Una suerte de cuadratura del círculo. Lo deseable es
que el funcionario pague por el daño que ha causado, pero esta solución --perfecta
en el plano de la teoría-- es poco viable en el plano de la práctica y la experiencia
de los países cuyos sistemas de responsabilidad estatal examinaré en el capítulo
siguiente así lo demuestra. En efecto, todos ellos han admitido primero la
responsabilidad personal del funcionario público antes que la del Estado a quien se
lo ha mantenido todo lo posible bajo el amparo de la "inmunidad soberana". La
tendencia sin embargo ha sido --con mayor o menor lentitud-- la de ir trasladando
la responsabilidad hacia el Estado como medio de satisfacer más segura y
plenamente la integridad de la indemnización a favor del particular afectado.
Ubicado el problema de la responsabilidad del Estado en su contexto histórico
general y analizados muy someramente los fundamentos de la misma, efectuaré un
recorrido por la evolución que han sufrido algunos sistemas jurídicos de Europa
continental y de Inglaterra y los Estados Unidos.
III. Evolución de la responsabilidad en países regidos por los sistemas del "droit
administratif" y del "rule of law"
a. Francia
Los franceses comenzaron su vida constitucional con la irresponsabilidad del
Estado y de sus funcionarios. El art. 75 de la Constitución del año VIII (13 de
diciembre de 1799) consagró la indemandabilidad a favor del funcionario público
cuando éste actuaba en el ejercicio de sus funciones, salvo que el Consejo de
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Estado admitiera el progreso de la acción. Quedaba así establecido el principio de
la autorización previa que requería de dos procedimientos sucesivos: Uno ante el
Consejo de Estado para autorizar el sometimiento del funcionario a los tribunales y
el otro el juicio propiamente dicho. Maurice Hauriou señalaba que este
procedimiento además de resultar incómodo dio lugar a numerosos escándalos,
tanto porque permitió la impunidad de funcionarios culpables de delitos como por
la lentitud del sistema (63). Esta norma sin embargo siguió vigente luego de
derogada la Constitución de 1799, ya que en definitiva no había hecho otra cosa
que reafirmar el principio de la separación de poderes entre la autoridad
administrativa y la autoridad judicial que estaba en la base del sistema
constitucional emergente de la Revolución Francesa (64).
La cláusula recién fue eliminada en virtud del decreto dictado el 19 de
setiembre de 1870 por el llamado Gobierno de la Defensa Nacional (65). Pero al
poco tiempo --por ley del 24 de mayo de 1872-- se instituyó el llamado Tribunal de
Conflictos encargado de velar por la separación de poderes uno de cuyos primeros
desvelos fue la reconstrucción de la garantía administrativa de los funcionarios. Así
en el célebre caso Pelletier fallado el 30 de julio de 1873 (66) dicho tribunal
sostuvo que los actos de un funcionario público en ejercicio de sus funciones no
podían ser examinados judicialmente(67). De tal suerte nació en el Derecho
francés la clásica distinción entre la falta administrativa o hecho de servicio, cuyo
juzgamiento no podía ser encomendado a los tribunales judiciales, y el acto
personal del funcionario cuya responsabilidad es ajena al derecho administrativo.
Fue así que al sistema de la garantía administrativa que exigía la conformidad del
Consejo de Estado para demandar, sucedió la posibilidad de que la Administración
(el Tribunal de Conflictos) declarara la incompetencia de los tribunales judiciales
(68). Como consecuencia de la distinción establecida en este caso la jurisprudencia
francesa durante mucho tiempo consideró que la responsabilidad personal del
agente y la responsabilidad por falta de servicio eran excluyentes, sin que pudiera
haber combinación entre ambas (69).
La práctica sin embargo obligó a buscar una teoría más flexible y apareció así la
doctrina de la acumulación de faltas que admitía que el daño pudiera ser causado
por una falta personal y por una falta de servicio a la vez. Así lo decidió el Consejo
de Estado en la sentencia dictada en el caso Anguet del 5 de febrero de 1911 (70).
Poco después se produjo un nuevo avance de la cuestión como fruto de la
necesidad de obtener una reparación más efectiva en favor de los administrados.
En efecto, la distinción formulada hasta ese momento impedía que la
Administración fuese demandada cuando existía una falta personal del funcionario.
Pero en muchos caso ocurría que éstos resultaban ser insolventes lo que frustraba
todo intento de reparación del damnificado. El problema se tornaba más serio si se
tomaba en cuenta que muchas de la faltas se producían en ocasión del servicio lo
que comprometía al menos indirectamente la responsabilidad de la administración.
En estas condiciones se planteó el caso Lemonnier resuelto con la sentencia del
Consejo de Estado del 26 de julio de 1918, en el cual se admitió que aun cuando
sólo hubiera falta personal del funcionario, el Estado era responsable (71), esta
doctrina que a juicio de Maurice Hauriou resultaba desventajosa (72), significó, sin
embargo, un importante avance.
Faltaba por último que la Administración pudiera subrogarse en los derechos del
particular ya indemnizado y reclamar al funcionario lo pagado debido a su falta
personal. En este terreno el Consejo de Estado inicialmente entendió, en el caso
Poursines de 1924, que en ausencia de texto legal que lo autorizara, la
Administración no podía exigir al agente el reembolso de lo abonado por ella. Ello
generó una irresponsabilidad de los agentes públicos ya que todo afectado por una
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falta La Ley de éstos prefería --por elementales razones de solvencia-- dirigirse
personal
en contra de la Administración. Esta situación cesó con la sentencia dictada el 28
de julio de 1951 en el caso Laruelle, que admitió el recurso de la Administración
contra el agente cuando éste había actuado con falta personal (73).
Como puede verse la distinción entre falta personal del funcionario y la llamada
falta de servicio ha sido dominante en el derecho francés, lo cual se explica no
sólo por las razones históricas arriba apuntadas sino también porque la primera se
plantea --como regla-- ante los tribunales judiciales y se rige por normas del
Derecho Civil, mientras que la segunda se dirime ante los jueces administrativos y
está gobernada --tal la distinción heredada del caso Blanco de 1873-- por normas
de derecho público. Estas distinciones que entre nosotros son intrascendentes (74)
han desvelado a la jurisprudencia y doctrina francesas y las han obligado a
efectuar definiciones teóricas que permitan establecer los límites de una y otra
(75). Si bien el problema ante el particular está resuelto desde 1918 merced a la
cobertura a que quedó obligada la Administración a partir del caso Lemonnier que
Hauriou criticaba (76), subsiste el problema del reparto de responsabilidades entre
el agente y la Administración, cuya dilucidación definitiva compete a la
jurisdicción administrativa según lo resuelto por el Tribunal de Conflictos en el
precedente Moritz (77). De tal suerte cuando el particular ha sido afectado por una
falta de servicio dispone de una acción contra la Administración y si ha sido
víctima de una falta personal del funcionario, posee una doble vía de
resarcimiento a su elección: a) contra la Administración y b) contra el funcionario,
lo que asegura una efectiva reparación del perjuicio. Puede demandar a ambos por
el total del perjuicio sin incurrir --obviamente-- en la acumulación de
reparaciones.
En lo atinente a la responsabilidad de la Administración estrictamente, ésta
puede darse por dos motivos: a) por la llamada falta de servicio, lo que supone un
obrar ilícito o irregular y b) como consecuencia de la llamada responsabilidad sin
falta, esto es, el ejercicio de actividades lícitas. En punto a la primera pese a los
esfuerzos realizados en pos de obtener una definición de falta de servicio la misma
es difícil de alcanzar. La jurisprudencia del Consejo de Estado ha ido proveyendo
de múltiples ejemplos de responsabilidad por falta de servicios la que puede
consistir tanto en una acción como en una abstención (78), en una actuación
voluntaria (79) como en una imprudencia o torpeza (80). Puede también
ocasionarse por errores de derecho (81) en un defecto de organización de un
servicio público como en una falla de funcionamiento del mismo (82). En alguno
casos se ha distinguido entre faltas graves y faltas leves, pues algunas actividades
que se consideran riesgosas de por sí y no engendran responsabilidad si no hay falta
grave, por ejemplo las actividades médicas en hospitales públicos(83). Por su lado
la responsabilidad sin falta puede darse en diversos supuestos tales como: Daños
causados por las obras públicas, por los servicios públicos, por el empleo de
objetos de la administración (automóviles, armas, maquinarias, etc.), por
maniobras militares, por el dictado de actos administrativos legítimos, etcétera.
Cabe referirme por último a la responsabilidad por actos legislativos y
judiciales. Respecto de los primeros superado en Francia el dogma de la
infalibilidad de la ley, se ha admitido como fundamento de la responsabilidad del
legislador el riesgo y la igualdad ante las cargas públicas. Hay que distinguir entre
las leyes que directamente afectan a los individuos de aquellas que dependen de
un obrar de la administración. Dentro del primer grupo se encuentran, por
ejemplo, aquellas disposiciones normativas que por razones de interés público
prohíben el ejercicio de actividades lícitas. En este terreno es clásica la
jurisprudencia del caso La Fleurette (84), seguido luego por otros precedentes
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similares Ley En el segundo grupo existe una responsabilidad por actividad
(85).
legítima de la Administración y si ésta ha causado un daño de especialidad
suficiente, debe ser indemnizado (86). Por iguales reglas discurre la
responsabilidad derivada de la actividad reglamentaria (87). De todos modos ha de
tenerse presente que la jurisprudencia del Consejo de Estado ha exigido, como
condición de otorgamiento de la indemnización, que el legislador haya tomado en
cuenta las consecuencias dañosas de la ley y haya autorizado el pago de aquélla,
de modo que el juez sólo puede aplicar las disposiciones legislativas que
específicamente regulan el pago de la indemnización (88).
La responsabilidad por los actos judiciales también se admite aunque con
importantes limitaciones. Prácticamente en lo que se refiere a la actividad
jurisdiccional de los tribunales de justicia, son sólo dos los casos en los que se
admite la responsabilidad y los mismos están además regulados legislativamente.
Tales supuestos son: a) Revisión de una condena penal o correccional y b)
condenas pronunciadas contra un magistrado por la vía prise a partie. En el
primero de ellos se ha permitido que quien fue condenado, y luego es reconocido
inocente, tenga una acción de daños y perjuicios contra el Estado. Este último a su
vez puede accionar contra el denunciante falso, o los testigos sobre la base de
cuyas declaraciones se pronunció la condena. En el segundo caso se trata de
condenas personales impuestas a magistrados judiciales o del ministerio público en
caso de dolo o de falta profesional grave en el desarrollo de sus tareas. En estos
casos el estado actúa como garante del pago de la indemnización (89).
b. España
España ha sido el país de Europa donde más se vio demorado el proceso de
admisión de la responsabilidad del Estado (90) aun cuando --justo es reconocerlo--
ha logrado hoy día una equiparación total con su vecina la República Francesa,
especialmente a partir del dictado de la Constitución de 1978 que ha dedicado
varias disposiciones a esta temática llegando a consagrar incluso el principio de la
responsabilidad por acto judicial (91).
Históricamente cabe señalar que si bien en el siglo pasado y especialmente en
la primera mitad del presente fueron dictadas algunas leyes que previeron
supuestos específicos de responsabilidad (92), lo cierto es que la misma no se hizo
presente en forma general hasta prácticamente mediados del siglo XX. Ha señalado
García de Enterría (93) que la evolución de la responsabilidad del Estado por la
actividad ilegal de los agentes públicos se vio obstaculizada inicialmente, pese a la
labor de la doctrina, por una jurisprudencia reacia a admitirla, aun cuando los
arts. 1902 y 1903 del Cód. Civil de 1889 establecían principios suficientes para
consagrarla. Así, el Tribunal Supremo en diversas sentencias de los años 1898,
1904, 1911 y 1914 estableció la llamada doctrina del "agente especial", según la
cual el Estado no respondía por los hechos de sus funcionarios --quienes sí
respondían en forma personal (94)-- sino cuando se trataba de agentes a los cuales
se les hubiera encomendado una misión especial fuera de su competencia habitual,
o bien se tratara de un particular que hubiera recibido un mandato o comisión
concreto. En estos dos casos el Estado respondía por su culpa in eligendo.
Recién en 1931 con el dictado de la Constitución Republicana se incluye en su
art. 41 --a instancias de Royo Villanova-- un artículo que específicamente
establecía la responsabilidad del Estado por el obrar ilegítimo de sus funcionarios
pero que se vio frustrado en su intención por el debate parlamentario (95).
Posteriormente la responsabilidad del Estado fue consagrada en cuatro leyes
diferentes que permitieron su configuración: a) la ley municipal de 1935 (que
establecía la responsabilidad de las entidades municipales), b) la ley de régimen
local (LRL)
© Thomson de 1950 (que ampliaba tal responsabilidad a todas las entidades
La Ley
locales), c) la ley de expropiación forzosa (LEF) de 1954, que extendió al gobierno
nacional el principio sentado en las anteriores (96), luego aclarada por su
reglamento (97) y d) la ley de régimen jurídico de la administración del Estado
(LRJA) de 1957, cuyo art. 40 (98) recogió --dentro del marco de una ley básica de
la organización administrativa-- el principio establecido por la ley anterior y se
convirtió --en palabras de García de Enterría-- en la piedra fundamental de todo el
sistema español de responsabilidad civil de la Administración(99).
Bajo la LEF y la LRJA la responsabilidad del Estado español asume las siguientes
características: a) es directa, no se presenta como un simple sistema de cobertura
de los daños causados por los actos ilícitos de los funcionarios públicos (100); b)
prescinde del elemento tradicional de ilicitud o culpa para articularse como un
sistema de responsabilidad puramente objetiva (101); c) reposa sobre un principio
abstracto de garantía de los patrimonios, dejando de ser una sanción personal por
un comportamiento inadecuado para convertirse en un mecanismo objetivo de
reparación que se pone en funcionamiento sólo si, y en la medida en que, se ha
producido una lesión patrimonial; d) el concepto técnico de lesión resarcible
requiere de los siguientes elementos: 1) un perjuicio patrimonialmente evaluable
(102); 2) ausencia de causas de justificación, en la producción del mismo respecto
al titular del patrimonio contemplado 3) posibilidad de imputación del daño a la
Administración y e) la reparación --como principio-- debe dejar indemne al
afectado, esto es debe procurarle una reparación integral que abarque no sólo los
daños y perjuicios sino también el lucro cesante (103).
En punto a los daños provenientes de la actividad de los órganos
jurisdiccionales, la Constitución española posee una norma específica: El art. 121
que dice "Los daños causados por error judicial, así como los que sean
consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán
derecho a una indemnización a cargo del Estado, conforme a la ley". Uno de los
puntos en discusión acerca de esta cláusula rondaba acerca de si era operativa o
meramente programática, cuestión que se había decidido inicialmente en el
segundo de los sentidos pues no se admitían reclamos por hechos acaecidos entre
la sanción de la Constitución en 1978 y el dictado de la Ley Orgánica del Poder
Judicial en 1985. Posteriormente el Tribunal Superior, en sentencia del 21 de abril
de 1989 cambió de criterio y admitió estos reclamos (104). El análisis detallado de
esta cuestión excede los límites de este trabajo, pero para ello puede verse con
provecho --entre otras-- la obra de Luis Martín Rebollo (105).
Resta analizar el planteo procesal de la cuestión. Acerca de este punto Entrena
Cuesta indica que de la lectura del art. 40, de la L.R.J., podría deducirse en un
primer momento la posibilidad de que la petición de indemnización, se dirija,
alternativamente, a la Administración o a los tribunales de la jurisdicción
contencioso-administrativa. A su criterio, sin embargo, esta posibilidad, en cuanto
supone una excepción al principio del acto previo, debe interpretase de forma
restrictiva. Por ello, la regla general en esta materia --dice-- como en todo
supuesto de ejercicio de acciones frente a la Administración, será la de reclamar
en primer lugar ante ésta, y sólo después de que se niegue a indemnizar, o
pretenda hacerlo en cuantía inferior a lo solicitado, se podrá acudir a la
jurisdicción contencioso-administrativa. De todos modos esta regla se quebraría en
un supuesto: El de que la responsabilidad derive de un acto administrativo
susceptible de impugnación en vía contenciosa. En tal caso, el lesionado puede
elegir entre los dos caminos antes indicados: Cabe que al mismo tiempo que
recurre al acto, formule la petición de indemnización, aunque no lo hubiese hecho
en vía administrativa: Pero podrá también exigir la responsabilidad independiente
© Thomson
del La Ley
recurso contra el acto causante de la lesión (106).
c. Inglaterra (107)
La evolución de la responsabilidad estatal en Inglaterra tiene dos períodos bien
diferenciados: El anterior y el posterior a la sanción de la Crown Proceedings Act
de 1947 (ley de procedimientos de la Corona), por medio de la cual se extendió la
responsabilidad que antes pesaba sobre los funcionarios públicos a la propia
Corona (108) la que de este modo fue colocada en un pie de igualdad con aquéllos.
Ello indica que en Inglaterra al igual de lo que sucedió en Francia, primero fue
responsable el funcionario y luego en un segundo estadio lo fue el Estado. De todos
modos lo que en la segunda fue logrado ya a principios de siglo con los casos
Anguet (1911) y Lemmonier (1918), en la primera se vio demorado hasta 1947. Con
anterioridad al dictado de la Crown Proceedings Act todos los funcionarios
públicos, incluidos los de más alto rango como los ministros, eran responsables
personalmente por sus actos pero la Corona conservaba inmunidad (109); a partir
de allí esta última ha sido colocada en la posición de un litigante ordinario (110).
Ahora bien, una de las paradojas de la responsabilidad estatal en Inglaterra es
que en teoría el Rey siempre fue responsable por sus actos, lo que ocurría es que
por una cuestión práctica de eminente carácter procedimental no podía ser
demandado. En efecto, tal como ya lo explicaba Bosch en su artículo antes citado
(111) y lo menciona Wade (112), la doctrina ya establecida por Henry de Bracton
en el siglo XIII (113) era que el Rey estaba sometido no sólo a Dios sino también a
la ley (114), pero dado que los tribunales eran del propio monarca resultaba
imposible que aquél fuera enjuiciado. Por ello --apunta Wade-- la verdadera
interpretación de la máxima the King can do no wrong no es que el Rey no pueda
causar perjuicio sino que no tiene autoridad legal para causar perjuicio (115).
Sin embargo por elementales razones de justicia --que no eran ajenas a la
verdad o a la hipocresía que fluyen de la inmunidad práctica del soberano inglés
hasta 1947-- era preciso admitir alguna flexibilidad en el sistema. Fue así que
aparecieron las llamadas Petitions of Rights (peticiones de derechos) las que
traducidas a nuestro sistema no son otra cosa que una suerte de reclamo o venia
administrativa previa. Las mismas luego de ser aplicadas en casos que remontan al
siglo XVII (116) fueron reguladas orgánicamente por la Petition of Right Act de
1860 y consistían en una petición formulada ante la Corona para obtener su
consentimiento a ser demandada ante los tribunales ordinarios. Si esta última
endosaba la petición con el fiat justitia o let right be done (hágase Justicia)
significaba que podía procederse con la demanda. Incluso en un desarrollo
posterior de la petition se decidió que la misma no podía ser rechazada si el
contenido de la misma tenía signos de viabilidad(117).
Es preciso aclarar, de todos modos, que el sistema de la petition of right cubrió
solamente los casos de responsabilidad contractual de la Corona mas no los
derivados de la responsabilidad aquiliana de aquélla, lo que queda de manifiesto
con el examen de algunos casos resueltos en el siglo pasado. Así, mientras fue
admitida la responsabilidad del War Office por el incumplimiento de un contrato
celebrado con el inventor de un nuevo armamento (118) y fue admitida también
una demanda por los daños y perjuicios causados por la rescisión de un contrato
que no pudo ejecutarse debido a que el Parlamento no aprobó la partida
presupuestaria requerida (119), la judicatura inglesa rechazó toda posibilidad de
que la Corona resultara responsable por hechos ilícitos cometidos por sus
funcionarios. Aquí es donde más se advirtió la supervivencia del principio the king
can do no wrong, ya el fundamento del rechazo era precisamente que la Corona
nunca podría haber autorizado a sus funcionarios a quebrantar la ley, de modo que
© Thomson La Ley
no era responsable por los actos ilícitos de aquéllos(120). Una de las víctimas de
esta doctrina restrictiva fue el Vizconde de Canterbury --a la sazón Speaker
(Presidente) de la Cámara de los Comunes-- cuya residencia resultó incendiada por
un obrar negligente de empleados de la Corona (121). Con igual criterio fue
rechazada la demanda del propietario de un buque que fue apresado y luego
incendiado por orden de un jefe naval que perseguía el tráfico de esclavos (122).
La irresponsabilidad de la Corona empero no traía consigo la de sus funcionarios
--cualquiera fuera su rango-- quienes eran personalmente responsables ante el
damnificado por un hecho ilícito. Se trataba de un sistema bastante peculiar en el
cual el responsable era el agente público directamente involucrado en el hecho
ilícito (123). De modo tal que el superior del agente tampoco resultaba
responsable ya que su inferior no era empleado suyo sino de la Corona (124). De
todos modos en la práctica el sistema resultaba más teórico que real y había sido
muy morigerado a favor de los funcionarios demandados ya que el Estado (la
Corona), les proveía la defensa y en caso de resultar condenados el pago de la
indemnización se efectuaba con fondos públicos. Incluso cuando existían dudas
acerca del individuo que había producido el daño se utilizaba el sistema del
demandado nominado (nominated defendant), esto es, se utilizaba un nombre
cualquiera para indicar al representante estatal (125).
Esta ficción finalizó con la sanción en 1947 de la Crown Proceedings Act que
modernizó notablemente el sistema de la responsabilidad estatal al permitir que la
Corona sea responsable en forma directa por el obrar de sus agentes. Al igual que
en otros sistemas, la responsabilidad estatal en Inglaterra debe analizarse sobre la
base de dividirla en contractual y extracontractual.
En materia extracontractual ("tort"(126)), la ley coloca a la Corona en la misma
situación en que se encontraría una persona de derecho privado, aun cuando es
preciso aclarar que no existe responsabilidad fuera de la ley (127). Son tres las
áreas de responsabilidad que la ley prevé: a) los hechos ilícitos cometidos por los
funcionarios o agentes de la Corona; b) el incumplimiento de las obligaciones que
corresponden a un empleador respecto de sus empleados, y c) la infracción o
quebrantamiento de las obligaciones relativas a la propiedad, posesión, ocupación
o control sobre un determinado objeto, esto es, el riesgo creado por el uso de la
propiedad (128). En punto a las obligaciones impuestas por las leyes, la Crown
Proceedings Act mantiene el antiguo principio de que la Corona no está obligada
por aquéllas a menos que el texto de la ley lo diga expresa o implícitamente.
En relación con la responsabilidad que para la Corona emerge como
consecuencia del obrar ilícito de un agente público en el ejercicio de sus
funciones, el principio es que tanto aquélla como éste son responsables. Pero no
existe responsabilidad autónoma de la Corona. No hay posibilidad de demandarla si
no existe responsabilidad de su agente. Asimismo, el concepto de agente se
extiende no sólo a los dependientes de la Corona sino también a sus contratistas.
No existe en cambio responsabilidad para la corona por el obrar de los jueces.
Según explica Wade la judicatura es enteramente independiente de la corona, de
modo que ésta no podría ser responsable de lo actuado por ellos (129). Ello no
significa, sin embargo, que todos los jueces poseen un privilegio de inmunidad por
sus decisiones erróneas. Según ha sido decidido en antiguos precedentes existe
inmunidad a favor de los jueces de los tribunales superiores (130), pero los jueces
de los tribunales inferiores en cambio son responsables por sus decisiones cuando
éstas causan algún daño (131).
En materia contractual, la ley de 1947 introdujo como principal novedad,
respecto deLeylos principios ya vigentes, la eliminación del procedimiento de la
© Thomson La
petition of right, aun cuando es dudoso que haya sido abolido con relación a la
responsabilidad personal del soberano (rey o reina) (132). En el terreno
contractual la responsabilidad de la corona juega en forma diferente que en
materia extracontractual. En esta última --como ya vimos-- se requiere la
responsabilidad del agente para que la Corona sea responsable. Desde el punto de
vista contractual, en cambio, quien es parte en el acuerdo es la Corona y no el
agente, de modo que la responsabilidad recae sobre aquélla y no sobre este
último. Incluso se ha sostenido, en un antiguo precedente, que es responsable la
Corona y no el agente cuando este último en ejercicio de sus funciones excede el
marco de sus atribuciones (133).
Desde el punto de vista del plazo de prescripción o caducidad (limitation) para
demandar a la Corona o a sus agentes, cabe señalar que hasta 1939 regía un plazo
muy breve de seis meses --establecido por la ley de protección de las autoridades
públicas de 1893 (Public Authorities Protection Act)-- dentro del cual debía
promoverse la acción. Este plazo fue extendido en 1939 a un año(134), y desde
1954 rige el plazo regular que posee cualquier acción de responsabilidad, esto es,
tres años en caso de daños en la persona y de seis años para cualquier otro
supuesto (135).
d. Estados Unidos
Todo estudio que se efectúe de la responsabilidad estatal en los Estados Unidos
contiene necesariamente dos cuestiones iniciales: a) El problema de la llamada
inmunidad soberana (sovereign immunity) y b) la distinción entre la
responsabilidad del gobierno y la responsabilidad de los agentes públicos. si bien
es cierto que los Estados Unidos no son ajenos con ello a los restantes países antes
estudiados, donde el desarrollo de la responsabilidad del Estado ha chocado
permanentemente --como se ha visto-- con estas dos dificultades, no lo es menos
que --curiosamente en un país republicano-- la doctrina de la inmunidad soberana
tiene todavía --al menos en teoría-- una trascendencia enorme y se ha convertido,
tal como expresan Aman y Mayton, en un elemento permanente (fixture) del
derecho norteamericano(136). Por ello creo necesario referirme a esta cuestión
siquiera brevemente a manera de introducción al problema de la responsabilidad
estatal tal como ha sido concebida en ese país.
El artículo III, sección 2 de la Constitución de los Estados Unidos (137) dice que
el Poder Judicial será competente para entender "en todos los casos en derecho y
equidad que emerjan de esta Constitución" y más especialmente aclara en las
"controversias en las que los Estados Unidos sean parte", sin efectuar distinción
alguna acerca de si estos últimos actuarán como parte actora o demandada, lo que
significa que la Constitución --al menos implícitamente-- habría autorizado la
comparecencia en juicio del gobierno federal norteamericano frente a una acción
judicial iniciada contra él por un tercero. Del texto de la Constitución surge
entonces --sin necesidad de efectuar una interpretación tortuosa-- que la
inmunidad soberana fue eliminada por los convencionales de Filadelfia. Pero del
texto constitucional a la interpretación jurisprudencial ha habido en este terreno
una brecha significativa ya que tanto el gobierno federal como los gobiernos
locales, han gozado y gozan todavía de una significativa inmunidad jurisdiccional.
Lo curioso es que no existe una explicación jurídica acerca del porqué de la
adopción del principio de la inmunidad soberana, lo que coloca la cuestión --
ciertamente-- en el campo exclusivo de la conveniencia política. En cuanto al
Gobierno federal se refiere no hay dudas acerca de que el principio estaba
firmemente adoptado para la época de la Guerra de la Guerra Civil(138) y fue
admitido en
© Thomson La Ley la jurisprudencia del siglo pasado como algo dado sin buscar
demasiadas explicaciones para ello. Históricamente puede comprobarse que en
Cohens v. Virginia (139) el Chief Justice John Marshall ya lo había establecido --
bien que por vía de obiter dictum-- criterio que luego repitió en forma más
asertiva aun en United States v. Clarke (140). Posteriormente fue admitido en
numerosos casos sin que la cuestión mereciera ningún análisis (141) y así lo admite
claramente el voto del Justice Miller en United States v. Lee (142). Años mas tarde
el Justice Holmes --cuyo credo republicano está fuera de toda duda (143)-- decía
que el fundamento lógico y práctico de la indemandabilidad se encontraba en la
imposibilidad de invocar derechos contra la autoridad que hace la ley y de la cual
depende el derecho (144), criterio que la Corte reprodujo en años posteriores
(145). Los estados en cambio cuentan con la Enmienda XI que los pone a cubierto
de las demandas(146). Como bien es sabido, el origen de esta Enmienda se
remonta al caso Chisholm v. Georgia (147) en el cual fue admitida la
demandabilidad de un estado por deudas anteriores a la independencia (148). Ello
produjo tal conmoción que en 1795 se introdujo la citada enmienda la cual ha sido
interpretada más allá de sus palabras literales dado que se la ha extendido
también a las demandas contra un Estado planteadas por sus propios ciudadanos
(149).
Como regla entonces, todo juicio entablado contra los Estados Unidos requiere
de una renuncia (waiver) previa a la inmunidad soberana la que sólo puede ser
ejercida por acto legislativo y sujeta a las restricciones que el Congreso imponga
(150) sin que sean competentes para ejercerla los funcionarios administrativos
(151). De todos modos desde el siglo pasado hasta el presente ha habido en los
Estados Unidos --al igual que en todos los restantes países antes analizados-- una
evolución favorable a la admisión de la responsabilidad del Estado. De resultas de
ella, si bien el principio de la inmunidad soberana se mantiene como tal, existen
importantes excepciones que sugieren un mantenimiento del mismo más ficto que
real. Así, si bien todavía en 1983 la Corte Suprema pudo decir que "Es axiomático
que los Estados Unidos no pueden ser demandados sin su consentimiento y la
existencia de éste es un prerequisito para el ejercicio de la jurisdicción"(152), de
hecho la autorización legislativa que todavía se requiere ha sido dada en forma
general a través de diversas leyes.
El segundo punto en cuestión --esto es la combinación de la responsabilidad del
agente con la del Estado al cual representa-- ha generado también en los Estados
Unidos un debate interesante. La doctrina administrativista, representada en esto
por autores como Davis (153) y Schwartz (154), critican duramente que la
responsabilidad se descargue en los funcionarios o agentes públicos pues ello --
sostienen-- genera una parálisis en el desarrollo de la Administración producto del
temor que engendra en el funcionario la posibilidad de enfrentar una acción de
daños y perjuicios de monto elevado. Pero de todos modos no es totalmente claro
todavía que la responsabilidad por los hechos de los agentes públicos sea o deba
ser asumida por el Estado. Si bien existen muchas leyes que imputan al Estado las
consecuencias del obrar de sus funcionarios(155) --incluso se ha reformado
especialmente la ley general de responsabilidad estatal (Federal Torts Claim Act) a
la que me referiré más adelante, mediante una enmienda introducida en 1988 a
través de la llamada Employees Liability Reform and Tort Compensation Act (ley
de reparación de daños y perjuicios y reforma de la responsabilidad de los
funcionarios públicos) (156)-- lo cierto es que la jurisprudencia de los tribunales
federales no ha convalidado todavía en forma general el principio de la
responsabilidad plena del Estado por los actos de sus funcionarios, y recientes
decisiones tanto de la Corte Suprema (157) como de las Cortes de Apelación de
Circuito(158)
© Thomson La Leyhacen suponer que no está dispuesta a hacerlo todavía.
© Thomson La Ley