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DE LA HUMANIDAD
UNA BREVE HISTORIA
DE LA HUMANIDAD
Michael Cook
Traducción de Víctor V. Úbeda
Publicado por Antoni Bosch, editor
Palafolls, 28 – 08017 Barcelona – España
Tel. (+34) 93 206 07 30
info@antonibosch.com
www.antonibosch.com
ISBN: 978-84-95348-32-6
Depósito legal: "
Impreso en España
Printed in Spain
Prefacio 13
Primera parte
¿Por qué la historia es como es?
1. El trasfondo paleolítico 21
2. La revolución neolítica 37
3. El surgimiento de la civilización 57
Segunda parte
Los continentes menores
4. Australia 75
5. América 95
6. África 119
Tercera parte
La masa continental euroasiática
7. El antiguo Oriente Próximo 143
8. La India 165
9. China 193
10. El mundo mediterráneo antiguo 221
11. Europa occidental 249
Cuarta parte
¿Hacia un solo mundo?
12. La civilización islámica 281
13. La expansión europea 309
14. El mundo moderno 339
Conclusión 367
Lecturas recomendadas 373
Créditos 383
Índice analítico 387
9
OCÉANO ÁRTICO
Á r t i c o
Trópico de Cáncer
N U E V O
África
M U N D O Occidental
Ecuador
S i b e r i a
E U R A S I A
Asia Central
Mar M
ed
V I E J O M U N D O Lejano
iterrá
e de África
neo Oriente
Oriente
Medio CHINA
Sahara Trópico de Cáncer
Arabia INDIA
Á F R I CA OCÉANO
Sudeste
Asiático PACÍFICO
Su
África
Áf aha
Ecuador
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Oriental
ric ria
OCÉANO
a na
ÍNDICO
Trópico de Capricornio
África
del Sur AUSTRALIA
ANTÍPODAS
ANTÁRTIDA
Proyección de Miller;
las fronteras actuales se indican como referencia
Prefacio
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prefacio
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prefacio
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Primera parte
¿Por qué la
historia es como es?
1
El trasfondo
paleolítico
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el trasfondo paleolítico
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una breve historia de la humanidad
–1
–2
–3
–4
–5
–6
–7
–8
–9
Tiempo
Ahora
0–
500 –
1.000 –
Profundidad
En realidad basta con que nos fijemos en dos elementos que, com-
binados, responden en buena medida a nuestra pregunta. El prime-
ro es que los últimos 10.000 años –el periodo que los geólogos lla-
man Holoceno– han sido excepcionalmente cálidos. Para encontrar
un periodo comparable en el bajo Pleistoceno, la época geológica
anterior al Holoceno, tendríamos que remontarnos al periodo
Eemian, es decir, unos 120.000 años atrás. En realidad, se trata de
un fenómeno bastante típico dentro del régimen climático del últi-
mo millón de años: cada 100.000 años más o menos tiene lugar un
periodo cálido relativamente breve. El segundo elemento es que el
Holoceno se ha visto privilegiado en otro sentido: su extraordinaria
estabilidad climática. Compárense las suaves oscilaciones de la izquier-
da con las violentas sacudidas de la derecha. (De hecho, si nos fija-
mos, el Eemian parece consistir en una serie de picos y valles res-
pectivamente mucho más fríos y más calientes que cualquiera de los
valores experimentados durante el Holoceno; estos datos, no obstan-
te, se han puesto en duda.) Así pues, el Holoceno es un periodo
fuera de lo común. No ha habido nada semejante en los últimos
100.000 años, es decir, prácticamente todo el periodo durante el
que ha existido el moderno ser humano.
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Tiempo
– 100
– 120
– 150
– 200
– 12
– 14
– 16
– 18
– 20
– 25
– 30
– 35
– 40
– 50
– 60
– 70
– 80
– 11
Más
EEMIAN calor
1.500 –
2.000 –
2.500 –
3.000 –
Más
frío
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van parte de su propio ADN. Lo que aquí nos importa es que los
humanos heredamos nuestro ADN mitocondrial de nuestras madres
que, a su vez, lo heredaron de sus madres, y así hasta Eva.
Una cosa que por fuerza ha de suceder cuando se hereda ADN
es que se copie. Todos tenemos experiencia en copiado de textos;
sabemos que da lugar a errores y que cuantas más copias se hacen,
más errores se van acumulando. Algunos de estos errores pueden ser
catastróficos, otros no pasan de un ligero engorro, y otros no tienen
la más mínima importancia. En el caso del ADN, los errores de copia-
do se llaman mutaciones. La inmensa mayoría de mutaciones no revis-
ten importancia toda vez que afectan al ADN basura (mientras que
las mutaciones en los genes pueden causar dolencias desagradables
como la fibrosis cística). Pero esas mutaciones sin importancia pue-
den venirnos muy bien para nuestros propósitos históricos por cuan-
to simplemente se transmiten; no existe ninguna selección natural
que actúe a su favor ni en su contra.
Por lo general, el ADN se deteriora rápidamente en cuanto deja
de formar parte de una célula viva. Esto significa que, en líneas gene-
rales, sólo se puede estudiar el ADN de los seres vivos o de los que
hayan muerto hace poco siempre que su ADN se haya conservado
en condiciones favorables. El ADN de los seres humanos actuales se
puede, por tanto, conseguir sin problemas, así como el de otras espe-
cies vivas más o menos relacionadas con nosotros. Pero una muestra
de ADN utilizable de más de mil años de antigüedad es algo fuera
de lo común. Curiosamente, en la actualidad poseemos no menos de
tres muestras del ADN mitocondrial de los neandertales, los huma-
nos premodernos que vivieron en Europa hace entre 130.000 y 30.000
años más o menos. Sin embargo, no tenemos muestras cien por cien
seguras de la misma época; y de homínidos anteriores, absoluta-
mente nada.
Entonces, ¿cómo es que dichas mutaciones nos permiten recons-
truir el pasado? En lugar de intentar captar esta idea en un plano
abstracto, enfoquemos directamente la cuestión que esas mismas muta-
ciones iluminan: los orígenes de la raza humana. En las últimas déca-
das ha tenido lugar una encendida polémica a propósito de este asun-
to. Según uno de los bandos, el origen de los humanos modernos es
multirregional, esto es: el proceso mediante el cual surgimos consis-
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cos donde el aporte de energía solar es mayor. Así, la más alta den-
sidad de especies de todo el planeta se registra alrededor del Ecuador;
según nos desplazamos al norte o sur de los trópicos, el número de
especies disminuye de manera espectacular. El resultado es que, si no
median otros factores, la aparición de nuevas especies es considera-
blemente más probable en los trópicos que en cualquier otro lugar.
Esto a su vez suscita otro interrogante que habremos de abordar
más adelante: ¿por qué el destacado papel que los trópicos desem-
peñaron en la gestación de la raza humana no se dejó sentir duran-
te el desarrollo histórico? De momento volvamos a ocuparnos de algu-
nos vestigios del pasado humano que, a diferencia del ADN, son
apreciables a simple vista.
3. Útiles de piedra
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La revolución
neolítica
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La aparición de la agricultura
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todo el mundo (al menos hasta que colonizaron las zonas residencia-
les de las afueras de las ciudades). Otra estrategia fue aproximarse a
los seres humanos con el fin de gozar de su protección; esto es lo que
hicieron las especies domesticadas con éxito. Este punto de vista,
sin embargo, revela el carácter asimétrico de la relación. Un aspec-
to de esta asimetría es la posición central que ocupan los seres huma-
nos en todo el complejo: para todos los animales domesticados la
relación clave es la que mantienen con los humanos, no con otro
miembro del conjunto. Igualmente asimétrica es la manera como
ambas partes se han adaptado a la simbiosis: para los humanos la
adaptación es ante todo cultural, pero para el trigo o las vacas no.
Es por esto, al fin y al cabo, por lo que podemos hablar del papel de
la vaca en la historia humana, mientras que mal podríamos hablar
del papel del hombre en la historia vacuna.
Tanto para las plantas como para los animales la forma más impor-
tante de adaptación a la domesticidad es genética. Dejemos a un lado
a los animales, que son demasiado complicados, y pongamos un ejem-
plo muy sencillo que atañe a los cereales. En el trigo y la cebada sil-
vestre, un proceso de «rompimiento» provoca que las semillas cai-
gan al suelo según van madurando, lo que impide una recolección
eficaz por parte del ser humano (figura 7, izquierda). En cambio,
en las variedades cultivadas, la mutación de uno o dos genes basta
para solventar el problema a plena satisfacción de ambas partes (figu-
ra 7, derecha).
Para los humanos la cosa fue diferente: como ya hemos mencio-
nado, la adaptación humana a los animales domésticos fue funda-
mentalmente cultural, no genética. De no haber sido así, habrían
existido dos clases de seres humanos: los que estaban genéticamen-
te adaptados a la agricultura y los que no. Evidentemente no ha sido
así. Fue gracias a la inteligencia como los humanos se adaptaron a las
plantas y animales con los que entablaron relaciones: inteligencia
para recolectar trigo, para cavar fosos de almacenamiento, para sem-
brar las semillas en la época del año apropiada, etcétera. En este
sentido no cabe duda de que poseían cierta ventaja sobre las plantas
e incluso sobre los animales, lo que explica que los humanos se adap-
tasen tan rápidamente a tantas especies a la vez y que la agricultura
diese pie a tantas innovaciones. Pero no debemos exagerar el alcan-
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El otro, más trascendental, tiene que ver con las enfermedades. Las
poblaciones del Viejo Mundo, las únicas que mantenían una estre-
cha simbiosis con grandes cantidades de animales domésticos, tuvie-
ron que lidiar con los gérmenes que estos animales portaban. Estos
gérmenes han sido la causa de enfermedades infecciosas que han
matado a mucha gente en el Viejo Mundo. Pero con el paso de los
milenios, las poblaciones de Eurasia y África fueron desarrollando
cierta resistencia genética. El efecto fue precisamente la creación
de dos tipos de seres humanos: los que tenían esa protección y los
que carecían de ella. Cuando los dos tipos entraron en contacto a
raíz del viaje trasatlántico de Colón, el efecto de los gérmenes del
Viejo Mundo sobre las poblaciones genéticamente inadaptadas fue
devastador. Las plantas cultivadas, en cambio, no se han vengado así
de sus socios humanos.
3. Cerámica
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la revolución neolítica
Esto también resulta lógico: las vasijas, por lo general, son objetos
prácticos, y las decoraciones elaboradas suelen ser la excepción, no
la regla. En contraposición a estos fragmentos, las vasijas ilustradas
en este libro serán, desde luego, piezas de museo: unas veces her-
mosas, siempre instructivas, pero nunca típicas.
Como ya hemos indicado, en alfarería se da un fenómeno en
cierto sentido análogo a los útiles de piedra que examinamos en el
capítulo anterior. La arcilla, una vez cocida, es un buen supervivien-
te (aunque no tan duro como la piedra); recordemos los curiosos
objetos de arcilla de la figura 1. La cerámica goza por tanto de una
presencia en el registro arqueológico tan destacada como la de la pie-
dra, lo que también exagera el papel que desempeñaba en la vida
de la gente que la fabricó. Así y todo, este papel, como el de la pie-
dra, tenía su importancia. Por ejemplo, las vasijas permiten calentar
agua y hacer sopas o guisos: una esperanza de vida para los desden-
tados. También proporcionan almacenamiento a prueba de rato-
nes; los ratones, no lo olvidemos, son animales que han logrado vivir
a nuestra costa durante miles de años sin darnos nada a cambio.
Pero, a diferencia de los útiles de piedra, la cerámica es un fenó-
meno del Holoceno y, más concretamente, de las sociedades agríco-
las. Los cazadores-recolectores paleolíticos, en la medida en que eran
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una breve historia de la humanidad
nómadas, poco partido habrían podido sacarle a las vasijas: son uten-
silios pesados y frágiles, justo el tipo de objeto más inconveniente
para el transporte. Esto significa, entre otras cosas, que la cerámica
no formó parte del legado paleolítico común de Asia y América. Al
igual que la agricultura, debió de desarrollarse de manera indepen-
diente en ambas regiones.
Y sin embargo, el ensamblaje de cerámica y agricultura no es per-
fecto. No todas las sociedades agrícolas han practicado la alfarería.
Algunas, como las primeras sociedades neolíticas de Oriente Próximo,
todavía no la han inventado; su ausencia allí resulta tan asombrosa
a posteriori que los arqueólogos hablan de un Neolítico precerámi-
co. Otras sociedades la tuvieron en un momento dado pero la per-
dieron; los maoríes de Nueva Zelanda provienen de una cultura
que en su día practicó la alfarería, pero no conservaron la técnica al
emigrar de una isla del Pacífico a otra.
Curiosamente, unas pocas culturas cazadoras-recolectoras del
Holoceno practicaban la alfarería. Japón constituye el ejemplo prin-
cipal. La fase de la prehistoria japonesa conocida como el periodo
Jomon abarca aproximadamente desde el décimo milenio hasta el
primero a. C.; las vasijas más antiguas que se conocen, procedentes
de la isla de Kyushu, podrían datar del undécimo milenio a. C. (Se
han postulado fechas incluso anteriores, lo que nos retrotraería has-
ta las postrimerías del Pleistoceno.) Hacia 7500 a. C. los hallazgos
de cerámica abundan. La cerámica de Jomon, sin embargo, era tos-
ca, gruesa y poco cocida: sus creadores probablemente no usasen
nada más avanzado que una hoguera (a diferencia de los alfareros
chinos del Neolítico, por ejemplo). Esta cerámica, no obstante, indi-
ca lo que puede llegar a hacer una cultura cazadora-recolectora lo
bastante rica como para tornarse sedentaria: en este caso concreto,
un recurso disponible en insólita abundancia era el pescado. El
verdadero enigma tal vez sea por qué otros cazadores-recolectores
privilegiados no desarrollaron la alfarería. Una de las primeras cul-
turas europeas del Paleolítico Superior produjo grandes cantidades
de objetos hechos de barro cocido; sin embargo, aún no hemos halla-
do una sola vasija magdaleniense.
Todo esto resulta intrigante, pero tampoco hay que prestarle dema-
siada atención. La asociación genérica de cerámica y agricultura
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El surgimiento de
la civilización
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creto le recuerda a los maitines). Los hijos de los señores son adoc-
trinados en los templos. En resumen, las categorías básicas que nues-
tro conquistador traía consigo desde el Viejo Mundo (cristianos y
musulmanes) parecen haberle bastado para interpretar esta socie-
dad del Nuevo, por más que la civilización con que se encontró hubie-
se evolucionado completamente al margen de la suya.
¿No había ningún aspecto de la sociedad mexicana tan absoluta-
mente distinto de cuanto el conquistador conocía que le resultase de
todo punto incomprensible? Parece no tener la menor dificultad en
describir el politeísmo, el canibalismo y el sacrificio humano, face-
tas de esta sociedad que no tenían parangón en la España de enton-
ces, aunque sí había noticia de ellas en otras regiones del Viejo Mundo.
Tal vez hubiese un aspecto de la sociedad mexicana que le resultase
totalmente impenetrable, pero él desde luego no lo menciona. Por
supuesto que pudo malinterpretar ciertas cosas. Y que algunas de sus
comparaciones interculturales, por más útiles que fuesen para los lec-
tores que tenía en mente, repugnarían a los académicos de hoy. Pero
sería inútil disentir de las líneas generales de su crónica: la sociedad
mexicana era, efectivamente, sedentaria, estratificada y contaba con
ciudades, mercados, reyes, ejércitos, religión y demás.
En realidad, las diferencias más llamativas entre ambas socieda-
des atañen a cosas que eran corrientes en el Viejo Mundo pero inexis-
tentes en el Nuevo. El conquistador anónimo no suele señalar estas
ausencias, pero podemos enumerarlas fácilmente. La sociedad mexi-
cana (a diferencia de la andina) no practicaba el pastoreo. La tec-
nología mexicana carecía de una larga serie de útiles. Por ejem-
plo, no empleaba la rueda ni para transporte ni para alfarería, y su
metalurgia era muy limitada tanto en carácter como en impacto.
Esto a su vez explica el alto nivel de desarrollo de la tecnología líti-
ca. Nuestro cronista, sumamente impresionado por este hecho, hace
referencia a las puntas de piedra de las lanzas y a las espadas de
madera con hojas de piedra embutidas; las sociedades del Viejo
Mundo no tenían mucha necesidad de semejantes utensilios. Todo
esto puede atribuirse al entorno del Nuevo Mundo, menos propi-
cio que el del Viejo, lo que explica que las cosas sucediesen más
tarde en el primero; como vimos en el capítulo anterior, la meta-
lurgia estaba más avanzada en la región andina que en Mesoamérica
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el surgimiento de la civilización
pero incluso allí hizo falta que llegasen los conquistadores españo-
les para que diese inicio la Edad de Hierro.
Nuestra conclusión del experimento natural está, por tanto, bas-
tante clara. Los milenios durante los cuales el Viejo y el Nuevo Mundo
permanecieron aislados uno del otro fueron testigos del desarrollo
de dos grandes procesos en cada uno de ellos: el surgimiento de la
agricultura seguido del de la civilización. Hay que reconocer que las
trayectorias de ambos mundos estuvieron muy lejos de ser idénticas.
De hecho, sus respectivas formas de agricultura no tenían en común
ni una sola especie cultivada; y ambas civilizaciones diferían en
muchos sentidos. Toda esta disparidad es lo bastante relevante como
para obligarnos a examinar una por una las principales regiones del
mundo premoderno en la segunda parte de este libro. Pero esto
no debería hacernos perder de vista la unidad fundamental. Lo
que surgió inicialmente tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo
fue la agricultura, y no dos formas de vida radicalmente distintas;
del mismo modo, lo que surgió posteriormente en ambos fue la civi-
lización, y no dos cosas tan divergentes como para forzarnos a bus-
car un nuevo concepto.
Luego la respuesta a nuestra pregunta inicial parece ser que sí:
de la combinación de humanos de comportamiento moderno y las
condiciones del Holoceno sólo podía surgir un único tipo de histo-
ria. Como veremos, podía haber surgido antes, o después, o no haber
surgido nunca, dependiendo de condiciones medioambientales e
interacciones con otras poblaciones. Pero allá donde salió a escena,
resultó perfectamente reconocible y nada indica que algo completa-
mente diferente acechase entre bastidores. He aquí el motivo de
que el lector aún no sepa si los muros de piedra de la figura 2 perte-
necen al Viejo Mundo o al Nuevo.
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2. La escritura
Solemos dar por hecho que la escritura es una práctica cultural tan
sofisticada que sólo podría haber surgido en una sociedad comple-
ja, y el registro histórico tiende sin duda a darnos la razón. Sin embar-
go, ¿por qué habría de ser así? ¿Qué fue lo que impidió que las pri-
mitivas sociedades agrícolas, o incluso las cazadoras-recolectoras,
desarrollasen la escritura?
Un sistema de escritura funcional se compone de dos partes muy
diferentes. Podemos denominarlas el hardware y el software.
Que un sistema de escritura precisa de hardware es algo obvio: hace
falta algo donde escribir, y algo con lo que escribir. Hoy en día solemos
escribir haciendo marcas con tinta en un papel. La tinta no supone
gran problema; los pintores rupestres del Paleolítico Superior usa-
ban pigmentos que cumplían esa función. El papel es resultado de
una tecnología más avanzada que se desarrolló en China en torno
al comienzo de nuestra era y que se difundió por el resto del mun-
do sólo de manera paulatina. Antes de que el papel se hiciese uni-
versal, se dieron grandes variaciones en cuanto a los soportes sobre
los que la gente escribía: arcilla en Mesopotamia, papiro en Egipto,
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3. Monarquía
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tía a sus hijos en este sentido. Por un lado, habla de la ira del monar-
ca y de sus funestas consecuencias; los rebeldes se quedan sin tumba
y sus cuerpos son arrojados al agua. Por otro lado, hace hincapié en
la misericordia real; el soberano da comida a quienes le sirven y rever-
dece los campos, llenándolos de fuerza y vida. Esta palabrería habría
sido perfectamente inteligible en la antigua Mesopotamia. Allí tam-
poco escasea el puño de hierro: «la maza que controla al pueblo».
Pero también se oye hablar bastante más del guante de seda. Los
soberanos aparecen descritos como pastores: un papel de explota-
dores, pero no de depredadores. Ordeñan las ubres del cielo y traen
la prosperidad. En el prólogo a su famoso código legal, Hammurabi,
monarca de Babilonia en el siglo viii a. C., explica cómo se le requi-
rió «para mejorar las condiciones de vida del pueblo» y «hacer que
la justicia reinase sobre la tierra». Esta jerga real también pone énfa-
sis en la aclamación popular. En el siglo xxiv a. C., Lugal-Zagesi nos
cuenta cómo la tierra se regocija con su gobierno y lo detalla ciudad
por ciudad. Este énfasis en las relaciones públicas puede que refle-
je la estructura política de la antigua Mesopotamia: se componía
de numerosas ciudades-estado cuyas asambleas locales podían inclu-
so escoger un rey. Los monarcas mesopotámicos, al igual que los
egipcios, era mayores y mejores que sus súbditos, pero tal vez se
sentían más obligados a recalcar los servicios que prestaban a fin
de justificar esa diferencia.
Algo en lo que los reyes nunca tuvieron éxito a la hora de marcar
diferencias fue el hecho de que, antes o después, como todo hijo de
vecino, se morían. «¡Vaya! ¿Os lo podéis creer?», exclamó con petu-
lancia un rey franco en su lecho de muerte en el 561 d. C. «¿Qué
clase de rey puede estar a cargo del cielo que esté dispuesto a termi-
nar de esta guisa con grandes monarcas como yo?». Sin embargo,
algo que los reyes podían hacer, y de hecho hacían ante ese insulto
celestial a su dignidad, era gastar ingentes recursos en un intento por
garantizar que, aun muertos, se les tratase como estaban acostumbra-
dos. Las grandes pirámides egipcias del siglo xxvi a. C. siguen sien-
do a día de hoy imponentes monumentos a ese afán póstumo y a su
enorme coste social.
Pero hay otra faceta, más siniestra, de estas prácticas mortuorias
de la realeza que surgió y se extinguió mucho antes de que a los reyes
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una breve historia de la humanidad
egipcios les diese por construir pirámides. El rey Aha, que reinó en
el siglo xiii a. C. y fue el primer soberano en recibir un sepelio a gran
escala, no emprendió solo el viaje al otro mundo. Entre los que se lle-
vó consigo, es de suponer que sus seguidores, figuraba un número
considerable de jóvenes. Su sucesor, el rey Djer, fue enterrado con
casi seiscientas personas. Esta no era una práctica egipcia. Pocos siglos
después, los entierros de los miembros de la familia real de Ur, en
Mesopotamia, incluían numerosos hombres y mujeres, no digamos
ya animales. A finales del segundo milenio, hay sobradas pruebas de
la misma práctica en China, bajo la dinastía Shang. En todas estas cul-
turas, las costumbres funerales se suavizaron con el tiempo y las prác-
ticas terminaron cayendo en desuso, aunque en 210 a. C. el despia-
dado emperador que unificó China todavía se hizo acompañar en
el trance final de numerosas concubinas. En el Nuevo Mundo la prác-
tica aún estaba vigente cuando llegaron los españoles, a comienzos
del siglo xvi. Cuando el soberano tarasca de Michoacán, en el oeste
de México, murió, se llevó consigo más de cuarenta hombres y muje-
res para que lo sirvieran, incluidos siete nobles, algunos médicos,
un contador de historias y un bufón. Tras emborracharse, se los mata-
ba a garrotazos. La práctica da fe de una concepción de la realeza
que a buen seguro producirá escalofríos a cualquier alma plebeya;
nada indica que el surgimiento de la civilización fuese beneficioso
para los derechos humanos.
Que nadie piense que las drásticas desigualdades sociales son una
innovación de los últimos milenios. Hay una sepultura Paleolítica
en Rusia que data de hace más de 22.000 años en la que dos niños
fueron enterrados con ropas tan elaboradas que incluían varias dece-
nas de miles de abalorios; sólo en la confección de esas prendas tuvie-
ron que invertirse miles de horas. Con todo, el potencial para la
desigualdad en las sociedades humanas debió de aumentar enor-
memente con la aparición de la agricultura y de las invenciones sub-
siguientes, en particular las surgidas en las civilizaciones más anti-
guas. Por consiguiente, en líneas generales, la monarquía avanzada
puede interpretarse como el producto de una creciente complejidad
social, producto que aparece documentado de manera independien-
te en el registro arqueológico de las sociedades que hemos venido
examinando. No es posible, sin embargo, saber exactamente cuán-
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el surgimiento de la civilización
do y dónde se usaron por primera vez las palabras que cabría tradu-
cir correctamente como «rey».
Con independencia de la antigüedad de sus orígenes, lo cierto
es que la monarquía resultó ser extraordinariamente duradera. En
los últimos milenios la competición entre diferentes sistemas de gobier-
no ha sido enconada y raro ha sido el caso en que una dinastía de
reyes ha durado más de unos pocos siglos. Así y todo, hasta la
Revolución Francesa, la monarquía fue la forma normal de gobier-
no de las sociedades complejas: la caída de un rey o de una dinastía
tarde o temprano derivaba en la ascensión al trono de otro. En el
seno de la institución coexisten con frecuencia, o tal vez siempre, dos
concepciones incompatibles de su naturaleza: una según la cual los
reyes existen por y para sus súbditos y otra según la cual los súbditos
existen por y para sus reyes. Los huesos de los acólitos que acompa-
ñaban a los antiguos reyes en el tránsito al más allá ofrecen un grá-
fico testimonio de la realidad de la segunda.
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Segunda parte
Los continentes
menores
4
Australia
1. Un continente de cazadores-recolectores
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una breve historia de la humanidad
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australia
por un puente terrestre que emerge por encima del nivel del mar
durante las glaciaciones. Más al norte, estas masas terrestres rodean
la región polar, aunque sin ocuparla.
La unidad de Gondwana, en cambio, se ha hecho añicos. Además
de las deserciones que acabamos de señalar, un continente ocupa
el Polo Sur, donde desempeña un papel vital a la hora de producir
glaciaciones y de impedir que el mundo sea mucho más caliente de
lo que es; esta ubicación, sin embargo, hace imposible que la Antártida
ejerza papel alguno en la historia de la humanidad. Restan tres con-
tinentes, ninguno de los cuales puede compararse en tamaño con
Eurasia: África, Sudamérica y Australia. La tectónica de placas los ha
dejado en posiciones muy distantes entre sí. En lugar de formar
una unidad coherente, los continentes meridionales están, por así
decirlo, subtendidos de las masas terrestres del hemisferio norte. Así,
África, aunque separada de Europa por los restos de ese océano
medianero (salvo en las ocasiones en que se seca), está casi unida a
Europa por el oeste y literalmente unida a Asia por el este. Sudamérica
lleva unos cuantos millones de años unida a Norteamérica por un
puente terrestre. Australia, el menor de los continentes habitados,
está más aislado. En los periodos glaciales forma una sola masa terres-
tre con Nueva Guinea y Tasmania, mientras que gran parte del sud-
este asiático insular se une a la Eurasia continental; pero ni siquie-
ra en esas ocasiones existe un puente terrestre que una ambos
continentes.
El resultado de estas consideraciones es una serie de asimetrías.
Si comparamos el norte con el sur, observamos mucha más tierra en
el norte, y mucho más consolidada. Si comparamos el este y el oes-
te, observamos mucha más tierra en el Viejo Mundo que en el Nuevo.
Si comparamos la masa de Eurasia con las del resto de continentes,
vemos que no sólo es la mayor sino que también es diferente en cuan-
to a la orientación de su eje, que va de este a oeste, no de norte a
sur. Todas estas asimetrías han ejercido su papel a la hora de forjar
una historia del mundo en la que el norte ha impuesto sus condicio-
nes al sur, el Viejo Mundo al Nuevo, y Eurasia al Viejo Mundo. Pero
afortunadamente para la diversidad histórica, esos efectos sólo han
sido dominantes en los últimos siglos. Esto significa que durante un
largo periodo las culturas humanas fueron mucho más diversas que
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Mar de MAPA 2.
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OCÉANO AUSTRALIA
15°S
Trópico de Capricornio
AUSTRALIA CLIMA
30°S
Tropical
Sydney
Húmedo
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las regiones más áridas del interior hasta el Holoceno. Al igual que
en la Europa del Paleolítico Superior, hay hallazgos dispersos que lla-
man la atención: se han encontrado, por ejemplo, algunos de los aba-
lorios más antiguos del mundo y varias hachas con mango de gran
antigüedad (hachas rudimentarias con empuñaduras de madera; un
ejemplar en concreto, que data de hace unos 30.000 años, se pare-
ce mucho al tipo de hacha que aún se usaba en el siglo xix). En
particular, tenemos la suerte de que ciertos utensilios de madera que
datan de hace 12.000 años hayan sobrevivido en una ciénaga, inclui-
dos los primeros bumeranes conocidos. Pero no estamos en condi-
ciones de ofrecer una descripción completa de esos australianos
primitivos.
El registro arqueológico de los últimos milenios es mucho más
rico, aunque no resulta fácil interpretarlo. Que las pruebas materia-
les sean más abundantes no implica necesariamente que se hayan
producido cambios: como es lógico, los artefactos que datan del pasa-
do reciente tienden a estar mejor representados porque no han teni-
do que sobrevivir tanto tiempo. Sin embargo, sí parece que los últi-
mos milenios, aunque siguiesen siendo una continuación del estilo
de vida cazador-recolector que se impuso en Australia hace unos
40.000 años, fueron notablemente diferentes de épocas anteriores.
El tema resulta un tanto desconcertante y será mejor que posponga-
mos su análisis hasta haber examinado detenidamente algunos úti-
les de piedra que reflejan ese cambio; así lo haremos en la última par-
te de este capítulo. Mientras tanto, vamos a aprovecharnos del hecho
de que, cuando la agricultura y la ganadería llegaron por fin a
Australia, llevaban tras de sí a la etnografía. La arqueología, a fin de
cuentas, es una ciencia un poco deprimente; en cambio, los etnólo-
gos, a diferencia de los arqueólogos, pueden describirnos cómo le
va la vida a la gente objeto de sus estudios.
A finales del siglo xix los aranda formaban una de las mayores tri-
bus (o grupos étnicos, si se prefiere) de Australia central. Eran como
mínimo dos mil individuos diseminados por un territorio de unos
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ción de semillas en los últimos dos mil años, una práctica que absor-
be mucha mano de obra y que viene certificada por las piedras de
moler que han llegado hasta nuestros días; hay quien sostiene que
la sociedad aranda tal y como la conocemos no podría haber existi-
do sin el desarrollo de esa actividad. Otro ejemplo lo constituyen
los grandes cementerios que indican la presencia de poblaciones más
densas de lo habitual que vivían de explotar los recursos del río Murray,
al sudeste del país (una densidad que, en su debido momento, tuvo
que hacer de estas sociedades una presa fácil para los gérmenes del
Viejo Mundo). La tercera contribución es la llegada de un nuevo
mamífero procedente del sudeste asiático. El dingo desciende del
perro domesticado del sudeste de Asia que, a su vez, es de origen
indio. Al llegar a Australia se asilvestró, pero algunos grupos huma-
nos adoptaron dingos y los usaron como perros de caza. El primer
indicio fósil de la presencia del dingo en Australia data más o menos
de 1700 a. C.; la prueba se recogió en el sur, aunque a buen seguro
el animal tuvo que entrar en el continente por el norte. Una vez asen-
tado, parece ser que añadió un par de especies más a la lista de mar-
supiales extinguidos en la Australia continental.
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que el origen foráneo del dingo está fuera de toda duda, pero es igual-
mente evidente que no fue lo bastante estrecho como para propiciar
la introducción de la agricultura. La cuestión clave es si deberíamos
atribuir a dicho contacto el cambio en los útiles de piedra. Por poder,
podríamos atribuírselo perfectamente: la tecnología lítica correspon-
diente se hallaba presente en el sudeste asiático en la época en cues-
tión. Pero tal vez prefiramos ver la prehistoria australiana como un
proceso que se desarrolló en un total aislamiento.
Una última cuestión depende de nuestro gusto en materia de cau-
sas. En el caso que nos ocupa, lo más fácil de apreciar es la tangible
novedad de los útiles de piedra. Entonces, las nuevas pautas de explo-
tación del medio, ¿respondían a esa mejora tecnológica? ¿Y no pudo
la lengua Pama-Nyungan haberse difundido con ella? Por lo que sabe-
mos, sin embargo, el factor de cambio clave bien pudo radicar en
algún aspecto social o cultural arqueológicamente invisible. Si que-
remos ir sobre seguro, probablemente deberíamos optar por la hipó-
tesis de la interacción de múltiples factores; puede que semejante
afirmación no arroje mucha luz sobre nada, pero al menos es difícil
de rebatir.
A falta de pruebas irrefutables, tanto en esta como en muchas otras
cuestiones similares, la decisión es particular de cada uno. Con todo,
los últimos milenios del experimento australiano arrojan dos conclu-
siones muy claras. La primera es que la condición de cazador-reco-
lector no impide que se produzcan cambios materiales ni culturales
con todo el aspecto de constituir progreso. La segunda es que, sin la
aparición de la agricultura, tales cambios no darán lugar a ciudades,
reinos ni nada por el estilo.
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América
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particular no nos revela gran cosa acerca del hábitat que los seres
humanos se encontraron cuando llegaron a América, pero sí que per-
mite una primera aproximación. Podemos empezar a preguntarnos
cómo les iría a las sociedades humanas en semejante entorno.
Pero antes de introducir el elemento humano, deberíamos esbo-
zar con un poco más de detalle la geografía americana (véase mapa
3). Lo que más nos interesa es el Holoceno (las condiciones de perio-
dos anteriores eran bastante diferentes). Dado que la figura es apro-
ximadamente simétrica, comencemos por el medio. Aquí, como en
el Viejo Mundo, nos encontramos con una ancha franja tropical que
contiene grandes extensiones de selva (aunque habrían sido mucho
menores durante la última glaciación a causa de las condiciones mucho
más áridas de ésta). Esta distribución de la franja tropical entre las dos
Américas es, sin embargo, de lo más inusual. América del Sur se lle-
va la mejor parte, ya que se extiende a ambos lados del ecuador y alcan-
za su mayor anchura en los trópicos; América del Norte, en cambio,
sólo roza la región tropical con su extremo sur, que es, además, su
punto más estrecho.
Al norte y al sur de los trópicos, ambas masas continentales tie-
nen su correspondiente zona templada, que, dependiendo de las
precipitaciones, puede consistir en bosques, praderas o desiertos.
En América del Norte la franja templada coincide con la parte más
ancha del territorio, y nos encontramos con considerables extensio-
nes de los tres tipos de terreno: bosques en el este, praderas en el
medio y desiertos en el sudoeste. La composición de la América
del Sur templada es similar, pero el continente es mucho más estre-
cho en estas latitudes (aunque durante los periodos glaciales fue
algo más ancho).
Más allá de las zonas templadas se encuentran las regiones árti-
cas y antárticas de ambos continentes. América del Norte posee una
gran cantidad de terreno en una zona tan septentrional como es el
círculo polar ártico, un territorio de características similares a las
regiones árticas del Viejo Mundo: según se avanza en dirección nor-
te, una franja de bosque ártico –la taiga, en la jerga del Viejo Mundo–
deja paso a un yermo desolado y abierto: la tundra. América del Sur,
en cambio, termina bastante antes del círculo polar antártico y ape-
nas cuenta con pequeñas áreas de taiga y tundra.
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El poblamiento de América
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Cazadores-recolectores americanos
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Dentro del Nuevo Mundo, los casos de las dos Américas son muy
diferentes. En América del Norte, la única región en la que la agri-
cultura surgió de manera independiente fue la altiplanicie mexica-
na, con su paquete clásico de maíz, frijoles y calabaza. El maíz, al
menos, se comenzó a cultivar en, o hacia, el cuarto milenio a. C., si
bien la vida en aldeas no aparece hasta el segundo milenio.
Desde México, este paquete, y, en especial, el maíz, se difundió en
dirección norte, salvando una distancia considerable, hasta dos regio-
nes de lo que hoy es Estados Unidos. Una fue el sudoeste, un terri-
torio sin cultivos previos de ningún tipo. Aquí la agricultura llegó
en el segundo milenio a. C., pero tardó dos milenios más en hacer-
se predominante. La otra región fue el sudeste, adonde llegó el maíz
en el primer milenio d. C.; en esta región se cultivaban algunas espe-
cies autóctonas de escasa productividad desde el tercer milenio a. C.,
pero solamente tras la aclimatación del maíz comenzó la agricultu-
ra a propiciar cambios sustanciales a nivel social. Con el tiempo, el
cultivo del maíz se difundió ampliamente por toda la mitad oriental
de Estados Unidos.
Como ya hemos visto, el maíz también se difundió por América
del Sur: en Ecuador se cultivaba en el segundo milenio a. C. Pero
para entonces la agricultura y la ganadería ya estaban bien afianzadas
en los Andes centrales. Aquí la domesticación de las principales espe-
cies animales y vegetales probablemente tuvo lugar en el cuarto mile-
nio a. C. Los principales cultivos en la región andina eran una planta
llamada quinua y la patata; el principal animal era la llama. El impac-
to de la agricultura en la sociedad se aprecia con claridad en el tercer
milenio a. C. Los muros que aparecen en la figura 2 se encuentran en
realidad en Caral, en las tierras bajas del litoral peruano; en esta zona,
los cultivos y la arquitectura monumental datan de 2600-2000 a. C.
La Amazonia es el comodín de la baraja, toda vez que en las sel-
vas tropicales es difícil conseguir pruebas arqueológicas conclu-
yentes. La mandioca cultivada podría –o no– tener una historia tan
dilatada como la de los cultivos andinos. La horticultura tropical
de las tierras calientes amazónicas era más productiva cuando se
practicaba en las llanuras aluviales de los principales ríos de la región
o cerca de ellas, lo que a su vez proporcionaba evidentes cauces para
su difusión. De hecho, parece ser que los pueblos agricultores con
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La civilización americana
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doce. Para evitar tanta variación hay que romper el vínculo entre mes
lunar y año. Los musulmanes son los únicos que rompieron dicho
vínculo prescindiendo de los años naturales: cogieron un bloque de
doce meses lunares y lo llamaron «año». Los europeos, siguiendo el
ejemplo de los antiguos egipcios, lo enfocaron de otra manera: divi-
dieron el año en doce unidades que no guardaban ninguna rela-
ción con las fases de la luna y siguieron llamándolas «meses». Salta
a la vista que en ambos casos persiste cierta inercia. Una vez que se
ha roto la ligazón con la luna, no hay ningún motivo por el que el
número de los seudomeses tenga que seguir siendo doce, ni su lon-
gitud tenga que aproximarse a la de un mes lunar.
Otra unidad cronométrica que damos por supuesta es la sema-
na, o ciclo de siete días, que también estaba generalizada en el Viejo
Mundo mucho antes de la Edad Moderna. Lo que no se nos ocurre
hacer es coger dos de esos ciclos y aplicarlos simultáneamente. Por
ejemplo, supongamos que fijásemos un ciclo de dos días y otro de
tres. Los días del primer ciclo los llamamos «1» y «2», los del segun-
do ciclo, «rojo», «verde» y «ámbar», y aplicamos ambos ciclos al mis-
mo tiempo durante seis días:
Día 1: 1 rojo
Día 2: 2 verde
Día 3: 1 ámbar
Día 4: 2 rojo
Día 5: 1 verde
Día 6: 2 ámbar
Los ciclos sencillos de dos y tres días dan lugar a un ciclo com-
plejo de seis días en el que cada día recibe una designación distin-
ta («1 rojo», «2 verde», etc.). Esta forma de hacer las cosas puede
resultar extraña, pero está firmemente arraigada en el extremo orien-
tal del Viejo Mundo. Los chinos, en concreto, combinan un ciclo de
10 días con otro de 12 para generar uno de 60 (que es el mínimo
común múltiplo de 10 y 12). Este ciclo es de vital importancia para
la precisa cronología de la historia china: los meses fluctúan, pero
el ciclo de 60 días lleva funcionando como un reloj desde tiempos
inmemoriales.
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3. El quipu
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islas del lago Titicaca. Pero una vez que los españoles introdujeron
la escritura en la sociedad andina, era inevitable que el quipu per-
diese terreno.
Lo interesante del quipu es precisamente esa relación inversa con
la escritura. Según la tradición china, en la antigua China también
se usaban cuerdas anudadas con fines administrativos, pero después
los sabios cambiaron esta práctica por la escritura. En la región andi-
na –o, más concretamente, en el Estado Inca–, la sociedad también
alcanzó un nivel de complejidad que hacía necesario recabar y alma-
cenar grandes cantidades de información, mucha más de la que la
gente podía guardar fácilmente en su memoria. Sin lugar a dudas,
la solución más eficaz habría sido la escritura, que es la tecnología
que se aplicó no sólo en China sino en todas las sociedades del Viejo
Mundo que alcanzaron un nivel de complejidad similar (por no hablar
de las mesoamericanas). Pero la civilización andina no tuvo acceso
a un sistema de escritura ya existente y no inventó uno propio. En
lugar de eso, se las arregló con un sistema que permitía el registro
numérico pero que, en otros sentidos, debía de poner a prueba las
memorias de quienes lo manejaban. En resumidas cuentas, los incas
carecían de algo que les era necesario.
Esta carencia no se limitaba a las necesidades inmediatas de la buro-
cracia. También se dejaba sentir en otro ámbito al que ya hemos alu-
dido: el registro de información histórica. Hacia 1600, un cronista que
escribía en quechua, la lengua del imperio inca, lamentaba en estos
términos la ausencia de escritura entre sus predecesores: «Si los ante-
pasados del llamado pueblo indio hubiesen conocido la escritura en
épocas anteriores, las vidas que vivieron no se habrían desvanecido
hasta hoy. De la misma manera que el poderoso pasado de los Vira
Cochas [los españoles] se mantiene visible hasta hoy, también se man-
tendría visible el de aquellos». El cronista, lógicamente, ilustra su obser-
vación estableciendo un contraste con los españoles; pero también
podría haber aludido a los mesoamericanos. Gracias a que los mayas
poseían escritura, son el único pueblo americano cuya historia duran-
te el primer milenio d. C. no se desvaneció para siempre.
En resumen, el quipu es mucho menos estimulante para la ima-
ginación intercultural que los calendarios mesoamericanos, aunque
tiene una importante repercusión, si bien consabida a estas alturas,
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MAPA 4. ÁFRICA
ZONAS DE VEGETACIÓN
Fronteras actuales Mediterránea
Desierto
Sabana y prados
Tropical
Montaña
Como en muchos de los mapas de este libro, los grupos étnicos y lugares indicados
pertenecen a diversos periodos. Así, los reinos de Ghana y Malí no eran contempo-
ráneos, y la distribución actual de las poblaciones bereberes es mucho más
reducida que la que muestra el mapa.
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tan a miembros de una tribu nativa llevando una vida urbana y cul-
tivada a la manera de los romanos.
Pero de todos los intrusos de la era premoderna, ninguno tuvo un
impacto cultural tan trascendental como los árabes. La ascensión del
Islam en el siglo vii d. C. condujo a la conquista árabe de todo el
litoral norte de África, desde Egipto a Marruecos; en última instan-
cia, es debido a esta expansión que la cultura árabe predomina hoy
en toda esa región. Pero los árabes también poseían algo de lo que
habían carecido sus predecesores: eran un pueblo del desierto fami-
liarizado con un territorio como el Sahara. En general no se dedica-
ron a enviar ejércitos a través del desierto, sino a establecer un cier-
to nivel de contacto transahariano inédito desde hacía unos cuantos
milenios. Cuando miramos a través de los ojos de los autores grie-
gos y romanos de la antigüedad, apenas captamos fugacísimos vis-
lumbres del mundo allende el desierto; sin embargo, gracias a la apa-
rición de los árabes, por primera vez en la historia escrita el Sahara
se torna transparente.
Un efecto inmediato de esto fue la revelación de la existencia,
entre las poblaciones negras de la sabana, de un reino llamado Ghana.
Ya existía en el siglo viii; no hay manera de saber cuándo se fundó,
ni qué precedentes pudo tener, aunque hay constancia arqueológi-
ca de que en 300 d. C. la vida urbana ya era una realidad en África
occidental. En una fuente del siglo xi todavía se alude a Ghana como
reino pagano; se nos habla de ídolos y hechiceros, así como de sepe-
lios reales en los que se surtía al difunto monarca de provisiones
que llevarse a la tumba, adonde también lo acompañaban los hom-
bres que solían servirle la comida. Un detalle que nos recuerda que
estamos en África, donde son comunes los sistemas de parentesco
matrilineales, es la ley de sucesión: el trono no lo heredaba el hijo
del rey muerto sino el hijo de su hermana. No hay ningún indicio
de que la lengua vernácula tuviese una forma escrita, pero como
muchos otros soberanos de sociedades analfabetas, los de Ghana
vieron con claridad lo útil que era. El tesorero del rey y la mayoría
de sus ministros eran musulmanes, y es de suponer que sabrían leer
y escribir árabe. También había una ciudad musulmana a escasos kiló-
metros de la capital pagana; su existencia refleja sin dudas el papel
de los musulmanes del norte en el comercio transahariano.
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Solemos dar por hecho que las personas de edades diferentes se com-
portan de manera diferente y que así es como debe ser. Por ejem-
plo, juzgamos que un hombre de treinta años debería conducirse
según su edad y no como un adolescente ni como un anciano. Al mis-
mo tiempo, esperamos que las personas de una misma generación se
entenderán mejor que las de edades diferentes.
Todo esto forma parte del tejido de nuestra vida social, pero no
es algo que plasmemos en instituciones formales sometidas a reglas
fijas. Si quisiéramos describir nuestra sociedad, podríamos ver la infan-
cia, la adolescencia, la madurez y la vejez como «grados etarios» por
los que ha de pasar cualquiera que tenga la suerte de que su vida dure
lo normal. Pero si quisiéramos, podríamos idear perfectamente una
serie diferente, sobre todo en el medio; y, dentro de lo razonable,
podríamos colocar a nuestro antojo las líneas divisorias entre los suce-
sivos grados etarios. Nuestra sociedad sencillamente no formaliza este
tipo de cosas. Del mismo modo, podríamos describir el conjunto de
individuos que actualmente se encuentran en un determinado gra-
do etario (por ejemplo, adolescencia) como un grupo –un «grupo
etario»–, partiendo de la base de que dichos individuos sienten que
tienen algo en común. Pero se trataría de un grupo bastante insus-
tancial en comparación, por ejemplo, con un equipo de fútbol.
Hay algunas excepciones. En la universidad donde doy clases, y
en muchas otras, los alumnos pasan por una serie de cuatro grados
etarios antes de licenciarse. En cada grado se aplican diferentes reglas
formales (e informales). Al mismo tiempo, el conjunto de alumnos
de un grado etario determinado constituye un grupo etario –la pro-
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del clan conocida como el ilmugit de las flechas; en esta ocasión el niño
jura por su madre que no tocará ningún alimento que hayan visto los
ojos de una mujer casada: razón por la cual a partir de ahora pasará
la mayor parte del tiempo fuera del poblado. Ya es un moran de ran-
go inferior y puede untarse de ocre rojo la cabeza y el cuerpo. Unos
pocos años después, más o menos a la edad de veinte, tiene lugar un
segundo ilmugit: el ilmugit del nombre, que señala la transición a moran
de pleno derecho. En esta ocasión el grupo etario al que pertenece
nuestro moran escoge entre sus miembros un director ritual, y el
grupo en sí recibe un nombre. Varios años después, cuando nuestro
moran tenga unos veintiséis, tendrá lugar un tercer ilmugit: el ilmugit
del toro. Ningún moran puede casarse hasta no haber matado un buey
con ocasión de esta ceremonia (aunque si goza de prestigio social,
previamente habrá tenido una novia). Lo normal es que un sambu-
ru tenga unos treinta años en el momento de casarse por primera
vez; ahora empezará a sentar la cabeza y a convertirse en anciano.
A los treinta y cuatro más o menos, los ancianos del clan lo bende-
cirán, y también a su esposa; llegado a este punto, dejará de obser-
var los tabúes alimenticios de los moran y se habrá convertido en un
anciano con todas las de la ley. En un momento determinado, duran-
te estos años, cuando la mayoría de su grupo etario se haya casado,
se celebrará un último ilmugit: el ilmugit de la leche y las hojas. De la
misma manera que hay rangos de moran (inferior y superior), tam-
bién los hay de anciano (ancianos inferiores, ancianos del «palo de
fuego», ancianos superiores) pero en su mayor parte podemos pasar-
los por alto.
Hemos seguido la trayectoria de un samburu a través de los pri-
meros grados etarios, pero el informe deja claro que cuando un indi-
viduo se convierte en moran lo que hace es integrarse en un grupo
etario dentro de su clan. Los miembros del grupo pasan por los ilmu-
git en bloque y no como individuos (aunque cuando finalmente
abandonen el grado de moran sí lo hagan como individuos). La
pertenencia al grupo influye poderosamente en las relaciones socia-
les: los miembros del grupo se tratan de igual a igual mientras que
han de guardar el debido respeto a los miembros de grupos de mayor
edad. En concreto, un grupo etario de rango superior ejerce una
especie de autoridad sobre un grupo etario de rango inferior, a saber:
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el situado dos rangos por debajo. Los miembros del primero son
los «ancianos del palo de fuego» del segundo, guardianes morales
provistos de un recurso coercitivo en forma de maldición sumamen-
te poderosa.
Tal es a grandes rasgos la descripción de la versión samburu del
sistema. No cabe duda de que no había dos sistemas exactamente
iguales, ni siquiera en África oriental, sino que podían articularse
de diversas maneras y utilizarse con diversos fines. Asimismo, es pro-
bable que ningún sistema fuese totalmente imprescindible para la
sociedad que lo aplicaba. No se conoce ningún entorno en el que
los humanos no puedan vivir sin un sistema de grupo etario. Esto
no significa, por supuesto, que tales sistemas no sirviesen para nada.
Parece razonable atribuirles importantes funciones sociales, tales
como canalizar la agresividad de los jóvenes y movilizar un contin-
gente militar para la tribu. Pero a las sociedades ganaderas (y no gana-
deras) del resto del mundo no parece haberles costado mucho alcan-
zar esos mismos objetivos por otros medios. Los mogoles medievales,
por ejemplo, carecían de grupos etarios, pero en términos milita-
res no puede decirse que los masai los eclipsaran precisamente. Así
pues, estamos ante una nueva manifestación de la diversidad cultu-
ral humana, un ejemplo más de cómo las sociedades tienden, de for-
ma impredecible, a aferrarse a un aspecto concreto de la vida huma-
na y a desarrollarlo de un modo, en cierto sentido, arbitrario.
Asimismo, también constatamos, una vez más, el poder de la vecin-
dad a la hora de imponer esas tendencias culturales: mientras que
en muchas partes del mundo habría sido insólito poseer un siste-
ma de grupos etarios, entre las sociedades ganaderas de África orien-
tal lo insólito habría sido no tenerlo.
Pero hay otro hecho que requiere atención y que tiene su origen
en una regla existente entre los samburu que establece una relación
entre la pertenencia al grupo etario del hijo y la pertenencia al del
padre. Esto nos lleva de vuelta a la temible maldición que ratifica la
autoridad moral de los ancianos del palo de fuego sobre el grupo eta-
rio situado dos rangos por debajo. Como es natural, estos ancianos
se mostraban reacios a echar semejante maldición a sus propios hijos,
luego convenía excluir a éstos del grupo etario inferior en cuestión.
Para lograrlo, los samburu insistían en encajar a todo niño en un gru-
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po inferior a aquel respecto del cual su padre era anciano del palo
de fuego, aun cuando esto solía implicar que el joven tendría que
esperar hasta bien pasados los veinte años para convertirse en moran.
La búsqueda de esa relación era un rasgo, más que típico, exclu-
sivo de África oriental. Las reglas que relacionan la pertenencia al
grupo del padre con la pertenencia al del hijo son prácticamente
inexistentes en los demás sistemas de grupos etarios del mundo. El
factor proximidad es particularmente destacado en este caso: al igual
que ocurría con las subsecciones australianas y los calendarios meso-
americanos, es evidente que se trata de algo que surgió una sola vez
y que luego se propagó, a pesar de que la región afectada careciese
tanto de unidad étnica como política.
La difusión se antoja sorprendente por cuanto, a la larga, un sis-
tema que incluye semejante regla no resulta viable... o sólo puede ser-
lo a fuerza de introducir ajustes chapuceros. Parte del problema ya
se nos ha presentado en la descripción de los samburu: algunos jóve-
nes tenían que esperar varios años antes de convertirse en moran,
un ejemplo de conflicto entre cultura y biología. La raíz del proble-
ma está en el simple hecho de que los hombres tienen hijos a diver-
sas edades. Pongamos por caso dos hombres de la misma generación.
El primero tiene un hijo a los veinte años, y este hijo a su vez tiene
otro a la misma edad. El segundo hombre, por su parte, tiene un hijo
a los cuarenta años. Ahora los dos hijos pertenecen a generaciones
diferentes, mientras que el nieto del primer hombre y el hijo del
segundo son de la misma edad. Pero si lo que se pretende es mante-
ner una relación sencilla y sin dobleces entre los grupos etarios de
un hombre y de su hijo, hay que colocar a los dos hijos en el mismo
grupo. Así pues, ¿cuándo se forma ese grupo? Si la formación se
posterga hasta que el hijo del segundo hombre esté en condiciones
de incorporarse, el hijo del primero ya no será ningún jovencito. Si,
por el contrario, la cuestión se resuelve en función del hijo del pri-
mer hombre, cuando el hijo del segundo esté listo para incorporar-
se ya estará todo el pescado vendido. Si se opta por la solución inter-
media, se plantearán los mismos problemas a menor escala: un hijo
será un poco más viejo de la cuenta y el otro, un poco más joven. Y
cualquiera que sea la elección, los problemas se agravarán inevitable-
mente con el paso de las generaciones. Se sabe que en una tribu de
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áfrica
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una breve historia de la humanidad
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áfrica
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una breve historia de la humanidad
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Tercera parte
La masa continental
euroasiática
7
El antiguo Oriente
Próximo
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una breve historia de la humanidad
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el antiguo oriente próximo
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una breve historia de la humanidad
Mar Negro
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el antiguo oriente próximo
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ORIENTE
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0 200 millas
0 200 kilómetros
Menos de 10
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el antiguo oriente próximo
se conoce. Lo que no explica, sin embargo, es por qué tuvo que sur-
gir precisamente en el sur de Mesopotamia, una región que, como
Egipto, tardó en abrir sus puertas a las innovaciones neolíticas. También
como Egipto, la Mesopotamia meridional consistía en una cruda com-
binación de río y desierto, un medio que confería a estas tierras una
mezcla insólita de ventajas e inconvenientes. La principal ventaja era
que la irrigación podía generar un excedente agrícola más sustan-
cial y accesible que la agricultura dependiente de la lluvia. El incon-
veniente era la ausencia de otros recursos cruciales, que sólo podían
obtenerse mediante el comercio a larga distancia y que, en el caso
de la Mesopotamia meridional, comprendían materias tan básicas
como la madera, el metal e incluso la piedra. En consecuencia, en el
quinto milenio a. C., los desventurados cultivadores tenían que apa-
ñarse con hoces de arcilla que posteriormente fueron sustituyendo
por pedernal y, después, cobre (materiales, en ambos casos, impor-
tados). De un modo u otro, cabe concebir las primeras civilizacio-
nes, y, en particular, la mesopotámica, como respuestas sociales e
institucionales a ese tipo de desequilibrios. En este sentido, un rasgo
notable del registro arqueológico es la enorme expansión del hori-
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2. Reduciendo el panteón
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yo soy Dios y no hay otro» (Isaías 45:18, 45:22). Lo que estos asertos
expresan (porque son algo más que mera retórica) es que no exis-
ten otros dioses. A primera vista esto parece desafiar el sentido común:
los desastres políticos y militares son una prueba evidente de que
los dioses del adversario están vivitos y coleando. Sin embargo, basán-
donos en éste y otros textos podemos afirmar con bastante confian-
za que en el siglo vi a. C. ya existía un monoteísmo puro y duro.
No obstante, está claro que este monoteísmo sin condiciones
no es el mensaje habitual de la Biblia. Usando las palabras de los
Diez Mandamientos, Jehová les dice a los israelitas: «No tendréis
otros dioses por delante de mí» (Éxodo 20: 3), no que no existan
otros dioses. Muchos pasajes, de hecho, aluden claramente a la exis-
tencia de otros dioses. Por ejemplo, en la historia del éxodo desde
Egipto, Jehová dice: «Así ejecutaré actos justicieros contra todos
los dioses de Egipto» (Éxodo 12: 12). Incluso lo vemos sentado en
la asamblea de los dioses: «en medio de los dioses ejerce el juicio»,
aunque luego se les informa que morirán como mortales (Salmos
82: 1, 7). De acuerdo con esta concepción, la relación de los israe-
litas con Dios es análoga al matrimonio: quien contrae matrimonio
monógamo ha de renunciar a todas las demás parejas potenciales,
pero eso no significa que tenga que negar la existencia de las mis-
mas. Lo que tenemos aquí, pues, no es monoteísmo en sentido estric-
to sino más bien una monolatría, esto es, la adoración de un solo
dios y la exclusión del resto.
¿En qué momento de la historia de Israel surgió esta monolatría?
De acuerdo con la Biblia, ya estaba presente en la época de Abraham,
es decir, sería anterior a los propios israelitas. Sin embargo, la Biblia
también nos cuenta que los israelitas recaían una y otra vez en el
politeísmo. Salomón, que en el siglo X a. C. construyó un templo
para el dios nacional («una morada donde habites para siempre»,
1 Reyes, 8: 13), también erigió espacios de culto a otros dioses para
sus esposas extranjeras y, por lo visto, él mismo terminó adorándo-
los (1 Reyes 11: 5-8). A comienzos del siglo vi, el profeta Jeremías
tuvo un encuentro con unos judíos afincados en Egipto que adora-
ban a la «Reina del Cielo» (Jeremías 44: 15-19) y que le dijeron de
manera tajante que seguirían rindiendo culto a dicha divinidad
«como hicimos nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros
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3. Arcaísmo
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8
La India
Al igual que el sur del Oriente Próximo, la India es una parte del
antiguo supercontinente de Gondwana que se ha unido a Eurasia.
El orden de los acontecimientos, no obstante, fue diferente: la India
se separó del resto de Gondwana hace más de cien millones de años
y hasta colisionar con Eurasia hace unos cincuenta millones de años,
fue literalmente una isla. Este pasado tan característico se refleja en
la diferencia más notoria entre ambas regiones: el subcontinente
indio es una península, no un puente continental. Aun así, hay algu-
nas semejanzas físicas. Tanto la India como el sur del Oriente
Próximo son relativamente planos. Bordeando las llanuras litora-
les del sur del subcontinente se alzan unas cadenas montañosas que
son consecuencia de la apertura de placas que dio lugar a la región
y que delimitan la meseta del Decán, pero en todo el sur de la India
no hay nada comparable en altitud con la combinación de cordi-
lleras y altiplanos que constituye el límite septentrional del sub-
continente. Al igual que en la mitad norte del Oriente Próximo, esta
gigantesca elevación no fue resultado de una apertura sino de una
colisión. La magnitud, sin embargo, es tal que cualquier accidente
geográfico del Oriente Próximo es pequeño a su lado; a decir ver-
dad, en los últimos 500 millones de años no se ha registrado nada
comparable en ningún otro lugar del planeta. Entre estas montañas
del norte y la meseta del sur, los puntos más alto y más plano respec-
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de Eurasia, pero estaba aislado de éstas por las altas montañas del
norte y las espesas junglas del este. En consecuencia, sus contactos
con el mundo exterior sólo se daban, en su mayor parte, por la ruta
del noroeste, de ahí que la región del noroeste fuese, hasta hace muy
pocos siglos, la vía de entrada a la India (aunque ni mucho menos
se trataba de una vía cómoda y espaciosa; quienes hacían uso de ella
tenían que vérselas con montañas y desiertos). Basta echar un vista-
zo a la prehistoria para constatar el papel fundamental desempeña-
do por el noroeste en la formación de la India.
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una breve historia de la humanidad
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una breve historia de la humanidad
cos. Dos son los motivos principales por los que nuestro conoci-
miento es tan limitado.
En primer lugar, los testimonios escritos legados por esta civili-
zación son, por desgracia, muy escasos. Disponemos de una canti-
dad considerable de sellos de piedra con inscripciones, pero se tra-
ta de textos muy breves e imposibles de descifrar. Esta región, en
marcado contraste con el Oriente Próximo, no nos ha dejado tabli-
llas de arcilla ni profusas inscripciones en piedra. Lo lógico es supo-
ner que los habitantes de Harappa escribían en materiales perece-
deros; a juzgar por la costumbre india posterior, puede que usaran
hojas de palma.
El segundo motivo es que, de nuevo por desgracia (sobre todo
para ellos), la civilización de Harappa se extinguió a comienzos del
segundo milenio a. C. El acontecimiento no tiene nada de miste-
rioso; lo sorprendente, si acaso, es que las civilizaciones primitivas
no se extinguiesen más a menudo. En este caso concreto, las causas
pudieron ser ambientales (el Indo, para empezar, es un río muy ines-
table), o pudo tratarse de una invasión. Sea como fuere, esta desapa-
rición tan temprana obra en nuestra contra en dos sentidos. Por un
lado, la tradición india posterior no conserva ningún recuerdo de
la civilización del valle del Indo. Esto no significa que Harappa no
aportase nada a la India; ciertos rasgos de su cultura se resistieron a
desaparecer, entre ellos, probablemente, una afición por el núme-
ro 16 puesta de manifiesto en su sistema de pesos. Pero no existe nin-
gún equivalente de la información histórica que, por ejemplo, la tra-
dición china conserva de la dinastía Shang. La otra consecuencia del
prematuro fin de la civilización de Harappa es que no hay ninguna
crónica extranjera que la mencione. A buen seguro hubo pueblos
que podrían haberlo hecho, pues existen pruebas evidentes de que
la civilización del valle del Indo mantenía contactos comerciales con
Mesopotamia; los registros mesopotámicos más antiguos aluden inclu-
so a un intérprete. La etnografía, sin embargo, no tomaría cuerpo
hasta la segunda mitad del primer milenio a. C., y para entonces ya
sería demasiado tarde.
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como sus gobernantes. En este sentido, los budistas, más que dife-
rir notablemente de sus competidores (como, por ejemplo, los jai-
nitas), tenían simplemente más éxito: según la tradición, en el segun-
do concilio, el principal tema de discusión fue si los monjes podían
aceptar o no donaciones de oro y plata.
Los budistas también hicieron algo que sus competidores no
hicieron y fue exportar su religión más allá de las fronteras de la
India. La persona que renuncia al mundo es muy libre de desenten-
derse de todo compromiso con la sociedad que ha decidido aban-
donar; los renunciantes, pues, no estaban obligados a respetar vín-
culos de casta, etnia ni lengua. Los budistas aprovecharon esta
libertad y, con el fin de difundir su credo, transcribieron su ingen-
te tradición oral en diversas lenguas indoarias y, posteriormente,
la tradujeron a lenguas más exóticas como el chino, el tibetano y
el mongol. El buda, tal y como se diría más adelante, podía expre-
sar cuanto quisiera en cualquier idioma. Al mismo tiempo, los misio-
neros budistas no tenían nada en contra de las divinidades nativas
de las sociedades en las que se instalaban. Por eso, como veremos
más adelante, el budismo desempeñó un destacado papel en la
exportación de la civilización india.
No obstante, el auge del noreste fue un proceso muy conserva-
dor en el sentido de que perpetuó la tradición aria del noroeste,
un hecho patente a juzgar por el predominio de las lenguas indoa-
rias en la región y el de los arios en el sistema de castas. Este desarro-
llo de los acontecimientos dista mucho de haber sido inevitable.
Podría haberse dado perfectamente el caso de que un pueblo indí-
gena no ario con una economía basada en una combinación de arroz
y hierro hubiese predominado en el noreste y hubiese impulsado
un desarrollo de la región en una dirección cultural y étnica dife-
rente. De haber sido así, no está muy claro qué suerte habría corri-
do la cultura de los pastores arios de finales de la Edad de Bronce;
lo más probable es que se hubiese extinguido exactamente igual que
la inmensa mayoría de las culturas de la antigüedad humana. El cur-
so de los acontecimientos, sin embargo, fue muy otro y el legado
ario, filtrado a través de la civilización urbana de las llanuras de la
cuenca del Ganges, se convertiría en la tradición cultural domi-
nante de todo el subcontinente.
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como el padre. La cuestión era crucial toda vez que las propiedades
familiares sólo podían heredarlas nambudiris. El objetivo era asegu-
rar que los transmisores de la tradición védica fuesen un linaje endo-
gámico que tuviese garantizada la riqueza necesaria para llevar una
vida de ocio cultural. Y se consiguió, al menos hasta que el sistema
se descompuso en la época moderna.
La solución dejaba a dos grupos en clara desventaja. Uno era el
de los hijos menores. El sistema, por fortuna, velaba en cierto modo
por su bienestar, aunque fuese de una forma un tanto anómala. Los
nambudiris mantenían buenas relaciones con los nayar, una casta mili-
tar indígena muy respetada que se mostraba dispuesta a ceder sus hijas
a los primeros, quienes, a diferencia de otras comunidades de brah-
manes, no le hacían ascos a tal posibilidad. Las uniones resultantes
no eran matrimonios en sentido estricto sino concubinatos, por lo
que a los niños nacidos de estos consorcios no se les reconocía como
nambudiris sino como nayar, esto es, miembros del mismo grupo
matrilineal que sus madres, con lo cual, por supuesto, ni hereda-
ban tierras de propiedad nambudiri ni participaban en los rituales
de los nambudiris (los nayar tenían prohibido, no sólo recitar los
Vedas, sino hasta oírlos). Desde el punto de vista del hijo menor,
este apaño presentaba ciertos inconvenientes toda vez que, en sen-
tido estricto, las reglas rituales basadas en la pureza aria le prohi-
bían ingerir alimentos cocinados por su consorte, o comer o bañar-
se con sus hijos. Pero era mejor que nada. De hecho, en la sociedad
keralita estos enlaces servían tradicionalmente para establecer pro-
vechosos contactos con destacadas familias nayar y fue, en gran
medida, gracias a ellos que los nambudiris cimentaron su posición
en Kerala. Como decía un nambudiri al hablar de la relación de
su familia con una familia nayar en los años sesenta, «las mujeres
eran guapas, daban de comer bien a los maridos, y siempre salía a
cuenta tratar con sus familias».
El otro grupo que salía perjudicado era el de las jóvenes nambu-
diris, que se enfrentaban a una escasez de maridos potenciales. Ni
que decir tiene que en este caso no cabía hacer un arreglo análogo
puesto que los nambudiris jamás habrían consentido entregar a sus
hijas a hombres de casta inferior. Pero eso no significaba que las hijas
sobrantes estuviesen condenadas a la soltería: un primogénito nam-
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3. De dioses y cortesanas
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9
China
1. La formación de China
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MAPA 7.
EXTREMO ORIENTE
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aprovechaban para quejarse del tono despectivo con que los libros
de historia chinos se referían a Corea.
Con independencia de lo que pensasen los coreanos, la sociedad
china sobre la que los Ching ejercían su dominio era, en muchos
aspectos, próspera y floreciente. La población crecía considerable-
mente y la economía, en consecuencia, alcanzaba un volumen y una
complejidad sin precedentes en todos los principales sectores: agrí-
cola, industrial y comercial. La tendencia venía de antes, pero se con-
sumó bajo el imperio Ching. Así, a finales del siglo xviii, la socie-
dad china constituía una acumulación de gente y riqueza mayor
que en cualquier otro momento de la antigüedad. Éste era el caso,
sobre todo, de la región del delta del Yang-Tsé, una zona que se había
convertido indiscutiblemente en el centro de gravedad económico
y social del país, a pesar de que la capital, Pekín, estaba situada mucho
más al norte. Pero el carácter fundamental de la sociedad china, no
obstante ese crecimiento, seguía siendo el mismo. El dominio lo seguía
ejerciendo una élite terrateniente y las interrelaciones se daban,
por un lado, entre el campesinado y la nobleza rural, y por otro, entre
la nobleza rural y el Estado. Aunque la expansión económica con-
llevaba la existencia de una nutrida burguesía comercial, su poder
no se correspondía con su riqueza.
El panorama era similar en lo tocante a la cultura: había más que
nunca y era más sofisticada, sobre todo en la región del delta del Yang-
Tsé. Así, por ejemplo, se escribían y publicaban más estudios de his-
toria local que nunca, había más novelas escritas en chino coloquial
y más teatros abiertos al público, etcétera. Las corrientes intelectua-
les en boga seguían siendo, por lo general, neoconfucianas, según
la tradición del filósofo Chu Hsi (m. 1200), pero eso no significaba
que no surgiesen importantes innovaciones ni hubiese una notable
efervescencia cultural. El siglo xvi fue testigo del nacimiento de un
nuevo clasicismo que censuraba el estilo prosístico del periodo Shung
y propugnaba el retorno a los modelos antiguos; en los siglos poste-
riores este movimiento caería en el olvido, pero terminaría tenien-
do un impacto considerable en el Japón del siglo xviii. Más durade-
ros fueron los efectos de una corriente literaria que practicaba una
rigurosa interpretación textual hasta entonces nunca vista en China.
Fue un filólogo del siglo xvii quien dictaminó que casi la mitad de
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tas. El librito llegó a ser muy influyente en China (así como en Corea,
aunque no en Japón, lo cual no deja de ser significativo). Uno de
los temas que trataba era el de cómo comunicar acontecimientos a
los antepasados. Supongamos, por ejemplo, que, al igual que a nues-
tro desdichado musulmán, nos designan para un cargo. Tendríamos
que acudir respetuosamente a la sala de ofrendas, donde guarda-
mos las lápidas conmemorativas de nuestros antepasados, y llevar a
cabo una ceremonia preestablecida. Después de ofrecer té y vino a
los espíritus de nuestros ancestros, mandaríamos a alguien que leye-
se el comunicado en voz alta. El texto tendría que anunciar a los ante-
pasados que en tal o cual fecha su «hijo filial» había sido designado
para tal o cual cargo. «Gracias a las enseñanzas de sus ancestros,
ahora disfruta de un puesto y de un salario. Embargado de gratitud
y admiración por los beneficios obtenidos, les comunica de todo cora-
zón, con frutas y vino, este devoto mensaje.» Naturalmente, las noti-
cias no siempre son tan buenas; uno puede verse en la tesitura de
tener que anunciar un descenso de categoría o un despido. En esos
casos se impone un cambio de tono: «por haber hecho caso omiso
de las enseñanzas de sus antepasados, vuestro hijo filial se halla inquie-
to y angustiado. De todo corazón...»
Algo que llama la atención aquí es la marcada diferencia de acti-
tud hacia el hecho de ocupar un cargo público. Lo que inquietaba y
angustiaba a nuestro juez musulmán era la obtención del cargo, no
la pérdida. La postura china era muy diferente, algo que también se
desprende de otros aspectos del ceremonial del culto de los antepa-
sados. Ni que decir tiene que nadie acudiría a comunicar una noti-
cia a la sala de ofrendas sin estar vestido apropiadamente; cuando
uno es funcionario del Gobierno, esto significa vestir el traje oficial
y llevar la placa oficial. (Nuestro juez musulmán, en cambio, adqui-
rió la costumbre de quitarse la toga en cuanto abandonaba el tribu-
nal.) Los antepasados pueden incluso seguir teniendo interés por los
asuntos oficiales. Con suerte, uno puede tener el honor de comuni-
carles los títulos y cargos que les han sido otorgados después de muer-
tos, en cuyo caso habrá que modificar las inscripciones de sus lápi-
das. Confucio, por ejemplo, se vio honrado con numerosos ascensos
póstumos durante la dinastía Tang, lo que sin duda hubo de com-
placer a sus descendientes, algunos de los cuales ocupaban a la sazón
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servimos de acuerdo con los ritos; cuando mueren, les damos sepul-
tura y les ofrecemos sacrificio de acuerdo con los ritos». La gran pie-
dra de toque moral es la piedad filial: «De aquel cuyo padre aún
vive, vigila sus intenciones. De aquel cuyo padre ya murió, vigila sus
actos. Si al cabo de tres años sigue comportándose como su difunto
progenitor, merecerá el calificativo de “filial”». Se podría decir que
el confucianismo es la verdadera ética de los valores familiares. Jesús,
en cambio, advirtió a las multitudes que lo seguían: «Si alguno vie-
ne a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, her-
manas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas, 14:25-
26). Un hombre al que ordenó le siguiera, replicó: «Señor, permíteme
ir primero a enterrar a mi padre», a lo que Jesús repuso: «Deja que
los muertos entierren a sus muertos; pero tú, ¡vé y anuncia el reino
de Dios!» (Lucas 9:59-60). El reino de Dios es la clave de esta exhor-
tación a la impiedad filial: Jesús tenía un mensaje que transmitir: que,
a su modo de ver, era mucho más importante que los valores fami-
liares. Lo mismo cabe decir del Buda; no es de extrañar que una crí-
tica habitual de los chinos al budismo fuese que incitaba a los hom-
bres a abandonar a sus padres para convertirse en monjes. Tanto la
prédica cristiana como la budista pretendía liberar a la gente de las
ataduras sociales que los mantenían presos desde el nacimiento. El
confucianismo, en cambio, trataba de conciliar la fe con esas atadu-
ras. Por otro lado, además, Confucio no predicaba nada tan explíci-
to como un mensaje. En cierta ocasión dijo: «Me gustaría poder pres-
cindir del lenguaje». Uno de sus discípulos objetó: «Si no hablas, ¿qué
mensaje recibiríamos de ti?». Confucio replicó: «¿Acaso habla el cie-
lo? De él proceden las cuatro estaciones, todas las cosas son genera-
das por él. ¿Acaso habla el cielo?».
Por supuesto, el culto chino a los antepasados tenía mucha más
enjundia de la que se pueda deducir de los dichos de Confucio y los
preceptos de Chu Hsi. Según demuestran los huesos oraculares, ya
se hallaba presente, en forma muy elaborada, en la vida ritual de los
últimos reyes Shang, y estas variantes dinásticas del culto siguieron
teniendo una posición destacada en la China imperial. Las estadísti-
cas del primer siglo a. C. revelan el trato de favor dispensado al cul-
to de los antepasados imperiales: 343 altares con 45.129 guardianes
y 12.147 sacerdotes, cocineros y músicos, y 24.455 comidas al año. No
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El mundo mediterráneo
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el mundo mediterráneo antiguo
La prehistoria mediterránea
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el mundo mediterráneo antiguo
MAPA 8.
EL MUNDO
MEDITERRÁNEO
Fronteras actuales
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50–100
30–49
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225
una breve historia de la humanidad
no llegó a Europa hace unos cuarenta mil años y que su llegada dio
lugar, en el curso de los siguientes diez mil años, a la extinción de la
población neandertal indígena. Las pruebas genéticas confirman esta
secuencia y señalan una ocupación paralela de África a cargo de
una población emparentada, más o menos en el mismo periodo.
Asimismo, indican que ambas poblaciones de humanos modernos se
originaron en el Oriente Próximo, algo que cabía esperar en el caso
de Europa, aunque no tanto en el caso del norte de África.
También está claro que la agricultura se extendió a Europa pro-
cedente del Oriente Próximo, y parece ser que lo mismo ocurrió en
el norte de África. Varias de las especies vegetales aclimatadas sólo
podían ser de origen mediooriental. Además, las fechas relativas en
las que aparecen apuntan a una expansión desde el Oriente Próximo;
así, en Grecia ya hay indicios de prácticas agrícolas en el octavo mile-
nio a. C., mientras que en España no aparecen hasta el sexto. Hacia
el 5000 a. C., sin embargo, la agricultura ya estaba firmemente esta-
blecida en la mayor parte de la cuenca mediterránea. Lo que última-
mente suscita controversias es la explicación de cómo se produjo su
difusión: ¿fue introducida por una población de origen medioorien-
tal o se propagó por el continente gracias a su adopción por cazado-
res-recolectores autóctonos? Durante una generación, casi todos los
especialistas coincidían en que el proceso dominante fue la migra-
ción, pero hoy en día, las pruebas genéticas indican que la población
actual de Europa es, en su mayor parte, de origen paleolítico. Es muy
probable que la difusión de la metalurgia siguiese unas pautas simi-
lares. A finales del cuarto milenio Grecia ya había entrado en la Edad
de Bronce, y España a finales del tercero; asimismo, Grecia entró en
la Edad de Hierro en el siglo xi a. C. e Italia en torno al viii.
Los primeros indicios de civilización en la Europa mediterránea
vuelven a apuntar hacia el este. Alrededor del año 2000 a. C. surge
en Creta la civilización minoica; la escritura aparece en torno al
siglo xviii. Más o menos un siglo después nace en la Grecia conti-
nental la cultura micénica, emparentada con la minoica, pero más
al oeste no existe aún ninguna cultura comparable. Estas civilizacio-
nes no eran fruto de la adopción autóctona directa de ninguna cul-
tura mediooriental. Por ejemplo, tanto los minoicos como los micé-
nicos escribían en tablillas de barro, pero las escrituras que empleaban,
226
el mundo mediterráneo antiguo
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una breve historia de la humanidad
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el mundo mediterráneo antiguo
una de estas penínsulas, como mínimo una de las lenguas era indo-
europea y como mínimo otra no lo era. Es posible que la situación
de Grecia en el segundo milenio fuese similar: el griego era indoeu-
ropeo, mientras que el minoico estaba claro que no; y posterior-
mente, en la Grecia continental, los griegos recordarían haber com-
partido el país con un pueblo al que llamaban pelasgos. Pero en el
primer milenio los pueblos y lenguas no griegos apenas tenían una
presencia residual, y el griego propiamente dicho era un único idio-
ma dividido en dialectos. Así pues, los griegos poseían una insólita
homogeneidad étnica y lingüística y eran conscientes de ello. Se lla-
maban a sí mismos helenos, se consideraban un pueblo con un ori-
gen, una lengua y unas costumbres comunes, y hasta poseían unas
cuantas instituciones panhelénicas como el oráculo de Delfos y los
juegos olímpicos.
La política mediterránea
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La cultura mediterránea
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una breve historia de la humanidad
Casi todos los textos griegos que han llegado a nuestros días lo
han hecho gracias a una transmisión ininterrumpida que arranca
de la época en que se escribieron. Pero hay otra vía de comunica-
ción que de vez en cuando también nos brinda obras antiguas: el
desierto de Egipto. Ahí fue, por ejemplo, donde a finales del siglo
xix aparecieron cuatro rollos de papiro que contenían el grueso
de un breve tratado de Aristóteles (m. 322 a. C.) sobre la constitu-
ción ateniense. En un pasaje de la obra, el filósofo por antonoma-
sia resume la historia de la constitución con un listado más bien ári-
do de las once ocasiones en que fue modificada, una de esas
enumeraciones que a los alumnos les viene bien aprender de memo-
ria. El primero de esos cambios fue una ligera desviación de la
monarquía absoluta durante el reinado de Teseo, una figura más
o menos legendaria de la Edad de Bronce. Todos los demás se pro-
dujeron entre 621 a. C., cuando Dracón redactó su famoso (y «dra-
coniano») código legal, y 403 a. C., cuando se restauró la demo-
cracia después de una década de caos y confusión en la generación
anterior a Aristóteles; se trata de hechos históricos, aunque las fechas
son un tanto arbitrarias. La pregunta es: ¿por qué los atenienses
modificaron su constitución diez veces en ese periodo? Es más, ¿por
qué tenían una constitución?
El mejor lugar para empezar a buscar una respuesta es la crisis de
596 a. C. Para entonces, la monarquía dinástica que se estilaba en la
Edad de Bronce ya era una cosa del pasado. En Atenas seguía habien-
do un «rey», pero no era más que uno de los tres magistrados que ejer-
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una breve historia de la humanidad
decir, de moda. El resultado es que una vasija de este tipo puede datar-
se con insólita exactitud. Es por eso que la datación de las piezas inter-
medias de la figura 18 deja mucho menos margen que la de las vasi-
jas de los extremos. En un antiguo cementerio de Atenas se han
encontrado recientemente los restos cremados de unos doscientos
hombres jóvenes; la cerámica hallada junto a ellos (entre la que
figuran piezas de figuras rojas) ha permitido fechar sus muertes en
torno al 420 a. C., la primera década de la larga contienda entre Atenas
y Esparta. En cambio, en muchas partes del mundo, la cerámica no
varía gran cosa de un siglo a otro.
Un aspecto más sugerente de este tipo de decoración es que nos
muestra escenas antiguas que de otra forma nunca habríamos cono-
cidos. El detalle de la figura 19, por ejemplo, nos ilustra sobre cómo
eran los telares en la antigua Grecia (a diferencia de los que hoy cono-
cemos, es vertical: la urdimbre está en lo alto del telar). Como suele
ocurrir en los motivos pintados en vasijas, la escena está ambientada
en la Edad de Bronce y la mujer sentada delante del telar es Penélope,
la mujer de Ulises. Pero lo más probable es que los objetos repre-
sentados fuesen propios de la época del artista.
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el mundo mediterráneo antiguo
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una breve historia de la humanidad
Figura 20. Arriba: una copa de vino ática de figuras rojas (490-480 a. C.
aproximadamente). Abajo: interior de la copa.
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11
Europa
occidental
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Fronteras actuales
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una breve historia de la humanidad
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que adquirió una ajena; la diferencia es que, mientras que los pue-
blos de la primera región la adoptaron voluntariamente, los euro-
peos noroccidentales tuvieron que asimilarla a la fuerza. Como en
el caso del antiguo sudeste asiático, no hay nada en esta fase de la his-
toria del noroeste europeo que invite a pensar que estaba llamado a
desempeñar un papel crucial en la historia universal. Si al ocuparnos
de la India despachamos al sudeste asiático, siquiera a regañadien-
tes, con un simple párrafo, cuesta explicar por qué no deberíamos
haber hecho lo mismo con Europa noroccidental y haberla tratado
como un simple apéndice del mundo mediterráneo. La única expli-
cación podría ser la situación de la capital de Carlomagno en el remo-
to norte, aunque eso podría considerarse tanto una anomalía pasa-
jera como un indicio de los tiempos que se avecinaban.
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del siglo xv, y lo que surgió de la Edad Media fue una monarquía
sólida pero aislada del mundo. La consolidación del Estado francés
fue más lenta y un tanto insegura –lo que era bueno para Inglaterra
era malo para Francia–, pero terminó cristalizando en el dominio
estable de un territorio extenso y populoso. A comienzos de la era
moderna ambos reinos ya eran en cierto sentido estados-nación. La
España que surgió tras el ocaso del poder musulmán en la penínsu-
la ibérica siguió inicialmente la misma tendencia, pero la unificación
formal de toda la península apenas duró unas pocas décadas; el rei-
no portugués no llegó a integrarse del todo ni siquiera entonces, y
el de Aragón sólo lo haría en el siglo xviii. En Alemania y los Países
Bajos la incapacidad de los gobernantes para fundar reinos sólidos
y de cierta entidad se tradujo en una tremenda desunión política, y
la península itálica también siguió fragmentada. Pero eso no restó
importancia a ninguna de estas regiones, que albergaban dos de las
sociedades más urbanizadas del continente, el norte de Italia y los
Países Bajos.
Con todo, el rasgo más interesante de los estados de Europa nor-
occidental no era su tamaño sino la relación que mantenían con sus
súbditos. Aquí entran en juego, como mínimo, dos temas, ambos con-
densados en el término «feudalismo». Uno era la cuestión del equi-
librio de poder dentro de los estados. Los gobernantes se enfrenta-
ban al arraigado poder de la aristocracia militar en un momento en
el que la sociedad urbana todavía presentaba un bajo nivel de desarro-
llo; de hecho, hasta el surgimiento de las ciudades, los únicos ingre-
sos fiscales con los que podían contar los monarcas con seguridad pro-
cedían, en la mayoría de los casos, de sus propios patrimonios. El otro
tema fue el característico estilo que adquirió la vida política, un esti-
lo que concedía un enorme valor a derechos y privilegios de diverso
origen, tanto individuales como colectivos. Este estilo impartió una
textura muy peculiar a los conflictos políticos de la región. Un ejem-
plo ilustrativo, a nivel nacional más que local, es la institución del par-
lamento. Todos los gobernantes reciben asesoramiento y por lo gene-
ral está muy claro de quién lo reciben y a quién representan los asesores
(si es que representan a alguien), pero en la Inglaterra medieval,
por ejemplo, el parlamento era mucho más que un organismo asesor:
era una institución que representaba formalmente a colectividades
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europa occidental
región habría podido crear, por sí sola, una versión particular de este
movimiento.
La España cristiana, eclipsada por largos siglos de dominio musul-
mán, tuvo una influencia mucho menor que Italia en la historia de
Europa noroccidental, a pesar de su destacado papel en la traduc-
ción de textos árabes. Sin embargo, fue de la península ibérica de
donde salieron, a finales del siglo xv, las expediciones que rodea-
ron el continente africano y las que descubrieron el Nuevo Mundo.
También en este caso los europeos del noroeste tomaron nota y ense-
guida participaron en el proceso, pero, una vez más, sin dar ningu-
na muestra de haber estado a punto de iniciarlo por su cuenta.
No obstante, hemos llegado a un punto en que ya no tiene senti-
do hablar de Europa noroccidental como si fuese una extensión pro-
vinciana del mundo mediterráneo, pues, tal y como hemos visto en
relación a varios asuntos, ya se había convertido en una región capaz
de influir decisivamente en el devenir histórico. Un ejemplo más de
esta influencia lo hallamos en la Reforma protestante surgida en
Alemania a comienzos del siglo xvi, un movimiento religioso que, tras
arraigar en todo el noroeste europeo, provocó un cambio radical en
el panorama del occidente cristiano al destruir de forma irreversible
su unidad religiosa y desencadenar una prolongada epidemia de gue-
rras y fanatismo. La Reforma también debilitó significativamente el
control institucional e intelectual que ejercía la Iglesia Católica, la
poderosa organización que tan crucial papel había desempeñado en
la vida cultural de la Edad Media. Entre otras cosas, reformar la igle-
sia suponía despojarla de casi todos sus bienes; como ya descubriera
un emperador chino en el siglo ix, disolver monasterios era un méto-
do muy socorrido para todo soberano que quisiera hacerse rico.
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Cuarta parte
¿Hacia un
solo mundo?
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La civilización
islámica
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El mundo islámico
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MAPA 10.
EL MUNDO ISLÁMICO ALREDEDOR DE 1500
Límites aproximados del mundo islámico alrededor de 1500
Tristan Da Cunha (Br.)
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la civilización islámica
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Proyecciones de Miller
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2. Etnografía musulmana
300
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del siglo xi, poco antes de que los cristianos reconquistasen la ciu-
dad (Al-Andalusi murió en 1070). Aunque dada su calidad de juez
debía de estar versado en la ley islámica, su verdadera pasión era la
ciencia. Y como ésta, a su modo de ver, era una actividad cosmopo-
lita, escribió un breve tratado reseñando las aportaciones científicas
realizadas por los diversos pueblos del mundo. Su punto de partida
era el hecho –que sigue siendo más o menos cierto– de que los logros
científicos eran propios de pueblos de latitudes templadas: los indios,
los persas, los caldeos, los griegos, los romanos, los egipcios, los ára-
bes y los hebreos. Los demás pueblos del mundo no habían contri-
buido al desarrollo de la ciencia, aunque los chinos y los turcos esta-
ban un escalón por encima del resto (los chinos en particular eran
superiores a todos los demás pueblos en cuanto a destreza técnica,
pero la simple tecnología no contaba como ciencia). El motivo de
esta distribución geográficamente restringida del talento científico
era de índole climática. Al norte de la franja templada los rayos del
sol eran demasiado débiles, lo que provocaba que los pueblos que
habitaban en latitudes elevadas fuesen rubios y estúpidos. Al sur de
la franja templada los rayos del sol eran demasiado fuertes, con el
resultado de que los pueblos que habitaban en bajas latitudes eran
negros y necios. Los que vivían en el medio eran perfectos, de ahí
su espléndido papel en la historia de la ciencia.
Dos cosas llaman la atención de esta concepción etnológica que
podríamos llamar «teoría de la rubia tonta». La primera es que su
racismo era medioambiental, no biológico. Nuestro autor no lo expli-
cita en esos términos, pero es algo que salta a la vista en otra presen-
tación de la misma teoría, en esta ocasión a cargo de Ibn Jaldún (1332-
1406), el famoso historiador y sociólogo tunecino, según el cual los
negros que se establecen en las tierras de los rubios terminan, a la
larga, volviéndose rubios, y cabe presumir que viceversa; el destino
depende de la latitud geográfica, no de los genes. El otro aspecto a
reseñar es que semejante concepción no tiene nada de islámica.
Podríamos sospechar una cosmovisión que considerase a los musul-
manes gente civilizada y a todos los demás, bárbaros, pero no es eso
lo que tenemos aquí. La lista de pueblos científicos está compuesta,
en su inmensa mayoría, por no musulmanes (se sabía que los indios,
por ejemplo, eran idólatras impenitentes), pero para nuestro autor,
301
una breve historia de la humanidad
los ocho pueblos enumerados eran «la élite de Dios». Por la misma
regla de tres, en el siglo xi había musulmanes en latitudes tan sep-
tentrionales como la curva del Volga y tan meridionales como Ghana,
pero Jaldún no hace el menor esfuerzo por excusarlos de sus gene-
ralizaciones. Tan sólo en su propio rincón del orbe se ve obligado a
hacer excepciones y admitir que los bereberes y los gallegos son
pueblos absolutamente bárbaros. Lo interesante aquí es que a nues-
tro autor le trae sin cuidado que los bereberes sean musulmanes y los
gallegos cristianos; el único problema que se le plantea es cómo expli-
car la presencia de pueblos tan deplorables en una latitud tan exce-
lente, a lo que responde encogiéndose de hombros y aduciendo
que los designios divinos son inescrutables.
Esta teoría solar era muy conocida en todo el mundo islámico,
pero cuando los autores musulmanes elaboraban informes concre-
tos de pueblos exóticos tendían a soslayarla. Así, la opinión de que
los negros eran necios no está presente en los informes de Ghana o
África oriental que mencionamos en el capítulo 6; es más, las cróni-
cas de África oriental llegan a ensalzar la elocuencia de los predica-
dores nativos del pueblo Zanj, y la elocuencia era una virtud que los
árabes solían valorar demasiado como para atribuírsela a nadie que
no fuesen ellos mismos. Sin embargo, hay una iniciativa etnográfica
sobre la que la teoría sí arroja cierta luz.
Al-Biruni era contemporáneo de nuestro juez de Toledo (aun-
que algo mayor, pues debió de morir un poco después de 1050), pero
vivió en el otro extremo del mundo musulmán. Si bien poseía vastí-
simos conocimientos en diversas disciplinas, se le conoce mejor por
su labor de astrónomo. Lo que aquí nos interesa es que disfrutó del
mecenazgo de la dinastía que retomó la expansión musulmana en
la India, gracias a lo cual entró en contacto con la cultura del sub-
continente. A pesar de las circunstancias que rodearon su llegada a
la India, Al-Biruni no escribía como un misionero que tratase de librar
a los indios de las tinieblas de la idolatría para llevarlos a la luz del
Islam; tampoco, desde luego, se convirtió a ninguna religión india,
a diferencia de los monjes chinos que unos siglos antes habían viaja-
do a la India en busca de escrituras budistas y de cuyo periplo nos
dejaron varias crónicas. Lo que Al-Biruni se propuso fue simple-
mente ofrecer una descripción objetiva de los habitantes del subcon-
302
la civilización islámica
tinente, para lo cual hizo algo que hasta entonces no había hecho
ningún otro etnógrafo, ni griego ni de cualquier otra nación, a saber:
aprender la lengua escrita del pueblo que se disponía a describir con
el fin de poder leer sus libros. Así pues, podemos decir que Al-Biruni
fue el primer orientalista de la historia.
Los orientalistas estudian pueblos con un patrimonio escrito. No
están interesados en los esquimales ni en los aranda, ni les importa
especialmente la cultura popular. En este sentido, los orientalistas
son elitistas, como Al-Biruni y el juez de Toledo. La razón por la que
Al-Biruni pensó que valía la pena estudiar la cultura india era que
los indios eran una de las naciones científicas. De hecho, en su libro
se preocupó de comparar las ideas de los indios con las de los grie-
gos. Es evidente que le habría parecido absurdo dedicar años de su
vida al estudio de un pueblo acientífico como eran los germanos, y
las concienzudas etnografías de los pueblos primitivos escritas por
los antropólogos modernos le habrían dejado perplejo. Asimismo,
las supersticiones de las masas indias no le merecían el menor res-
peto. No se trataba, con ello, de menospreciar a los indios como tales;
en su libro señala que entre las masas griegas, y no digamos ya entre
las islámicas, también proliferaba la misma forma de pensamiento
burdo y rudimentario. Lo que valía la pena estudiar eran las cultu-
ras elitistas de los pueblos civilizados; lo demás era ruido.
En resumidas cuentas, Al-Biruni no se postula como un icono de
la diversidad. De hecho, llega a ser bastante descortés con la élite
india; al fin y al cabo suponía que no leerían su libro, como de hecho
no hicieron hasta el siglo xix, cuando se tradujo al inglés. Pero tan-
to la gran teoría unificada del juez de Toledo como la sustanciosa
etnografía de Al-Biruni ponen de relieve un aspecto significativo, bien
que obvio, de la cultura del mundo islámico, a saber: que los musul-
manes también pensaban en cosas que no tenían nada que ver con
el Islam. En la vida real ninguna religión es omnicomprensiva.
3. El calendario musulmán
303
una breve historia de la humanidad
cebir que una civilización que se extendía de uno a otro océano hubie-
se podido mantener, no ya su unidad cultural, sino un nivel de uni-
formidad considerable. Pero ninguna civilización tan extensa podía
seguir bajo el gobierno de un solo Estado; el territorio era demasia-
do grande y, como hemos visto, la fragmentación política se convir-
tió en algo habitual del mundo islámico. Una estructura que podría
haber ayudado a mantener la unidad de la civilización frente a esta
tendencia disgregadora habría sido una organización grande y pode-
rosa semejante a la iglesia europea medieval, una jerarquía integra-
da por sacerdotes, obispos y cardenales, con el papa en lo más alto,
que celebraba concilios en momentos críticos. Pero estas organiza-
ciones no son fáciles de mantener unidas. Su propio poder tiende a
generar conflicto y resistencia, y el resultado suele ser una división
más intratable aún que la que habría en ausencia de la misma orga-
nización. Las papas provocan la aparición de antipapas o, peor aún,
de protestantes. Así pues, parece lógico que el Islam, que a lo largo
de los siglos ha mantenido una unidad mucho más efectiva que el
cristianismo, siguiese un camino diferente, y mucho más sutil. Ya
hemos analizado una institución que ayudó al mundo islámico a man-
tenerse unido: la peregrinación a La Meca. Otra fue el calendario
musulmán.
Dos son los aspectos de este calendario que nos interesan en este
contexto. Uno es la identificación de los años, un mecanismo que
nos es tan conocido que cuesta apreciar su importancia. Se escoge
un año, por lo general uno en el que tuviese lugar un acontecimien-
to que se considera significativo, y se le llama «año 1»; a partir de ahí,
se numeran en orden todos los años subsiguientes. Este es el siste-
ma predominante en el mundo actual. Surgió en Europa a comien-
zos de la Edad Media y se basa en una datación errónea del nacimien-
to de Jesús. El sistema musulmán es del mismo tipo, pero empieza a
contar desde el año en que Mahoma salió de La Meca en dirección
a Medina. Parece el método más lógico para identificar los años, pero
dista de ser el único: los atenienses los designaban con el nombre
de sus magistrados anuales, muchos pueblos de la Eurasia oriental
usaban el ciclo dodecanual de animales, y los árabes preislámicos
los contaban a partir de algún acontecimiento del pasado reciente,
acontecimiento que periódicamente cambiaban por otro más recien-
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la civilización islámica
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una breve historia de la humanidad
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la civilización islámica
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13
La expansión
europea
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una breve historia de la humanidad
OCÉANO ÁRTICO
Eskimo
Expansión
Estrecho de
Bering Expansion
esquimal
Círculo Polar Ártico
Expansión
Eskimo Alaska
Esquimal
Expansion
Mar de Isla
Ojotsk s Aleu tia nas
AMÉRICA
ASIA Corea Japón OCÉANO PACÍFICO DEL NORTE
China
Taiwán Trópico de Cáncer
Hawai
P
Filipinas Exp e d ici ón d e Ma
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O
L
Borneo Expansión
INDIAS Austronesia Ecuador
Sumatra ORIENTALES
I
Nueva
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E
Nueva
Trópico de Capricornio Caledonia S
AUSTRALIA Expansión
I
A
Isla de
Pascua
OCÉANO ANTÍPODAS Austronesia
ÍNDICO Nueva
Zelanda
310
la expansión europea
OCÉANO ÁRTICO
Isla de
Ellesmere
Eskimo
Expansión
Isla de Expansion
esquimal
Baffin
Groenlandia
Islandia Expansión
Vikinga Círculo Polar Ártico
Escandinavia
Expansión Holanda Mar Rusia
Islas Báltico
Labrador Vikinga Británicas
Terranova EUROPA
Península
Ibérica Francia ASIA
Portugal Italia
España Ma
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Colón Marruecos d i t errán eo Fenicia
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OCÉANO
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ÁFRICA India
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Tierra
del Fuego
ANTÁRTIDA
Proyección de Miller;
las fronteras actuales se indican como referencia
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una breve historia de la humanidad
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la expansión europea
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una breve historia de la humanidad
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la expansión europea
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La expansión ibérica
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la expansión europea
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una breve historia de la humanidad
Se amplia el cupo
318
la expansión europea
el siglo xvii las naciones del noroeste de Europa –los franceses y, más
aún, los ingleses y los holandeses– ya se habían apoderado de buena
parte del espacio comercial y naval de portugueses y españoles. Esta
evolución se basó en parte en una tecnología naval más eficaz y en
parte en las ventajas económicas. Aunque los portugueses conserva-
ron algunos de sus puestos de avanzada, la supremacía naval en el
Océano Índico puede decirse que la perdieron. En el Nuevo Mundo
los españoles mantuvieron su imperio colonial, y lo mismo hicieron
los portugueses en Brasil, pero tanto ingleses como holandeses empe-
zaron a interferir cada vez más, ya fuese mediante la piratería o el
comercio.
Evidentemente, la participación de estos nuevos actores amplifi-
có el impacto de la expansión europea en el resto del mundo. El esta-
blecimiento de colonias en la franja templada de Norteamérica, y
posteriormente Australia, amplió sobremanera el radio de acción
de la colonización europea (las primeras destacaron no sólo por lo
rápido que consiguieron la independencia en 1776-1783, sino tam-
bién porque, acto seguido, se convirtieron en república). Al mismo
tiempo las regiones no europeas del Viejo Mundo se hallaban expues-
tas a la codicia imperialista de naciones mejor preparadas, o cuando
menos más dispuestas a conquistar estados territoriales indígenas. Lo
cierto, sin embargo, es que hasta 1800 (que es lo más lejos que vamos
a proyectarnos en este capítulo) la única parte del Viejo Mundo don-
de se produjo esa actividad conquistadora a gran escala fue la India.
En la segunda mitad del siglo xviii, con el final de la hegemonía
mogol y la rivalidad de las potencias europeas como telón de fondo,
los británicos sentaron en la India las bases del primer imperio euro-
peo occidental jamás fundado en Asia o África. Asimismo, empren-
dieron el primer estudio serio de la cultura india desde el Al-Biruni
(el Bhagavad Gita se tradujo al inglés en 1784).
En este periodo, sin embargo, hubo un imperio de la Europa orien-
tal que adquirió grandes territorios euroasiáticos y ese fue Rusia. El
primer Estado ruso había surgido en Kiev en el siglo ix d. C. de la
fusión de una dinastía vikinga y el campesinado eslavo; en 989 adop-
tó la religión cristiana ortodoxa del Imperio Romano oriental (se
dice que el emperador contempló la posibilidad de convertirse al
Islam, pero lo rechazó aduciendo que los rusos nunca podrían pres-
319
una breve historia de la humanidad
cindir del alcohol). Este primer Estado fue destruido por los mon-
goles en el siglo xiii, pero tan sólo un siglo después ya se expandía
hacia el oriente un Estado ruso basado en Moscovia que a mediados
del siglo xvii había llegado al Pacífico. Esta expansión representó,
entre otras cosas, un lento pero significativo triunfo de los campesi-
nos sobre los nómadas en la Eurasia septentrional. Sin embargo,
por la misma regla de tres, los territorios conquistados por los rusos
antes de finales del siglo xviii estaban demasiado al norte como para
que este proceso afectase significativamente a las principales civili-
zaciones de Eurasia, ninguna de las cuales, al fin y al cabo, tenía mucho
interés en Siberia. Así, la expansión terrestre de Rusia, por novedo-
sa que fuese, no representó ningún cambio drástico en el equilibrio
de poder entre las civilizaciones eurasiáticas.
En general, la expansión marítima eurasiática fue un ejemplo pal-
mario de un accidente inevitable. Tarde o temprano, algún pueblo
eurasiático tenía que penetrar en el Nuevo Mundo y en las antípo-
das y provocar efectos devastadores para las poblaciones nativas.
Llegado el momento estos intrusos resultaron ser europeos occi-
dentales, pero probablemente sea un error considerar ese desenla-
ce como un resultado ineludible del devenir de la historia de Eurasia;
como también lo sería considerar que la brecha que a la sazón media-
ba entre los europeos occidentales y otras poblaciones del Viejo
Mundo era un profundo abismo. A mediados del siglo xvii, los oma-
níes, la población tribal musulmana del sudeste de Arabia, captura-
ron unos navíos europeos al término de una larga guerra con sus ene-
migos los infieles portugueses. A instancias de su soberano, emplearon
los navíos para fundar la armada omaní y pasaron a dedicarse al comer-
cio, a la guerra naval y a la colonización en el oeste del Océano Índi-
co, aplicándose a estas nuevas actividades con un entusiasmo cuan-
do menos comparable al de los portugueses.
Si los naturales de un árido rincón de Arabia pudieron incorpo-
rarse de tal suerte a la cofradía marítima, también podrían haberlo
hecho los habitantes de lugares más favorecidos. Como ya hemos
visto, el alcance de la actividad naval de chinos y japoneses en el
siglo xvi fue bastante considerable. En 1603, cuando los chinos se
rebelaron contra el dominio de los españoles, había en Manila muchos
más de los primeros que de los segundos; también había unos cuan-
320
la expansión europea
Lo que hicieron los europeos puede narrarse como una sola histo-
ria, pero la reacción de los pueblos no europeos da para varios rela-
tos diferentes, tres de los cuales esbozaremos en este apartado. El pri-
321
una breve historia de la humanidad
Los mayas
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la expansión europea
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una breve historia de la humanidad
324
la expansión europea
Los congoleños
Un pueblo al que le fue bastante mejor que a los mayas en sus pri-
meros contactos con los europeos fue el congoleño. La desemboca-
325
una breve historia de la humanidad
dura del río Congo, gracias al abrigo que ofrecía como fondeadero,
atraía inevitablemente a los navegantes portugueses, que a partir de
ahí entraron en contacto con el reino del Congo. Este territorio esta-
ba situado tierra adentro, al sur del río, en la actual Angola. A juz-
gar por sus propias tradiciones, el reino lo establecieron unos inva-
sores llegados en el siglo xiv y en cierta forma sobrevivió hasta el
xviii. Así pues, las relaciones entre congoleños y portugueses estu-
vieron mediadas por un Estado indígena. Los segundos trataron de
influir, con frecuencia y con más o menos éxito, en la política del
Congo y a mediados del siglo xvii le declararon la guerra, pero no
llegaron a conquistarlo. De modo que mientras los mayas no tarda-
ron en ceder al empuje invasor, los congoleños, durante mucho tiem-
po, apenas se vieron amenazados.
En términos materiales, la esencia de la relación entre las dos par-
tes era comercial. Dado que hasta entonces el reino nunca había par-
ticipado en el comercio a larga distancia, el impacto de los inter-
cambios, incluso de los de menor escala, fue considerable. Los
portugueses abastecían al Congo de productos europeos manufactu-
rados, en especial textiles, que no tardaron en hacerse muy aprecia-
dos entre la élite, con lo cual la potestad del monarca para repartir
tales mercancías se convirtió en una fuente fundamental de poder y
prestigio. A cambio, los portugueses querían esclavos, igual que los
comerciantes musulmanes que frecuentaban el interior del África
occidental y las costas del África oriental. Había, sin embargo, una
diferencia: los portugueses querían a los esclavos más que nada como
mano de obra agrícola en el Nuevo Mundo, no como sirvientes domés-
ticos en el Viejo. Este nuevo comercio trasatlántico de esclavos ofre-
cía jugosas oportunidades a algunos estados africanos, pero perjudi-
có terriblemente a otros y más aún a los pueblos sin Estado. En general,
los soberanos del Congo salieron relativamente bien parados del
comercio, sus súbditos, un poco peor, y algunos de sus vecinos, muchí-
simo peor. Con todo, en términos estrictamente demográficos, el
impacto del comercio de esclavos en África fue mucho menor que
el de las enfermedades epidémicas en América.
El otro aspecto de la relación fue cultural. Al igual que los mayas,
los congoleños adoptaron el cristianismo, pero el contexto de su con-
versión era muy diferente pues en su caso no se trató de tener que
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la expansión europea
327
una breve historia de la humanidad
Los japoneses
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la expansión europea
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una breve historia de la humanidad
332
la expansión europea
los siglos los primeros habían llegado a sentirse muy cómodos con
la cultura de sus vecinos continentales, nunca llegaron a olvidar su
origen extranjero. Un neoconfucianista japonés del siglo xvii plan-
teó la siguiente pregunta a sus alumnos: «En el caso de que China
atacase a nuestro país, con Confucio de general y Mencio como
teniente general… ¿qué pensáis que deberíamos hacer los que estu-
diamos a Confucio y a Mencio?». La respuesta fue que había que
luchar y capturar vivos a los sabios, cumpliendo así con su deber para
con la patria. En otras palabras, los japoneses, a diferencia de los
chinos, podían establecer una distinción entre su identidad y su cul-
tura, lo cual les fomentó cierto eclecticismo. Muchos siglos antes
habían adoptado lo que gustaban de llamar los «puntos fuertes» de
China. Si, andando el tiempo, habían terminado desilusionándose
con esos puntos fuertes, perfectamente podían sustituirlos por los
puntos fuertes de Europa sin faltarles el respeto a sus antepasados.
De hecho, muchos japoneses de este periodo llegaron al extremo
de imaginar que el futuro podría ser mejor que el pasado, una idea
muy poco frecuente en las sociedades tradicionales. Baste como
ejemplo el erudito kokugaku Moturi Norinaga (1730-1801), que seña-
ló: «Hay multitud de cosas que no existían en la antigüedad pero
están disponibles actualmente, y de cosas que en el pasado eran de
mala calidad pero hoy son excelentes. Así pues, ¿cómo podemos
decir que no habrá en el futuro nada mejor de lo que tenemos en
la actualidad?».
Las primeras interacciones de los mayas, los congoleños y los japo-
neses con los españoles, los portugueses y los holandeses respectiva-
mente, fueron, por tanto, muy diferentes. Estas diferencias, sin embar-
go, no fueron arbitrarias y habrían de marcar decisivamente el ulterior
desarrollo histórico de los tres pueblos en el mundo moderno.
3. La costumbre de esnifar
333
una breve historia de la humanidad
nos. Hay indicios fehacientes de que la sífilis fue una exportación del
Nuevo Mundo al Viejo, una pequeña aunque poderosa venganza por
las enfermedades infecciosas que viajaron en dirección opuesta. Al
mismo tiempo, un número reducido de cultivos americanos alcan-
zaron un enorme éxito en la otra punta del mundo. Los irlandeses
se hicieron tan dependientes de la patata que cuando, en la década
de 1840, se malograron las cosechas murieron más de un millón. La
batata desempeñaría un papel similar en la agricultura de subsisten-
cia de las remotas montañas de Nueva Guinea. El maíz se difundió
por el Viejo Mundo más rápido de lo que lo había hecho en el Nuevo.
Y luego estaba, por supuesto, el tabaco.
Parece ser que el tabaco tiene su origen en la región del alto
Amazonas y allí empezó a cultivarse por primera vez. Su difusión en
la América precolombina fue tan amplia como la del maíz. Y al igual
que el maíz, fueron los europeos los que lo llevaron al Viejo Mundo,
donde se extendió por todas partes. En la primera mitad del siglo
xvii ya se habían implantado en Europa, el Oriente Próximo, la India
y China, y en todas y cada una de estas regiones era objeto de la hos-
til atención de los gobernantes; Jaime I de Inglaterra censuró el hábi-
to de fumar tachándolo de «bárbaro y vil».
El tabaco es una droga y, como toda droga, su uso mezclaba lo cul-
tural y lo biológico. En general se consideraba un potente medica-
mento, una creencia que se mantuvo firmemente arraigada en
América y el Lejano Oriente, aunque en Europa, a partir del siglo
xvii, empezó a perder vigor. El tabaco también resultaba eficaz como
lubricante social; las sociedades indígenas de Norteamérica le daban
ese uso en contextos muy formales (como cuando fumaban la pipa
de la paz), mientras que en el Viejo Mundo tendía a asociarse a la
relajación informal (Sorai pasó los últimos años de su vida en su casa,
bebiendo sake y fumando tabaco con sus alumnos). Los métodos de
consumo también diferían de unas culturas a otras, pero eran varia-
ciones dentro de una gama limitada de temas. Se podía fumar, mas-
car, comer o aspirar por la nariz, y estas opciones estaban asociadas
a su correspondiente instrumental. Los fumadores, por ejemplo, ter-
minaron usando pipas o cigarrillos con independencia de si vivían
en el Viejo Mundo o en el Nuevo (no hace falta papel para hacer un
cigarrillo: los mesoamericanos precolombinos usaban la farfolla de
334
la expansión europea
las panochas de maíz). Pero para no complicar las cosas nos limita-
remos al tabaco aspirado.
Los que esnifaban el tabaco lo consumían en la forma pulveriza-
da conocida como rapé, aspirándolo por la nariz en pequeñas dosis.
Se podía hacer, por supuesto, usando únicamente las manos y los
dedos, pero lo normal era que las culturas donde se aspiraba tabaco
desarrollasen una parafernalia más elaborada. En Sudamérica, el ins-
trumental típico consistía en una bandeja donde colocar el rapé y
unos tubos para aspirarlo (véase figura 25). Estos artefactos se han
venido usando desde la antigüedad hasta épocas recientes en amplias
zonas del continente. La práctica se difundió por el Viejo Mundo jun-
to con el tabaco propiamente dicho, pero las culturas euroasiáticas
no adoptaron las bandejas ni los tubos sudamericanos. En vez de eso,
inventaron unos pequeños recipientes para que cada consumidor
pudiese llevar encima su reserva personal de rapé. Los europeos se
decantaron por unas cajitas de varios tipos que se fabricaban en gran-
des cantidades y solían estar exquisitamente decoradas (véase figu-
ra 26, izquierda). Estas cajitas, sin embargo, no les habrían servido
de mucho a los chinos, pues no protegían al rapé de la humedad.
Además, el almacenamiento de medicamentos en pequeños fras-
quitos ya era una práctica muy arraigada en China. En consecuencia,
mientras los europeos optaban por las cajas de rapé, los chinos pre-
ferían los frasquitos (véase figura 26, derecha). Para llevarse el rapé
desde el recipiente hasta la nariz, los chinos usaban una cucharilla
adherida al tapón del frasco; a veces los europeos también se valían
de minúsculas cucharillas, pero en general se conformaban con coger
directamente una «pulgarada».
Toda esta parafernalia ilustra gráficamente el equilibrio alcanza-
do a comienzos de la Edad Moderna entre lo global y lo regional.
La rápida difusión del tabaco (junto con el hábito de aspirarlo)
demuestra que el aislamiento comenzaba a dar paso a un mundo más
interactivo. Pero esta integración todavía estaba muy lejos de anular
las diferencias culturales. Los sudamericanos seguían colocando el
rapé en bandejas, los europeos en cajas y los chinos en frasquitos, y
cada cultura decoraba los recipientes de su elección según sus res-
pectivos cánones artísticos. Con todo, de vez en cuando se aprecia-
ban indicios de que culturas muy distintas comenzaban a impregnar-
335
una breve historia de la humanidad
Figura 25. Útiles sudamericanos para aspirar rapé: una cánula hecha de
hueso de pájaro y de zorro, y una bandejita hecha de hueso de ballena,
ambos procedentes del valle de Chicaza, en la costa de Perú (segundo
milenio a. C.).
336
la expansión europea
Figura 26. Útiles eurasiáticos para aspirar rapé. Izquierda: una cajita de
rapé francesa de porcelana decorada con chinoserie (1730
aproximadamente). Derecha: un frasquito chino de esmalte decorado
con una mujer y un niño europeos, de la época del emperador
Chien-lung (1735-96).
337
14
El mundo
moderno
1. Ricos y pobres
Gran Bretaña
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el mundo moderno
tan sólo parecen disfrutarlo los países con enormes reservas de petró-
leo (como Arabia Saudita) o con un gran número de chinos (como
Malasia). Pero por sombrío o halagüeño que sea el futuro, en los albo-
res del tercer milenio el mundo está lleno de poblaciones que toda-
vía no han logrado obtener de la revolución industrial ni riqueza, ni
seguridad, ni democracia, ni civismo.
Todas las sociedades que han intentado adoptar la modernidad,
independientemente de si lo han conseguido o no, han tenido que
enfrentarse a un problema que los británicos (y las poblaciones ultra-
marinas de origen británico) desconocían por completo, si bien
Etelberto de Kent lo había señalado mucho tiempo antes. En un mun-
do en vías de modernización es muy probable que un individuo des-
cubra que algunos de los aspectos de su herencia cultural son –como
dijeron de la ley islámica los cristianos de Nigeria justo al final del
siglo pasado– «incompatibles con el año 2000». Los seres humanos,
como hemos visto en este libro, tienen una gran capacidad de adap-
tación, pero no se sienten muy a gusto abandonando sus culturas
ancestrales en beneficio de costumbres foráneas. En tales circunstan-
cias el impulso natural es hacia el compromiso, y el nacionalismo es,
entre otras cosas, el nombre de ese compromiso.
Si queremos un ejemplo de nacionalismo, basta centrarse en
Irlanda, una isla cuya experiencia histórica durante los últimos siglos
ha sido, en general, menos benigna que la de Gran Bretaña. Los irlan-
deses no tardaron mucho en darse cuenta de que tenían que incor-
porarse al mundo moderno inaugurado por sus vecinos; de hecho,
en una fecha tan temprana como 1790, un nacionalista irlandés ya
insistía (recurriendo a una vívida metáfora tecnológica de la época)
en que si Irlanda gozase de libertad y buen gobierno, «se elevaría como
un globo aerostático en el cielo de las artes, el comercio y la manu-
factura, y dejaría a Inglaterra rezagada a una enorme distancia». Los
irlandeses también eran plenamente conscientes de las ventajas que
les reportaba el haberse hecho mayoritariamente angloparlantes; un
nacionalista bilingüe señalaba en 1833 que, en vista de «la mayor uti-
lidad de la lengua inglesa como medio de toda comunicación moder-
na», podía dar fe «sin derramar una lágrima [del] paulatino desuso
del irlandés». Eso sí, no tenían la menor intención de dejar de ser
irlandeses, y para demostrarlo terminarían dedicando enormes ener-
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una breve historia de la humanidad
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el mundo moderno
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el mundo moderno
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el mundo moderno
El mundo actual
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el mundo moderno
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el mundo moderno
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Conclusión
367
una breve historia de la humanidad
368
conclusión
369
una breve historia de la humanidad
370
conclusión
371
una breve historia de la humanidad
372
Lecturas
recomendadas
Historia en general
373
una breve historia de la humanidad
1. El trasfondo paleolítico
Hay numerosos libros sobre este tema. Por citar dos títulos: The Human
Career: Human Biological and Cultural Origins, de Richard G. Klein (2ª
edición, University of Chicago Press, Chicago y Londres, 1999), un
manual claro y exhaustivo con un sesgo personal, y Humans before
Humanity, de Robert Foley (Blackwell, Oxford y Cambridge, Mass.,
1995). [Traducción española: Humanos antes de la humanidad, Ediciones
Bellaterra, Barcelona, 1997], un libro para el lector no especializa-
do notable por la agudeza y coherencia de sus análisis. Sobre el cam-
bio climático: The Two-Mile Time Machine: Ice-cores, Abrupt Climate Change,
and Our Future, de Richard B. Alley (Princeton University Press,
Princeton, 2000), cuyo contenido se ocupa del pasado. Sobre gené-
tica humana: Genome, the Autobiography of a Species in 23 Chapters, de
Matt Ridley (Harper Collins, Nueva York, 1999). [Traducción espa-
ñola: Genoma, la autobiografía de una especie en 23 capítulos, Taurus
Ediciones, Madrid, 2001], una introducción de lo más amena, y Genes,
Peoples and Languages, de Luigi Luca Cavalli-Sforza (North Point Press,
Nueva York, 2000). [Traducción española: Genes, pueblos y lenguas,
Editorial Crítica, Barcelona, 1997], un breve análisis de la repercu-
sión de los estudios genéticos en el estudio del pasado humano a car-
go de un veterano del tema. Sobre útiles de piedra: Making Silent
Stones Speak: Human Evolution and the Dawn of Technology, de Kathy D.
Schick y Nicholas Toth (Simon & Schuster, Nueva York, 1993), una
investigación sobre el uso y la fabricación de útiles de piedra.
2. La revolución neolítica
374
lecturas recomendadas
3. El surgimiento de la civilización
4. Australia
5. América
375
una breve historia de la humanidad
6. África
376
lecturas recomendadas
8. La India
9. China
377
una breve historia de la humanidad
Sobre los griegos: The Oxford History of Greece and the Hellenistic World,
de John Boardman, Jasper Griffin, and Oswyn Murray (Oxford
University Press, Oxford, 1991). [Traducción española: Historia Oxford
del mundo clásico. Grecia, Alianza Editorial, Madrid, 1988], una obra
colectiva en un solo volumen. Sobre los romanos: The Oxford History
of the Roman World, de John Boardman, Jasper Griffin y Oswyn Murray
(Oxford University Press, Oxford, 1991). [Traducción española:
Historia Oxford del mundo clásico. Roma, Alianza Editorial, Madrid,
1988], la pareja del anterior. Un título más exhaustivo y detallado
es The Cambridge Ancient History (Cambridge University Press,
Cambridge), una gigantesca obra colectiva en varios volúmenes (se
recomienda buscar la edición más reciente del tema de interés).
Sobre la democracia ateniense: La constitución de los atenienses, de
Aristóteles (edición bilingüe de Alberto Bernabé, Abada Editores,
2004). Sobre las figuras áticas negras y rojas: Greek Painted Pottery,
de R. M. Cook (2ª edición, Methuen, Londres, 1972).
378
lecturas recomendadas
379
una breve historia de la humanidad
El libro Worlds Together, Worlds Apart también cubre esta época y ofre-
ce pertinentes recomendaciones bibliográficas. Aunque no tardarán
en aparecer títulos dedicados a los atentados del 11 de septiembre
de 2001, uno de los primeros intentos de abordar el tema es How
Did This Happen? Terrorism and the New War, James F. Hoge y Gideon
Rose, eds. (Public Affairs, Nueva York, 2001). [Traducción españo-
la: Por qué sucedió: El terrorismo y la nueva guerra, Ediciones Paidós
Ibérica, Barcelona, 2002] una colección de ensayos sobre diversos
aspectos de lo acontecido (sobre la cuestión de los motivos, véase
en particular el texto de Michael Doran). Sobre el papel de Irán en
la historia política del Islam: The Mantle of the Prophet: Religion and
Politics in Iran, de Roy Mottahedeh (Simon & Schuster, Nueva York,
1985), una introducción afable y muy humana. Sobre la NASA y las
lunas de Júpiter: Mission Jupiter: The Spectacular Journey of the Galileo
Spacecraft, Daniel Fischer (Springer-Verlag, 2001).
380
lecturas recomendadas
Conclusión
381
Créditos
Pág. 22. Fotografía de las ruinas excavadas de una construcción de alto esta-
tus en el Sector B del yacimiento de Caral, valle del Supe, Perú, julio de
2000; cortesía de Jonathan Haas.
Págs. 24 y 25. Reproducido con permiso de Nature, vol. 324, p. 218, © copy-
right julio de 1993, Macmillan Publishers Ltd.
383
una breve historia de la humanidad
Pág. 149. Ilustración copiada de The Neolithic of the Near East, de James Mellaart
(Thames & Hudson Ltd., Londres, 1975), p. 101.
Págs. 168 y 169. Adaptado de Origins of a Civilization: The Prehistory and Early
Archaelogy of South Asia, de Bridget y Raymond Allchin (Viking, Nueva
Delhi, 1997), p. 17.
Págs. 244 y 245 (arriba). (De izquierda a derecha) Cortesía del Museo Nacional
de Arqueología de Atenas; Scala/Art Resource, Nueva York; el Pintor de
Pan, crátera de campana griega, período clásico, 470 a. C. Italia, supues-
tamente de Cumae, lugar de fabricación, Grecia, Ática, Atenas, cerámi-
384
créditos
Pág. 276. Imagen compuesta de dibujos sacados de los folios 17r-18v del tomo
Post.110, de la Biblioteca Nacional Central de Florencia, con permiso del
Ministerio de Cultura de Italia.
Pág. 286. Cortesía del Museo Topkapi, H. 1654, folio 306r y H. 1653, folio 406 v.
Págs. 294 y 295. Adaptado de The Venture of Islam: Consciente and History in a
World Civilization, de Marshall G. S. Hodgson (University of Chicago Press,
Chicago y Londres, 1974), volumen 2, p. 534.
385
una breve historia de la humanidad
386
Índice
analítico
387
una breve historia de la humanidad
388
índice analítico
389
una breve historia de la humanidad
uso del tabaco, 334-337, 337 influencia china, 210, 211, 212,
y Europa occidental, 249, 255, 344
265-266, 271, 274 y mundo moderno, 344, 345, 354
y expansiones marítimas, 310-311, Cortesanas, 189, 191-192, 247, 248
313, 314-315, 317-318, 321, Costumbres funerarias, 53, 69-70, 113,
334-337, 337 138-140, 139, 154, 244, 247
y mundo mediterráneo, 223, 233, Creciente fértil, 40, 76, 144, 146-147,
238-239, 241 291, 292, 294,295
Ching, dinastía, 201, 207-210, 219 Creta, 62, 224-225, 227
Chipre, 144, 146-147, 224-225, 227 Cristianismo, cristianos, 17, 60, 153-
Chu Hsi, 209, 211-214, 216, 219, 331 154, 159, 175, 191, 214, 216
Chu, 201-202, 230 e Islam, 298-299, 304, 320
Chu, dinastía, 200-201, 213, ,218 Europa occidental, 257-258, 260,
Ciencia, 300-303, 362-366, 365 264-265, 287-290
Cingaleses, 168-169, 177, 188 Imperio Romano, 235-238, 257-
Cirenaica, 121, 129, 224-225, 231 258, 287, 297
Ciro, rey persa, 282-283 y expansión europea, 316, 324-
Ciudades-estado, 127, 132, 230-233, 325, 327-329
239-242, 264, 315-316, 354 y modernidad, 347, 349-350
Civilización, 57-71 y mujeres 267-268
ejemplos más antiguos, 61-63 Culto de los antepasados, 211-216,
escritura, 63-66, 126-131, 175 218, 271
Viejo Mundo frente al Nuevo, 58-61 Cuzco, 97, 323
y complejidad, 64, 71, 115116
y realeza, 66-71, 67, 68, 126-132 Darwin, Charles, 369
véanse también lugares específicos Democracia, 231, 238-242, 340, 343,
Clima, 23-25, 27, 36-37, 75, 301, 270 346347, 350
véanse también lugares específicos Descartes, René, 278
Clístenes, 240 Diálogo sobre los dos sistemas del
Cobre, 44, 46-47, 284 mundo (Galileo), 277
Colón, Cristóbal, 51, 310-311, 317, 333 Diversidad cultural, 27, 36, 112-113,
Comunismo, 350, 354, 359 135-136, 370-372
Confucianismo, 205-206, 209-210, Djer, rey de Egipto, 70
210, 213-216, 291, 321, 331-332 Douglass, Frederick, 352-354
Confucio, 205, 213-216, 331-332 Dracón, 239-240
Congo, congoleños, 121, 322, 326- Drávidas, lenguas, 171-172, 177, 182,
328, 333 191-192
Constantino, emperador romano,
238, 257 Ebla, 146-147, 151-152
Copérnico, Nicolás, 274, 276-277 Edad de Bronce, 32, 46, 173-174, 176,
Corán, 288, 290, 296, 298, 355 182, 204, 217, 255, 284
Corea, coreanos, 188, 195, 196, 310- mundo mediterráneo, 226-227,
311, 315 232-233, 238, 245
390
índice analítico
391
una breve historia de la humanidad
Australia, 78, 79, 82, 90, 319 Ghana, 121, 129-130, 301, 302
ibérica, 310-311,317-321 Go Oc Eo, 181, 196
papel británico, 78, 178, 319-320, Godos, 224-225, 250-251, 252-253, 287
339, 344-345 Golfo pérsico, 144, 146-147, 358
reacción de pueblos no europeos, Gondwana, 75, 76, 119, 165, 193, 221
322-333 Gran Bretaña,
y modernidad, 339, 344-345, 352- británicos, 33-34, 250-251, 252-
354 253, 255-258, 260-261, 263,
Expansión ibérica, 310-311, 316-321 265, 294-295, 334
agricultura, 41, 43, 315
Falsificaciones, 209, 219-220 conversión al cristianismo, 258,
Fenicia, fenicios, 64, 121, 128, 129, 287-288
146-147, 224-225, 228, 230, 231, expansión, 78, 178, 319-320, 339,
235, 309, 310-311, 316 344-345
Feudalismo, 261-263 geografía de, 248-249
Filipinas, 196, 310-311, 318, 321 metalurgia, 46-47, 256
Francia, 321, 234, 249, 250-251, 252- y el mundo moderno, 339-350,
253, 255-264, 278, 310-311, 319, 352-354, 359
371 Grecia, 14, 14 , 46, 121, 152, 153, 177,
y mundo moderno, 342, 345, 346, 220, 222, 224-225, 226-235, 267,
354 274
Francos, 69, 250-251, 252-253, 258- cerámica, 218, 242-248, 244, 245,
259, 260, 270, 286 246, 248
Fukuzawa Yukichi, 348-349 ciudades-Estado, 230-231, 233,
239-242
G/wi, 122, 132 influencia cultural, 64, 129, 232-
Galés, galeses, 250-251, 252-253, 261, 235, 282
341 legado literario, 173-174, 228, 233,
Galia, galos, 224-225, 234, 250-251, 237-238, 248, 268, 300
252-253, 255-258 Griego (idioma), 227, 229, 234, 263
Galileo, 274-278, 276, 362-363, 365 Groenlandia, 97, 100, 310-311, 312,
Gallegos, 224-225, 301-302 314
Gama, Vasco de, 310-311, 317 datos del núcleo de hielo, 22-25, 24
Ganges, río, 166, 168-169, 174, 177 Guatemala, 97, 324-325
Garcilaso de la Vega, 323
Gempako, Sukita, 330 Hammurabi, rey de Babilonia, 69
Genética, 37, 42, 119, 167, 172, 226, Han, dinastía, 200-201, 203-206, 218
313, 362 Harappa, 168-169, 170, 171, 173, 174
plantas y animales domésticos, 47- Heliocentrismo, 274, 276-278
51 Hierro, 44, 46, 47, 61, 100, 123, 125,
y origen de la raza humana, 27-32 126, 173-174, 176, 255-256, 327,
Geocentrismo, 274, 277 Hinduismo, 173-174, 178, 180, 188,
Germánicas, lenguas, 91, 172, 190-191, 266, 293-296
392
índice analítico
393
una breve historia de la humanidad
394
índice analítico
395
una breve historia de la humanidad
Newton, Isaac, 274 64, 74, 79, 82, 154, 195, 226,
Norinaga, Motoori, 333 255, 256, 371
Norteamérica, 10-11, 76, 78, 95-101, útiles de piedra, 32-36, 79
97, 249, 310-311, 312, 319, 334, Palestina, 40, 43, 47, 146-147
352-354 Pama-Nyungan, 91-92, 100, 125
Nubia, nubios, 121, 127-128, 177 Pangea, 75, 77, 193
Nueva guinea, 33, 34, 35, 76-79, 81, Panini, 177-178
195, 310-311, 313, 333 París, 250-251, 252-253, 270
Nueva Zelanda, 54, 310-311, 313 Pastoralismo, 60, 174, 176, 206, 207,
Nuevo Mundo y Viejo Mundo, 47, 51, 283, 284
58-61, 76-77, 101-102, 105, 112- Pekín, 196, 208, 209-210, 285, 294-295,
113, 115-116, 312, 318, 333, 334 Península ibérica, 222, 224-225, 250-
251, 252-253, 261, 264
Olmeca, 62, 97, 106 Persia, persas, 146-147, 152, 241, 285,
Omán, omaníes, 294-295, 310-311, 286, 294-295, 300
320-321, 322 Perú, 97, 103, 104, 113, 336, 362
Oriente Próximo, 33, 46, 47-54, 62, 143- Petén, 97, 323-326
163, 163, 182, 223, 235, 249, 271, Pigmeos, 119, 121, 122
281, 282, 285, 294-295, 300, 334 Pisístrato, 239-240, 242
agricultura, 32, 39-43, 46, 148, 315 Platón, 223, 268, 269
cerámica, 51-53, 53, 123 Pleistoceno, 25, 47, 55, 58, 89, 90, 98-
clima y geografía, 143-148, 146- 99, 123
147, 166, 222 Poligamia, 327-328
e India, 165-167, 170-174, 182, 192 Politeísmo153-155, 157, 158
influencia en África, 123, 151 Polo, Marco, 285
lengua, 151, 152-153 Pomeranios, 250-251, 252-253, 287, 289
musulmanes, 153-154, 291, 292 Portugal, portugueses, 121, 131, 224-
y China, 193, 197, 200, 218, 220 225, 250-251, 252-253, 261
y Mediterráneo, 143-145, 146-147, expansiones, 310-311, 316-321,
222, 223, 224-225, 226, 227, 326-328, 333
230, 233, 238-239, 241 Primer toque de trompeta contra el
monstruoso régimen de las muje-
Pacífico, océano, 10-11, 81, 97, 196, res, El, (Knox), 265-271
294-295, 310-311, 313, 314, 315, Protestantes, 236, 278, 304, 306,
317, 320 Ptolomeo, 274
Países Bajos, 249, 250-251, 252-253, Punjab, 168-169, 173, 182, 183
261, 278 Puzar-Ishtar, 162, 163
Pájaro Jaguar, 66-68, 67
Pakistán, pakistaníes, 166, 168-169, Quipus,113-117, 115
341, 356
Paleolítico, 21-36, 42, 70, 226 Rapé, 334-337, 336, 337
hachas de mano, 34, 44, 45 Realeza, 66-71, 67, 68, 126-127, 238,
superior, 38-39, 47, 49, 55, 58, 63, 287
396
índice analítico
África, 67-70, 68, 126-132, 138, Sorai, Ogyu, 331, 332, 334
140, 326-328 Stalin, Joseph, 350
Gran Bretaña, 287, 289, 327, 340, Sudáfrica, 10-11, 27, 121, 346
341-342 Sudamérica, 10-11, 76, 78, 95-198, 97,
Reforma protestante, 264-265, 342 310-311, 317, 334, 336, 336-337,
Renacimiento, 264, 277 354
República (Platón), 268 Sudeste asiático, 10-11, 77, 90, 92, 171,
Revolución científica, 273-278, 330 180, 181, 194, 195, 196, 197, 296,
Revolución francesa, 71, 247 294-295
Revolución neolítica, 37-55 y Europa occidental, 255, 259
Roma, romanos, 64, 121, 126, 129, y expansiones marítimas, 310-311,
153, 181, 220, 224-225, 228, 231- 313, 314, 315, 317, 318,
232, 233-238, 241, 250-251, 252- Sui, dinastía, 201, 218
253, 276-278, 282, 300 Sumeria, sumerios, 62, 65, 146-147,
caída, 264, 277, 283, 291 150, 151, 152,
Europa occidental, 255-259, 263, Sung, dinastía, 201, 209, 218-219, 219
264, 276-278 Suníes, 292, 341, 352
imperio oriental, 293, 320
y cristianismo, 235-237, 257, 258, Tabaco, 333-337, 336, 337, 352, 354
287, 297 Tabari, 27-28, 90
Rusia, 70, 250-251, 252-253, 288, 293, Tácito, 255, 259, 268-269, 300
294-295, 310-311, 314, 320, 350, Tailandia, 196, 293, 294-295
354 Taínos, 97, 104
Taiwán, 133, 195, 196, 310-311, 313, 321
Sahara, 10-11, 120, 121, 122-123, 128, Tamiles, 168-169, 178, 182, 187, 191
129, 145, 287, 294-295 Tang, dinastía, 201, 203, 205, 210, 213-
Said Al-Andalusi, 300-303 214
Samburu, 121, 133-137, 139-140 Tarascas, 70, 97, 111, 138
Sánscrito, 174, 178, 180, 182 Tasmania, 76, 77, 81, 89,
Satélites galileos de Júpiter, 274-276, Telegu (idioma), 191-192
276, 363-365, 365 Tenochtitlán, 59, 97, 110
Sauma, Rabban, 285 Teotihuacán, 97, 106, 107, 108
Segunda Guerra Mundial, 340, Terrorismo, 355-362
344346 Tiahuanaco, 97, 107-108
Shabtis, 138-139, 139 Tíbet, 168-169, 181, 193, 194, 195,
Shajar al-Durr, 266 196, 221
Shang, dinastía, 70, 170, 197-201, 198, Ting, 198, 218, 219, 219,
216, 255, 281 Tiro, 224-225, 231
Siberia, 10-11, 99, 145, 195, 196, 283, Tlaxcaltecas, 318
294-295, 320 Tokugawa, shogunes, 328-329
Siria, 144, 146-147, 151, 152, 155, 222, Toltecas, 105, 107
224-225, 256 Tu Yu, 213
Sócrates, 268 Tuaregs, 121, 128
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