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INSEGURIDAD CIUDADANA Y EL PODER DE LA RED

PUBLICADO: 2017-10-27
Las redes sociales son como un arma de doble filo que puede ser usada para hacer el bien o para hacer
el mal.

Hace no mucho, la frustración generalizada de una población harta de la delincuencia llevó a que una
persona con mucha imaginación pero con muy poco criterio lanzara una campaña en redes llamada
“chapa tu choro”. Las consecuencias de dicha campaña fueron funestas.

En particular, por su capacidad para socavar las bases del edificio sobre el cual en teoría— se construye
el sistema de justicia en el Perú: la Policía, la Fiscalía, el Poder Judicial. Un sistema fallido que —según
los organizadores, promotores y simpatizantes de la malhadada campaña— justificaba plenamente el
salvajismo y la arbitrariedad.

Pero las redes también han dado múltiples muestra de ser una tremenda fuerza para hacer el bien, ya
sea mediante la toma de conciencia de temas como el racismo o el maltrato a la mujer, que por
demasiado tiempo han pervivido en nuestra sociedad, apañados por el manto del silencio y la
complicidad. O mediante la generación de una especie de “inteligencia colectiva”, una sabiduría de
multitudes, como señala James Surowiecki en su libro “The Wisdom of Crowds”.

Esta “inteligencia colectiva” puede también adoptar una segunda acepción de la palabra “inteligencia”,
aquella que se relaciona con la búsqueda de información para resolver un problema, encontrar a alguien
o aclarar un delito. Aquí, hay cada vez más evidencia de que las redes sociales se están convirtiendo
en una verdadera maquinaria que, bien aprovechada por la Policía, puede tener un tremendo impacto
en la lucha contra la inseguridad ciudadana.

Para muestra, un botón, que me concierne directamente: la desaparición de mi mascota, Perseus, un


Airedale Terrier de ocho meses en una suerte de “dognap”, es decir un secuestro canino. Bastó un post
en mi Facebook, y los generosos tuits de algunos amigos famosos, para que de inmediato se activara
esta especie de inteligencia colectiva que, en la práctica, significa miles de ojos en contra de la
delincuencia. La ola expansiva de los retuits en Twitter y “compartir” de Facebook hizo que en cuestión
de horas ya hubiera una foto de Perseus y de su secuestrador. Un día después, ya estaba Perseus de
vuelta en casa.

La vuelta a casa de Perseus no fue, sin embargo, fácil ni inmediata. Requirió del trabajo policial, en
particular, de la agudeza de un joven cadete de quinto año de la Policía Nacional del Perú, Walter
Guzmán Castro, quien aprovechó inteligentemente las redes para acercarse a los captores de Perseus
hasta lograr su entrega. Una muestra de que las redes no compiten sino complementan el trabajo policial
cuando son usadas con inteligencia y sagacidad.

Contra lo que uno podría pensar, este no es un caso común. Marca más bien un caso de excepción de
algo que debería ser la práctica cotidiana: la comunicación entre la ciudadanía y su Policía en un
esfuerzo conjunto de colaboración en la lucha contra la delincuencia. Para ello, no obstante, se requiere
varias cosas: 1) un mejor entendimiento del poder de las redes no solo como medio para mejorar “la
imagen” de la Policía, sino también como un excelente vehículo para la acción policial; 2) una verdadera
modernización de la Policía en materia de personal y equipos; 3) una clara política de comunicación
digital que convierta a la Policía en “dueña” de la conversación sobre seguridad ciudadana en redes; 4)
una decidida voluntad de “interactuar” con los ciudadanos.

Sin embargo, mientras la Internet siga siendo un “artículo de lujo” en las comisarías del Perú, todo
esfuerzo por acercar de manera moderna a la Policía con los ciudadanos con el fin de crear una
verdadera “Policía de proximidad” no pasará de ser un simple saludo a la bandera. La lucha contra la
inseguridad ciudadana es una tarea de todos: Policía y ciudadanía, entrelazados ambos por las
maravillas comunicacionales de las redes sociales.
La propuesta de reimplantar la pena de muerte como alternativa para quienes cometen delito de violación
de menores, siempre ha sido cíclica y probablemente lo siga siendo, si nos dejamos llevar por nuestros
impulsos antes que por nuestro elemental raciocinio.
Hace 11 años atrás (2006) publique para la revista Normas Legales un breve trabajo sobre el tema y que
ahora reproduzco para mis colegas y amigos (as). Aunque los actores políticos han cambiado, los impulsos
siguen siendo los mismos. Veremos que pasa.
“PENA DE MUERTE”: MUCHO RUIDO, POCA REFLEXION
Por: Luis R. Sáenz Dávalos
En las últimas semanas se ha suscitado un intenso y acalorado debate a raíz de la propuesta, primero
presidencial y ahora también de determinados representantes del Congreso, de reimplantar la denominada
“pena de muerte”. Su aplicación, específicamente para el caso de quienes sean acusados de cometer delito
violación sexual en agravio de menores de edad, es hoy por hoy la bandera enarbolada y por cierto, también
el eco compartido por una notoria mayoría de ciudadanos.
Al margen de que la citada propuesta provenga de determinados sectores políticos, cuya representatividad,
naturalmente, nadie discute, creemos que la misma, lastimosamente, está derivando cada vez más en una
discusión donde lo prioritario pareciera consistir, no en buscar una solución integral al problema de los
violadores de menores, sino en demostrar quién es más severo (o para ser más exactos, quien resulta más
carnicero) con el autor del citado delito.
Naturalmente y para quienes puedan anticipar un juicio equivocado sobre lo que aquí se pretende sostener,
aclaramos que no somos de aquellos que minimizan al violador, en general, sea este de menores o de
mayores, de mujeres o de varones (dicho sea esto último con el debido respeto al pensamiento de algunos
distinguidos doctrinarios que consideran que no puede haber violación sobre “aquellos”). La violación en
cualquiera de sus manifestaciones es un crimen repudiable que atenta no sólo contra la libertad sexual (como
errática y unidimensionalmente lo pretende el Código Penal Peruano) sino contra el proyecto de vida que en
el plano sentimental o afectivo posee toda persona. Quien es víctima de una violación, no experimenta
simplemente un acto formal de acceso carnal producido en contra de su voluntad, sino que ve
desnaturalizado o en algunos casos hasta destruido su proyecto vital dentro de una infinita variedad de
aspectos en el orden moral, familiar, psicológico, social, etc. no encontrándose desde la perspectiva que
ofrece la legislación, una forma de reparar dicho delito matemáticamente equivalente al daño ocasionado.
Sin embargo, desde que la Justicia se humanizo y dejo de sustentarse en el clásico y hoy superado “ojo por
ojo y diente por diente”, se renunció para siempre a la posibilidad de que, a cada delito, le corresponda una
consecuencia exactamente igual al daño ocasionado. Ciertamente, si de lo que se trata es de reprimir las
conductas criminales, ello debe hacerse con todo rigor, pero sin que tal comportamiento represivo por parte
del Estado convierta a este último en una entidad que opera con los mismos métodos y técnicas que el más
avezado de los delincuentes.
Dentro del contexto descrito queda claro que, aunque al autor de una violación merece que sobre sus
espaldas recaiga todo el peso de la ley, dicho castigo no puede ser igual al daño cometido. De lo contrario
el ser consecuentes con la idea de la homogeneidad represiva, forzaría justificar la violación sobre el violador,
lo que nadie según creemos, podría postular en nuestros días (aunque desde luego, haya más de uno que
por reacción emocional, antes que, por raciocinio elemental, considere tal comportamiento como un
“verdadero acto de Justicia”).
Como evidentemente nos causa una profunda conmoción el que un sujeto de estos (subrayemos, un
verdadero criminal) atente contra la integridad sexual de una persona y particularmente contra la de una niña
o niño, la primera reacción es la del repudio generalizado, para de inmediato plantearse la forma de castigo
incontrastablemente severo de acuerdo a la magnitud del daño infringido.
Hasta la fecha lo que nuestro ordenamiento jurídico nos ha ofrecido es una alternativa en la que si bien se
ha optado por una severa medida privativa de la libertad, ello sin embargo no ha significado, ni la disminución
estadística de semejantes delitos, ni al parecer fórmula preventiva alguna, con la que el criminal se sienta
de alguna forma intimidado. Nuestra dramática realidad, nos dice que estos repudiables actos son cada vez
más frecuentes, como si se tratara de una verdadera plaga mental que afecta a un número bastante
considerable de individuos.
Pues bien, aunque esta situación puede tener algunas explicaciones, como lo veremos luego, la reacción
social que se ha desatado y que pareciera ser el motivo principal de la propuesta debatida, ha llevado hasta
el radicalismo de propugnar sin pretexto alguno, la restauración de la sanción capital. Al unísono se pide la
“pena de muerte” como si su aplicación, por arte de magia, fuese a desaparecer de la faz de la tierra a todos
los violadores presentes o futuros.
Es muy posible que los efectos de restaurar una sanción como la descrita, le otorguen al conglomerado
social la respiración profunda e inmediata que necesita, como reacción frente a la presencia de tanto
depravado sexual, hasta hoy impune. Psicológicamente, ver morir a estos sujetos, incentivará la libidinosa
satisfacción de ver que se les otorga el trato que algunos dirán, se merecen sin atenuante alguna. Ello no
obstante, creemos que tal experiencia, no pasara de ser un fenómeno pasajero y con el tiempo hasta
contradictorio.
A decir verdad y quien crea que por aplicarse la “pena de muerte” se elimina el problema de los violadores,
ignora muchas cosas, entre ellas, que no hay un sólo país en el mundo en el que su aplicación haya
desaparecido dicho delito. Ni siquiera estadística contundente que refleje su disminución acentuada. Mucho
menos, la imposibilidad de que a futuro no seamos pasibles de plagas criminales como las que hoy vivimos
en estas como en otras modalidades de delitos (el secuestro, por ejemplo).
Lo más delicado, sin embargo, no es simplemente el hecho de ignorar realidades como las descritas, sino el
omitir la cantidad de riesgos en el que nos colocaría asumir dicha alternativa. Hoy en día y como lo dirían
algunos, simplemente se trata de vomitar la hiel retenida en el hígado, sin importar argumento alguno.
Nuestro deber, a despecho de quienes hay que reconocerlo, mayoritariamente se inclinan por tal opción, es
advertir lo que se nos puede venir, si seguimos ignorando como hasta ahora, el problema real de los delitos
de violación desde la perspectiva de su represión.
Aunque es cierto que buena cantidad de estos sujetos (digamos la mayoría) efectivamente han cometido el
citado delito, no es menos cierto que la incriminación de tales actos, suele ser un asunto, manejado con una
excesiva y hasta a veces escandalosa discrecionalidad. Basta la sóla imputación a dedo para que tras el
inmediato repudio que provoca el enterarse de tan salvaje acto, se proceda a la denuncia y posterior
enjuiciamiento, sin considerar claro está, la privación de la libertad que tal situación lleva consigo.
En muchas ocasiones no hay argumento más contundente que el de una pequeña o pequeño cuyas lagrimas
son síntoma desgarrador o evidente de que algo ha sucedido. Aunque desde luego, el examen médico en
estos casos, suele ser un factor gravitante, en muchas ocasiones resulta insuficiente, terminando por ceder
ante el contraste que ofrece una declaración aparentemente contundente del menor presuntamente
agraviado.
El problema, sin embargo, es que investigar este tipo de delitos no es un asunto tan sencillo y fulminante
como algunos parecieran concebirlo. Requiere diversas diligencias y sobre todo la garantía de una justicia
absolutamente objetiva a la par que comprometida con la búsqueda de la verdad. La lógica por supuesto es
la de sancionar al culpable, pero hacerlo de una manera tal que no admita dudas de que la conclusión
arribada, es incuestionablemente la correcta.
Las complicaciones suelen presentarse cuando el delito efectivamente existe, pero la imputación a una
determinada persona no termina siendo la correcta. Peor aún cuando la incriminación es fabricada adrede
como fórmula de venganza o represalia por conductas que nada tienen que ver con el delito de violación y
que más bien son consecuencia de problemas entre terceros ajenos al infante. ¿Qué hacer ante el error
judicial, cuando este resulta tributario de los jueces o peor aún, cuando este resulta inducido por los familiares
del presunto agraviado? ¿Estaremos en tales condiciones preparados para evitar la atrocidad de una
irreversible sanción capital? ¿O es que acaso, esta realidad hay que silenciarla?
El modo como hasta hoy se está focalizando las cosas no parece ser por desgracia el de una Justicia
responsable, sino simplemente el de la celeridad procesal e inmediata sanción. El violador debe ir de
inmediato a la cárcel y sin las cosas son como se postula, de allí nomás al paredón. Si a ello se suma, la
presión social y la indiscutible condena que de antemano o por anticipado suelen aplicar los medios de
prensa (tan “escrupulosamente responsables”, como ellos mismos se califican) no nos queremos imaginar
la suerte de quien resulte incriminado por la comisión de delitos como el aquí comentado.
Muchos dirán que el culpable merece ser colocado en una jaula para que su enjuiciamiento sea visto por la
sociedad y fiscalizado por la prensa. Cabría sin embargo preguntarse si en un escenario como el peruano,
tan propenso a las arbitrariedades judiciales de todo cuño, es esa la fórmula acertada.
Nosotros creemos que quien comete este tipo de delitos debe ser minuciosamente investigado, quien sabe
si más investigado que cualquier otro delincuente (incluso que esos otros para los cuales se destinan
procuradurías y organismos especializados), pero fomentar una medida como la sanción capital, de suyo
exacerbadora de pasionismos incontenibles, poco o nada es lo que podría contribuir en una verdadera
investigación objetiva. El riesgo del error judicial, siempre será patente en un contexto en el que la presión
social se transforma no en mecanismo de colaboración de la justicia, sino en una aliada de la arbitrariedad.
A aquellos que con fervor postulan la sanción capital, sería muy interesante preguntarles si confían con
autentica sinceridad en la eficacia o invulnerabilidad del Poder Judicial. Estamos seguros que con la misma
cifra estadística con la que ahora se propugna dicha medida, se respondería negativamente a esta otra
obligada interrogante. Pero claro, ya hemos adelantado que las razones no parecieran ser ahora, el reflejo
oportuno de mucha gente. ¿Qué hacer ante ello?
Empezando por sincerar de adeveras las cosas, admitamos que no hay sanción efectiva que acabe de raíz
con los violadores. Ni siquiera y como ya lo hemos adelantado la muerte misma. Sin embargo, la constatación
de esta dramática realidad, no puede colocarnos en el facilismo pasionista que hoy se exhibe.
Creemos, basándonos en experiencias acontecidas en otros países de tanta o mayor criminalidad que la
nuestra, que si bien dicho fenómeno es un cáncer con el hay que lidiar, es perfectamente posible coadyuvar
a desalentar la comisión del delito comentado, si desde ahora, lo que tenemos como alternativas
sancionatorias son efectiva y pulcramente cumplidas.
Que sepamos penas privativas de la libertad siempre hemos tenido y de diverso alcance. Pero acopladas a
dichas penas, la presencia de todo tipo de beneficios que se piensan aplicables en muchos casos ipso facto.
Si asumiéramos el compromiso irreversible de que delitos tan atroces como el aquí descrito, son
merecedores de un castigo ejemplar que no repara en beneficios de ningún tipo, y lo más importante, que
no hay posibilidad alguna de cambiar las cosas ni mañana ni en el futuro, es muy probable que la
delincuencia termine cediendo, por lo menos en los niveles escandalosamente presentes hoy en día.
Por otra parte, se hace imprescindible entender que el factor represivo puede muy ser importante, pero
definitivamente insuficiente si no se acomete con toda firmeza una verdadera revolución moral que arranque
no sólo desde las escuelas, sino desde las propias familias, sobre todo desde aquellas donde el nivel socio
cultural suele ser un ingrediente nocivo fomentador de comportamientos desviados que terminan
degenerando en síntomas de criminalidad.
Actualmente vivimos un espejismo incentivado por nuestra reacción frente a los delitos de violación. Bueno
es recordar que en el pasado también lo vivimos con relación al delito de terrorismo. Si nuestra memoria no
fuese tan frágil, valdría la pena recordar lo que ocurrió con la colaboración eficaz y los no tan incentivadores
resultados que la misma ocasionó en materia de arbitrariedades judiciales. También entonces, se fomentaba
la pena de muerte como supuesta alternativa frente a nuestros males.
A decir verdad y si somos conscientes del resultado que dicha colaboración eficaz ocasionó no es difícil
imaginar el escenario de fatalidad en el que nos hubiésemos colocado de haber efectivizado la intentona
mortícola por entonces promovida.
En aquellos días tuvieron un papel protagónico los organismos internacionales, gracias a los cuales lo que
se quiso, por fortuna nunca se llegó a materializar.
Como se sabe de antemano que las cosas hoy podrían ser similares, se ha puesto en marcha toda una
maquinaria legislativa que busca aislarnos del contexto supranacional, a fin de dar rienda suelta a las
pretensiones represivas.
No está en nuestra intención el ironizar, pero si se tratara de describir moralejas, que gran ejemplo que nos
quiere dar los adalíes del Estado Democrático. Cuando fueron las víctimas de la autocracia el sistema era
bueno y había que fortalecerlo. Como hoy no se acomoda a sus pretensiones simplemente hay que
pisotearlo.
Ojalá que la crónica de la experiencia que hoy nos toca vivir no tenga que ser narrada desde los patíbulos.
Peor aún, desde la impotencia y remordimiento frente a las pruebas de un incontrastable error judicial. Ojalá
que aprendamos de nuestras propias experiencias, antes que, desde nuestras humanas, pero por desgracia
también fatales emociones.
Lima, septiembre del 2006
SOBRE LA MORAL POLÍTICA Y LA REALIDAD HISTÓRICA

Quienes de alguna forma me siguen desde que decidí abrir este muro saben muy bien que no suelo
hablar de política, no porque desconozca de que se trata o, como alguna vez lo leí de un inteligente,
aunque novato intelectual, porque me de miedo perder mi puesto en el Estado.

En realidad, no hablo de política porque la misma, por regla general, me parece lo más subjetivo
que existe. Cada quien defiende sus propias ideas, a la par que se arroga el monopolio de la verdad
absoluta descalificando por supuesto al que no piensa como él (o ella) ya que todos los
discrepantes, son simplemente unos ignorantes o, peor aún, unos potenciales aliados de la
decadencia moral y de todos sus vicios.

Naturalmente cuando se trata de criticar a sus enemigos favoritos por hechos cuestionables,
dedican comentarios o reproducen “columnas demoledoras” cada vez que pueden. Curiosamente,
cuando los mismos hechos involucran a sus ídolos o simpatizantes, guardan un silencio propio de
cementerio a las tres de la mañana.

Es exactamente lo que ocurre en los últimos días. Mientras las noticias e investigaciones
involucraban a unos personajes popularmente repudiados (y no digo por cierto que este repudio no
se lo merezcan) no paraban de hablar de la necesidad de combatir con todos los medios posibles
la corrupción y de calificarla como el peor de nuestros males contemporáneos. Pero cuando esas
mismas noticias e investigaciones empezaron a develar en otras direcciones políticas (en realidad,
ampliarlas) todo el discurso empezó a reducirse de manera exponencial y por poco casi desaparece
(salvo en la prensa, donde por obvias razones se debe informar o en el ámbito de los memes, donde
mejor resulta reír).

Por supuesto que reconozco que hay quienes siempre han sido consecuentes con su postura
tengan a quien tengan al frente y mis respetos por ellos (as), pero lastimosamente son la excepción,
porque la regla lamentablemente es otra. Todo es pésimo si el culpable es mi enemigo ideológico,
todo en cambio es explicable, si se trata de mi aliado. Algunos silencios, no sé si me dan risa o
provocan francamente nauseas.

Mientras en nuestro país abunde este modo de practicar la política, poco es lo que podremos
esperar y duros seguramente los años que aún tendremos que vivir.

Mi único consejo, no por bueno ni acertado, sino por haber vivido suficientes añitos como para que
a estas alturas nadie me tome el pelo, es que aprendamos y sobre todo investiguemos nuestra
historia política elemental antes de formular cualquier tipo de enjuiciamiento, se refiere a quien sea.

Lamentablemente les tengo una desagradable noticia. La historia política no la van a encontrar tanto
en las redes, por lo general repletas de enjuiciamientos de coyuntura o de quien sólo revisa la
historia reciente y se olvida de la pasada, sino en las bibliotecas o hemerotecas antiguas a la luz de
lo que se vivió o se hizo en cada momento. Quien se tome este elemental trabajo, podrá apreciar
quien es quien, en su real dimensión, pero por sobre todo, evitara tragarse el cuento de los que
desde diversos extremos e intereses ideológicos, sólo viven de la manipulación.
La política, lamentablemente es así, los personajes van cambiando, pero los hechos son más o
menos los de siempre… así como los “guardianes de la moral” que tuvimos en el pasado pasaron
a convertirse en la podredumbre que tanto atacaron, van apareciendo nuevos oportunistas, que,
con los mismos métodos y similar discurso, quieren hacernos creer que ellos (ellas) si son los
nuevos salvadores de la Republica y que si los seguimos, todo será diferente.

Cuando se ignora nuestra historia, es tan fácil manipular.

LSD.

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