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EVALUACIÓN
1
LA
OBRA
DE
ARTE
La obra de Arte
Obra Cosa
Sustrato permanente
con accidentes
Sustancialista
Cúmulo de
sensaciones Sensualista
Materia-Forma
Todo se aplica a Su uso ha hecho
todo, (obras) lo Unión perder el sentido
que no original de las
distinguiría la cosas,
COSITUD convirtiéndose en
(Lo que es un prejuicios.
problema)
Frente a esto resulta necesario buscar
las diferencias y similitudes
entre la obra, lo útil y la cosa
EL
ARTE
GRIEGO
ARCAICO
GRECIA
El pensamiento Cosmológico
El pensamiento
Oriente
Cosmológico
El pensamiento
Oriente
Cosmológico
TALES
ANAXIMANDRO PITÁGORAS
ANAXIMENES
HERÁCLITO
PARMÉNIDES
CLÁSICO
Diálogo
Oriente
Socrático
Diálogo
Oriente
Socrático
PENSAMIENTO PLATÓNICO
PLATÓN' HERÁCLITO'
Porque'según'Platón'
PARMÉNIDES' Esto'no'aplica''
Toda'sentencia'
A'la'vida'humana,'' Ya'que'' De'conocimiento'
ni'a'su'realidad'
Es'sobre'algo'
Que'YA'FUE,'y'no''
“Yo'no'puedo'conocer' Sobre'algo'que'conozco'
A'alguien,'porque'tanto'
Ese'alguien''
como'yo,'somos'otros”' Por'lo'tanto'
La'verdad'de'los'juicios'que'hago,'
'son'sólo'sensación'
(Sensualismo)'
PENSAMIENTO PLATÓNICO
El#problema#se##
genera#cuando#
Subjetivismo
Relativismo
A B La verdad sería
Imposible.
PENSAMIENTO PLATÓNICO
Surge#entonces#la#necesidad#de#pensar#en#un:#
PENSAMIENTO PLATÓNICO
HUMANIDAD$
IDEA$
COSAS%
COSAS%
SER$$ COSAS%
Humano$ COSAS%
COSAS%
COSAS%
PENSAMIENTO PLATÓNICO
ARISTÓTELES
ARISTÓTELES
ARISTÓTELES
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Sesión 1: ARISTÓTELES
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TEXTOS
DEJADOS
EN
CARPETAS
El
origen
de
la
Obra
de
Arte
Breve
historia
de
la
Filosofía
MITO
-‐
RELATOS
DEL
AMOR
EL
ORIGEN,
EL
BANQUETE,
PLATÓN
La
creación
Antes
de
todo
vino
a
existir
el
Caos
(“vacío
abierto”),
espacio
inmenso
y
tenebroso
anterior
al
origen
de
las
cosas,
del
Universo
y
de
todos
los
seres
vivos,
y
de
donde
procede
toda
existencia;
este
abismo
encierra
la
mezcolanza
informe
de
los
elementos
o
principios
de
la
materia,
dura
y
blanda,
pesada
y
ligera;
es
decir,
la
informe
fuerza
natural
de
la
que
fuere
creado
el
cosmos
u
orden
armonioso.
Surgidos
del
Caos,
llegaron
a
existir
la
negra
Noche
(Nix)
y
las
eternas
Tinieblas
(Erebo),
la
región
oscura
e
insondable
donde
habita
la
muerte.
Estos
dos
hijos
de
la
primitiva
oscuridad
se
unieron
a
su
vez
para
producir
el
Amor
(Eros),
cuya
fuerza
generadora
y
fecundo
poder
unió
a
Nix
y
Erebo
para
originar
el
Éter
(el
Firmamento)
y
el
Día
(Hémera).
A
continuación,
la
informe
fuerza
natural
del
Caos
generó
a
la
Tierra
(Gea,
Gaya),
la
madre
de
todas
las
cosas
y
el
Tártaro
(el
Abismo),
el
heredero
del
caos
primordial.
Ahora
Gea,
sin
ayuda
de
nadie,
engendró
a
un
ser
igual
a
ella
misma
capaz
de
cubrirla
por
entera,
el
Cielo
Estrellado
(Urano),
y
también
produjo
las
Montañas
(Ourea)
y
el
Mar
(Ponto).
Enseguida
Urano
se
coronó
como
rey
de
este
ordenamiento
cósmico.
Luego
Gea
se
unió
Urano
y
produjo
a
los
doce
Titanes
(“los
honorables”),
de
descomunal
estatura
y
gran
fuerza.
Éstos
eran
Océano,
el
inmenso
río
que
fluye
alrededor
de
la
tierra;
Ceo
y
Crio;
Hiperión
y
Jápeto;
Tea,
“la
divina”,
y
Rea;
Temis,
la
justicia
divina,
y
Mnemóside,
la
memoria;
Febe,
“la
brillante”,
y
Tetis,
la
fecundidad
femenina
del
mar.
Después
de
todos,
el
último,
nació
Crono,
el
de
pérfidas
intenciones,
muy
temido
de
sus
hermanos,
porque
detestaba
a
su
padre.
Tres
de
estos
titanes
se
elevaron
en
importancia
por
encima
de
los
demás:
Crono,
Océano
y
Jápeto,
con
sus
respectivas
consortes:
Rea,
Tetis
y
Temis.
Pero
Crono
(el
romano
Saturno,
deidad
de
la
siembra
y
las
semillas),
aun
siendo
el
menor,
se
erigió
como
el
supremo
entre
sus
hermanos.
También,
de
Gea
y
Urano,
nacieron
los
tres
Cíclopes
(“ojos
redondos”),
llamados
Brontes,
Estéropes
y
Arges
(o
sea,
el
Trueno,
el
Relámpago
y
el
Resplandeciente),
que
tenían
un
enorme
ojo
cada
uno,
en
medio
de
la
frente,
y
los
tres
Centímanos
o
Hecatonquiros
(de
hekatón,
“cien”,
y
cheir,
“mano”),
gigantes
de
cien
brazos
con
irresistible
fuerza
en
cada
uno
y
cincuenta
cabezas,
llamados
Croto,
Briareo
(o
Egeón)
y
Gíes.
La
Noche
también
produjo
al
Destino
(Moro)
y
la
Condenación
(Cer;
siendo
éste
un
mensajero
de
la
muerte),
la
Muerte
(Tánato),
el
Sueño
(Hipno),
los
Ensueños
(Oniros),
la
Culpa
y
la
Crítica
(Momo),
la
Retribución
o
la
Venganza
(Némesis),
El
Engaño
(Apate),
Filotes
(el
Afecto),
la
Vejez
(Geras),
la
Angustia
(Ezis)
y
(Eride).
La
Discordia
a
su
vez
produjo
a
el
Trabajo
(Pono),
el
Olvido
(Lete),
la
Presunción
de
Horco
(el
Juramento;
el
espíritu
que
castiga
el
perjurio)
y
los
espíritus
servidores
de
la
Muerte,
los
Keres:
el
Hambre,
el
Infortunio,
las
Luchas,
las
Batallas,
las
Matanzas,
las
Disputas,
las
Mentiras
y
las
Iniquidades.
Urano
pronto
tuvo
celos
de
sus
hijos
y
los
escondió
a
todos
ellos
en
el
enorme
vientre
de
Gea,
hasta
que
ésta,
no
pudiendo
resistir
más,
les
pidió
que
se
vengasen
de
su
terrible
padre.
Mientras
los
otros
se
asustaban,
Crono
atendió
a
la
súplica
de
su
madre,
y
ésta
le
dio
una
espada
curva
o
guadaña
de
“diamante
gris”
(hierro
y
acero)
con
la
que
castró
a
Urano
cuando
éste
se
acercaba
a
Gea,
y
arrojó
al
mar
el
miembro
cortado.
Las
gotas
de
sangre
y
semen
que
de
él
se
derramaron
en
la
tierra
fueron
fecundadas
por
Gea
y
así
nacieron
los
monstruosos
Gigantes,
las
Erinias
(o
Furias,
para
los
romanos;
diosas
vengadoras
de
los
crímenes
de
parricidio
y
perjurio),
y
las
Melíades,
ninfas
protectoras
de
los
fresnos.
Pero
del
miembro
mismo,
que
cayó
al
mar
y
quedó
flotando
sobre
las
aguas
produjo
una
espuma
generatriz
(aphros),
y
de
entre
las
olas
nació
Afrodita
(o
Venus),
diosa
del
amor
y
la
belleza.
Afrodita
desembarcó
en
la
Citera,
isla
de
la
costa
de
Esparta
y
enseguida
la
siguieron
el
Amor
(Eros)
y
el
Deseo
(Hímero).
EROS
Primeramente,
en
la
teogonía
de
Hesíodo,
Eros
se
concibe
como
una
encarnación
no
sólo
de
la
fuerza
del
amor
erótico
sino
también
como
el
impulso
creativo
de
la
naturaleza,
es
decir
una
luz
primigenia
responsable
de
la
creación
y
el
orden
de
todas
las
cosas
en
el
cosmos.
Nace
directamente
del
caos
al
igual
que
Gea
o
el
Tártaro.
Por
otra
parte,
hay
otra
leyenda
que
cuenta
que
Eros
nació
de
un
huevo
engendrado
por
la
noche
que
al
separarse
en
dos
mitades
dio
origen
a
Gea
y
a
Urano.
Pero
el
Eros
más
conocido
es
aquel
que
nació
junto
a
Afrodita
de
una
combinación
espumosa
formada
alrededor
del
miembro
amputado
de
Urano
arrojado
al
mar
por
su
hijo
Cronos.
Hablar
del
amor
es
como
si
se
hablara
de
incompletud,
de
alguna
falta,
de
un
“TE”
o
“ME”
da
a
sensación
de
que
no
se
busca
el
amor,
sino
que
el
amor
mismo
seria
una
búsqueda,
el
tema
es
que
si
se
logra,
deja
de
ser
pleno.
El
hombre
que
crea
la
cultura
no
se
resigna
a
su
propia
animalidad,
creando
el
concepto
de
amor.
Una
exlplicacion
científica
sería
adaptada
a
través
del
arte
o
de
la
religión
que
llega
a
través
de
mitos
o
símbolos,
hay
algo
más
que
la
mera
reproducción
de
la
especie,
hay
fuerzas
que
se
atraen
y
misterios.
Hay
una
lógica
que
supera
la
propia
lógica.
En
el
banquete
de
platón
narra
el
encuentro
en
la
casa
de
agaton,
para
festejar
un
éxito
de
un
premio
obtenido
tras
la
comida
se
habla
de
EROS,
Griegos,
o
de
CUPIDO
para
los
romanos,
esta
es
una
reflexión
sobre
la
naturaleza
del
amor.
El
primero
en
hablar
es
el
sofista
FEDRÓN,
dice
que
EROS
pertenece
a
los
dioses
más
antiguos
junto
a
GEA
la
tierra
y
URANO
el
cielo,
los
tres
van
creando
el
resto
de
los
dioses,
y
por
eso
son
origen
de
todas
las
cosas,
frente
al
bien
o
el
mal
que
pueden
percibir
en
función
del
amor,
deciden
premiar
o
castigar
a
las
personas
según
su
comportamiento
premiando
a
quienes
se
sacrifican
por
amor.
Fedrón
cita
tres
relatos
míticos:
ALCESTIS,
hija
de
PELIAS
que
decide
dar
la
vida
por
ADMETO,
la
muerte
llega
a
Admeto
pero
Alcestis
decide
darse
por
su
esposo
y
se
va
al
ADES
(el
lugar
de
todos
los
muertos)
Alcestis
ES
UN
EJEMPLOE
DE
SACRIFICIO
POR
AMOR,
y
por
eso
es
recompensado
por
los
dioses
el
tercer
ejemplo
es
el
de
AQUILES
el
hombre
mas
valiente
fuerte
y
bello
de
la
antigua
Grecia.
Cuando
en
la
guerra
de
Troya,
HECTOR
el
troyano,
mató
a
PATROCLOS
su
amante,
Aquiles
decidió
vengarse
aún
sabiendo
la
maldición
que
se
le
avecinaba.
Sin
embargo
mato
a
Héctor
y
la
muerte
le
llegó,
se
sacrificó
por
amor,
pero
este
amor
es
distinta
a
la
de
Alcestis
ya
que
aquí
es
el
amado,
y
Alcestis
era
la
amante
y
los
dioses
valoran
más
el
sacrificio
de
los
amados
y
no
de
los
amantes.
El
tema
es
que
todos
somos
amados
y
amantes
a
la
vez,
amante
es
el
que
quiere
y
amante
es
el
que
posee,
ARISTÓFANES
En
un
principio
eran
tres
los
sexos
de
las
personas,
no
dos,
como
ahora,
masculino
y
femenino,
sino
que
había,
además,
un
tercero
que
participaba
de
estos
dos,
cuyo
nombre
sobrevive
todavía,
aunque
él
mismo
ha
desaparecido.
El
andrógino,
en
efecto,
era
entonces
una
cosa
sola
en
cuanto
a
forma
y
nombre,
que
participaba
de
uno
y
de
otro,
delo
masculino
y
de
lo
femenino.
Eran
también
extraordinarios
en
fuerza
y
vigor
y
tenían
un
inmenso
orgullo,
hasta
el
punto
de
que
conspiraron
contra
los
dioses.
Y
lo
que
dice
Homero
de
Efialtes
y
de
Oto
se
dice
también
de
ellos,
que
intentaron
subir
a
los
cielos
para
atacar
a
los
dioses.
La
forma
de
cada
persona
era
redonda
en
totalidad,
con
la
espalda
y
los
costados
en
forma
de
círculo.
Tenía
cuatro
manos,
mismo
número
de
pies
que
de
manos
y
dos
rostros
perfectamente
iguales
sobre
un
cuello
circular.
Y
sobre
estos
dos
rostros,
una
sola
cabeza,
y
además
cuatro
orejas,
dos
órganos
sexuales,
y
lo
demás
como
uno
puede
imaginarse.
Caminaba
también
recto
como
ahora,
en
cualquiera
de
las
dos
direcciones
que
quisiera;
pero
cada
vez
que
se
lanzaba
a
correr
velozmente,
al
igual
que
ahora
los
acróbatas
dan
volteretas
haciendo
girar
las
piernas
hasta
la
posición
vertical,
se
movía
en
círculo
rápidamente
apoyándose
en
sus
miembros
que
entonces
eran
ocho.
Eran
tres
los
sexos
y
de
estas
características,
porque
lo
masculino
era
originariamente
descendiente
del
sol,
lo
femenino
de
la
tierra
y
lo
que
participaba
de
ambos
de
la
luna,
pues
también
la
luna
participa
de
uno
y
de
otro.
Precisamente
eran
circulares
ellos
mismos
por
ser
similares
a
sus
progenitores.
Entonces,
Zeus
y
los
demás
dioses
deliberaron
sobre
qué
debían
hacer
con
ellos
y
no
encontraban
una
solución.
Porque
ni
podían
matarlos
y
exterminar
su
linaje,
fulminándolos
con
el
rayo
como
a
los
gigantes
(pues
entonces
se
habrían
acabado
también
los
honores
y
sacrificios
que
recibían
de
ellos)
ni
podían
permitirles
tampoco
seguir
siendo
insolentes.
Tras
pensarlo
detenidamente
dijo,
al
fin,
Zeus:
“Me
parece
que
tengo
el
medio
de
cómo
podrían
seguir
existiendo
los
hombres
y,
a
la
vez,
cesar
de
su
desenfreno
haciéndolos
más
débiles:
Ahora
mismo
los
cortaré
en
dos
mitades
a
cada
uno
y
de
esta
forma
serán
a
la
vez
más
débiles
y
más
útiles
para
nosotros
por
ser
más
numerosos.
Andarán
rectos
sobre
dos
piernas
y
si
nos
parece
que
todavía
perduran
en
su
insolencia
y
no
quieren
permanecer
tranquilos,
de
nuevo
los
cortaré
en
dos
mitades,
de
modo
que
caminarán
dando
saltos
sobre
una
sola
pierna”.
Dicho
esto,
cortaba
a
cada
individuo
en
dos
mitades,
como
los
que
cortan
las
serbas
y
las
ponen
en
conserva
o
como
los
que
cortan
los
huevos
con
crines.
Y
al
que
iba
cortando
ordenaba
a
Apolo
que
volviera
su
rostro
y
la
mitad
de
su
cuello
en
dirección
del
corte,
para
que
el
hombre,
al
ver
su
propia
división,
se
hiciera
más
moderado,
ordenándole
también
curar
lo
demás.
Entonces,
Apolo
volvía
el
rostro
y,
juntando
la
piel
de
todas
partes
en
lo
que
ahora
se
llama
vientre,
como
bolsas
cerradas
con
cordel,
la
ataba
haciendo
un
agujero
en
medio
del
vientre,
esa
parte
que
llamamos
precisamente
ombligo.
Alisó
las
otras
arrugas
en
su
mayoría
y
modeló
también
el
pecho
común
instrumento
parecido
al
de
los
zapateros
cuando
alisan
sobre
la
horma
los
pliegues
de
los
cueros.
Pero
dejó
unas
pocas
en
torno
al
vientre
mismo
y
al
ombligo,
para
que
fueran
un
recuerdo
del
antiguo
estado.
Así,
pues,
una
vez
que
fue
seccionada
en
dos
la
forma
original,
añorando
cada
uno
su
propia
mitad
se
juntaba
con
ella
y
rodeándose
con
las
manos
y
entrelazándose
unos
con
otros,
deseosos
de
unirse
en
una
sola
naturaleza,
morían
de
hambre
y
de
absoluta
inacción,
por
no
querer
hacer
nada
separados
unos
de
otros.
Y
cada
vez
que
moría
una
de
las
mitades
y
quedaba
la
otra,
la
que
quedaba
buscaba
otra
y
se
enlazaba
con
ella,
ya
se
tropezara
con
la
mitad
de
una
mujer
entera,
lo
que
ahora
llamamos
precisamente
mujer,
ya
con
la
de
un
hombre,
y
así
seguían
muriendo.
Compadeciéndose
entonces
Zeus,
inventa
otro
recurso
y
traslada
sus
órganos
genitales
hacia
la
parte
delantera,
pues
hasta
entonces
también
estos
los
tenían
por
fuera
y
engendraban
y
parían
no
los
unos
en
los
otros,
sino
en
la
tierra,
como
las
cigarras.
De
esta
forma,
pues,
cambió
hacia
la
parte
frontal
sus
órganos
genitales
y
consiguió
que
mediante
estos
tuviera
lugar
la
generación
en
ellos
mismos,
a
través
delo
masculino
en
lo
femenino,
para
que
si
en
el
abrazo
se
encontraba
hombre
con
mujer,
engendraran
y
siguiera
existiendo
la
especie
humana,
pero,
si
se
encontraba
varón
con
varón,
hubiera,
al
menos,
satisfacción
de
su
contacto,
descansaran,
volvieran
a
sus
trabajos
y
se
preocuparan
de
las
demás
cosas
de
la
vida.
Desde
hace
tanto
tiempo,
pues,
es
el
amor
de
los
unos
a
los
otros
innato
en
los
hombres
y
restaurador
de
la
antigua
naturaleza,
que
intenta
hacer
uno
solo
de
dos
y
sanar
la
naturaleza
humana.
Por
tanto,
cada
uno
de
nosotros
es
un
símbolo
de
hombre,
al
haber
quedado
seccionado
en
dos
de
uno
solo,
como
los
lenguados.
Por
esta
razón,
precisamente,
cada
uno
está
buscando
siempre
su
propio
símbolo.
En
consecuencia,
cuantos
hombres
son
sección
de
aquel
ser
de
sexo
común
que
entonces
se
llamaba
andrógino
son
aficionados
a
las
mujeres,
y
pertenece
también
a
este
género
la
mayoría
de
los
adúlteros;
y
proceden
también
de
él
cuantas
mujeres,
a
su
vez,
son
aficionadas
a
los
hombres.
Pero
cuantas
mujeres
son
sección
de
mujer,
no
prestan
mucha
atención
a
los
hombres,
sino
que
están
inclinadas
a
las
mujeres,
y
de
este
género
proceden
también
las
lesbianas.
Cuantos,
por
el
contrario,
son
sección
de
varón,
persiguen
a
los
varones
y
mientras
son
jóvenes,
al
ser
rodajas
de
varón,
aman
a
los
hombres
y
se
alegran
de
acostarse
y
abrazarse;
estos
son
los
mejores
entre
los
jóvenes
y
adolescentes,
ya
que
son
los
más
viriles
por
naturaleza.
EL
TERCER
dialogante
es
SOCRATES,
quien
dice
que
uno
ama
lo
que
no
quiere
y
que
una
vez
que
lo
encuentra
lo
quiere
para
siempre,
el
amor
sería
la
búsqueda
de
un
absoluto,
el
cual,
al
producirse
un
encuentro,
es
ESE
absoluto
el
que
nos
hace
plenos,
es
decir
el
encontrar
el
absoluto.
El
amor
concreto
por
tanto
es
una
situación
circunstancial,
donde
el
otro
es
una
plataforma
que
nos
eleva
ambos,
por
encima
de
cualquier
individualidad
o
egoísmo.
Según
Sócrates
el
amor
es
la
búsqueda
de
un
faltante,
lo
que
ama
la
humanidad
es
la
búsqueda
de
la
inmortalidad,
por
lo
que
hay
que
crear
obras
y
procrear
la
especie,
parte
de
un
amor
de
los
cuerpos
y
va
creciendo
al
amor
de
las
almas,
es
una
forma
de
amar
el
conocimiento,
nos
conecta
con
las
cosas
y
nos
saca
de
nosotros
mismos.
El
problema
es
cuando
estamos
ya
en
plenitud….
Luego
qué????
Pues
se
vuelve
rutina,
se
aburguesa
y
se
siente
embargados
por
el
tedio.
El
amor
cuando
alcanza
su
máxima
expresión
siempre
se
derrumba,
porque
cuando
alcanza
su
objetivo,
se
suprime.
Pues
el
amor
de
Eros
es
una
amor
sin
otro.
Un
amor
que
“desotra”,
pues
funciona
en
función
de
lo
que
a
“mí”
me
falta,
hace
que
la
falta
esté
pensada
en
uno
mismo,
se
define
una
búsqueda
de
amor
ideal
a
partir
de
mis
propias
necesidades,
busco
a
alguien
que
encaje
en
lo
que
yo
necesito,
como
si
tuviera
la
forma
del
vacío
de
mi
carencia.
Pero
lamentablemente
el
otro
nunca
es
lo
que
pretende,
nunca
encaja
con
mis
expectativas.
Con
lo
cual
se
producen
dos
opciones
1)
o
el
otro
deja
de
ser
para
encajar,
2)
o
el
otro
no
encaja
y
quedamos
sin
vínculo.
RELATOS
AFRODITA
Y
ADONIS
LOS
dioses
de
la
mitología
griega
sufren
por
amor
como
cualquier
mortal.
Incluso
Afrodita,
la
diosa
del
amor,
conoció
tanto
el
éxtasis
de
romances
fulminantes
como
las
hondas
depresiones
que
suceden
tras
el
desengaño.
Lo
interesante
de
este
panteón
es
que,
al
igual
que
los
mortales,
los
dioses
aman,
sufren
y
luego
se
rehacen
para
seguir
adelante;
a
veces
con
heridas,
desde
luego.
Afrodita
es
la
diosa
del
amor,
pero
en
un
sentido
que
nada
tiene
que
ver
con
el
amor
romántico,
subproducto
sublimado
del
amor
cristiano;
sino
más
bien
del
amor
ligado
al
deseo,
a
la
belleza,
a
lo
sensorial.
En
otras
palabras:
Afrodita
es
la
diosa
de
ese
perfil
del
amor
que
se
disfruta
con
el
cuerpo
sin
excluir
al
alma.
Tal
vez
por
eso
las
sacerdotizas
de
Afrodita,
conocidas
como
Hieródulas,
practicaban
un
culto
donde
el
sexo
era
una
parte
esencial
para
alcanzar
la
comunión
con
la
diosa.
Los
besos,
las
caricias,
el
acto
de
comer
y
beber
del
otro
conformaban
la
hostia
de
la
eucaristía
del
amor.
Ahora
bien,
los
cargos
y
los
títulos
aristocráticos
están
muy
bien,
como
por
ejemplo
reinar
sobre
el
amor;
sin
embargo,
nadie
podría
atribuirse
el
gobierno
absoluto
sobre
este
sentimiento
sin
haber
sufrido
alguna
vez
por
amor.
Y
vaya
que
Afrodita
sufrió.
Y
vaya
que
hizo
sufrir.
A
lo
largo
de
su
extraordinaria
historia,
Afrodita
se
entregó
en
cuerpo
y
alma
a
seis
varones;
cuatro
dioses
y
dos
mortales.
Repasemos
brevemente
aquellas
aventuras.
4
dioses
que
tomaron
a
Afrodita:
Hefesto:
Si
bien
los
dioses
del
Olimpo
a
menudo
se
entregaban
con
voluntarismo
a
las
relaciones
ocasionales,
las
buenas
costumbres
exigían
que
todos
estuviesen
formalmente
casados.
Hefesto
era,
además
de
un
artesano
colosal,
el
marido
oficial
de
Afrodita.
Esto
le
daba
ciertos
derechos
sobre
ella,
pero
sobre
todo
obligaciones.
Legalmente
ningún
otro
varón
podía
tomar
a
Afrodita,
regla
que
probó
su
ineficacia
muy
rápido;
y
en
parte
debido
a
un
tremendo
error
estratégico
del
propio
Hefesto.
Afrodita
poseía
dones
innatos
y
era
casi
imposible
que
un
hombre
no
se
sintiera
atraído
por
ella.
No
obstante,
Hefesto
decidió
que
podía
elevar
aún
más
su
grado
de
perfección,
y
construyó
para
su
esposa
una
magnífica
joyería,
entre
ella,
un
cinturón
que
resaltaba
hasta
lo
inconcebible
sus
atributos.
Con
el
tiempo,
el
cinturón
de
Afrodita
se
transformó
en
un
emblema
de
seducción,
probablemente
porque
su
uso
hacía
que
hasta
los
dioses
más
aplomados
o
dedicados
a
otros
menesteres
pusieran
el
ojo
sobre
ella.
Ares:
Se
dice
que
fue
Helios,
el
dios
sol,
quien
espió
al
dios
de
la
guerra,
Ares,
acostándose
con
Afrodita
en
la
habitación
que
compartía
con
su
esposo,
Hefesto.
Helios
le
reveló
este
engaño
a
Hefesto,
que
si
bien
era
un
tipo
confiado,
también
era
astuto
cuando
su
confianza
era
traicionada.
En
secreto,
Hefesto
dispuso
una
trampa
metálica
sobre
el
lecho
nupcial,
capaz
de
inmovilizar
incluso
a
los
dioses.
De
este
modo
atrapó
a
Ares
y
Afrodita
en
pleno
desenfreno.
Acto
seguido
convocó
a
los
dioses
más
importantes
del
Olimpo
para
que
fuesen
testigos
de
semejante
adulterio.
A
las
diosas,
comenta
Ovidio,
se
las
excluyó
de
este
rol
de
testigos
para
proteger
su
pudor.
No
obstante,
los
dioses
no
reaccionaron
del
modo
que
Hefesto
había
imaginado.
La
belleza
de
Afrodita
era
tal
que
muchos
aseguraron
que
cambiarían
de
lugar
con
Ares
sin
ningún
problema.
Poseidón,
sin
embargo,
fue
obligado
por
Zeus
a
devolver
a
Hefesto
la
dote
que
había
pagado
por
su
infiel
esposa.
Ares
huyó
entonces
a
Tracia,
su
hogar.
Para
muchos,
los
encuentros
clandestinos
con
Afrodita
no
cesaron,
e
incluso
habrían
sido
la
causa
para
que
el
dios
de
la
guerra,
que
había
prometido
lealtad
a
Hera,
luchase
en
favor
de
los
troyanos
durante
el
sitio.
Dioniso:
El
caso
de
Dioniso
es
extraño
y
muy
poco
comentado,
quizás
porque
se
trataba
del
bisnieto
de
Afrodita,
lo
cual
convertía
sus
encuentros
amorosos
en
una
clase
particularmente
abominable
de
incesto.
Poco
y
nada
se
sabe
sobre
aquella
relación.
Dioniso
no
cultivaba
el
perfil
de
varón
que
tanto
excitaba
a
Afrodita;
todo
lo
contrario,
era
más
femenino
en
sus
formas
y
en
su
trato
que
muchas
diosas
del
Olimpo.
Hermes:
Hermes,
mensajero
de
los
dioses,
patrono
de
los
ladrones
y
los
pata
de
lana,
obtuvo
el
ansiado
acceso
a
la
lubricidad
de
Afrodita
más
por
astucia
que
por
méritos
físicos.
Aquel
amor
dio
sus
frutos:
Hermafrodito,
que
literalmente
significa
«Hermes-‐Afrodita»,
transformado
luego
en
una
fusión
perfecta
de
varón
y
hembra
cuando
los
dioses
le
concedieron
a
la
ninfa
Salmacis
su
insensato
deseo
de
no
separarse
jamás
de
él.
2
mortales
que
tomaron
a
Afrodita:
Anquises:
Anquises
aparece
en
los
mitos
como
un
pobre
pastor
con
linaje
real.
Se
dice
que
Afrodita
lo
vio
en
el
monte
Ida
mientras
el
muchacho
apacentaba
sus
rebaños.
Quedó
tan
impresionada
por
su
belleza
que
descendió
sobre
la
tierra
y
se
unió
a
él
con
tanto
deseo
y
pasión
que
incluso
llegarían
a
concebir
a
un
personaje
central
de
los
mitos
griegos:
Eneas.
Adonis:
Probablemente
el
gran
amor
de
Afrodita,
aunque
su
nacimiento
se
dio
por
casualidad.
Cierto
día,
cuenta
la
leyenda,
Afrodita
jugaba
con
su
hijo,
Cupido,
cuando
accidentalmente
se
hirió
con
una
de
sus
flechas.
La
herida
aún
no
había
sanado
por
completo
cuando
las
Moiras,
las
diosas
del
destino,
decidieron
que
ése
era
el
momento
indicado
para
que
Afrodita
se
encontrara
con
Adonis,
un
joven
y
apuesto
cazador
de
vida
más
bien
peregrina.
Afrodita
se
enamoró
inmediatamente
de
él.
Repentinamente
dejó
de
vagar
por
sus
lugares
favoritos:
Pafos,
Cnido
y
Amathos;
incluso
se
ausentó
durante
un
tiempo
del
Olimpo
y
sus
opíparos
banquetes
de
ambrosía.
Afrodita
llegó
a
preferir
la
compañía
de
Adonis
sobre
cualquier
otra
actividad.
En
secreto
seguía
el
rastro
de
su
amante
y
adoraba
su
sombra
como
si
fuesen
jirones
oscuros
del
alma
inconmensurable
de
Zeus.
Ella,
que
sólo
deseaba
acostarse
bajo
los
árboles
sin
otra
preocupación
que
cuidar
de
sus
encantos,
vagaba
ahora
por
los
bosques
vestida
como
Artemisa,
la
cazadora,
llamando
a
sus
perros,
matando
liebres
y
venados,
aunque
manteniéndose
prudentemente
alejada
de
lobos,
osos,
y
otras
fieras
enemigas
de
los
rebaños.
Pero
el
orgulloso
Adonis
jamás
tembló
ante
la
presencia
de
los
terribles
animales
que
habitaban
por
entonces
en
Grecia.
Adonis
era
demasiado
altivo
para
escuchar
consejos
de
Afrodita.
Cierto
día,
sus
perros
lograron
sacar
a
un
jabalí
de
su
guarida,
el
joven
arrojó
el
venablo
e
hirió
al
animal
en
las
costillas.
Pero
la
feroz
bestia
consiguió
arrancarse
el
arma
con
los
dientes
y
se
lanzó
en
persecución
del
joven
cazador.
Adonis
corrió
veloz
como
los
vientos
del
Parnaso,
sin
embargo,
su
destino
estaba
escrito:
el
jabalí
le
dio
alcance,
hundió
sus
colmillos
en
el
estómago
del
joven
y
lo
dejó
moribundo
sobre
los
pastos.
Afrodita,
montada
en
su
carro
celestial
tirado
por
cisnes,
iba
camino
a
Chipre
cuando
oyó
los
lamentos
de
Adonis
viajando
en
alas
del
viento,
y
a
toda
velocidad
torció
su
rumbo
hacia
el
oeste.
Desde
la
altura
divisó
el
cuerpo
sin
vida
de
Adonis,
quebrado
y
bañado
en
sangre.
Descendió,
desesperada,
y
se
inclinó
junto
a
él.
El
espíritu
de
Adonis
había
abandonado
su
templo.
Afrodita
acarició
la
piel
fría
y
ausente,
y
lloró
como
ninguna
diosa
había
llorado.
Finalmente,
Afrodita
se
puso
de
pie,
y
con
la
terrible
melodía
de
su
voz
le
reprochó
a
las
Moiras:
—Vuestra
victoria
no
será
completa.
El
recuerdo
de
mi
dolor
perdurará,
y
mis
lamentos
se
escucharán
hasta
el
fin
del
mundo.
Tu
efímera
sangre
mortal
será
eterna,
Adonis,
delicada,
renaciendo
perpetuamente,
como
una
flor.
Y
diciendo
esto
besó
las
heridas
de
Adonis,
que
ondularon
como
las
aguas
de
un
estanque
cuando
las
acaricia
el
rocío.
De
allí
nació
una
flor,
púrpura
como
la
aurora,
pero
de
corta
vida.
Se
dice
que
Afrodita
aún
clama
por
Adonis
desde
los
cielos,
y
que
su
voz
se
alza
una
vez
al
año,
viajando
con
el
viento
y
acariciando
los
pétalos
de
su
amante,
invitándolo
a
despertar.
Por
eso
a
esta
flor
se
la
llama
anémona,
que
en
griego
significa
«flor
del
viento».
EROS
Y
PSIQUE
Eros
y
Psique:
una
historia
de
amor.
¿Qué
sucede
cuando
el
Deseo
y
el
Espíritu
se
aman?
Se
transforman
en
mito.
Pero
hay
mitos
cuya
naturaleza
no
es
estática:
se
mueven,
crecen,
se
identifican
con
nuevas
fases
del
arte,
y
finalmente
renacen.
Tal
es
el
caso
de
esta
historia
de
amor
entre
Eros
y
Psique.
Psique
era
la
hija
más
hermosa
de
un
ignoto
rey
de
Anatolia.
Su
belleza
era
tal
que
incluso
despertó
los
celos
de
Afrodita,
la
diosa
del
amor,
quien
envió
a
su
propio
hijo,
Eros,
para
que
la
perforase
con
una
flecha
envenenada
que
la
condenaría
a
enamorarse
del
hombre
más
terrible
y
cruel
que
encontrase.
No
obstante,
cuando
Eros
advirtió
la
belleza
de
Psique,
arrojó
la
flecha
al
mar
y
raptó
a
la
joven
mientras
dormía,
llevándola
a
las
doradas
estancias
del
Olimpo.
La
situación
estaba
lejos
de
ser
ideal.
Para
no
levantar
sospechas
-‐la
ira
de
los
dioses
no
conoce
límites-‐
Eros
se
presentaba
ante
la
joven
únicamente
de
noche,
y
le
prohibió
que
lo
interrogue
sobre
su
verdadera
identidad.
Con
cada
ocaso
los
jóvenes
se
amaban
en
la
oscuridad,
dilatando
sus
caricias
hasta
el
preludio
del
alba,
momento
en
el
que
Eros
huía
junto
a
las
sombras
fugitivas.
Cierta
noche
Psique
le
confesó
a
su
amado
que
extrañaba
profundamente
a
sus
hermanas.
Eros,
con
la
visión
sobrenatural
de
los
dioses,
le
concedió
el
deseo
de
verlas
pero
le
advirtió
que
serían
ellas
las
causantes
de
su
ruina.
Las
hermanas
fueron
trasportadas
al
Olimpo
durante
ese
breve
e
incierto
pasaje
entre
el
sueño
y
la
vigilia.
Asombradas
por
la
majestuosidad
del
palacio,
interrogaron
rápidamente
a
Psique
sobre
la
identidad
de
su
marido.
Incapaz
de
explicarles
quién
era,
o
cómo
era,
Psique
terminó
confesando
la
verdad.
Las
hermanas
le
sugirieron
una
estratagema:
encender
una
lámpara
en
medio
de
la
noche
para
contemplar
el
rostro
de
su
marido,
y
evitar
así
la
posibilidad
de
estar
compartiendo
el
lecho
con
un
monstruo
o
un
hechicero.
Psique
llevó
a
cabo
el
plan
con
perfecta
astucia.
Cuando
las
sombras
eran
más
espesas,
y
los
besos
y
caricias
se
había
diluído
como
una
tormenta
que
poco
a
poco
se
repliega
hacia
el
horizonte,
la
joven
encendió
la
lámpara.
Eros
dormía.
Su
rostro
era
como
si
la
perfección
de
las
esferas
celestiales
hubiesen
encontrado
la
forma
de
adoptar
una
forma
humana.
Maravillada
por
la
belleza
del
joven,
Psique
tropezó
y
una
gota
de
aceite
cayó
sobre
el
rostro
de
Eros.
El
Hijo
del
Amor
despertó
indignado.
La
furia
de
los
Inmortales
resplandeció
en
sus
ojos;
una
ira
primordial,
implacable,
que
no
conoce
paralelos
en
el
corazón
humano.
Con
en
peso
colosal
de
la
decepción
sobre
los
hombros,
Eros
le
recordó
su
promesa,
y
luego
abandonó
el
palacio,
asegurándole
que
ya
no
volverá
a
verlo
jamás.
Cuando
Psique
tomó
plena
conciencia
de
su
traición,
cayó
de
rodillas
y
le
rogó
a
Afrodita
por
un
milagro;
pero
la
diosa,
dueña
de
un
rencor
que
sólo
el
amor
traicionado
puede
albergar,
le
ofrece
una
única
posibilidad
para
recuperar
a
su
amante,
un
trabajo
imposible
para
cualquier
mortal:
descender
al
Hades.
Impulsada
por
un
error
sincero,
Psique
se
encaminó
hacia
el
inframundo
para
rogar
a
Perséfone,
la
Reina
del
Submundo,
que
la
honre
con
un
cabello
de
su
exhuberante
corona.
Un
pedido
osado,
y
acaso
fatal,
que
sólo
se
justifica
por
la
audacia
propia
de
los
amantes
abandonados,
en
definitiva,
capaces
de
cualquier
cosa
con
tal
de
recuperar
aquello
que
han
perdido.
Afrodita,
que
siempre
supo
como
sacar
provecho
aún
de
las
situaciones
más
peligrosas,
sabía
que
en
cada
cabello
de
Perséfone
se
hallaba
el
gérmen
de
una
belleza
poco
convencional.
Para
hacerse
de
ella
le
entregó
a
Psique
un
cofre
negro
como
las
alas
de
la
noche,
en
donde
debía
depositarlo
con
sumo
cuidado,
pues
la
hermosura
del
inframundo
es
letal
para
el
tacto
humano.
Pero
existe
un
sólo
camino
hacia
el
Hades:
la
muerte.
Psique
estaba
a
punto
de
arrojarse
desde
lo
alto
de
una
torre
cuando
una
voz
extraña
le
indicó
un
pasaje
alternativo,
una
suerte
de
umbral
sobre
el
que
poco
se
sabe.
La
joven
ingresó
a
las
Estancias
de
la
Muerte
y
con
dulces
de
cebada
apaciguó
la
furia
de
Cerbero,
el
perro
de
los
infiernos.
Luego
se
encontró
con
Caronte,
a
quien
pagó
con
un
óbolo
para
que
la
llevase
directamente
ante
Perséfone.
La
Reina
del
Hades
se
conmovió
con
su
historia,
y
le
cedió
uno
de
sus
cabellos
negros.
Psique
abandonó
el
Hades,
pero
en
un
descuido
el
cofre
se
abrió,
y
de
él
emergió
un
vapor
narcótico
que
los
griegos
llamaban
el
Sueño
Estigio,
es
decir,
el
olvido
inevitable
que
cae
sobre
todos
los
muertos.
Eros,
que
había
seguido
desde
el
Olimpo
los
viajes
y
aventuras
de
Psique,
se
presentó
ante
Zeus
para
que
éste
interceda
por
la
joven.
El
anciano
Rey
de
Reyes,
conocedor
de
las
debilidades
del
amor,
convirtió
a
Psique
en
inmortal
y
la
trasladó
a
los
palacios
de
Eros.
En
griego
Psiqué
significa
"soplar",
pero
en
un
sentido
espiritual,
es
decir,
Psiqué
es
el
aliento
que
se
exhala
antes
de
morir,
el
hálito
que
sirve
de
vehículo
para
el
espíritu
ya
desencarnado.
Para
los
griegos
la
Psiqué
llevaba
una
vida
errante
luego
de
abandonar
el
cuerpo
humano,
aunque
generalmente
terminaba
en
el
Hades,
donde
residía
como
un
espectro
nebuloso,
una
fantasmagoría
que
no
recordaba
su
pasado
en
la
tierra.
Con
gran
astucia,
Homero
nos
recuerda
que
Psiqué
suele
aparecer
ante
los
humanos
como
una
mariposa,
cuyo
nombre,
Psiché,
terminarían
fundiéndose
en
un
mismo
concepto.
Eros,
por
su
parte,
significa
"deseo".
Es
el
amor
en
movimiento,
es
decir,
el
amor
que
desea,
que
se
arroja
sobre
el
mundo.
No
el
amor
como
sentimiento
estático,
rígido
en
el
corazón,
sino
el
amor
en
acción.
No
es
extraño
que
cuando
Eros
y
Psique
(El
deseo
y
el
alma)
se
unen
en
las
Estancias
Imperecederas,
el
resultado
es
un
vástago
que
los
griegos
nombraban
poco,
pero
que
en
Roma
fue
adorado
como
un
dios
perfecto
del
amor,
ya
que
en
él
se
fundían
las
dos
facetas
más
importantes
del
hombre.
Allí
se
lo
llamó
Voluptas,
es
decir,
Placer.
Hay
otro
detalle
subjetivo
que
me
gustaría
mencionar.
El
pintor
francés
William-‐Adolphe
Bouguereau
(ver
la
imagen
de
arriba)
imaginó
el
rapto
de
Psique
no
como
un
acto
violento,
sino
todo
lo
contrario.
Basta
contemplar
el
rostro
extasiado
de
Psique
para
advertir
que
el
Espíritu,
a
menudo
prisionero
de
las
convenciones
sociales,
se
lanza
gozosamente
a
los
brazos
del
Deseo
cuando
este
emerge
imprevistamente
de
la
noche.
ARTEMISA
Y
ORION
Algunos
sostienen
que
la
muerte
trágica
y
prematura
de
Orión
se
debió
a
un
arrebato
de
furia
de
Apolo,
hermano
de
Artemisa.
Otros,
en
cambio,
ofrecen
caminos
alternativos
e
igualmente
lacrimógenos.
Artemisa,
la
diosa
de
la
caza
que
hasta
entonces
había
rechazado
metódicamente
la
compañía
masculina,
conoció
a
Orión
en
una
de
sus
expediciones.
Ella
prefería
los
bosques
y
las
bestias
salvajes
sobre
los
placeres
civilizados.
Se
enamoró
perdidamente
de
él,
que
también
vestía
gallardamente
los
atavíos
del
cazador,
aunque
no
se
atrevió,
por
pudor,
a
presentarse
abiertamente.
Tan
intenso
fue
su
deseo
por
el
joven
Orión
que
cuando
Artemisa
regresó
al
campamento
no
se
atrevió
confesárselo
a
sus
ninfas,
que
al
igual
que
ella
habían
jurado
no
casarse
jamás.
En
favor
de
la
diosa
debemos
decir
que
aquel
contrato
no
prohibía
el
amor,
y
que
acaso
lo
alentaba
al
excluir
el
matrimonio.
Los
mitos
griegos
sugieren
que
solo
hay
una
cosa
imposible
en
el
Olimpo:
conservar
un
secreto.
El
amor
secreto
de
Artemisa
llegó
a
oídos
de
su
hermano
Apolo,
aunque
distorsionado
e
inexacto.
El
dios
se
dejó
llevar
por
rumores
maliciosos
y
creyó
que
su
hermana
y
Orión
se
habían
prometido
amor
eterno,
y
lo
que
es
aún
más
asombroso
si
tenemos
en
cuenta
la
envergadura
de
ese
lapso:
fidelidad.
Apolo,
presa
de
la
ira
vehemente
y
ciega
de
los
olímpicos,
determinó
que
un
mísero
mortal
no
se
casaría
con
su
hermana.
Otros
sostienen
que
Apolo
dudaba
de
la
fidelidad
de
Orión,
ya
que
previamente
había
abandonado
los
brazos
rosados
de
Eos,
la
diosa
de
la
aurora.
Pero
cualquiera
haya
sido
el
motivo
de
su
rechazo,
lo
cierto
es
que
Apolo
resolvió
librarse
del
problema
de
la
forma
más
cruel.
Urdió
una
emboscada
que
por
imposible
resultó
ser
eficaz.
Convenció
a
Orión
a
sumergirse
en
las
aguas
de
un
río
para
atrapar
a
un
pez
especialmente
escurridizo;
luego
se
acercó
a
la
orilla
y
desafió
a
Artemisa
a
acertarle
a
un
blanco
móvil
bajo
el
agua.
La
diosa,
que
nunca
rechazaba
esta
clase
de
desafíos,
apuntó
y
lanzó
una
flecha
certera
que
perforó
la
espalda
de
Orión,
justo
cuando
flotaba
indefenso
para
pescar
su
presa.
Otras
versiones
del
mito
sostienen
que
Apolo
en
realidad
no
pensaba
en
la
felicidad
de
su
hermana,
sino
en
la
suya.
Celoso
por
las
atenciones
de
Artemisa,
envió
un
escorpión
gigante
con
el
único
propósito
de
aguijonear
al
muchacho.
Orión,
hay
que
decirlo,
se
había
vuelto
un
tipo
arrogante,
soberbio,
que
irritaba
a
los
dioses
aprovechando
la
protección
de
Artemisa.
Fue
la
diosa
quien
intervino
frente
al
ataque
del
escorpión,
llevando
a
Orión
hasta
la
isla
de
Delos,
proverbialmente
conocida
por
la
ausencia
de
escorpiones,
y
donde
finalmente
se
produjo
el
episodio
del
desafío
de
Apolo
y
la
muerte
del
joven
cazador.
Todas
las
versiones
coinciden
en
que
Artemisa
descubrió
demasiado
tarde
su
error.
En
la
orilla
ensangrentada
lloró
sobre
el
cadáver
de
su
amante
durante
nueve
días
consecutivos,
acompañada
por
el
fiel
perro
del
muchacho;
hasta
que
arrojó
su
cuerpo
al
cielo
(junto
con
el
del
can,
que
aún
ladraba)
y
desde
entonces
ambos
pueden
verse
en
la
constelación
de
Orión
y
en
la
Sirio,
la
estrella
del
perro.
Astrónomos
refractarios
sostienen
desvergonzadamente
que
aquella
constelación
es
anterior
al
mito
de
Orión.
Desde
aquí
suponemos
que
en
la
soledad
de
sus
observatorios
acaso
se
estremezcan
al
recordar
esta
tragedia
cuando
la
oscura
constelación
de
Escorpio
aparece
en
el
cielo
mientras
Orión
y
Sirio
se
ocultan
en
el
horizonte,
probando
que
el
viejo
y
celoso
Apolo
aún
no
canceló
la
orden
de
aguijonear
la
carne
de
aquel
mortal
que
se
atrevió
al
amor
de
una
diosa.
PERSEO
Y
ANDRÓMEDA
Perseo
y
Andrómeda:
el
mito
detrás
de
"Furia
de
titanes".
Andrómeda
era
una
hermosa
princesa
de
la
ciudad
griega
de
Argos.
Su
nombre
significa
literalmente
“la
gobernante
de
hombres”;
y
como
casi
siempre
sucede
en
los
mitos
griegos,
un
destino
de
gloria
trae
aparejado
una
estirpe
imprudente,
en
este
caso,
los
padres
de
Andrómeda:
Cefeo
y
Casiopea.
Casiopea
tenía
la
mala
costumbre
de
presumir
de
su
belleza.
A
tal
punto
que
no
dudaba
en
compararse
con
las
nereidas;
jactancia
que
despertó
la
ira
de
Poseidón,
el
dios
de
los
océanos,
que
decidió
castigarla
inundando
la
ciudad.
No
obstante,
la
furia
de
Poseidón
no
quedó
satisfecha
al
ver
anegadas
las
hermosas
tierras
de
Argos.
Deseaba
más.
En
consecuencia,
envió
a
un
monstruo
marino
para
continuar
con
el
azote.
Su
nombre
era
Ceto,
una
criatura
primordial
capaz
de
devorar
prácticamente
cualquier
cosa.
Cefeo,
el
padre
de
Andrómeda,
conocía
de
antemano
los
episodios
de
aquel
pequeño
apocalipsis.
Su
fuente
era
un
oráculo
que
también
le
había
informado
sobre
la
única
manera
de
eludir
el
exterminio:
entregar
a
Andrómeda
a
las
fauces
del
monstruo.
Con
este
propósito
la
encadenó
desnuda
frente
al
mar.
Se
dice
que
Perseo
volvía
de
su
expedición
contra
la
gorgona
Medusa,
montado
sobre
Pegaso,
el
caballo
alado,
cuando
desde
las
alturas
vio
a
la
hermosa
Andrómeda
y
quedó
perdidamente
enamorado.
Perseo
descendió
sobre
las
arenas
adyacentes
a
Argos
para
solicitar
la
mano
de
Andrómeda.
Hasta
ese
momento
el
héroe
desconocía
la
furia
de
Poseidón
y
la
jactancia
de
Casiopea.
Después
de
algunas
negociaciones
se
arregló
que
Perseo
obtendría
el
visto
bueno
para
la
boda
si
primero
mataba
a
Ceto.
Acostumbrado
a
esta
clase
de
tareas
sobrehumanas,
Perseo
se
dirigió
hacia
las
rocas
en
donde
aguardaba
la
princesa
Andrómeda.
Las
olas
embravecidas
anunciaban
la
llegada
del
monstruo.
Sobre
un
desfiladero
el
héroe
aguardó
la
embestida.
Ceto
se
arrojó
desde
las
profundidades
oceánicas
con
un
grito
espantoso,
arrojando
babas
fétidas
y
una
espuma
alcalina
por
las
narices.
Justo
en
el
último
instante,
cuando
el
choque
parecía
inevitable,
Perseo
sacó
de
un
saco
de
cuero
la
cabeza
de
la
Gorgona,
que
convertía
en
piedra
a
todo
aquel
que
la
mirara,
y
la
sostuvo
en
alto
frente
a
la
bestia.
Ceto
se
redujo
a
una
masa
amorfa
de
polvo
y
rocas
al
chocar
contra
el
desfiladero.
Versiones
más
poéticas
sostienen
que
el
monstruo
se
convirtió
en
un
hermoso
coral.
Perseo
recibió
los
agradecimientos
de
rigor,
y
cuando
se
disponía
a
preguntarle
a
Andrómeda
sobre
la
fecha
más
conveniente
para
celebrar
la
boda,
la
imprudente
Casiopea
le
informó
que
todavía
existía
un
pequeño
problema
si
resolver:
Andrómeda
ya
había
sido
prometida
al
príncipe
Agénor.
Podemos
imaginar
que
Perseo
se
quejó
en
vivos
términos
ante
semejante
omisión,
pero
lo
cierto
es
que
Andrómeda
lo
había
cuativado
de
tal
forma
que
estaba
dispuesto
a
pasar
por
alto
cualquier
ofensa,
de
modo
que
solucionó
el
inconveniente
de
la
forma
más
diplomática
posible.
Mató
a
Agénor
y
masacró
a
su
ejército
utilizando
el
poder
inconmensurable
de
la
cabeza
de
Medusa.
Perseo
y
Andrómeda
finalmente
se
casaron
y
se
mudaron
a
la
ciudad
de
Tirinto.
Allí
tuvieron
a
una
niña
a
la
que
llamaron
Gorgófene,
“la
muerte
de
la
Gorgona”.
Con
el
tiempo
la
familia
se
expandió.
Nacieron
príncipes
que
gobernaron
Micenas
y
descendientes
notables
entre
los
que
se
encuentra
nada
menos
que
Heracles.
Se
dice
que
Andrómeda,
la
más
silenciosa
y
pasiva
de
esta
historia
de
amor,
realmente
se
enamoró
de
Perseo.
Cuando
murió,
vieja
y
todavía
taciturna,
la
diosa
Atenea
la
colocó
en
el
cielo
en
compañía
de
su
marido
y
su
madre.
Astrónomos
exégetas
sostienen
que
ese
sitio
del
cósmos
se
conoce
como
la
constelación
de
Andrómeda.
Aquellos
amantes
de
los
mitos
griegos
que
no
tengan
miedo
de
las
deformaciones
cinematográficas
pueden
hallar
dos
ejemplos
del
mito
de
Perseo
y
Andrómeda
en
la
película:
Furia
de
titanes
(Clash
of
the
Titans),
de
1981,
y
su
remake
de
2010.
ECO
Y
NARCISO
Eco
era
una
oréade,
es
decir,
una
ninfa
de
las
montañas,
más
precisamente
del
monte
Helicón.
Fue
educada
nada
menos
que
por
las
Musas,
diosas
encargadas
de
distribuir
inspiración
y
talento;
y
como
tal
recibió
el
don
de
tener
la
voz
mas
bella
y
encantadora
del
mundo;
incluso
las
palabras
ordinarias
sonaban
en
sus
labios
como
el
tañido
de
campanas
distantes
sobre
la
espuma
del
mar.
Narciso,
hijo
de
la
ninfa
Liríope
y
Céfiso,
el
dios-‐río;
era
el
joven
más
apuesto
que
haya
vivido
fuera
del
Olimpo.
Su
amor
propio
era
tan
desmedido
que
sólo
tenía
ojos
para
sí
mismo,
un
error
que
los
griegos
no
perdonaban
ni
siquiera
en
la
mitología.
De
nuevo
en
el
Monte
Helicón,
Hera,
esposa
de
Zeus,
sospechaba
que
su
adúltero
marido
estaba
secretamente
entusiasmado
por
Eco.
Tras
algunas
pesquisas
subrepticias,
Hera
descubre
los
amores
ilícitos
de
Zeus,
y
también
que
la
ninfa
se
ha
mantenido
al
margen
de
los
lances
del
dios.
Incapaz
de
castigar
al
Señor
de
los
Dioses,
Hera
tomó
el
camino
más
simple:
maldijo
a
Eco
a
utilizar
su
voz,
la
más
bella
que
haya
brotado
de
boca
alguna,
a
repetir
cacofónicamente
las
últimas
palabras
de
su
interlocutor.
Eco
huyó
del
monte
sagrado,
incapaz
de
pronunciar
una
palabra
voluntaria.
Solo
podía
repetir
quedamente
el
canto
de
los
pájaros,
el
murmullo
del
agua,
el
atronar
de
una
roca
desprendiéndose
de
los
acantilados;
hasta
que
lo
vió
a
él:
Narciso,
un
joven
de
prodigiosa
hermosura
que
miraba
absorto
su
reflejo
en
el
agua.
Narciso
no
advirtió
inmediatamente
su
presencia,
estaba
demasiado
ocupado
contemplando
la
perfección
de
su
rostro
en
las
aguas
tranquilas
del
estanque.
Eco,
temerosa
y
frágil,
se
escondió
detrás
de
un
árbol,
y
desde
allí
se
enamoró
del
joven.
Arrebatado
de
pasión
por
su
propio
reflejo,
Narciso
dijo
en
voz
alta.
-‐¿Eres
tú
o
yo?
-‐...yo...
-‐dijo
una
voz
espectral.
-‐¿Estás
aquí?
-‐...aquí...
-‐Te
amo.
-‐...amo...
Eco
salió
de
su
escondite
decidida
a
confesar
su
amor,
pero
en
su
boca
no
había
palabras,
salvo
las
últimas
que
oía.
Narciso
la
rechazó
violentamente.
Podemos
pensar
que
se
burló
de
ella
con
excesiva
ironía.
La
ninfa
huyó
al
páramo,
sola
y
desdichada,
y
vagó
por
valles
y
cañadas
solitarias
que
solo
los
dioses
conocen,
hasta
que
finalmente
se
recluyó
en
una
oscura
cueva
donde
su
cuerpo
poco
a
poco
se
consumió
de
tristeza.
De
ella
solo
quedó
su
voz,
un
reflejo
acústico
incapaz
de
pronunciar
nada
que
no
sean
palabras
ajenas.
De
las
lóbregas
mansiones
de
Némesis,
la
diosa
de
la
venganza,
surgió
un
pensamiento
de
ira
que
se
proyectó
hacia
la
cueva
de
Eco.
La
voz
de
la
ninfa
voló
hacia
el
estanque
en
alas
del
despecho,
y
encontró
a
Narciso,
como
de
costumbre,
obnubilado
por
su
reflejo.
Inmensamente
desdichada
por
aquel
amor
no
correspondido,
aguardó.
Cierto
día,
presa
de
una
desesperación
y
una
angustia
incontenibles,
Narciso
exclamó
ante
su
reflejo.
-‐No
lo
soporto
más.
Te
necesito.
¡Ven!
-‐...¡ven!
Al
oir
el
llamado
el
joven
se
arrojó
a
las
aguas
y
se
ahogó.
Su
padre,
el
dios-‐río,
hizo
que
en
el
lugar
de
la
tragedia
crezca
una
flor
distinta
a
las
demas,
que
crece
alejada
de
otros
capullos;
y
que
desde
entonces
se
llamó
Narciso,
que
en
griego
significa
"narcótico",
en
alusión
al
perfume
intenso
de
sus
pétalos.
Algunos
dicen
que
Eco
nunca
abandonó
el
mundo,
y
que
todavía
repite
lo
que
oye
en
lugares
abandonados,
acaso
esperando
que
alguien
intuya
su
presencia
en
los
ecos.
Otros,
menos
proclives
a
las
metáforas
esperanzadoras,
señalan
que
la
condena
de
Narciso
no
concluyó
con
su
muerte;
y
que
su
espíritu
llora
de
tristeza
en
el
inframundo,
amando
y
contemplando
un
reflejo
que
lo
ignora
prolijamente.
ORFEO
Y
EURIDICE
Orfeo
(Ορφέυς),
nombre
de
etimología
incierta
que
quizás
provenga
de
orphe,
"oscuridad",
era
un
pastor
tracio
de
notable
talento
musical.
Su
lira
encantaba
a
los
hombres
y
enrojecía
a
las
inestables
diosas
del
Olimpo,
siempre
atentas
a
los
acordes
del
muchacho.
Pocos
saben
que
su
padre
fue
Apolo,
el
dios
de
la
música,
quien
le
entregó
su
lira
en
secreto;
un
instrumento
bellísimo
creado
por
Hermes
con
una
caparazón
de
tortuga.
Bendecido
y
condenado
por
su
arte
sublime,
Orfeo
se
enamoró
de
la
hermosa
Eurídice
(Ευρυδίκη),
una
ninfa
auloníade,
es
decir,
una
ninfa
de
los
valles
seguidora
de
Pan.
El
amor
fue
mutuo,
y
la
boda
no
se
hizo
esperar,
así
como
la
envidia
de
quienes
ven
al
amor
como
un
rapto
de
posesión
y
no
como
una
entrega
absoluta.
Aristeo,
pastor
y
músico,
se
sintió
doblemente
traicionado
por
el
destino.
Orfeo
no
solo
era
infinitamente
más
hábil
con
la
lira,
sino
que
había
conseguido
el
corazón
de
la
mujer
que
amaba
secretamente.
La
ira
y
una
sensación
infame
de
justicia
poética
lo
llevaron
a
secuestrar
a
Eurídice
el
día
de
su
boda;
pero
la
joven,
que
intuía
el
deseo
ilegítimo
del
pastor,
huyó
veloz
como
el
viento
gélido
que
barre
las
quebradas.
Sin
embargo,
los
dioses,
que
a
menudo
encuentran
placer
en
contemplar
la
misma
tragedia
repitiéndose
en
distintas
épocas,
no
evitaron
que
una
serpiente
muerda
el
tobillo
delicado
de
Eurídice
mientras
huía.
La
joven
murió
en
medio
de
horribles
espasmos
de
dolor,
sintiendo
el
veneno
arremolinándose
en
su
paladar
como
un
néctar
amargo
y
definitivo.
Cuando
la
noticia
llegó
a
oídos
de
Orfeo
-‐señala
Homero-‐
éste
no
se
intimidó,
pues
sabía
que
la
muerte
es
una
excusa,
un
intervalo,
si
se
quiere,
que
ningún
amante
considerará
lícito.
El
muchacho
se
sentó
a
orillas
del
río
Estrimón,
notable
por
sus
aguas
luminiscentes,
e
interpretó
canciones
tan
tristes
y
tan
dolorosas
que
todas
las
ninfas
del
valle
lloraron
amargamente
y
le
aconsejaron
que
descendiera
al
Hades,
la
Casa
de
la
Muerte.
El
joven
cargó
su
lira,
se
vistió
con
sus
mejores
ropas,
y
marchó
hacia
la
mansión
de
donde
nadie
retorna.
El
primero
en
cruzarse
en
su
camino
es
Caronte,
el
barquero
de
los
muertos,
cuya
tarea
es
transportar
a
las
almas
sobre
la
laguna
Estigia.
Al
advertir
que
el
joven
no
había
muerto,
Caronte
se
niega
a
llevarlo
en
su
barca,
pero
Orfeo
toma
su
lira
e
interpreta
una
canción
sobre
el
descanso
final
de
los
héroes,
una
melodía
suave,
casi
imperceptible,
que
evoca
en
la
cansada
mente
de
Caronte
el
día
en
el
que
un
hombre
llegará
hasta
él
y
será
su
último
pasajero.
Emocionado
por
la
posibilidad
de
un
número
finito
de
almas,
Caronte
accede
a
llevarlo
hasta
la
otra
orilla
del
negro
Estigia.
Del
otro
lado
lo
aguarda
Cerbero,
el
guardián
del
inframundo
que
atormenta
a
los
réprobos
con
su
terrible
silueta
canina.
Ante
él
Orfeo
toca
una
canción
de
piedad,
de
entendimiento
por
las
innobles
tareas
asignadas
por
los
dioses.
Y
el
can
Cerbero,
emocionado
por
la
música
y
por
el
rostro
luminoso
del
muchacho,
en
cuyos
ojos
creyó
advertir
una
chispa
divina,
le
permitió
cruzar
las
pesadas
puertas
de
hierro
que
separan
lo
posible
de
lo
irreversible.
Solo,
armado
únicamente
con
su
música,
Orfeo
se
irguió
altivo
frente
a
Hades,
el
terrible
dios
de
la
muerte.
Con
notas
delicadas
le
rogó
por
el
retorno
de
Eurídice.
El
dios,
de
mirada
fija
y
profunda
como
las
aguas
abismales,
accede,
pero
con
una
condición,
acaso
para
que
su
reputación
no
se
vea
mancillada
por
un
gesto
de
compasión:
que
en
el
viaje
de
regreso
a
la
tierra
de
los
vivos
jamás
contemple
el
rostro
de
su
amada
hasta
salir
del
infierno.
Juntos
desandan
el
camino.
Las
manos
unidas
ante
las
frías
piedras
del
Tártaro.
Orfeo
marcha
adelante,
abriendo
puertas
y
derribando
muros
con
su
música.
Detrás,
la
hermosa
Eurídice,
arrastrada
por
un
amor
implacable
que
no
se
detiene
ante
nada.
Pero
la
parte
humana
de
Orfeo,
ésa
que
a
menudo
podemos
advertir
en
las
pequeñas
miserias
cotidianas,
cree
que
Hades
lo
ha
engañado,
y
que
entre
sus
dedos
pende
la
mano
de
otra
mujer.
Vencido
por
la
curiosidad,
Orfeo
gira
su
cabeza
hacia
atrás,
solo
para
contemplar
por
última
vez
el
rostro
delicado
de
Eurídice.
Frente
a
ellos
estaba
la
salida,
y
el
sol
brillaba
alto
en
el
cielo,
pero
Eurídice,
ligeramente
detrás
del
muchacho,
todavía
tenía
un
pie
envuelto
en
las
sombras
del
infierno.
Tal
como
lo
había
anunciado
Hades,
Eurídice
fue
arrastrada
por
manos
invisibles
hacia
salones
de
perpetua
desdicha,
y
Orfeo
fue
expulsado
del
inframundo.
Caronte
desoyó
sus
ruegos
y
sus
canciones,
e
incluso
le
negó
un
sorbo
del
río
Leteo,
cuyas
aguas
invitan
al
olvido.
Desde
entonces
Orfeo
vagó
por
cañadas
olvidadas,
lloró
sobre
rocas
jamás
pisadas
por
hombre
alguno,
y
a
pesar
de
que
muchas
mujeres
buscaron
su
amor
él
las
rechazó
a
todas.
Cierta
noche,
mientras
desgarraba
su
alma
en
devastadoras
notas
musicales
sobre
el
monte
Rodano,
Orfeo
se
cruzó
con
un
grupo
de
bacantes
tracias
que
volvían
de
sus
tertulias
orgiásticas.
Despreciadas
por
la
fidelidad
póstuma
del
muchacho,
las
brujas
despedazaron
sus
miembros,
comieron
su
carne
aún
palpitante,
y
arrojaron
su
cabeza
y
su
lira
al
río
Hebro.
Nadie
conoce
con
certeza
el
destino
de
Orfeo.
Su
muerte
tiene
muchas
formas.
Algunas
hablan
de
una
traición
al
culto
de
Dionisos,
antiguamente
presidido
por
el
joven,
y
la
venganza
terrible
del
dios
del
vino
en
manos
de
sus
fieles
ménades.
Platón,
sin
embargo,
razona
una
muerte
poética,
y
señala
que
Zeus,
ofendido
por
la
cobardía
de
Orfeo,
que
no
tuvo
el
arrojo
de
morir
por
amor
y
reencontrarse
con
Eurídice
en
los
salones
oscuros,
decidió
su
final
sin
conmoverse
por
antiguas
melodías.
TISBE
Y
PÌRAMO
Tisbe
y
Píramo
eran
dos
jóvenes
babilonios
que
vivieron
durante
el
reinado
de
la
hermosa
Semíramis,
aquella
reina
que
gobernó
durante
cuarenta
y
dos
años
consecutivos.
Ambos
vivían
en
casas
vecinas
y
se
amaban
sinceramente,
pero
sus
padres
desaprobaban
la
unión
y
les
prohibieron
verse
y
hablarse.
Desde
entonces
Tisbe
y
Píramo
desarrollaron
un
código
propio,
un
lenguaje
gestual
que
utilizaban
para
comunicarse
cuando
se
cruzaban
en
la
calle;
hasta
que
por
casualidad
descubrieron
una
pequeña
grieta
en
la
pared
que
separaba
ambas
casas,
a
través
de
la
cual
podían
susurrarse
algunas
palabras
encendidas
y
algunas
confesiones
sin
temor
a
ser
descubriertos.
Esta
abertura
era
tan
pequeña
que
no
permitía
el
acceso
visual
a
las
dependencias
vecinas;
solo
la
voz
llegaba
hasta
el
otro
lado.
Durante
largos
meses
se
prometieron
amor
y
fidelidad
a
través
de
la
hendidura.
Pero
llega
un
punto
en
el
que
las
palabras
son
insuficientes,
y
hasta
una
barrera
que
retrasa
el
amor.
Llenos
de
angustia
y
deseo,
Tisbe
y
Píramo
empezaron
a
planear
su
huída.
Acordaron
que
se
escaparían
a
la
noche
siguiente,
cuando
ambas
casas
estuviesen
en
silencio,
y
que
se
encontrarían
cerca
del
monumento
de
Nino,
aquel
mítico
fundador
asirio,
ubicado
junto
a
un
moral
blanco
que
bebía
las
aguas
de
una
fuente
pública.
Tisbe,
más
ansiosa
que
su
amado,
llegó
primero
al
lugar
convenido;
pero
descubrió
que
una
leona
bebía
ávidamente
de
la
fuente,
tal
vez
de
regreso
de
alguna
cacería
agotadora;
y
se
escondió
entre
unas
rocas.
En
el
apuro
dejó
caer
su
velo.
La
leona,
curiosa
como
todos
los
felinos,
se
vio
atraída
por
la
seda
brillante
y
se
acercó
para
olisquearla,
manchándola
con
un
poco
de
sangre
caía
de
su
hocico.
Cuando
Píramo
finalmente
llegó,
descubrió
las
huellas
de
su
amada
junto
a
las
de
la
bestia,
y
junto
a
ellas
el
velo
ensangrentado.
Razonó
que
Tisbe
había
sido
atacada
por
una
bestia
salvaje
y
que
su
cuerpo
había
sido
arrastrado
al
interior
de
un
cubil
oscuro
e
ignoto.
Desesperado,
sacó
su
puñal
y
se
lo
clavó
en
el
pecho.
Después
de
algunas
horas
de
juiciosa
espera,
Tisbe
salió
de
su
escondite.
Se
dirigió
a
la
fuente
pero
encontró
que
la
planta
de
moras
ya
no
era
blanca,
sino
púrpura,
de
modo
que
dudó
si
aquel
era
o
no
el
sitio
convenido
para
el
encuentro.
Cuando
ya
empezaba
a
sospechar
dolorosamente
que
su
amante
se
había
arrepentido,
vio
el
cadáver
de
Píramo
con
el
puñal
clavado
en
el
pecho.
Tisbe
lo
abrazó
y
lo
cubrió
de
besos
y
ruegos
urgentes,
manchando
su
propio
rostro
con
sangre.
Lloró
con
un
llanto
salvaje,
feroz,
que
maldecía
la
insensibilidad
de
las
Moiras,
las
diosas
del
destino.
Loca
de
pena,
arrancó
el
puñal
del
tórax
de
su
amante
y
lo
clavó
en
su
vientre.
Algunos
dioses
atestiguaron
el
desastre
desde
las
alturas
del
Olimpo,
e
intercedieron
ante
los
padres
de
los
jóvenes
para
permitirles
yacer
juntos
en
el
sepulcro.
Ovidio
señala
que
la
sangre
del
joven
tiñó
los
frutos
del
moral,
hasta
entonces
perfectamente
blancos,
y
que
por
esa
razón
ahora
las
moras
son
púrpura.
Más
aún,
en
Roma
se
conocía
a
ese
arbusto
como
Arbor
Pyramea,
“el
árbol
de
Píramo”;
y
su
fruto
es
tanto
dulce
como
ácido,
acaso
como
metáfora
botánica
de
que
el
amor
y
la
tragedia
se
nutren
de
las
mismas
raíces.