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UNA BREVE HISTORIA

DE LA HUMANIDAD
UNA BREVE HISTORIA
DE LA HUMANIDAD

Michael Cook
Traducción de Víctor V. Úbeda
Publicado por Antoni Bosch, editor
Palafolls, 28 – 08017 Barcelona – España
Tel. (+34) 93 206 07 30
info@antonibosch.com
www.antonibosch.com

Título original de la obra


A Brief History of the Human Race

© 2003 by Michael Cook


© 201 de la edición en español: Antoni Bosch, editor, S.A.

ISBN: 978-84-95348-32-6
Depósito legal: "  

Diseño de la cubierta: Compañía


Maquetación: JesMart
Impresión:.OVOPRINT

Impreso en España
Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorpora-


ción a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por
cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico
u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Para Margot,
que nació en China y emigró a Colorado
mientras se escribía este libro
Índice

Prefacio 13
Primera parte
¿Por qué la historia es como es?
1. El trasfondo paleolítico 21
2. La revolución neolítica 37
3. El surgimiento de la civilización 57
Segunda parte
Los continentes menores
4. Australia 75
5. América 95
6. África 119
Tercera parte
La masa continental euroasiática
7. El antiguo Oriente Próximo 143
8. La India 165
9. China 193
10. El mundo mediterráneo antiguo 221
11. Europa occidental 249
Cuarta parte
¿Hacia un solo mundo?
12. La civilización islámica 281
13. La expansión europea 309
14. El mundo moderno 339
Conclusión 367
Lecturas recomendadas 373
Créditos 383
Índice analítico 387

9
OCÉANO ÁRTICO
Á r t i c o

Círculo Polar Ártico

AMÉ RICA DEL


N ORT E
OCÉANO
ATLÁNTICO Norte

Trópico de Cáncer

N U E V O
África
M U N D O Occidental
Ecuador

OCÉANO PACÍFICO A MÉRICA


DEL SUR
Trópico de Capricornio

Círculo Polar Ártico

MAPA 1. REGIONES MÁS IMPORTANTES


DEL MUNDO
OCÉANO ÁRTICO
Á r t i c o

Círculo Polar Ártico

S i b e r i a
E U R A S I A

Asia Central

Mar M
ed
V I E J O M U N D O Lejano
iterrá
e de África
neo Oriente
Oriente
Medio CHINA
Sahara Trópico de Cáncer
Arabia INDIA
Á F R I CA OCÉANO
Sudeste
Asiático PACÍFICO
Su

África
Áf aha

Ecuador
bs

Oriental
ric ria

OCÉANO
a na

ÍNDICO
Trópico de Capricornio
África
del Sur AUSTRALIA

ANTÍPODAS

Círculo Polar Ártico

ANTÁRTIDA

Proyección de Miller;
las fronteras actuales se indican como referencia
Prefacio

Los seres humanos sólo llevamos unos pocos cientos de generacio-


nes «haciendo» historia. Hasta entonces, durante dos o tres mil gene-
raciones, nuestros antepasados probablemente no fuesen menos inte-
ligentes e ingeniosos que nosotros (ni más estúpidos ni obtusos), pero
estaban ocupados en otros menesteres. Este libro trata de por qué
cambiaron de actitud y con qué consecuencias.
Existen como mínimo dos poderosas razones para no escribir un
libro sobre historia. La primera es que hay muchísima. Quizás en tér-
minos biológicos unos pocos cientos de generaciones no sean mucho
tiempo, pero cuando se trata de la raza humana suponen un volu-
men asombroso de cambio cultural. Nuestras actividades, además,
abarcan varios continentes. El resultado es que la información que
poseemos sobre nuestro pasado es tan ingente que llena bibliote-
cas. Nadie puede aspirar a conocerlo todo, no digamos ya a transmi-
tir siquiera lo esencial de ese conocimiento en un solo libro.
La segunda razón es que hay poquísima. La mayor parte de la
historia «hecha» por nuestros antepasados se ha perdido sin reme-
dio. A pesar de la fruición con que los humanos siembran el pla-
neta de huesos, trozos de cerámica, residuos atómicos, crónicas y
demás, lo cierto es que nuestra historia, en su mayor parte, es mate-
ria oscura, y la que no lo es suele resultar demasiado fragmentaria
e indefinida como para que valga la pena dedicarle mucha aten-
ción. Considérense, por ejemplo, los tres objetos de arcilla de la
figura 1. Constituyen una pequeña parte de los desechos que nos

13
una breve historia de la humanidad

Figura 1. Tres objetos de la antigua Grecia.

legaron los antiguos griegos, que debieron de fabricarlos para algo;


pero la pregunta es: ¿para qué?
El resultado es que el libro que el lector tiene en sus manos es
deliberadamente selectivo e involuntariamente incompleto. Como
dijo Voltaire en alguna parte, «el secreto de ser aburrido es decirlo
todo», y ésta es una trampa en la que, cuando menos, he evitado
caer. Ni que decir tiene que entre simplificar demasiado las cosas
como para que resulten informativas y complicarlas demasiado como
para que puedan asimilarse sólo hay un paso. Espero no haberlo dado
en ninguno de los dos sentidos, aunque eso tendrá que dictaminar-
lo el lector. Si mi libro, personalmente, no le sirve, siempre podrá
recurrir a cualquier otro que adopte un enfoque diferente.
Debo subrayar que, en última instancia, este libro persigue un obje-
tivo de lo más modesto. Lo único que pretende es transmitir al lec-
tor atento una impresión general del perfil de la historia de la huma-
nidad y una noción de algunos de sus aspectos más interesantes. Con
esto quiero decir que no dispongo de una Gran Teoría Unificada de
la historia que ofrecer a nadie, lo cual, por otra parte, tal vez no supon-
ga una pérdida tan incalculable, toda vez que, si de verdad tuviese
semejante teoría, casi con toda probabilidad sería errónea. Lo que sí
tengo son ideas. Algunas son ideas que otros historiadores ya han divul-

14
prefacio

gado; otras son de mi cosecha y han permanecido inéditas hasta aho-


ra. En cualquier caso, no se trata de ideas que se sostengan o se ven-
gan abajo en bloque; es bastante probable que algunas estén equivo-
cadas, pero también es muy posible que otras sean correctas.
Una simple ojeada al sumario da una idea de la estructura del
libro. En particular, salta a la vista que, según este libro, la historia
del mundo no consiste en una historia moderna precedida de un bre-
ve prólogo. Reconozco que en mi pensamiento existe un componen-
te del tipo «cómo hemos llegado hasta aquí», aunque sólo sea por-
que no tengo ni idea de adónde llegaremos en el futuro. Así y todo,
he procurado resistir la vana pretensión de hacer del presente el cen-
tro cronológico del universo.
Lo que tal vez no quede tan claro con una simple ojeada al suma-
rio es la configuración de los capítulos. Todos comienzan con un apar-
tado de cierta extensión que ofrece una visión de conjunto interrum-
pida de vez en cuando por unos pocos epígrafes. A continuación
vienen dos apartados más cortos con un enfoque mucho más res-
tringido. Son análisis en primer plano. El segundo apartado suele
abordar un tema concreto, mientras que el tercero se centra en algún
objeto determinado, en muchos casos como los que vemos en los
museos, aunque no siempre. A la hora de seleccionar estos «prime-
ros planos» he tendido a escoger temas que, personalmente, me pare-
cían interesantes o significativos; ningún otro historiador que siguie-
se el mismo método escogería los mismos temas. Algunos de estos
apartados abordan la cuestión de cómo sabemos lo que creemos saber
acerca del pasado. Otros seleccionan rasgos característicos, y en oca-
siones extravagantes, de las culturas analizadas, o bien examinan las
creaciones de que son capaces aquellas culturas que tienen acceso a
su pasado más remoto. También he utilizado algunos de estos apar-
tados para restablecer el equilibrio a favor de algunos temas que no
reciben un tratamiento equitativo en el primer apartado del capítu-
lo. Aquí las mujeres desempeñan un papel relevante, y también la
ciencia (por partida doble: como actividad de sociedades pretéritas
y como fuente de información acerca de las mismas).
La primera vez que me vi enseñando un curso de aproximación
a la historia universal fue en la Escuela de Estudios Orientales y
Africanos (SOAS) de Londres a finales de los años setenta y comien-

15
una breve historia de la humanidad

zos de los ochenta. La asignatura trataba del Asia y el África premo-


dernas; mi colega Colin Heywood se hacía cargo de la historia de Asia
desde el siglo iii d. C. y yo me ocupaba del resto. El interés que ten-
go por muchos de los asuntos abordados en este libro data de esa épo-
ca, así como varias de mis ideas a propósito de los mismos. Después
me trasladé a Princeton y no retomé el tema hasta finales de los noven-
ta, cuando la lectura del libro Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond,
reavivó mi interés por esa vieja cuestión. Fue entonces cuando impar-
tí un curso sobre historia universal a pequeños grupos de universita-
rios de Princeton y, gracias a ellos, volví a meterme de lleno en el asun-
to; sus perspicaces opiniones y argumentos han influido en mis ideas
sobre el tema.
Pero mal explica todo esto por qué habría de escribir un libro. No
quiero que nadie piense que soy el típico catedrático incapaz de impar-
tir su asignatura sin proclamarlo a los cuatro vientos. Tal vez hubo un
par de factores cruciales que me empujaron a dar un paso tan tenta-
dor. En primer lugar, en 2000 finalmente publiqué una monografía
de setecientas páginas, minuciosamente anotada, sobre un tema de
mi especialidad en el que llevaba quince años trabajando. Esto me
dejó tiempo libre para escribir sobre algo diferente y al mismo tiem-
po me liberó de cualquier sentimiento de obligación hacia mi espe-
cialidad. En segundo lugar, llevaba mucho tiempo hablando a Steve
Forman, al que conocí gracias a Robert Winowsky, de un libro de
historia islámica que tal vez un día escriba para la editorial Norton.
Cuando le mencioné mis clases de historia universal me sugirió que
escribiese un libro sobre el tema. Helo aquí.

Un comentario sobre las convenciones empleadas en el texto

Para aclarar si una fecha pertenece o no a nuestra era, he recurrido


a las expresiones tradicionales «a. C.» y «d. C.». Con esto no estoy afir-
mando el estatus mesiánico ni divino de Jesús de Nazaret, de la mis-
ma manera que al decir «enero» o «miércoles» no estoy rindiendo
culto a los dioses romanos Jano y Mercurio. El hecho de que, hoy en
día, la era más usada en el mundo sea históricamente cristiana dice
algo sobre la trayectoria de la historia universal, por más que dicha

16
prefacio

trayectoria no sea motivo de júbilo para todo el mundo. Pero tratar


de reparar los agravios históricos con eufemismos se me antoja, en
el mejor de los casos, una vana pretensión.
A la hora de transcribir nombres y términos chinos he utilizado
el sistema Wade-Giles en lugar del Pinyin. Aunque recientemente un
eminente sinólogo ha calificado de abominables ambos sistemas, me
he decantado por el Wade-Giles porque la pronunciación (inco-
rrecta) que suscita en un lector medio es significativamente menos
mala que la que provoca la transcripción Pinyin.
He usado la palabra «agricultura» como término general para
designar tanto el cultivo de plantas (agricultura propiamente dicha)
como la cría y cuidado de animales domésticos (principalmente
pastoreo). No estoy del todo satisfecho con el término, pero es que
la expresión «producción de alimentos», más precisa aunque poco
elegante, no ha terminado de imponerse.

Quiero dar las gracias, por sus comentarios críticos y sugerencias, a


Patricia Crone, que tuvo a bien leerse el manuscrito, y a William
Everdell y John E. Willis Jr., que hicieron lo propio para Norton. Los
comentarios de mis hijos Simon y Richard también me han sido de
gran provecho. David Shulman me ayudó en temas del sur de la India
y Svat Soucek me echó una mano con un texto en ruso arcaico. Durante
todos estos años muchas personas han debido de contarme o darme
cosas que han terminado figurando en este libro; entre ellas están,
como mínimo, John Brinkman, Michael Doran, Oleg Grabar, Kenneth
Mills, Stephennie Mulder y Frank Stewart. Şükrü Hanioǧlu, Giovanna
Cesarani, Zilan Shen y Leon Zhu me brindaron ayuda práctica con
algunas de las ilustraciones. Sarah England se enfrentó con energía,
precisión y buen humor a un sinfín de problemas relacionados con
los mapas e ilustraciones. La amabilidad del personal del museo de
arte de la universidad de Princeton y, en particular, de Michael Padgett,
también me sirvió de gran ayuda, pues gracias a ellos pude dar una
serie de clases durante las cuales mis alumnos y yo tuvimos ocasión de
manipular artefactos de las culturas que estábamos estudiando. Me
alegra poder decir que no simulamos los estragos del tiempo rom-
piendo ninguna de esas piezas.

17
Primera parte
¿Por qué la
historia es como es?
1

El trasfondo
paleolítico

1. ¿Por qué la historia ocurrió cuando ocurrió?

La figura 2 es una fotografía que apareció en 2001 en el New York


Times. A menos que el lector sepa más de lo que indica el pie de foto,
no es que se trate de una imagen muy fascinante que digamos,
pero merece la pena contemplarla como un registro de cierta acti-
vidad humana. No es difícil identificar el carácter general de la esce-
na. Unas personas, supongo que arqueólogos, deben de haber exca-
vado poco tiempo antes las ruinas de unos antiguos edificios de
piedra construidos por otras personas que en su día vivieron allí (y
que, supongo, no eran arqueólogos). Sin embargo, ir más allá de
esta descripción de ruinas genéricas excavadas por arqueólogos gené-
ricos ya es más problemático. Por ejemplo, si el lector se pregunta
dónde se encuentran esas ruinas, las probabilidades de que acierte
siquiera el continente no son más de una entre seis. De hecho, el
único continente que puede descartar sin vacilar es la Antártida.
Esta incertidumbre geográfica resulta en sí misma interesante y
volveremos a ocuparnos de ella en otro capítulo. Pero de momen-
to vamos a centrarnos en la pregunta de cuándo pudieron construir-
se esos muros. Estamos en las mismas. Podemos suponer que las rui-
nas deben de tener al menos uno o dos siglos de antigüedad, o de
lo contrario no estarían tan deterioradas y los arqueólogos no se
habrían molestado en excavarlas; además, no se ven indicios de nin-
gún método de construcción moderno. Pero, ¿cuál podría ser la

21
una breve historia de la humanidad

Figura 2. Ruinas recién excavadas.

antigüedad máxima de esas ruinas? Si el lector posee una noción


general de la cronología del pasado de la humanidad, estará razo-
nablemente seguro de que no pueden tener más de diez mil años y
de que, dentro de ese periodo, es más probable que daten de los
últimos milenios que de los primeros. Como datación, se antoja
sumamente imprecisa.
La imprecisión, sin embargo, es cuestión de perspectiva. El ori-
gen de los humanos modernos (en el sentido de individuos anató-
micamente indistinguibles de nosotros) se remonta a sus buenos
130.000 años y puede que considerablemente más. En este contex-
to, una datación que fije la antigüedad de las ruinas en los últimos
10.000 años resulta de una precisión sorprendente; a fin de cuen-
tas, 10.000 años no son más que unos pocos cientos de generacio-
nes. Entonces, ¿por qué tardaron tanto los humanos en decidirse a
construir algo tan simple como un edificio con muros de piedra?
¿Por qué habría de resultar extraordinario el hecho de que esas
ruinas resultasen tener, pongamos, 30.000 años de antigüedad?
La construcción de muros de piedra no constituye en sí misma un
tema central de este libro. Tan sólo la he utilizado como indicador
indirecto de una gama mucho más amplia de actividades humanas
que cabe sintetizar en la expresión «hacer historia». Según la defini-
ción convencional, historia es el segmento del pasado humano acce-
sible mediante fuentes escritas; según este criterio, la historia ape-
nas cuenta 5.000 años. No se trata de una definición fútil. Teniendo

22
el trasfondo paleolítico

en cuenta del papel primordial del lenguaje en las culturas humanas,


la posibilidad o imposibilidad de estudiar a los seres humanos del
pasado a partir de lo que ellos mismos dijeron supone una diferen-
cia enorme; y teniendo en cuenta la utilidad potencial de la escritu-
ra en una sociedad humana, el hecho de que esos humanos poseye-
sen o no ese instrumento fundamental de tecnología de la información
también reviste una importancia considerable. Sin embargo, comen-
zar el estudio de la historia hace cinco mil años supone irrumpir
en mitad de una trayectoria de rápidos cambios culturales que ya
se habían iniciado otros cinco mil años antes con el surgimiento de
la agricultura y la ganadería. En este sentido, los últimos diez mil
años forman un segmento bien definido del pasado humano que con-
trasta nítidamente con el periodo precedente, mucho más prolonga-
do, en el que la caza y la recolección eran el único modo de vida prac-
ticado por el ser humano. Así pues, por comodidad, vamos a llamar
«historia» a estos últimos 10.000 años del pasado de la humanidad.
Ahora podemos sustituir nuestra pregunta sobre los muros en ruinas
por el interrogante que encabeza este apartado: ¿por qué la historia
ocurrió cuando ocurrió? ¿Por qué está toda ella embutida en los
últimos 10.000 años?
Una pregunta simple se merece una respuesta simple y puede que
ésta sea una de las contadas ocasiones en que se obtiene. La figura 3
muestra los resultados de la perforación de un núcleo de hielo rea-
lizada en Groenlandia a comienzos de la década de 1990. El hielo
más antiguo se remonta a 250.000 años atrás (en el extremo dere-
cho), el más nuevo nos trae virtualmente al presente (en el extremo
izquierdo). Como el hielo adelgaza con el tiempo, las épocas más
recientes ofrecen una mayor definición; por eso, en términos cro-
nológicos, la escala se agranda en la parte izquierda. Lo que mues-
tran los datos es la variación de una proporción entre dos isótopos
de oxígeno distintos. Esta proporción nos interesa por cuanto sirve
como sustituto de la temperatura: hacia arriba significa más calien-
te; hacia abajo, más frío. Los datos extraídos de otras fuentes nos per-
miten suponer con bastantes garantías que estas oscilaciones de tem-
peratura expresan algo acerca de los cambios climáticos a nivel global
(no sólo de las condiciones particulares de Groenlandia). Así pues,
¿qué podemos ver aquí, aparte de un zigzag interminable?

23
una breve historia de la humanidad

–1

–2

–3

–4

–5

–6

–7

–8

–9
Tiempo
Ahora
0–

500 –

1.000 –
Profundidad

Figura 3. Datos del núcleo de hielo de Groenlandia. El Holoceno.


Derecha: antes del Holoceno, incluidos la última glaciación y
el Eemian. Tiempo medido en miles de años y profundidad
medida en metros.

En realidad basta con que nos fijemos en dos elementos que, com-
binados, responden en buena medida a nuestra pregunta. El prime-
ro es que los últimos 10.000 años –el periodo que los geólogos lla-
man Holoceno– han sido excepcionalmente cálidos. Para encontrar
un periodo comparable en el bajo Pleistoceno, la época geológica
anterior al Holoceno, tendríamos que remontarnos al periodo
Eemian, es decir, unos 120.000 años atrás. En realidad, se trata de
un fenómeno bastante típico dentro del régimen climático del últi-
mo millón de años: cada 100.000 años más o menos tiene lugar un
periodo cálido relativamente breve. El segundo elemento es que el
Holoceno se ha visto privilegiado en otro sentido: su extraordinaria
estabilidad climática. Compárense las suaves oscilaciones de la izquier-
da con las violentas sacudidas de la derecha. (De hecho, si nos fija-
mos, el Eemian parece consistir en una serie de picos y valles res-
pectivamente mucho más fríos y más calientes que cualquiera de los
valores experimentados durante el Holoceno; estos datos, no obstan-
te, se han puesto en duda.) Así pues, el Holoceno es un periodo
fuera de lo común. No ha habido nada semejante en los últimos
100.000 años, es decir, prácticamente todo el periodo durante el
que ha existido el moderno ser humano.

24
el trasfondo paleolítico
Tiempo

– 100

– 120
– 150
– 200
– 12

– 14

– 16
– 18
– 20

– 25

– 30

– 35
– 40

– 50

– 60
– 70
– 80
– 11

Más
EEMIAN calor
1.500 –

2.000 –

2.500 –

3.000 –
Más
frío

La historia, según la definimos más arriba, encaja perfectamente


en el cálido y estable nicho climático del Holoceno. Esta asociación
no tiene nada de misteriosa. No habría sido muy divertido ponerse a
hacer historia durante un periodo glacial, que es prácticamente todo
lo que hubo entre el Eemian y el Holoceno, y antes del Eemian. Más
concretamente, la historia humana se basa en la actividad agrope-
cuaria, luego parece lógico suponer que el desarrollo y mantenimien-
to de dicha actividad habría sido muy difícil, por no decir imposible,
bajo unas condiciones climáticas globales que no fuesen cálidas y esta-
bles; de hecho, aún no se ha encontrado un solo rastro de actividad
agrícola en el Pleistoceno. El Holoceno, pues, fue una puerta abier-
ta para el inicio de la historia. Si esto es correcto, no hay motivos
para preguntarse por qué los humanos tardaron tanto en ponerse a
«hacer historia»; si dejamos a un lado el Eemian, parece evidente que
el ser humano se abalanzó hacia esa puerta en cuanto la vio abierta.
Esto ya responde en buena medida a nuestra pregunta. Pero toda-
vía necesitamos algo más, pues la puerta del Holoceno podría haber-
se abierto y vuelto a cerrar sin que hubiese nadie preparado para fran-
quearla. Al fin y al cabo, las especies más cercanas al ser humano
–chimpancés, gorilas, gibones, orangutanes– no respondieron al
Holoceno con el desarrollo de la agricultura; nosotros sí que lo hici-
mos, y con extraordinarias consecuencias. Una respuesta seria a la
pregunta de por qué obramos de manera diferente nos llevaría muy
lejos. Pero ciertas características generales de los humanos moder-
nos pueden ayudar a explicar su reacción al Holoceno.

25
una breve historia de la humanidad

La afirmación formulada anteriormente según la cual los indivi-


duos anatómicamente indistinguibles de nosotros datan de hace
130.000 años o más, se fundamenta en los fósiles. Por regla general,
los fósiles revelan rasgos anatómicos en bruto, sobre todo relativos a
los huesos. Un tipo de evidencia diferente acerca de los humanos pri-
mitivos nos la brinda la arqueología, que se dedica a desenterrar los
artefactos fabricados por aquéllos. Más adelante, en este mismo capí-
tulo, echaremos un vistazo a algunos de esos artefactos. Ahora lo que
importa es la cuestión cronológica. Si nos guiamos por el registro
arqueológico, no existen motivos para fijar la aparición de los huma-
nos modernos –modernos desde el punto de vista de su comporta-
miento, con capacidades innatas que podemos asemejar a las nues-
tras– en una fecha tan lejana como hace 130.000 años; 50.000 sería
más correcto. La conciliación de unas dataciones tan dispares cons-
tituye un serio problema para el estudio de la evolución humana. O
bien los humanos anatómicamente modernos del pasado poseían las
mismas capacidades que nosotros, pero no las aplicaron de forma
que dejasen vestigios arqueológicos significativos hasta hace 50.000
años; o bien los humanos modernos, en el sentido anterior, de los
últimos 50.000 años fueron el resultado de un cambio biológico –tal
vez vinculado a algún estadio de la evolución del lenguaje– que no
dejó rastro en el registro fósil. (La prehistoria del lenguaje es una
de las lagunas más frustrantes en nuestro conocimiento de los orí-
genes de nuestra especie.) Por suerte, a los efectos de este libro bas-
ta con identificar el problema, no tenemos que solucionarlo.
En lugar de eso, vamos a centrarnos en los rasgos distintivos del
registro arqueológico de esos humanos que desde el punto de vista
de su comportamiento ya eran modernos. No se trata tan sólo de que
su cultura parezca haber sido considerablemente más rica que cual-
quier manifestación anterior; contamos, es harto conocido, con ejem-
plos evidentes de sofisticación artística gracias a pinturas rupestres
de más de 20.000 años de antigüedad halladas en lugares tan distan-
tes entre sí como Europa, Sudáfrica y Australia. También tenemos
pruebas de una diversidad cultural inédita: artefactos que muestran
una variación cultural sin precedentes tanto en el espacio como en
el tiempo, una cuestión a la que volveremos más adelante, en este
mismo capítulo. Por consiguiente, lo que podemos observar, sobre

26
el trasfondo paleolítico

el telón de fondo del registro arqueológico anterior, no es más cul-


tura a secas, sino una capacidad bien desarrollada para el cambio cul-
tural. Es fácil ver por qué este atributo pudo ser una adaptación en
un periodo de violentas oscilaciones climáticas; la agilidad cultural
es una forma de responder a cambios medioambientales bruscos. Esta
misma agilidad tuvo una importancia fundamental en la respuesta
humana al Holoceno.
Así pues, he aquí una respuesta convincente a una pregunta bási-
ca sobre la historia, la pregunta de por qué empezó cuando empe-
zó. Por un lado, el Holoceno supuso una oportunidad excepcional,
tal vez única e irrepetible, para los humanos modernos. Por otro,
estos humanos poseían una agilidad cultural también única con la
que responder a dicha oportunidad.

2. La genética y los orígenes de la raza humana

El extraordinario erudito musulmán Tabari (muerto en 923 d. C.)


nos dejó una colosal historia del mundo tal y como él lo conoció.
Como de costumbre, lo único que hizo fue citar fuentes anteriores,
pero al comienzo de su obra formula un significativo postulado meto-
dológico de su cosecha: «Ningún conocimiento de la historia de los
hombres del pasado y de los hombres y acontecimientos recientes
podrán alcanzar quienes no los observaron en persona ni vivieron en
tales épocas, excepto mediante la información y transmisión sumi-
nistrada por informantes y transmisores». Por si alguien no lo ha cap-
tado, Tabari añade que «este conocimiento no puede obtenerse a tra-
vés de la razón ni inferirse mediante procesos mentales». Por lo que
respecta a la mayor parte de la historia humana, Tabari tiene razón
las más de las veces. Pero en épocas recientes hemos empezado a
hacer un uso extensivo de varios tipos de pruebas no documentales,
unas veces como complemento a los textos y otras para suplir su inexis-
tencia. Así, en la sección precedente, para la cual no disponemos de
testimonios textuales de ninguna clase, la discusión estaba domina-
da por dos tipos de pruebas que Tabari no conocía o pasaba por
alto: fósiles y artefactos. A estos dos tipos ha venido a sumarse en los
últimos años un tercero con el que Tabari difícilmente habría podi-

27
una breve historia de la humanidad

do ni tan siquiera soñar: la genética. La extraordinaria información


que nos aporta la genética reclama un análisis más detenido. Sin
embargo, antes de ocuparnos de los resultados de esos estudios gené-
ticos, sería bueno repasar algunos de los conceptos básicos que se
manejan en este ámbito.
El elemento fundamental del genoma humano es un conjunto de
instrucciones para construir y hacer funcionar el cuerpo. Estas ins-
trucciones consisten en unas decenas de miles de genes. Los genes
están inscritos en lo que se conoce como código genético, un alfa-
beto bioquímico de cuatro letras de las cuales tres forman una pala-
bra; el medio en que el mensaje está escrito es una sustancia bioquí-
mica sobradamente conocida: el ADN. Este material, a su vez, está
ensamblado en forma de veintitrés cromosomas, de los cuales exis-
ten dos conjuntos en el núcleo de todas y cada una de las células del
cuerpo humano. Una transcripción completa del genoma de un ser
humano, tal y como se halla presente en cualquiera de sus células,
llenaría una pequeña biblioteca. Sin embargo, por extraño que parez-
ca, se ha determinado que el 99 por ciento de todo ese texto carece
de importancia funcional; este material sin función alguna se cono-
ce como ADN basura. El texto restante, la parte que realmente impor-
ta, podría llenar una enciclopedia. No es necesario que nos preocu-
pemos de cómo se ejecutan esas instrucciones; lo que nos interesa,
a efectos de este análisis, es que el genoma es hereditario. Más con-
cretamente, nuestro genoma está compuesto, de un modo bastante
aleatorio, de algunos segmentos heredados del genoma de nuestra
madre y de otros del de nuestro padre. Al menos así es en general,
aunque más adelante, tanto en éste como en otros capítulos, nos ocu-
paremos de dos excepciones a este carácter aleatorio. Una excepción
es el cromosoma Y, responsable del sexo masculino; sólo un macho
puede tenerlo, necesariamente heredado de su padre, y así, remon-
tándose en el pasado, hasta Adán. La otra es el llamado ADN mito-
condrial. Las mitocondrias son orgánulos presentes en un número
considerable en el exterior del núcleo de las células; podría parecer
que se han originado como organismos diferentes, pero han estado
viviendo simbióticamente dentro de células antecesoras de las nues-
tras durante los últimos mil millones de años más o menos. Un ves-
tigio de este origen independiente radica en el hecho de que conser-

28
el trasfondo paleolítico

van parte de su propio ADN. Lo que aquí nos importa es que los
humanos heredamos nuestro ADN mitocondrial de nuestras madres
que, a su vez, lo heredaron de sus madres, y así hasta Eva.
Una cosa que por fuerza ha de suceder cuando se hereda ADN
es que se copie. Todos tenemos experiencia en copiado de textos;
sabemos que da lugar a errores y que cuantas más copias se hacen,
más errores se van acumulando. Algunos de estos errores pueden ser
catastróficos, otros no pasan de un ligero engorro, y otros no tienen
la más mínima importancia. En el caso del ADN, los errores de copia-
do se llaman mutaciones. La inmensa mayoría de mutaciones no revis-
ten importancia toda vez que afectan al ADN basura (mientras que
las mutaciones en los genes pueden causar dolencias desagradables
como la fibrosis cística). Pero esas mutaciones sin importancia pue-
den venirnos muy bien para nuestros propósitos históricos por cuan-
to simplemente se transmiten; no existe ninguna selección natural
que actúe a su favor ni en su contra.
Por lo general, el ADN se deteriora rápidamente en cuanto deja
de formar parte de una célula viva. Esto significa que, en líneas gene-
rales, sólo se puede estudiar el ADN de los seres vivos o de los que
hayan muerto hace poco siempre que su ADN se haya conservado
en condiciones favorables. El ADN de los seres humanos actuales se
puede, por tanto, conseguir sin problemas, así como el de otras espe-
cies vivas más o menos relacionadas con nosotros. Pero una muestra
de ADN utilizable de más de mil años de antigüedad es algo fuera
de lo común. Curiosamente, en la actualidad poseemos no menos de
tres muestras del ADN mitocondrial de los neandertales, los huma-
nos premodernos que vivieron en Europa hace entre 130.000 y 30.000
años más o menos. Sin embargo, no tenemos muestras cien por cien
seguras de la misma época; y de homínidos anteriores, absoluta-
mente nada.
Entonces, ¿cómo es que dichas mutaciones nos permiten recons-
truir el pasado? En lugar de intentar captar esta idea en un plano
abstracto, enfoquemos directamente la cuestión que esas mismas muta-
ciones iluminan: los orígenes de la raza humana. En las últimas déca-
das ha tenido lugar una encendida polémica a propósito de este asun-
to. Según uno de los bandos, el origen de los humanos modernos es
multirregional, esto es: el proceso mediante el cual surgimos consis-

29
una breve historia de la humanidad

tió en que una amplia variedad de homínidos premodernos evolucio-


naron en la misma dirección. Según el bando opuesto, los humanos
modernos evolucionaron en un único sitio (algún lugar de África) y
desde allí se extendieron por el resto del mundo, reemplazando pau-
latinamente a homínidos más antiguos (tales como los neandertales).
La controversia ha girado en torno a las pruebas fósiles pero éstas no
han bastado para zanjarla. En la década de 1980 se iniciaron impor-
tantes estudios genéticos que a estas alturas parecen haber demos-
trado que la tesis correcta es la del origen africano del hombre.
Podemos resumir los resultados de dichos estudios en tres puntos fun-
damentales.
En primer lugar, resulta que desde el punto de visto genético la
raza humana es extraordinariamente homogénea. Esto quiere decir
que genéticamente somos mucho más parecidos que las diversas espe-
cies de simios con las que estamos más estrechamente emparentados.
En el mundo actual esta conclusión es políticamente bienvenida: sig-
nifica que si alguien es racista, en el sentido de que le gustaría ver
profundas divisiones genéticas dentro de nuestra especie, más le
valdría haber nacido chimpancé (una especie dentro de la cual los
zoólogos identifican nítidamente tres subespecies distintas). Pero el
carácter benigno de este hallazgo no debería distraernos de su inte-
rés. Las cosas no tenían por qué haber sido necesariamente así; el
hecho de que lo hayan sido debe de indicar algo acerca de nuestro
pasado, a saber: que, evidentemente, el origen de la raza humana es
demasiado reciente para que se hayan acumulado las suficientes muta-
ciones como para que seamos tan diferentes entre nosotros como los
chimpancés.
En segundo lugar, los estudios genéticos ayudan a cuantificar la
palabra «reciente». Lo importante aquí es calcular cuánto debieron
de tardar en acumularse las mutaciones observadas. Esto, por supues-
to, implica cuestiones de calibrado y método estadístico que debe-
mos pasar por alto. Hasta el momento las respuestas varían notable-
mente, pero en su mayor parte se encuentran entre 50.000 y 20.000
años atrás. El dato ofrece cierto consuelo por cuanto indica que las
cifras basadas en fósiles y artefactos que estábamos manejando son
correctas. Pero resulta frustrante ya que no nos ayuda a determinar
si la raza humana tal y como existe en la actualidad lleva 130.000 mil

30
el trasfondo paleolítico

años divergiendo genéticamente (como sin duda habría que concluir


si los humanos de esa época ya fuesen plenamente modernos) o tan
sólo 50.000 (si los humanos plenamente modernos no hubiesen apa-
recido hasta esa fecha).
En tercer lugar, las pruebas genéticas apuntan cada vez con mayor
seguridad al continente africano como cuna de la raza humana. Lo
que aquí entra en juego es un principio muy general aplicable a cual-
quier cosa (una especie, un lenguaje, una práctica cultural) que sur-
ja en una región, se extienda a otras y sufra mutaciones a lo largo del
tiempo. Si no intervienen otros factores, un fenómeno de ese tipo
debería estar más diferenciado en su lugar de origen primitivo, por
la sencilla razón de que es allí donde ha permanecido más tiempo;
por el contrario, debería estar menos diferenciado en la región adon-
de se haya propagado más recientemente, pues es muy probable que
haya llegado allí en una forma particular que aún no habrá tenido
mucho tiempo de fragmentarse en variedades distintas. Ahora bien,
los estudios de ADN mitocondrial demuestran que las poblaciones
africanas son efectivamente las más distintas, tanto entre sí como, en
general, respecto de otras poblaciones no africanas. La interpretación
más simple y evidente de estos resultados es que la raza humana se
originó y empezó a diferenciarse en África, y sólo se extendió por el
resto del mundo en una fase considerablemente posterior.
Esto nos plantea una pregunta muy obvia que se sale del terreno
de la genética: ¿por qué en África? La cuestión es más enjundiosa de
lo que parece. Tenemos sobradas razones para pensar que África fue
la cuna no sólo de los humanos modernos sino de todo el linaje de
homínidos que con el tiempo derivó en aquéllos; en efecto, no hay
un solo hecho crucial de la evolución de los homínidos en los últimos
millones de años que podamos situar con ciertas garantías fuera de
África. Así pues, ¿qué tenía África de especial? Es bastante fácil elimi-
nar las dos Américas y Australia de la competición: no albergaban
simio alguno y los primeros homínidos que las poblaron ya eran huma-
nos modernos. Pero, ¿por qué África y no Europa ni Asia, habida cuen-
ta de que en las tres regiones existían simios?
Una respuesta cabal a este interrogante excedería los límites de
este libro, pero merece la pena hacer una observación general. Áfri-
ca abunda en trópicos. El dato es importante porque es en los trópi-

31
una breve historia de la humanidad

cos donde el aporte de energía solar es mayor. Así, la más alta den-
sidad de especies de todo el planeta se registra alrededor del Ecuador;
según nos desplazamos al norte o sur de los trópicos, el número de
especies disminuye de manera espectacular. El resultado es que, si no
median otros factores, la aparición de nuevas especies es considera-
blemente más probable en los trópicos que en cualquier otro lugar.
Esto a su vez suscita otro interrogante que habremos de abordar
más adelante: ¿por qué el destacado papel que los trópicos desem-
peñaron en la gestación de la raza humana no se dejó sentir duran-
te el desarrollo histórico? De momento volvamos a ocuparnos de algu-
nos vestigios del pasado humano que, a diferencia del ADN, son
apreciables a simple vista.

3. Útiles de piedra

Si el interés por los humanos primitivos nos lleva hasta un museo,


casi todo lo que encontraremos allí serán útiles de piedra. No en
vano los homínidos pasaron dos millones y medio de años fabrican-
do y empleando dichas herramientas; sólo en los últimos milenios
recurrieron al metal. El periodo comprendido entre la primera
aparición de útiles de piedra y la primera aparición de útiles de metal
se conoce como Edad de Piedra (el término fue acuñado por un
director de museo danés en la década de 1830, junto con los térmi-
nos Edad de Bronce y Edad de Hierro). Pero esta terminología ado-
lece de rigidez y exige subdivisiones. Así que primero separamos la
Vieja Edad de Piedra, o Paleolítico, de la Nueva Edad de Piedra, o
Neolítico (lithos significa «piedra» en griego); el límite entre ambos
viene dado por la aparición de la agricultura y la ganadería, lo que
en Oriente Próximo significa aproximadamente hace 10.000 años.
Después subdividimos el Paleolítico en Inferior, Medio y Superior.
El Paleolítico Superior es nuestro foco de interés en este capítulo,
que abarca el periodo comprendido entre la aparición definitiva del
comportamiento humano moderno hace unos 50.000 años y el sur-
gimiento de la agricultura.
Esta terminología de edades de piedra es práctica pero hay que
matizarla. Una objeción obvia es que en los últimos miles de años no

32
el trasfondo paleolítico

hemos abandonado por completo la fabricación y empleo de útiles


de piedra, ni siquiera en la época contemporánea; en Oriente Próximo,
por ejemplo, se seguían usando en el siglo xx para diversos fines, des-
de cortarse las uñas de los pies hasta cortar cordones umbilicales.
Un problema no tan obvio es que parece poco probable que los úti-
les de piedra sean representativos del arsenal de herramientas de las
sociedades de la Edad de Piedra; simplemente son lo que mejor resis-
te el paso del tiempo. Las más de las veces, la mayoría de las herra-
mientas probablemente fuesen de madera, pero las condiciones
que conservaron una lanza de madera de 300.000 años de antigüe-
dad en Clacton, Inglaterra, son una excepción. Con todo, podemos
estar seguros de que los útiles de piedra constituían, como mínimo,
una parte importante del equipo instrumental de las sociedades
que los empleaban: la fabricación de útiles de piedra es un trabajo
arduo y difícilmente se habrían dedicado a ello nuestros antepasa-
dos si no les hubiese reportado una recompensa considerable.
Para hacer una herramienta de piedra lo primero que hace fal-
ta es escoger el tipo de piedra adecuado: dura, de grano fino e iso-
trópica (esto es, que no tienda a partirse en unos planos más que
en otros). Lo mejor, en general, es que la roca sea de tipo ígneo; el
sílex suele dar buen resultado, pero en modo alguno constituye la
única posibilidad. Lo siguiente que hay que hacer es golpear la pie-
dra para arrancar pedazos susceptibles de ser trabajados. La figura
4 muestra un modo de hacer eso, según lo observado en una cultu-
ra literalmente neolítica de Nueva Guinea. El individuo de la foto-
grafía está utilizando la piedra que sostiene entre las manos como
martillo para arrancar lascas de la roca situada entre sus pies. Esta
postura presenta la ventaja de que las lascas y demás cascajos que
se desprendan de la roca tenderán a salir volando detrás del hom-
bre; la fabricación de útiles de piedra es un trabajo peligroso, sobre
todo si una esquirla te da en un ojo. Una vez obtenidos los trozos
apropiados, el paso siguiente es darles forma. La figura 5 muestra a
unos hombres de la misma aldea de Nueva Guinea ocupados preci-
samente en esa labor: la técnica consiste básicamente en sujetar la
lasca con la mano izquierda y golpearla con otra piedra agarrada
con la derecha. Como cabe suponer, se requiere mucha práctica para
hacerlo bien.

33
una breve historia de la humanidad

Figura 4. Nativo de Nueva Guinea extrayendo lascas en 1990.

Las aplicaciones de los útiles de piedra no resultan en modo algu-


no evidentes para quienes ya no los empleamos. El hecho de que los
arqueólogos hayan experimentado notables dificultades a la hora
de distinguir los ejemplos más primitivos de dichos útiles de los pro-
ductos de desecho asociados con su fabricación habla por sí solo; por
otro lado, muchas de las piezas bautizadas como hachas de mano pro-
bablemente no fueron tales. Pero la observación de cazadores-reco-
lectores en años recientes ha arrojado luz sobre los fines para los que
suelen usar los útiles de piedra: para cascar frutos secos, cortar o tallar
madera, cortar carne, trabajar pieles y combatir entre sí. Esto al menos
nos da una idea de qué cosas buscar. El análisis de útiles de piedra
con microscopio a fin de determinar pautas de «microdesgaste» ha
confirmado que ya se usaban hace un millón y medio de años para
destazar carne y labrar madera. Un examen minucioso de la lanza de
Clacton demuestra que también se talló con una piedra. Y por lo
que respecta a los combates, no hace falta ser forense para interpre-
tar las piedras cortantes que de vez en cuando aparecen alojadas en
los esqueletos del Paleolítico.

34
el trasfondo paleolítico

Figura 5. Nativos de Nueva Guinea tallando


sus herramientas de piedra.

Cuando levantamos los ojos –esperemos que aún intactos– de estas


piedras, ¿qué es lo que hemos sacado en claro? Empecemos consi-
derando el fenómeno de manera global.
Lo primero a tener en cuenta es que estamos ante un empleo de
útiles exclusivo de homínidos relativamente avanzados (de miembros
del género homo, como dicen los expertos). Esto nos distingue de
nuestros antepasados más primitivos y también de nuestros primos
entre los simios. Algunos grupos de chimpancés en libertad usan pie-
dras para cascar frutos secos (como la mayoría de nosotros hemos
hecho alguna vez cuando no teníamos a mano un cascanueces); sin
embargo, no trabajan piedras con esa finalidad ni con ninguna otra.
Unos experimentos han demostrado que un chimpancé pigmeo (tam-
bién llamado bonobo) en cautividad puede aprender a hacer útiles
de piedra para cortar cuerda, si bien a un nivel muy por debajo de
los fabricados por el homínido más primitivo; pero se trata de un
comportamiento inducido por los experimentadores humanos que
no se da en libertad. De igual manera, la fabricación de útiles de

35
una breve historia de la humanidad

piedra diferencia a los homínidos más tardíos de los más antiguos:


no existe ninguna prueba concluyente de que los australopitecos,
con sus pequeños cerebros, poseyesen esa tecnología.
El segundo punto es que esta práctica exclusiva de los homíni-
dos se transmite culturalmente (como la maña de cascar frutos secos
entre los chimpancés). O, al menos, sabemos a ciencia cierta que
los humanos modernos no estamos genéticamente programados para
hacer útiles de piedra. Por lo general, en el mejor de los casos, apren-
demos a fabricarlos merced a otros humanos, y se antoja poco pro-
bable que los homínidos anteriores que también fabricaban esos uten-
silios difiriesen de nosotros a este respecto.
El tercer punto es que, a pesar de la transmisión, presumiblemen-
te cultural, de esta técnica, el archivo lítico tiende a ser extraordi-
nariamente estable hasta el Paleolítico Superior. Se observan cam-
bios y diferencias, pero casi siempre las técnicas se muestran
prácticamente invariables a lo largo de miles de kilómetros y de cien-
tos de miles de años. De ahí que las etiquetas empleadas por los
arqueólogos europeos para las culturas de esas épocas resulten tan
toscas: «achelense» abarca muchos cientos de miles de años; «mus-
teriense», muchas decenas.
En comparación, el Paleolítico Superior, como ya hemos visto,
marca el comienzo de la diversidad cultural. Esos mismos arqueólo-
gos identifican, en una rápida sucesión, las culturas auriñaciense, gra-
vetiense, solutrense y magdaleniense, cada una de las cuales no dura
más de 4.000 a 12.000 años. Así, los útiles de piedra del auriñacien-
se (de hace 40.000 a 28.000 años) son nítidamente distintos de los
del solutrense (de hace 21.000 a 16.500 años). Asimismo, las cultu-
ras de esa época ya sí varían de una región a otra. Por consiguiente,
los utensilios nos revelan la aparición en el Paleolítico Superior de
una nueva mutabilidad cultural. ¿Qué sucedió cuando esta mutabi-
lidad se combinó con la oportunidad climática brindada por el
Holoceno? Precisamente de eso trata el resto de este libro.

36
2

La revolución
neolítica

1. ¿Por qué el devenir histórico ha sido un proceso desenfrenado?

A finales del siglo xx los humanos empezamos a respetar la cultu-


ra chimpancé. Un estudio publicado en 1999 detallaba no menos
de treinta y nueve elementos de comportamiento registrados entre
chimpancés en libertad que al parecer se transmiten culturalmen-
te. Por ejemplo, como vimos en el capítulo precedente, algunas
poblaciones de chimpancés poseen una técnica para cascar frutos
secos con piedras; más concretamente, colocan el fruto en una
piedra y rompen la cáscara con otra. Los chimpancés no están gené-
ticamente programados para hacer esto; lo único que obtienen de
sus genes es la capacidad de adquirir esta maña que, por lo gene-
ral, aprenden de otros chimpancés. Datos así dejan perfectamen-
te claro que los humanos no somos los únicos animales que pose-
en cultura.
Con todo, desde un punto de vista humano, la cultura de los chim-
pancés es muy limitada. En primer lugar, no parece que la acumu-
len en un grado significativo. Por supuesto, lo que sabemos de su cul-
tura se limita a lo que observamos actualmente (la técnica chimpancé
de cascar frutos secos se describió por primera vez en 1844); sólo
podemos hacer conjeturas sobre cómo sería hace dos mil, o dos millo-
nes de años. Pero si lo que vemos en la actualidad es todo lo que
han acumulado a lo largo de un periodo indefinidamente prolon-
gado, entonces, desde nuestro punto de vista, no es gran cosa. En

37
una breve historia de la humanidad

segundo lugar, la cultura chimpancé no parece ser de ésas en las


que una cosa lleva a la otra. Los humanos domestican el caballo e
inventan la rueda; los juntan y obtienen el carro tirado por caballos;
con el tiempo sustituyen los caballos por un motor de combustión
interna y obtienen un automóvil. En la misma línea, cabría imagi-
nar a los chimpancés que cascan frutos secos sustituyendo el fruto
seco por una tercera piedra y dando forma a un utensilio de piedra;
eso es lo que hicieron ciertos homínidos, una versión un poco más
complicada de la técnica descrita en el capítulo precedente. Los chim-
pancés, sin embargo, no lo hacen y, en general, no parece que un ele-
mento de su cultura sirva de plataforma para el desarrollo de otro.
En resumidas cuentas: que la cultura chimpancé, además de no ser
acumulativa, tampoco es dinámica.
En cambio, la cultura humana, al menos potencialmente, es tanto
acumulativa como dinámica. Pero este potencial tiene pocas probabi-
lidades de llegar muy lejos si los humanos se ven obligados a llevar una
existencia simple, como suele ser el caso de los cazadores-recolecto-
res. Esto se aprecia con mayor claridad en el plano de la cultura mate-
rial. Los cazadores-recolectores suelen ser nómadas porque su modo
de explotación del entorno no es intensivo sino extensivo. Como los
viajeros sensatos de hoy, los nómadas viajan ligeros de equipaje: si
adquieres un nuevo artefacto, más te vale deshacerte de uno viejo. Al
mismo tiempo, la posesión de un arsenal cultural limitado reduce
enormemente las probabilidades de que una cosa lleve a otra. Pero
no se debe insistir demasiado en estos argumentos. Algunas pobla-
ciones de cazadores-recolectores han tenido la fortuna de habitar
nichos tan ricos que han sido capaces de abandonar el nomadismo.
Un ejemplo son los cazadores de ciervos europeos de la cultura mag-
daleniense, en los últimos milenios del Paleolítico Superior. Esto
podría guardar cierta relación con el hecho de que las últimas eta-
pas de la cultura pre-neolítica de algunas regiones parecen ser sen-
siblemente más ricas que las anteriores, hasta el punto de que los
arqueólogos, para designarlas, han creado ex profeso una categoría
intermedia: el Mesolítico. Pero en general, podemos interpretar que
los cazadores-recolectores del Paleolítico se vieron impedidos de
desarrollar todo el potencial de la cultura humana por las limita-
ciones derivadas de la relación entre su modo de vida y el medio

38
la revolución neolítica

en que habitaban (lo que tampoco significa que desarrollar dicho


potencial sea necesariamente una buena idea).

La aparición de la agricultura

Con la aparición de la agricultura se superan definitivamente esas


limitaciones y comienza el desbocado proceso de la historia. Tal vez
el porqué de este hecho no resulte evidente a simple vista. Podríamos
imaginar fácilmente un mundo en el que la agricultura surgiese, relu-
ciera y se apagase, u otro en el que cuajase pero sin propiciar ningu-
na innovación relevante; si en esos mundos hubiese arqueólogos, difí-
cilmente caerían en la tentación de enaltecer el surgimiento de la
agricultura adjudicándole el seudónimo de revolución neolítica. En
nuestro mundo, sin embargo, sí que vino a ser una revolución, y bue-
no será que entendamos por qué.
La historia comienza en Oriente Próximo, en el noveno o tal
vez décimo milenio a. C. ¿Por qué allí y por qué entonces? Los arqueó-
logos tienen mucho que decir acerca del contexto inmediato del
proceso y de las causas exactas que lo provocaron. Pero a los efec-
tos de este libro tal vez sea más útil adoptar un enfoque más amplio.
A este nivel no hace falta que nos detengamos en la pregunta «¿Por
qué entonces?» pues ya conocemos la respuesta: ha quedado claro
que estamos hablando de comienzos del Holoceno. La pregunta
«¿Por qué allí?» es más interesante. Se trata de algo tan obvio que
casi nunca se expresa verbalmente. La base de la agricultura y de la
ganadería y, por consiguiente, de todo el desarrollo histórico de
las sociedades humanas, es la hierba. Puede sonar contrario al sen-
tido común, habida cuenta de que, para la mayoría de nosotros, la
hierba no es más que el ingrediente inofensivo de nuestros parques
y jardines. Pero para captar la verdad del aserto consideremos el hecho
de que la agricultura aúna dos componentes fundamentales: el cul-
tivo de plantas aclimatadas y el cuidado de animales domésticos. Entre
las plantas, las más antiguas y, con mucho, las más importantes de
las variantes aclimatadas de hierba que conocemos son los cereales,
como el trigo y la cebada. Entre los animales, la posición análoga la
ocupan los herbívoros: las ovejas y reses de las que depende la vida

39
una breve historia de la humanidad

de los pastores. Esto explica inmediatamente por qué los trópicos se


han quedado rezagados en el devenir histórico (aún hoy día el sub-
desarrollo muestra una afinidad electiva por las regiones tropica-
les). Allí donde hay hierba la cosa marcha, y la hierba, a pesar de su
origen tropical, se da mejor en climas templados.
La hierba, desde luego, se encuentra muy extendida por todo el
mundo, y otro tanto ocurre con los animales herbívoros. Pero no
todas las especies de hierba son adecuadas para el cultivo, ni todos
los herbívoros son susceptibles de domesticación; y las especies ade-
cuadas se hallan distribuidas de manera muy desigual. Eurasia está
mucho mejor dotada en ambos apartados que el resto de las masas
terrestres del planeta; las vacas salvajes, por ejemplo, existían desde
Europa hasta China. Y dentro de Eurasia la región más privilegiada
era Oriente Próximo que, en concreto, era inusitadamente rica en
cereales de grano grande. Así pues no es de extrañar que la revolu-
ción neolítica comenzase en Oriente Próximo, más concretamente
en el Creciente Fértil, el arco de tierra cultivable que se extiende des-
de Palestina a la baja Mesopotamia.
Lo que ya no resulta tan fácil de explicar es cómo tuvo lugar esa
transición. Un dato puede servir de ayuda: hacia 10.000 a. C. exis-
tía en Palestina una población que en buena medida ya era seden-
taria: lo bastante como para que las chozas en que vivían constitu-
yesen un hábitat propicio para los ratones. Y lo que es más: uno de
los medios de supervivencia de esta población era la recolección
de semillas de hierbas silvestres, según se deduce de los aperos que
dejaron tras de sí, tales como hoces, morteros, fosos de almacenamien-
to revestidos de arcilla y cosas por el estilo. Dando por hecho que estos
recolectores tendrían la misma tendencia que nosotros a derramar
cosas, no tardarían en descubrir que sin darse cuenta habían planta-
do matas de hierbas en las inmediaciones de sus chozas. A partir de
ahí, lo que habían hecho sin darse cuenta bien podrían hacerlo deli-
beradamente. A todo esto, estarían sometiendo a la hierba a una
presión selectiva que, si bien no del todo natural, todavía no tenía
por qué ser intencionada: en el próximo epígrafe veremos un buen
ejemplo de este fenómeno. Por ahora ya estamos bien encaminados
por la senda de la domesticación. Podríamos continuar en esta línea,
pero el mensaje ya ha quedado claro: se puede contar una historia

40
la revolución neolítica

del surgimiento de la agricultura con ciertas garantías de verosimi-


litud, pero eso no quiere decir que sepamos a ciencia cierta cómo
sucedió realmente.
Después de estos preámbulos en Oriente Próximo, la agricultura
se afianzó en su lugar natal y hizo acto de aparición en otros lugares.
Comencemos por la aparición de la agricultura fuera de Oriente
Próximo. Antes de ocuparnos de cómo sucedió efectivamente, con-
viene preguntarse cómo pudo suceder. En primer lugar, podríamos
concebir un mundo en el que el surgimiento de la agricultura fuese
un accidente sumamente improbable que sólo tuviese lugar una
única vez. En un mundo semejante, cualquier aparición posterior de
la agricultura en otra región vendría dada por difusión del produc-
to original. Esta difusión podría darse de dos maneras: una pobla-
ción de agricultores podría inmigrar y desplazar a los cazadores-reco-
lectores nativos; o bien los propios cazadores-recolectores del lugar
podrían adoptar la práctica de manos de agricultores con los que
hubiesen trabado contacto. En segundo lugar, podríamos imaginar
un mundo opuesto en el que la agricultura surgiese en cualquier
momento. En un mundo así, tan pronto se presentase una oportu-
nidad como la que supuso el Holoceno, la agricultura probable-
mente aparecería de manera independiente en numerosos lugares,
sin ningún proceso de colonización ni de préstamo cultural que los
vinculase. ¿Cuál de los dos casos fue el real?
Como sospechará todo lector ecuánime, la respuesta es que un
poco de cada uno. El ejemplo más impresionante de difusión de la
agricultura desde un foco original lo ofrece el paquete de plantas y
animales domésticos de Oriente Próximo. En unos pocos milenios
este paquete llegó a lugares tan distantes como, por el este, la esqui-
na noroccidental de la India (hacia 5000 a. C.) y, por el oeste, las Islas
Británicas (hacia 4000 a. C.). Lo único que hemos de preguntarnos
es si la práctica se difundió por colonización o por adopción nativa.
Consideremos el caso de la expansión de la agricultura en direc-
ción oeste, hacia Europa, ya que es, de largo, la parte mejor conoci-
da de esta historia. Durante una generación se creyó, con base en lo
que parecía una correlación convincente entre pruebas arqueológi-
cas y genéticas, que en este caso el proceso fundamental era de colo-
nización (se hacía una excepción con la Europa sudoccidental, en

41
una breve historia de la humanidad

particular con los antepasados de los vascos). Pero recientemente los


complejos análisis de ADN mitocondrial y cromosomas Y han demos-
trado que los europeos son en su mayoría descendientes de las pobla-
ciones paleolíticas de Europa y que hasta el neolítico no recibieron
un aporte limitado de poblaciones de Oriente Próximo. El dato pue-
de resultar sorprendente: son numerosas las poblaciones de cazado-
res-recolectores de todo el mundo que han corrido mucha peor suer-
te cuando los agricultores han aparecido en el horizonte, aunque
sólo fuese por la tendencia de éstos a procrear en mayor número.
Pero a los humanos se nos da bien tomar prestadas las culturas de
otros pueblos (aunque el primer ejemplo confirmado de este fenó-
meno hay que atribuírselo a los neandertales).
En el otro extremo del espectro, una prueba incontrovertible
del surgimiento independiente de la agricultura nos la proporciona
el Nuevo Mundo. Aunque en este apartado el continente america-
no lleva varios milenios de retraso respecto de Oriente Próximo por
cuanto no desarrolló la agricultura en el noveno milenio a. C. sino
en el cuarto, nada indica que acusase influencia alguna del Viejo
Mundo. Ninguna de las plantas (en particular el maíz) ni de los ani-
males domesticados (en particular la llama) en América le debe nada
al Viejo Mundo, de manera que el clásico paquete de productos agrí-
colas de Oriente Próximo no desempeñó ningún papel en el Nuevo
Mundo. Esto nos obliga a considerar la posibilidad de que alguien
que conociese la agricultura del Viejo Mundo pudiese haber trata-
do de reproducirla en el Nuevo usando las especies nativas (un pro-
ceso conocido como difusión por estímulo). Pero es sumamente
improbable. No hay pruebas de ningún tipo de contacto con gran-
jeros del Viejo Mundo en el periodo del que estamos hablando, y al
menos en el caso del maíz, el proceso de domesticación fue tan pro-
longado que se antoja inverosímil que pudiese ser el resultado de
un intento de imitación. El caso del maíz establece por sí solo la
categoría; podríamos seguir aportando más ejemplos que consolidan
firmemente la tesis del surgimiento independiente.
Así pues, ¿qué se sigue de todo esto, aparte del triunfo de las pos-
turas moderadas? En primer lugar, el hecho de que tengamos dos, y
probablemente más, ejemplos de la aparición independiente de la
agricultura es instructivo. Confirma que el Holoceno tuvo algo de

42
la revolución neolítica

especial, algo capaz de producir resultados convergentes en pobla-


ciones aisladas entre sí desde el Pleistoceno. En segundo lugar, sin
embargo, llama la atención que los habitantes de Gran Bretaña, por
ejemplo, tuviesen que esperar varios milenios a que la agricultura
les llegase desde Oriente Próximo en lugar de desarrollarla ellos mis-
mos basándose en las especies autóctonas. De manera que, incluso
en el Holoceno, el surgimiento independiente de la agricultura debe
considerarse un acontecimiento un tanto inusitado, aunque sin lle-
gar a único.

La consolidación de la revolución neolítica

Vamos a volver ahora a Oriente Próximo para retomar lo que deno-


miné la consolidación de la revolución neolítica. El término no debe-
ría dar a entender que el surgimiento de la agricultura fue un éxito
rotundo. De hecho, hacia 6000 a. C. las comunidades agrícolas de
Palestina se enfrentaban a una catástrofe ecológica provocada por
ellas mismas (habían quemado demasiada madera para fabricar la cal
con que enlucían las paredes de sus casas); y desde entonces hasta
nuestros días, la agricultura ha contribuido enormemente a la ero-
sión del paisaje de Oriente Próximo. Pero esta historia tiene otra
vertiente, mucho más importante para lo que nos proponemos. Los
muros más antiguos del yacimiento neolítico de Jericó, en Palestina,
data más o menos de 8000 a. C. Pertenecen a casas redondas y bien
construidas, y representan un asentamiento permanente habitado por
un mínimo de dos mil personas. Eso supone una explotación inten-
siva, no extensiva, del medio; y un modo de vida más intensivo com-
porta más gente y más cultura. La propia naturaleza del emplazamien-
to, una colina creada no por la naturaleza sino por las sucesivas
ocupaciones humanas, ofrece una metáfora para la acumulación
cultural que posibilitó ese estilo de vida: cada generación construía
encima de lo que había dejado la generación anterior. Así, una vez
afianzada la plataforma del «paquete agrícola» original, podían suce-
derse numerosas innovaciones. Un buen ejemplo es el arado, que apa-
rece en el cuarto milenio a. C. y que presupone un doble desarrollo
previo: animales domésticos para tirar de él y plantas aclimatadas que

43
una breve historia de la humanidad

sembrar en sus surcos. Para espaciar algunos otros ejemplos a lo lar-


go de los milenios, podríamos citar la invención de la alfarería, la
domesticación del olivo y la invención de la rueda; en el último epí-
grafe de este capítulo nos ocuparemos de la alfarería. Pero llegados
a este punto, si hemos de escoger una única serie de innovaciones
para un análisis más detenido, tiene que ser la metalurgia.
Los útiles de piedra tienen sus limitaciones. La figura 6 muestra
las dos caras de un cuchillo de sílex del Egipto predinástico (hacia
3250 a. C.) junto con dos hachas de mano paleolíticas (tal vez de más
de un millón de años de antigüedad). Como puede apreciarse en
las secciones que aparecen a la izquierda del cuchillo, la pieza está
tallada con gran habilidad para dejarla extraordinariamente fina;
en esta herramienta precisa y regular no hay rastro de la tosquedad
de las hachas de mano del Paleolítico, cuyo espesor queda patente
en los dibujos laterales situados a la derecha de cada pieza. Sin embar-
go, esta elegancia tiene un precio: el cuchillo es frágil, y de hecho se
ha roto (le faltan dos trozos). Semejante fatalidad difícilmente ame-
nazaba a las hachas de mano paleolíticas, y eso que para llegarnos
intactas han tenido que sobrevivir durante mucho más tiempo. Hay
sobradas razones para pensar que cuchillos como este nunca se fabri-
caban con un propósito práctico: suelen hallarse en tumbas, no en
las ruinas de asentamientos.
La metalurgia es la solución a este problema. Un buen metal pue-
de trabajarse hasta dejarlo fino sin que por ello pierda resistencia. El
cobre en estado puro es un poco blando, pero aleado con un poco de
estaño o arsénico para hacer bronce no tiene absolutamente nada
de malo. El hierro es mucho mejor, y el acero mejor todavía. En este
proceso, sin embargo, hay un par de dificultades que sortear.
La primera es que la verdadera metalurgia implica fundir menas
y moldear el metal a temperaturas elevadas: no se trata simplemen-
te de encender fuego y ponerse a trabajar. Por suerte, existe una
plataforma cultural para este desarrollo. Para hacer cerámica es pre-
ciso cocerla, y (dentro de los límites de una cultura neolítica) cuan-
to más elevada sea la temperatura, mejor. Si uno además posee des-
treza para la albañilería, debería ser capaz de construir hornos en los
que cocer la cerámica a la temperatura adecuada. Esta capacidad nos
coloca el trabajo con metales al alcance de la mano.

44
la revolución neolítica

Figura 6. Arriba: cuchillo egipcio de sílex de la época predinástica.


Abajo: dos hachas de mano paleolíticas.

La segunda dificultad está específicamente relacionada con el


bronce. El cobre, al igual que los demás ingredientes del bronce, no
es un metal abundante y su distribución por la superficie del plane-
ta es muy irregular. Esto limita el uso que la mayoría de las socieda-
des pueden darle. Lo normal es que una sociedad de la Edad del
Bronce, como la china o la griega en los últimos siglos del segundo
milenio a. C. esté dominada por una aristocracia que emplea el bron-

45
una breve historia de la humanidad

ce para sus armas y actividades ceremoniales mientras que la masa de


campesinos que ocupa lo más bajo de la sociedad sigue realmente en
la Edad de Piedra. La solución a este problema es el hierro. Por
razones que tienen que ver con la relativa abundancia de los elemen-
tos producidos en las supernovas, el hierro abunda en todo el glo-
bo; si se posee la capacidad de alcanzar la temperatura necesaria para
fundirlo y forjarlo, puede emplearse para fabricar utensilios de metal
a un coste bastante bajo. Así, es en la Edad de Hierro cuando encon-
tramos por primera vez un uso generalizado de herramientas de metal
para cultivar la tierra. Al mismo tiempo, la adopción de armas de hie-
rro baratas tiende a desestabilizar las aristocracias tradicionales de
la Edad de Bronce y, en consecuencia, a abrir la puerta a nuevas for-
mas de organización política y social, dos de las cuales analizaremos
en capítulos posteriores. De nuevo una cosa lleva a la otra.
Como cabría esperar de su papel de pionero en el surgimiento de
la agricultura, fue en Oriente Próximo donde se dieron los primeros
pasos en el desarrollo de la historia de la metalurgia. Hacia 5000 a. C.
se registra un uso significativo del cobre en la zona. Alrededor de 3000
a. C. ya estaba bien implantado el bronce; la subsiguiente Edad de
Bronce duró hasta 1200 a. C. A partir de entonces la metalurgia del
hierro se generaliza y para muchos fines el hierro sustituye al bronce;
en cierto sentido la Edad de Hierro dura desde entonces.
Al igual que ocurrió con la agricultura, la metalurgia apareció pos-
teriormente en numerosas regiones fuera de Oriente Próximo. Así,
en Gran Bretaña y China ya se trabajaba el bronce en el segundo mile-
nio a. C., y el hierro en el quinto o sexto siglo a. C. Estas fechas
muestran una notable aceleración: la metalurgia del bronce se expan-
dió más rápido que la agricultura, y la del hierro más rápido que la
del bronce. Asimismo, suscitan las habituales discusiones sobre el
carácter independiente o no de dicho desarrollo. Sin embargo, pare-
ce haber menos pruebas del desarrollo independiente de la metalur-
gia que en el caso de la agricultura; de los ejemplos que acabamos
de citar, tan sólo el surgimiento de la metalurgia del bronce en China
es un candidato serio a la aparición de forma independiente. No
debería extrañarnos: cuanto más rápido se propaga una innova-
ción, menos tiempo o necesidad tiene el ser humano de idearla por
sí mismo. El caso de América es totalmente diferente. En la región

46
la revolución neolítica

andina ya se trabajaba el cobre en el primer milenio a. C. y el bron-


ce en el primer milenio d. C.; con el tiempo, las técnicas metalúrgi-
cas de esta región también se difundieron a la Mesoamérica occiden-
tal. Pero la metalurgia del hierro no se conocía. Esto tampoco tiene
por qué extrañarnos: la agricultura parece haberse desarrollado
mucho más tarde en el Nuevo Mundo que en el Viejo.
Ya podemos sintetizar nuestra respuesta a la pregunta que enca-
beza esta parte del capítulo. De igual manera que la variabilidad cli-
mática del Pleistoceno propició la agilidad cultural, la estabilidad cli-
mática del Holoceno favoreció la acumulación cultural. Tampoco
es que las culturas neolíticas fuesen muy duraderas: lo normal es
que su duración se compute en siglos, a diferencia de las del Paleolítico
Superior, que se miden en milenios. Pero las innovaciones básicas
que hemos consignado en esta parte se conservaron y transmitieron
de una cultura a otra, sin que nadie tuviese que perder tiempo rein-
ventando la rueda. Lo que permitió que los humanos se aprovecha-
sen de la oportunidad que les brindaba el Holoceno, aparte de su
predisposición innata a la cultura, fue que a comienzos de dicho perio-
do ya habían desarrollado la mayor plataforma cultural desde la
aparición de la especie. Y precisamente por ese papel esencial que
desempeñó la agricultura podemos aludir sin reparo alguno a su sur-
gimiento como la revolución neolítica.

2. La genética de las plantas y animales domésticos

En el capítulo anterior vimos cómo la genética puede ayudar a escla-


recer los orígenes de la raza humana. Otro tanto puede hacer con las
plantas y animales domésticos y, de hecho, en este sentido, está resul-
tando ser una valiosa aportación a la arqueología. En particular, los
estudios genéticos proporcionan una prueba crucial a la hora de dilu-
cidar si una planta o animal determinados fueron domesticados una
sola vez o varias, en diversas épocas y lugares.
Un caso en el que la genética ha determinado una única domes-
ticación es el de una variedad de trigo conocida como esprilla. El tri-
go esprilla ya se cultivaba en el actual sudoeste de Turquía en el nove-
no milenio a. C. Una comparación del ADN de numerosas líneas de

47
una breve historia de la humanidad

trigo esprilla silvestre y cultivado muestra dos cosas. La primera es


que el trigo esprilla cultivado es monofilético, es decir, que todas
las líneas de la forma aclimatada proceden de un antepasado común
que las diferencia de las formas silvestres. Con esto basta para dic-
taminar que el trigo esprilla sólo se domesticó una vez. Lo segun-
do que muestra el estudio genético del trigo esprilla es que las for-
mas silvestres más parecidas a la cultivada son las que se encuentran
en una región específica situada al oeste de la ciudad de Diyarbakir.
Esto es un beneficio extra: ya tenemos bastante claro dónde se cul-
tivó por primera vez el trigo esprilla. El caso de la cebada es simi-
lar. Resulta que la cebada también es monofilética (aunque el aná-
lisis se complica por la tendencia de la cebada cultivada a cruzarse
con formas silvestres). Y también en este caso la identificación de
la forma más cercana de cebada silvestre ayuda a situar la primera
aclimatación, aunque de manera menos precisa: esta vez en la región
de Palestina.
Podemos contrastar estos cereales monofiléticos con lo que los
estudios genéticos nos cuentan sobre los orígenes del ganado vacu-
no doméstico. Las reses domésticas no son monofiléticos. El examen
del ADN mitocondrial de las vacas de Oriente Próximo (la raza a la
que estamos más acostumbrados) y de la India (la de la joroba) mues-
tra que llevan divergiendo más de cien mil años, esto es, desde mucho
antes de que se domesticasen. Dicho de otro modo, las dos espe-
cies son resultado de domesticaciones diferentes a partir de ejem-
plares salvajes. Esto no tiene por qué significar que los dos desarro-
llos fueran históricamente independientes: alguien familiarizado
con el ganado vacuno doméstico de Oriente Próximo podría haber
domesticado vacas indias en un proceso de difusión por estímulo.
Pero el caso es bastante diferente del de la cebada o el trigo espri-
lla. La genética también nos aporta algo sobre los orígenes del gana-
do vacuno africano. En términos de ADN mitocondrial –es decir, en
la línea materna– las reses africanas son, en líneas generales, simi-
lares a las de Oriente Próximo; sin embargo, muchos ejemplares tie-
nen joroba como las indias y, al parecer, en términos de cromoso-
mas Y –en la línea paterna–, deben más a la India que a Oriente
Próximo. En otras palabras, son el resultado de cruces sexualmen-
te asimétricos, sin duda provocados por sus propietarios humanos.

48
la revolución neolítica

Pero, la herencia femenina del ganado vacuno africano, ¿procede


de ganado domesticado en Oriente Próximo? En el caso de las vacas
europeas, las pruebas genéticas son elocuentes en pro de un ori-
gen en Oriente Próximo y en contra de una domesticación indepen-
diente; el ganado vacuno africano, sin embargo, es lo bastante dis-
tinto como para haber sido perfectamente resultado de dicho
fenómeno. Una vez más se hace difícil descartar la posibilidad de
la difusión por estímulo.
La genética, por tanto, sirve de ayuda a la hora de ilustrar con
mayor nitidez el surgimiento de la agricultura. Pero hay otro aspec-
to de la genética que merece atención.
Las plantas y animales domésticos viven en simbiosis con el ser
humano. Como hombres y mujeres que somos, tendemos a contem-
plar esta relación desde el punto de vista humano, pero en un senti-
do biológico se trata de una vía de doble sentido. Pensemos en el
logro evolutivo del trigo cultivado. Este cereal ha entablado una rela-
ción en virtud de la cual puede confiar en su socio humano para
que le preste una extraordinaria serie de servicios: prepararle el terre-
no, plantarlo, protegerlo de animales granívoros, librarlo de la com-
petición de plantas rivales, cosecharlo y conservar sus semillas duran-
te el invierno. Por supuesto, los cultivadores sacan tajada –el trigo
no es un parásito–, lo que les permite disfrutar de un suministro ali-
menticio mucho mayor que el de sus parientes cazadores-recolecto-
res. Pero, a cambio, el trigo cultivado consigue crecer en todo el mun-
do y en cantidades muy superiores a lo que cabría haber esperado de
su progenitor silvestre. Sin duda alguna, si los humanos nos extin-
guiésemos, el trigo cultivado pasaría tremendas dificultades: se lo
ha jugado todo a la carta humana. Hasta la fecha, sin embargo, le
ha ido extraordinariamente bien. Lo mismo cabría decir de los ani-
males domésticos: con independencia del coste en calidad de vida,
se han hecho mucho más numerosos que sus parientes salvajes.
El tono socarrón de este planteamiento no debería hacernos con-
siderarlo simplista ni equivocado. El ser humano lleva desde el
Paleolítico Superior causando cada vez más problemas; en consecuen-
cia, otras especies han tenido que lidiar con el fenómeno humano.
Una estrategia obvia fue quitarse de en medio; de ahí que el miedo
al hombre esté tan generalizado entre los animales salvajes de casi

49
una breve historia de la humanidad

todo el mundo (al menos hasta que colonizaron las zonas residencia-
les de las afueras de las ciudades). Otra estrategia fue aproximarse a
los seres humanos con el fin de gozar de su protección; esto es lo que
hicieron las especies domesticadas con éxito. Este punto de vista,
sin embargo, revela el carácter asimétrico de la relación. Un aspec-
to de esta asimetría es la posición central que ocupan los seres huma-
nos en todo el complejo: para todos los animales domesticados la
relación clave es la que mantienen con los humanos, no con otro
miembro del conjunto. Igualmente asimétrica es la manera como
ambas partes se han adaptado a la simbiosis: para los humanos la
adaptación es ante todo cultural, pero para el trigo o las vacas no.
Es por esto, al fin y al cabo, por lo que podemos hablar del papel de
la vaca en la historia humana, mientras que mal podríamos hablar
del papel del hombre en la historia vacuna.
Tanto para las plantas como para los animales la forma más impor-
tante de adaptación a la domesticidad es genética. Dejemos a un lado
a los animales, que son demasiado complicados, y pongamos un ejem-
plo muy sencillo que atañe a los cereales. En el trigo y la cebada sil-
vestre, un proceso de «rompimiento» provoca que las semillas cai-
gan al suelo según van madurando, lo que impide una recolección
eficaz por parte del ser humano (figura 7, izquierda). En cambio,
en las variedades cultivadas, la mutación de uno o dos genes basta
para solventar el problema a plena satisfacción de ambas partes (figu-
ra 7, derecha).
Para los humanos la cosa fue diferente: como ya hemos mencio-
nado, la adaptación humana a los animales domésticos fue funda-
mentalmente cultural, no genética. De no haber sido así, habrían
existido dos clases de seres humanos: los que estaban genéticamen-
te adaptados a la agricultura y los que no. Evidentemente no ha sido
así. Fue gracias a la inteligencia como los humanos se adaptaron a las
plantas y animales con los que entablaron relaciones: inteligencia
para recolectar trigo, para cavar fosos de almacenamiento, para sem-
brar las semillas en la época del año apropiada, etcétera. En este
sentido no cabe duda de que poseían cierta ventaja sobre las plantas
e incluso sobre los animales, lo que explica que los humanos se adap-
tasen tan rápidamente a tantas especies a la vez y que la agricultura
diese pie a tantas innovaciones. Pero no debemos exagerar el alcan-

50
la revolución neolítica

Figura 7. Trigo silvestre y trigo cultivado.

ce de esa inteligencia. Ningún ser humano podría haber captado el


surgimiento de la agricultura como proceso en tanto no hubiese suce-
dido efectivamente; a ese nivel, los humanos involucrados en el pro-
ceso poseían la misma estrategia que las plantas o los animales, o sea,
ninguna. Por ejemplo, es poco probable que los humanos seleccio-
nasen deliberadamente líneas de cereales que no se rompiesen; si
se limitaban a recolectar lo que podían con sus hoces y a plantar lo
que recolectaban, el efecto lógico fue favorecer a los especimenes
mutantes que no se rompían. La contribución humana al surgimien-
to de la agricultura consistió sin duda en la acumulación de nume-
rosas estrategias insignificantes de ese tipo.
Con todo, en un par de aspectos, la adaptación humana fue nota-
blemente genética. Uno es la capacidad de digerir leche en la edad
adulta, un rasgo generalizado en poblaciones con acceso a la leche
de animales domésticos, pero mucho menos común en las demás.

51
una breve historia de la humanidad

El otro, más trascendental, tiene que ver con las enfermedades. Las
poblaciones del Viejo Mundo, las únicas que mantenían una estre-
cha simbiosis con grandes cantidades de animales domésticos, tuvie-
ron que lidiar con los gérmenes que estos animales portaban. Estos
gérmenes han sido la causa de enfermedades infecciosas que han
matado a mucha gente en el Viejo Mundo. Pero con el paso de los
milenios, las poblaciones de Eurasia y África fueron desarrollando
cierta resistencia genética. El efecto fue precisamente la creación
de dos tipos de seres humanos: los que tenían esa protección y los
que carecían de ella. Cuando los dos tipos entraron en contacto a
raíz del viaje trasatlántico de Colón, el efecto de los gérmenes del
Viejo Mundo sobre las poblaciones genéticamente inadaptadas fue
devastador. Las plantas cultivadas, en cambio, no se han vengado así
de sus socios humanos.

3. Cerámica

La cerámica es al Neolítico lo que los útiles de piedra al Paleolítico.


En la figura 8 se muestran unos trozos de cerámica recogidos en un
yacimiento de Oriente Próximo en el verano de 2000. Son de diver-
sa antigüedad; unos están hechos a mano; otros, en un torno de
alfarero. No son piezas de museo, desde luego. Pero sí una muestra
típica de lo que cabe encontrar en la superficie de casi cualquier yaci-
miento que haya estado ocupado de forma permanente por un núme-
ro significativo de seres humanos, siempre que la capa superior del
suelo no esté cubierta de edificaciones modernas o de vegetación
frondosa. Todos esos trozos, por supuesto, son fragmentos y la mayo-
ría de las fracturas son muy antiguas. Es lógico: una vasija suele usar-
se hasta que se rompe, algo que ocurre tarde o temprano; entonces
se desechan los fragmentos, ya que hasta la fecha pocas sociedades
han ideado formas de reciclar cerámica rota en la cantidad que sea.
Las vasijas intactas se encuentran sobre todo en las tumbas, que son
prácticamente el único contexto en que una vasija se retira de la cir-
culación antes de que se rompa. Asimismo, vale la pena señalar que
ninguno de estos pedazos muestra rastro alguno de decoración, ni
por impresión de un motivo en la arcilla ni por pintura de algún color.

52
la revolución neolítica

Figura 8. Fragmentos de cerámica de diversa antigüedad hallados en un


yacimiento primitivo de Oriente Próximo.

Esto también resulta lógico: las vasijas, por lo general, son objetos
prácticos, y las decoraciones elaboradas suelen ser la excepción, no
la regla. En contraposición a estos fragmentos, las vasijas ilustradas
en este libro serán, desde luego, piezas de museo: unas veces her-
mosas, siempre instructivas, pero nunca típicas.
Como ya hemos indicado, en alfarería se da un fenómeno en
cierto sentido análogo a los útiles de piedra que examinamos en el
capítulo anterior. La arcilla, una vez cocida, es un buen supervivien-
te (aunque no tan duro como la piedra); recordemos los curiosos
objetos de arcilla de la figura 1. La cerámica goza por tanto de una
presencia en el registro arqueológico tan destacada como la de la pie-
dra, lo que también exagera el papel que desempeñaba en la vida
de la gente que la fabricó. Así y todo, este papel, como el de la pie-
dra, tenía su importancia. Por ejemplo, las vasijas permiten calentar
agua y hacer sopas o guisos: una esperanza de vida para los desden-
tados. También proporcionan almacenamiento a prueba de rato-
nes; los ratones, no lo olvidemos, son animales que han logrado vivir
a nuestra costa durante miles de años sin darnos nada a cambio.
Pero, a diferencia de los útiles de piedra, la cerámica es un fenó-
meno del Holoceno y, más concretamente, de las sociedades agríco-
las. Los cazadores-recolectores paleolíticos, en la medida en que eran

53
una breve historia de la humanidad

nómadas, poco partido habrían podido sacarle a las vasijas: son uten-
silios pesados y frágiles, justo el tipo de objeto más inconveniente
para el transporte. Esto significa, entre otras cosas, que la cerámica
no formó parte del legado paleolítico común de Asia y América. Al
igual que la agricultura, debió de desarrollarse de manera indepen-
diente en ambas regiones.
Y sin embargo, el ensamblaje de cerámica y agricultura no es per-
fecto. No todas las sociedades agrícolas han practicado la alfarería.
Algunas, como las primeras sociedades neolíticas de Oriente Próximo,
todavía no la han inventado; su ausencia allí resulta tan asombrosa
a posteriori que los arqueólogos hablan de un Neolítico precerámi-
co. Otras sociedades la tuvieron en un momento dado pero la per-
dieron; los maoríes de Nueva Zelanda provienen de una cultura
que en su día practicó la alfarería, pero no conservaron la técnica al
emigrar de una isla del Pacífico a otra.
Curiosamente, unas pocas culturas cazadoras-recolectoras del
Holoceno practicaban la alfarería. Japón constituye el ejemplo prin-
cipal. La fase de la prehistoria japonesa conocida como el periodo
Jomon abarca aproximadamente desde el décimo milenio hasta el
primero a. C.; las vasijas más antiguas que se conocen, procedentes
de la isla de Kyushu, podrían datar del undécimo milenio a. C. (Se
han postulado fechas incluso anteriores, lo que nos retrotraería has-
ta las postrimerías del Pleistoceno.) Hacia 7500 a. C. los hallazgos
de cerámica abundan. La cerámica de Jomon, sin embargo, era tos-
ca, gruesa y poco cocida: sus creadores probablemente no usasen
nada más avanzado que una hoguera (a diferencia de los alfareros
chinos del Neolítico, por ejemplo). Esta cerámica, no obstante, indi-
ca lo que puede llegar a hacer una cultura cazadora-recolectora lo
bastante rica como para tornarse sedentaria: en este caso concreto,
un recurso disponible en insólita abundancia era el pescado. El
verdadero enigma tal vez sea por qué otros cazadores-recolectores
privilegiados no desarrollaron la alfarería. Una de las primeras cul-
turas europeas del Paleolítico Superior produjo grandes cantidades
de objetos hechos de barro cocido; sin embargo, aún no hemos halla-
do una sola vasija magdaleniense.
Todo esto resulta intrigante, pero tampoco hay que prestarle dema-
siada atención. La asociación genérica de cerámica y agricultura

54
la revolución neolítica

nos revela algo importante: que la agricultura facilita la acumulación


de más cultura material de la que se puede transportar. Esto a su vez
ayuda a comprender, de manera muy concreta, por qué el surgimien-
to de la agricultura constituyó una revolución.

55
3

El surgimiento de
la civilización

1. ¿Ha tenido el ser humano la única historia que cabía tener?

Hasta ahora, en lo que llevamos de libro, nos hemos formulado pre-


guntas simples y nos ha ido razonablemente bien a la hora de dar-
les respuesta. Tal vez sea precipitado apartarnos de un rumbo tan
prudente, pero delante de nosotros se alza imponente una pregun-
ta más complicada que tarde o temprano tendremos que plantear-
nos. Pensemos en las líneas generales de la historia tal y como se ha
desarrollado en los últimos diez mil años. Evidentemente, esta his-
toria ha sido el resultado de la combinación de unas condiciones
climáticas inusuales y las capacidades de unos seres humanos que,
desde el punto de vista de su comportamiento, calificamos de moder-
nos. Pero, ¿era ése el único resultado posible? ¿O acaso fue un acci-
dente, o un cúmulo de accidentes, lo que determinó que la historia
fuese como ha sido y no de otra manera?
Lo primero que hemos de admitir es que, si hubiésemos con-
templado la Tierra desde algún promontorio elevado en vísperas del
Holoceno, la probabilidad de que hubiésemos predicho correcta-
mente el curso de la historia –siquiera de la manera más esquemáti-
ca– sería virtualmente cero. Un motivo fundamental de esto es que
estamos lidiando con fenómenos emergentes, ese tipo de fenómenos
que aparece regularmente cuando entidades que entendemos bas-
tante bien interactúan a un nivel de escala y complejidad nuevo.
Como bien lo ha expresado un físico, «más es diferente». Así que,

57
una breve historia de la humanidad

aun en el supuesto de que hubiésemos entendido la forma de vida


de los seres humanos en el Paleolítico mucho mejor de lo que la
entendemos, eso no significa que habríamos sido capaces de deter-
minar qué tipo de sociedad surgiría de la combinación de mucha más
gente y mucha más cultura.
Nuestro objetivo, sin embargo, es mucho menos ambicioso por
cuanto nos contentamos con plantear nuestra pregunta retrospecti-
vamente. Lo que queremos saber es si hay más cosas que podrían
haber resultado muy diferentes de como tuvieron lugar en el curso
de la historia. Aun así, este planteamiento parece una invitación a la
ciencia ficción: ¿cómo, si no, podríamos lanzarnos a imaginar histo-
rias inconmensurables con lo que sabemos, y a conjeturar si dichas
historias serían resultados posibles o probables de la historia de la
humanidad? Lo ideal, por supuesto, sería contar con un experimen-
to controlado. Volveríamos al final del Pleistoceno, dividiríamos a los
humanos en dos poblaciones separadas, les impediríamos todo con-
tacto posterior entre ellos y regresaríamos al cabo de diez mil años
más o menos para verificar los resultados. Entonces estaríamos en
condiciones de constatar si las historias que habían tenido por sepa-
rado eran muy diferentes o simplemente eran variaciones regionales
de una misma pauta básica. ¿Habrían surgido dos tipos de historia o
sólo uno?

El Viejo Mundo y el Nuevo

Como estudiosos del pasado tenemos la rara suerte de que la natu-


raleza realizara este experimento por nosotros, lo que además nos
exime de toda responsabilidad en cuanto a sus consecuencias (al final
resultó que el experimento no era ético ni mucho menos). En un
momento dado, a finales del Pleistoceno –la fecha exacta es objeto
de controversia– unos seres humanos procedentes del Viejo Mundo
ocuparon por primera vez el Nuevo al cruzar lo que hoy es el estre-
cho de Bering, pero que a la sazón era un puente terrestre. Las con-
diciones del experimento no eran perfectas. El Nuevo Mundo cons-
tituía un entorno considerablemente distinto del Viejo, como veremos
en el capítulo 5; y el precinto entre ambos mundos era imperfecto

58
el surgimiento de la civilización

antes incluso de que se rompiese dramáticamente en 1492. Pero no


vamos a encontrar otro experimento mejor, y los resultados bien mere-
cen nuestra atención.
Una manera de abordar estos resultados es a través de los ojos de
uno de los primeros observadores españoles de la sociedad mexica-
na, el llamado «conquistador anónimo». En las crónicas que nos han
dejado, los conquistadores suelen preocuparse de relatar sus glorio-
sas hazañas. El conquistador anónimo es una excepción: no cuenta
nada ni de sí mismo ni de sus compañeros; en lugar de eso nos ofre-
ce una descripción sobria y realista de la sociedad mexicana de comien-
zos del siglo xvi. ¿Qué clase de sociedad es?
Como la sociedad del Viejo Mundo de la que procedía nuestro
conquistador, la sociedad del Nuevo Mundo que describe se basa en
la agricultura. Por ejemplo, habla del cereal con que los nativos
elaboran el pan (se trata a todas luces del maíz). Es por tanto una
sociedad sedentaria; de hecho, cuenta con grandes ciudades. Estas
ciudades tienen calles y plazas que el cronista compara favorable-
mente con las de su propio país; la plaza principal de Tenoctitlán
es unas tres veces mayor que la de Salamanca. Celebran mercados
regularmente y disponen las mercancías con metódico orden; la uni-
dad monetaria más usada es la semilla de cacao (el conquistador nos
informa del tipo de cambio). La sociedad está estratificada; los seño-
res ocupan la posición más alta. A diferencia del vulgo, los señores
comen a cuerpo de rey. Los hombres tienen a las mujeres en menor
estima que ningún otro pueblo de la tierra; son polígamos, como
los moros. La organización política es uno de los rasgos más desta-
cados de esta sociedad; en lo más alto figura un soberano similar a
un emperador, pero también hay reyes y cosas por el estilo (ade-
más de algunas ciudades con gobiernos no monárquicos). Las gue-
rras las libran los ejércitos, que se dividen en compañías dirigidas
por oficiales; el soberano Azteca posee una guardia especial de
diez mil guerreros. Las armas incluyen arcos y flechas, lanzas, espa-
das y hondas. La religión ocupa un lugar prominente en la vida de
estas gentes, que el conquistador describe como muy devotas. Está
asociada a edificios especiales (él los llama templos o mezquitas),
oficiantes (los equipara a obispos y canónigos), ídolos y dioses espe-
ciales, y rituales que compara con los cristianos (un ritual en con-

59
una breve historia de la humanidad

creto le recuerda a los maitines). Los hijos de los señores son adoc-
trinados en los templos. En resumen, las categorías básicas que nues-
tro conquistador traía consigo desde el Viejo Mundo (cristianos y
musulmanes) parecen haberle bastado para interpretar esta socie-
dad del Nuevo, por más que la civilización con que se encontró hubie-
se evolucionado completamente al margen de la suya.
¿No había ningún aspecto de la sociedad mexicana tan absoluta-
mente distinto de cuanto el conquistador conocía que le resultase de
todo punto incomprensible? Parece no tener la menor dificultad en
describir el politeísmo, el canibalismo y el sacrificio humano, face-
tas de esta sociedad que no tenían parangón en la España de enton-
ces, aunque sí había noticia de ellas en otras regiones del Viejo Mundo.
Tal vez hubiese un aspecto de la sociedad mexicana que le resultase
totalmente impenetrable, pero él desde luego no lo menciona. Por
supuesto que pudo malinterpretar ciertas cosas. Y que algunas de sus
comparaciones interculturales, por más útiles que fuesen para los lec-
tores que tenía en mente, repugnarían a los académicos de hoy. Pero
sería inútil disentir de las líneas generales de su crónica: la sociedad
mexicana era, efectivamente, sedentaria, estratificada y contaba con
ciudades, mercados, reyes, ejércitos, religión y demás.
En realidad, las diferencias más llamativas entre ambas socieda-
des atañen a cosas que eran corrientes en el Viejo Mundo pero inexis-
tentes en el Nuevo. El conquistador anónimo no suele señalar estas
ausencias, pero podemos enumerarlas fácilmente. La sociedad mexi-
cana (a diferencia de la andina) no practicaba el pastoreo. La tec-
nología mexicana carecía de una larga serie de útiles. Por ejem-
plo, no empleaba la rueda ni para transporte ni para alfarería, y su
metalurgia era muy limitada tanto en carácter como en impacto.
Esto a su vez explica el alto nivel de desarrollo de la tecnología líti-
ca. Nuestro cronista, sumamente impresionado por este hecho, hace
referencia a las puntas de piedra de las lanzas y a las espadas de
madera con hojas de piedra embutidas; las sociedades del Viejo
Mundo no tenían mucha necesidad de semejantes utensilios. Todo
esto puede atribuirse al entorno del Nuevo Mundo, menos propi-
cio que el del Viejo, lo que explica que las cosas sucediesen más
tarde en el primero; como vimos en el capítulo anterior, la meta-
lurgia estaba más avanzada en la región andina que en Mesoamérica

60
el surgimiento de la civilización

pero incluso allí hizo falta que llegasen los conquistadores españo-
les para que diese inicio la Edad de Hierro.
Nuestra conclusión del experimento natural está, por tanto, bas-
tante clara. Los milenios durante los cuales el Viejo y el Nuevo Mundo
permanecieron aislados uno del otro fueron testigos del desarrollo
de dos grandes procesos en cada uno de ellos: el surgimiento de la
agricultura seguido del de la civilización. Hay que reconocer que las
trayectorias de ambos mundos estuvieron muy lejos de ser idénticas.
De hecho, sus respectivas formas de agricultura no tenían en común
ni una sola especie cultivada; y ambas civilizaciones diferían en
muchos sentidos. Toda esta disparidad es lo bastante relevante como
para obligarnos a examinar una por una las principales regiones del
mundo premoderno en la segunda parte de este libro. Pero esto
no debería hacernos perder de vista la unidad fundamental. Lo
que surgió inicialmente tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo
fue la agricultura, y no dos formas de vida radicalmente distintas;
del mismo modo, lo que surgió posteriormente en ambos fue la civi-
lización, y no dos cosas tan divergentes como para forzarnos a bus-
car un nuevo concepto.
Luego la respuesta a nuestra pregunta inicial parece ser que sí:
de la combinación de humanos de comportamiento moderno y las
condiciones del Holoceno sólo podía surgir un único tipo de histo-
ria. Como veremos, podía haber surgido antes, o después, o no haber
surgido nunca, dependiendo de condiciones medioambientales e
interacciones con otras poblaciones. Pero allá donde salió a escena,
resultó perfectamente reconocible y nada indica que algo completa-
mente diferente acechase entre bastidores. He aquí el motivo de
que el lector aún no sepa si los muros de piedra de la figura 2 perte-
necen al Viejo Mundo o al Nuevo.

Las civilizaciones más antiguas

Eso por lo que respecta a nuestra pregunta inicial. El propósito del


resto del libro es más prosaico. En el análisis anterior he dejado
caer el término «civilización» como si fuese tan transparente como
«agricultura». En realidad no lo es. En parte, porque tradicionalmen-

61
una breve historia de la humanidad

te ha sido un término aprobatorio y por ende sometido a la defor-


mación y desvirtuación que afecta a todas las etiquetas apetecibles.
Pero también, y esto ya es más grave, porque es impreciso; como ocu-
rre con tantas palabras en los lenguajes naturales, alude a algo impor-
tante, algo que debemos entender, pero no con precisión. Para reme-
diarlo, siquiera parcialmente, haré dos cosas. Primero repasaré los
que suelen considerarse principales ejemplos del surgimiento más
o menos independiente de la civilización (no hace falta que nos
preocupemos por la expansión de las civilizaciones ya existentes). Y
después seleccionaré un par de rasgos de esas sociedades emergen-
tes que nos inducen a calificarlas de civilizaciones.
Como era de esperar, nuestra lista se inicia en la región de Oriente
Próximo donde dos civilizaciones surgieron en torno a 3000 a. C. La
primera fue probablemente la de Mesopotamia o, más concretamen-
te, la de los sumerios (el pueblo más antiguo al que podemos referir-
nos por el nombre que se daban ellos mismos). La segunda, en la esqui-
na nororiental de África, fue la egipcia. Desde Oriente Próximo nos
desplazamos hacia el noroeste de la India, donde la civilización del
valle del Indo hace su aparición a mediados del tercer milenio a. C.
El segundo milenio a. C. nos lleva, por el este, hasta China, y por el
oeste, a Creta. Por último, el primer milenio a. C. nos conduce a
Mesoamérica, donde el primer ejemplo de civilización lo ofrece la cul-
tura que conocemos como olmeca. Esta lista tal vez podría reducirse
rechazando algunas de estas civilizaciones con la objeción de que se
vieron influidas por civilizaciones más antiguas y, sin duda, podría
aumentarse aplicando con más largueza el término «civilización». Pero
para nuestros propósitos la lista es más que válida. Un rasgo que vale
la pena destacar de ella es su irregularidad geográfica. En cuanto a
continentes, tenemos un elemento procedente de África, otro de
Europa, otro de América y nada menos que tres de Asia. En otro aspec-
to es todavía más irregular: sólo los casos de China y Mesoamérica
nos alejan de Oriente Próximo y regiones colindantes.
Entonces, ¿qué nos lleva a incluir estos ejemplos en nuestra lista?
A un nivel muy general, la clave radica en su complejidad. Cuando
analizamos México a través de los ojos del conquistador anónimo,
vimos una sociedad que era compleja en el mismo sentido que la suya:
era lo bastante grande y especializada como para que diferentes cla-

62
el surgimiento de la civilización

ses de personas realizasen diferentes tipos de actividades en su seno


de manera sistemática y organizada. La cuestión es qué hacer con
las sociedades intermedias. Podríamos simplemente trazar una línea
arbitraria, o podríamos especificar una serie de propiedades y exi-
gir que una civilización reuniese la mayoría de ellas. Pero el térmi-
no «civilización» indica que, a determinado nivel, realmente se pro-
duce un salto dramático en complejidad, una especie de cambio de
estado y no una mera transición continua y uniforme. Esto, desde
luego, es algo que tienden a creer muchos de quienes estudian las
sociedades incluidas en nuestra lista.
Suponiendo que tengan razón, ¿qué fenómenos escogeríamos
como signos externos y visibles de que dicho salto ha tenido lugar?
En los siguientes apartados analizaremos dos candidatos obvios: la
invención de la escritura y la aparición de modelos muy desarrolla-
dos de monarquía.

2. La escritura

Solemos dar por hecho que la escritura es una práctica cultural tan
sofisticada que sólo podría haber surgido en una sociedad comple-
ja, y el registro histórico tiende sin duda a darnos la razón. Sin embar-
go, ¿por qué habría de ser así? ¿Qué fue lo que impidió que las pri-
mitivas sociedades agrícolas, o incluso las cazadoras-recolectoras,
desarrollasen la escritura?
Un sistema de escritura funcional se compone de dos partes muy
diferentes. Podemos denominarlas el hardware y el software.
Que un sistema de escritura precisa de hardware es algo obvio: hace
falta algo donde escribir, y algo con lo que escribir. Hoy en día solemos
escribir haciendo marcas con tinta en un papel. La tinta no supone
gran problema; los pintores rupestres del Paleolítico Superior usa-
ban pigmentos que cumplían esa función. El papel es resultado de
una tecnología más avanzada que se desarrolló en China en torno
al comienzo de nuestra era y que se difundió por el resto del mun-
do sólo de manera paulatina. Antes de que el papel se hiciese uni-
versal, se dieron grandes variaciones en cuanto a los soportes sobre
los que la gente escribía: arcilla en Mesopotamia, papiro en Egipto,

63
una breve historia de la humanidad

corteza en Mesoamérica, etcétera. Algunos materiales, como el papi-


ro y la corteza, requerían una preparación muy elaborada, pero otros,
como la arcilla o el bambú, habrían resultado fáciles de usar hasta en
el Paleolítico Superior. E incluso sin ellos, nada impedía a los artis-
tas de entonces añadir rótulos a sus pinturas rupestres. El proble-
ma, pues, no estriba en el hardware.
En cuanto al software, la escritura requiere un sistema con que
representar el lenguaje; en otras palabras, precisa de un medio para
traducir algo que se oye a algo que se ve. Parece fácil, pero del dicho
al hecho hay mucho trecho.
Actualmente, en casi todo el mundo, la gente resuelve el proble-
ma mediante el alfabeto, en cualquiera de sus innumerables varian-
tes. Sin embargo, por mucho que demos el alfabeto por desconta-
do, hay motivos para creer que su desarrollo no fue ni mucho menos
fácil. Hay razones poderosas para sostener la tesis de que los alfabe-
tos humanos son –por emplear el término usado en genética– mono-
filéticos. En la mayoría de los casos, el cotejo minucioso de dos alfa-
betos demuestra con claridad un origen común. Así, el alfabeto que
el lector está leyendo en este preciso instante no es una invención
española, sino que deriva del de los romanos, que lo obtuvieron de
los etruscos, que a su vez lo cogieron de los griegos, que a su vez lo
tomaron de los fenicios, que vivían en la región donde se desarrolló
originalmente en el segundo milenio a. C. En contados casos, las
formas de un alfabeto no muestran un parecido convincente con
otros sistemas de escritura, pero el contexto histórico hace, no obs-
tante, que la difusión por estímulo sea la explicación más probable
(esto es, que alguien sacó de otra persona la idea de escribir, pero
creó un alfabeto de su cosecha). Éste debió de ser el origen de la prin-
cipal familia de alfabetos indios (que datan del siglo iv a. C., o algo
antes) y, sin lugar a dudas, de los georgianos y armenios (que datan
de los siglos iv y v d. C.). En resumidas cuentas, el alfabeto es fruto
de un desarrollo que sólo tuvo lugar una vez en el Viejo Mundo, y
nunca en el Nuevo. Habría que añadir que hizo falta bastante más de
un milenio para que una región que ya estaba familiarizada con la
escritura idease el alfabeto. Es evidente que el análisis fonético de un
lenguaje hablado, análisis del que depende todo alfabeto, resulta algo
muy sofisticado.

64
el surgimiento de la civilización

Los sistemas de escritura más antiguos no son, por supuesto, alfa-


béticos. Lo normal es que sean híbridos; unos signos significan direc-
tamente palabras, mientras que otros significan sonidos (una síla-
ba, por ejemplo). Es probable que esta dualidad refleje el modo en
que se desarrolló el alfabeto en cuestión, aunque el único caso sobre
el que estamos bien informados es el de la escritura cuneiforme de
Mesopotamia, desarrollada a finales del cuarto milenio a. C. y que
probablemente fuese la primera de la historia. Aquí el registro mues-
tra dos etapas fundamentales que condujeron a un sistema de escri-
tura con todas las de la ley. En la primera encontramos figuras de
arcilla que parecen significar animales, mercancías y números. Se
trata de un sistema de representación, pero lo que se representa
no es lenguaje sino las propias cosas. En la segunda etapa, estos sig-
nos aparecen vinculados a palabras determinadas con sonidos deter-
minados; por tanto, también pueden usarse fonéticamente, o com-
plementados con signos estrictamente fonéticos (aunque esto no
sucede en el caso de la escritura china primitiva). Con el tiempo este
proceso lleva al sistema a un punto en el que no sólo existe una for-
ma correcta de entender los signos sino también una forma correc-
ta de leerlos. En ese punto puede afirmarse que estamos ante un
auténtico sistema de escritura que, por regla general, constará de
varios centenares de signos.
El desarrollo de este software exige un esfuerzo mental enorme,
pero, a diferencia de la metalurgia, no existe ningún requisito tecno-
lógico particular para llevarlo a cabo. Entonces, ¿por qué no podría
haberlo hecho alguien mucho antes de los sumerios? La respuesta
es que podrían haberlo hecho perfectamente, e incluso puede que
lo hicieran; los individuos brillantes y excéntricos no pueden ser exclu-
sivos de los últimos cinco mil años. La cuestión es si semejante inven-
ción podría haber cuajado o no. La escritura primitiva es una tecno-
logía que impone un alto precio: tiene que haber una comunidad de
personas que hayan aprendido esos varios centenares de signos. Dos
cosas en particular revelan el carácter oneroso del sistema de escri-
tura en la antigua Mesopotamia. En primer lugar, la escritura en sí
era una profesión, la actividad propia de los escribas (mientras que
hoy es requisito esencial para casi cualquier profesión). En segundo
lugar, a los propios escribas la escritura tampoco les resultaba lo

65
una breve historia de la humanidad

más natural del mundo: además de las tablillas en que registraban


información de utilidad sobre ovejas y trigo, también producían un
gran número de tablillas que simplemente servían como listas de
signos de referencia.
La razón por la que tardó tanto en surgir la escritura ya debería
estar clara. Lo que obstaculizó el proceso no fue la dificultad inhe-
rente a la obtención del hardware ni al desarrollo del software. Más
bien fue la necesidad de una estructura social apropiada. Hacía fal-
ta que alguien tuviese una necesidad acuciante de esta tecnología
de la información y estuviese dispuesto a pagar espléndidamente por
ella sufragando una comunidad de escribas por lo demás improduc-
tivos. Esa necesidad y esa disposición son sellos distintivos de una
sociedad compleja. Hablando en plata, la escritura primitiva presu-
pone un estado poderoso, lo que durante la mayor parte de la histo-
ria humana ha significado una forma u otra de monarquía.
Pero antes de ocuparnos de la monarquía, deberíamos retomar
por un minuto la cuestión del alfabeto. Ni siquiera este sistema de
escritura sale gratis. La naturaleza motiva adecuadamente a nues-
tros hijos a aprender a hablar, pero a escribir aprenden en el mar-
co coactivo del colegio; y aún hoy en día el analfabetismo es un
grave problema en muchos lugares del mundo, mucho más que la
afasia. Con todo, sin lugar a dudas, el alfabeto es mucho más fácil
de aprender que la escritura cuneiforme. Un resultado histórica-
mente significativo de esto es que, con el surgimiento del alfabeto,
la escritura dejó de estar tan ligada a los escribas profesionales y a
las sociedades complejas. En la época preislámica, la Arabia sep-
tentrional era demasiado árida y pobre como para constituir una
sociedad compleja, pero sus rocas están cubiertas de inscripciones
en escritura alfabética.

3. Monarquía

Pájaro Jaguar, situado a la derecha en la figura 9, es todo un rey. Su


prisionero se arrodilla desventurado a sus pies, atado con una soga,
y manifiesta su sumisión tocándose el hombro derecho con la mano
izquierda. De momento lo han dejado con vida, pero lo más proba-

66
el surgimiento de la civilización

Figura 9. Pájaro Jaguar ocupándose de un prisionero.

ble es que sea sometido a sacrificio ritual a su debido tiempo. Un


subordinado permanece discretamente a la izquierda, dejando que
el rey ocupe de manera incontestable el centro de atención.
Para lo que son las civilizaciones precolombinas, esta representa-
ción tampoco es tan antigua. Pájaro Jaguar reinó sobre la ciudad maya
de Yaxchilán en el siglo viii d. C. Pero es fácil recordar una versión
mucho más antigua del mismo tema procedente del otro extremo
del globo: la paleta de Narmer (figura 10). Narmer fue el soberano
de Egipto en torno a 3000 a. C. Aquí, en la izquierda, sujeta al pri-
sionero del pelo (como en ocasiones hacen los monarcas mesoame-
ricanos) y está a punto de golpearlo con una maza; no tendría sen-
tido que hubiese mantenido viva a su víctima, ya que los egipcios no
sacrificaban a sus prisioneros. A la izquierda del rey aparece la humil-
de figura de su portasandalias, y debajo, los cadáveres de otros dos
de sus enemigos. Cada una de estas figuras está identificada por un
rótulo. En cambio, los diez cadáveres decapitados del otro lado de
la paleta (la ilustración de la derecha) no merecen tal tratamiento;
la cantidad va en detrimento de la calidad. En este lado la escala es
mucho menor, pero de nuevo el rey descuella sobre todos los demás,

67
una breve historia de la humanidad

Figura 10. La paleta de Narmer.

incluidos los cadáveres, el sirviente que le lleva las sandalias y los


minúsculos portaestandartes.
¿Realmente capturó Pájaro Jaguar al individuo amarrado, o sim-
plemente se estaba apuntando el mérito, tal y como ha sugerido un
especialista en estudios mesoamericanos? ¿De verdad algún pobre
prisionero pasó los últimos segundos de su vida esperando a que
Narmer le atizase con la maza? Un egiptólogo sostiene que en reali-
dad Narmer no tuvo nada de gran conquistador y que la escena que
tenemos delante no responde en absoluto a ningún acontecimiento
histórico. No hay forma de saber la verdad, como tampoco la hay de
enterarnos de las bromas políticas que sin duda circulaban a la sazón.
Pero si bien la verdad es absolutamente impenetrable, el mensaje está
clarísimo. Un verdadero rey es mayor y mejor que nadie. A diferen-
cia del héroe, que combate en igualdad de condiciones con al menos
algunos de sus adversarios, el rey es el vencedor inevitable de todas
y cada una de las batallas. Infunde terror en el corazón de sus ene-
migos y tarde o temprano los aniquila.
Si los enemigos del rey corren peligro de muerte, sus fieles segui-
dores y obedientes súbditos deberían estar sanos y salvos. En un poe-
ma de más o menos 1800 a. C., el tesorero jefe del rey de Egipto adver-

68
el surgimiento de la civilización

tía a sus hijos en este sentido. Por un lado, habla de la ira del monar-
ca y de sus funestas consecuencias; los rebeldes se quedan sin tumba
y sus cuerpos son arrojados al agua. Por otro lado, hace hincapié en
la misericordia real; el soberano da comida a quienes le sirven y rever-
dece los campos, llenándolos de fuerza y vida. Esta palabrería habría
sido perfectamente inteligible en la antigua Mesopotamia. Allí tam-
poco escasea el puño de hierro: «la maza que controla al pueblo».
Pero también se oye hablar bastante más del guante de seda. Los
soberanos aparecen descritos como pastores: un papel de explota-
dores, pero no de depredadores. Ordeñan las ubres del cielo y traen
la prosperidad. En el prólogo a su famoso código legal, Hammurabi,
monarca de Babilonia en el siglo viii a. C., explica cómo se le requi-
rió «para mejorar las condiciones de vida del pueblo» y «hacer que
la justicia reinase sobre la tierra». Esta jerga real también pone énfa-
sis en la aclamación popular. En el siglo xxiv a. C., Lugal-Zagesi nos
cuenta cómo la tierra se regocija con su gobierno y lo detalla ciudad
por ciudad. Este énfasis en las relaciones públicas puede que refle-
je la estructura política de la antigua Mesopotamia: se componía
de numerosas ciudades-estado cuyas asambleas locales podían inclu-
so escoger un rey. Los monarcas mesopotámicos, al igual que los
egipcios, era mayores y mejores que sus súbditos, pero tal vez se
sentían más obligados a recalcar los servicios que prestaban a fin
de justificar esa diferencia.
Algo en lo que los reyes nunca tuvieron éxito a la hora de marcar
diferencias fue el hecho de que, antes o después, como todo hijo de
vecino, se morían. «¡Vaya! ¿Os lo podéis creer?», exclamó con petu-
lancia un rey franco en su lecho de muerte en el 561 d. C. «¿Qué
clase de rey puede estar a cargo del cielo que esté dispuesto a termi-
nar de esta guisa con grandes monarcas como yo?». Sin embargo,
algo que los reyes podían hacer, y de hecho hacían ante ese insulto
celestial a su dignidad, era gastar ingentes recursos en un intento por
garantizar que, aun muertos, se les tratase como estaban acostumbra-
dos. Las grandes pirámides egipcias del siglo xxvi a. C. siguen sien-
do a día de hoy imponentes monumentos a ese afán póstumo y a su
enorme coste social.
Pero hay otra faceta, más siniestra, de estas prácticas mortuorias
de la realeza que surgió y se extinguió mucho antes de que a los reyes

69
una breve historia de la humanidad

egipcios les diese por construir pirámides. El rey Aha, que reinó en
el siglo xiii a. C. y fue el primer soberano en recibir un sepelio a gran
escala, no emprendió solo el viaje al otro mundo. Entre los que se lle-
vó consigo, es de suponer que sus seguidores, figuraba un número
considerable de jóvenes. Su sucesor, el rey Djer, fue enterrado con
casi seiscientas personas. Esta no era una práctica egipcia. Pocos siglos
después, los entierros de los miembros de la familia real de Ur, en
Mesopotamia, incluían numerosos hombres y mujeres, no digamos
ya animales. A finales del segundo milenio, hay sobradas pruebas de
la misma práctica en China, bajo la dinastía Shang. En todas estas cul-
turas, las costumbres funerales se suavizaron con el tiempo y las prác-
ticas terminaron cayendo en desuso, aunque en 210 a. C. el despia-
dado emperador que unificó China todavía se hizo acompañar en
el trance final de numerosas concubinas. En el Nuevo Mundo la prác-
tica aún estaba vigente cuando llegaron los españoles, a comienzos
del siglo xvi. Cuando el soberano tarasca de Michoacán, en el oeste
de México, murió, se llevó consigo más de cuarenta hombres y muje-
res para que lo sirvieran, incluidos siete nobles, algunos médicos,
un contador de historias y un bufón. Tras emborracharse, se los mata-
ba a garrotazos. La práctica da fe de una concepción de la realeza
que a buen seguro producirá escalofríos a cualquier alma plebeya;
nada indica que el surgimiento de la civilización fuese beneficioso
para los derechos humanos.
Que nadie piense que las drásticas desigualdades sociales son una
innovación de los últimos milenios. Hay una sepultura Paleolítica
en Rusia que data de hace más de 22.000 años en la que dos niños
fueron enterrados con ropas tan elaboradas que incluían varias dece-
nas de miles de abalorios; sólo en la confección de esas prendas tuvie-
ron que invertirse miles de horas. Con todo, el potencial para la
desigualdad en las sociedades humanas debió de aumentar enor-
memente con la aparición de la agricultura y de las invenciones sub-
siguientes, en particular las surgidas en las civilizaciones más anti-
guas. Por consiguiente, en líneas generales, la monarquía avanzada
puede interpretarse como el producto de una creciente complejidad
social, producto que aparece documentado de manera independien-
te en el registro arqueológico de las sociedades que hemos venido
examinando. No es posible, sin embargo, saber exactamente cuán-

70
el surgimiento de la civilización

do y dónde se usaron por primera vez las palabras que cabría tradu-
cir correctamente como «rey».
Con independencia de la antigüedad de sus orígenes, lo cierto
es que la monarquía resultó ser extraordinariamente duradera. En
los últimos milenios la competición entre diferentes sistemas de gobier-
no ha sido enconada y raro ha sido el caso en que una dinastía de
reyes ha durado más de unos pocos siglos. Así y todo, hasta la
Revolución Francesa, la monarquía fue la forma normal de gobier-
no de las sociedades complejas: la caída de un rey o de una dinastía
tarde o temprano derivaba en la ascensión al trono de otro. En el
seno de la institución coexisten con frecuencia, o tal vez siempre, dos
concepciones incompatibles de su naturaleza: una según la cual los
reyes existen por y para sus súbditos y otra según la cual los súbditos
existen por y para sus reyes. Los huesos de los acólitos que acompa-
ñaban a los antiguos reyes en el tránsito al más allá ofrecen un grá-
fico testimonio de la realidad de la segunda.

71
Segunda parte
Los continentes
menores
4

Australia

1. Un continente de cazadores-recolectores

La distribución de las masas terrestres

El Holoceno fue (y por suerte sigue siéndolo) un fenómeno global,


así que lo lógico es analizar la reacción humana al mismo en térmi-
nos globales, que es precisamente lo que hemos hecho hasta ahora.
Empezamos por el Paleolítico Superior, el periodo en que los huma-
nos modernos, en sentido conductual, se extendieron por todos los
continentes del planeta excepto la Antártida. Por último aborda-
mos el surgimiento de la civilización en esos mismos continentes.
Podríamos tratar de seguir por este camino, pero tendríamos que
esperar mucho hasta la aparición del siguiente hito comparable en
importancia, a saber: el proceso mediante el cual las diversas pobla-
ciones mundiales se han integrado –o, por decirlo sin ambages, se
han apiñado– dando lugar a algo parecido a una única sociedad
global. No es fácil determinar cuándo se inició dicho proceso; en este
libro he elegido como punto de partida la expansión islámica, segui-
da de la expansión europea y, finalmente, del surgimiento del mun-
do moderno. Pero entre esas dos historias globales, la inicial y la final,
existe una masa de historia que no encaja bien en semejante marco.
En este punto parece más lógico familiarizarse con las principales
regiones culturales del globo una por una, en lugar de tropezarnos

75
una breve historia de la humanidad

con ellas como fugaces ejemplos decorativos de un relato global.


Así que comenzaremos a recorrer lentamente los continentes meno-
res empezando por Australia para posteriormente desplazarnos de
región en región a través de Eurasia.
Pero antes de dejar a un lado el enfoque global para centrarnos
en Australia, deberíamos aprovechar la oportunidad de examinar la
distribución general de las masas terrestres. (Nos centramos en las
masas terrestres y no en las oceánicas porque, por muy inteligentes
que sean, los mamíferos marinos han dejado que sean sus congéne-
res terrestres los artífices de la historia.) Al contrario que el clima, la
distribución del terreno (véase el mapa 1) es un rasgo estable, y, por
tanto, fiable, del contexto histórico. Los continentes se mueven, es
cierto, pero su deriva es tan lenta que llevan muchos millones de años
ocupando la posición que ocupan actualmente, y ahí habrán de per-
manecer durante bastante tiempo. La única excepción significativa
–desde el punto de vista de la tectónica de placas– es cosmética. El
nivel del mar depende de la cantidad de hielo acumulada en los polos
o alrededor de los mismos; el resultado es que las plataformas conti-
nentales están mucho más expuestas durante las glaciaciones y mucho
menos durante los periodos cálidos como el Holoceno.
Casi todo esto es de sobra conocido, pero para hacernos una idea
de cuán diferente podría haber sido la disposición de los continen-
tes no tenemos más que remontarnos 250 millones de años. Eso
nos llevaría a una de las épocas en que todas las masas terrestres
del planeta estaban reunidas en un solo supercontinente, en este
caso Pangea. Sin embargo, con el tiempo, esta unidad se vio trasto-
cada. Un acontecimiento perturbador fue la separación de Pangea
en dos partes divididas por un océano situado en el medio: Laurasia
al norte y Gondwana al sur. Lo que nos interesa es el destino asimé-
trico de ambas.
Laurasia, bien mirado, ha logrado mantener el tipo bastante bien.
Eurasia sigue siendo con mucho la mayor masa terrestre del globo y
se ha visto aumentada por dos fragmentos considerables de Gondwana:
India, que se desplazó hacia el norte para incrustarse en Asia, y Arabia
y el Creciente Fértil, que más o menos desertaron de África para unir-
se al continente asiático. América del Norte, sin embargo, se ha apar-
tado de Europa, hasta tal punto que en la actualidad está unida a Asia

76
australia

por un puente terrestre que emerge por encima del nivel del mar
durante las glaciaciones. Más al norte, estas masas terrestres rodean
la región polar, aunque sin ocuparla.
La unidad de Gondwana, en cambio, se ha hecho añicos. Además
de las deserciones que acabamos de señalar, un continente ocupa
el Polo Sur, donde desempeña un papel vital a la hora de producir
glaciaciones y de impedir que el mundo sea mucho más caliente de
lo que es; esta ubicación, sin embargo, hace imposible que la Antártida
ejerza papel alguno en la historia de la humanidad. Restan tres con-
tinentes, ninguno de los cuales puede compararse en tamaño con
Eurasia: África, Sudamérica y Australia. La tectónica de placas los ha
dejado en posiciones muy distantes entre sí. En lugar de formar
una unidad coherente, los continentes meridionales están, por así
decirlo, subtendidos de las masas terrestres del hemisferio norte. Así,
África, aunque separada de Europa por los restos de ese océano
medianero (salvo en las ocasiones en que se seca), está casi unida a
Europa por el oeste y literalmente unida a Asia por el este. Sudamérica
lleva unos cuantos millones de años unida a Norteamérica por un
puente terrestre. Australia, el menor de los continentes habitados,
está más aislado. En los periodos glaciales forma una sola masa terres-
tre con Nueva Guinea y Tasmania, mientras que gran parte del sud-
este asiático insular se une a la Eurasia continental; pero ni siquie-
ra en esas ocasiones existe un puente terrestre que una ambos
continentes.
El resultado de estas consideraciones es una serie de asimetrías.
Si comparamos el norte con el sur, observamos mucha más tierra en
el norte, y mucho más consolidada. Si comparamos el este y el oes-
te, observamos mucha más tierra en el Viejo Mundo que en el Nuevo.
Si comparamos la masa de Eurasia con las del resto de continentes,
vemos que no sólo es la mayor sino que también es diferente en cuan-
to a la orientación de su eje, que va de este a oeste, no de norte a
sur. Todas estas asimetrías han ejercido su papel a la hora de forjar
una historia del mundo en la que el norte ha impuesto sus condicio-
nes al sur, el Viejo Mundo al Nuevo, y Eurasia al Viejo Mundo. Pero
afortunadamente para la diversidad histórica, esos efectos sólo han
sido dominantes en los últimos siglos. Esto significa que durante un
largo periodo las culturas humanas fueron mucho más diversas que

77
una breve historia de la humanidad

en la actualidad. La duración de ese periodo debe mucho a la rela-


tiva dispersión de los continentes en la era geológica en curso y a la
pluralidad de los hábitats más o menos separados que eso propició.
Una historia humana que se hubiese desarrollado en Pangea habría
sido algo muy diferente.

La ausencia de agricultura en Australia

¿Cómo sería el mundo en que hoy vivimos si la revolución neolítica


no hubiese tenido lugar, si aún estuviese por venir, o no fuese a suce-
der jamás? La pregunta resulta ociosa, pero gracias a la dispersión de
los continentes podemos sacarle partido a una pequeña escala. En
varias partes del mundo ha habido regiones donde los cazadores-reco-
lectores han prevalecido hasta la época moderna, como en buena
parte de América. Más útil aún es el caso de Australia, que nos pro-
porciona un experimento en el que unos cuantos cientos de miles de
cazadores-recolectores disfrutaron de todo un continente para ellos
solos hasta el siglo xviii. ¿Y qué hicieron con él?
Lo primero que deberíamos preguntar es por qué no hubo agri-
cultura en Australia antes del siglo xviii. Uno de los motivos resulta
obvio: el aislamiento del continente redujo enormemente las pro-
babilidades de que la agricultura llegase del exterior. Este aislamien-
to viene de muy lejos. La llamada gran Australia –la suma de Australia,
Nueva Guinea y Tasmania– lleva unos 70 millones de años separada
de cualquier otro continente a excepción de la Antártida. Desde
que se separó de la Antártida se ha acercado al sudeste asiático pero,
como ya hemos señalado, las dos masas continentales permanecen
separadas por mar abierto aun durante las glaciaciones. En conse-
cuencia, pocos mamíferos terrestres placentarios hicieron esa trave-
sía antes de la época moderna; murciélagos, roedores, humanos y
perros fueron la excepción. Esto a su vez explica que Australia aún
conservase numerosas especies de mamíferos no placentarios, en par-
ticular marsupiales, cuando los primeros seres humanos llegaron al
continente. Sudamérica, en cambio, había perdido la mayoría de sus
marsupiales varios millones de años antes, cuando se formó el puen-
te terrestre que hoy la une con Norteamérica.

78
australia

En épocas recientes hubo contactos entre partes de Australia


septentrional y las islas situadas más al norte. También se entabla-
ron relaciones entre las tribus de la península del cabo York y los isle-
ños del estrecho de Torres; pero es poco probable que daten de más
de unos pocos milenios y su impacto ha sido limitado en el plano geo-
gráfico. Más al oeste se llevaban a cabo expediciones anuales desde
Macasar (en la isla de Sulawesi) a Arnhem Land con el fin de reco-
lectar babosas marinas para el mercado chino, pero esta actividad
parece ser aún más reciente, tal vez del siglo xviii como mucho. Lo
que realmente marcó el fin del aislamiento australiano no fueron
estos contactos marginales en las regiones tropicales del norte, sino
la llegada de los europeos a las regiones templadas del sur, que dio
comienzo con los viajes de los navegantes holandeses del siglo xvi.
Posteriormente, en 1788, los ingleses establecieron su primer asen-
tamiento en Sydney, en el sudoeste de Australia. A partir de enton-
ces, dos siglos de colonización redujeron drásticamente la población
nativa y pusieron fin al estilo de vida cazador-recolector que el aisla-
miento había protegido durante tanto tiempo. Así concluyó otro de
los experimentos amorales de la naturaleza.
Un segundo motivo por el que la agricultura y la ganadería no
aparecieron en Australia antes de la época moderna es que el conti-
nente constituía un entorno claramente hostil para su surgimiento
independiente. Australia, bastante plana y sumamente erosionada,
apenas presenta alteraciones geológicas recientes. A lo largo de la
costa oriental hay altiplanicies, pero las únicas montañas verdadera-
mente imponentes están en Nueva Guinea, que se quedó aislada de
Australia por una subida del nivel del mar hacia 7000 a. C. Esta pasi-
vidad geológica ha tenido como efecto limitar la formación del sue-
lo, una de las razones por las que Australia no es particularmente fér-
til. Otra razón es que gran parte de su territorio es árida, por no decir
desértica, sobre todo en el centro y en el oeste (véase mapa 2), e inclu-
so en las regiones donde más llueve las precipitaciones son incier-
tas. Estas condiciones impusieron considerables limitaciones a la
flora y fauna autóctonas. Había bosques, principalmente en la costa
este, donde las altiplanicies provocaban lluvia. Pero las praderas no
eran muy extensas. Además, los mamíferos no placentarios de mayor
tamaño, muchos de ellos marsupiales herbívoros, se extinguieron tras

79
una breve historia de la humanidad

la llegada de los seres humanos, muy probablemente por causa de


eso. En general, no había mucho que domesticar.
Estas condiciones no significan que la agricultura y la ganadería
no podrían haber surgido de manera independiente en Australia,
como también podrían haber surgido en el seno de una población
estrechamente relacionada en un entorno bastante diferente como
es el de las tierras altas de Nueva Guinea. Lo que significan es que
ese surgimiento era un acontecimiento muy improbable. Por tanto,
no es de extrañar que no tuviese lugar antes de que los europeos
introdujesen su propio repertorio de plantas y animales domestica-
dos en la época moderna.

Una introducción a la prehistoria australiana

La historia de los seres humanos en Australia hasta el siglo xviii fue,


en consecuencia, una historia de cazadores-recolectores y, precisa-
mente por eso, una historia sin metalurgia, ni ciudades, ni reinos,
ni documentos escritos. Los australianos tampoco practicaban la
alfarería. Todo esto significa que, durante la mayor parte de su trans-
curso, sólo podemos hacernos una idea de la prehistoria australia-
na basándonos en el mismo tipo de fuentes que poseemos para estu-
diar el Paleolítico Superior europeo, esto es: abundantes útiles de
piedra, algunos restos óseos, algo de arte rupestre y cosas por el esti-
lo. Podemos sintetizar en unas pocas palabras las líneas generales
de esa situación.
Está más que demostrado que hace unos 40.000 años ya había seres
humanos en Australia. Las teorías que adelantaron en 20.000 años
esa fecha no se han confirmado y otras fechas aún más antiguas se
han desestimado. Esto otorga a los humanos modernos la misma anti-
güedad en Australia que en Europa. Habida cuenta de que tuvieron
que cruzar el mar desde el sudeste asiático para llegar a la Gran
Australia, por fuerza tuvieron que emplear algún tipo de balsa o
barca; la deducción se ve confirmada por el hecho de que en ese mis-
mo periodo también fueron capaces de colonizar islas situadas al este
de Nueva Guinea. Hace unos 30.000 años los humanos ya se habían
extendido por Australia, aunque posiblemente no penetrasen en

80
australia

Mar de Arafura Estrecho NUEVA


I N D O N E S I A de Torres GUINEA

Mar de Timor TIERRA DE PENÍNSULA DEL


ARNHEM CABO YORK
Golfo de
Carpentaria
OCÉANO
PACÍFICO
OCÉANO
ÍNDICO

A
Alice Springs

r
a
n
d
a
a
an
A r ab

Río
Mu
rra Sydney
y

VEGETACIÓN AUS ALPES

an
TRALIA
NOS

asm
Praderas Matorral

eT
0 200 millas
Bosque claro Bosque denso
rd
0 200 kilómetros
Ma
Fronteras actuales TASMANIA

Sulawesi
Ecuador (Célebes)

Nueva Guinea
INDONESIA
Macasar

Mar de Arafura
Mar de MAPA 2.
Timor
OCÉANO AUSTRALIA
15°S

ÍNDICO Mar del


Coral SIGLO XVIII

Trópico de Capricornio

AUSTRALIA CLIMA
30°S

Tropical
Sydney
Húmedo

OCÉANO DEL SUR Mediterráneo


0 500 millas
Mar de
Tasmania Semiárido
0 500 kilómetros
Tasmania
45°S

120°E 135°E 150°E


Árido

81
una breve historia de la humanidad

las regiones más áridas del interior hasta el Holoceno. Al igual que
en la Europa del Paleolítico Superior, hay hallazgos dispersos que lla-
man la atención: se han encontrado, por ejemplo, algunos de los aba-
lorios más antiguos del mundo y varias hachas con mango de gran
antigüedad (hachas rudimentarias con empuñaduras de madera; un
ejemplar en concreto, que data de hace unos 30.000 años, se pare-
ce mucho al tipo de hacha que aún se usaba en el siglo xix). En
particular, tenemos la suerte de que ciertos utensilios de madera que
datan de hace 12.000 años hayan sobrevivido en una ciénaga, inclui-
dos los primeros bumeranes conocidos. Pero no estamos en condi-
ciones de ofrecer una descripción completa de esos australianos
primitivos.
El registro arqueológico de los últimos milenios es mucho más
rico, aunque no resulta fácil interpretarlo. Que las pruebas materia-
les sean más abundantes no implica necesariamente que se hayan
producido cambios: como es lógico, los artefactos que datan del pasa-
do reciente tienden a estar mejor representados porque no han teni-
do que sobrevivir tanto tiempo. Sin embargo, sí parece que los últi-
mos milenios, aunque siguiesen siendo una continuación del estilo
de vida cazador-recolector que se impuso en Australia hace unos
40.000 años, fueron notablemente diferentes de épocas anteriores.
El tema resulta un tanto desconcertante y será mejor que posponga-
mos su análisis hasta haber examinado detenidamente algunos úti-
les de piedra que reflejan ese cambio; así lo haremos en la última par-
te de este capítulo. Mientras tanto, vamos a aprovecharnos del hecho
de que, cuando la agricultura y la ganadería llegaron por fin a
Australia, llevaban tras de sí a la etnografía. La arqueología, a fin de
cuentas, es una ciencia un poco deprimente; en cambio, los etnólo-
gos, a diferencia de los arqueólogos, pueden describirnos cómo le
va la vida a la gente objeto de sus estudios.

2. El matrimonio entre los aranda

A finales del siglo xix los aranda formaban una de las mayores tri-
bus (o grupos étnicos, si se prefiere) de Australia central. Eran como
mínimo dos mil individuos diseminados por un territorio de unos

82
australia

cuantos centenares de kilómetros en la árida región en torno a Alice


Springs. Se dividían en grupos territoriales que podían acampar jun-
tos, pero lo más frecuente es que grupos de una o dos familias se
desplazasen en solitario. En un día normal las mujeres salían a reco-
ger semillas o a escarbar en busca de lagartos y hormigas de la miel;
los hombres podían ir a cazar canguros o emús o quedarse durmien-
do en el campamento. No tenían casas ni tiendas sino que emplea-
ban cobertizos como barreras contra el viento. Iban prácticamente
desnudos. El grueso del utillaje de una mujer podía consistir en un
palo para escarbar, una artesa de madera para acarrear cosas y un
par de piedras de afilar. Los hombres llevaban lanzas, azagayas (en
uno de cuyos extremos acoplaban un trozo afilado de pedernal o de
cuarcita), escudos, hachas y cuchillos de piedra con mangos y bume-
ranes. Fuera de esos utensilios esenciales, los aranda no cargaban
con muchas cosas ni guardaban nada, salvo ciertos objetos sagra-
dos asociados con grupos totémicos. Este inventario de cultura mate-
rial resulta instructivo. En circunstancias normales, los elementos
de la cultura aranda que más probabilidades tendrían de haber sobre-
vivido al paso de los siglos y de resultar reconocibles a los arqueó-
logos del futuro habrían sido los útiles de piedra. Hasta el nombre
de la tribu se habría perdido con el correr del tiempo. Pero he aquí
que llegaron los europeos. Este acontecimiento fue catastrófico para
los aranda; nosotros, en cambio, tenemos la suerte de que su cultu-
ra tradicional se estudiase minuciosamente y se registrase antes de
su desaparición.
Como se deduce claramente de las líneas anteriores, la sociedad
aranda era muy simple en términos materiales; luego cabría esperar
encontrarse con la misma simplicidad en el plano no material de su
cultura. En gran medida es así. La autoridad política, por ejemplo,
era prácticamente inexistente. Un hombre podía hacerse acreedor
del respeto de sus semejantes en virtud de sus dotes para la caza o la
pesca, o de su conocimiento de las tradiciones tribales. Un indivi-
duo así ejercería influencia, sobre todo si también desempeñaba la
función de líder de un grupo totémico. Pero no existían jefes.
Asimismo, los miembros destacados de diferentes grupos podían reu-
nirse para resolver problemas y tomar decisiones, pero no había
una autoridad que abarcase a la tribu en su totalidad. Otro ejemplo

83
una breve historia de la humanidad

de simplicidad cultural, y de lo más sorprendente, es el sistema numé-


rico de los aranda (aunque en Australia no tenía nada de insólito).
Sólo había dos números con un nombre específico: «uno» y «dos».
A partir de ahí los aranda empleaban una forma de aritmética bina-
ria para contar un poco más: el tres se decía «dos y uno», el cuatro,
«dos y dos», y el cinco, de vez en cuando, «dos y dos y uno». De ahí
en adelante simplemente hablaban de «muchos».
En una sociedad así, lo lógico sería esperar que las reglas relati-
vas al matrimonio fuesen igual de simples. Lo único que de verdad
haría falta sería algún tipo de ley que tuviese el efecto de evitar exce-
siva endogamia. Una forma sencilla de hacerlo habría sido prohibien-
do a la gente a casarse con miembros del mismo grupo totémico.
Según la mitología aranda, estos grupos se originaron al principio
del mundo, cuando ciertos seres se dedicaron a convertir a diversos
animales y plantas en humanos; en cada caso, el grupo resultante reci-
bía el nombre del animal o planta a partir del cual habían sido meta-
morfoseados: el pueblo emú, el pueblo larva, etcétera. Por ejemplo,
había grupos del pueblo emú desperdigados por diversos lugares del
territorio de la tribu, cada uno de los cuales contaba con su líder ritual
y sus objetos sagrados, y constituía el núcleo de un grupo local. Los
grupos totémicos también se daban en otras tribus, cuyas reglas nor-
malmente prohibían los matrimonios entre miembros del mismo gru-
po. Entre los aranda, sin embargo, el grupo totémico no tenía nin-
guna influencia en las normas que regulaban el matrimonio. Existía
una regla de efecto comparable que obligaba a buscar esposas en dife-
rentes lugares y familias, pero no tenía nada que ver con los grupos
totémicos.
Las principales normas que regulaban el matrimonio eran bastan-
te diferentes. El punto de partida era la división de la tribu en dos
mitades. Estas mitades constituían un rasgo muy significativo de la
estructura social; por ejemplo, determinaban quién tomaba partido
por quién en caso de conflicto, así como la disposición de los gran-
des campamentos (que obedecía a reglas muy complejas). La divi-
sión en mitades era algo común en las tribus australianas y lo nor-
mal es que tuviesen nombres. En el caso de los aranda, sin embargo,
no era así. Siguiendo el ejemplo de su aritmética binaria, vamos a
referirnos a las dos mitades como 0 y 1. En su forma más simple, la

84
australia

regla matrimonial exigía que la gente se casase con integrantes de


la otra mitad y asignase los hijos resultantes de un matrimonio a la
mitad del padre. Aunque puede parecer un poco complicado incluir
ambos grupos totémicos y mitades en una misma estructura social,
la regla matrimonial, tal y como la hemos definido, resulta fácil-
mente comprensible.
Pero esto era demasiado simple para los aranda, que fueron más
allá y dividieron cada mitad en dos secciones. Estas secciones sí tenían
un nombre, pero sigamos con nuestra notación binaria: la mitad 0 se
dividía en las secciones 00 y 01; la mitad 1, en las secciones 10 y 11.
Ahora, la regla matrimonial, reformulada a fin de tomar en conside-
ración las cuatro secciones, dictaminaba que un individuo pertene-
ciente a una de las secciones de una mitad se casase con un miembro
de la sección correspondiente de la otra: los 00 con los 10, los 01 con
los 11, y viceversa. Los hijos se quedaban en la misma mitad que el
padre, sólo que en la sección opuesta; por ejemplo, si el padre era de
la sección 00, el hijo se asignaba a la 01.
Según el mito tribal, el reglamento matrimonial fue ideado por
el pueblo emú en los albores de la historia de la tribu. Cuatro gru-
pos locales tomaron parte en su elaboración, dos en el sur y dos en
el norte. El líder de uno de los grupos del sur propuso el sistema
tradicional y los grupos del sur lo adoptaron. Pero los líderes de los
grupos del norte, que eran más sabios de lo normal, condenaron el
plan y en su lugar propusieron uno más complejo con el fin de «arre-
glar las cosas». Los cuatro líderes se reunieron y decidieron adoptar
el nuevo plan. Se celebró una gran ceremonia de iniciación al tér-
mino de la cual todos los miembros de la tribu se pusieron en pie y
se redistribuyeron las mujeres de acuerdo con el nuevo reglamento.
Nada indica, por cierto, que las mujeres tuviesen ni voz ni voto a la
hora de tomar estas decisiones.
Lo que hizo el nuevo sistema fue dividir cada sección en dos sub-
secciones, de manera que, en total, eran ocho las subsecciones, aun-
que los aranda no estuviesen en condiciones de explicarlo así. Los
aranda del norte pusieron nombres a las subsecciones, mientras que
los del sur no, hecho éste que sin duda guarda relación con los res-
pectivos papeles de los grupos del norte y del sur en la formulación
del mito. Pero, ¿cómo funcionan las subsecciones? Si el lector consi-

85
una breve historia de la humanidad

gue soportarlo, ampliemos la notación binaria hasta un tercer dígi-


to: la subsección 001 es la subsección 1 de la sección 0 de la mitad 0.
En términos de esta notación, la regla matrimonial estipula que uno
debe casarse con alguien de la correspondiente subsección de la corres-
pondiente sección de la mitad opuesta, por ejemplo: los miembros
de la 000 se casan con los de la 100; los de la 001, con los de la 101, y
así sucesivamente. Pero, ¿qué ocurre con los hijos? Depende de la
mitad a que se pertenezca. Como antes, supongamos que uno es el
padre. Si está en la mitad 1, el hijo se asignará a la subsección corres-
pondiente de la otra sección de la misma mitad (o sea, que si el padre
es de la 100, el hijo se quedará en la 110). Pero si uno es de la mitad
0, entonces el hijo será de la otra subsección de la otra sección de la
misma mitad (esto es, si el padre es de la 000, el hijo será de la 011).
Si el lector es lúcido y se le dan bien las matemáticas, no le costará
entender cómo funciona todo esto desde el punto de vista de la mujer;
recordemos que las reglas son unisex con respecto al matrimonio en
sí, pero no a la asignación de los hijos.
Hay un último detalle acerca de estas normas. Otras tribus tenían
sistemas diferentes, lo cual podía suscitar problemas. Por ejemplo,
podría darse el caso de que un hombre de otra tribu se instalase entre
los aranda trayendo a su esposa consigo o casándose con una mujer
de su tribu de adopción; o bien, una mujer de otra tribu podría ser
hecha prisionera y serle asignada como esposa a un hombre aranda.
Esas otras tribus también tenían sus reglas matrimoniales, pero eran
diferentes. Lo que hacía falta para que las cosas funcionasen correc-
tamente era una serie de convenciones que pusieran en relación unos
reglamentos con otros.
En el sur, por ejemplo, los aranda eran vecinos de los arabana.
Parece ser que el matrimonio entre los arabana era más sencillo
que entre los aranda. Había dos mitades, cada una con su propio
nombre, y lo único que había que hacer era casarse con un miem-
bro de la otra mitad; a diferencia de las normas de los aranda, las de
los arabana asignaban los hijos a la mitad de la madre. No existían
secciones, no digamos ya subsecciones. Entonces, ¿cómo se las arre-
glaban los aranda para conciliar armoniosamente los dos sistemas?
Gracias a Dios, la solución se refiere tan sólo a mitades y secciones.
Supongamos que un hombre arabana se va a vivir, con o sin mujer,

86
australia

con los aranda; los viejos deciden a qué sección se le asigna.


Imaginemos que lo asignan a la sección 01; su esposa (tanto vieja
como nueva) pertenecerá a la sección 11, y sus hijos a la 00. Ahora
viene lo ingenioso. Mientras que para los aranda la relación entre
secciones y mitades está determinada (la mitad 0 consiste de 00 y
01; la 1, de 10 y 11), para los arabana es arbitraria, siempre que mari-
do y mujer pertenezcan a mitades diferentes. Y nos valemos de esta
libertad para efectuar una transposición y asignar la sección 00 de los
aranda a la mitad 1 de los arabana (y, análogamente, la sección 10
de los aranda a la mitad 0 de los arabana). Volvamos ahora al ejem-
plo del hombre de la 01 con una mujer de la 11 e hijos de la 00. Si
analizamos esta situación desde el punto de vista del reglamento
arana, los hijos están en la mitad del padre; pero si la analizamos
desde el punto de vista del reglamento arabana, están en la mitad
de la madre. Todo el mundo está satisfecho.
No poseemos un conocimiento directo de la historia del siste-
ma aranda. Las subsecciones dominaban una gran área del norte
de Australia y los aranda ocupaban el límite meridional; aunque
en esa región se hablaban muchos lenguajes distintos, los nombres
de las subsecciones llaman la atención por su uniformidad. Este
hecho indica que estamos ante un sistema que se originó en un
lugar en concreto y se extendió a otros en fechas bastante recientes.
De hecho, existen motivos para creer que las subsecciones podrían
haber surgido de la interacción entre dos tribus, cada una de las
cuales tenía cuatro secciones. Estos sistemas seccionales son un
fenómeno generalizado en toda Australia. Pero, ¿cuándo y cómo
se crearon? ¿A resultas de la fusión de dos sistemas de mitades
preexistentes? Y si fue así, ¿por qué en todos los casos se impuso
el sistema más elaborado?
Si esta exposición de las reglas matrimoniales de los aranda nos
resulta desconcertante, demos gracias de vivir en una sociedad que,
en este sentido, es muchísimo más simple. Tanto si se han captado
los detalles como si no, lo que debería estar claro a estas alturas es
que en esta parcela de su cultura los aranda operaban un sistema de
considerable complejidad. Y no era la única de esas parcelas; su vida
ritual también era increíblemente complicada y le dedicaban mucho
tiempo y energía. Evidentemente, esta complejidad era compatible

87
una breve historia de la humanidad

con las circunstancias materiales de su existencia y, sin lugar a dudas,


algunos aspectos de aquélla les reportaban beneficios de índole mate-
rial. Pero no hay manera de ofrecer una explicación cabal de la natu-
raleza de sus reglas matrimoniales basándose exclusivamente en dichas
circunstancias (el sistema de subsecciones se daba tanto en el norte
tropical como en las áridas regiones centrales de Australia, dos entor-
nos dispares a más no poder). Los aranda perfectamente podrían
haber solventado estas cuestiones de forma diferente, tal y como hicie-
ron otros cazadores-recolectores que figuran en el registro etnológi-
co. Los bosquimanos de África meridional, por ejemplo, no tienen
mitades, ni secciones, ni subsecciones. La disponibilidad matrimo-
nial suele depender de una distinción entre relaciones jocosas (en
las que uno puede mostrarse pícaro y lascivo) y relaciones esquivas
(en las que uno ha de mostrarse respetuoso y distante). Ambos siste-
mas hunden sus raíces en complejas estructuras algebraicas de paren-
tesco, pero las ramas son claramente diferentes.
Todo esto demuestra que las sociedades cazadoras-recolectoras
poseían un potencial para la diversidad y las innovaciones cultura-
les aparentemente superfluas que mal cabe inferir de sus restos
materiales. Como conclusión a propósito de los cazadores-recolec-
tores, el dato no tiene nada de trivial: la abrumadora mayoría de
ellos vivieron en épocas prehistóricas y, por tanto, sólo los conoce-
mos gracias a esos restos. Pero la cuestión también se puede enfo-
car desde otro punto de vista. Los seres humanos, al parecer, tene-
mos una capacidad bastante sorprendente para vincularnos los unos
con los otros a base de idear reglas enrevesadas y, en última ins-
tancia, arbitrarias. Entre los aranda esta tendencia se salió de madre
aun en ausencia de las prestaciones más elementales de una socie-
dad agrícola. Esta coexistencia de complejidad cultural y simplici-
dad material revela con extraordinaria claridad uno de los com-
ponentes fundamentales de las sociedades humanas. La pregunta
que hemos de formularnos es adónde llevaría este talento para la
elaboración de reglas extravagantes cuando los seres humanos, o
al menos algunos de ellos, adquiriesen los suficientes recursos mate-
riales como para dotar a la sociedad de la plasticidad que nunca
tuvo en el caso de los aranda.

88
australia

3. Puntas talladas y otras novedades

Volvamos a la arqueología y retomemos el tema de lo acontecido


en Australia en los últimos milenios. La figura 11 muestra útiles de
piedra australianos de dos periodos diferentes. Los de la izquierda
son cotillos de hacha de borde afilado; datan del Pleistoceno y tie-
nen de 18 a 20.000 años de antigüedad. Los de la derecha son pun-
tas de lanza talladas; pertenecen al Holoceno y datan del último mile-
nio a. C.
Aunque las funciones de ambos tipos de utensilios son muy dife-
rentes, cuesta no advertir el significativo contraste. Comparados entre
sí, los de la izquierda parecen primitivos, mientras que los de la
derecha resultan avanzados. La calidad del trabajo es mucho mayor,
las piezas son más delicadas y de menor tamaño; no hay constancia
de algo semejante en todo el Pleistoceno australiano. Estas puntas
talladas no son, en absoluto, flor de un día. Se calcula que aparecie-
ron en torno al cuarto milenio a. C. y que empezaron a desaparecer
en el primero; son muy frecuentes en el norte y sur de Australia, pero
no en el este ni en el oeste. Es más, para los arqueólogos apenas son
un elemento más de un aluvión de utensilios de piedra que apare-
cen, y a veces desaparecen, en diferentes épocas y lugares de Australia
a lo largo de los últimos milenios (aunque no en Tasmania, que que-
dó aislada del continente a consecuencia de una subida del nivel
del mar hace unos 14.000 años). Para nuestros propósitos basta con
este ejemplo. La cuestión es, ¿cómo vamos a explicar la proliferación
de tales novedades en el registro lítico?
Antes de intentarlo, deberíamos hacer lo posible por situar esos
cambios líticos en el contexto más amplio de los últimos milenios
de prehistoria australiana.
La arqueología ha hecho varias contribuciones en este sentido.
La primera es que ahora los humanos aparecen en lugares donde
no se los encontraba anteriormente: en los «Alpes australianos», situa-
dos en las tierras altas del sudeste, por ejemplo, o en las pequeñas
islas cercanas a la costa australiana (en Tasmania la presencia huma-
na también se hizo más extendida). La segunda es que hay motivos
para creer que la explotación humana del medio se hizo más inten-
siva. Ejemplo de ello son las pruebas de un aumento en la recolec-

89
una breve historia de la humanidad

Figura 11. Útiles de piedra australianos del Pleistoceno.


Derecha: Holoceno inferior.

ción de semillas en los últimos dos mil años, una práctica que absor-
be mucha mano de obra y que viene certificada por las piedras de
moler que han llegado hasta nuestros días; hay quien sostiene que
la sociedad aranda tal y como la conocemos no podría haber existi-
do sin el desarrollo de esa actividad. Otro ejemplo lo constituyen
los grandes cementerios que indican la presencia de poblaciones más
densas de lo habitual que vivían de explotar los recursos del río Murray,
al sudeste del país (una densidad que, en su debido momento, tuvo
que hacer de estas sociedades una presa fácil para los gérmenes del
Viejo Mundo). La tercera contribución es la llegada de un nuevo
mamífero procedente del sudeste asiático. El dingo desciende del
perro domesticado del sudeste de Asia que, a su vez, es de origen
indio. Al llegar a Australia se asilvestró, pero algunos grupos huma-
nos adoptaron dingos y los usaron como perros de caza. El primer
indicio fósil de la presencia del dingo en Australia data más o menos
de 1700 a. C.; la prueba se recogió en el sur, aunque a buen seguro
el animal tuvo que entrar en el continente por el norte. Una vez asen-
tado, parece ser que añadió un par de especies más a la lista de mar-
supiales extinguidos en la Australia continental.

90
australia

Las relaciones que las lenguas australianas guardan entre sí tam-


bién pueden aportarnos algo acerca de la prehistoria; éste es otro
de esos testimonios del pasado que nuestro historiador musulmán
Tabari nunca pensó en utilizar. Cuando llegaron los europeos pue-
de que en Australia hubiese unas 250 lenguas distintas; en la actua-
lidad este número se ha visto mermado considerablemente, pero algo
se sabe de los muchos idiomas que se han perdido. Hasta ahora los
lingüistas no han logrado reducirlos a ningún tipo de árbol genea-
lógico (lo que contrasta, por ejemplo, con el éxito que han tenido a
la hora de demostrar que el inglés, el alemán y el holandés descien-
den de una única protolengua, el germánico occidental). Sin embar-
go, las lenguas australianas comparten algunos rasgos, como la ausen-
cia del sonido «s», y la inmensa mayoría de ellas tienen mucho en
común. Por razones en las que no hace falta que ahondemos, esta
mayoría se denomina Pama-Nyungan y cubría toda la Australia con-
tinental excepto el noroeste, donde lo normal eran las lenguas no
Pama-Nyungan. La pregunta es qué proceso pudo generar los rasgos
comunes de las Pama-Nyungan.
Una posibilidad es que los rasgos en cuestión perteneciesen ori-
ginariamente a una única lengua que se hablase en un lugar y momen-
to determinados, y que los hablantes de dicha lengua, o su cultura,
se expandiese por casi toda Australia a expensas de otros pueblos o

91
una breve historia de la humanidad

culturas. Con el paso del tiempo, el idioma Pama-Nyungan primige-


nio se habría fragmentado en un montón de dialectos locales que
habrían ido divergiendo paulatinamente unos de otros. Lo importan-
te de esta hipótesis es que para que ese residuo de rasgos comunes
resulte perceptible en épocas modernas, la expansión y desintegra-
ción del Pama-Nyungan debería haber tenido lugar en los últimos mile-
nios. Esto podría concordar con el registro arqueológico.
La otra posibilidad es que los rasgos comunes de las lenguas Pama-
Nyungan no indiquen un linaje común, sino que sean más bien resul-
tado de un proceso de contagio entre lenguas vecinas. La arqueolo-
gía nos muestra que los objetos materiales recorrían largas distancias
en la Australia prehistórica, sin duda como consecuencia de dona-
ciones o trueques entre tribus. La etnografía confirma este hecho y
le añade elementos culturales: una danza, por ejemplo, podía trans-
mitirse a lo largo de enormes distancias, tal y como al parecer suce-
dió con el sistema de subsecciones. Existía hasta un comercio de medi-
cinas. Con este tipo de interacciones, los rasgos lingüísticos podrían
haber pasado perfectamente de tribu en tribu y, tal vez, al cabo de
un periodo prolongado, haberse hecho característicos de la mayo-
ría de lenguas australianas. Esto también resulta interesante, pero
más por sus implicaciones espaciales que por las temporales.
¿Cómo integramos todo esto? Depende de una serie de cues-
tiones.
Una es hasta qué punto queremos interpretar todos estos fenó-
menos como aspectos de una sola historia. La opción más conserva-
dora sería descartarlos por no guardar ninguna relación entre sí: con-
siderar que el dingo fue una importación aislada, que las tecnologías
líticas no estaban relacionadas ni siquiera entre ellas, que la explo-
tación más generalizada e intensiva del medio fue simplemente resul-
tado de desarrollos locales distintos, y que los rasgos comunes de las
Pama-Nyungan son consecuencia de un proceso de contagio. La opción
más audaz sería ver todos los fenómenos como facetas de un único
proceso. Hasta el desarrollo de las estructuras sociales más intrinca-
das, como las que hemos analizado en el caso de los aranda, podrí-
an encajar en el esquema.
Otro asunto es cuánta importancia conceder al contacto con el
sudeste asiático. Es evidente que tuvo que darse tal contacto toda vez

92
australia

que el origen foráneo del dingo está fuera de toda duda, pero es igual-
mente evidente que no fue lo bastante estrecho como para propiciar
la introducción de la agricultura. La cuestión clave es si deberíamos
atribuir a dicho contacto el cambio en los útiles de piedra. Por poder,
podríamos atribuírselo perfectamente: la tecnología lítica correspon-
diente se hallaba presente en el sudeste asiático en la época en cues-
tión. Pero tal vez prefiramos ver la prehistoria australiana como un
proceso que se desarrolló en un total aislamiento.
Una última cuestión depende de nuestro gusto en materia de cau-
sas. En el caso que nos ocupa, lo más fácil de apreciar es la tangible
novedad de los útiles de piedra. Entonces, las nuevas pautas de explo-
tación del medio, ¿respondían a esa mejora tecnológica? ¿Y no pudo
la lengua Pama-Nyungan haberse difundido con ella? Por lo que sabe-
mos, sin embargo, el factor de cambio clave bien pudo radicar en
algún aspecto social o cultural arqueológicamente invisible. Si que-
remos ir sobre seguro, probablemente deberíamos optar por la hipó-
tesis de la interacción de múltiples factores; puede que semejante
afirmación no arroje mucha luz sobre nada, pero al menos es difícil
de rebatir.
A falta de pruebas irrefutables, tanto en esta como en muchas otras
cuestiones similares, la decisión es particular de cada uno. Con todo,
los últimos milenios del experimento australiano arrojan dos conclu-
siones muy claras. La primera es que la condición de cazador-reco-
lector no impide que se produzcan cambios materiales ni culturales
con todo el aspecto de constituir progreso. La segunda es que, sin la
aparición de la agricultura, tales cambios no darán lugar a ciudades,
reinos ni nada por el estilo.

93
5

América

1. De Alaska a Tierra del Fuego

La llegada de los seres humanos al continente americano a finales


del Pleistoceno los introdujo en un mundo de características muy
diferentes a las de Australia. Mientras que ésta es una isla, la América
del Sur y la del Norte están permanentemente unidas en la actual
era geológica, y la segunda, a su vez, estuvo unida a Asia durante los
periodos glaciales. Igual de sorprendente resulta el contraste en cuan-
to a variedad climática. Australia está confinada en franjas templa-
das y tropicales dentro de un único hemisferio; América del Norte
se extiende hasta el corazón de la región ártica y sólo unos centena-
res de kilómetros separan el extremo de América del Sur de la
Antártida. Pero en la competición intercontinental no todas las ven-
tajas están del lado americano. Aunque América es mucho más rica
que Australia en cuanto al número de franjas climáticas que contie-
ne, ninguna de éstas posee una longitud comparable con las de
Eurasia. Este dato es importante, habida cuenta de que las innova-
ciones –fundamentalmente el cultivo de especies vegetales, pero tam-
bién otras cosas– se difunden con mayor facilidad dentro de una mis-
ma franja climática que de una franja a otra. Desde Alaska hasta Tierra
del Fuego son 13.500 kilómetros ininterrumpidos de superficie terres-
tre; de este a oeste, sin embargo, las dimensiones del continente ame-
ricano resultan mucho menos impresionantes: en torno a 4.800 kiló-
metros en su punto más ancho. Por sí sola, esta configuración tan

95
una breve historia de la humanidad

particular no nos revela gran cosa acerca del hábitat que los seres
humanos se encontraron cuando llegaron a América, pero sí que per-
mite una primera aproximación. Podemos empezar a preguntarnos
cómo les iría a las sociedades humanas en semejante entorno.
Pero antes de introducir el elemento humano, deberíamos esbo-
zar con un poco más de detalle la geografía americana (véase mapa
3). Lo que más nos interesa es el Holoceno (las condiciones de perio-
dos anteriores eran bastante diferentes). Dado que la figura es apro-
ximadamente simétrica, comencemos por el medio. Aquí, como en
el Viejo Mundo, nos encontramos con una ancha franja tropical que
contiene grandes extensiones de selva (aunque habrían sido mucho
menores durante la última glaciación a causa de las condiciones mucho
más áridas de ésta). Esta distribución de la franja tropical entre las dos
Américas es, sin embargo, de lo más inusual. América del Sur se lle-
va la mejor parte, ya que se extiende a ambos lados del ecuador y alcan-
za su mayor anchura en los trópicos; América del Norte, en cambio,
sólo roza la región tropical con su extremo sur, que es, además, su
punto más estrecho.
Al norte y al sur de los trópicos, ambas masas continentales tie-
nen su correspondiente zona templada, que, dependiendo de las
precipitaciones, puede consistir en bosques, praderas o desiertos.
En América del Norte la franja templada coincide con la parte más
ancha del territorio, y nos encontramos con considerables extensio-
nes de los tres tipos de terreno: bosques en el este, praderas en el
medio y desiertos en el sudoeste. La composición de la América
del Sur templada es similar, pero el continente es mucho más estre-
cho en estas latitudes (aunque durante los periodos glaciales fue
algo más ancho).
Más allá de las zonas templadas se encuentran las regiones árti-
cas y antárticas de ambos continentes. América del Norte posee una
gran cantidad de terreno en una zona tan septentrional como es el
círculo polar ártico, un territorio de características similares a las
regiones árticas del Viejo Mundo: según se avanza en dirección nor-
te, una franja de bosque ártico –la taiga, en la jerga del Viejo Mundo–
deja paso a un yermo desolado y abierto: la tundra. América del Sur,
en cambio, termina bastante antes del círculo polar antártico y ape-
nas cuenta con pequeñas áreas de taiga y tundra.

96
américa

Estrecho de Bering OCÉANO


Mar de Bering ALASKA
ÁRTICO

E s qu
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Groenlandia

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MÉXICO Golfo de México OCÉANO


Teotihuacán TI
Tenochtitlán A N L L A S ATLÁNTICO
Valle de México Izamal T a í
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Michoacán Olmecas S
(Tarascos) Petén
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OCÉANO A
PACÍFICO
Ecuador
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ECUADOR
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Reino
MAPA 3. Chimú
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Chavín Caral
AMÉRICA
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Cuzco
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Fronteras Tiahuanaco
actuales Lago Titicaca
I L

VEGETACIÓN
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Glaciar A
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DE

Tundra
AMÉRICA
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Taiga
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Bosque templado DEL SUR


NA
C H

Praderas
TI

Desierto
EN

Mediterráneo
ARG

0 1000 millas
Mesetas
0 1000 kilómetros
Selva tropical
y matorral
Tierra del Fuego

97
una breve historia de la humanidad

El único elemento importante que falta en este esbozo son las


montañas. A diferencia de Australia, América posee cadenas monta-
ñosas de reciente formación geológica. Éstas se extienden de norte
a sur, a contrapelo de las franjas climáticas y a lo largo del lado occi-
dental del continente (allí donde el lecho marino se desliza bajo el
borde de la placa continental americana). En el norte, las tierras altas
son amplias pero no particularmente elevadas; el componente más
conocido del sistema son las Montañas Rocosas. En el sur, los Andes
suelen ser más estrechos y más elevados, pero cuando se escinden
en dos cordilleras paralelas con una meseta en medio, forman una
especie de pasillo que va de norte a sur. Estas regiones montañosas
complican nuestro sencillo esquema de franjas climáticas, pero son
importantísimas.

El poblamiento de América

Al igual que Australia, el Nuevo Mundo estuvo despoblado de huma-


nos (o de cualquier otra especie de simio) hasta finales del Pleistoceno.
Basta echar un vistazo al mapa para constatar que el punto de entra-
da más probable a América fue el extremo norte: cualquier otra vía
de acceso habría exigido no sólo la disposición sino la capacidad de
surcar océanos con pocas islas intermedias que favoreciesen la trave-
sía. En el noreste las distancias entre islas no eran tan tremendas como
en las latitudes australes, pero aun así la empresa requería unas dotes
marineras que no surgirían hasta finales del primer milenio d. C., con
los vikingos, y ni siquiera entonces tuvieron un impacto perceptible
en la Norteamérica continental. Esto convierte al noroeste en el pun-
to de entrada más lógico desde Asia a América, aunque se trata de una
ruta de acceso bastante peculiar. Había que franquearla en dos eta-
pas. En primer lugar, los eventuales inmigrantes tenían que esperar
la llegada de un periodo glacial para que el estrecho de Bering se
transformase en un puente terrestre que les permitiese acceder a
Alaska. A continuación tenían que esperar a la conclusión del perio-
do glacial para que se derritiesen los glaciares que les cerraban el paso
hacia el sur. Esto hace que el final del Pleistoceno sea un marco tem-
poral verosímil para la ocupación humana del Nuevo Mundo.

98
américa

No tenemos indicios directos de que eso fuera lo que ocurrió, pero


los indirectos encajan perfectamente. Por lo que respecta a la ruta,
el testimonio genético indica claramente una afinidad entre las pobla-
ciones americana y asiática, sobre todo siberiana. La cuestión de las
fechas es un poco más peliaguda. No hay duda de que el noreste de
Asia ya estaba habitado hacia 13000 a. C. En Alaska, los yacimientos
más antiguos que se conocen se remontan a 11000 o 12000 a. C.
Más al sur, la presencia de seres humanos en torno a 11000 a. C. es
indiscutible. Pero hay quienes defienden fechas más antiguas en diver-
sas partes de América, y puede que terminen por imponer sus tesis,
aunque por el momento continúan siendo objeto de controversia.
De estas fechas más antiguas, las que actualmente se toman más en
serio fijan la aparición de seres humanos en el cono sur alrededor de
12500 a. C., lo que implicaría una fecha aún más antigua para su lle-
gada inicial a América del Norte. La diferencia, sin embargo, aunque
sumamente importante para los especialistas, no tiene nada de alu-
cinante para gente como nosotros. Con independencia de cuál sea
el consenso final, no hay la menor duda de que la ocupación de
América fue muy posterior a la de Australia.
¿Y cómo aprovecharon estos inmigrantes relativamente recientes
la oportunidad que les brindó el Holoceno en América?

Cazadores-recolectores americanos

Lo primero que llama la atención es el predominio de los cazado-


res-recolectores a lo largo de todo el periodo precolombino. A dife-
rencia de los australianos, no tenían todo el continente para ellos
solos; pero, relativamente, siguieron ocupando mucho más territo-
rio que sus homólogos del Viejo Mundo.
La mitad septentrional de América del Norte ofrece un ejemplo
obvio. En una latitud en la que los pueblos del norte de Asia criaban
renos domesticados, los de América del Norte cazaban caribúes.
Teniendo en cuenta que el caribú y el reno son tan afines que los
zoólogos los consideran la misma especie, la explicación de la dife-
rencia probablemente haya que buscarla en el lado de los humanos.
Tal vez la cría de renos fuese un caso de difusión por estímulo: los pue-

99
una breve historia de la humanidad

blos del ártico eurasiático mantenían contactos con ganaderos que


pastoreaban herbívoros en las praderas del sur, mientras que, por una
razón que veremos más adelante, los del ártico americano no.
Más al sur, gran parte de lo que hoy es el oeste de Estados Unidos
estaba ocupada por cazadores-recolectores; muchas tribus de las lla-
nuras y praderas, aunque practicaban algo de agricultura, vivían fun-
damentalmente de la caza y la recolección. La zona templada de
América del Sur presenta una imagen similar a menor escala. Casi
toda la región era territorio de cazadores-recolectores, que cazaban
guanacos, los antepasados salvajes de la llama, pero no los domesti-
caban. Finalmente, en los trópicos también existían comunidades dis-
persas de cazadores-recolectores.
Al igual que en Australia, la persistencia del estilo de vida caza-
dor-recolector no implicaba que no se produjesen cambios. En el
extremo norte, por ejemplo, la llegada de los esquimales –o de sus
predecesores «paleoesquimales»– desde el noreste asiático en los últi-
mos milenios señala la aparición de una cultura específicamente adap-
tada a la caza en regiones árticas. Desde Alaska se extendieron en
dirección este hasta Groenlandia y en dirección oeste, de vuelta a la
esquina nororiental de Asia, convirtiéndose así en el único pueblo
americano que colonizó el Viejo Mundo. Asimismo, fueron la única
población precolombina en cuyo arsenal instrumental figuraba el hie-
rro; debieron de obtenerlo de meteoritos y comerciando con pueblos
del noreste asiático o con vikingos groenlandeses. Al sur de los esqui-
males nos encontramos con dos familias lingüísticas que ocupaban
vastos territorios: la atapasca al oeste y la algonquina al este; la exis-
tencia indisputable de estas familias es señal de expansiones en los
últimos dos mil o tres mil años, mucho más evidentes, por el momen-
to, que las del Pama-Nyungan en Australia. No se sabe qué fue lo
que impulsó esas expansiones. En cuanto a América del Sur, en la par-
te este de la región tropical encontramos cerámica que data de 6000
a. C., obra de grupos que explotaban recursos hídricos pero descono-
cían la agricultura (un poco como en el Japón Jomon).
Por supuesto, no todos los cazadores-recolectores americanos habi-
taban, ni explotaban, entornos propicios a esas innovaciones. La
región antártica americana, por ejemplo, no era un reflejo exacto
de la ártica. Aunque no era tan pobre en recursos ni padecía un cli-

100
américa

ma tan riguroso como ésta, el extremo de América del Sur estaba


habitado por algunas de las sociedades más primitivas del mundo;
sus canoas, por ejemplo, eran mucho menos marineras que las de los
esquimales. Existe un motivo obvio para tal disparidad: a diferencia
de la región ártica, este mundo antártico era muy reducido y com-
pletamente aislado de territorios similares en otros continentes. Con
todo, en términos generales, el panorama cazador-recolector ameri-
cano era tan variable como el de Australia.
¿Por qué los cazadores-recolectores, con independencia de la sen-
cillez o complejidad de sus sociedades, siguieron ocupando una par-
te tan extensa del continente americano? La respuesta no estriba en
ningún punto fuerte característico de su estilo de vida, sino más
bien en la relativa pobreza de la agricultura y ganadería del Nuevo
Mundo.

La agricultura y ganadería americanas

La actividad agropecuaria en el Viejo Mundo tiene, por regla gene-


ral, dos componentes: plantas y animales. Lo primero que hemos de
señalar en el caso americano es el papel mucho más discreto que
desempeñaban los animales. Los pocos animales domésticos que había
solían ser pequeños, como el pavo en Mesoamérica y la cobaya en
los Andes. Los únicos herbívoros domésticos eran los camélidos andi-
nos, la llama y la alpaca, que no se extendieron a otras regiones del
continente. En términos generales, el problema no era la falta de hier-
ba ni, en un principio, de herbívoros. Sin embargo, al igual que en
Australia, tras la llegada de seres humanos se produjeron extincio-
nes masivas entre las especies animales de mayor tamaño de todo el
continente (y las pruebas de la participación humana en las mismas
son mucho más explícitas que en el caso australiano). El resultado fue
que, cuando se desarrollaron la agricultura y la ganadería, queda-
ban pocos animales aptos para la domesticación; esto dejó grandes
áreas de las praderas americanas a los cazadores-recolectores.
Por lo que respecta a las plantas cultivadas, una limitación funda-
mental tiene que ver con las técnicas de cultivo. Mientras que los agri-
cultores del Viejo Mundo usaban el arado, los del Nuevo dependían

101
una breve historia de la humanidad

del palo de escarbar, una diferencia claramente relacionada con la


inexistencia de bueyes en América. Esto hacía de la agricultura en
el Nuevo Mundo una actividad que absorbía mucha mano de obra;
era «horticultura», como suele denominársela. También significaba
que algunos terrenos potencialmente muy fértiles no podían culti-
varse con la tecnología existente; de nuevo, más tierra para los caza-
dores-recolectores.
América también tuvo menos suerte que el Viejo Mundo en cuan-
to a las plantas aptas para el cultivo. El «paquete» más extendido
era una combinación de maíz, frijoles y calabaza procedentes de
México. El maíz, en particular, llegó a cultivarse desde Canadá has-
ta Argentina, un éxito extraordinario teniendo en cuenta que tuvo
que ir difundiéndose de una zona climática a otra. Otras especies cul-
tivadas, como las patatas en los Andes y la mandioca en la Amazonia,
no se extendieron más allá del medio al que fueron inicialmente acli-
matadas. La desventaja comparativa del continente americano se puso
de manifiesto cuando la llegada de los europeos enfrentó los culti-
vos del Viejo con los del Nuevo Mundo. Varias especies del Nuevo
Mundo, como el maíz y la patata, se adoptaron en diversas regiones
del Viejo, pero la colonización del Nuevo Mundo por cultivos del
Viejo fue un proceso de mucha mayor envergadura.
La relativa pobreza de la agricultura americana se refleja en la
historia de su surgimiento. Actualmente existen dos cronologías en
liza, una larga y una corta. La larga sitúa los comienzos del cultivo de
plantas a principios del Holoceno, con fechas que se remontan has-
ta 10000 a. C. La corta postula fechas no anteriores al cuarto milenio
a. C., sus buenos cinco mil años después. La elección de una u otra
cronología depende en parte de lo concluyentes o no que sean las
pruebas. Sin embargo, a los efectos de este libro, no hace falta esco-
ger entre ambas. Según la corta, el cultivo de plantas comenzó unos
cinco mil años más tarde en el Nuevo Mundo que en el Viejo; según
la larga, comenzó igual de pronto en ambos, sólo que no propició nin-
gún cambio radical en las sociedades del Nuevo Mundo durante los
siguientes cinco mil años. Sea cual sea la cronología correcta, la cues-
tión es que la revolución neolítica se inició mucho más tarde en el
Nuevo Mundo. En América no aparecen verdaderas aldeas antes de
lo que cabría esperar según la cronología corta.

102
américa

Dentro del Nuevo Mundo, los casos de las dos Américas son muy
diferentes. En América del Norte, la única región en la que la agri-
cultura surgió de manera independiente fue la altiplanicie mexica-
na, con su paquete clásico de maíz, frijoles y calabaza. El maíz, al
menos, se comenzó a cultivar en, o hacia, el cuarto milenio a. C., si
bien la vida en aldeas no aparece hasta el segundo milenio.
Desde México, este paquete, y, en especial, el maíz, se difundió en
dirección norte, salvando una distancia considerable, hasta dos regio-
nes de lo que hoy es Estados Unidos. Una fue el sudoeste, un terri-
torio sin cultivos previos de ningún tipo. Aquí la agricultura llegó
en el segundo milenio a. C., pero tardó dos milenios más en hacer-
se predominante. La otra región fue el sudeste, adonde llegó el maíz
en el primer milenio d. C.; en esta región se cultivaban algunas espe-
cies autóctonas de escasa productividad desde el tercer milenio a. C.,
pero solamente tras la aclimatación del maíz comenzó la agricultu-
ra a propiciar cambios sustanciales a nivel social. Con el tiempo, el
cultivo del maíz se difundió ampliamente por toda la mitad oriental
de Estados Unidos.
Como ya hemos visto, el maíz también se difundió por América
del Sur: en Ecuador se cultivaba en el segundo milenio a. C. Pero
para entonces la agricultura y la ganadería ya estaban bien afianzadas
en los Andes centrales. Aquí la domesticación de las principales espe-
cies animales y vegetales probablemente tuvo lugar en el cuarto mile-
nio a. C. Los principales cultivos en la región andina eran una planta
llamada quinua y la patata; el principal animal era la llama. El impac-
to de la agricultura en la sociedad se aprecia con claridad en el tercer
milenio a. C. Los muros que aparecen en la figura 2 se encuentran en
realidad en Caral, en las tierras bajas del litoral peruano; en esta zona,
los cultivos y la arquitectura monumental datan de 2600-2000 a. C.
La Amazonia es el comodín de la baraja, toda vez que en las sel-
vas tropicales es difícil conseguir pruebas arqueológicas conclu-
yentes. La mandioca cultivada podría –o no– tener una historia tan
dilatada como la de los cultivos andinos. La horticultura tropical
de las tierras calientes amazónicas era más productiva cuando se
practicaba en las llanuras aluviales de los principales ríos de la región
o cerca de ellas, lo que a su vez proporcionaba evidentes cauces para
su difusión. De hecho, parece ser que los pueblos agricultores con

103
una breve historia de la humanidad

canoas se desplazaban no sólo por los ríos del norte de Sudamérica


sino también a través de archipiélagos costeros. Así, la filiación lin-
güística de los taínos, que ocupaban las Antillas Mayores cuando lle-
garon los españoles, indica que el pueblo tenía su origen en lo más
profundo de la América del Sur tropical.

La civilización americana

Si la precariedad de la agricultura americana era buena para la con-


servación del estilo de vida cazador-recolector, era mala para el sur-
gimiento y difusión de la civilización. Cuando el Viejo Mundo y el
Nuevo entraron definitivamente en contacto en 1492, las civilizacio-
nes ocupaban un amplio territorio en el Viejo Mundo, pero apenas
una pequeña parte del Nuevo. De hecho, tan sólo dos regiones ame-
ricanas albergaban civilizaciones, aunque en ambos casos desde hacía
bastante tiempo. Una era Mesoamérica, una región que comprendía
las altiplanicies mexicanas y las tierras calientes colindantes. La otra,
si pasamos por alto la ausencia de escritura, era la región de los Andes
centrales, que incluía las tierras bajas del litoral, esto es, más o menos
el Perú actual junto con algunos territorios al norte y al sur del país.
Aunque los pueblos de esta región carecían de escritura, en su lugar
contaban con algo no tan satisfactorio (como veremos en el último
apartado de este capítulo). Fuera de estas dos regiones no existía nin-
gún sistema de escritura, ni ciudades, ni estados. Las sociedades agrí-
colas más ricas podían estar gobernadas por figuras poderosas que
tranquilamente, aunque con cierta imprecisión, podemos denomi-
nar jefes. Por ejemplo, gracias al testimonio de los primeros explora-
dores europeos, se sabe que algunos de los grandes montículos de
tierra que aún hoy perduran en el sudeste de Estados Unidos osten-
taban en la cima residencias de jefes. Moundville, en el estado de
Alabama, cuenta con unos veinte montículos que datan del siglo xiii
o xiv d. C.; esta orografía artificial da fe del considerable poder de
esos jefes para movilizar mano de obra entre sus súbditos. En América
del Sur, particularmente en los Andes septentrionales, había socie-
dades parecidas, pero ninguna de ellas estaba a la altura de los esta-
dos azteca o inca.

104
américa

Un aspecto fundamental de las dos civilizaciones del Nuevo Mundo


es la ausencia de relaciones entre ellas, tanto terrestres como marí-
timas. Esto no impidió la difusión de un par de innovaciones impor-
tantes de una región a la otra; como hemos visto, el maíz (aunque
no la escritura) llegó a los Andes procedente de Mesoamérica; y
algo de metalurgia (aunque no la llama) se difundió en sentido opues-
to en fechas muy posteriores. Pero no hubo relaciones directas entre
ambas civilizaciones, que al parecer desconocían mutuamente su exis-
tencia. Un motivo de esto era el nivel relativamente bajo de la tec-
nología marítima del Nuevo Mundo. En el Pacífico hay constancia
de canoas, balsas y embarcaciones de juncos, pero nada que se com-
parase a los barcos que permitieron a los españoles conectar las dos
regiones en apenas catorce años. Otra razón para la ausencia de con-
tacto es que las civilizaciones americanas estaban separadas en lati-
tud, no en longitud como en el caso de Eurasia. En consecuencia,
cualquier conexión entre ambas regiones tenía que atravesar fran-
jas climáticas.
Todo esto significa que el trasfondo de las civilizaciones del Nuevo
Mundo estaba marcado, no sólo por la ausencia de tecnologías que
se daban por descontadas en el Viejo, sino también por un grado de
aislamiento mucho mayor. Tal vez merezca la pena analizar algunos
rasgos de esas civilizaciones en este contexto.
Podemos empezar señalando algo que en sí no requiere ningu-
na explicación especial: la ausencia de una tradición consolidada
de unidad política duradera en cualquiera de esas dos civilizaciones
multiétnicas. Al llegar a Mesoamérica los españoles se encontraron
con un mosaico irregular. En las tierras altas, el imperio azteca era
muy extenso pero presentaba considerables lagunas territoriales;
las tierras bajas o calientes, ocupadas por los mayas, estaban dividi-
das en un gran número de pequeños estados. Ambas configuracio-
nes tenían sus precedentes. En las tierras altas persistía el recuerdo
de los toltecas y del imperio que habían instaurado unos pocos siglos
antes (que tal vez se hundió en el siglo xii), y la arqueología indica
que la ciudad que conocemos como Teotihuacán fue la capital de
un imperio en los primeros siglos de nuestra era. En las tierras calien-
tes, las inscripciones mayas del primer milenio d. C. revelan una frag-
mentación política comparable a la que se encontraron los españo-

105
una breve historia de la humanidad

les. En resumidas cuentas, la organización política a gran escala pare-


ce haber sido intermitente y más característica de las tierras altas que
de las bajas. La región andina nos parece muy diferente porque la
llegada de los españoles coincidió con el apogeo del imperio inca,
un Estado enorme y centralizado que acababa de conquistar toda la
región, tanto las tierras altas como las bajas. Pero no hay razones para
suponer que un Estado de semejantes dimensiones ya hubiese sur-
gido allí con anterioridad, si bien es cierto que existieron previamen-
te otros estados de considerable tamaño y poder.
Un rasgo más interesante, por distintivo, de las civilizaciones del
Nuevo Mundo es que en ninguna de ellas existía un grupo étnico
central que se considerase creador ni tradicional propietario de la
civilización en su conjunto. Es probable que el papel de precursor
en el desarrollo de la civilización mesoamericana lo desempeñase un
pueblo de las tierras bajas del oeste al que los especialistas moder-
nos han decidido llamar los olmecas. La cultura olmeca ya estaba
tomando forma a finales del segundo milenio a. C., bastante antes
de cualquier desarrollo similar en otras partes de Mesoamérica (aun-
que los primeros indicios de escritura no proceden de los olmecas
sino de la comarca zapoteca, en las tierras altas, y datan de media-
dos del primer milenio a. C.). Pero la cultura olmeca apenas duró
un milenio y los pueblos mesoamericanos históricamente conoci-
dos no conservaban de ella recuerdo alguno. Así, cuando llegaron
los españoles, la civilización consistía en una vaga familia de cultu-
ras, cada una de las cuales se hallaba inmersa en su propio contexto
étnico y ninguna de las cuales desempeñaba un papel central. No
existía, por ejemplo, una lengua clásica común; y no hay motivos para
pensar que en otros tiempos las cosas hubiesen sido muy diferentes.
En la región andina, se podría considerar que la cultura chavin del
primer milenio a. C. desempeñó un papel equivalente al de los olme-
cas (aunque su arquitectura monumental data del tercer milenio).
Pero en este caso tampoco existe un recuerdo posterior de la misma,
ni la menor pista en cuanto a la identidad étnica de quienes la des-
arrollaron.
Esto nos lleva a una última característica de las civilizaciones del
Nuevo Mundo digna de consideración: la relativa superficialidad de
su memoria histórica.

106
américa

En el caso mesoamericano el tema no está muy claro, pero los estu-


diosos suelen adjudicar a los pueblos de la región, en la época de la
conquista española, una memoria histórica que podría alcanzar has-
ta el siglo x d. C. Así, en las tierras altas, las crónicas aztecas conser-
vaban un impresionante registro de su propia historia que abarcaba
más o menos un siglo. También sabían algo, en términos históricos y
no sólo legendarios, de acontecimientos ocurridos unos pocos siglos
antes de lo consignado en el registro; y aunque gran parte de este
conocimiento versaba, asimismo, sobre su propia historia, también
poseían alguna noción del papel de los toltecas. Sin embargo, no tení-
an nada que aportar sobre el pueblo que fundó la ciudad de
Teotihuacan, mucho menos sobre sus predecesores; nuestra única
información al respecto es de tipo arqueológico. En las tierras bajas,
los mayas de comienzos del siglo xvi conservaban un registro de acon-
tecimientos comparable al de los aztecas, pero la detallada, aunque
fragmentaria, información que poseemos sobre la historia maya en el
primer milenio d. C. procede en su inmensa mayoría de las inscrip-
ciones monumentales de ese periodo y no de las crónicas que aún cir-
culaban cuando llegaron los españoles.
En la región andina la memoria histórica era considerablemente
peor. Los incas se afanaban en recordar su propia historia, hasta el
punto de establecer fundaciones para conservar un registro de la vida
y obra de cada uno de los soberanos incas, pagando por ello un alto
precio en fondos fiscales y personal. No se trataba de una práctica
altruista: la historia inca estaba estrechamente relacionada no sólo
con el prestigio del Estado incaico en su conjunto, sino también al
de los linajes específicamente relacionados con cada soberano. Como
es lógico, los incas no tenían el menor interés en aplicar tan onero-
sa historiografía a sus predecesores. Así, Tiahuanaco, en las sierras
del sur, una probable capital imperial comparable a Teotihuacan y
más o menos de la misma antigüedad, sólo nos es conocida por sus
ruinas, y lo mismo ocurre con Huari, situada más al norte. Por regla
general, la única historia política disponible en la región andina es
la historia inca. La única excepción es el Estado de Chimú, en las
tierras bajas del litoral, un reino sumamente centralizado que los
incas conquistaron hacia 1470. Los incas no hicieron nada por pre-
servar su historia directamente, pero permitieron que la dinastía sojuz-

107
una breve historia de la humanidad

gada siguiese ejerciendo cierto poder bajo la autoridad inca, y a


finales del siglo xvii la familia real de Chimú todavía desempeñaba
un papel bajo el dominio español. Gracias, sin lugar a dudas, a esta
supervivencia de la dinastía, poseemos una sucinta, aunque valiosa,
crónica de su historia. En el caso andino, además, no había disponi-
ble ningún sistema de escritura con que contrarrestar la pérdida de
memoria histórica en épocas precolombinas.
Como ya hemos indicado, parece probable que un denomina-
dor común en el trasfondo de estos rasgos de las civilizaciones del
Nuevo Mundo sea su aislamiento. Ninguna estaba en contacto con
otras civilizaciones que pudieran haber servido como modelos o riva-
les y de ese modo haber actuado como estímulos a la unificación polí-
tica y a un sentimiento de identidad más acusado. A decir verdad,
en ambos casos, la idea de una única civilización omnímoda es pro-
ducto, no de las propias culturas nativas, sino de nuestra moderna
concepción de las mismas. Esta concepción, sin embargo, no es erró-
nea a todas luces. De hecho, el apartado siguiente demuestra que, en
el caso de una institución clave de las culturas mesoamericanas, nues-
tra concepción es, sin lugar a dudas, correcta.

2. Los calendarios mesoamericanos

Por lo general, los occidentales damos por supuesto nuestro calen-


dario y no pensamos mucho en él. En consecuencia, no solemos
poseer una noción muy clara de su historia ni de su relación con el
conjunto de todos los calendarios posibles, ni siquiera de la impor-
tancia de tener un calendario. Un modo de dejar de dar por supues-
to nuestro calendario es contraponerlo a otro tipo de calendario que
en su día imperó en gran parte del Viejo Mundo. Sus componentes
nos resultan familiares: días, meses y años. Lo que nos resulta extra-
ño es su insistencia en adaptar la longitud de los meses a las fases de
la luna. El principal problema que esto plantea estriba en la rela-
ción entre el mes y el año: doce meses lunares no suman suficientes
días para constituir un año, pero trece suman demasiados. Las solu-
ción es variar la longitud del año de manera que aproximadamente
uno de cada tres años tenga trece meses, mientras que el resto tiene

108
américa

doce. Para evitar tanta variación hay que romper el vínculo entre mes
lunar y año. Los musulmanes son los únicos que rompieron dicho
vínculo prescindiendo de los años naturales: cogieron un bloque de
doce meses lunares y lo llamaron «año». Los europeos, siguiendo el
ejemplo de los antiguos egipcios, lo enfocaron de otra manera: divi-
dieron el año en doce unidades que no guardaban ninguna rela-
ción con las fases de la luna y siguieron llamándolas «meses». Salta
a la vista que en ambos casos persiste cierta inercia. Una vez que se
ha roto la ligazón con la luna, no hay ningún motivo por el que el
número de los seudomeses tenga que seguir siendo doce, ni su lon-
gitud tenga que aproximarse a la de un mes lunar.
Otra unidad cronométrica que damos por supuesta es la sema-
na, o ciclo de siete días, que también estaba generalizada en el Viejo
Mundo mucho antes de la Edad Moderna. Lo que no se nos ocurre
hacer es coger dos de esos ciclos y aplicarlos simultáneamente. Por
ejemplo, supongamos que fijásemos un ciclo de dos días y otro de
tres. Los días del primer ciclo los llamamos «1» y «2», los del segun-
do ciclo, «rojo», «verde» y «ámbar», y aplicamos ambos ciclos al mis-
mo tiempo durante seis días:

Día 1: 1 rojo
Día 2: 2 verde
Día 3: 1 ámbar
Día 4: 2 rojo
Día 5: 1 verde
Día 6: 2 ámbar

Los ciclos sencillos de dos y tres días dan lugar a un ciclo com-
plejo de seis días en el que cada día recibe una designación distin-
ta («1 rojo», «2 verde», etc.). Esta forma de hacer las cosas puede
resultar extraña, pero está firmemente arraigada en el extremo orien-
tal del Viejo Mundo. Los chinos, en concreto, combinan un ciclo de
10 días con otro de 12 para generar uno de 60 (que es el mínimo
común múltiplo de 10 y 12). Este ciclo es de vital importancia para
la precisa cronología de la historia china: los meses fluctúan, pero
el ciclo de 60 días lleva funcionando como un reloj desde tiempos
inmemoriales.

109
una breve historia de la humanidad

Ya estamos preparados para enfrentarnos a los calendarios de


Mesoamérica. Teniendo en cuenta que la vida, tanto en el Nuevo
Mundo como en el Viejo, se rige por las estaciones, parece lógico
buscar un concepto mesoamericano del año que sea reconocible. Lo
bueno es que se encuentra sin problemas: un año de 365 días, exac-
tamente igual que el de los antiguos egipcios. Como sabemos, en tér-
minos astronómicos esta unidad temporal se queda ligeramente cor-
ta, un problema que Julio César más o menos nos resolvió con su sistema
de años bisiestos; los mesoamericanos, sin embargo, convivieron con
esa discordancia. Dando por supuesto que les funcionaba la mente
igual que a nosotros, lo lógico es esperar que dividiesen ese año de 365
días en unidades más pequeñas; de nuevo cumplen con nuestras expec-
tativas. Exactamente igual que los antiguos egipcios, apartaban los cin-
co últimos días del año; la idea es buena, ya que 360 es una cifra fácil-
mente divisible. Lo que hacían los egipcios con sus 360 días era dividirlos
en 12 meses de 30 días: un sistema no muy imaginativo, pero mucho
más claro que el nuestro. Los mesoamericanos, en cambio, dividían
sus 360 días en 18 unidades de 20 días cada una. Entre los mayas de
Yucatán, por ejemplo, el 7 del Pop es el séptimo día de un «mes» de
20 días llamado Pop. En Mesoamérica el número 20 era muy apro-
piado por cuanto el sistema contable era vigesimal (dicho de otro
modo, operaban en base 20, no en base 10 como nosotros). Aunque
la estructura resultante de su año de 365 días pueda parecernos extra-
ña, tampoco es que resulte desconcertante.
Pero los mesoamericanos iban más allá. Además del ciclo de 365
días, tenían otro de 260. Este segundo ciclo era complejo: como el
hipotético ciclo de 6 días que hemos formulado más arriba, tenía su
origen en la ejecución conjunta de dos ciclos simples. Uno era numé-
rico e iba de 1 a 13; el otro era un ciclo de 20 nombres de días. Así,
7 Coatl, en el calendario de la capital azteca de Tenochtitlán, no era
el séptimo día de un «mes» llamado Coatl; Coatl no era ningún «mes»,
sino el quinto nombre en el ciclo de los 20 nombres de días. Al 7
Coatl se llega ejecutando ambos ciclos hasta que el número 7 y el
nombre Coatl coinciden, cosa que sucede en el octogésimo quinto
día del ciclo de 260 días.
A pesar de tener estructuras internas bastante distintas, el año de
365 días y el ciclo de 260 podían usarse conjuntamente. Una mane-

110
américa

ra de hacerlo se basa en la relación entre el ciclo de 260 días y el


comienzo del año de 365 días. El dato clave es que, en cualquier calen-
dario mesoamericano, de esos 260 días hay 52 y sólo 52 en los que
puede caer el comienzo de un año (si el lector es aficionado a estos
temas, podrá entender el porqué). El resultado final es que durante
52 años podemos distinguir cada año por el día del ciclo de 260 días
en que comienza; una vez transcurridos 52 años, volvemos al punto
de partida. De modo que ahora tenemos un gran ciclo de 52 años
(o 73 ciclos de 260 días, o 18.980 días). El uso de este ciclo en los
registros históricos es la clave de la rigurosa cronología que exhiben
las crónicas de historia azteca reciente escritas tras la conquista espa-
ñola; los relatos análogos de historia inca reciente no son tan preci-
sos. Para la historia más antigua, por supuesto, el sistema ya no fun-
ciona tan bien: los especialistas en Mesoamérica están constantemente
debatiendo a qué ciclo de 52 años asignar un determinado aconte-
cimiento (¿tuvo lugar en 1204, o en 1256, o en 1308...?).
Este análisis presenta los calendarios mesoamericanos como si fue-
sen puramente funcionales. En realidad acarreaban un enorme baga-
je cultural que los vinculaba estrechamente con la religión y cosmo-
logía mesoamericanas. Entre los aztecas cada día del ciclo de 20 días
tenía su patrón sobrenatural, y cada día del ciclo de 260 días se con-
sideraba venturoso, funesto o neutro. Un día en particular podía
ser a la vez fausto e infausto por diferentes motivos; para resolver estas
dificultades había que recurrir a un adivinador profesional (que sin
duda cobraba un estipendio). Los cinco días que sobraban al final
del año eran peligrosos; lo mejor era pasarlos dentro de casa. Entre
los mayas existían concepciones similares. Así, aludían a ciertos días
del ciclo de 260 días como si fuesen seres inteligentes. A propósito,
dicho ciclo aún perdura entre varios grupos étnicos mayas, junto con
interpretaciones enormemente divergentes acerca de cuáles son los
días faustos, infaustos o neutros. Todo esto es comparable en cuan-
to a arbitrariedad con la tradicional superstición del martes y trece,
sólo que mucho más sistemático.
La configuración básica del calendario no variaba mucho de un
pueblo mesoamericano a otro. En el oeste, los tarascas no disponían
del ciclo de 260 días en la época de la conquista española. En el este,
los mayas del primer milenio d. C. empleaban una «cuenta larga» que

111
una breve historia de la humanidad

computaba fechas absolutas en una era iniciada (por motivos desco-


nocidos) en o alrededor de 3114 a. C., evitando así la ambigüedad a
largo plazo del ciclo de 52 años. Pero estas desviaciones son de lo
más inusual. La mayoría de las divergencias entran dentro de lo que
cabría esperar, habida cuenta de la amplitud espacio-temporal en la
que imperó este tipo de calendario; antes al contrario, lo sorprenden-
te es que la estructura básica se mantuviese tan uniforme. Dada esta
relativa uniformidad, amén del hecho de que el modelo mesoameri-
cano no tiene equivalentes en ningún otro lugar del mundo, es evi-
dente que estamos ante un caso de difusión. Como las subsecciones
australianas, el sistema debió de surgir en un momento y lugar deter-
minados, y difundirse posteriormente a otras regiones. Como suele
ocurrir con las civilizaciones mesoamericanas en general, no tenemos
la menor idea de cuándo ni dónde tuvo lugar ese surgimiento (aun-
que, gracias a unas inscripciones, sabemos que a mediados del primer
milenio a. C. ya estaba en vigor un calendario de este tipo en la región
zapoteca de las tierras altas de México). Ni tampoco sabemos nada
del proceso de difusión. Lo único que podemos afirmar es que en
todos los casos el calendario, tal y como lo conocemos, pareció adap-
tarse perfectamente al entorno étnico en cuestión. Así, cuando se tra-
ta de los nombres de días y «meses», cada pueblo desarrolló los suyos.
Además, los calendarios de los diversos grupos étnicos no estaban en
absoluto sincronizados; ni siquiera los de las ciudades del valle de
México se ajustaban al calendario de los aztecas.
Esta familia de calendarios constituye un ejemplo ilustrativo de
un fenómeno generalizado en las culturas humanas. Pocas socieda-
des pueden arreglárselas sin algún tipo de calendario, y toda socie-
dad compleja requiere uno bastante preciso. Una vez que dispone
de él, tal vez tenga que ajustarlo de vez en cuando, pero no hace fal-
ta adornarlo. Nuestro propio calendario es un buen ejemplo: funcio-
na bien, y con eso, en general, nos basta. Pero las culturas tienen la
costumbre de escoger un aspecto cualquiera de su configuración
pragmática y recargarlo de detalles sin ninguna justificación eviden-
te de tipo práctico. Es el caso, al parecer, de las subsecciones austra-
lianas; es el caso, indiscutiblemente, de los calendarios mesoameri-
canos, donde una vez más constatamos la tendencia humana a las
florituras culturales gratuitas. La razón por la cual el ejemplo resul-

112
américa

ta ilustrativo estriba simplemente en su espectacular obviedad para


cualquiera que proceda de una cultura occidental: nuestra sobriedad
en materia de almanaques contrasta claramente con la extravagan-
cia de los mesoamericanos.
Pero estos mismos calendarios también ilustran los límites de la
diversidad cultural humana. Un calendario mesoamericano se reco-
noce inmediatamente por lo que es: un calendario, no una práctica
exótica que simplemente guarda un ligero parecido con lo que en
nuestra cultura llamamos calendario. Además, resulta bastante evi-
dente que es obra de individuos que habitaron en nuestro mismo pla-
neta, por cuanto se basa en el día como unidad cronométrica básica
y construye un año de 365 días. Si nos cuesta trabajo captar el fun-
cionamiento de estos calendarios es simplemente porque son com-
plicados y no estamos familiarizados con ellos; pero en modo algu-
no nos son tan ajenos que no sepamos ni por dónde empezar a
descifrarlos.
Con todo, sigue siendo cierto que los calendarios mesoamerica-
nos se distinguen claramente de los de las civilizaciones del Viejo
Mundo. Los segundos se parecen mucho más entre sí que a cualquie-
ra de los mesoamericanos. Esto resulta interesante, por cuanto da a
entender que los calendarios del Viejo Mundo están mucho más influi-
dos entre sí de lo que nunca podríamos llegar a demostrar a partir de
las pruebas específicas disponibles en cada caso particular. De la mis-
ma manera, la peculiaridad de los calendarios mesoamericanos se anto-
ja un efecto más del surgimiento aislado de una civilización.

3. El quipu

A diferencia de los calendarios mesoamericanos, el objeto que apa-


rece en la figura 12, procedente de la región andina, es puramente
práctico. El material del que está fabricado es cuerda y nada más, lo
cual facilita su transporte: es posible meter varios objetos como ese
en una bolsa de tela. En la parte de arriba se distingue la cuerda prin-
cipal, de la que cuelgan, en este caso, más de noventa cuerdas; algu-
nas de estas, a su vez, llevan atadas más «subcuerdas». Es un objeto
muy elaborado, pero no precisamente una obra de arte. Normalmente,

113
una breve historia de la humanidad

algo así no habría sobrevivido cuando su propietario dejase de cui-


darlo, pero éste en concreto (como muchos otros) debe su excelen-
te estado a la aridez de las tierras bajas del litoral peruano, un medio
en el que también han sobrevivido gran cantidad de tejidos antiguos.
El objeto es un quipu y sin duda procede de un cementerio de fina-
les del periodo precolombino; hasta los soberanos incas eran ente-
rrados con quipus.
El mensaje de los quipus estaba en los nudos. Aparte de eso, sólo
hay dos cosas razonablemente ciertas acerca del uso de los quipus:
que registraban números y que no registraban palabras. El registro
numérico era relativamente sencillo. Se usaban diversos nudos para
cifrar las cantidades y se empleaba el mismo sistema decimal que usa-
mos actualmente. Esto no son meras conjeturas. De vez en cuando
se encuentran las llamadas cuerdas superiores, cada una con su jue-
go de cuerdas colgantes; en esos casos, el número que figura en la
cuerda superior cuadra con la suma de los números de las cuerdas
colgantes, lo que confirma nuestra interpretación. En cambio, ni
los quipus que se conservan ni los descritos en las crónicas de los con-
quistadores españoles respaldan la teoría de que los nudos fuesen
una forma de escritura, esto es, de que redujesen el lenguaje habla-
do a un código visual.
Por desgracia esto no nos aclara mucho las cosas. Podríamos ima-
ginar que un quipu no contenía nada más que números y que su pro-
pietario tenía que confiar por entero en su memoria para saber a qué
se refería cada número. Pero no es probable. Las cuerdas colgantes
están unidas a la cuerda principal en un orden determinado; algu-
nas de las cuerdas colgantes poseen subcuerdas, pero otras no; sobre
todo, muchos quipus (incluido el de la figura 12) tienen cuerdas de
diversos colores. Es de suponer que todo esto encerraba algún signi-
ficado a los ojos de los expertos. Pero, ¿significa eso que tales códi-
gos permitían a cualquier experto leer cualquier quipu aun cuando
lo viese por primera vez? Cuesta trabajo imaginar tal cosa; además,
una fuente española lo niega categóricamente. Dicho de otro modo,
parece ser que la comprensión del contenido numérico de un qui-
pu exigía un recuerdo específico del mismo.
Esto no excluye la posibilidad de que se usasen como herramien-
tas mnemotécnicas de material no numérico: una versión sumamen-

114
américa

Figura 12. Un quipu.

te elaborada del viejo truco de hacerse un nudo en el pañuelo. En


este sentido, muchas fuentes españolas mencionan el uso de quipus
en relación al registro de acontecimientos históricos, y puede que no
les falte razón. Lo que no estamos en condiciones de determinar, por
supuesto, es exactamente cuánta de la información contenida en la
versión oral de un relato histórico podía codificarse en un quipu. Y
menos aún, de entender el código en sí.
Lo que sí está perfectamente claro es que los quipus eran impres-
cindibles para el funcionamiento del Estado inca. Se usaban para
registrar los diversos tipos de información estadística necesaria a efec-
tos administrativos: datos censales, contingentes de mano de obra,
cantidades de productos acumuladas en los depósitos de los caminos,
etcétera. Uno de los primeros testigos españoles le pidió a un jefe
que le explicase el sistema; el jefe le mostró los quipus que registra-
ban todas las mercancías que llevaba entregadas a los españoles des-
de que llegaron.
Al parecer el quipu no fue una invención de los incas, y desde
luego los sobrevivió. Décadas después de la conquista española los
nativos seguían usándolo con fines administrativos. De hecho, en
el siglo pasado subsistía en zonas remotas como, por ejemplo, las

115
una breve historia de la humanidad

islas del lago Titicaca. Pero una vez que los españoles introdujeron
la escritura en la sociedad andina, era inevitable que el quipu per-
diese terreno.
Lo interesante del quipu es precisamente esa relación inversa con
la escritura. Según la tradición china, en la antigua China también
se usaban cuerdas anudadas con fines administrativos, pero después
los sabios cambiaron esta práctica por la escritura. En la región andi-
na –o, más concretamente, en el Estado Inca–, la sociedad también
alcanzó un nivel de complejidad que hacía necesario recabar y alma-
cenar grandes cantidades de información, mucha más de la que la
gente podía guardar fácilmente en su memoria. Sin lugar a dudas,
la solución más eficaz habría sido la escritura, que es la tecnología
que se aplicó no sólo en China sino en todas las sociedades del Viejo
Mundo que alcanzaron un nivel de complejidad similar (por no hablar
de las mesoamericanas). Pero la civilización andina no tuvo acceso
a un sistema de escritura ya existente y no inventó uno propio. En
lugar de eso, se las arregló con un sistema que permitía el registro
numérico pero que, en otros sentidos, debía de poner a prueba las
memorias de quienes lo manejaban. En resumidas cuentas, los incas
carecían de algo que les era necesario.
Esta carencia no se limitaba a las necesidades inmediatas de la buro-
cracia. También se dejaba sentir en otro ámbito al que ya hemos alu-
dido: el registro de información histórica. Hacia 1600, un cronista que
escribía en quechua, la lengua del imperio inca, lamentaba en estos
términos la ausencia de escritura entre sus predecesores: «Si los ante-
pasados del llamado pueblo indio hubiesen conocido la escritura en
épocas anteriores, las vidas que vivieron no se habrían desvanecido
hasta hoy. De la misma manera que el poderoso pasado de los Vira
Cochas [los españoles] se mantiene visible hasta hoy, también se man-
tendría visible el de aquellos». El cronista, lógicamente, ilustra su obser-
vación estableciendo un contraste con los españoles; pero también
podría haber aludido a los mesoamericanos. Gracias a que los mayas
poseían escritura, son el único pueblo americano cuya historia duran-
te el primer milenio d. C. no se desvaneció para siempre.
En resumen, el quipu es mucho menos estimulante para la ima-
ginación intercultural que los calendarios mesoamericanos, aunque
tiene una importante repercusión, si bien consabida a estas alturas,

116
américa

a saber: demuestra los efectos del aislamiento. El aislamiento puede


contribuir a una diversidad interesante, como ocurre con los calen-
darios mesoamericanos, cuya peculiaridad respecto a los del Viejo
Mundo resulta refrescante y, en general, no les resta valor. Pero el
aislamiento también protege a las culturas de toda competencia y estí-
mulo, lo cual, a largo plazo, es poco probable que redunde en su bene-
ficio. Así, todas las antiguas civilizaciones del Viejo Mundo poseían
la escritura, mientras que sólo una de las dos americanas la tuvo. Lo
que esto sin duda refleja es la interconexión del Viejo Mundo, aun en
épocas remotas, y el aislamiento del Nuevo a lo largo de toda su his-
toria independiente. El hecho de que la única civilización que llegó
a desarrollarse en el hemisferio austral no inventase ni adquiriese la
escritura demuestra lo difícil que era hacer historia en la América pre-
colombina. No es de extrañar que Atahualpa, el último emperador
inca, estuviese fascinado con la capacidad de leer y escribir de los espa-
ñoles. Se dice que durante el cautiverio previo a su ejecución ideó
un experimento para averiguar si tal capacidad era innata o adquiri-
da. El emperador acudió a su cita con la muerte sabiendo que el don
se transmitía culturalmente.

117
6

África

1. El gradiente cultural africano

África es el único continente donde no tenemos que batallar con nin-


guna fecha de llegada de los humanos modernos: fue allí donde evo-
lucionaron. Al sur del Sahara esta antigüedad trae consigo una diver-
sidad genética mucho mayor de la que presentan las poblaciones
humanas del resto del mundo. Dicha diversidad incluye las adapta-
ciones más drásticas, o, al menos, las más llamativas, a unas condicio-
nes climáticas determinadas de todas las poblaciones humanas: la
baja estatura de los pigmeos en la tórrida y húmeda selva ecuatorial,
y la complexión espigada de unos cuantos pueblos desperdigados
por las ardientes y secas sabanas. Con todo, en África, como en cual-
quier otro lugar, los principales factores que explican las diversas tra-
yectorias de las sociedades humanas son de tipo ambiental. ¿Qué cla-
se de entorno ofrece África a los seres humanos?
Parece lógico considerar a África como un continente austral. Su
posición actual en el globo es al sur de Eurasia occidental, y origina-
riamente se trata del último fragmento del viejo supercontinente aus-
tral conocido como Gondwana. Sin embargo, no es tan austral como
se suele pensar. En realidad, se extiende unos cuantos grados más al
norte del ecuador que al sur, y es el doble de ancha en el norte.
Esta ubicación le proporciona una simetría climática comparable
a la de América, aunque mucho más limitada en su amplitud (véase
el mapa 4). Al igual que América, alrededor del ecuador posee una

119
una breve historia de la humanidad

considerable franja tropical caracterizada por selvas, aunque su tama-


ño es mucho menos generoso. Al norte y al sur de esa franja hay
campo abierto, que puede ser pradera cuando la lluvia estival es la
adecuada, o desierto en caso contrario. En el lado norte esta prade-
ra forma una franja situada inmediatamente al norte de la selva ecua-
torial; más al norte todavía se encuentra el Sahara, el desierto más
extenso y tórrido del mundo, que se extiende sin interrupción de un
lado al otro del continente en su parte más ancha (aunque esta región
era considerablemente más acogedora hace varios miles de años, cuan-
do el clima del Holoceno era más cálido que el actual y, por consi-
guiente, más húmedo). En el lado sur de la franja selvática, las áreas
desérticas se extienden al sur y al oeste. Pasados los desiertos se encuen-
tran los dos extremos del continente, que gozan de un clima medite-
rráneo, con sus lluvias invernales. Al norte, África termina con un pro-
longado litoral; mientras que una mitad es desértica, la otra recibe las
suficientes precipitaciones como para disfrutar, en general, del mis-
mo clima que el resto de la cuenca mediterránea. Al sur, una peque-
ña región en el extremo austral del continente posee el mismo tipo
de clima mediterráneo.
Como ocurre con América, este esquema de franjas climáticas se
ve alterado por la presencia de montañas. Pero el parecido no pasa
de ahí. África es un pedazo de corteza continental relativamente intac-
to, que dista de cualquier zona de subducción, excepto al norte,
luego, en general, es plano. Las pocas montañas que hay se concen-
tran en dos regiones. Una es el noroeste, donde se levanta la cordi-
llera del Atlas, de formación tan reciente como los Alpes y fruto de
la colisión entre África y Europa. La otra región, mucho más exten-
sa, es África oriental, donde la formación de montañas obedece a la
fractura de la corteza terrestre que dio origen al valle del Rift. La grie-
ta, que va de norte a sur, es una de las ramas de un inmenso sistema
de fallas tectónicas, cuyas ramas más evidentes son el Golfo de Adén
y el Mar Rojo. Así pues, mientras que las montañas americanas están
al oeste del continente, las africanas están, en su mayor parte, al
este, y su tamaño no tiene ni punto de comparación con las enor-
mes cordilleras del Nuevo Mundo.
El último de los principales accidentes geográficos africanos dis-
curre de sur a norte: el Nilo. A diferencia de ríos tales como el

120
áfrica

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Buena Esperanza

MAPA 4. ÁFRICA
ZONAS DE VEGETACIÓN
Fronteras actuales Mediterránea
Desierto
Sabana y prados
Tropical
Montaña

Como en muchos de los mapas de este libro, los grupos étnicos y lugares indicados
pertenecen a diversos periodos. Así, los reinos de Ghana y Malí no eran contempo-
ráneos, y la distribución actual de las poblaciones bereberes es mucho más
reducida que la que muestra el mapa.

121
una breve historia de la humanidad

Amazonas o el Misisipí, el Nilo lleva agua a una parte del mundo


que la necesita desesperadamente. El Mediterráneo es sumamente
cicatero con sus precipitaciones en la mitad oriental de la costa nor-
te de África; si Egipto dependiese de la misericordia del Mediterráneo,
sería un puro desierto. Lo que el Nilo le hace a Egipto es una trans-
fusión de lluvia caída en África oriental procedente de la evapora-
ción del Océano Índico.
Varios aspectos de esta configuración son de crucial importancia
para el papel que África ha desempeñado en la historia humana. Uno
es la proximidad de la parte norte del continente a la mitad occi-
dental de Eurasia. Los dos continentes están unidos por la penínsu-
la del Sinaí y casi se juntan en el estrecho de Gibraltar y en la boca
del Mar Rojo. Además, lo que separa África del norte de Eurasia occi-
dental es más que nada el Mediterráneo, que durante los últimos
milenios ha sido un área de gran interacción marítima. Esto signifi-
ca que el extremo norte de África dista mucho de estar aislado, en
marcado contraste con Australia o América. No ocurre lo mismo con
el extremo sur. Esta región tiene el mismo clima que otras del hemis-
ferio austral –como el centro de Chile y el oeste de Australia–, pero
se encuentra a una enorme distancia de ellas. Hasta el desarrollo
de la navegación oceánica, cualquier contacto entre el extremo sur
de África y el resto del mundo tenía que atravesar las franjas climá-
ticas del continente. Las sabanas favorecen la interacción, pero los
desiertos y las densas selvas ecuatoriales, no. A esto hay que añadir
el hecho de que las montañas de África oriental no forman un pasi-
llo como los Andes. En resumidas cuentas, lo lógico es que la histo-
ria del continente presente una pronunciada pendiente cultural
cuya parte más aventajada estaría situada al norte. Y eso es, efecti-
vamente, lo que nos encontramos.

Cazadores-recolectores y agricultores en África

En el África austral sobreviven numerosas poblaciones de cazado-


res-recolectores, o al menos sobrevivían hasta hace muy poco. En
las llanuras están los bosquimanos, poblaciones, más que negras, par-
das tales como los G/wi de Botswana (la «/» del nombre simboliza

122
áfrica

un chasquido dental, como el que hacemos para expresar fastidio).


Estos grupos están diseminados por un área muy extensa, aunque
son mucho más frecuentes en las zonas desérticas del centro y oeste
que en las llanuras del este. Sus idiomas tienen en común el uso fre-
cuente de chasquidos como «/», un fenómeno desconocido fuera
del África austral. Este hecho recuerda los rasgos comunes de las len-
guas australianas; al igual que éstas, las lenguas de los bosquimanos
no pueden reducirse convincentemente a una sola familia. Esto indi-
ca que los bosquimanos llevan mucho tiempo en la región; desde
cualquier punto de vista histórico, podemos considerarlos aboríge-
nes. Al norte de los bosquimanos se encuentran los pigmeos, los caza-
dores-recolectores de la selva tropical, igualmente aborígenes. Se
conocen unos veinte grupos diferentes; es de suponer que en su día
tuvieran sus propios lenguajes, pero en la actualidad hablan los de
las poblaciones agrícolas-ganaderas con las que mantienen o alguna
vez mantuvieron relaciones. Al este, en las tierras altas de África orien-
tal, también hay numerosas poblaciones de cazadores-recolectores.
Consideradas en conjunto, estas pequeñas poblaciones de cazadores-
recolectores diseminadas por el África austral se antojan residuos
de una época en que la región debió de ser un coto de cazadores-
recolectores tan exclusivo como la Australia anterior al siglo xviii.
Como veremos más adelante, la época en cuestión, si bien no es tan
reciente como en el caso de Australia, no se remonta a más de dos o
tres mil años atrás. En contraste con esta pauta meridional destaca
la ausencia prácticamente total de cazadores-recolectores en África
del norte, incluso en regiones ecológicamente similares. Apenas exis-
tieron en épocas recientes, y su presencia no se ha dejado sentir duran-
te miles de años.
No es de extrañar, pues, que la agricultura africana se originase en
la mitad norte del continente. Una innovación que pudo tener lugar
en fechas muy tempranas es la domesticación del camello en el Sahara,
a la sazón un medio más benigno que en la actualidad; en el Sahara
oriental podría datar de 7000 a. C. aproximadamente. Como hemos
visto en el capítulo 2, la domesticación pudo ser independiente. En
la costa mediterránea, al norte del Sahara, lo que se difundió fue el
paquete agrícola de Oriente Próximo, si bien en fechas algo más tar-
días. En la franja de sabana que se extiende al sur del Sahara se intro-

123
una breve historia de la humanidad

dujeron animales domésticos procedentes del norte, pero en una


región donde las lluvias son estivales, las plantas cultivadas tenían que
ser autóctonas; la aparición de la agricultura parece haber tenido
lugar en esta zona entre 4000 y 1000 a. C. Más al sur, en la selva tro-
pical, surgió un patrón de actividad agrícola centrado en el cultivo
del ñame, pero, al igual que en Amazonia, la cronología sigue sien-
do confusa. Así, la aparición de la agricultura en África muestra algu-
nos ejemplos claros de difusión procedente de Oriente Próximo, pero
suele ser difícil decidir entre difusión por estímulo o desarrollo inde-
pendiente. En cambio, una manifestación de la cultura material en
que la sabana africana se adelantó claramente a Oriente Próximo fue
la invención de la cerámica hacia 9000 a. C. (frente a 7000 a. C. en
Oriente Próximo).
La historia de la difusión de la agricultura y ganadería al África
austral es mucho más reciente. Aquí no hay indicios de aclimatacio-
nes ni domesticaciones independientes, con o sin estímulos. El dato,
en cierto sentido, resulta sorprendente: las sabanas del este y sur de
África son la única parte del mundo en la que los herbívoros salva-
jes del Pleistoceno han sobrevivido en gran escala. Pero, por la razón
que sea, ninguno de ellos era apto para la domesticación. En su lugar
llegaron a la región animales domésticos procedentes del norte del
continente. Y concurrieron dos procesos distintos: la colonización
del sur por parte de agricultores septentrionales y la adopción de
prácticas agrícolas-ganaderas oriundas del norte por parte de las
poblaciones de cazadores-recolectores ya existentes en el sur.
El primer proceso es el que mejor se conoce. Los testimonios dis-
ponibles son de dos tipos: arqueológicos y lingüísticos. El registro
arqueológico muestra que en el segundo siglo d. C. ya había una
población agrícola entre el lago Victoria y el litoral Índico que tam-
bién practicaba la siderurgia. Esta población se extendió rápidamen-
te por la costa oriental africana y llegó a Natal en menos de dos siglos.
Allí se detuvo, probablemente porque sus cultivos estaban adaptados
a las lluvias estivales del trópico, no a las invernales de la costa meri-
dional. Poco a poco, esta población, u otras similares, se desplaza-
ron hacia el interior de África del sur y, con el tiempo, terminarían
llegando al oeste, aunque es muy poco lo que se conoce de esta últi-
ma parte del proceso.

124
áfrica

Las pruebas de tipo lingüístico presentan dos aspectos. En primer


lugar, prácticamente todas las lenguas habladas por las poblaciones
negras de África meridional guardan un estrecho parentesco y per-
tenecen a una sola subfamilia: la de las lenguas bantúes. Esto difiere
bastante del panorama de la región situada más al norte, el Sahel:
aquí el mapa lingüístico del África negra no presenta esa homoge-
neidad y es mucho más difícil agrupar lenguajes con garantías. En
segundo lugar, hay sobrados motivos para situar el origen de las len-
guas bantúes en el Sahel, más concretamente en el noroeste, junto
a la costa atlántica. Es allí donde el bantú propiamente dicho apare-
ce con mayor nitidez y donde se hablan las lenguas no bantúes con
las que está más estrechamente emparentado. En conjunto, estos
hechos indican de manera contundente que las lenguas bantúes pene-
traron en África del sur procedentes del norte en un pasado relati-
vamente reciente, tal vez en los últimos dos milenios.
Así pues, la llegada de los agricultores que trabajaban el hierro y
la difusión de las lenguas bantúes parecen dos caras de la misma
moneda. Esta conclusión, sin embargo, por irresistible que pueda
resultar, plantea un problema. Las pruebas arqueológicas cuadran
con las lingüísticas en cuanto a la trayectoria norte-sur; sin embar-
go, mientras la arqueología apunta a un origen en el noreste, la lin-
güística apunta al noroeste. ¿Cómo aunar ambas pruebas? Podemos
acortar un tanto la distancia señalando que cierta cultura que usaba
objetos de hierro aparece al oeste del lago Victoria antes que al este.
Pero para salvar la distancia restante nos vemos obligados a postular
una temprana migración hacia el este de poblaciones bantúparlan-
tes en dirección al lago Victoria, un movimiento del que por lo demás
no se posee ninguna prueba tangible. Sea como sea, se trata de con-
jeturas con más fundamento que en el caso del Pama-Nyungan.
El otro aspecto de la difusión de la agricultura y la ganadería a
África meridional tiene que ver con su adopción por parte de los caza-
dores-recolectores que ya habitaban en la zona. En un momento dado,
el pastoreo (aunque no el cultivo) comenzó a ser practicado por
poblaciones con los mismos rasgos físicos que los bosquimanos. Estas
poblaciones ganaderas son los llamados pueblos khoekhoe, que siguen
teniendo una presencia significativa en las regiones central y occi-
dental de África meridional y estaban más extendidos en el pasado.

125
una breve historia de la humanidad

Hablan lenguas ricas en chasquidos pertenecientes a una familia que


también engloba a varias lenguas bosquimanas. No se sabe mucho
de ellos a nivel arqueológico, pero su estilo de vida parece remon-
tarse a comienzos del primer milenio d. C. Los orígenes de su activi-
dad pastoril deben de estar en África septentrional, que es de don-
de proviene su ganado. La hipótesis más simple sería la de que los
antepasados de estos pastores obtuvieron ese ganado de manos de
los agricultores negros que usaban el hierro. Pero hay indicios de que
el pastoreo pudo haber llegado al sur de África por otra ruta.

La alta cultura en África

Si uno de los principales movimientos fue la expansión de la agri-


cultura y la ganadería por África meridional, otro fue la difusión de
la alta cultura en África septentrional.
África albergó la que probablemente fuese la segunda civilización
más antigua del mundo, la del antiguo Egipto. Durante la mayor par-
te de su prehistoria, Egipto fue un erial. Hasta el sexto milenio a. C.
no hay indicios de actividad agrícola en el valle del Nilo y la región
no se convierte en un lugar digno de atención hasta el cuarto mile-
nio. Pero el desarrollo que tuvo lugar a partir de entonces fue muy
rápido y los testimonios arqueológicos dan fe de una creciente estra-
tificación social que culminaría a finales de ese cuarto milenio con
la aparición del Estado egipcio. De ahí en adelante la monarquía egip-
cia se convirtió en una tradición que todavía seguía en pie en el
siglo iv a. C. y que sobreviviría en forma residual hasta la época del
Imperio Romano.
Esta institución monárquica desempeñó un notable papel en la
civilización egipcia, o al menos en lo que conocemos de ella. Al
igual que la paleta de Narmer (véase figura 10), los vestigios del
antiguo Egipto nos proporcionan abundante información (o desin-
formación) sobre los actos de los reyes, pero nos ilustran mucho
menos sobre cualquier otro asunto. La principal excepción la cons-
tituyen las costumbres funerarias egipcias; pero incluso en este caso,
casi toda la información que obtenemos, especialmente en la pri-
mera época, se refiere a la muerte de los reyes. Al mismo tiempo, la

126
áfrica

lista de los monarcas ocupaba un lugar central en la memoria histó-


rica egipcia. Manetón, un sacerdote egipcio que en el siglo iii a. C.
escribió una crónica de la historia de su país para los griegos, aún
tenía a su disposición un auténtico registro histórico que se remon-
taba hasta 3000 a. C., un calado temporal que sólo podría haber
tenido parangón en Mesopotamia. En la práctica, sin embargo, la tra-
dición monárquica no se mantuvo ininterrumpidamente, sino que
se vio rota cada pocos siglos por periodos de desunión y, lo que es
más grave, sometida, cada vez más, a episodios de dominio extranje-
ro. En el tercer milenio no se registró ninguno de esos episodios, y
en el segundo sólo uno; pero en el primero se hicieron tan numero-
sos que el dominio extranjero devino en statu quo normal del país.
Esto a su vez socavó los cimientos de la alta cultura asociada al Estado
egipcio. Si en la época de Manetón ya se hallaba en decadencia, a la
vuelta de unos pocos siglos estaría muerta.
Lo lógico sería que una civilización que duró más de dos mile-
nios y medio hubiese tenido imitadores fuera de sus fronteras. Pero
no fue así. Como veremos más adelante, las civilizaciones varían
muchísimo en cuanto a la medida en que se exportan a sí mismas
o son importadas por las demás; la del antiguo Egipto estuvo más o
menos limitada al mercado nacional. A los pueblos de Oriente
Próximo parece haberles resultado una opción menos apetecible en
cierto modo que la de su competidora mesopotámica. Para los pue-
blos de África no era muy accesible. El valle del Nilo está flanquea-
do por desierto y la gente que habita en el desierto no tienen mucha
necesidad de civilización. Río arriba, hacia el sur, vivían los nubios,
que, a diferencia de los moradores del desierto, sí tenían necesi-
dad de la alta cultura; y, en contraste con los pueblos de Oriente
Próximo, no tenían más remedio –en ocasiones literalmente– que
prestar atención a los egipcios. Así pues, la adopción por parte de
los nubios de la cultura de sus vecinos del norte, con o sin adapta-
ción étnica, viene de largo. Pero Nubia era un callejón sin salida; no
estaba en la ruta hacia otros territorios donde la civilización egip-
cia podría haber tenido su demanda, tales como las sabanas del Sahel.
Es posible encontrar rastros de la civilización egipcia dispersos por
el África subsahariana, pero no hay constancia de una transferen-
cia cultural en su totalidad.

127
una breve historia de la humanidad

Fue en el primer milenio a. C. cuando las culturas letradas comen-


zaron a aparecer en otras partes de África además del valle del Nilo.
Ninguna de estas culturas tenía su origen en África; lo que las llevó
allí fue un proceso de colonización que se inició cuando los feni-
cios, un pueblo de marinos y comerciantes oriundo de la costa siria,
fundaron la ciudad de Cartago en lo que hoy es Túnez. Cartago con-
servó una cultura fenicia (incluida la escritura alfabética) desde su
fundación en el siglo ix hasta su desaparición en el siglo ii a. C. Hacia
finales de ese periodo surgieron diversos reinos entre las poblacio-
nes nativas del interior y uno de ellos adoptó la cultura cartagine-
sa. A resultas de esta interacción se generalizó el uso de una ver-
sión del alfabeto cartaginés para inscripciones en las lenguas
vernáculas de la antigua África septentrional; este alfabeto lo con-
servaron hasta épocas recientes los tuareg del Sahara, cuyas muje-
res eran tradicionalmente las encargadas de enseñarlo. Pero no hubo
una adopción duradera de la alta cultura fenicia por parte de nin-
guna población nativa.
Otro ejemplo del mismo proceso nos traslada a la altiplanicie
etíope a mediados del primer milenio a. C. En este caso los coloni-
zadores habían cruzado el mar desde el Yemen, llevando consigo
su lengua y su cultura, que también incluía un sistema de escritu-
ra alfabética. Esta vez la cultura colonial no halló imitadores entre
las sociedades africanas independientes y, en consecuencia, no se
difundió más allá de Etiopía; pero gracias a su relación con una sóli-
da tradición monárquica, ha sobrevivido hasta nuestros días bajo una
forma claramente africanizada. El grueso de la población etíope toda-
vía habla lenguas derivadas de la de los colonizadores yemeníes y uti-
liza una versión del alfabeto que éstos llevaron desde el Yemen, don-
de cayó en desuso hace más de mil años.
Mientras tanto, a lo largo de la costa mediterránea, los fenicios
habían dado paso a griegos y romanos. Los griegos empezaron a colo-
nizar la Cirenaica, situada al oeste de Egipto, en el siglo vii a. C., y,
gracias a Alejandro Magno, ocuparon el propio Egipto en el iv. Los
romanos ocuparon el norte de África y conquistaron Egipto como
una etapa más de la construcción de su imperio en los últimos siglos
a. C. Las ruinas e inscripciones en latín de Volúbilis, en el actual
Marruecos, datan de los primeros siglos de nuestra era y represen-

128
áfrica

tan a miembros de una tribu nativa llevando una vida urbana y cul-
tivada a la manera de los romanos.
Pero de todos los intrusos de la era premoderna, ninguno tuvo un
impacto cultural tan trascendental como los árabes. La ascensión del
Islam en el siglo vii d. C. condujo a la conquista árabe de todo el
litoral norte de África, desde Egipto a Marruecos; en última instan-
cia, es debido a esta expansión que la cultura árabe predomina hoy
en toda esa región. Pero los árabes también poseían algo de lo que
habían carecido sus predecesores: eran un pueblo del desierto fami-
liarizado con un territorio como el Sahara. En general no se dedica-
ron a enviar ejércitos a través del desierto, sino a establecer un cier-
to nivel de contacto transahariano inédito desde hacía unos cuantos
milenios. Cuando miramos a través de los ojos de los autores grie-
gos y romanos de la antigüedad, apenas captamos fugacísimos vis-
lumbres del mundo allende el desierto; sin embargo, gracias a la apa-
rición de los árabes, por primera vez en la historia escrita el Sahara
se torna transparente.
Un efecto inmediato de esto fue la revelación de la existencia,
entre las poblaciones negras de la sabana, de un reino llamado Ghana.
Ya existía en el siglo viii; no hay manera de saber cuándo se fundó,
ni qué precedentes pudo tener, aunque hay constancia arqueológi-
ca de que en 300 d. C. la vida urbana ya era una realidad en África
occidental. En una fuente del siglo xi todavía se alude a Ghana como
reino pagano; se nos habla de ídolos y hechiceros, así como de sepe-
lios reales en los que se surtía al difunto monarca de provisiones
que llevarse a la tumba, adonde también lo acompañaban los hom-
bres que solían servirle la comida. Un detalle que nos recuerda que
estamos en África, donde son comunes los sistemas de parentesco
matrilineales, es la ley de sucesión: el trono no lo heredaba el hijo
del rey muerto sino el hijo de su hermana. No hay ningún indicio
de que la lengua vernácula tuviese una forma escrita, pero como
muchos otros soberanos de sociedades analfabetas, los de Ghana
vieron con claridad lo útil que era. El tesorero del rey y la mayoría
de sus ministros eran musulmanes, y es de suponer que sabrían leer
y escribir árabe. También había una ciudad musulmana a escasos kiló-
metros de la capital pagana; su existencia refleja sin dudas el papel
de los musulmanes del norte en el comercio transahariano.

129
una breve historia de la humanidad

A la larga, los pueblos paganos de esta región se convirtieron al


Islam. Malí, por ejemplo, un importante reino del África occidental
en los siglos xiii y xiv, ya era un Estado musulmán. Un viajero marro-
quí que visitó la región a mediados del siglo xiv y que hace observa-
ciones sobre el grado de respeto dispensado a las mujeres, se escan-
daliza cuando un cadí del lugar le presenta a su novia como quien
no quiere la cosa; la turbación del viajero hace reír a la joven. Un siglo
y medio después, un soberano que se tomaba el Islam a pecho expe-
rimenta desazón por el hecho de que las jóvenes más hermosas de
Jenne anden desnudas por la ciudad, incluidas las hijas de los cadíes.
Sea como fuere, el caso es que los habitantes de la sabana de África
occidental ya formaban parte del mundo musulmán y ya se los pre-
sionaba para que adoptasen sus costumbres.
Mientras que el Islam llegó a África occidental por tierra, a Áfri-
ca oriental llegó por mar. También aquí los árabes musulmanes fue-
ron más lejos que sus predecesores: sus relaciones de viajes por la
región penetran de lleno en el hemisferio austral. Al igual que en
África occidental, un resultado inmediato de esa indagación son los
gráficos testimonios que nos ofrecen de sociedades que, de otro modo
y en el mejor de los casos, sólo habríamos conocido a través del velo
de la arqueología. Una fuente del siglo x describe un reino del pue-
blo zanj en lo que hoy es Mozambique; se nos dice que un soberano
injusto sería castigado a muerte y se prohibiría reinar a sus descen-
dientes. El rey tenía un ejército de caballería integrado por tres mil
hombres montados en reses: una información perfectamente vero-
símil, toda vez que hay constancia de dicha práctica en otro lugar de
África meridional en una fecha posterior. En esta región al sur del
Cuerno de África, la interacción entre nativos paganos y extranjeros
musulmanes no se tradujo en una conversión generalizada al Islam,
pero sí que llevó a la aparición de una población africana musulma-
na a lo largo de la costa.

¿Qué hay en el medio?

Este análisis del pasado africano se ha ocupado de las zonas norte y


sur del continente, y de la costa este, pero ¿qué pasa con el centro?

130
áfrica

Aquí no disponemos ni de la espectacular combinación de arqueo-


logía y lingüística que encontramos en el sur ni de las fuentes litera-
rias que arrojan luz sobre el norte y el este. Con todo, hay dos fenó-
menos que tal vez valga la pena destacar.
Uno es el pastoreo de las tierras altas de África oriental. A media-
dos del tercer milenio a. C. ya aparecen pueblos ganaderos en las pla-
nicies del norte de Kenia. En el apartado siguiente nos ocuparemos
de una faceta de su organización social en siglos recientes; aunque
no sea ni mucho menos representativa de África en su conjunto, tie-
ne algunas cosas interesantes que aportarnos. En este momento lo
que merece la pena señalar es el contraste entre las tierras altas situa-
das al sur de Etiopía y el Nuevo Mundo a la misma latitud. A dife-
rencia de los Andes, aquéllas no albergaban cultivos intensivos, ni
una metalurgia relativamente avanzada, ni asentamientos urbanos,
ni formación de estados, y tampoco participaban del comercio lito-
ral de larga distancia. El motivo principal era sin lugar a dudas la
aridez de la región.
El otro fenómeno al que deberíamos prestar atención es la evo-
lución de vida urbana en las márgenes de la selva tropical en la cuen-
ca del bajo Níger, un entorno poco prometedor a primera vista, sobre
todo dada la ausencia de un panorama comercial marítimo compa-
rable al de la costa oriental. Así y todo, la región es famosa por unas
espléndidas esculturas en bronce que datan de los siglos anteriores
a la llegada de los portugueses. En esta época ya existía un impor-
tante reino en la región, el de Benin; y, a juzgar por la tradición oral
y las pautas políticas posteriores, también había ciudades-Estado de
menor tamaño y régimen dinástico, de las cuales una de las pocas
que conocemos, en sentido arqueológico, es Ife. No es fácil deter-
minar la razón por la cual esta área albergó sociedades más comple-
jas que las que encontramos en regiones semejantes del este o del
oeste del continente; la comparación de estas ciudades-Estado de Áfri-
ca occidental con las de otro pueblo que también habitaba en las már-
genes de una selva tropical, los mayas de las tierras calientes, resulta
tentadora.
En términos generales, el rasgo más característico del ámbito afri-
cano sigue siendo su pronunciado gradiente cultural de norte a sur.
Por poner un solo ejemplo: en el sur, los G/wi todavía se las arregla-

131
una breve historia de la humanidad

ban en el siglo pasado con un sistema numérico tan simple como el


de los aranda; en el norte, en cambio, los egipcios, a comienzos del
segundo milenio a. C., ya compilaban manuales sobre métodos de
cálculo matemático. Aunque puede decirse que ambas culturas pose-
ían lo necesario para alcanzar sus objetivos, la diferencia de objetivos
resulta elocuente. África contrasta con América no sólo en cuanto al
precio del aislamiento sino a las ventajas de estar conectado.

2. Los sistemas de grupos etarios en África oriental

Solemos dar por hecho que las personas de edades diferentes se com-
portan de manera diferente y que así es como debe ser. Por ejem-
plo, juzgamos que un hombre de treinta años debería conducirse
según su edad y no como un adolescente ni como un anciano. Al mis-
mo tiempo, esperamos que las personas de una misma generación se
entenderán mejor que las de edades diferentes.
Todo esto forma parte del tejido de nuestra vida social, pero no
es algo que plasmemos en instituciones formales sometidas a reglas
fijas. Si quisiéramos describir nuestra sociedad, podríamos ver la infan-
cia, la adolescencia, la madurez y la vejez como «grados etarios» por
los que ha de pasar cualquiera que tenga la suerte de que su vida dure
lo normal. Pero si quisiéramos, podríamos idear perfectamente una
serie diferente, sobre todo en el medio; y, dentro de lo razonable,
podríamos colocar a nuestro antojo las líneas divisorias entre los suce-
sivos grados etarios. Nuestra sociedad sencillamente no formaliza este
tipo de cosas. Del mismo modo, podríamos describir el conjunto de
individuos que actualmente se encuentran en un determinado gra-
do etario (por ejemplo, adolescencia) como un grupo –un «grupo
etario»–, partiendo de la base de que dichos individuos sienten que
tienen algo en común. Pero se trataría de un grupo bastante insus-
tancial en comparación, por ejemplo, con un equipo de fútbol.
Hay algunas excepciones. En la universidad donde doy clases, y
en muchas otras, los alumnos pasan por una serie de cuatro grados
etarios antes de licenciarse. En cada grado se aplican diferentes reglas
formales (e informales). Al mismo tiempo, el conjunto de alumnos
de un grado etario determinado constituye un grupo etario –la pro-

132
áfrica

moción del 2007, por ejemplo– que va pasando sucesivamente por


todos los cursos. En este escenario apenas existe ambigüedad a la
hora de determinar quién pertenece a qué grupo etario, quién está
pasando actualmente por qué grado etario y, en cierto sentido, qué
comportamiento cabe esperar en cada caso. Pero nuestra sociedad
en conjunto no funciona así, ni ninguna otra dentro del amplio espec-
tro de sociedades modernas.
En el mundo premoderno, y de manera residual en el moderno,
un número considerable de sociedades poseían sistemas de grupos
etarios del tipo del que nosotros carecemos. En las principales regio-
nes del mundo podían encontrarse ejemplos de dichos sistemas. Pero
desde el punto de vista cuantitativo y de la importancia que tenían
en la organización social, eran un fenómeno particularmente desta-
cado en dos lugares: África y Taiwán (donde eran característicos de
la población aborigen, no de la china). En África eran algo común
en varias zonas del continente, entre ellas África oriental. Aquí las tri-
bus con sistemas de grupo etario eran mayoritaria aunque no exclu-
sivamente ganaderas, o lo habían sido en el pasado. Podemos poner
como ejemplo a los Samburu, una tribu de pastores radicada al nor-
te del Monte Kenia, aprovechando una descripción de su modo de
vida realizada a finales de la década de 1950. Los miembros de esta
tribu se dividían en clanes; no tenían jefes en sentido estricto, pero
cada clan tenía a sus ancianos. Lingüística y culturalmente estaban
estrechamente emparentados a los célebres masai, aunque carecían
de la fama de feroces guerreros de éstos.
En el sistema de los Samburu hay tres grados etarios principales:
niño, moran y anciano. Como indica el primer término, las mujeres
no forman parte del sistema. En cuanto al segundo término, un moran
es un joven soltero en la plenitud de sus facultades físicas; antes de
que África oriental se constituyera en estados, él y sus semejantes
habrían sido los guerreros de la tribu. El paso de niño a moran está
claramente definido por una serie de acontecimientos. En primer
lugar el niño es sometido a una circuncisión, normalmente a los quin-
ce años más o menos. Se trata de un momento de enorme tensión,
no tanto por el dolor físico en sí como por el hecho de que el más
mínimo respingo traerá la deshonra no sólo a él sino a su familia y a
todo su clan. Poco después tiene lugar una ceremonia en el seno

133
una breve historia de la humanidad

del clan conocida como el ilmugit de las flechas; en esta ocasión el niño
jura por su madre que no tocará ningún alimento que hayan visto los
ojos de una mujer casada: razón por la cual a partir de ahora pasará
la mayor parte del tiempo fuera del poblado. Ya es un moran de ran-
go inferior y puede untarse de ocre rojo la cabeza y el cuerpo. Unos
pocos años después, más o menos a la edad de veinte, tiene lugar un
segundo ilmugit: el ilmugit del nombre, que señala la transición a moran
de pleno derecho. En esta ocasión el grupo etario al que pertenece
nuestro moran escoge entre sus miembros un director ritual, y el
grupo en sí recibe un nombre. Varios años después, cuando nuestro
moran tenga unos veintiséis, tendrá lugar un tercer ilmugit: el ilmugit
del toro. Ningún moran puede casarse hasta no haber matado un buey
con ocasión de esta ceremonia (aunque si goza de prestigio social,
previamente habrá tenido una novia). Lo normal es que un sambu-
ru tenga unos treinta años en el momento de casarse por primera
vez; ahora empezará a sentar la cabeza y a convertirse en anciano.
A los treinta y cuatro más o menos, los ancianos del clan lo bende-
cirán, y también a su esposa; llegado a este punto, dejará de obser-
var los tabúes alimenticios de los moran y se habrá convertido en un
anciano con todas las de la ley. En un momento determinado, duran-
te estos años, cuando la mayoría de su grupo etario se haya casado,
se celebrará un último ilmugit: el ilmugit de la leche y las hojas. De la
misma manera que hay rangos de moran (inferior y superior), tam-
bién los hay de anciano (ancianos inferiores, ancianos del «palo de
fuego», ancianos superiores) pero en su mayor parte podemos pasar-
los por alto.
Hemos seguido la trayectoria de un samburu a través de los pri-
meros grados etarios, pero el informe deja claro que cuando un indi-
viduo se convierte en moran lo que hace es integrarse en un grupo
etario dentro de su clan. Los miembros del grupo pasan por los ilmu-
git en bloque y no como individuos (aunque cuando finalmente
abandonen el grado de moran sí lo hagan como individuos). La
pertenencia al grupo influye poderosamente en las relaciones socia-
les: los miembros del grupo se tratan de igual a igual mientras que
han de guardar el debido respeto a los miembros de grupos de mayor
edad. En concreto, un grupo etario de rango superior ejerce una
especie de autoridad sobre un grupo etario de rango inferior, a saber:

134
áfrica

el situado dos rangos por debajo. Los miembros del primero son
los «ancianos del palo de fuego» del segundo, guardianes morales
provistos de un recurso coercitivo en forma de maldición sumamen-
te poderosa.
Tal es a grandes rasgos la descripción de la versión samburu del
sistema. No cabe duda de que no había dos sistemas exactamente
iguales, ni siquiera en África oriental, sino que podían articularse
de diversas maneras y utilizarse con diversos fines. Asimismo, es pro-
bable que ningún sistema fuese totalmente imprescindible para la
sociedad que lo aplicaba. No se conoce ningún entorno en el que
los humanos no puedan vivir sin un sistema de grupo etario. Esto
no significa, por supuesto, que tales sistemas no sirviesen para nada.
Parece razonable atribuirles importantes funciones sociales, tales
como canalizar la agresividad de los jóvenes y movilizar un contin-
gente militar para la tribu. Pero a las sociedades ganaderas (y no gana-
deras) del resto del mundo no parece haberles costado mucho alcan-
zar esos mismos objetivos por otros medios. Los mogoles medievales,
por ejemplo, carecían de grupos etarios, pero en términos milita-
res no puede decirse que los masai los eclipsaran precisamente. Así
pues, estamos ante una nueva manifestación de la diversidad cultu-
ral humana, un ejemplo más de cómo las sociedades tienden, de for-
ma impredecible, a aferrarse a un aspecto concreto de la vida huma-
na y a desarrollarlo de un modo, en cierto sentido, arbitrario.
Asimismo, también constatamos, una vez más, el poder de la vecin-
dad a la hora de imponer esas tendencias culturales: mientras que
en muchas partes del mundo habría sido insólito poseer un siste-
ma de grupos etarios, entre las sociedades ganaderas de África orien-
tal lo insólito habría sido no tenerlo.
Pero hay otro hecho que requiere atención y que tiene su origen
en una regla existente entre los samburu que establece una relación
entre la pertenencia al grupo etario del hijo y la pertenencia al del
padre. Esto nos lleva de vuelta a la temible maldición que ratifica la
autoridad moral de los ancianos del palo de fuego sobre el grupo eta-
rio situado dos rangos por debajo. Como es natural, estos ancianos
se mostraban reacios a echar semejante maldición a sus propios hijos,
luego convenía excluir a éstos del grupo etario inferior en cuestión.
Para lograrlo, los samburu insistían en encajar a todo niño en un gru-

135
una breve historia de la humanidad

po inferior a aquel respecto del cual su padre era anciano del palo
de fuego, aun cuando esto solía implicar que el joven tendría que
esperar hasta bien pasados los veinte años para convertirse en moran.
La búsqueda de esa relación era un rasgo, más que típico, exclu-
sivo de África oriental. Las reglas que relacionan la pertenencia al
grupo del padre con la pertenencia al del hijo son prácticamente
inexistentes en los demás sistemas de grupos etarios del mundo. El
factor proximidad es particularmente destacado en este caso: al igual
que ocurría con las subsecciones australianas y los calendarios meso-
americanos, es evidente que se trata de algo que surgió una sola vez
y que luego se propagó, a pesar de que la región afectada careciese
tanto de unidad étnica como política.
La difusión se antoja sorprendente por cuanto, a la larga, un sis-
tema que incluye semejante regla no resulta viable... o sólo puede ser-
lo a fuerza de introducir ajustes chapuceros. Parte del problema ya
se nos ha presentado en la descripción de los samburu: algunos jóve-
nes tenían que esperar varios años antes de convertirse en moran,
un ejemplo de conflicto entre cultura y biología. La raíz del proble-
ma está en el simple hecho de que los hombres tienen hijos a diver-
sas edades. Pongamos por caso dos hombres de la misma generación.
El primero tiene un hijo a los veinte años, y este hijo a su vez tiene
otro a la misma edad. El segundo hombre, por su parte, tiene un hijo
a los cuarenta años. Ahora los dos hijos pertenecen a generaciones
diferentes, mientras que el nieto del primer hombre y el hijo del
segundo son de la misma edad. Pero si lo que se pretende es mante-
ner una relación sencilla y sin dobleces entre los grupos etarios de
un hombre y de su hijo, hay que colocar a los dos hijos en el mismo
grupo. Así pues, ¿cuándo se forma ese grupo? Si la formación se
posterga hasta que el hijo del segundo hombre esté en condiciones
de incorporarse, el hijo del primero ya no será ningún jovencito. Si,
por el contrario, la cuestión se resuelve en función del hijo del pri-
mer hombre, cuando el hijo del segundo esté listo para incorporar-
se ya estará todo el pescado vendido. Si se opta por la solución inter-
media, se plantearán los mismos problemas a menor escala: un hijo
será un poco más viejo de la cuenta y el otro, un poco más joven. Y
cualquiera que sea la elección, los problemas se agravarán inevitable-
mente con el paso de las generaciones. Se sabe que en una tribu de

136
áfrica

Etiopía se celebraban ceremonias de iniciación en las que niños peque-


ños y octogenarios integraban el mismo grupo etario.
El registro etnográfico indica que estos problemas eran endémi-
cos en África oriental, aunque por alguna razón la situación más caó-
tica se daba en el sur de Etiopía. También hay constancia de que
dichos problemas preocupaban a la gente y de que las tribus recu-
rrían a diversas estratagemas para resolverlos o minimizarlos. Podían,
por ejemplo, retrasar la edad a la que los hombres se casaban, o
prohibir que tuvieran hijos a partir de cierta edad; algunas tribus recu-
rrían incluso al infanticidio con tal de ejecutar esas normas. O bien
relajaban un tanto las normas, como hacían los samburu al permi-
tir que un hijo se incorporase a cualquier grupo etario siempre que
fuese inferior a aquel respecto del cual su padre era anciano del palo
de fuego; esto solucionaba el problema del hijo que había nacido
tarde, aunque no el del que había nacido pronto, que seguía vién-
dose obligado a esperar.
Que se sepa, ninguna de estas sociedades de África oriental con-
taba con profesionales cuya función fuese ocuparse de estos pro-
blemas. Cierta tribu cuyo sistema pasaba por dificultades se plan-
teó acudir a otra en busca de consejo; en última instancia, sin
embargo, la mayoría de las tribus, si no todas, debían estar en la mis-
ma situación. Como los aranda, tenían patriarcas. Los patriarcas pue-
den tener experiencia y sabiduría, pero no son profesionales. En
este sentido, la única diferencia entre los samburu y los aranda era
que éstos no trataban de aplicar un sistema intrínsecamente defec-
tuoso. Los mesoamericanos, en cambio, sí que contaban con exper-
tos que entendían los fundamentos matemáticos y astronómicos de
su calendario. Cabe suponer que el cometido de dichos expertos fue-
se prestar asesoramiento en caso de que el calendario se desbarata-
se, del mismo modo que la opinión de los expertos influyó de mane-
ra determinante en las decisiones ejecutivas que nos proporcionaron
los calendarios juliano y gregoriano. En el caso de África oriental, sin
embargo, cuesta trabajo imaginar qué podrían haber hecho unos
expertos profesionales, más allá de aplicar con mayor tino los diver-
sos mecanismos correctivos ya ideados por las tribus.
En general, los sistemas de grupos etarios de África oriental reve-
lan algo más que la mera diversidad de las opciones culturales huma-

137
una breve historia de la humanidad

nas. También constituyen una sorprendente demostración de la tena-


cidad con que una sociedad es capaz de aferrarse a un proyecto invia-
ble de su propia cosecha.

3. Los shabtis y la actitud egipcia ante la muerte

Si hay vida después de la muerte, será más o menos parecida a la


vida que hemos conocido, o bien completamente diferente. Si se da
el segundo caso, poco podemos hacer por imaginarla, no digamos ya
por prever lo que necesitaremos en ella. Pero si la vida de ultratum-
ba es de una índole bastante semejante a la terrena, podemos hacer
planes de antemano con vistas a maximizar nuestra futura comodi-
dad, como hacen las personas prudentes con su vejez. Está claro
que el rey tarasco que se llevó a la tumba a su sirvienta, a su cocine-
ro, a su ayuda de cámara, etcétera, creía en la vida ultraterrena, o al
menos pensaba que valía la pena apostar por tal posibilidad. Lo mis-
mo ocurría con los soberanos egipcios; ya hemos mencionado las
masacres que se sucedieron con ocasión de la muerte de ciertos reyes
del antiguo Egipto. En realidad, se antoja probable que cualquiera
que sea rico y poderoso en este mundo necesitará sirvientes en el otro;
la civilización implica muchísimo trabajo y la vida de ultratumba sería
muy penosa si uno no pudiese seguir delegando en sus subordinados.
Meketre, un noble egipcio que vivió hacia 2000 a. C., se fue a la tum-
ba con un amplio surtido de sirvientes en miniatura tallados en made-
ra. Los sirvientes de carne y hueso tuvieron la fortuna de sobrevivir a
la muerte de su amo.
Parece, pues, lógico suponer que la estatuilla egipcia de la figura
13 pertenece a esa clase de objetos. Se llaman shabtis, una palabra
de origen desconocido. Empiezan a aparecer en las tumbas de los
primeros siglos del segundo milenio a. C., pero se diferencian de
los modelos que acabamos de mencionar en un par de detalles. Van
vestidos como momias, no como personas vivas, y suelen llevar ins-
crito el nombre y título de aquel en cuya tumba se les coloca. Se diría,
por tanto, que su función era sustituir al difunto, pero ¿en calidad de
qué? Por suerte para nosotros, parece que los shabtis, como los sir-
vientes en general, no eran completamente de fiar y que había que

138
áfrica

Figura 13. Un shabti típico con una fórmula mágica.

recurrir a medios mágicos para asegurarse de que cumpliesen con su


cometido. En el siglo xviii a. C. empiezan a aparecer shabtis con fór-
mulas mágicas inscritas, una práctica que se torna costumbre en los
siglos posteriores. Lo que la inscripción pone de relieve es una posi-
bilidad aún más inquietante que la de tener que ganarse la vida tra-
bajando: el difunto podría verse requerido por el dios de ultratum-
ba para prestar algún servicio en los dominios de éste, ya fuese
cultivando los campos, irrigando las riberas o acarreando «arena
del oeste o del este». En ese caso, el shabti estaría obligado a presen-
tarse en lugar del difunto y decir: «Heme aquí; yo lo haré». A partir
del siglo xv, los shabtis aparecen equipados con los aperos de labran-
za necesarios. La fórmula de los shabtis también les resulta familiar a
los egiptólogos, por los prolijos repertorios de fórmulas mágicas úti-
les para el más allá escritos en rollos de papiro que se colocaban en
las tumbas junto a los muertos. El contenido de esos rollos es a lo que
habitualmente nos referimos (nosotros, no los antiguos egipcios) con
el nombre del Libro de los Muertos.

139
una breve historia de la humanidad

Los shabtis siguieron siendo un elemento fundamental de todo


funeral que se preciase durante muchos siglos. Su presencia se mul-
tiplicó extraordinariamente, hasta el punto de que hoy en día son una
de las antigüedades egipcias más corrientes. Empezaron a fabricarse
en serie, con el consiguiente menoscabo de su calidad artística. En
lugar de enterrar a los difuntos con un solo shabti, se les proporcio-
naban cuadrillas enteras. Un documento de comienzos del primer
milenio a. C. registra la compra de 401 shabtis por parte de un hijo
para la tumba de su padre: 365 shabtis normales (uno para cada día
del año) y 36 capataces. Pero tras el derrocamiento de la última dinas-
tía autóctona en el siglo iv a. C. los shabtis fueron desapareciendo pau-
latinamente.
Toda sociedad humana tiene una actitud ante la muerte; ni siquie-
ra los samburu eran una excepción. Pero éstos no se andaban con
parafernalias. No celebraban complicados rituales, ni siquiera cuan-
do el muerto era un prestigioso patriarca; la inhumación del cadáver
era sencilla y discreta. Así pues, es poco probable que las prácticas de
los samburu hayan dejado mucho material para los arqueólogos del
futuro. Por suerte para nosotros, los antiguos egipcios tenían una
visión mucho más extravagante de las cosas; es más, sus vestigios
arqueológicos dan a entender que vivían obsesionados con la muer-
te. Por supuesto, hay algo de engañoso en esta conclusión. Los egip-
cios vivían en las tierras agrícolas del valle del Nilo, donde los restos
antiguos sobreviven malamente, pero al morir «se mudaban» a los
desiertos colindantes, que constituyen un verdadero paraíso arqueo-
lógico. Con todo, no cabe la menor duda de que se tomaban muy
en serio la vida de ultratumba.
Este contraste entre egipcios y samburu no atañe solamente a sus
respectivos usos funerarios sino también a su organización políti-
ca. Si en el siglo xx los samburu todavía se las arreglaban sin jefes,
los egipcios llevaban ya cinco mil años con reyes. Y su temor a que
las autoridades pudieran someterlos a trabajos forzados aun después
de muertos dice bastante de su experiencia como súbditos de un
Estado.

140
Tercera parte
La masa continental
euroasiática
7

El antiguo Oriente
Próximo

1. Vida y muerte de la civilización más antigua del mundo

En los capítulos anteriores hemos examinado los continentes de


uno en uno. Ha llegado el momento de que nos ocupemos de una
masa continental mucho más grande que cualquiera de ellos, la
denominada Eurasia, cuyo enorme tamaño y destacado papel his-
tórico nos obliga a examinarla región por región. Lo habitual es
dividirla en los dos continentes adyacentes que la integran: Europa
y Asia, pero tal división resulta poco práctica a los efectos de este
libro, por lo que será mejor que empecemos estableciendo una dis-
tinción algo tosca entre las regiones frías del norte y las templadas
del sur. Por el momento podemos considerar las primeras como un
escenario marginal. Si bien fueron hogar de diversas poblaciones
y marco de actividades humanas que pudieron tener consecuen-
cias drásticas en las regiones más meridionales, lo cierto es que el
norte no fue el ámbito en que se desarrollaron las civilizaciones
euroasiáticas clásicas. El verdadero escenario de ese desarrollo
fue la franja que se extiende transversalmente por el sur de Eurasia
y en cuyo centro se encuentra el Oriente Próximo. En el extremo
oriental de la franja están la India y China, y en el occidental, el
mundo mediterráneo y, solapándose con éste, la Europa occiden-
tal. Ambos extremos distan mucho de ser simétricos, pero por aho-
ra podemos dejar a un lado esta asimetría y concentrarnos en el
Oriente Próximo.

143
una breve historia de la humanidad

El principal acontecimiento geológico que dio lugar al Oriente


Próximo fue la colisión, hace unos cincuenta millones de años, de
dos placas continentales a consecuencia de la cual Eurasia se unió al
extremo nororiental de África, un continente a la sazón mayor que
en la actualidad. A partir de ahí bastaron dos pasos para que la región
adoptase su característico perfil actual. El primero fue un verdade-
ro acontecimiento geológico: la apertura, hace unos veinte millo-
nes de años, del golfo de Adén y el mar Rojo, que separó parcialmen-
te el Medio Oriente del África que conocemos hoy (por razones
prácticas, he decidido excluir a Egipto del Medio Oriente). El segun-
do paso fue un simple cambio superficial: la formación del Golfo
Pérsico como resultado de la elevación del nivel del mar durante el
Holoceno. Sin embargo, el acontecimiento fundamental fue la coli-
sión de las dos placas. La zona de unión va desde la esquina nororien-
tal del Mediterráneo, cerca de Chipre, hasta el golfo de Omán, en
el océano Índico, una línea cuyo interés trasciende lo meramente
geográfico, ya que divide el Medio Oriente en dos mitades notable-
mente diferenciadas.
La mitad meridional comprende Arabia y el Creciente Fértil, for-
mado éste a su vez por la Siria geográfica (las costas orientales del
Mediterráneo y las tierras inmediatas) y Mesopotamia (que coincide
aproximadamente con el actual Irak). Al igual que la placa africana
de la que en un principio formaba parte, se trata de una región pre-
dominantemente plana y las escasas zonas montañosas que compren-
de se deben más que nada al sistema de fallas, que se extiende desde
África oriental hasta el sur del Oriente Próximo. Teniendo en cuen-
ta que el mar Rojo y el golfo de Adén son ramas de dicho sistema, no
es de extrañar que el Yemen, la región meridional de Arabia, presen-
te el mismo tipo de orografía que las tierras altas de Etiopía. Más al
norte, una tercera rama del sistema atraviesa el centro de Siria y da
lugar a dos cadenas montañosas paralelas, pero, en general, la mitad
meridional de Oriente Próximo es una región de llanuras.
La mitad septentrional, en cambio, exhibe las cicatrices de la coli-
sión intercontinental. El resultado no es tan impresionante como el
Himalaya, pero Irán y Anatolia (más o menos la moderna Turquía)
son regiones muy montañosas, con la principal salvedad de las mese-
tas relativamente planas en el centro de ambas.

144
el antiguo oriente próximo

Para entender el clima del Oriente Próximo es preciso señalar, en


primer lugar, que la región se halla encajonada entre dos grandes
masas continentales: África y Eurasia septentrional. En el lado afri-
cano, esta proximidad provoca que el Oriente Próximo esté expues-
to al aire caliente del Sahara, del que el desierto de Arabia es, de
hecho, una prolongación. El equivalente en el lado euroasiático es
el aire frío de Siberia. Teniendo en cuenta que ambos fenómenos
constituyen unos de los sistemas de calentamiento y enfriamiento
más eficaces del planeta, no es difícil explicarse las extremas tempe-
raturas que padece la región.
No obstante, las masas de aire continentales, ya sean frías o cáli-
das, tienen algo en común y es que son secas, lo que significa que
Oriente Próximo depende de los mares colindantes para disfrutar de
un índice aceptable de precipitaciones. Desde este punto de vista, la
región está encajonada entre dos grandes masas de agua: el océano
Índico y el mar Mediterráneo. A simple vista, el océano Índico pare-
ce la más prometedora de las dos: es grande, presenta un elevado índi-
ce de evaporación y genera una cantidad enorme de precipitaciones.
Sin embargo, debido a la dirección de los vientos preponderantes, el
Oriente Próximo apenas si se beneficia de su proximidad a este océa-
no, razón por la cual Arabia es un desierto y no una selva tropical. Así
pues, el único recurso disponible es el Mediterráneo, que como fuen-
te de precipitaciones es mucho menos generosa y, además, sólo en
invierno. Los principales factores que permiten que una región se bene-
ficie de este recurso pluvial son la proximidad y la presencia de mon-
tañas. En el caso concreto del Oriente Próximo, el efecto combinado
de ambas es un pronunciado gradiente de aridez a lo largo de toda la
región que, en líneas generales, discurre desde el extremo noroeste,
la zona más húmeda, hasta el sudeste, la más seca (véase mapa 5).
Así, tan sólo el 3% del territorio turco es desierto, mientras que en
Arabia Saudí el porcentaje asciende al 97% (el panorama ha empeo-
rado en los últimos milenios). En consecuencia, la península arábiga
es tan árida que en la mayor parte de este capítulo permanecerá entre
bastidores, aunque en capítulos posteriores hará una aparición espec-
tacular muy ligada, precisamente, a su aridez.
Resta añadir un matiz de vital importancia para la historia de la
civilización en Oriente Próximo. Como hemos visto en el caso de

145
una breve historia de la humanidad

Mar Negro
GEORGIA

c aT r a n
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Mar Mediterráneo

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La Meca

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Golfo de Adén

146
el antiguo oriente próximo
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MAPA 5.
ORIENTE
PRÓXIMO
Fronteras actuales
LLUVIAS (cm/año)
Más de 200
100–200
60–99
40–59
20–39
10–19
0 200 millas
0 200 kilómetros
Menos de 10

147
una breve historia de la humanidad

Egipto, una región árida puede recibir una sustancial aportación de


agua por vía fluvial. En Oriente Próximo, la región que tiene la suer-
te de disfrutar de esta ventaja es la Mesopotamia meridional, que,
gracias al Tigris y al Eufrates, se beneficia de las precipitaciones rela-
tivamente abundantes que caen en el norte. En Arabia, sin embar-
go, no hay nada semejante.

La civilización del Medio Oriente

Es lógico que el Medio Oriente haya sido, con toda probabilidad, la


primera región no africana colonizada por los seres humanos moder-
nos, y es innegable que ya estuvieran presentes allí hace como míni-
mo cuarenta mil años. Sin embargo, la importancia fundamental de
la región en la historia de la humanidad no se debe a esa llegada
relativamente reciente de colonos, sino a la prontitud con que éstos
desarrollaron las prácticas agrícolas, hasta el punto de que no hay
constancia de la existencia, en los últimos milenios, de poblaciones
de cazadores-recolectores en Oriente Próximo. A esto hay que añadir
la rapidez con que el surgimiento de la agricultura transformó la socie-
dad local. La figura 14, donde se muestra cómo debía de ser una
parte de un asentamiento neolítico en Anatolia con varios miles de
habitantes, da cierta idea de dicha transformación. Las calles brillan
por su ausencia y la entrada a los edificios consiste en un agujero en
el techo. Desde nuestro punto de vista, no digamos ya el de los caza-
dores-recolectores, se antoja una forma de vida muy claustrofóbica.
Puede que a la sazón también se lo pareciera a los habitantes del
poblado, pero entrañaba una clara ventaja por cuanto representaba
un muro insalvable frente al mundo exterior. Mucho antes de la
fundación de este asentamiento, los habitantes de la neolítica Jericó
ya habían juzgado necesario rodearse de fortificaciones, convirtién-
dose así en una de las primeras comunidades amuralladas. Era impor-
tante excluir a los forasteros. La vida de los cazadores-recolectores de
entonces seguramente fuese efímera y brutal, pero la de los cultiva-
dores del Medio Oriente daba muestras de una malicia inédita.
Esta precocidad de los habitantes del Medio Oriente también expli-
ca en buena medida por qué surgió allí la civilización más antigua que

148
el antiguo oriente próximo

Figura 14. Reconstrucción hipotética de casas en el emplazamiento


neolítico de Catal Huyuk.

se conoce. Lo que no explica, sin embargo, es por qué tuvo que sur-
gir precisamente en el sur de Mesopotamia, una región que, como
Egipto, tardó en abrir sus puertas a las innovaciones neolíticas. También
como Egipto, la Mesopotamia meridional consistía en una cruda com-
binación de río y desierto, un medio que confería a estas tierras una
mezcla insólita de ventajas e inconvenientes. La principal ventaja era
que la irrigación podía generar un excedente agrícola más sustan-
cial y accesible que la agricultura dependiente de la lluvia. El incon-
veniente era la ausencia de otros recursos cruciales, que sólo podían
obtenerse mediante el comercio a larga distancia y que, en el caso
de la Mesopotamia meridional, comprendían materias tan básicas
como la madera, el metal e incluso la piedra. En consecuencia, en el
quinto milenio a. C., los desventurados cultivadores tenían que apa-
ñarse con hoces de arcilla que posteriormente fueron sustituyendo
por pedernal y, después, cobre (materiales, en ambos casos, impor-
tados). De un modo u otro, cabe concebir las primeras civilizacio-
nes, y, en particular, la mesopotámica, como respuestas sociales e
institucionales a ese tipo de desequilibrios. En este sentido, un rasgo
notable del registro arqueológico es la enorme expansión del hori-

149
una breve historia de la humanidad

zonte comercial de la Mesopotamia meridional en los siglos inme-


diatamente anteriores al surgimiento de la civilización.
Quienes desempeñaron el papel clave en ese surgimiento fue-
ron los sumerios, cuyo marco político difería sensiblemente del que
imperaba en el antiguo Egipto: en lugar de formar un reino unifica-
do, estaban divididos en unas treinta ciudades Estado. Al cabo de
un milenio, los sumerios desaparecieron de la escena, sin duda asi-
milados por sus vecinos, como tantas veces ocurre a lo largo de la his-
toria, aunque en este caso concreto no tengamos idea de cuál pudo
ser la causa. Lo cierto, en cualquier caso, es que para entonces la civi-
lización sumeria había sido adoptada por otros pueblos, en particu-
lar por los acadios, asentados más al noroeste. La tradición iniciada
por los sumerios seguiría siendo la cultura de Mesopotamia hasta la
segunda mitad del primer milenio a. C.
Dado que la civilización mesopotámica, al igual que la egipcia,
estaba condenada a extinguirse, ninguna de sus reliquias literarias
nos ha sido transmitida directamente. Como en el caso del antiguo
Egipto, la mayoría de lo que sabemos deriva de hallazgos casuales o
de excavaciones arqueológicas. En el caso egipcio, le debemos prin-
cipalmente a las condiciones desérticas la conservación de grandes
cantidades de papiros antiquísimos; en el caso de Mesopotamia, los
papiros no habrían podido sobrevivir, por lo cual es una suerte tre-
menda que el principal material usado por los escribas cuneiformes
fuese la arcilla. Una vez cocidas, ya sea accidental o deliberadamen-
te, las tablillas de arcilla pueden perdurar tanto como la cerámica. El
resultado es una colección de fuentes mesopotámicas antiguas, frag-
mentaria pero sumamente variada. La mayor parte es fruto de una
actividad administrativa más o menos meticulosa, pero también hay
textos de muchos otros tipos, incluida una obra de considerable atrac-
tivo literario, el poema épico de Gilgamesh.
En términos políticos, esta civilización nunca desarrolló una tradi-
ción estatal unitaria, pero sí que se observa una tendencia hacia orga-
nizaciones políticas cada vez más grandes. En el tercer milenio a. C.
las ciudades Estado eran la norma, con la excepción, en los siglos xxiv
y xxiii, de un interludio imperial; en el primer milenio a. C., las ciu-
dades Estado habían desaparecido y los imperios como el de los asi-
rios y los babilonios se habían convertido en la norma.

150
el antiguo oriente próximo

Como mencioné en el capítulo anterior, la civilización mesopotá-


mica resultó ser mucho más exportable que la del antiguo Egipto. De
hecho, es muy probable que las influencias mesopotámicas desempe-
ñasen algún papel en la formación de las vecinas civilizaciones de Egipto
y el valle del Indo. Lo que aquí nos atañe, sin embargo, es un proce-
so más sencillo: la adopción manifiesta por parte de otros pueblos de
la cultura escrita creada por los sumerios. En el tercer milenio a. C.,
los acadios, como hemos visto, ya habían hecho lo propio, y también
el pueblo de Ebla, al norte de Siria. Un ejemplo del mismo fenóme-
no en el segundo milenio es el de los hititas de Anatolia. En general,
a nivel de cultura escrita, lo que estos pueblos hicieron fueron dos
cosas. En primer lugar, adoptaron la tradición escrita sumeria, con el
resultado de que el sumerio se convirtió en la primera lengua clásica
del mundo y las élites instruidas siguieron empleándolo hasta mucho
después de que se hubiese extinguido como lenguaje de uso cotidia-
no en su lugar de origen. Al mismo tiempo, tomaron medidas para
adaptar la escritura cuneiforme a la de sus respectivos idiomas, brin-
dándonos con ello los primeros testimonios directos de las familias lin-
güísticas semítica e indoeuropea: el acadio de la primera y el hitita de
la segunda.
Como veremos en el tercer apartado de este capítulo, un rasgo
notable y sin precedentes de esta tradición escrita fue la conciencia
de su propia continuidad. Sin embargo, en el primer milenio a. C.,
tanto en Mesopotamia como en Egipto, esa continuidad empezó a
sonar anticuada: el mundo había cambiado.
Donde más evidente se hizo este cambio fue en el ámbito del poder
político. Mesopotamia, al igual que Egipto, corría el riesgo de una
invasión extranjera; en su caso, además, el peligro solía ser mucho
más acuciante dado que su emplazamiento estaba mucho menos pro-
tegido. En el tercer milenio sufrió una significativa invasión y el pano-
rama empeoró en el segundo. Unas veces los invasores eran las tri-
bus montañosas del oeste de Irán, como los gutianos del tercer milenio
y los casitas del segundo. Otras veces eran los nómadas del sur del
Oriente Próximo, como los amorreos, alrededor de 2000 a. C., y los
arameos de un milenio después. Pero algo que todas estas invasio-
nes, tanto grandes como pequeñas, tenían en común era que no supo-
nían una amenaza para la continuidad cultural de la civilización meso-

151
una breve historia de la humanidad

potámica. Los amorreos, por ejemplo, aparecen descritos como un


pueblo que vive en tiendas y desconocen las casas y el trigo. Cuando
estos pueblos lograban hacerse con el poder en Mesopotamia, no tar-
daban en descubrir que necesitaban el «instrumental» propio de la
civilización y, en vista de que carecían de uno de su propia cosecha,
no les quedaba más remedio que adoptar el de sus súbditos.
En el primer milenio a. C. todo debía de indicar que el modelo
se repetiría como hasta entonces. En el siglo vi, Mesopotamia volvió
a verse invadida por un pueblo iraní, esta vez por los persas, que lle-
garon a idear una escritura cuneiforme para su propio idioma y a
usarla en inscripciones reales. La situación, sin embargo, había cam-
biado y Mesopotamia ya no era más que una de las muchas provin-
cias que integraban un enorme imperio. Y lo peor estaba por llegar:
en el siglo iv a. C., los griegos derrocaron a los persas y esta vez los
invasores llevaban consigo su propia civilización urbana.
A todo esto, en Siria se estaba cociendo una subversión más sutil.
A diferencia de sus vecinos Egipto y Mesopotamia, Siria no estaba
adornada ni abrumada por una tradición cultural del tercer milenio;
la tónica de su historia cultural era la inestabilidad y la innovación.
En el tercer milenio el pueblo de Ebla ejemplifica una típica adop-
ción local de la tradición escrita sumeria, pero a mediados del segun-
do milenio Siria ya había abandonado la engorrosa escritura meso-
potámica para adoptar el alfabeto. Esta nueva tecnología resultó ser
inmensamente atractiva y se propagó por doquier, arraigando en
regiones tan remotas como el Yemen, donde hasta entonces no se
había registrado el menor interés por los sistemas de escritura más
antiguos. Pero lo que aquí nos interesa es el empleo del alfabeto para
escribir en arameo, el idioma que en el primer milenio a. C. termi-
nó desplazando a las viejas lenguas semíticas de Siria y Mesopotamia
en el uso cotidiano. Por desgracia para nosotros, la escritura alfabé-
tica en Mesopotamia solía hacerse, no en arcilla, sino en materiales
perecederos, con el resultado de que es muy poco lo que ha llegado
hasta nuestros días. No obstante, parece ser que incluso allí la vieja
tradición cuneiforme cedía terreno ante la expansión de la nueva
cultura alfabética. En consecuencia, el principal idioma escrito que
se usaría con fines administrativos en el imperio persa no sería el aca-
dio sino el arameo.

152
el antiguo oriente próximo

De los persas a los musulmanes

Entre la formación del imperio persa en el siglo vi a. C. y el auge


del Islam en el siglo vii d. C. media un milenio de historia. Como
tantos otros de los periodos analizados en este libro, no podemos
tratarlo como merecería pero al menos señalaremos sus principa-
les rasgos.
Uno es el dominio político ejercido a lo largo de todo el perio-
do por pueblos procedentes del norte. Con frecuencia eran origi-
narios de Irán, como en el caso del imperio persa de los siglos vi a
iv a. C., del imperio parto de los siglos iii a. C. a iii d. C., y del segun-
do imperio persa desde el siglo iii al vii d. C. Pero también proce-
dían de fuera del Oriente Próximo, como los griegos en el siglo iv
a. C. y los romanos en el siglo ii a. C. De todos estos pueblos sep-
tentrionales fueron los griegos los que en su momento causaron
un mayor impacto cultural.
El segundo rasgo es el desplazamiento del tradicional politeísmo
de la región por una fe monoteísta, el cristianismo. La religión cris-
tiana era una rama de un culto también monoteísta desarrollado por
un pueblo mediooriental de importancia marginal pero muy inno-
vador, los israelitas, de cuya religión nos ocuparemos en el siguien-
te apartado de este capítulo. Lo cierto es que si el fenómeno del mono-
teísmo se hubiese limitado a los israelitas y a sus herederos étnicos,
los judíos y los samaritanos, no habría tenido mayor relevancia his-
tórica. Lo que hizo de esta peculiar tradición étnica un ingrediente
básico de la historia mundial fue su posterior metamorfosis en dos
religiones universales, el cristianismo y el Islam, la suma de cuyos
fieles asciende en la actualidad a la mitad de la población mundial.
Forzosamente, volveremos a ocuparnos de ellas más adelante.
El último rasgo, como cabía esperar, es la desaparición de la civi-
lización mesopotámica, que, al igual que la egipcia, sobrevivió unos
cuantos siglos al ocaso del dominio autóctono. La última tablilla cunei-
forme que poseemos es un almanaque astronómico del año 74-75
d. C. Si bien no podemos señalar con precisión la fecha exacta de
extinción de la civilización mesopotámica, en el siglo iii d. C. ya debía
de estar muerta. En ese siglo, Mani, un reformador religioso meso-
potámico, elaboró una gran síntesis de las tradiciones religiosas de

153
una breve historia de la humanidad

su mundo en la que se reconocían el cristianismo y el budismo, así


como el culto zoroástrico de Irán. En cambio, las creencias religiosas
de la antigua Mesopotamia no hallaron cabida en la nueva religión
formulada por Mani. Era como si jamás hubiesen existido.

2. Reduciendo el panteón

Según la tradición musulmana, unos árabes paganos de la Meca que


juzgaban absurda la misión del profeta Mahoma le transmitieron su
punto de vista con la siguiente pregunta: «¿Pretendes, Mahoma, con-
vertir todos los dioses en uno solo? ¡Qué disparate!». Sin entrar a valo-
rar si se trataba de un disparate o no, lo cierto es que la idea, surgi-
da del politeísmo del antiguo Oriente Próximo (los motivos del
surgimiento ya son más difíciles de precisar), gozó de amplia acep-
tación y determinó el curso de la historia.
¿Qué antigüedad tiene el politeísmo? Los arqueólogos han encon-
trado abundantes indicios de las tendencias religiosas del hombre
prehistórico. En el Paleolítico superior hay algunos ejemplos confir-
mados de enterramientos con deidades funerarias; en el Neolítico
las pruebas son mucho más copiosas: hay, por ejemplo, espacios cla-
ramente reservados a actividades religiosas; por los contenidos de
varios de los cubículos representados en la figura 14 se sabe que eran
recintos de culto. Con todo, la arqueología de pueblos iletrados nun-
ca podrá informarnos de cuáles eran realmente los objetos de su fe.
La invención de la escritura rompe este silencio: por primera vez tene-
mos la certeza de estar viéndonoslas con divinidades y, mejor aún,
podemos aprender algo de los mitos asociados a las mismas.
Desde un primer momento, este registro arqueológico muestra
que los pueblos del Oriente Próximo creían en muchos dioses, lo
cual no tiene nada de extraño. Cualquiera que crea que el mundo
está regido por una voluntad divina deberá admitir que el resultado
de esa gestión, si no caótico, sí se antoja un tanto desorganizado, lo
cual da a entender la participación de más de un dios, y que los dio-
ses, a veces, persiguen distintos objetivos. Por otro lado, la idea de un
dios único que se ocupe de todos los aspectos del universo no pare-
ce muy práctica que se diga. Por ejemplo, no está nada claro cómo

154
el antiguo oriente próximo

se podrían conciliar las tareas de un dios de la guerra con las de una


diosa del amor. Los individuos que formasen parte de una sociedad
razonablemente compleja seguramente preferirían pensar en tér-
minos de una división del trabajo divino. Todo esto, naturalmente,
parte de la suposición de que los dioses se nos parecen bastante, pero
¿a quién si no iban a parecerse?
El poema épico, que narra el mito babilónico de la creación, ter-
mina con un banquete divino al que asisten los cincuenta dioses prin-
cipales y numerosas deidades menores. Los comensales se reúnen
con ánimo festivo, pero también tienen asuntos políticos que tratar
y se comprometen bajo juramento a aceptar como rey a Marduk, dios
de Babilonia. A decir verdad ya habían apalabrado este espinoso acuer-
do en un banquete anterior, pero ahora una generosa provisión de
licor ayuda a superar cualquier reserva que alguien pudiera tener.
Además, hay una razón más imperiosa para someterse al acuerdo: los
dioses corrían un peligro mortal y Marduk era su única esperanza
de salvación. El problema era la terrible guerra civil que había esta-
llado entre las divinidades después de que el escandaloso comporta-
miento de los dioses jóvenes provocase el rechazo de los dioses pri-
migenios. Como consecuencia de la contienda los dioses jóvenes
habían quedado con la moral por los suelos, pero la implacable labor
de Marduk había logrado poner fin al conflicto y cimentar el nuevo
régimen, hasta el punto de que los dioses pasaron un año entero
cavando con palas y fabricando ladrillos para erigir en honor del nue-
vo soberano la ciudad de Babilonia (que es donde tuvo lugar el ban-
quete de celebración). Así es, al menos, como lo contaban los babi-
lonios. Cuando los asirios adoptaron el mito, lo modificaron a su
gusto adjudicando el papel protagonista a su dios nacional, Asur.
En el norte de Siria, a juzgar por los textos del siglo xiv a. C. halla-
dos en la ciudad de Ugarit, la situación era bastante parecida. El idio-
ma en que están escritos es una forma de cananeo alfabetizada, pero
afortunadamente el material empleado como soporte era la arcilla.
Los dioses ugaríticos también se reúnen, comen y beben. El rey de
todos ellos es El, que no goza de tanta autoridad como Marduk. Baal,
el dios de la lluvia, y dos de sus colegas, Yamm, dios del mar, y Mot,
dios de la estación seca, libran brutales combates en el curso de los
cuales El no siempre es tratado con el respeto que, en principio, mere-

155
una breve historia de la humanidad

cería en virtud de su posición. En un momento dado, Baal se pone


en pie ante la asamblea divina y escupe al suelo; en otro pasaje, una
diosa de la guerra que está enamorada de Baal amenaza a El con
darle una paliza. (Los encuentros sexuales entre los divinos aman-
tes, por cierto, están descritos con tanta viveza como los episodios
de violencia.) Baal sale vencedor de todas esas refriegas y, en reco-
nocimiento de la posición que ha alcanzado, El termina atendien-
do una antigua queja del dios de la lluvia y ordena que se le cons-
truya una residencia apropiada. Esta vez, sin embargo, la dura labor
manual queda encomendada al dios albañil.
Apenas unos siglos después de la elaboración del mito ugarítico
y unos cientos de kilómetros al sur tuvo lugar, entre los israelitas, la
aparición del monoteísmo (o algo parecido). Para analizar los orí-
genes de esta innovación dependemos casi por completo de la Biblia,
una colección de textos escritos en su mayor parte en hebreo que,
al igual que el ugarítico, es un dialecto del cananeo. La escritura tam-
bién era alfabética pero los materiales usados como soporte de los
textos eran perecederos; si han logrado llegar a nuestros días no ha
sido gracias a la fortuna arqueológica sino a la continuidad de la trans-
misión literaria. La Biblia es, de hecho, el único corpus de textos
medioorientales antiguos que nos ha llegado por esa vía y debería-
mos estar agradecidos por ello. Este método de transmisión, sin embar-
go, presenta sus problemas. A diferencia de un conjunto de tablillas
de arcilla procedentes de un yacimiento arqueológico, lo más pro-
bable es que un corpus como la Biblia sea producto de un largo pro-
ceso de criba y modificación posteriores. En el caso de la Biblia el
papel fundamental en ese proceso de edición debieron de desem-
peñarlo monoteístas declarados, con el resultado de que los lecto-
res modernos hemos de tener en cuenta el más que probable sesgo
de la narración bíblica relativa al pasado de los israelitas. Así pues, tal
vez sea mejor tratar de reconstruir el surgimiento del monoteísmo
comenzando por el final y retrocediendo hacia sus orígenes.
En el año 587 a. C. el rey babilonio Nabucodonosor destruyó
Jerusalén y deportó a Mesopotamia a sus habitantes israelitas, o mejor
dicho, judíos. En el libro de Isaías, escrito unas cuantas décadas des-
pués entre los exiliados judíos en Babilonia, hay varias afirmaciones
divinas del siguiente tenor: «Yo soy Jehová y no hay otro», «Porque

156
el antiguo oriente próximo

yo soy Dios y no hay otro» (Isaías 45:18, 45:22). Lo que estos asertos
expresan (porque son algo más que mera retórica) es que no exis-
ten otros dioses. A primera vista esto parece desafiar el sentido común:
los desastres políticos y militares son una prueba evidente de que
los dioses del adversario están vivitos y coleando. Sin embargo, basán-
donos en éste y otros textos podemos afirmar con bastante confian-
za que en el siglo vi a. C. ya existía un monoteísmo puro y duro.
No obstante, está claro que este monoteísmo sin condiciones
no es el mensaje habitual de la Biblia. Usando las palabras de los
Diez Mandamientos, Jehová les dice a los israelitas: «No tendréis
otros dioses por delante de mí» (Éxodo 20: 3), no que no existan
otros dioses. Muchos pasajes, de hecho, aluden claramente a la exis-
tencia de otros dioses. Por ejemplo, en la historia del éxodo desde
Egipto, Jehová dice: «Así ejecutaré actos justicieros contra todos
los dioses de Egipto» (Éxodo 12: 12). Incluso lo vemos sentado en
la asamblea de los dioses: «en medio de los dioses ejerce el juicio»,
aunque luego se les informa que morirán como mortales (Salmos
82: 1, 7). De acuerdo con esta concepción, la relación de los israe-
litas con Dios es análoga al matrimonio: quien contrae matrimonio
monógamo ha de renunciar a todas las demás parejas potenciales,
pero eso no significa que tenga que negar la existencia de las mis-
mas. Lo que tenemos aquí, pues, no es monoteísmo en sentido estric-
to sino más bien una monolatría, esto es, la adoración de un solo
dios y la exclusión del resto.
¿En qué momento de la historia de Israel surgió esta monolatría?
De acuerdo con la Biblia, ya estaba presente en la época de Abraham,
es decir, sería anterior a los propios israelitas. Sin embargo, la Biblia
también nos cuenta que los israelitas recaían una y otra vez en el
politeísmo. Salomón, que en el siglo X a. C. construyó un templo
para el dios nacional («una morada donde habites para siempre»,
1 Reyes, 8: 13), también erigió espacios de culto a otros dioses para
sus esposas extranjeras y, por lo visto, él mismo terminó adorándo-
los (1 Reyes 11: 5-8). A comienzos del siglo vi, el profeta Jeremías
tuvo un encuentro con unos judíos afincados en Egipto que adora-
ban a la «Reina del Cielo» (Jeremías 44: 15-19) y que le dijeron de
manera tajante que seguirían rindiendo culto a dicha divinidad
«como hicimos nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y nuestros

157
una breve historia de la humanidad

magistrados, tanto en las ciudades de Judá como en las calles de


Jerusalén». Las mujeres, en particular, se mostraron especialmente
reacias a abandonar el culto, lo cual no es de extrañar teniendo en
cuenta que el objeto de adoración era una diosa. Ninguno de los
idólatras parece tener la más mínima impresión de estar haciendo
algo incorrecto, ni ellos ni sus antepasados. En principio, pues, no
parece que en el antiguo Israel todo el mundo abrazase la monola-
tría estricta ni mucho menos.
Lo que tal vez sí tuviese una amplia difusión desde hacía mucho
tiempo era la atención especial (aunque no exclusiva) al dios nacio-
nal. Al contrario que la monolatría o el monoteísmo, una relación de
este tipo no habría estado fuera de lugar en el antiguo Oriente Próximo.
Una inscripción del siglo ix encargada por el rey de los moabitas, los
vecinos orientales de los israelitas, habla de Quemós, el dios nacio-
nal, en un tono que recuerda al de los pasajes más antiguos de la Biblia.
No en vano la Biblia alude a Moab como el «pueblo de Quemós»
(Números 21: 29), igual que llama a Israel el «pueblo de Jehová»
(Jueces 5: 11). Incluso en Mesopotamia, como ya hemos visto, los
babilonios pusieron a Marduk en primer plano mientras los asirios
hacían lo propio con Asur. La especial relación de un pueblo con su
dios nacional proporciona un punto de partida factible para la evo-
lución de la monolatría y, en última instancia, del monoteísmo, pero
esto no quita para que sigamos sin saber por qué un rasgo tan fami-
liar de la religión del antiguo Oriente Próximo tomó un rumbo
tan insólito en el caso de Israel.
No debemos, en cualquier caso, exagerar el carácter radical de
esta innovación religiosa. En cierto sentido, la tradición monoteísta
que surgió en el antiguo Israel es muy conservadora. Da por senta-
do que Dios es un dios, como en la profesión de fe que pronuncian
los musulmanes: «No hay dios excepto Dios». Así pues, el monoteís-
mo tiene en común con el antiguo politeísmo del Oriente Próximo
la premisa de que existe algo llamado dios; la discrepancia se limita
a la cuestión de cuántos son esos dioses. Pero donde se puso en tela
de juicio esta aceptación irreflexiva de la herencia politeísta no fue
en Israel sino en Egipto. En el siglo xiv a. C., el faraón Akenatón ins-
tituyó el culto exclusivo del disco solar. No sabemos si negó la exis-
tencia de los dioses egipcios tradicionales o se limitó a despreciarlos;

158
el antiguo oriente próximo

lo que sí sabemos es que, a medida que transcurría su reinado, se fue


mostrando cada vez más remiso a aplicar al objeto de su culto el vie-
jo término politeísta «dios». Indirectamente, podemos afirmar que lo
que Akenatón adoraba era otra cosa. Se diría que terminó rechazan-
do no solamente los dioses concretos de su país sino el concepto
mismo de divinidad. Unos mil quinientos años después del faraón
heliólatra, los egipcios abandonaron finalmente el panteón tradicio-
nal y adoptaron un ferviente monoteísmo cristiano. Paradójicamente,
la palabra que a la sazón aplicaron al dios cristiano era el mismo tér-
mino politeísta que había rechazado Akenatón.
El culto de Akenatón apenas si sobrevivió a su muerte, pero el
monoteísmo en sus diversas formas –judaísmo, cristianismo, Islam y
otros– sigue vivo en nuestros días. El porqué de tan tremendo éxito
es una historia larga de contar que retomaremos esporádicamente
en capítulos posteriores, aunque sin llegar a obtener una respuesta
definitiva. Con todo, si tuviésemos que escoger un solo aspecto del
monoteísmo en este sentido, no sería tanto lo que el monoteísmo
abraza como lo que rechaza, a saber, otros dioses y quienes los ado-
ran. El monoteísmo es beligerante por naturaleza. Por lo general,
este espíritu exclusivista es ajeno al carácter del politeísmo y está en
la base de un amplio abanico de fenómenos históricos, desde la
extraordinaria supervivencia del grupo étnico que dio origen a esta
variedad religiosa hasta el fantasma del terrorismo monoteísta que
recorre el mundo en los albores del siglo xxi.

3. Arcaísmo

Las sociedades humanas no surgen de la nada; cualquier sociedad


actual es continuación de una más antigua. El panorama se compli-
ca por el hecho de que las sociedades no sólo cambian sino que tam-
bién se fusionan y se fragmentan. Así pues, la genealogía completa
de cualquier sociedad actual no se remonta a sus orígenes siguien-
do una línea única. Lo importante, sin embargo, es que podría efec-
tivamente remontarse hasta esos orígenes; no hay motivos para dudar
de que la sociedad humana haya existido de manera ininterrumpi-
da desde la aparición de la raza humana.

159
una breve historia de la humanidad

Ni que decir tiene que ninguna sociedad actual puede proporcio-


nar una crónica mínimamente creíble de sí misma que cubra seme-
jante escala temporal. La memoria colectiva de los pueblos sin escri-
tura (y durante la mayor parte del pasado humano todos lo eran) se
remonta como máximo dos siglos atrás. Recordar siempre supone un
esfuerzo que rara vez merece la pena cuando los hechos en cuestión
ya no poseen la menor relevancia. El ejemplo de los incas es ilustra-
tivo: más allá de la historia de su propia dinastía, sólo tenían un mito
de origen. Entre los jie del África oriental, el hecho de que cada gru-
po etario tuviese un nombre concreto permitía a la tribu encuadrar
los acontecimientos en un marco cronológico manejable. Basándose
en ello, un historiador moderno ha logrado remontarse en el recuer-
do colectivo de los jie hasta comienzos del siglo xviii. Rastreando en
el pasado de un pueblo sin escritura, basta retroceder unos pocos
siglos para empantanarse en el mito o en la amnesia.
Tal era, sin duda, la situación en Mesopotamia antes de la apari-
ción de la escritura y habría seguido siéndolo de no haber mediado
tan revolucionaria invención. Al igual que en Egipto, la escritura
amplió enormemente el horizonte de la memoria colectiva. Como
hemos visto en el capítulo precedente, a comienzos del siglo iii a. C.
el cronista Manetón podía establecer quién había reinado en Egipto
hacia el año 3000 a. C. Es probable que su contemporáneo babilo-
nio Berosus, que también escribió en griego sobre el pasado de su tie-
rra natal, fuese capaz de hacer lo propio en el caso de Babilonia,
aunque no conocemos lo bastante de su obra como para confirmar
esa posibilidad.
Un resultado de esta expansión del horizonte histórico fue que
la gente podía acudir al pasado (su pasado) y rescatar aspectos del
mismo que habían caído en desuso hacía mucho tiempo.
La cultura egipcia de los siglos vii y vi a. C. está marcada por un
fenómeno que los egiptólogos conocen con el nombre de arcaísmo.
Los faraones y miembros de la élite, en mucha mayor medida que en
otros periodos de la historia egipcia, no se contentaban con continuar
la tradición cultural que habían recibido, sino que el arte y la arqui-
tectura de sus monumentos funerarios siguen modelos mucho más
antiguos, en ocasiones hasta del tercer milenio a. C.; y el lenguaje
empleado en las inscripciones es en su mayor parte un egipcio clási-

160
el antiguo oriente próximo

co, muy diferente del que se hablaba y escribía en la vida diaria. No


sabemos exactamente cuál era la intención de los arcaizantes, porque
no dicen nada al respecto. ¿Pretendían restaurar un pasado glorioso
en el presente o simplemente seleccionaban lo que se les antojaba
de las ruinas que los rodeaban? Sea como fuere, el pasado remoto se
había convertido en un recurso del que echar mano.
Lo que encontramos en Mesopotamia en el mismo periodo es más
interesante, precisamente porque allí los protagonistas de vez en cuan-
do se molestaban en dar razón de sus acciones.
En la Babilonia del siglo vi a. C. soplaban vientos de restauración.
El último monarca babilonio, Nabónido, nos ha legado una extraor-
dinaria crónica de la labor que llevó a cabo para restablecer una ins-
titución que llevaba más de un milenio en desuso. En el siglo xxiv
a. C. el emperador Sargón nombró a su hija (que, dicho sea de paso,
es la primera escritora conocida de la historia) suma sacerdotisa del
templo del dios lunar Nanna en Ur y consorte humana de dicha
deidad. Con independencia de si Sargón fue el primero en instau-
rar esta práctica, lo cierto es que otros soberanos mesopotámicos la
adoptaron hasta el siglo xviii a. C.; a partir de ahí, no se vuelve a oír
hablar de ella hasta que Nabónido la rescata doce siglos después.
Según él mismo explica, el dios de la luna le comunicó que necesi-
taba una sacerdotisa y los adivinos determinaron que tenía que ser
la hija del rey. Sin embargo, en esta tesitura, a Nabónido se le plan-
teaba un problema. Para revivir una práctica ancestral hace falta tener
algo más que una idea aproximada de lo que entrañaba, y en este
caso concreto, en palabras del propio soberano, el oficio había caí-
do en el olvido hacía mucho tiempo. Afortunadamente, Nabónido,
según él mismo nos cuenta, descubrió unos textos apropiados que
databan del reinado de un rey del siglo xii a. C. (¿los encontraría
de verdad o fingiría haberlos encontrado?) y, de ese modo, pudo
llevar a cabo las ceremonias igual que se hacían originalmente.
El motivo que alegó el monarca para resucitar la práctica fue que
estaba preocupado por los santuarios de los grandes dioses. Podemos
aceptar esta profesión de fe, aunque con el reparo de que Nabónido
tenía sobrados motivos para hacer ostentación de esa preocupación:
había subido al trono de forma más que discutible y buscaba legiti-
marse a toda costa. Lo interesante es que la forma que escogió

161
una breve historia de la humanidad

para manifestar su inquietud fuese un despliegue de fastuosidad


arcaizante.
Nabónido también era un excavador infatigable, aunque en esto
no se distinguía de los últimos reyes babilonios. El trasfondo, de nue-
vo, era su piadosa preocupación por los santuarios de los grandes
dioses: pretendía reconstruir templos antiguos que estaban en rui-
nas o habían desaparecido por completo. En aquella época se creía
que la reconstrucción no sería válida a menos que el nuevo templo
se erigiese exactamente en el mismo emplazamiento que el ante-
rior, lo que hacía necesario encontrar los cimientos originales. Esto
presentaba sus complicaciones: ¿qué ocurriría si se equivocaban de
cimientos, algo muy probable cuando el emplazamiento exacto del
templo original había caído en el olvido con el paso de los siglos?
Precisamente por este motivo, en el curso de las excavaciones se
hacían grandes esfuerzos para encontrar las inscripciones fundacio-
nales dejadas por reyes anteriores. En el siglo vi, por ejemplo,
Nabucodonosor reconstruyó un templo en el mismo lugar donde
encontró la inscripción de un restaurador previo. Posteriormente
Nabónido descubrió una inscripción aún más antigua en otro empla-
zamiento y volvió a reconstruirlo.
Estas excavaciones babilonias no eran arqueológicas en el sentido
que hoy damos al término, toda vez que lo que las inspiraba no era
un interés académico por el pasado, sino una preocupación contem-
poránea de índole religiosa. Sin embargo, sería erróneo concluir que
los monarcas babilonios no tenían el más mínimo interés por las anti-
güedades como tales. La figura 15 muestra una estatua de la época
de un tal Puzur-Ishtar, gobernador (soberano efectivo) de la ciudad
de Mari, situada al noroeste de Babilonia, alrededor del 2000 a. C. Es
una espléndida pieza de museo. De hecho, puede que ya lo fuese en
el siglo vi a. C.; no en vano formaba parte de la colección de antigüe-
dades que comenzó a reunir Nabucodonosor en su palacio de Babilonia
y que sus sucesores fueron completando.
Esa capacidad de recuperar el pasado, derivada de la creación y
supervivencia del legado literario, desempeña un papel en los asun-
tos humanos más importante de lo que dan a entender estos prime-
ros ejemplos mesopotámicos. Retrotraerse al pasado puede ser una
forma ingeniosa de sortear el presente. Obviamente, si buscamos algo

162
el antiguo oriente próximo

Figura 15. Estatua procedente de Mari, alrededor de 2000 a. C.

distinto de lo que poseemos, podemos tomarlo prestado de otra


cultura. Pero la ventaja del pasado remoto es que, aun siendo muy
distinto del presente, no deja de ser nuestro. De ahí el extraordina-
rio poder que han ejercido en la historia humana los renacimien-
tos, las restauraciones y los fundamentalismos.

163
8

La India

1. ¿Por qué la India fue algo más que un subcontinente?

Al igual que el sur del Oriente Próximo, la India es una parte del
antiguo supercontinente de Gondwana que se ha unido a Eurasia.
El orden de los acontecimientos, no obstante, fue diferente: la India
se separó del resto de Gondwana hace más de cien millones de años
y hasta colisionar con Eurasia hace unos cincuenta millones de años,
fue literalmente una isla. Este pasado tan característico se refleja en
la diferencia más notoria entre ambas regiones: el subcontinente
indio es una península, no un puente continental. Aun así, hay algu-
nas semejanzas físicas. Tanto la India como el sur del Oriente
Próximo son relativamente planos. Bordeando las llanuras litora-
les del sur del subcontinente se alzan unas cadenas montañosas que
son consecuencia de la apertura de placas que dio lugar a la región
y que delimitan la meseta del Decán, pero en todo el sur de la India
no hay nada comparable en altitud con la combinación de cordi-
lleras y altiplanos que constituye el límite septentrional del sub-
continente. Al igual que en la mitad norte del Oriente Próximo, esta
gigantesca elevación no fue resultado de una apertura sino de una
colisión. La magnitud, sin embargo, es tal que cualquier accidente
geográfico del Oriente Próximo es pequeño a su lado; a decir ver-
dad, en los últimos 500 millones de años no se ha registrado nada
comparable en ningún otro lugar del planeta. Entre estas montañas
del norte y la meseta del sur, los puntos más alto y más plano respec-

165
una breve historia de la humanidad

tivamente de la India, se extienden unas llanuras aluviales compa-


rables a las de Mesopotamia.
Una de las diferencias más significativas entre ambas regiones es
climática: la India recibe muchas más precipitaciones que el Oriente
Próximo (véase mapa 6), lo cual no es de extrañar teniendo en cuen-
ta las tierras altas del norte y el océano abierto al sur: la combina-
ción de factores físicos que da lugar al monzón y a los veranos húme-
dos tan ajenos al Oriente Próximo. Sin embargo, la distribución de
las precipitaciones estivales es muy desigual. Las regiones más húme-
das son la franja costera del sudoeste y una extensa zona en el nor-
este, que contrastan con la meseta del sur, un tanto seca, y las regio-
nes del noroeste, tan áridas como el Oriente Próximo, del que no
en vano son una prolongación climática. En consecuencia, los dos
grandes ríos que nacen en las montañas del norte tienen efectos un
tanto diferentes en las tierras por las que discurren. Los dos propor-
cionan un recurso agrícola tan valioso como el limo, pero mientras
en el noreste el Ganges lleva sus aguas a una región de abundantes
lluvias que por naturaleza es una jungla, en el noroeste, el Indo (como
los grandes ríos del Oriente Próximo) da vida a unas tierras que sin
él serían un puro desierto.
A los efectos de este libro, parece lógico dividir la India histórica
en tres regiones principales. La primera es el sur, con sus llanuras
litorales, sus modestas cadenas montañosas y su meseta interior, una
zona que no carece ni mucho menos de recursos agrícolas, aunque
están un tanto dispersos. La segunda es el noreste, centrada en el
Ganges y con una extraordinaria concentración de ricas tierras agrí-
colas. La tercera es el noroeste, el actual Pakistán, una región cen-
trada en el Indo donde, al igual que en Egipto o Mesopotamia, es
posible la agricultura irrigada.
Un aspecto importante en el que estas tres regiones diferían en
épocas pasadas era la probabilidad de contacto con el mundo exte-
rior, con los consiguientes costes y beneficios que eso conllevaba. La
más remota era el sur que hasta que no se desarrolló la navegación
oceánica no entró en contacto directo con ninguna región extranje-
ra y cuyas características físicas, dentro de la propia India, la hacían
más inaccesible que las llanuras del norte. El noreste difería del sur
en que internamente era más accesible y colindaba con otras partes

166
la india

de Eurasia, pero estaba aislado de éstas por las altas montañas del
norte y las espesas junglas del este. En consecuencia, sus contactos
con el mundo exterior sólo se daban, en su mayor parte, por la ruta
del noroeste, de ahí que la región del noroeste fuese, hasta hace muy
pocos siglos, la vía de entrada a la India (aunque ni mucho menos
se trataba de una vía cómoda y espaciosa; quienes hacían uso de ella
tenían que vérselas con montañas y desiertos). Basta echar un vista-
zo a la prehistoria para constatar el papel fundamental desempeña-
do por el noroeste en la formación de la India.

La primera civilización de la India

La arqueología nos muestra que el ser humano moderno lleva al


menos 30.000 años presente en el subcontinente indio. No nos dice
por qué ruta llegó, pero, si procedía de África, lo lógico es que entra-
se por el noroeste. El testimonio genético parece corroborar esta infe-
rencia por cuanto apunta a una temprana oleada migratoria que,
arrancando del Cuerno de África, habría recorrido las costas meri-
dionales de Eurasia desde Arabia hasta la India y más allá. De la lle-
gada de la agricultura hay pruebas más fehacientes. Los primeros cul-
tivos aparecen alrededor de 6000 a. C. en el extremo noroccidental
del subcontinente y hasta pasados unos siglos no hay indicios de
actividad agrícola en el resto de la India; en el caso del sur, la agri-
cultura no llega hasta el tercer milenio a. C. Hacia el año 2500 sur-
ge la civilización del valle del Indo. No debió ser una casualidad que
la primera civilización india se forjase en la región más próxima, y
más parecida, a Mesopotamia… y que nunca se extendiese al resto
del subcontinente.
Es mucho menos lo que se sabe de la civilización del valle del Indo
que de la mesopotámica. No tenemos la menor idea de cómo se lla-
maban a sí mismos sus habitantes ni de qué idioma hablaban; por
comodidad solemos referirnos a ellos como Harappa, que es el nom-
bre de una de sus ciudades y del importante yacimiento arqueológi-
co correspondiente. Sabemos, por ejemplo, que el trazado de sus ciu-
dades era excepcionalmente regular, pero la arqueología no nos aclara
qué tipo de organización política posibilitaba esos alardes urbanísti-

167
una breve historia de la humanidad

Kabul
AFGANISTÁN
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0 400 millas
0 400 kilómetros

I N D I A

Bombay

Mar Arábigo

MAPA 6. LA INDIA
s
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Fronteras actuales
KERALA
L L U V I A S (pulg./año)
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g a l e s es

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in

168
la india

C H I N A

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R. Brahma pu t ra

A
L
A
Y A
M
A G
A D H A

O RI S S A

Konārak

KALINGA

Bahía de Bengala

CEILÁN

169
una breve historia de la humanidad

cos. Dos son los motivos principales por los que nuestro conoci-
miento es tan limitado.
En primer lugar, los testimonios escritos legados por esta civili-
zación son, por desgracia, muy escasos. Disponemos de una canti-
dad considerable de sellos de piedra con inscripciones, pero se tra-
ta de textos muy breves e imposibles de descifrar. Esta región, en
marcado contraste con el Oriente Próximo, no nos ha dejado tabli-
llas de arcilla ni profusas inscripciones en piedra. Lo lógico es supo-
ner que los habitantes de Harappa escribían en materiales perece-
deros; a juzgar por la costumbre india posterior, puede que usaran
hojas de palma.
El segundo motivo es que, de nuevo por desgracia (sobre todo
para ellos), la civilización de Harappa se extinguió a comienzos del
segundo milenio a. C. El acontecimiento no tiene nada de miste-
rioso; lo sorprendente, si acaso, es que las civilizaciones primitivas
no se extinguiesen más a menudo. En este caso concreto, las causas
pudieron ser ambientales (el Indo, para empezar, es un río muy ines-
table), o pudo tratarse de una invasión. Sea como fuere, esta desapa-
rición tan temprana obra en nuestra contra en dos sentidos. Por un
lado, la tradición india posterior no conserva ningún recuerdo de
la civilización del valle del Indo. Esto no significa que Harappa no
aportase nada a la India; ciertos rasgos de su cultura se resistieron a
desaparecer, entre ellos, probablemente, una afición por el núme-
ro 16 puesta de manifiesto en su sistema de pesos. Pero no existe nin-
gún equivalente de la información histórica que, por ejemplo, la tra-
dición china conserva de la dinastía Shang. La otra consecuencia del
prematuro fin de la civilización de Harappa es que no hay ninguna
crónica extranjera que la mencione. A buen seguro hubo pueblos
que podrían haberlo hecho, pues existen pruebas evidentes de que
la civilización del valle del Indo mantenía contactos comerciales con
Mesopotamia; los registros mesopotámicos más antiguos aluden inclu-
so a un intérprete. La etnografía, sin embargo, no tomaría cuerpo
hasta la segunda mitad del primer milenio a. C., y para entonces ya
sería demasiado tarde.

170
la india

Los arios y su impacto

Llegados a este punto, merece la pena interrumpir el hilo de nues-


tra narración para echar un vistazo al mapa lingüístico actual del sub-
continente indio. En el límite septentrional se ve complicado por la
filtración de las lenguas de las regiones colindantes, y en las zonas
montañosas del centro-este de la India, por bolsas aisladas de hablan-
tes de las llamadas lenguas Munda, que probablemente sean heren-
cia de una antigua intrusión de pueblos del sudeste asiático. Por lo
demás, el panorama es muy simple. Dos, y sólo dos, familias lingüís-
ticas ocupan el grueso del subcontinente, la indoaria en el norte
(vg. el hindi) y la dravídica en el sur (vg. el tamil). La línea que las
separa corre más o menos del sudoeste al noreste; la división es níti-
da en el oeste, pero en el noreste hay núcleos dispersos donde se
hablan lenguas dravídicas.
La pregunta que hemos de responder es por qué surgió esta divi-
sión lingüística. Lo lógico es pensar que las lenguas drávidas ya esta-
ban presentes en la India cuando llegaron los pueblos hablantes de
idiomas indoarios, y varios factores avalan esta hipótesis. Uno es que
no hay consenso entre los lingüistas a la hora de relacionar las len-
guas drávidas con cualquier otra familia lingüística de fuera del sub-
continente. Otro es que las bolsas de lenguas drávidas dispersas por
el noreste invitan a considerarlas residuo de una presencia original
más amplia (aunque los hablantes de lenguas drávidas del noreste
también podrían ser emigrantes que llegaron allí en el último mile-
nio). Y por último, pero no por eso menos importante, la variante más
antigua de indoario que se conoce está marcada por la presencia de
algunos préstamos dravídicos; teniendo en cuenta que esa variante se
hablaba en el noroeste, los préstamos serían un indicio bastante con-
cluyente de que en esa región también se hablaban lenguas drávidas
(por lo cual es legítimo suponer que los habitantes de la primitiva civi-
lización del Indo hablasen una lengua drávida). Todo esto induce a
pensar que antes de la aparición de los hablantes de idiomas indoa-
rios, en la mayor parte de la India se hablaban lenguas drávidas.
Los idiomas indoarios, en cambio, mantienen estrechos vínculos
fuera de la India toda vez que forman parte de la familia lingüística
indoeuropea, a la que también pertenecen las lenguas celtas, ger-

171
una breve historia de la humanidad

mánicas y eslavas, y algunas otras ramas. Como veremos en el capí-


tulo 12, lo más probable es que todos estos grupos surgiesen como
consecuencia de la fragmentación de una lengua matriz en la Europa
oriental. Pero aun sin esta reconstrucción, el hecho de que, de todas
las ramas del indoeuropeo, sólo una se encuentre en India lleva a
pensar que la presencia del indoario en el subcontinente se debe a
una intrusión.
Las lenguas se propagan de dos maneras: mediante la migración
de quienes las hablan o mediante la adopción de quienes no las
hablan. A menudo se entrecruzan los dos procesos, en cuyo caso el
problema es determinar sus respectivas importancias. En relación a
la India se pueden hacer dos observaciones con cierta confianza. La
primera es que los hablantes de lenguas drávidas no habrían podi-
do empezar a adoptar lenguas indoarias si los hablantes de éstas no
las hubiesen introducido en el subcontinente. La segunda es que para
que los hablantes de lenguas indoarias tuviesen el impacto que tuvie-
ron, debían de ser numerosos, o poderosos, o ambas cosas a la vez.
La idea de que un número significativo de individuos participó en
este proceso viene respaldada por una serie de pruebas genéticas que
indican la existencia de una marcada afinidad entre indios de las cas-
tas superiores y europeos, en particular, europeos del este. La idea
de que debieron de ser muy poderosos viene respaldada precisamen-
te por el hecho de que los que más exhiben esa afinidad son preci-
samente los indios de castas superiores, así como por el descubrimien-
to de que dicha afinidad es más notoria entre los varones que entre
las hembras.
Aunque no podamos fijar con exactitud la fecha de la llegada a la
India de los hablantes de lenguas indoarias, algo podemos hacer por
contextualizarla. La primera prueba concluyente procede no de la
India sino del Oriente Próximo, en concreto del reino de Mittani, en
el actual sudeste de Turquía, y la fecha es el siglo xv y xiv a. C. La
lengua que se hablaba (y escribía) en Mittani era el hurrita, un idio-
ma mediooriental, pero en contextos tan sugerentes como la onomás-
tica de la realeza y del panteón o el vocabulario técnico de los carros
de guerra, aparecen vocablos indoarios que apuntan a la presencia
militar de pueblos indoarios en fechas anteriores (salvo que se trata-
se de hablantes de indoario que nunca migraron a la India).

172
la india

En el subcontinente, la búsqueda de textos contemporáneos bien


conservados desde un punto de vista arqueológico (tan abundan-
tes en el Oriente Próximo), se revela infructuosa tanto para este
periodo como para mucho después, lo que nos obliga a trabajar con
dos fuentes de índole diametralmente opuesta. La primera es la de
los vestigios mudos de la civilización de Harappa y de las culturas
posteriores, que vendrían a ser un registro arqueológico sin banda
sonora. La otra es la tradición oral de los hablantes de lenguas indo-
arias: una banda sonora que cuesta trabajo relacionar con el regis-
tro arqueológico.
La tradición oral es un rasgo destacado de las religiones indias
desde hace muchísimo tiempo. En la tradición ortodoxa hindú, el
papel de sacerdotes lo desempeñaban los brahmanes, una de cuyas
funciones era memorizar un corpus inmenso de material textual
relacionado con el culto y transmitírselo a las futuras generacio-
nes. Los textos más antiguos y prestigiosos eran los cuatro Vedas,
transmitidos en una serie de recensiones por las diferentes comu-
nidades de brahmanes de las diversas regiones de la India. De los
cuatro Vedas, el más antiguo era el Rig Veda, una enjundiosa colec-
ción de himnos dirigidos a los dioses. En este caso, como en tantos
otros ámbitos de la historia india, la cronología es poco precisa, pero
los especialistas coinciden en que el libro se compuso en la segun-
da mitad del segundo milenio a. C. La geografía presenta menos
problemas: el lugar es el este del Punjab, una región del subconti-
nente donde los múltiples afluentes del Indo aún no se han junta-
do para formar un solo río, y el punto donde cabría esperar encon-
trarse a un pueblo que acabase de entrar en la India por los pasos
de montaña. La subsiguiente transmisión de estos himnos fue extraor-
dinariamente fiel, como indica el hecho de que estas composicio-
nes de la Edad de Bronce no estén contaminadas por la Edad de
Hierro, época en la que vivieron la mayor parte de quienes las trans-
mitieron (a diferencia, por ejemplo, de las epopeyas homéricas, cuyo
retrato de la sociedad de la Edad de Bronce sí está salpicado de ana-
crónicas referencias al hierro). El idioma en que están escritos los
himnos es una forma arcaica del sánscrito, el lenguaje indoario clá-
sico de la civilización india; el Rig Veda, pues, nos abre la primera
ventana a una sociedad de lengua indoaria de la India. De hecho,

173
una breve historia de la humanidad

podemos referirnos a este pueblo con el nombre de «arios», que es


como se llamaban a sí mismos.
La sociedad aria tenía poco en común con la civilización urbana
de Harappa. Era mayormente una sociedad de pastores orgullosos de
su ganado, sus caballos, sus carros y sus incursiones; tenía, además
de sacerdotes, reyes y guerreros, pero ningún tipo de organización
que pudiésemos llamar Estado. No era una sociedad completamen-
te aislada del resto del género humano, toda vez que los textos hacen
referencia a unos pueblos de piel oscura que merecían el desprecio
de los arios, luego es fácil suponer que esta agresiva sociedad pasto-
ril desempeñó un papel crucial en la desaparición de la civilización
del valle del Indo. Lo sorprendente es la magnitud del impacto
que tuvo en la India. No se trata simplemente de que el lenguaje
que introdujeron en el subcontinente sea, en sus diversas deriva-
ciones, el idioma mayoritario de la India actual, sino que este agres-
te pueblo de ganaderos constituye la verdadera raíz de la civilización
india tal y como ha perdurado en los últimos tres milenios. Tal vez
sea otro ejemplo de la lección que aprendimos al ocuparnos del anti-
guo Oriente Próximo: jamás hay que subestimar el potencial impac-
to histórico de los pueblos pastoriles.
Hasta ahora, en lo que llevamos de análisis, el papel clave en la con-
formación de la India lo ha desempeñado el noroeste. El monopolio
no se rompería hasta los primeros siglos del primer milenio a. C., cuan-
do el subcontinente entró por fin en la Edad de Hierro y las herra-
mientas de dicho metal posibilitaron el desbroce de la jungla y la labran-
za de los suelos del noreste, lo que a su vez permitió la aclimatación
de un cereal del sudeste asiático, el arroz (que tal vez sea el único
producto de relevancia que entró en la India prehistórica proceden-
te del este). El resultado fue un cambio fundamental en la geografía
humana del subcontinente ya que, en cuestión de unos pocos siglos,
el centro de gravedad se desplazó a las llanuras de la cuenca del Ganges,
donde la aparición de ciudades a mediados del primer milenio a. C.
tuvo su correlato en la fundación de estados. Las fuentes de que dis-
ponemos nos permiten vislumbrar la existencia de numerosos estados
que competían entre sí hasta que, llegado un momento, uno de ellos,
Magadha, se hizo con el dominio de toda la región. Algunos de esos
estados eran repúblicas tribales (en el oeste había más ejemplos de

174
la india

este sistema de gobierno, algunos lo bastante desarrollados como para


acuñar monedas), pero en general predominaban las monarquías. Al
mismo tiempo, el papel principal en la formación de la civilización
india clásica pasaba a desempeñarlo el noreste. Es en este periodo
cuando la India recobra la escritura. En el siglo IV a. C., aunque pue-
de que también algo antes, está en uso en el subcontinente una for-
ma de escritura alfabética que no debía nada a la del valle del Indo,
por entonces extinta; se trata del brahmi, el antepasado de todos los
alfabetos actuales de la India.
Un acontecimiento fundamental que tiene lugar en el noreste
en el siglo v a. C. es el surgimiento del budismo. Como muchos
otros movimientos de la época que no han dejado una huella tan pro-
funda en la historia, el budismo, en el fondo, era una filosofía diri-
gida a aquellos ascetas que, al igual que el propio Buda, habían renun-
ciado al mundo y querían librarse de toda atadura, pero de momento
podemos soslayar el contenido teórico de esta doctrina filosófica.
Lo que aquí nos interesa consignar es que la historia del budismo (y
no sólo del budismo) pone de manifiesto que renunciar al mundo
puede ser una técnica muy eficaz para prosperar en él. En primer
lugar, los ascetas budistas no eran, en su mayoría, ermitaños; antes
al contrario, el fundador de la doctrina dejó tras de sí una comuni-
dad de monjes (en la que incluso, dejándose convencer a sabiendas
de que era un error, permitió la entrada de monjas). En los siglos pos-
teriores a la muerte del Buda, y a pesar de una serie de concilios, la
comunidad no logró mantenerse unida, pero las diversas sectas en
que se fragmentó siguieron organizándose según el mismo patrón.
Al igual que el cristianismo, la existencia de monjes dio lugar a monas-
terios, y los monasterios, con cierto rubor, se convirtieron en centros
de riqueza y poder. La riqueza y el poder eran consecuencia de la efi-
cacia con que los monjes se integraban en el mundo al que habían
renunciado. Los budistas hacían gala de una habilidad especial para
obtener el patrocinio de los gobernantes a cambio del refrendo reli-
gioso que todo monarca precisa para dar una imagen apropiada ante
sus súbditos; durante un milenio, los gobernantes indios conside-
raron el refrendo de los monjes budistas tan válido como el de los
brahmanes. Al mismo tiempo, atendían las necesidades religiosas
del pueblo llano, que tenía tan pocas ganas de renunciar al mundo

175
una breve historia de la humanidad

como sus gobernantes. En este sentido, los budistas, más que dife-
rir notablemente de sus competidores (como, por ejemplo, los jai-
nitas), tenían simplemente más éxito: según la tradición, en el segun-
do concilio, el principal tema de discusión fue si los monjes podían
aceptar o no donaciones de oro y plata.
Los budistas también hicieron algo que sus competidores no
hicieron y fue exportar su religión más allá de las fronteras de la
India. La persona que renuncia al mundo es muy libre de desenten-
derse de todo compromiso con la sociedad que ha decidido aban-
donar; los renunciantes, pues, no estaban obligados a respetar vín-
culos de casta, etnia ni lengua. Los budistas aprovecharon esta
libertad y, con el fin de difundir su credo, transcribieron su ingen-
te tradición oral en diversas lenguas indoarias y, posteriormente,
la tradujeron a lenguas más exóticas como el chino, el tibetano y
el mongol. El buda, tal y como se diría más adelante, podía expre-
sar cuanto quisiera en cualquier idioma. Al mismo tiempo, los misio-
neros budistas no tenían nada en contra de las divinidades nativas
de las sociedades en las que se instalaban. Por eso, como veremos
más adelante, el budismo desempeñó un destacado papel en la
exportación de la civilización india.
No obstante, el auge del noreste fue un proceso muy conserva-
dor en el sentido de que perpetuó la tradición aria del noroeste,
un hecho patente a juzgar por el predominio de las lenguas indoa-
rias en la región y el de los arios en el sistema de castas. Este desarro-
llo de los acontecimientos dista mucho de haber sido inevitable.
Podría haberse dado perfectamente el caso de que un pueblo indí-
gena no ario con una economía basada en una combinación de arroz
y hierro hubiese predominado en el noreste y hubiese impulsado
un desarrollo de la región en una dirección cultural y étnica dife-
rente. De haber sido así, no está muy claro qué suerte habría corri-
do la cultura de los pastores arios de finales de la Edad de Bronce;
lo más probable es que se hubiese extinguido exactamente igual que
la inmensa mayoría de las culturas de la antigüedad humana. El cur-
so de los acontecimientos, sin embargo, fue muy otro y el legado
ario, filtrado a través de la civilización urbana de las llanuras de la
cuenca del Ganges, se convertiría en la tradición cultural domi-
nante de todo el subcontinente.

176
la india

En conjunto, el caso del sur de la India presenta diferencias apre-


ciables. Si el noreste entró en escena a comienzos del primer mile-
nio a. C., el sur tuvo que esperar unos cuantos siglos para hacer lo pro-
pio. En esta región también fue crucial el surgimiento de estados,
habida cuenta de que los estados tienen necesidad de una civilización.
Como cabía esperar, los pueblos meridionales adoptaron la civiliza-
ción del norte, pues, al igual que los nubios en relación con el anti-
guo Egipto, difícilmente habrían podido contactar con cualquier otra.
El fenómeno se tradujo en la importación a gran escala de la para-
fernalia cultural del norte, en particular de los brahmanes, sus vedas
y sus dotes literarias. Puede que también hubiese alguna que otra inva-
sión militar desde el norte, pero a juzgar por los resultados, el desplie-
gue del poder ario no debió de ser ni mucho menos tan opresivo como
en el noreste. Al menos en las zonas que ahora consideramos parte
del sur de la India, los pueblos indígenas conservaron sus lenguas drá-
vidas y antes o después terminaron usándolas para desarrollar sus pro-
pias culturas escritas. Asimismo, mantuvieron su identidad étnica no
aria y, a pesar de la destacada posición que ocupaban los brahmanes
inmigrantes, las élites políticas siguieron siendo nativas. Tan sólo en
Ceilán se formó un territorio colonizado permanentemente por
hablantes de lenguas indoarias, los cingaleses, y el motivo bien pudo
ser que llegaron a la isla antes que los drávidas.
Esta visión de conjunto no debe hacernos pensar que el noroes-
te de la India había perdido toda relevancia histórica. Hasta el
siglo xviii d. C. siguió siendo la puerta de entrada al subcontinen-
te, una vía de acceso franqueada por toda una serie de invasores,
empezando por los persas en el siglo vi a. C. y los griegos en el iv
a. C. Lo normal era que estos invasores limitasen su dominio polí-
tico precisamente al noroeste, y la regla se cumplió incluso en el
caso de la invasión musulmana de comienzos del siglo viii d. C. En
general, la cultura nativa solía absorber o contener el impacto de
estas invasiones sin mayores traumas. Por ejemplo, es muy probable
que el famoso gramático del sánscrito Panini viviese bajo la domi-
nación persa. La presencia musulmana, en cambio, fue menos bené-
vola desde el punto de vista cultural, y desde el siglo xi en adelan-
te, la cultura tradicional india viviría bajo la amenaza de una
conquista islámica.

177
una breve historia de la humanidad

La civilización india clásica

Hasta las postrimerías del primer milenio d. C. podemos conside-


rar que la India fue marco de una sola civilización. No todos los habi-
tantes del subcontinente formaban parte de ella y, de hecho, en la
actualidad todavía hay un número significativo de poblaciones tri-
bales que viven al margen de la sociedad hindú. Algunas son caza-
doras-recolectoras y seguramente fueron más numerosas en el pasa-
do. Asimismo, muchos aspectos de la civilización india variaban de
una región a otra, incluso al nivel de la élite. Por ejemplo, en unas
regiones los meses comenzaban en luna llena (la mayor parte del
norte de la India) y en otras en luna nueva (la mayor parte de la India
meridional). A nivel popular, las variaciones regionales debían de
ser aún mayores, pero, así y todo, predominaba la unidad cultural.
Los brahmanes, por ejemplo, se desplazaban continuamente a lo
largo y ancho del país; se sabe que algunos, originarios de Cachemira,
en el extremo norte del país, se establecieron entre los tamiles del
extremo sur. Los manuscritos también viajaban; unos textos sánscri-
tos escritos en el sur con el alfabeto de Kerala presentan errores
de interpretación que sólo pudieron haber surgido durante el copia-
do de originales escritos en alfabeto cachemir. Llama la atención
el contraste con el panorama etnicolingüístico de Mesoamérica,
donde, como vimos, nunca hubo nada comparable a este papel
vertebral del sánscrito y del legado ario en la articulación cultural
de la India.
Esa unidad cultural, sin embargo, no se tradujo en una unidad
política. La historia de la India presenta periódicas fases imperiales,
como, por ejemplo, la fundación de diversos imperios sostenidos por
estados basados en el noreste del subcontinente. El primero fue el
Imperio Maurya, que duró desde el siglo iv al ii a. C.; el Imperio
Gupta, desde el iv al vi d. C. es otro ejemplo. Pero ninguno de estos
imperios abarcó el extremo sur del subcontinente. (Los fundadores
de imperios del segundo milenio de nuestra era tuvieron más éxito
en este sentido… sólo que eran musulmanes o británicos.) En defi-
nitiva, lo que quiero decir es que una parte de la India siempre ha
estado dividida en múltiples estados regionales (y la mayoría de la
India casi siempre), pero habida cuenta de que esos estados patroci-

178
la india

naban generosamente a los brahmanes, la unidad cultural del sub-


continente no corrió peligro.
Un rasgo frustrante, aunque también interesante, de la historia
india es lo poco que sabemos de esos estados, tanto de los grandes
como de los pequeños. El historiador de la India premusulmana no
dispone de nada semejante a la rica historiografía de la China o del
mundo islámico y está obligado a reconstruir la historia de esos esta-
dos basándose en inscripciones, monedas y referencias sueltas en
fuentes escritas. Estos testimonios suelen ser, en el mejor de los casos,
fragmentarios, aunque hay una notable excepción, la del emperador
maurya Ashoka, una figura histórica inconfundible del siglo iii a. C.
de la que tenemos noticia gracias a una serie de inscripciones en roca
en las que este insigne patrón de los budistas y de sus competidores
se explica en un tono de universalismo vegetariano. Ashoka nos cuen-
ta que anteriormente, en las cocinas de palacio, se sacrificaban cien-
tos de miles de animales a diario, pero que bajo su mandato esa car-
nicería se ha reducido a dos pavos reales y algún que otro ciervo, y
que incluso estas muertes terminarán por erradicarse; nos confiesa
sus remordimientos por los asesinatos en masa y las deportaciones
derivadas de su conquista del Estado independiente de Kalinga, y
declara que su deber es promover el bienestar del mundo entero y
saldar su deuda con todos los seres vivos. Pero Ashoka es único y estas
inscripciones, aun con ser interesantes, no se pueden comparar con
una buena crónica. ¿Por qué apenas hay textos que puedan informar-
nos de los acontecimientos históricos de la antigua India? La expli-
cación más evidente sería que porque ningún indio los escribió. No
sería la primera vez: los antiguos egipcios tampoco produjeron nada
semejante a una crónica. Sin embargo, un viajero chino del siglo vii
d. C. alude a unos funcionarios indios encargados de elaborar rela-
tos históricos. Luego el problema seguramente fuese que la sociedad
india, o más concretamente la élite cultural brahmánica, una vez
extinta la dinastía a la que servía, se deshiciese de la obra de dichos
historiadores. La ingratitud, habida cuenta de todo lo que las dinas-
tías hacían por los brahmanes, resulta chocante.
Lo que sí conservaba esta sociedad, y en cantidades enormes,
eran textos de carácter religioso. Dado que esta conservación depen-
día de la transmisión continua, los textos que han llegado a nues-

179
una breve historia de la humanidad

tros días son, casi exclusivamente, los de las doctrinas religiosas


que han sobrevivido. Pero no podemos quejarnos. La tradición brah-
mánica, una pieza clave de la religión hindú ortodoxa, ha conser-
vado no sólo los cuatro Vedas, sino una gran variedad de obras pos-
teriores escritas en sánscrito de contenido diverso; el antiguo
atomismo indio, por ejemplo, está bien representado (la idea de que
la materia está compuesta de átomos no tiene nada de moderno).
El budismo terminó desapareciendo en la India, pero la enorme
colección de libros sagrados escritos originalmente en el subconti-
nente aún pervive entre los budistas de Sri Lanka y de otras regio-
nes asiáticas, traducidos a diversas lenguas. El jainismo, un movi-
miento religioso de carácter similar al budismo aunque algo más
antiguo, sólo lo practican en la India actual unas pocas comunida-
des bien diferenciadas, una de las cuales conserva una herencia lite-
raria que se remonta al primer milenio a. C. Así pues, la documen-
tación existente sobre la historia religiosa de la antigua India es tan
rica como pobre es su equivalente en cuanto a política. Como era
de esperar, ese material religioso adolece de cierta vaguedad histó-
rica. Por ejemplo, las escrituras budistas de Sri Lanka están escritas
en un idioma indoario llamado pali que, en buena lógica, tuvo que
ser la lengua vernácula de algún grupo humano en algún lugar espe-
cífico. Sin embargo, lo máximo que podemos conjeturar al respec-
to es que tal lugar debía de estar en alguna parte de la India sep-
tentrional.
La supervivencia de los textos búdicos indios fuera del subconti-
nente nos lleva al último tema de este análisis: la difusión de la civi-
lización de la India allende sus fronteras. Esta difusión no fue el resul-
tado de una conquista militar; el noroeste siempre ha sido la vía de
entrada de los invasores extranjeros a la India y nunca al contrario,
un proceso bastante similar al de la recepción de la cultura septen-
trional por parte del sur. En los primeros siglos de nuestra era se apre-
cia el mismo fenómeno en dos regiones muy diferentes de Asia: el
interior y el sudeste.
El perdurable legado de la influencia india en el interior de Asia
fue la difusión del budismo a China y, desde allí, a otras partes del
Extremo Oriente. China ya tenía su propia civilización y no tuvo nece-
sidad de tomar prestada la de su vecino del sur, pero fue esa dinámi-

180
la india

ca de préstamo cultural la que llevó el budismo desde el noroeste


del subcontinente hasta la frontera china, justo al norte del Tíbet.
En esa región limítrofe, hasta entonces ocupada por pueblos iletra-
dos, hay pruebas de la existencia de estados indianizados desde el siglo
ii a. C., y lo mismo cabe decir del Tíbet pasados unos siglos.
Más o menos por esa época, en el siglo i o ii de nuestra era, empie-
za a dejarse notar la influencia de la civilización india en algunas zonas
del sudeste asiático. Uno de los factores que posibilitaron este fenó-
meno fue el rápido desarrollo del comercio a larga distancia en el
océano Índico, como demuestra el hallazgo de artefactos romanos
en el yacimiento de Go Oc Eo, al sur de la actual Vietnam (entre ellos
un medallón de oro del emperador Antonino Pío que data del año
152 d. C.). Al igual que en la India meridional, este proceso abrió
enormes oportunidades laborales para los brahmanes más decididos.
Una fuente china del siglo v menciona la presencia en un reino del
sudeste asiático de más de mil brahmanes indios a los que las gentes
del lugar daban sus hijas en matrimonio. Con todo, la «indianiza-
ción» de las sociedades locales no fue ni mucho menos plena (por
ejemplo, al contrario que en el sur de la India, entre los pueblos del
sudeste asiático no rigen sistemas de castas bien definidos) y fueron
más que nada las élites y capas dirigentes de la región quienes adop-
taron la civilización del subcontinente. Así y todo, la adopción alcan-
zó una magnitud nada despreciable. Diversas inscripciones dan fe de
la aparición, a partir del siglo ii d. C., de algunos estados indianiza-
dos que, al terminar el milenio, ya serían numerosos tanto en el
continente como en varias islas.
No podemos terminar esta visión de conjunto sin señalar una inte-
resante asimetría patente en la exportación de la cultura india: su
implantación tuvo éxito hacia el este, no hacia el oeste. Hacia el este,
los pueblos cuya situación geográfica les brindó la oportunidad de
escoger entre la cultura india o la cultura china, escogieron, en su
inmensa mayoría, la primera. Los tibetanos nos ofrecen un ejemplo
más de esa preferencia: aunque en su día mostraron un interés por
ambas culturas, terminaron decantándose por la india. Hacia el oes-
te, en cambio, no hubo una difusión cultural semejante. El Oriente
Próximo, al igual que China, ya contaba con una cultura escrita. Sin
embargo, la extraordinaria propagación del budismo por toda China

181
una breve historia de la humanidad

no tuvo parangón en el Oriente Próximo, por mucho que Mani tuvie-


se la deferencia de incluir al Buda en su síntesis religiosa.

2. Los brahmanes nambudiri de Kerala

Kerala es la lluviosa franja costera del sudoeste de la India. En su día


formaba parte del país tamil, situado al este, de ahí que el malaya-
lam, la lengua grávida de Kerala, fuese originalmente un dialecto
tamil. La sociedad keralita es un complejo mosaico de castas y sub-
castas, hasta el punto de que se ha llegado a calificar como «un mani-
comio de castas». Una pequeña pieza de este mosaico, tan fascinan-
te como, en su día, prestigiosa, era la comunidad de los nambudiris,
integrada, a mediados del siglo xx, por unos sesenta mil individuos.
Un análisis detenido de este singular grupo humano nos abre una
vía de acceso al laberinto de las castas.
Los nambudiris son brahmanes y, como tales, herederos de la remo-
ta tradición ritual aria que surgió en el Punjab de la Edad de Bronce.
Los nambudiris que conservaron sus costumbres védicas lo hicieron
con mucha más fidelidad que la mayoría de las comunidades brah-
mánicas de la era moderna. Poseían un profundo conocimiento del
sánscrito, se transmitían por tradición tres de los cuatro Vedas (ade-
más de una enorme cantidad de textos religiosos) y celebraban com-
plejos rituales védicos. Ni que decir tiene que todo esto exigía un inten-
so adiestramiento. Todo niño nambudiri, a una corta edad, emprendía
la memorización del veda de su familia (el que fuese). Posteriormente,
aprendía a recitar los textos hacia delante y hacia atrás siguiendo intrin-
cadas pautas declamatorias; el objetivo era garantizar la continuidad
de la transmisión oral de un texto inalterable. Tanta fidelidad no fue
en vano. Los especialistas en filología comparada han llegado a la con-
clusión de que el indoeuropeo tenía un acento tonal alto que ha
desaparecido en las lenguas derivadas de esa lengua madre; el único
lugar donde perduró fue en una forma especial de recitación védica
practicada por los nambudiris. Menos espectacular, aunque sumamen-
te interesante para los indólogos, es el hecho de que uno de los tex-
tos que se transmitían fuese una recensión del Rig Veda imposible
de encontrar en cualquier otra parte.

182
la india

No obstante, los nambudiris del siglo pasado no eran fósiles vivien-


tes. Se distinguían de las demás comunidades brahmánicas no sólo
por lo que conservaban, sino también por cómo eran, pues tenían
costumbres diferentes a las de los brahmanes del resto de la India
(una de ellas, como veremos, desempeñaba un papel fundamental
en la relación que mantenían con la sociedad indígena de Kerala).
En teoría, según la opinión más extendida entre todos los brahma-
nes de la India, en el terreno de las costumbres sólo había una for-
ma correcta de hacer las cosas; en la práctica, sin embargo, existían
diferencias regionales que había que aceptar, como el caso paradig-
mático de los brahmanes de Cachemira, que comen carne. Al pare-
cer los nambudiris tenían sesenta y cuatro de esas prácticas anóma-
las (repárese, dicho sea de paso, en el múltiplo de dieciséis). Además,
en algunos aspectos, se habían asimilado de forma bastante radical
al entorno de Kerala. El malayalam era su lengua materna, lo que
influía notablemente en su pronunciación del sánscrito (mucho más
que el tamil en la de los brahmanes que residían más al este). En
muchos sentidos, los nambudiris pertenecían mucho más a la Kerala
contemporánea que al Punjab pastoril del Rig Veda.
¿Cómo lograron los nambudiris convertirse en parte integral de
la sociedad keralita sin perder sus raíces arias? Siempre es posible
combinar dos culturas; el problema es garantizar la estabilidad a lar-
go plazo de esa combinación. En el caso concreto de los nambudi-
ris, la historia vuelve a ser injusta con nosotros: no sabemos cuándo
llegaron a Kerala (aunque ya estaban allí en el siglo ix d. C.) ni de
dónde procedían, aunque no cabe duda de que, directa o indirecta-
mente, eran originarios de algún lugar en el norte. Tampoco posee-
mos suficiente información sobre los inicios de su vida en Kerala, aun-
que es evidente que el patronazgo real y la riqueza agrícola que les
reportó fueron determinantes para su enorme prosperidad. Pero la
sociedad nambudiri tradicional, tal y como la conocemos en la edad
moderna, había resuelto de forma ingeniosa el problema de la esta-
bilidad cultural y los elementos de esta solución eran realmente anti-
guos. Una de las peculiares costumbres de esta comunidad brahmá-
nica dictaba que el único hijo que podía contraer matrimonio legal
era el primogénito, lo que significaba que sólo él podía casarse con
una mujer nambudiri, con lo cual sólo sus hijos serían nambudiris

183
una breve historia de la humanidad

como el padre. La cuestión era crucial toda vez que las propiedades
familiares sólo podían heredarlas nambudiris. El objetivo era asegu-
rar que los transmisores de la tradición védica fuesen un linaje endo-
gámico que tuviese garantizada la riqueza necesaria para llevar una
vida de ocio cultural. Y se consiguió, al menos hasta que el sistema
se descompuso en la época moderna.
La solución dejaba a dos grupos en clara desventaja. Uno era el
de los hijos menores. El sistema, por fortuna, velaba en cierto modo
por su bienestar, aunque fuese de una forma un tanto anómala. Los
nambudiris mantenían buenas relaciones con los nayar, una casta mili-
tar indígena muy respetada que se mostraba dispuesta a ceder sus hijas
a los primeros, quienes, a diferencia de otras comunidades de brah-
manes, no le hacían ascos a tal posibilidad. Las uniones resultantes
no eran matrimonios en sentido estricto sino concubinatos, por lo
que a los niños nacidos de estos consorcios no se les reconocía como
nambudiris sino como nayar, esto es, miembros del mismo grupo
matrilineal que sus madres, con lo cual, por supuesto, ni hereda-
ban tierras de propiedad nambudiri ni participaban en los rituales
de los nambudiris (los nayar tenían prohibido, no sólo recitar los
Vedas, sino hasta oírlos). Desde el punto de vista del hijo menor,
este apaño presentaba ciertos inconvenientes toda vez que, en sen-
tido estricto, las reglas rituales basadas en la pureza aria le prohi-
bían ingerir alimentos cocinados por su consorte, o comer o bañar-
se con sus hijos. Pero era mejor que nada. De hecho, en la sociedad
keralita estos enlaces servían tradicionalmente para establecer pro-
vechosos contactos con destacadas familias nayar y fue, en gran
medida, gracias a ellos que los nambudiris cimentaron su posición
en Kerala. Como decía un nambudiri al hablar de la relación de
su familia con una familia nayar en los años sesenta, «las mujeres
eran guapas, daban de comer bien a los maridos, y siempre salía a
cuenta tratar con sus familias».
El otro grupo que salía perjudicado era el de las jóvenes nambu-
diris, que se enfrentaban a una escasez de maridos potenciales. Ni
que decir tiene que en este caso no cabía hacer un arreglo análogo
puesto que los nambudiris jamás habrían consentido entregar a sus
hijas a hombres de casta inferior. Pero eso no significaba que las hijas
sobrantes estuviesen condenadas a la soltería: un primogénito nam-

184
la india

budiri podía tener hasta tres mujeres al mismo tiempo, y siempre


cabía la posibilidad de casar a una hija con un anciano que hubiese
perdido a una de sus esposas. Con todo, uno tiene la sospecha de que
las concubinas nayar eran más afortunadas que las esposas namburi-
di. Las primeras seguían viviendo con sus familias y formando parte
de las mismas, mientras que las segundas solían ver cortados los lazos
con su familia original tras el matrimonio, quedando aisladas entre
sus parientes políticos. Además, la concubina nayar, a diferencia de
la esposa nambudiri, podía tener varios consortes al mismo tiempo,
y, dentro de ciertos límites, gozaba de una considerable libertad a la
hora de escogerlos; sin embargo, esta práctica, como cabía esperar,
cayó en desuso durante la dominación británica.
Lo que tenemos aquí es un pequeño ejemplo del funcionamien-
to de una sociedad de castas. Algunas de sus facetas son específicas
de la relación entre los nambudiris y los nayar, pero otras se inscri-
ben dentro del conjunto de rasgos que suelen aparecer juntos en
cualquier análisis de un sistema de castas indio. La sociedad, aparte
de otros grupos humanos como las tribus de las montañas o de las
junglas, que están completamente al margen del sistema, se halla divi-
dida en castas, cada una de ellas con su propia denominación. El sis-
tema, si bien propicia un considerable grado de diversidad social,
suele ser sumamente jerárquico; como acabamos de ver, los nambu-
diris eran una casta superior a los nayar, que a su vez estaban por enci-
ma de muchas otras castas de Kerala. La pertenencia a la casta viene
dada por el nacimiento: uno no elige a qué casta quiere pertenecer,
ni es elegido para incorporarse a una u otra (aunque sí puede ser
expulsado). Las castas, al ser en su mayoría endogámicas, suponen
una restricción al matrimonio. La profesión también está vinculada
a la casta, aunque no de un modo muy riguroso: los nambudiris son
sacerdotes, los nayar son guerreros (en la India hay castas incluso
de criminales, lo cual no es de extrañar habida cuenta de que tam-
bién hay dioses criminales). Los conceptos de pureza y contamina-
ción desempeñan un papel clave en la segregación de las castas: como
hemos visto, un nambudiri no puede comer alimentos cocinados por
un nayar, regla ésta que también rige entre castas tanto superiores
como inferiores. De hecho, cada uno de estos rasgos tiene múltiples
paralelismos en el conjunto de la sociedad india.

185
una breve historia de la humanidad

Todos estos rasgos deben considerarse en relación a un hecho de


naturaleza diferente: el fundamento religioso del sistema. Según
una tradición ancestral que se remonta a los Vedas, la sociedad se
dividía en cuatro clases o varna (literalmente «colores»). En lo más
alto se encontraba la casta sacerdotal (los brahmanes), a continua-
ción venía la casta de lo guerreros (los ksatriyas) y seguidamente la
clase económicamente productiva (los vaisyas); las tres eran arias.
En el puesto más bajo del escalafón estaba la casta de los siervos
(los sudras), que no eran arios. Puede que en su día este esquema
representase una descripción más o menos fiel de una sociedad con-
creta, pero no es esa la razón de su enorme importancia durante la
mayor parte de la historia de la India. La clave de su relevancia es
que brindaba un arquetipo sobre el que los indios, en diferentes
lugares y momentos de su historia, podían basar su comprensión,
sus críticas o sus justificaciones del sistema de castas particular en
que estuviesen viviendo. Por ejemplo, la multiplicidad de las castas
vigentes en un determinado momento se imputaba a cruzamientos
irregulares entre los cuatro estratos originales. Los brahmanes edu-
cados en la tradición védica no eran los únicos que recurrían a este
esquema arquetípico; Kabir Das, un poeta medieval perteneciente
a una tradición religiosa sin el menor interés en los Vedas, articula-
ba su mensaje cantando las excelencias de una tierra en la que no
hubiese brahmanes, ksatriyas, vaisyas ni sudras.
¿Hasta qué punto la división en castas es un fenómeno exclusiva-
mente indio? Albiruni, un observador musulmán del siglo xi, contras-
tó el sistema de castas del subcontinente con el igualitarismo religio-
so musulmán, que únicamente reconoce desigualdades interpersonales
en materia de devoción, y señaló que esta diferencia era el princi-
pal obstáculo que se interponía entre los indios y el Islam. Quienes
se hayan criado en el igualitarismo laico del occidente moderno pro-
bablemente reaccionen de forma semejante. Sin embargo, si anali-
zamos el conjunto de facetas que suele llevar acompañado el siste-
ma de castas, veremos que ninguna de las ideas subyacentes es
exclusiva de la India. Estamos acostumbrados a sociedades integra-
das por una variedad de grupos de prestigio diverso. Algunos de
estos grupos pueden venir dados por el nacimiento (difícilmente
podrá un individuo hacerse gitano si no lo es desde la cuna) o la

186
la india

profesión (un brahmán de Boston no se gana la vida limpiando letri-


nas). También influyen en los matrimonios (hay más probabilida-
des de que un padre anime a su hija a casarse con un miembro de
clase social alta que con uno de clase baja), y, aunque se considera
una falta de educación, hay personas de muchas sociedades que con-
sideran sucios a otros grupos. Por consiguiente, a este nivel, no pode-
mos decir que los elementos del sistema de castas indio escapen por
completo a nuestra comprensión.
Existen, además, ciertos paralelismos significativos, aunque par-
ciales, con el funcionamiento del sistema en otras sociedades. Estos
paralelismos suelen ser más evidentes en los extremos, con las aris-
tocracias hereditarias en lo más alto del escalafón y los colectivos mar-
ginados en lo más bajo; no es casualidad que el único término del sis-
tema de castas indio que se ha introducido en nuestro vocabulario
sea «paria» (los paraiyan eran un grupo excluido del sistema de cas-
tas que tradicionalmente tocaban el tambor en los funerales para ahu-
yentar a los malos espíritus). Centrémonos en los grupos excluidos
de las castas, los llamados intocables. En términos del esquema orto-
doxo, estaban por debajo de los sudras. En la antigua India, los miem-
bros de esta categoría tenían prohibido vivir en los mismos asenta-
mientos que los arios y debían comer en vasijas rotas; se les consideraba
tan contaminantes que estaban obligados a tocar una esquila de made-
ra para avisar a los arios de que se acercaban. En épocas más recien-
tes, los intocables han llegado a representar el 15 por ciento de la
población india y, como todos los demás grupos, también están divi-
didos en numerosas castas. Así, los pulayas de Kerala, que solían com-
prarse y venderse como esclavos, estaban obligados a anunciar a voces
su presencia cada pocos pasos para advertir a los demás de su infec-
ta presencia; si oían una respuesta con acento de casta superior,
tenían que apartarse del camino. Al menos los pulayas no lo tenían
tan mal como los nayadis; para los miembros de las castas superio-
res, el simple hecho de ver a uno de estos desventurados ya bastaba
para contaminarse. Ahora bien, dejando a un lado estos detalles, es
fácil encontrar grupos en otras sociedades a los que perfectamente
se les podría aplicar el término de paria con el mismo sentido para
connotar la exclusión y humillación a que se ven sometidos. Un famo-
so ejemplo del Lejano Oriente es el grupo tradicionalmente conoci-

187
una breve historia de la humanidad

do en Japón como los eta; en Corea existe un colectivo similar que


ha merecido menos atención. En Europa los gitanos son uno de los
ejemplos más representativos.
¿Qué es, pues, lo que hace diferente el caso indio? La respuesta
es doble. En primer lugar, los elementos más conocidos se han inte-
grado en un sistema formal que modela la sociedad de arriba abajo.
En Japón, en cambio, hay que tomarse ciertas licencias para califi-
car a los eta de «excluidos del sistema de castas» toda vez que no exis-
te tal sistema. En general, los paralelismos con sociedades no indias
suelen dar la sensación de ser fragmentarios e incompletos. El segun-
do aspecto que distingue a la India es la profundidad de las raíces
religiosas del sistema de castas. ¿Cuál es, pues, la relación entre estos
dos elementos? No cabe duda de que pueden darse por separado,
como demuestran los casos contrapuestos de dos islas asiáticas. Una
es la cercana isla de Ceilán, o, más concretamente, las montañas del
interior, habitadas por una población de origen indio en cuyo seno
las castas son una institución social plenamente vigente, a pesar de
los más de dos mil años que lleva la doctrina budista predicando la
indiferencia ante esa estratificación. La otra isla es Bali, en el sudes-
te asiático, cuya población tiene un origen bastante diferente y don-
de la estructura social, a pesar de que el hinduismo lleva largos siglos
establecido allí, apenas guarda un leve parecido con el sistema de cas-
tas. No obstante, a lo largo y ancho del subcontinente indio, el vín-
culo entre la división en castas y la tradición religiosa hindú es tan
antiguo como estrecho, y aunque en la actualidad ambas puedan exis-
tir de forma independiente, dan la impresión de haber evoluciona-
do a la par.
La pregunta inevitable que nos queda por formular es por qué la
estructura social de la India se desarrolló de esta manera tan singu-
lar. Como en el caso de tantos otros interrogantes, no tenemos el
menor atisbo de respuesta. Lo único que podemos decir es que el con-
siderable aislamiento geográfico del subcontinente se presta a la evo-
lución, difusión y conservación de peculiaridades culturales inéditas
en el resto de Eurasia, de modo que no hay motivos para extrañarse
de que la sociedad india haya seguido un rumbo propio. Ahora bien,
¿por qué ese rumbo en particular?

188
la india

3. De dioses y cortesanas

En la pequeña aldea de Konarak, en el estado indio de Orissa, hay


un impresionante templo construido en el siglo xiii d. C. en honor
al dios del Sol y conocido desde entonces como la Pagoda Negra. El
templo es famoso por la explícita sensualidad de sus esculturas. Las
esculturas eróticas son un elemento de lo más habitual en la decora-
ción de un templo indio, donde las parejas fundidas en abrazos más
o menos íntimos aparecen representadas con total libertad. Así y todo,
la Pagoda Negra se lleva la palma. En sus días de gloria, sin embargo,
puede que las esculturas tuviesen la batalla perdida a la hora de lla-
mar la atención de los fieles de sexo masculino. En la India medie-
val, los dioses recibían a la corte de la misma forma que los reyes, lo
que significaba que debían gozar de las atenciones de hermosas y
expertas cortesanas que cantasen y bailasen ante ellos y estuviesen,
asimismo, dispuestas a conceder sus favores a los fieles. Por ejemplo,
cuando un general del sur fundó un templo en memoria de su madre
alrededor del 1100 d. C., no olvidó instalar dependencias para las más
bellas cortesanas. Los templos de la Kerala medieval, bastiones del
poder y la riqueza de los nambudiris, también estaban bien provistos
a este respecto. Así pues, puede que las esculturas de la Pagoda Negra
sirviesen como propaganda de las cortesanas del templo. O tal vez fue-
sen símbolos edificantes de la unión mística con la divinidad. O, qui-
zás, ambas cosas. El hecho es que no lo sabemos a ciencia cierta,
pues los que instalaron las estatuas no dejaron constancia de sus inten-
ciones. Una vez más, nos falta la banda sonora.
Antes de ponernos a buscarla, vamos a retomar brevemente el
tema de la religión india y su larga y ramificada historia. Como pri-
mera aproximación, resulta útil centrarse en tres fenómenos funda-
mentales, dos de los cuales ya nos resultan un tanto familiares.
El primero es la tradición védica transmitida por los brahmanes,
que, como hemos visto, se remonta al segundo milenio a. C. y sigue
viva en la actualidad. La pieza clave es el rito. A los aficionados a
este tipo de actividad, la fiel recreación de un culto ancestral les
puede reportar una tremenda satisfacción. Para otros, en cambio,
esta clase de tradiciones, tanto desde un punto de vista intelectual
como espiritual, son vacías y carentes de sentido.

189
una breve historia de la humanidad

El segundo desarrollo fue la aparición de religiones de carácter


filosófico en las llanuras gangéticas del primer milenio a. C. Esta
novedosa corriente de pensamiento surgió dentro de la tradición
ortodoxa transmitida por los brahmanes, pero también tomó la
forma de nuevos movimientos religiosos, en particular el jainismo
y el budismo, que se desentendieron de la herencia védica. Al menos
en un primer momento, estas religiones tendían a ofrecer a sus adep-
tos un retrato del mundo en el que el papel de los dioses era bas-
tante trivial. La mala noticia que comunicaban era que la vida es
un ciclo infinito de nacimientos y reencarnaciones; la buena noti-
cia era que si uno renunciaba al mundo y practicaba un ascetismo
apropiado, podía poner fin a su participación en ese ciclo tedioso
y alcanzar la extinción. Esta forma de pensar brinda una visión sis-
temática del cosmos a gran escala (algo de lo que carecía la tradi-
ción védica original) que resulta de lo más indicada para quienes
desean extinguirse. El problema es que no todo el mundo tiene
ese anhelo; la mayoría de nosotros se conformaría con mejorar de
vida en su próxima reencarnación y ser, por ejemplo, una estrella
de cine o un atleta olímpico.
De lo que estas formas de religiosidad tienden a adolecer es de
falta de calidez emocional. Esta fue la principal contribución del
tercer gran acontecimiento en la historia de la religión india, la apa-
rición de los cultos devocionales hindúes en el primer milenio d. C.
La voz cantante en este proceso la llevó el sur de la India, aunque
cabe rastrear sus orígenes en ciertas innovaciones surgidas en el
norte durante el milenio anterior (entre las que se incluye la com-
posición de un poema religioso que en épocas modernas ha adqui-
rido fama incluso fuera de la India, el Bhagavad Gita). Los seguido-
res de este culto amaban a su dios con tanta pasión que con frecuencia
no adoraban a ningún otro; y su dios les correspondía hasta el pun-
to de que perdonaba sus pecados y llegaba incluso a hacerse carne
por ellos. Estamos, pues, ante otro caso de monolatría que, como
tal, podía dar lugar a virulentas cepas de intolerancia. En el siglo xiii,
un devoto de Siva se negaba incluso a mirar a todos aquellos que no
fuesen miembros de su secta, no digamos ya a tocarlos o hablar con
ellos, y sostenía que había que quemar todos los libros que aludie-
sen despectivamente a Siva y matar a sus autores. Tanto la devoción

190
la india

como la intolerancia son fenómenos familiares en la tradición cris-


tiana; tal vez la principal diferencia sea que mientras un dios hindú
puede encarnarse repetidamente por amor a sus adoradores, el dios
cristiano tuvo bastante con encarnarse una sola vez.
No es de extrañar que el amor profano sirviese de modelo a la
hora de concebir el amor divino. Ahora bien, el amor profano pre-
senta varias formas y tamaños; ¿cuál es, pues, el modelo más adecua-
do? Los cristianos practicantes, por ejemplo, adoran a Jesús, pero
no flirtean ni mucho menos aspiran a tener relaciones sexuales con
él. Algunos antiguos poemas devocionales tamiles encajarían muy
bien con la sensibilidad cristiana (aunque no con la feminista) por
cuanto comparan al fiel con una mujer triste y solitaria que ama
desesperadamente y suspira por su amante ausente. El mundo pro-
fano invocado por el poeta es un mundo en el que «los nacidos como
mujeres ven muchos pesares» y poco pueden hacer salvo suspirar y
sobrellevarlo con resignación.
Sin embargo, en una tradición posterior, nos encontramos con una
sensibilidad muy diferente. Los poemas en cuestión están escritos en
telegu, otra lengua drávida del sur de la India, entre los siglos xv y
xviii. Dos ejemplos un tanto extremos sirven para ilustrar la idea.
En un poema donde el verso «Eres hermoso, ¿verdad?» hace las
veces de estribillo, una mujer le dice al dios que podrá ser todo
un donjuán pero que ella no se deja engatusar: «Eres un amante
sin igual, pero no prometas lo que no vas a cumplir. Cumple tu par-
te, que está muy feo faltar a la palabra». En otro, la mujer le dice
que sólo podrá entrar en su casa si tiene el dinero suficiente, y a
continuación le anuncia las tarifas; la «unión plena» es el servicio
más caro, al cual sólo accederá si la cubre de oro. La referencia
profana no es al tedio ni a la represión de la vida de una mujer res-
petable, sino a la libertad sexual de las cortesanas, lo cual no tie-
ne nada de casual habida cuenta de que quienes primero canta-
ron estos poemas en telegu fueron las cortesanas de los templos.
El género lo adoptaron posteriormente las cortesanas de la realeza,
una evolución lógica toda vez que los reyes a la sazón se considera-
ban divinos. En cualquiera de los dos ámbitos, los poemas podían
interpretarse desde varios prismas. Puede que en Konarak ocurrie-
se algo parecido.

191
una breve historia de la humanidad

¿Hasta qué punto es exótico todo esto en términos europeos?


Como ya hemos señalado, no hace falta salir del cristianismo para
encontrar ejemplos de la analogía entre el amor sagrado y el profa-
no. Lo que diferencia a los poemas telegus es su extremo erotismo,
algo que en una sociedad cristiana sólo cabe encontrar en la poesía
profana. Esto a su vez está relacionado con el orden institucional. Las
cortesanas en sí no son, ni mucho menos, exclusivas de la India. Pero
las cortesanas de los templos, con su doble papel de damas de com-
pañía de dioses y mortales, representan una combinación suma-
mente insólita de lo sagrado y lo profano. Tampoco es que este arre-
glo fuese exclusivo de la India: los templos del antiguo Oriente
Próximo ofrecían servicios similares. En el templo de Jerusalén hubo
prostitutos (para hombres, no para mujeres) hasta finales del siglo
VII a. C., cuando el rey Josías destruyó sus habitáculos (2 Reyes 23:7).
Asimismo, la Biblia prohíbe a los israelitas ejercer la prostitución en
los templos, tanto masculina como femenina (Deuteronomio 23:17),
aunque el término que usa para dicha actividad implica un estatus
sagrado. Incluso en el cristianismo y el Islam, salir en peregrinación
era una estrategia muy socorrida para quien quisiera pasar una tem-
porada lejos de la esposa. Pero no hay nada en el mundo monoteís-
ta moderno comparable a la apasionada confluencia de lo sagrado y
lo profano que se daba en los templos de la India medieval.

192
9

China

1. La formación de China

En términos geológicos, China, como muchas partes del mundo, es


un agregado de diferentes piezas y fragmentos. La parte septentrio-
nal del país forma un solo bloque de notable antigüedad (algunas
de las rocas más antiguas del mundo se encuentran en esta región).
El sur de China –o, mejor dicho, la China central y meridional– cons-
tituye otro bloque, a su vez producto de una fusión. Estos elementos,
sin embargo, ya formaban parte de Eurasia mucho antes de la esci-
sión de Pangea en Laurasia y Gondwana, de modo que, en este sen-
tido, puede decirse que China, a diferencia del sur del Oriente
Próximo o de la India, es parte original de Laurasia. Otra cosa es que
la incorporación de la India le afectase tremendamente, al dar lugar
a la meseta tibetana. El hecho de que ambos territorios colinden con
el Tibet significa que tienen en común una serie de rasgos; pero, tal
y como se aprecia al comparar uno y otro, las diferencias que los sepa-
ran no son menos importantes, diferencias que, al menos en un
sentido, se deben a los peculiares orígenes de China.
Una primera comparación atañe a las fronteras. La India está
bastante bien delimitada por una combinación de montañas al nor-
te y océano al sur. En el caso de China, las montañas representan el
límite occidental de la región y el océano hace lo propio al este y
sudeste (aunque esta frontera oceánica es mucho más sensible a las
variaciones del nivel del mar que en el caso de la India, con el resul-

193
una breve historia de la humanidad

tado de que China es mucho mayor durante las glaciaciones). Pero


esto deja a China con dos considerables fronteras terrestres que no
están bloqueadas por cordilleras elevadas. La más corta de las dos es
la del sudeste, donde China limita con el sudeste asiático y donde el
paso está limitado por la jungla. La otra es la gran frontera septen-
trional, que atraviesa campo abierto y es la que mayor importancia
histórica ha tenido en términos tanto de amenaza como de oportu-
nidad: la amenaza de conquista por parte de los nómadas de las
estepas del norte y la oportunidad de contacto con las civilizaciones
situadas al oeste.
Otra comparación se refiere a la distribución de montañas y lla-
nuras. China, al igual que la India, también tiene sus tierras altas, aun-
que comparadas con las del Tíbet resultan bastante anodinas. En cam-
bio, mientras la India tiene una sola meseta al sur y un único bloque
de llanuras aluviales al norte, la composición de China es más com-
pleja: según nos desplazamos de norte a sur, los valles fluviales se alter-
nan con franjas de terreno elevado. Prácticamente igual que en la
India, dos ríos nacidos en la meseta tibetana dominan el panorama
fluvial, sólo que en este caso los dos discurren de oeste a este. La
China septentrional es la tierra del río Amarillo. En el noroeste atra-
viesa enormes depósitos de materiales sedimentarios arrastrados por
el viento, los llamados loes, cuyo color amarillento da nombre al río.
Más al este sigue un curso inestable a través de una inmensa acumu-
lación del limo arrastrado por el propio río desde los depósitos de
loes del tramo superior. La China central está dominada por el Yang-
Tsé, que también ha creado una extensa llanura aluvial. Los dos ríos
son peligrosos, pero sus valles, sobre todo el del Yang-Tsé, tienen un
extraordinario potencial agrícola. Las tierras altas que separan ambos
ríos son un vestigio de la unión de los dos grandes bloques que dio
lugar a China. Al sur del Yang-Tsé no faltan ríos con valles propicios
a la explotación agrícola, pero ninguno de ellos puede compararse
en magnitud con los dos grandes.
La última comparación atañe al clima. Como la India, buena par-
te de China pertenece al Asia monzónica y tiene en común con aqué-
lla una tendencia general a tener inviernos secos y veranos húme-
dos en los que las lluvias vienen dadas por los vientos oceánicos que
soplan desde el sudeste. No obstante, la distribución geográfica de

194
china

las precipitaciones es un tanto distinta (véase mapa 7). China recuer-


da a la India en que tiene un noroeste árido, pero su noreste tam-
bién es relativamente seco, de manera que el contraste general es
entre un norte seco y un sur húmedo (aunque el norte era menos
seco a comienzos del Holoceno que ahora). Con todo, la diferencia
más espectacular entre ambos territorios tiene que ver con la severi-
dad de los inviernos. Mientras que el Tíbet protege a la India de los
gélidos vientos siberianos, China está completamente expuesta a ellos.
En consecuencia, el invierno es crudísimo en el norte y frío incluso
en la China central.
El testimonio arqueológico indica que los seres humanos moder-
nos entraron en China fundamentalmente por el norte. Hay prue-
bas de la existencia en Siberia, hace unos cuarenta mil años, de pobla-
ciones con una cultura del paleolítico superior que debieron de
expandirse hacia el sur y penetrar en China, Corea e incluso Japón.
El sur de China, al igual que el sudeste asiático, es una incógnita has-
ta el Holoceno. Sin embargo, parece ser que una población de «negri-
tos» trogloditas pervivió en Taiwán hasta el siglo xviii; tal vez fue-
sen vestigio de una penetración más antigua de seres humanos
procedentes del sudeste asiático, donde todavía sobreviven unos
pocos grupos de negritos que guardan una mayor semejanza con los
indígenas de Nueva Guinea que con los nativos actuales del sudes-
te asiático.
Es en el Neolítico cuando la imagen de China se hace más nítida.
Dos acontecimientos fundamentales señalan su entrada en escena. La
agricultura sedentaria basada en el cultivo del mijo ya existía en el
valle del río Amarillo alrededor de 6000 a. C. En el valle del Yang-
Tsé, el arroz se cultivaba hacia el año 5500 a. C. y puede que hasta
dos mil años antes (éste parece haber sido el origen del posterior
cultivo de arroz en la China meridional, sudeste asiático e India,
aunque todavía no se sabe a ciencia cierta dónde se cultivó por pri-
mera vez este cereal). Como cabría esperar, el cultivo de estas plan-
tas vino acompañado de la domesticación de animales, en especial de
gallinas, cerdos y búfalos de agua, pero tampoco se sabe cuándo se
domesticaron. Los dos cultivos eran muy diferentes: el mijo del nor-
te estaba adaptado a un clima árido, mientras que el arroz cultivado
en el valle del Yang-Tsé se daba bien en terrenos inundados. Pero el

195
una breve historia de la humanidad

CHINA: Pekín

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0 500 kilómetros

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MAPA 7.
EXTREMO ORIENTE
Fronteras actuales Bali

196
china

patrón general es bastante parecido al del surgimiento de la agricul-


tura en otras partes del globo. No obstante, el neolítico chino pre-
senta un rasgo tan característico como fuera de lo común y es que,
desde el principio, las principales innovaciones se dieron en los valles
fluviales. No fue así como sucedió en Egipto, Mesopotamia ni, por lo
que sabemos, en el valle del Indo. Puede que esa fuese una de las razo-
nes por las que la vida en asentamientos rurales alcanzó tal magni-
tud en la China del Neolítico. A finales del tercer milenio ya estaban
sentadas las bases agrícolas para el surgimiento de una civilización.

El surgimiento de la civilización China

La civilización china tomó cuerpo en la primera mitad del segundo


milenio a. C. Fue un producto del valle del río Amarillo más que del
Yang-Tsé; más o menos como en India, los primeros brotes de esa civi-
lización surgieron en la parte de China que más probabilidades tenía
de entrar en contacto con el Oriente Próximo y que guardaba un
mayor parecido con dicha región. Aunque no disponemos de mucha
información sobre los primeros siglos de esta cultura, sí tenemos una
idea bastante completa de cómo era hacia el final del milenio, duran-
te la última fase del reinado de los Shang, una dinastía que debió de
llegar al poder en torno al 1600 a. C.
En esta fase postrera de su historia (entre 1200 y 1050 a. C. aproxi-
madamente), la cultura Shang combinaba elementos de muy diver-
so origen. Como cabía esperar, presentaba una notable continuidad
con el neolítico de la China septentrional. El uso de la tierra apiso-
nada como base de las edificaciones es un ejemplo evidente puesto
que hay sobrados ejemplos del mismo en culturas neolíticas más anti-
guas de la región. Otro ejemplo es el diseño de un tipo de vasijas
de bronce de la dinastía Shang, todas ellas con tres patas (como la
mayoría de las representadas en la figura 16), un rasgo que ya esta-
ba presente en la cerámica neolítica.
Al menos un elemento característico de esta cultura era origina-
rio del oeste: el carro de combate, un artilugio bélico que había
proliferado de manera espectacular en los primeros siglos del segun-
do milenio. De hecho, a los que más se parecían los carros Shang en

197
una breve historia de la humanidad

Figura 16. Un chia de comienzos del periodo Shang. Derecha:


dibujos de varios tipos de vasijas de bronce fabricadas en ese
mismo periodo (el de abajo del todo es un ting).

cuanto a diseño era a los de la Transcaucasia. No sabemos por qué


ruta llegó el carro de combate a China, pero lo más probable es que
esta transferencia de tecnología militar fuese obra de nómadas de
lengua indoeuropea; a finales del primer milenio d. C. todavía que-
daban hablantes de un idioma indoeuropeo arcaico en el noroeste
de China, y las excavaciones realizadas en la zona indican que sus
antepasados ya se encontraban allí en el segundo milenio a. C.
En la última fase de la cultura Shang hay otros elementos crucia-
les cuyos orígenes son más difíciles de determinar, como, por ejem-
plo, el bronce. Es bastante probable que la artesanía china del bron-
ce fuese una invención autóctona, puesto que la China del Neolítico
ya poseía la tecnología necesaria para cocer cerámica a gran tempe-
ratura, pero también pudo ser una importación procedente del oes-
te. La primera muestra de artesanía de bronce en China proviene del

198
china

noroeste y data de 2000 a. C., un milenio después de su aparición


en el Oriente Próximo y casi medio milenio antes de su aparición
en el valle del río Amarillo. Otro elemento crucial es la escritura, que
ha sobrevivido en gran cantidad de huesos grabados que se usaban
como oráculo y en algunas breves inscripciones en bronce. ¿Surgió
la escritura china de forma autónoma, como claramente ocurrió en
Mesoamérica, o se vio influida por otras escrituras, como tal vez ocu-
rrió en Egipto o el valle del Indo? Sea como fuere, la nueva tecnolo-
gía se combinó con tradiciones neolíticas de mucha solera; los hue-
sos, por ejemplo, se usaban en la adivinación mucho antes de que los
Shang empezasen a escribir en ellos.
Si nos remontamos en el pasado más allá de la última fase de la
dinastía, resulta frustrante no saber cuándo y cómo surgieron estos
y otros rasgos de la cultura de los Shang. Por ejemplo, ¿siempre tuvie-
ron carros y escritura, o los adquirieron en una etapa secundaria de
su historia?
En cambio, cuando miramos hacia delante en lugar de hacia atrás,
el panorama aparece completamente despejado. A diferencia del
Oriente Próximo o de la India, China nunca tuvo ocasión de liquidar
su civilización anterior y empezar de cero. Por eso, lo que tenemos ante
nosotros es un extraordinario ejemplo de continuidad cultural: la úni-
ca civilización del mundo que lleva existiendo ininterrumpidamente
desde el segundo milenio a. C. Esto no significa que los chinos de

199
una breve historia de la humanidad

un milenio después se hubiesen sentido como peces en el agua en


el mundo de los Shang: la continuidad cultural, como la memoria,
es selectiva. Pero la escritura china al comienzo del tercer milenio
d. C. es una derivación de la que se usaba en la capital Shang en las
postrimerías del segundo milenio a. C., y lo mismo puede decirse del
idioma. Esta continuidad es lo que nos permite entender los vestigios
escritos de la última época de la cultura Shang, pues significa que
los caracteres y las palabras que representan pueden identificarse a
menudo con los de periodos posteriores y mejor conocidos. También
significa que las fuentes literarias posteriores conservan, como míni-
mo, un esbozo de la cultura Shang que puede aprovecharse para inter-
pretar sus textos. Y es que, al igual que en Egipto y Mesopotamia, una
función de la continuidad literaria era conservar un registro históri-
co centrado en la sucesión de las dinastías que gobernaron el país,
con la salvedad de que, al llegar a la era moderna, el tamaño de ese
registro en China superaba con creces lo acumulado tanto por egip-
cios como por mesopotámicos.
El eje dinástico que vertebra la historia de China durante los siglos
siguientes puede describirse a grandes rasgos como una serie de perio-
dos alternos de unidad y desunión. El primer periodo de unidad
tuvo lugar durante la primera época de la dinastía Zhou (de 1050 a
771 a. C. aproximadamente); a continuación hubo un largo periodo
de desunión (771-221 a. C.), durante la mayor parte del cual el impe-
rio de los Zhou persistió siquiera de forma simbólica. El segundo perio-
do de unidad lo iniciaron los Chin (221-206 a. C.) y lo continuaron
los Han (206 a. C.-220 d. C.), tras lo cual hubo algunos siglos de abso-
luta desunión (220-581). El tercer periodo de unidad lo inaugura-
ron los Sui (581-618) y lo mantuvieron los Tang (618-907), y tam-
bién concluyó con unas cuantas décadas de desunión (907-960). El
cuarto periodo de unidad (960-1127) fue obra de los Song, aunque,
una vez más, la última parte de su imperio (1127-1279) fue una fase
de desunión. El último periodo de unidad duró hasta el final de la
historia de la China tradicional, bajo las dinastías Yuan (1260-1368),
Ming (1368-1644) y Ching (1644-1912).
Este esquema, por rudimentario que pueda resultar, sirve para lla-
marnos la atención sobre dos aspectos interesantes de la historia
china. El primero es que en China, en marcado contraste con la India,

200
china

la unidad política es la norma; es lícito subsumir buena parte del pasa-


do chino bajo la etiqueta de «la China imperial», algo que no cabe
hacer en el caso de la India. El segundo aspecto es que, con el paso
de los milenios, los periodos de desunión se hicieron cada vez más
breves: China fue haciéndose más imperial, no menos. Con todo, este
esquema, aun siendo útil como primera aproximación, esconde tan-
to como revela, incluso en términos de historia política. El hecho más
importante que pasa por alto es el hito que para la historia china
supuso la unificación Chin del siglo iii a. C.

La unificación Chin

La trascendencia de este hecho decisivo se pone de manifiesto al


examinar la geografía política de China. En la época de la dinastía
Shang, el país no era más que una parte del valle del río Amarillo y
es muy probable que sus vecinos no fuesen chinos. El imperio de los
Zhou abarcaba mucho más territorio por el norte, pero por el sur
no llegaba hasta el valle del Yang-Tsé. En este sentido, hasta el siglo
iii a. C., China seguía siendo lo que hoy consideramos la parte sep-
tentrional del país. Para entonces, sin embargo, los habitantes del
valle del Yang-Tsé en China central ya acusaban un fuerte influjo
de la civilización china, ya fuera porque la habían introducido inva-
sores procedentes del norte o porque sus propias elites la asimila-
ban a gran velocidad. A mediados del primer milenio a. C., el esta-
do de Chu, en el tramo medio del Yang-Tsé, parece ser un ejemplo
del primer fenómeno, mientras que el estado de Wu, en la región
del bajo Yang-Tsé, sería un ejemplo del segundo. Con todo, ningu-
no de estos dos procesos bastó para que la región se tornase com-
pletamente china. A finales del siglo iii a. C. todavía se considera-
ba a los nativos de Chu «monos con sombrero», aunque a un chino
que cometió la imprudencia de expresarse en esos términos lo hir-
vieron vivo. Y más allá del Yang-Tsé, hacia el sur, había vastos terri-
torios que no eran chinos. La importancia del paradigma imperial
establecido por los Chin estriba en que sentó unas bases diferentes
para la expansión sureña de la cultura china, combinando la domi-
nación directa del norte con una inmigración a gran escala. Aun así,

201
una breve historia de la humanidad

no fue cosa de un día para otro; todavía en el siglo ix d. C., para un


burócrata del norte, el destierro a los confines del sur representa-
ba un destino peor que la muerte. En el último milenio, sin embar-
go, Cantón ha sido una parte tan representativa de China como el
valle del río Amarillo.
El mapa lingüístico contemporáneo de China revela el calado de
esa incorporación. En la mayor parte de las regiones central y meri-
dional del país, las lenguas no chinas se reducen a pequeños islotes
en medio de un mar sinófono; tan sólo en el extremo sudoeste han
conseguido los idiomas indígenas resistir en un número considera-
ble. Al mismo tiempo, la distribución de los dialectos chinos (que
bien podríamos llamar idiomas) también es ilustrativa. El mandarín
se habla en una vasta región del norte y oeste, mientras que el chi-
no de una amplia zona del sudeste está fragmentado en dialectos muy
diferentes entre sí, lo cual, en cierto modo, resulta paradójico: tenien-
do en cuenta que el chino se originó en el norte, lo normal sería, si
no intervinieran otros factores, que fuese allí donde presentase mayo-
res variaciones dialectales. Es evidente que sí intervienen otros fac-
tores. Uno de ellos es ambiental: las llanuras abiertas del norte, en
contraste con el abigarrado paisaje del sur, constituyen un entorno
homogeneizador. El otro factor esencial es que, tradicionalmente,
el corazón del Estado chino ha sido el norte y no el sur, y el manda-
rín, como su propio nombre indica, es la lengua de los funcionarios
públicos. Todo esto, sin embargo, hace todavía más extraordinario
el hecho de que el chino llegase siquiera a hablarse en el sudeste.
Asimismo, el estudio de los dialectos hablados en esta región nos da
una idea de cuándo tuvo lugar el proceso: a excepción de los dialec-
tos de Fukien (la región costera situada en frente de Taiwán), pare-
ce ser que descienden del chino clásico de la dinastía Tang.
Todo esto contrasta vivamente con el panorama indio. Un tema
que se repite en la formación del ámbito cultural indio fue la adop-
ción de la civilización del norte por parte de los estados del sur, polí-
ticamente independientes y étnicamente distintos. En China, en cam-
bio, este mismo fenómeno terminaría desempeñando un papel
limitado en la formación del país; el caso de Wu, si de veras fue un
ejemplo de importación de civilización china por parte de la élite
local, resultó ser la excepción, no la regla. El único sitio donde el

202
china

fenómeno tuvo resultados perdurables fue en unas pocas zonas que


escapaban, parcial o totalmente, al control del Gobierno imperial. El
dominio del norte hizo que todo el resto fuese étnicamente chino.
La diferencia salta a la vista en los mapas lingüísticos de la India y
China. Mientras que en la segunda las lenguas no chinas son residua-
les, en el sur de la primera dominan los idiomas no indoarios. Del
mismo modo, la fragmentación del chino en lenguas regionales que
se da en el sur de la China tiene un paralelismo en la fragmentación
de la familia lingüística indoaria en el norte del subcontinente; asi-
mismo, en la India tradicional no había un idioma comparable con
el mandarín en cuanto a difusión.
Si la unificación Chin fue fundamental para la geografía política
de China, también tuvo suprema importancia para su historia cultu-
ral. Una de las razones fue la actitud que tenían los Chin con res-
pecto al pasado. Todas las culturas antiguas se ven sometidas a un
paulatino desgaste a medida que empiezan a perder elementos de su
tradición heredada: un ritual por aquí, un libro por allá. (En China,
antes de la invención del papel durante la dinastía Han, los libros se
escribían en tiras de bambú sujetas en orden con cuerda; imagínese
el lector lo que ocurría cuando ésta se rompía.) Pero lo sucedido
durante la dinastía Chin fue más bien un cuello de botella que no
se debió exclusivamente a la agitación política ni a la efervescencia
militar que inevitablemente acompañan toda transición violenta de
una pluralidad de estados a un imperio unificado. También tuvo un
componente premeditado de revolución cultural. Los estadistas Chin
se guiaban por un único principio: la maximización de la eficacia y
el poder del Estado. Cualquier cosa que obstaculizase este propósi-
to debía erradicarse, de ahí la estandarización de buena parte de
cuanto había de diverso en la cultura china anterior: pesos, medidas,
leyes, escrituras. Pero las autoridades Chin también se encargaron de
eliminar todo elemento de la cultura heredada que juzgasen hostil
al nuevo estilo de organización estatal. Uno de sus teóricos lo expre-
só en los siguientes términos: «En el estado de un gobernante inte-
ligente, no cabe la literatura de los libros y las tiras de bambú: la
única doctrina es la ley. Ni tampoco hay lugar para los dichos de los
viejos monarcas: el único modelo a seguir es el de los funcionarios».
En consecuencia, un destacado dignatario Chin formuló la siguien-

203
una breve historia de la humanidad

te advertencia: «quienes se sirvan del pasado para criticar el presen-


te serán ajusticiados junto con sus familiares». Dicho de otro modo,
el pasado en sí no tenía la más mínima autoridad ni valor, y quienes
manifestasen lo contrario eran culpables de subversión. Así pues, el
Estado se dedicó a quemar libros y, al parecer, a enterrar eruditos.
El resultado fue que sólo sobrevivió una pequeña parte del legado de
la China pre-imperial.
Esta actitud implacable con el pasado no perduró. Bajo la dinastía
Han y las siguientes, el Estado imperial renunció al radicalismo cul-
tural y empezaron a coleccionarse y conservarse los restos de la anti-
güedad. Lo que no se abandonó fue el proyecto de gobernar China
mediante una única autoridad imperial. Según se desarrolló en las
sucesivas dinastías a lo largo de los siglos, este orden imperial no era
ni totalitario ni especialmente intolerante, pero su mera existencia
tendía a delimitar el ámbito de influencia de la cultura de la élite.
Ésas son las razones por las que la unificación Chin representa una
ruptura decisiva en la historia cultural de China. Los siglos anterio-
res a esta ruptura fueron un periodo de extraordinaria actividad cul-
tural motivada por dos factores: la existencia de muchos estados peque-
ños en lugar de uno solo y grande (como en la llanura gangética
durante la formación de la civilización india) y la entrada de China
en la Edad de Hierro alrededor del siglo v a. C. La consecuencia fue
que el dominio aristocrático que había caracterizado la Edad de Bronce
china tocó a su fin: las batallas ya no las ganaban los aristócratas con
sus carros de guerra y sus costosas armas de bronce; cuando los Chin
finalmente se alzaron con el poder fue gracias a las tropas de infan-
tería, cada vez mejor pertrechadas con armas de hierro.
Los chinos, entre tanto, gozaron de inusitada libertad para pen-
sar. Fue el periodo de las «cien escuelas», una de las cuales era la inte-
grada por los seguidores de Confucio (m. 479 a. C.), conservadores
desde el punto de vista cultural y empeñados en preservar lo mejor
posible la tradición política de las élites de la baja Edad de Bronce
en un medio que había cambiado. Pero también eran hombres de su
tiempo en el sentido de que trataban de mantener la vigencia de la
tradición sometiéndola a una reinterpretación moralizante (veremos
un ejemplo en el apartado siguiente, cuando analicemos el culto a
los antepasados). Dentro de la élite política, la antítesis del pensa-

204
china

miento confuciano era el de los llamados legalistas, inspiradores de


los estadistas Chin. Fuera de la élite y con notable arraigo entre los
artesanos de las ciudades en expansión estaban los mohistas, antia-
ristocráticos, moralistas y puritanos (entre sus principios morales figu-
raban la «austeridad en los sepelios» y la «condena de la música»).
Los escritos mohistas que han llegado a nuestros días muestran un
interés por la lógica formal y el rigor científico para los cuales no
había cabida en la China imperial. En contraposición a todas estas
corrientes estaba la escuela de los taoístas, cuya filosofía provocado-
ra, mística y antirracionalista propugnaba la espontaneidad y el aban-
dono de la vida pública.
La unificación Chin acabó con esta pluralidad cultural de la China
antigua. La cuestión era saber cuál de esas escuelas de pensamiento
se consagraría como soporte ideológico del orden imperial. A pesar
del dominio de los legalistas durante el imperio de los Chin, a comien-
zos del siglo ii a. C., bajo la siguiente dinastía, la de los Han, ya esta-
ba claro que serían los confucianistas quienes se llevasen el gato al
agua. La educación confuciana se convirtió en la clave para introdu-
cirse en la burocracia imperial, y en la época de los Tang ese víncu-
lo se institucionalizó mediante un sistema de examen formal. El domi-
nio confucianista podía verse amenazado de vez en cuando, como
hasta cierto punto ocurrió a mediados del primer milenio d. C. con
el auge del budismo como religión capaz de combinar el servicio a
los soberanos y el atractivo popular; pero los confucianistas, con el
auxilio del emperador, que en el año 845 organizó un espectacular
asalto a los monasterios budistas y a sus riquezas, les volvieron las
tornas. Varios siglos después, bajo la dinastía mongola de los Yuan,
parecía que los confucianistas podían perder completamente su posi-
ción preeminente, pero a comienzos del siglo xiv el emperador reins-
tauró el sistema de examen tradicional y los funcionarios volvieron
a ser elegidos en función de su probado dominio de la tradición con-
fuciana. El principal cambio derivado de todas estas convulsiones fue
la aparición y creciente preponderancia de lo que se ha dado en lla-
mar neoconfucianismo, una remodelación de la vieja tradición con-
fuciana con el objeto de hacer frente al desafío espiritual y filosófi-
co planteado por el budismo.

205
una breve historia de la humanidad

La frontera del norte y la China bajoimperial

El papel secundario de los mongoles en esta trama intelectual nos


traslada a otro asunto que adquirió por primera vez relevancia den-
tro de la historia china bajo el imperio de los Chin, aunque en este
caso pudo ser una coincidencia. Se trata de la amenaza de los bárba-
ros en la frontera septentrional. El rasgo clave del territorio que se
extiende al norte de China es que es un terreno idóneo para los pas-
tores nómadas, lo que significa que los chinos apenas tenían mar-
gen para expandirse en esa dirección; conquistar una sociedad nóma-
da es una tarea sumamente ingrata para un Estado sedentario y, por
regla general, las tierras que habitan los nómadas no son atractivas
para los campesinos. Manchuria y la Mongolia Interior sólo son par-
te efectiva de China, y no un confín imperial, desde hace unos pocos
siglos. En consecuencia, no hubo en el norte nada comparable a la
antiquísima expansión china hacia el sur. Antes al contrario, desde
finales del siglo iii a. C. en adelante, los emperadores tuvieron que
hacer frente a repetidas amenazas militares en la región norte. Durante
el periodo de desunión que siguió a la caída de los Han, varias dinas-
tías de origen bárbaro procedentes del norte se establecieron den-
tro de China. El fenómeno se repitió en los siglos x y xii. En el siglo
xiii se produjo la invasión de los mongoles, la primera pero no últi-
ma vez que unos nómadas del norte conquistaban la totalidad de
China. La dinastía Ming representó una orgullosa restauración de
la autoridad imperial nativa pero en el siglo xvii los Ming sucum-
bieron a otro pueblo pastoril del norte, los manchúes, que fueron
quienes instauraron la última dinastía imperial, los Ching.
Todo esto se antoja un historial bastante desastroso para los chi-
nos, y desde el punto de vista étnico lo fue. Pero un rasgo funda-
mental de estas conquistas nómadas de China, tanto de las parciales
como de las completas, es que los nuevos gobernantes aceptaban la
cultura china, y en general más pronto que tarde. La principal excep-
ción fueron los mongoles, que, gracias a su perspectiva geográfica,
estaban al tanto de otras alternativas y, durante un tiempo, restrin-
gieron el papel de la élite nativa y auspiciaron una heterogénea
mezcolanza de lamas tibetanos, recaudadores de impuestos musul-
manes y otros extranjeros variopintos. Los chinos detestaban a los

206
china

lamas por su arrogancia y a los recaudadores musulmanes por su codi-


cia, y se alegraron cuando a los propios mongoles les llegó su última
hora, pero mientras tanto, como decimos, los mongoles aceptaron
a la élite nativa. Desde el punto de vista militar, la frontera septen-
trional de China era más peligrosa que el noroeste de la India, la vía
de acceso al subcontinente, pero, en términos culturales, China nun-
ca experimentó nada comparable a la invasión musulmana que pade-
ció su vecino transhimaláyico.
Teniendo en cuenta este trasfondo histórico, echemos un vistazo
a la China de la dinastía Ching en el periodo comprendido entre la
conquista manchú que estableció la dinastía a mediados del siglo xvii
y los cataclismos que terminaron con ella dos siglos después. El ori-
gen bárbaro de los conquistadores manchúes siempre representó,
hasta cierto punto, un problema, pero sobre todo al comienzo y al
final de su imperio: los partidarios de los Ming que opusieron resis-
tencia a la instauración de la dinastía manchú la detestaban por extran-
jera, tanto como los nacionalistas que terminaron derrocándola a
comienzos del siglo xx. Ante tanta hostilidad, los manchúes toma-
ron la sorprendente decisión de obligar a todos los varones adultos
chinos a demostrar su fidelidad a la nueva dinastía adoptando el tra-
dicional corte de pelo manchú, esto es, la cabeza rapada y la trenza
en la nuca; como decían los chinos, se trataba de elegir entre «con-
servar el pelo pero perder la cabeza o perder el pelo y conservar la
cabeza», y optaron por lo más práctico. Sin embargo, visto desde la
otra acera, el problema de los manchúes parecía muy diferente: no
era tanto que fuesen demasiado extranjeros como que enseguida se
hicieron demasiado chinos. Un emperador Ching del siglo xviii
juzgó necesario obligar a los manchúes a examinarse en su idioma,
un claro indicio de hasta qué punto se había extendido el tumor:
los verdaderos bárbaros no se examinan de nada, mucho menos para
demostrar sus conocimientos de su propia lengua. Tal vez los únicos
que se sentían a gusto bajo el dominio manchú eran los coreanos;
ahora que China languidecía bajo un gobierno bárbaro, podían pre-
ciarse de haberse convertido en los últimos depositarios de la verda-
dera cultura china. Esto no significa que fuesen tan imprudentes como
para negarse a reconocer la autoridad de los Ching; los coreanos man-
daban religiosamente sus tributos a Pekín, pero de vez en cuando

207
una breve historia de la humanidad

aprovechaban para quejarse del tono despectivo con que los libros
de historia chinos se referían a Corea.
Con independencia de lo que pensasen los coreanos, la sociedad
china sobre la que los Ching ejercían su dominio era, en muchos
aspectos, próspera y floreciente. La población crecía considerable-
mente y la economía, en consecuencia, alcanzaba un volumen y una
complejidad sin precedentes en todos los principales sectores: agrí-
cola, industrial y comercial. La tendencia venía de antes, pero se con-
sumó bajo el imperio Ching. Así, a finales del siglo xviii, la socie-
dad china constituía una acumulación de gente y riqueza mayor
que en cualquier otro momento de la antigüedad. Éste era el caso,
sobre todo, de la región del delta del Yang-Tsé, una zona que se había
convertido indiscutiblemente en el centro de gravedad económico
y social del país, a pesar de que la capital, Pekín, estaba situada mucho
más al norte. Pero el carácter fundamental de la sociedad china, no
obstante ese crecimiento, seguía siendo el mismo. El dominio lo seguía
ejerciendo una élite terrateniente y las interrelaciones se daban,
por un lado, entre el campesinado y la nobleza rural, y por otro, entre
la nobleza rural y el Estado. Aunque la expansión económica con-
llevaba la existencia de una nutrida burguesía comercial, su poder
no se correspondía con su riqueza.
El panorama era similar en lo tocante a la cultura: había más que
nunca y era más sofisticada, sobre todo en la región del delta del Yang-
Tsé. Así, por ejemplo, se escribían y publicaban más estudios de his-
toria local que nunca, había más novelas escritas en chino coloquial
y más teatros abiertos al público, etcétera. Las corrientes intelectua-
les en boga seguían siendo, por lo general, neoconfucianas, según
la tradición del filósofo Chu Hsi (m. 1200), pero eso no significaba
que no surgiesen importantes innovaciones ni hubiese una notable
efervescencia cultural. El siglo xvi fue testigo del nacimiento de un
nuevo clasicismo que censuraba el estilo prosístico del periodo Shung
y propugnaba el retorno a los modelos antiguos; en los siglos poste-
riores este movimiento caería en el olvido, pero terminaría tenien-
do un impacto considerable en el Japón del siglo xviii. Más durade-
ros fueron los efectos de una corriente literaria que practicaba una
rigurosa interpretación textual hasta entonces nunca vista en China.
Fue un filólogo del siglo xvii quien dictaminó que casi la mitad de

208
china

un venerado clásico chino, el Chu-King o «Libro de los documentos»,


era una falsificación tardía. En el siglo xviii, un seguidor de esta
escuela derivó hacia la filosofía e impugnó la totalidad de la síntesis
neoconfuciana, pero fue un caso aislado. Asimismo, la relajada, aun-
que superficial, apertura al saber europeo, iniciada tras la llegada
de los jesuitas a finales del periodo Ming, era a la sazón menos evi-
dente, aunque, eso sí, tuvo una curiosa repercusión entre los musul-
manes chinos, que aprendieron de los jesuitas a defender una reli-
gión monoteísta de las acusaciones de incompatibilidad con el
confucianismo. En el siglo xvii, un erudito musulmán de la lejana
provincia de Yunán, en el sudoeste, escribió un libro en ese sentido
y llegó incluso a viajar a Pekín con el fin de convencer a las autori-
dades de que concedieran a los descendientes de Mahoma el mis-
mo estatus de prestigio que tradicionalmente se otorgaba a los de
Confucio. No lo consiguió: una cosa es que la china imperial tolera-
se la diversidad y otra muy distinta es que la ensalzase.
En general, la China del periodo Ching constituye un ejemplo
muy ilustrativo dentro de la historia de Eurasia, por cuanto nos mues-
tra lo lejos que puede llegar una civilización agraria tradicional sin
convertirse en algo diferente.

La cultura china más allá de las fronteras imperiales

En varios puntos de nuestro repaso a la China bajoimperial nos hemos


topado con ejemplos de adopción de la cultura china más allá de las
fronteras del imperio por parte de pueblos de otras etnias. La influen-
cia china se extendía, desde luego, por el sudeste asiático, pero son
raros los casos en que las élites no chinas de estados independientes
incorporaban íntegramente la cultura del gigante amarillo. El nor-
te, a pesar de algunos acontecimientos de interés, no era terreno abo-
nado para ese proceso, y en el sur y en el oeste, como vimos en el
capítulo anterior, los que tenían la posibilidad de escoger la cultura
india, solían escogerla, tal vez porque el carácter de la cultura china
exigía que toda la élite se imbuyese de ella, mientras que la cultura
india sólo hacía necesaria la importación y el auspicio de las enseñan-
zas de monjes o brahmanes. No es de extrañar, pues, que de los tres

209
una breve historia de la humanidad

casos que nos conciernen, dos estuviesen localizados en las tierras


agrícolas del extremo nororiental: la península de Corea y la vecina
isla de Japón. Aquí la geografía garantizaba que ninguno de los dos
países estuviese expuesto a la cultura india salvo por mediación de
China, y fue así como adoptaron el budismo. En ambos casos, el
periodo clave para la adopción a gran escala de la cultura china fue
alrededor del primer milenio d. C.; en el caso de Japón, los corea-
nos desempeñaron un papel capital como intermediarios (aunque
esto solía pasarse por alto, como ya señaló en el siglo ix el sacerdo-
te sintoísta Imbe no Hironari). El tercer caso fue Vietnam, la región
del sudeste asiático más alejada de la India y más cercana a China.
(La expansión de Vietnam hacia el sur no tuvo lugar hasta hace pocos
siglos, y en el curso de la misma los vietnamitas invadieron regiones
que anteriormente habían adoptado la cultura india.) La adopción
se produjo unos cinco siglos después que en el noreste. De los tres
países, el que más lejos llevó la asimilación de la cultura china fue
Corea, cuyo Estado, en el siglo xv, intentó «confucianizar» radical-
mente las estructuras del parentesco. A comienzos del siglo xvii,
un gobernante manchú señaló que la única diferencia entre un
chino y un coreano era la lengua.
Sin embargo, fue en Japón donde la interacción de la cultura chi-
na con la sociedad nativa arrojaría unos resultados más peculiares e
importantes en un sentido histórico. Es innegable que la influencia
china caló hondo, tanto que hasta el sistema de numeración japonés
actual está formado por préstamos léxicos chinos. Del siglo vii al ix,
la institución imperial japonesa era en muchos sentidos una réplica
provinciana de la de la dinastía Tang; basándose en los textos legales
japoneses de este periodo, los historiadores han sido capaces de recons-
truir la legislación Tang que había desaparecido en China.
Pero la evolución japonesa difirió notablemente de la coreana
debido a dos factores. El primero es de tipo político. En lugar de
una sucesión de dinastías al estilo chino, los japoneses desarrolla-
ron un curioso dualismo: si bien la dinastía imperial original per-
sistía eternamente, quedó despojada de todo salvo de la pompa y el
boato, y el poder efectivo pasó a manos de unos gobernantes mili-
tares a los que se dio el nombre de shoguns. El carácter insular de
Japón explica hasta cierto punto esta peculiaridad; las islas, al estar

210
china

relativamente a salvo de las invasiones, escapan un tanto a la riguro-


sa disciplina continental que propicia la formación de estados unita-
rios, y se lleva por delante a las instituciones obsoletas. Antes del
siglo xix apenas hubo un brevísimo periodo en el que un empera-
dor trató de recobrar su autoridad ancestral, la malograda Restauración
Kemmu de 1333-1336. Su figura más emotiva, al menos retrospecti-
vamente, fue Kusonoki Masashige, el malhadado samurai que luchó
a favor de la restauración. De hecho, la interpretación retrospectiva
terminaría siendo más importante que los acontecimientos propia-
mente dichos.

2. En contacto con los antepasados

En la segunda mitad del siglo ix d. C., el hijo de un piadoso musul-


mán aceptó de manos de un califa el puesto de juez en la ciudad ira-
ní de Ispahán. El ejercicio del cargo suponía depender del califa para
su sustento. También comportaba vestir de negro, el color de la dinas-
tía reinante. Para alguien de familia religiosa, no resultaba muy gra-
to estar en la nómina de la dinastía y tener que vestir su color, pero
las deudas y una familia numerosa lo habían obligado a aceptar el
trabajo. De hecho, tal era su pesar que cuando llegó a Ispahán, la
mera idea de que su padre pudiese verlo en semejante trance hizo
que se echase a llorar a la vista de todo el mundo. Lo cierto, sin embar-
go, es que en la vida real no había peligro de que su progenitor lo
viese, puesto que estaba muerto. Pero bastaba con pensarlo. El pen-
samiento no tiene específicamente nada de musulmán; para bien o
para mal, se nos podría ocurrir a cualquiera: «¿Qué diría mi padre
(o mi abuelo, o mi bisabuelo) si pudiese verme ahora mismo?». Lo
que no se nos ocurriría a la mayoría de nosotros, musulmanes o no,
es transformar una idea tan simple en un elaborado ritual. En China,
en cambio, estaríamos ante una práctica tan característica de su cul-
tura como el sistema de castas lo es de la cultura india. Me refiero al
culto de los antepasados.
El filósofo neoconfucianista Chu Hsi escribió un breve tratado
sobre cómo celebrar los rituales familiares según el estilo clásico, en
parte con el fin de poner freno a la adopción de ceremonias budis-

211
una breve historia de la humanidad

tas. El librito llegó a ser muy influyente en China (así como en Corea,
aunque no en Japón, lo cual no deja de ser significativo). Uno de
los temas que trataba era el de cómo comunicar acontecimientos a
los antepasados. Supongamos, por ejemplo, que, al igual que a nues-
tro desdichado musulmán, nos designan para un cargo. Tendríamos
que acudir respetuosamente a la sala de ofrendas, donde guarda-
mos las lápidas conmemorativas de nuestros antepasados, y llevar a
cabo una ceremonia preestablecida. Después de ofrecer té y vino a
los espíritus de nuestros ancestros, mandaríamos a alguien que leye-
se el comunicado en voz alta. El texto tendría que anunciar a los ante-
pasados que en tal o cual fecha su «hijo filial» había sido designado
para tal o cual cargo. «Gracias a las enseñanzas de sus ancestros,
ahora disfruta de un puesto y de un salario. Embargado de gratitud
y admiración por los beneficios obtenidos, les comunica de todo cora-
zón, con frutas y vino, este devoto mensaje.» Naturalmente, las noti-
cias no siempre son tan buenas; uno puede verse en la tesitura de
tener que anunciar un descenso de categoría o un despido. En esos
casos se impone un cambio de tono: «por haber hecho caso omiso
de las enseñanzas de sus antepasados, vuestro hijo filial se halla inquie-
to y angustiado. De todo corazón...»
Algo que llama la atención aquí es la marcada diferencia de acti-
tud hacia el hecho de ocupar un cargo público. Lo que inquietaba y
angustiaba a nuestro juez musulmán era la obtención del cargo, no
la pérdida. La postura china era muy diferente, algo que también se
desprende de otros aspectos del ceremonial del culto de los antepa-
sados. Ni que decir tiene que nadie acudiría a comunicar una noti-
cia a la sala de ofrendas sin estar vestido apropiadamente; cuando
uno es funcionario del Gobierno, esto significa vestir el traje oficial
y llevar la placa oficial. (Nuestro juez musulmán, en cambio, adqui-
rió la costumbre de quitarse la toga en cuanto abandonaba el tribu-
nal.) Los antepasados pueden incluso seguir teniendo interés por los
asuntos oficiales. Con suerte, uno puede tener el honor de comuni-
carles los títulos y cargos que les han sido otorgados después de muer-
tos, en cuyo caso habrá que modificar las inscripciones de sus lápi-
das. Confucio, por ejemplo, se vio honrado con numerosos ascensos
póstumos durante la dinastía Tang, lo que sin duda hubo de com-
placer a sus descendientes, algunos de los cuales ocupaban a la sazón

212
china

posiciones bastante destacadas. Dicho en pocas palabras, los chinos


se tomaban muy en serio el papel de agente moral desempeñado por
el Estado. No en vano, Chu Hsi nos informa humildemente en el pre-
facio a su opúsculo que uno de los propósitos que lo habían movido
a escribirlo era «hacer una pequeña contribución al esfuerzo del
Estado por transformar y guiar al pueblo».
Hay otro aspecto interesante en dicho prefacio y es la actitud
que revela hacia los clásicos confucianos que venían transmitiéndo-
se desde el periodo Chou. En ese pasado remoto, nos cuenta Chu
Hsi, los textos ceremoniales clásicos eran completamente adecuados.
Sin embargo, las normas e instrucciones de los textos que han sobre-
vivido «ya no son adecuadas para nuestros días». A la hora de adap-
tar su contenido, recalca Hsi, hace falta alcanzar «un equilibrio apro-
piado», de lo contrario podríamos terminar concentrándonos en
detalles secundarios y olvidando lo que de verdad importa. El filóso-
fo nos cuenta que, precisamente por eso, lo primero que hizo fue
identificar las estructuras fundamentales que no pueden modificar-
se para, a partir de ahí, introducir «mínimas enmiendas». Dicho de
otro modo, la suya es una actitud flexible hacia los textos clásicos por
cuanto reconoce que los tiempos han cambiado. Como confucianis-
ta comprometido que es, sigue la idea de su maestro de «continuar
con lo que nos legaron nuestros predecesores», pero dista mucho
de ser un fundamentalista. En siglos posteriores se le criticó especí-
ficamente por la forma como se había desviado de los clásicos, pero
no por el hecho de que se hubiese desviado de ellos; en este senti-
do, su postura general condice plenamente con la ortodoxia confu-
ciana. Tu Yu (m. 812), un pensador confucianista del periodo Tang,
había expresado una opinión similar: «Siempre que uno consulta los
libros de los antiguos, es porque desea revelar nuevos significados y
fundar instituciones conforme a las circunstancias presentes. Su rique-
za es inagotable. Nuestros planes, tramas y recursos están sujetos a
mil vicisitudes y cien mil transformaciones. Imitar en detalle es como
hacer una muesca en un barco para señalar un lugar».
Un último aspecto del prefacio es el silencio que guarda en mate-
ria de metafísica. Los cristianos se enzarzaban en disquisiciones bizan-
tinas para determinar si Jesucristo era Dios o no (¿es admisible afirmar
que Dios tuvo una madre y que murió en la cruz?). Los musulmanes

213
una breve historia de la humanidad

y los budistas tienen similares inquietudes doctrinales. Chu Hsi, en


cambio, aun siendo filósofo, no se plantea este tipo de cuestiones
acerca del culto de los antepasados. No muestra el menor interés en
preguntarse en qué sentido exactamente están presentes los ante-
pasados en la sala de ofrendas ni cómo entienden lo que se les comu-
nica, y nos quedamos con la sospecha de que la respuesta carece de
importancia. No se trata de que Chu Hsi fuese un escéptico: sabe-
mos, por observaciones que hace en otras obras, que creía que los
espíritus ancestrales tenían cierta forma de existencia y que en el
transcurso de los rituales podía entrarse efectivamente en contacto
con ellos. Pero no era un asunto que le interesase explorar: «Esta
cuestión», les dice a sus alumnos para callarlos, «es difícil de tratar,
así que simplemente os pido que la penséis por vuestra cuenta». En
cualquier caso, en los rituales reglamentados por Hsi apenas se detec-
ta el sencillo trueque que subyacía al primitivo culto de los antepa-
sados: alimentos a cambio de bendiciones. No hay nada comparable
a lo expresado en un viejo poema: «Los espíritus han disfrutado de
nuestra bebida y comida, y concederán una larga vida a nuestro señor».
En este sentido, los ritos de Hsi son considerablemente distintos de
los védicos. Éstos están diseñados para obtener resultados tangibles
a base de influir en el comportamiento de los dioses; a nuestro filó-
sofo ritualista, en cambio, no le interesaba especialmente el tema
de instar a los dioses para que repartan sus dádivas. Era la postura
apropiada para un confuciano. Confucio aconsejaba ser reverente
con espíritus y dioses, pero mantener las distancias con ellos. Esta
ambivalencia irritaba a los mohistas, que preferían las cosas claras y
bien definidas: el fundador de esta escuela juzgaba contradictorio
el hecho de que un confucianista afirmase que «los dioses y espíri-
tus no existen» y al mismo tiempo sostuviese que «todo caballero
[debía] aprender a celebrar sacrificios»; era como fabricar una red
cuando no había peces que pescar. Pero en el caso de que realmen-
te hubiese una contradicción, no parece que incomodase demasia-
do a los confucianistas.
Lo que estaba en juego en el culto de los antepasados no eran las
nimiedades de los antiguos rituales ni la metafísica de los espíritus,
sino los valores familiares (y, en un sentido más amplio, las relacio-
nes humanas). Dice Confucio: «Cuando nuestros padres viven, los

214
china

servimos de acuerdo con los ritos; cuando mueren, les damos sepul-
tura y les ofrecemos sacrificio de acuerdo con los ritos». La gran pie-
dra de toque moral es la piedad filial: «De aquel cuyo padre aún
vive, vigila sus intenciones. De aquel cuyo padre ya murió, vigila sus
actos. Si al cabo de tres años sigue comportándose como su difunto
progenitor, merecerá el calificativo de “filial”». Se podría decir que
el confucianismo es la verdadera ética de los valores familiares. Jesús,
en cambio, advirtió a las multitudes que lo seguían: «Si alguno vie-
ne a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, her-
manas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas, 14:25-
26). Un hombre al que ordenó le siguiera, replicó: «Señor, permíteme
ir primero a enterrar a mi padre», a lo que Jesús repuso: «Deja que
los muertos entierren a sus muertos; pero tú, ¡vé y anuncia el reino
de Dios!» (Lucas 9:59-60). El reino de Dios es la clave de esta exhor-
tación a la impiedad filial: Jesús tenía un mensaje que transmitir: que,
a su modo de ver, era mucho más importante que los valores fami-
liares. Lo mismo cabe decir del Buda; no es de extrañar que una crí-
tica habitual de los chinos al budismo fuese que incitaba a los hom-
bres a abandonar a sus padres para convertirse en monjes. Tanto la
prédica cristiana como la budista pretendía liberar a la gente de las
ataduras sociales que los mantenían presos desde el nacimiento. El
confucianismo, en cambio, trataba de conciliar la fe con esas atadu-
ras. Por otro lado, además, Confucio no predicaba nada tan explíci-
to como un mensaje. En cierta ocasión dijo: «Me gustaría poder pres-
cindir del lenguaje». Uno de sus discípulos objetó: «Si no hablas, ¿qué
mensaje recibiríamos de ti?». Confucio replicó: «¿Acaso habla el cie-
lo? De él proceden las cuatro estaciones, todas las cosas son genera-
das por él. ¿Acaso habla el cielo?».
Por supuesto, el culto chino a los antepasados tenía mucha más
enjundia de la que se pueda deducir de los dichos de Confucio y los
preceptos de Chu Hsi. Según demuestran los huesos oraculares, ya
se hallaba presente, en forma muy elaborada, en la vida ritual de los
últimos reyes Shang, y estas variantes dinásticas del culto siguieron
teniendo una posición destacada en la China imperial. Las estadísti-
cas del primer siglo a. C. revelan el trato de favor dispensado al cul-
to de los antepasados imperiales: 343 altares con 45.129 guardianes
y 12.147 sacerdotes, cocineros y músicos, y 24.455 comidas al año. No

215
una breve historia de la humanidad

es de extrañar que el imperio tuviese que terminar imponiendo sal-


vajes recortes en la asistencia a los ancestros para equilibrar el presu-
puesto. Pero el culto también impregnó la sociedad China y dio lugar
a múltiples variantes rituales, algunas de ellas muy diferentes de la
recomendada por Chu Hsi. Al fin y al cabo, estamos hablando de
una sociedad que profesaba un enorme respeto a los ancianos; los
antepasados eran más ancianos todavía. Cuando en los siglos xvi y
xvii los jesuitas emprendieron la tarea de convertir a los chinos al cris-
tianismo, uno de los principales problemas a que se enfrentaron fue
el de interpretar el culto de los antepasados.
A estas alturas ya estamos acostumbrados a peculiaridades cultu-
rales regionales como el culto de los antepasados chinos. Por lo gene-
ral, siempre que nos preguntamos por sus motivos nos quedamos
como estábamos. Como en el caso del sistema de castas indio, la
geografía nos ofrece una explicación parcial del fenómeno. Dado
que China estaba aislada de otras sociedades por todos los lados menos
por el norte, y que los contactos directos que mantuvo en el norte
fueron con pastores nómadas, no con otra civilización, no cabe sor-
prenderse de que la sociedad china tuviese una evolución tan parti-
cular. Pero esto no explica por qué hubo de convertirse el culto a
los antepasados en un rasgo tan prominente y tan omnipresente de
la sociedad.

3. Los bronces shang o la importancia de un nombre

La figura 16 (véanse páginas 198 y 199) nos muestra una vasija de


bronce, concretamente un chia, del siglo xv o xvi a. C. Como indi-
can los dibujos adjuntos, la pieza pertenece a una familia; a decir ver-
dad, se fabricaban muchas más clases de vasijas de bronce de las repre-
sentadas en la ilustración. Los grandes museos están llenos de ellas.
Los chia, sin embargo, son relativamente fáciles de distinguir, gracias
a las dos protuberancias con forma de setas que salen del borde. ¿Qué
significado tenían estos recipientes?
En un sentido, la pregunta es fácil de responder. Los chia y sus
parientes eran complementos de un estilo de vida aristocrático al que
en China, durante más o menos un milenio, se dedicaron ingentes

216
china

recursos. Como he mencionado más arriba, los artefactos de bronce


habían aparecido en el extremo noroeste de China hacia 2000 a. C.,
aunque no hay indicios de que su función en esa época y lugar tuvie-
se que ver con la existencia de una aristocracia. Al cabo de unos pocos
siglos ya se trabajaba el bronce más al este, en la zona del valle del
río Amarillo habitada por los Shang. En este caso, el carácter de la
empresa era completamente diferente. Aprovechándose de la insó-
lita riqueza mineral de China, esta sociedad producía una cantidad
de objetos de bronce que no tenía igual en ningún otro lugar del
mundo; muchos de ellos eran vasijas como los de la figura 16. Al
mismo tiempo, empleaban una tecnología tan inédita como poco
económica: en lugar de trabajar el bronce a martillazos para trans-
formarlo en láminas finas, como hacían todas las sociedades de la
Edad de Bronce para ahorrar material, los chinos fabricaban las
vasijas vaciándolas en moldes de barro. Este derroche también salta
a la vista en la enorme cantidad de metal con la que enterraban a
sus muertos. En el sepulcro de una reina Shang se han encontrado
195 vasijas de bronce, y se cuentan por miles las piezas recuperadas
en todas las tumbas del periodo. Este volumen de actividad presu-
pone una sociedad sumamente estratificada, en la que la élite movi-
lizaba sin tregua la mano de obra del pueblo llano para sustentar su
aristocrático estilo de vida.
¿Cuál era exactamente la función de los chia en ese estilo de vida?
Los contenidos de las tumbas indican que los recipientes de bron-
ce eran parte de un conjunto, lo que invita a pensar que cada una
tenía un uso determinado. Gracias a las inscripciones de algunas
de ellas, también se sabe que cumplían una función dentro del cul-
to de los antepasados. Parece ser que un tipo de vasijas, entre las que
se incluían los chia, era para ofrendas de vino, mientras que otro
tipo, como los ting, era para comida. De hecho, en un sepulcro bas-
tante tardío se ha encontrado un ting con huesos de animales en
su interior, pero para los chia no disponemos de pruebas tan feha-
cientes. Si de veras se usaban para el vino (ya fuese para calentarlo
o para servirlo), ¿en qué se diferenciaba esta función de la de otras
vasijas del mismo tipo? En este caso no contamos con la ayuda de
testimonios contemporáneos ni podemos recurrir a las tradiciones
posteriores para obtener información fidedigna, toda vez que los

217
una breve historia de la humanidad

chia (a diferencia de los ting) cayeron en desuso a comienzos del


periodo Chou.
Si es tan poco lo que se conoce de la función ritual de estos reci-
pientes, ¿cómo es que sabemos que se llamaban chia? La respuesta,
que no tiene nada de sorprendente: es que no lo sabemos. La pala-
bra chia es auténtica (aunque no tenemos idea de cómo se pronun-
ciaba en la época de los Shang), pero no hay motivos para pensar que
a la sazón se aplicaba al tipo de vajilla con el que ahora la asocia-
mos. Cabe sospechar, pues, que estamos ante un error terminológi-
co, un pecado que los arqueólogos cometen con frecuencia: cuan-
do se ven ante un objeto para el que carecen de término técnico,
tienden a coger una palabra de la cultura en cuestión y aplicarla erró-
neamente. Así, los estudiantes modernos de la cerámica de la anti-
gua Grecia emplean un surtido de términos vernáculos que habrían
chocado a un hablante de griego clásico. El del chia es un caso aná-
logo. Lo más curioso de todo es que el culpable no fue un arqueólo-
go, sino un anticuario chino del siglo xi d. C., que fue quien dio a la
palabra chia el significado que tiene actualmente.
Mucho antes de la época Sung, los chinos habían empezado a mos-
trar un vivo interés por las antigüedades. Las vasijas de bronce, sobre
todo los ting, desempeñaron un papel destacado en este proceso. En
el año 113 a. C. el descubrimiento de un antiquísimo y valioso ting
ya había causado una sensación en la corte Han. En los siglos poste-
riores los gobernantes y otros grupos acomodados se dedicaron a
coleccionar a gran escala, como hicieran sus homólogos en las últi-
mas décadas de la antigua monarquía mesopotámica. Pero en gene-
ral este interés no tenía nada de académico; el comentario de los
oficiales de la corte que registraron el hallazgo de 113 a. C. no va más
allá de la palabrería mitológica. Efectivamente, estos objetos se valo-
raban más como talismanes que como antigüedades. El otro lado de
la moneda nos lo brinda un acontecimiento que tuvo lugar en el
año 591 d. C., cuando la nueva dinastía Sui mandó destruir unas vasi-
jas antiguas que había obtenido de un enemigo derrotado; el moti-
vo aducido para tan drástica decisión fue que se había comprobado
que las vasijas tenían propiedades maléficas. Este tipo de actitudes
se daba continuamente. El autor de un manual para coleccionistas
bastante serio publicado en 1388 señala que las vasijas de bronce anti-

218
china

guas suelen ahuyentar a los malos espíritus y, por tanto, deberían


guardarse dentro de casa.
En la época Sung, sin embargo, los principales especialistas ya se
expresaban en un tono bastante diferente. Si bien seguían con la retó-
rica de que los objetos del pasado debían representar modelos para
el presente, lo que más parecía estimularlos era el desafío filológico
que representaban las antiguas inscripciones que de vez en cuando
aparecían en las vasijas. Como señaló un experto, se trataba de fuen-
tes contemporáneas que podrían servir para corregir errores en los
libros de historia. Un anticuario que se dedicaba a buscar viejas pie-
zas de bronce, mandaba que las copiasen en grabados y distribuía
entre sus colegas calcos en carboncillo de las inscripciones (por aquel
entonces había un mercado muy activo de esos calcos; los mercade-
res los compraban en el norte y los vendían en el sur). Otro estudio-
so publicó en 1092 un catálogo de bronces en diez volúmenes, basa-
do en no menos de sesenta y cinco colecciones. La figura 17 muestra
una de sus entradas, un ting encontrado en el yacimiento de la últi-
ma capital Shang, sacada de la edición de 1299, la más antigua de la
que se conserva alguna copia (la imprenta en China se remonta como
mínimo al siglo vii). El propio Chu Hsi escribió un breve ensayo titu-
lado «Nuestra colección familiar de inscripciones antiguas».

Figura 17. Reseña sobre un ting en un catálogo de bronces Sung.

219
una breve historia de la humanidad

En los siglos posteriores a la dinastía Sung no hubo mayor activi-


dad erudita en materia arqueológica, aunque se solían reimprimir
las viejas obras y no parece que el coleccionismo perdiese vigor. Bajo
la dinastía Ching resurgió el estudio concienzudo de los antiguos
bronces y en 1755 el emperador ordenó la publicación de un catá-
logo de cuarenta volúmenes. Para entonces, sin embargo, el interés
de la élite china por las antigüedades había provocado un efecto inde-
seado de enormes proporciones: muchos de los quince mil bronces
incluidos en el nuevo catálogo eran falsificaciones del periodo Ming.
De hecho, resulta bastante sorprendente que los responsables del
catálogo no pusieran más cuidado en eliminar las vasijas falsas, tenien-
do en cuenta que el autor del manual de 1338 ya estaba al tanto del
problema: describe los métodos que se usaban para hacer que el bron-
ce nuevo pareciese viejo y señala que las vasijas con marcas de cincel
eran imitaciones. Sea como fuere, China era uno de los lugares del
mundo donde el mercado de antigüedades ya estaba lo bastante
desarrollado como para propiciar el surgimiento de la falsificación
a gran escala en la época premoderna. A comienzos del siglo v d. C.
ya tenemos una descripción de los métodos que se usaban en China
para falsificar viejas muestras de caligrafía. El fenómeno no tenía nada
de nuevo: quinientos años antes ya se vendían en Roma, a precios
desorbitados, obras de arte apócrifas con las firmas falsificadas de
los grandes maestros griegos. Pero en la antigua Mesopotamia no se
había detectado nada semejante.

220
10

El mundo mediterráneo
antiguo

1. Ranas alrededor de un estanque

Como vimos en el capítulo 4, los dos supercontinentes de Laurasia y


Gondwana estaban separados en su día por un océano intermedio.
En la actualidad, este océano ha desaparecido en la mayor parte del
borde meridional de Eurasia: los diversos fragmentos de Gondwana
se incrustaron en Eurasia o se alejaron a la deriva. Hay, no obstante,
una notable excepción: la región delimitada al norte por el tercio
occidental de Eurasia y al sur por África, donde se ha conservado una
porción del viejo océano intermedio (aunque en el remoto pasado
geológico llegó a secarse completamente cuando quedó cortado por
el estrecho de Gibraltar). En consecuencia, las regiones oriental y
occidental del Viejo Mundo presentan un contraste radical: mientras
en el este el principal accidente geográfico es la gigantesca meseta
tibetana, en el oeste es el mar Mediterráneo.
Esta presentación del Mediterráneo como superviviente de una
era anterior es, naturalmente, una simplificación. Ni Eurasia ni Áfri-
ca han permanecido inmóviles desde la apertura del océano interme-
dio; hace tan sólo diez millones de años el Mediterráneo tenía un
aspecto muy diferente al actual. Lo que hoy conocemos es el pro-
ducto de una evolución geológica compleja, por no decir caótica.
En algunos lugares se ha hundido la corteza continental, mientras
que en otros sus fragmentos se han dispersado por el mar dando lugar
a islas y penínsulas. Los efectos de las colisiones han dado lugar en

221
una breve historia de la humanidad

épocas recientes (recientes desde el punto de vista geológico) a nume-


rosas montañas y cordilleras, y el elevado nivel del mar durante el
Holoceno superior provocó más modificaciones en el mapa.
La forma más sencilla de sintetizar todos esos resultados es com-
parar la geografía física de las costas septentrional y meridional del
Mediterráneo (podemos dejar a un lado la costa siria, que cierra el
mar por el este). En el norte hay cuatro grandes penínsulas: la penín-
sula ibérica, Italia, Grecia y Anatolia. Italia y Grecia están por com-
pleto dentro del Mediterráneo, mientras que la península ibérica y
la anatólica son penínsulas en virtud de otras masas de agua: en el
caso de la primera, el océano Atlántico, y en el de la segunda, el mar
Negro (que, según parece, durante un cierto periodo antes del
Holoceno, no era más que un lago de agua dulce). Las cuatro penín-
sulas son montañosas, aunque la ibérica y la anatólica se distinguen
de las estrictamente mediterráneas en que cuentan con grandes mese-
tas interiores. La costa meridional del Mediterráneo, en cambio, care-
ce de penínsulas comparables y, a pesar de ser montañosa en el oes-
te, es casi toda plana.
Ya nos hemos encontrado con el clima mediterráneo al hablar
del Oriente Próximo. Gracias a su orientación este-oeste, el mar
Mediterráneo es bastante homogéneo en términos climáticos; la pau-
ta general consiste en veranos secos y calurosos e inviernos suaves y
lluviosos (aunque no mucho). Pero la distribución de las precipita-
ciones invernales es muy desigual (véase mapa 8). Como cabría espe-
rar teniendo en cuenta la situación de las montañas, el norte es
más afortunado que el sur, y el sudoeste está mejor servido que el
sudeste. Los grandes ríos pueden, desde luego, llevar agua a las regio-
nes áridas, pero en todo el mundo Mediterráneo el único río de
ese tipo es el Nilo.
¿Qué supuso todo esto para el potencial del mundo Mediterráneo
como entorno propicio al asentamiento humano? Es evidente que lo
convirtió en un ámbito muy diferente al de las regiones más situadas
al este. En el medio terrestre, con excepción de Egipto, no había nada
comparable a los grandes valles fluviales del Oriente Próximo, la India
y China; en consecuencia, la agricultura mediterránea se practicaba
en pequeñas llanuras desperdigadas o, a falta de éstas, en las monta-
ñas, y los desplazamientos por la región solían ser lentos y engorrosos.

222
el mundo mediterráneo antiguo

En el mar, sin embargo, era completamente diferente. La presencia


de seres humanos en unas cuantas islas durante el Mesolítico demues-
tra que antes incluso del comienzo del Neolítico ya se practicaba algún
tipo de navegación. Y una vez que se empezaron a usar embarcacio-
nes capaces de surcar el mar con ciertas garantías, la existencia del
Mediterráneo posibilitó la aparición de un mundo prematuramente
interconectado («como ranas alrededor de un estanque», por usar el
símil de Platón). El hecho de que toda la región compartiese las mis-
mas condiciones medioambientales significaba que lo que funciona-
ba bien en una zona tenía muchas probabilidades de funcionar bien
en otra. En el este de Eurasia, en cambio, era mucho más difícil sor-
tear la meseta tibetana o enfrentarse a la vastedad del océano Índico,
y las condiciones geográficas eran mucho más variadas.
A pesar la relativa homogeneidad del mundo mediterráneo, un
hecho relevante para su historia fue que el norte suele verse más favo-
recido que el sur. A excepción de Egipto, la distribución de las pre-
cipitaciones significaba que, en general, los recursos agrícolas de la
cuenca septentrional eran más abundantes, o menos escasos, que
los de la meridional. El norte también estaba mejor dotado desde
un punto de vista marítimo: su litoral era más accidentado y, por con-
siguiente, más favorable a la navegación, y las lluvias le proporciona-
ban más madera para fabricar barcos. En este sentido, Egipto estaba
en la misma situación de desventaja que el resto del sur.

La prehistoria mediterránea

Aunque en los capítulos anteriores no hemos mirado al Mediterráneo


como un todo, sí nos hemos encontrado con grandes porciones del
mismo en relación con África y el Oriente Próximo. En este capítu-
lo nos centraremos en la parte europea de las costas mediterráneas,
pero hace falta analizar lo acontecido en esta región dentro de un
contexto más amplio. Por ejemplo, un hecho clave para la prehisto-
ria del mundo Mediterráneo es que comprende el margen occiden-
tal del Oriente Próximo, por no hablar de Egipto.
El papel del Oriente Próximo se pone de manifiesto ya en el
Paleolítico Superior. La arqueología indica que el ser humano moder-

223
una breve historia de la humanidad

I r l an d eses

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224
el mundo mediterráneo antiguo

MAPA 8.
EL MUNDO
MEDITERRÁNEO
Fronteras actuales

L L U V I A S (cm/año)

Más de 100
50–100
30–49
20–29
Menos de 20

s
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Mar Negro

MA C E - T R AC I A
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G R E C I A
Mar L I D I A A N A T O L I A
(TURQUÍA)
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Micénicos RIA
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eo
Israelitas
Jerusalén
ca
nai
ire
C

e bere s
Be r
E G I P T O
R. N ilo

225
una breve historia de la humanidad

no llegó a Europa hace unos cuarenta mil años y que su llegada dio
lugar, en el curso de los siguientes diez mil años, a la extinción de la
población neandertal indígena. Las pruebas genéticas confirman esta
secuencia y señalan una ocupación paralela de África a cargo de
una población emparentada, más o menos en el mismo periodo.
Asimismo, indican que ambas poblaciones de humanos modernos se
originaron en el Oriente Próximo, algo que cabía esperar en el caso
de Europa, aunque no tanto en el caso del norte de África.
También está claro que la agricultura se extendió a Europa pro-
cedente del Oriente Próximo, y parece ser que lo mismo ocurrió en
el norte de África. Varias de las especies vegetales aclimatadas sólo
podían ser de origen mediooriental. Además, las fechas relativas en
las que aparecen apuntan a una expansión desde el Oriente Próximo;
así, en Grecia ya hay indicios de prácticas agrícolas en el octavo mile-
nio a. C., mientras que en España no aparecen hasta el sexto. Hacia
el 5000 a. C., sin embargo, la agricultura ya estaba firmemente esta-
blecida en la mayor parte de la cuenca mediterránea. Lo que última-
mente suscita controversias es la explicación de cómo se produjo su
difusión: ¿fue introducida por una población de origen medioorien-
tal o se propagó por el continente gracias a su adopción por cazado-
res-recolectores autóctonos? Durante una generación, casi todos los
especialistas coincidían en que el proceso dominante fue la migra-
ción, pero hoy en día, las pruebas genéticas indican que la población
actual de Europa es, en su mayor parte, de origen paleolítico. Es muy
probable que la difusión de la metalurgia siguiese unas pautas simi-
lares. A finales del cuarto milenio Grecia ya había entrado en la Edad
de Bronce, y España a finales del tercero; asimismo, Grecia entró en
la Edad de Hierro en el siglo xi a. C. e Italia en torno al viii.
Los primeros indicios de civilización en la Europa mediterránea
vuelven a apuntar hacia el este. Alrededor del año 2000 a. C. surge
en Creta la civilización minoica; la escritura aparece en torno al
siglo xviii. Más o menos un siglo después nace en la Grecia conti-
nental la cultura micénica, emparentada con la minoica, pero más
al oeste no existe aún ninguna cultura comparable. Estas civilizacio-
nes no eran fruto de la adopción autóctona directa de ninguna cul-
tura mediooriental. Por ejemplo, tanto los minoicos como los micé-
nicos escribían en tablillas de barro, pero las escrituras que empleaban,

226
el mundo mediterráneo antiguo

claramente relacionadas entre sí, no correspondían a ningún mode-


lo oriental conocido. Con todo, no puede ser casualidad que estas
civilizaciones surgiesen en la parte del Mediterráneo más cercana a
Egipto y al Oriente Próximo; de hecho, la cronología de la civiliza-
ción minoica se basa en los artefactos egipcios y medioorientales que
se han encontrado asociados a su cerámica.
Lo poco que sabemos de la primera civilización europea lo hemos
obtenido fundamentalmente de las ruinas de palacios cuyos sobera-
nos debían de gobernar estados bastante pequeños, así como de los
escasos documentos administrativos que se han encontrado en su
interior. En el caso de Mecenas, estos documentos se han descifra-
do lo bastante como para establecer un aspecto clave: que están escri-
tos en una forma primitiva de griego, la lengua que desde entonces
se ha hablado en la región. El griego es una lengua indoeuropea
que probablemente se introdujese en Grecia durante la Edad de
Bronce, aunque es imposible determinar la fecha exacta. Teniendo
en cuenta que las tablillas minoicas anteriores no parecen estar escri-
tas en griego, cabe presumir que la cultura micénica fuese una adop-
ción griega de la cultura de los minoicos (que no eran griegos). Esta
floración cultural se extinguió a finales del segundo milenio a. C.;
cuando la civilización reapareció en la Europa mediterránea en el
primer milenio, fue como si empezase de cero. Tan sólo en Chipre
sobrevivió una forma de escritura de origen micénico, tal vez llevada
hasta allí por refugiados, pero esta ramificación resultó ser un callejón
sin salida. Aunque el paralelismo con la desaparición de la primera
civilización india salta a la vista, existen, como mínimo, dos diferen-
cias: la continuidad lingüística, que salvó la brecha entre la desapari-
ción de la vieja civilización y el surgimiento de la nueva, y la persisten-
cia de un recuerdo del mundo micénico, que, siquiera vagamente,
encontraría un hueco en las epopeyas de Homero.

La historia mediterránea antigua

Al menos en un aspecto fundamental, la nueva civilización que apa-


rece en el primer milenio a. C. tiene su origen en los fenicios, que
tal vez fueron el primer pueblo en establecer una presencia maríti-

227
una breve historia de la humanidad

ma que se extendía a todo lo largo y ancho del Mediterráneo. En el


capítulo 6 mencionamos el impacto de sus actividades en la cultura
del noroeste de África. En su tierra natal, la costa central de Siria, for-
maban una pluralidad de pequeños estados y, en general, sus ambi-
ciones territoriales no iban más allá del establecimiento de modes-
tas colonias costeras en otras partes del Mediterráneo. No eran
fundadores de imperios ni buscaban con avidez tierras de cultivo. Sus
negocios consistían en el comercio con los pueblos indígenas.
Uno de esos pueblos eran los griegos, que en el siglo viii a. C.
obtuvieron de los fenicios el alfabeto que han usado hasta nuestros
días. Como señalamos en el capítulo 3, los griegos transmitieron el
alfabeto a los pueblos que habitaban más al oeste, regiones que has-
ta entonces no habían conocido ninguna forma de escritura. Así, en
el siglo vii, los etruscos de la Italia central ya empleaban una forma
del alfabeto griego. Los etruscos, a su vez, se lo transmitieron a unos
cuantos pueblos italianos de menor importancia, entre ellos, a par-
tir del siglo vi, los romanos. Un poco después, los pueblos nativos
de España empezaron a usar una escritura de orígenes poco conoci-
dos y posiblemente diversos; y, como vimos en el capítulo 6, los pobla-
dores del norte de África terminaron adoptando el alfabeto fenicio.
A esas alturas, la escritura ya estaba establecida en toda la cuenca
mediterránea, aunque los únicos (fuera de las costas orientales)
que consiguieron dejar un legado literario capaz de sobrevivir a las
vicisitudes de la historia fueron los griegos y los romanos.
Algo que esta epidemia de escritura pone de manifiesto, prácti-
camente por vez primera, es la composición étnica del mundo medi-
terráneo. Como marco para el desarrollo de una homogeneidad étni-
ca, una península es casi tan eficaz como una isla; pero en el primer
milenio a. C., en líneas generales, este potencial no se había explo-
tado completamente. Anatolia estaba habitada por numerosos pue-
blos diferentes que hablaban lenguas distintas, y el registro arqueo-
lógico hitita demuestra que esa era también la situación en el segundo
milenio. Más al oeste, la península itálica, mucho más estrecha, era
prácticamente igual de variada. En el extremo occidental del
Mediterráneo, la población autóctona de la península ibérica era
menos heterogénea, pero aun así había una pluralidad de pueblos y
lenguas (una de ellas sin duda precursora del vascuence). En cada

228
el mundo mediterráneo antiguo

una de estas penínsulas, como mínimo una de las lenguas era indo-
europea y como mínimo otra no lo era. Es posible que la situación
de Grecia en el segundo milenio fuese similar: el griego era indoeu-
ropeo, mientras que el minoico estaba claro que no; y posterior-
mente, en la Grecia continental, los griegos recordarían haber com-
partido el país con un pueblo al que llamaban pelasgos. Pero en el
primer milenio los pueblos y lenguas no griegos apenas tenían una
presencia residual, y el griego propiamente dicho era un único idio-
ma dividido en dialectos. Así pues, los griegos poseían una insólita
homogeneidad étnica y lingüística y eran conscientes de ello. Se lla-
maban a sí mismos helenos, se consideraban un pueblo con un ori-
gen, una lengua y unas costumbres comunes, y hasta poseían unas
cuantas instituciones panhelénicas como el oráculo de Delfos y los
juegos olímpicos.

La política mediterránea

Otro rasgo del mundo mediterráneo que conocemos gracias a las


fuentes escritas es la organización política de sus pueblos. En este
terreno, según nos movemos de este a oeste, se aprecia un llamativo
gradiente. El Estado hitita, en la Anatolia central, tenía unas pro-
porciones considerables para lo habitual en el segundo milenio y era
un serio contrincante en los asuntos políticos y militares del Oriente
Próximo; en el milenio siguiente, el Estado lidio llegó a dominar casi
toda la Anatolia occidental, hasta que a mediados del siglo vi fue con-
quistado por los persas y pasó a formar parte de un Estado aún mayor.
En cambio, al oeste de Anatolia no había nada comparable en mag-
nitud a estos imperios. Los micénicos, a juzgar por sus palacios y la
posterior tradición épica, tenían sus estados, pero eran bastante peque-
ños, y cuando unos siglos después, Grecia sale a la palestra, la escala
de sus organizaciones políticas es menor si cabe. La misma falta de
unidad caracteriza a Italia durante casi todo el primer milenio. En
la península ibérica, al igual que en todo el norte de África al oeste
de Egipto, no hay constancia de ninguna organización que quepa
denominar Estado. En términos comparativos, este panorama es sor-
prendente. Basándonos en lo que llevamos visto de las civilizaciones

229
una breve historia de la humanidad

del Viejo Mundo, uno se atrevería a aventurar la generalización de


que los pueblos civilizados tienden a producir un número razona-
ble de estados de cierto tamaño: Egipto, Magadha, Chu, etc. De modo
que, al menos en este respecto, el centro y el oeste del Mediterráneo
eran regiones excepcionalmente atrasadas. Es evidente que su extre-
ma fragmentación política tenía mucho que ver con lo agreste del
terreno y lo limitado de sus recursos agrícolas, aunque, como ense-
guida veremos, eso no impidió la formación de estados más grandes
en épocas posteriores.
Tan importante como el grado de fragmentación es la naturale-
za de los fragmentos. En el Mediterráneo oriental solemos encontrar-
nos con reinos poderosos, como en los casos de Lidia y Egipto; pue-
de que los estados micénicos tuviesen estructuras similares a menor
escala. En el otro extremo del Mediterráneo, tanto en la península
ibérica como en casi todo el norte de África, entrevemos vagamente
tribus y jefaturas, pero el rasgo más característico de la organización
política del Mediterráneo en este periodo es la relevancia de la ciu-
dad-Estado.
Las ciudades-Estado no eran desconocidas en el antiguo Oriente
Próximo; de hecho, ya estaban presentes en Mesopotamia desde los
albores de la historia humana. Pero más relacionado con el tema que
estamos discutiendo es el surgimiento de las ciudades-Estado fenicias
en la segunda mitad del segundo milenio. Como vimos en el capítu-
lo 6, los fenicios reprodujeron la ciudad-Estado en el Mediterráneo
occidental al menos en una ocasión: la fundación de Cartago. Pero
quienes más adoptaron la institución, quizá por influencia fenicia,
fueron los pueblos nativos de Grecia e Italia. Los griegos a su vez la
difundieron estableciendo numerosas colonias ultramarinas, en las
costas de Anatolia, Cirenaica (actual Libia), sur de Italia, Francia e
incluso en el noreste de la península ibérica. Así pues, todo el mun-
do mediterráneo estaba salpicado de ciudades-Estado independien-
tes, relativamente fáciles de fundar y mantener en las regiones que
carecían de una verdadera organización política tierra adentro, como
ocurría en casi todo el Mediterráneo occidental. En el este, en cam-
bio, el entorno político era menos favorable. En las costas de Egipto
simplemente no aparecieron ciudades-Estado y el soberano egipcio
canalizaba todo el comercio griego a través de un solo emporio. En

230
el mundo mediterráneo antiguo

otras regiones, la aparición de verdaderos estados tierra adentro aca-


bó con la independencia de las ciudades-Estado. Ese fue el destino
de los asentamientos griegos en el oeste de Anatolia tras la irrup-
ción de Lidia y las posteriores conquistas de los persas. Mientras
tanto, las propias ciudades de Fenicia tuvieron que aceptar el domi-
nio de una serie de caciques.
Las ciudades-Estado solían ser monarquías, o al menos lo eran ini-
cialmente. Las ciudades fenicias, por ejemplo, tenían sus reyes, y las
etruscas también, aunque no debían de ser monarcas muy impo-
nentes; un asesino romano no logró matar a un rey etrusco porque
no fue capaz de distinguirlo de su secretario. En general, no obstan-
te, las ciudades-Estado, no eran simples reinos de poca monta. En
las ciudades fenicias, a pesar del poder efectivo que ejercían los reyes,
también había consejos de ancianos, en ocasiones compuestos has-
ta por cien miembros, de modo que existían ciertas instituciones
formales que concedían cierta voz en el proceso político, si no al pue-
blo llano, sí a los ciudadanos más ilustres. Una ciudad, Tiro, estuvo
gobernada durante un tiempo por una pareja de jueces. Por desgra-
cia, no podemos decir mucho más de la política fenicia. Este tipo de
instituciones aparecen en otras ciudades-Estado mediterráneas y en
algunos casos sí sabemos bastante de las leyes por las que se regían.
Naturalmente, esta información es más abundante en el caso de las
principales ciudades-Estado de las dos únicas civilizaciones, fuera del
Oriente Próximo, cuyo legado escrito ha llegado a nuestros días,
Atenas y Roma, pero también tenemos testimonios detallados de las
constituciones de ciudades como Esparta y Cartago. Como veremos
en el próximo apartado, fue en el marco de las disposiciones consti-
tucionales de las ciudades-Estado donde surgió por primera vez la
democracia.
Una desventaja evidente de las ciudades-Estado, de la que ya hemos
hecho mención, es que no lo tenían fácil para hacer frente al poder
de los grandes estados territoriales. Por regla general solían ser dema-
siado pequeñas para resistir con garantías, y las rivalidades entre ellas
tendían a impedir o deteriorar las alianzas. Dado que el Mediterráneo
resultó ser un entorno mucho más propicio a la creación de gran-
des estados de lo que hasta entonces había parecido, el mundo de las
ciudades-Estado, en última instancia, se tornó insostenible. O los gran-

231
una breve historia de la humanidad

des estados atacaban y se hacían con el poder, o una ciudad-Estado


se expandía y sometía a sus homólogas.
Lo que ocurrió en Grecia fue, en general, un ejemplo de la pri-
mera posibilidad. A comienzos del siglo v a. C., el país sufrió la inva-
sión del imperio persa, pero la resistencia griega, gracias a una alian-
za encabezada por las dos ciudades-Estado más poderosas, Atenas y
Esparta, logró repelerla. El papel de Atenas en esa alianza sentó las
bases para la hegemonía marítima ateniense en toda Grecia, pero esa
hegemonía se vio rota en las últimas décadas del siglo V por una
guerra entre Atenas y Esparta. Las ciudades-Estado griegas sobrevi-
vieron, pues, a una doble amenaza, externa e interna, que había pues-
to en peligro su organización política tradicional. Sin embargo, el
siglo iv fue testigo del surgimiento de una nueva amenaza encarna-
da por el reino norteño de Macedonia, que en el año 338 a. C. ya
había establecido una hegemonía en toda Grecia que restringía seve-
ramente la actividad política de las ciudades-Estado. Fue, por tanto,
la formación de grandes estados en las fronteras del mundo griego
lo que condenó al fracaso a las ciudades-Estado griegas. Lo asom-
broso es que tardasen tanto en correr esa suerte.
En Italia, en cambio, lo que acabó con la independencia de las ciu-
dades-Estado fue la ascensión de una de ellas. Roma inició su anda-
dura en la periferia del mundo etrusco, gobernada por una dinastía
de reyes etruscos. En el año 510 a. C., una fecha tradicionalmente
aceptada por los historiadores, los romanos expulsaron a la familia
real etrusca e instauraron una república. En los siglos siguientes exhi-
bieron una inusitada combinación de belicosidad militar y disposi-
ción a incorporar a los enemigos derrotados al proyecto de ampliar
la expansión. Así, tras establecer su hegemonía sobre Italia, empren-
dieron la tarea de derrotar a Cartago, su principal rival en el
Mediterráneo occidental, con lo cual, toda esta región quedó, direc-
ta o indirectamente, bajo el yugo romano. A continuación, extendie-
ron su dominio al Mediterráneo oriental, un proceso que completa-
ron en el siglo i a. C. El viejo mundo de ciudades-Estado independientes
se había convertido en un imperio panmediterráneo.
El contraste entre ambas formas de organización política, la ciu-
dad-Estado y el imperio, es notable. A la larga, ninguna resultó ser via-
ble. A finales del primer milenio a. C. las ciudades-Estado ya habían

232
el mundo mediterráneo antiguo

desaparecido de la escena militar y política, y aunque la institución


reaparecería en la Edad Media, en el mundo mediterráneo este rena-
cer se limitaría a Italia. El imperio romano, donde la forma de gobier-
no tradicional, la república, enseguida dio paso a la autocracia impe-
rial, permaneció unido hasta más o menos finales del siglo iv d. C.,
cuando se escindió en dos partes: la parte occidental cayó en manos
de invasores llegados del norte en el siglo v, mientras que la parte
oriental persistió en cierta forma hasta 1453, aunque cediendo cada vez
más territorio al empuje musulmán. Desde el siglo iv el Mediterráneo
no ha vuelto a estar unido bajo un solo Estado.

La cultura mediterránea

Este voluble panorama político constituyó el telón de fondo sobre


el que se desarrolló la historia cultural del mundo mediterráneo.
En el año 1000 a. C. la región debía de ser marco de múltiples cul-
turas, aunque ninguna de ellas, a excepción de la egipcia y de las
del Oriente Próximo, podía calificarse de civilización. Nadie habría
pronosticado a la sazón que la más importante de todas, en térmi-
nos históricos, resultaría ser la de los griegos. La civilización micéni-
ca de la Edad de Bronce se había extinguido un par de siglos antes
y la Edad de Hierro todavía no había generado otra equivalente; no
hay pruebas de que los griegos de este periodo poseyesen ninguna
forma de escritura. Con todo, podemos señalar dos factores que otor-
gaban cierta ventaja a su cultura. Uno era la relativa homogeneidad
étnica y lingüística de Grecia y el otro, los inicios de su expansión
ultramarina. Ambos factores significaban que la cultura griega ten-
dría más «practicantes» potenciales y una distribución más amplia
que la de sus posibles competidores.
La cultura escrita que se desarrolló entre los griegos a mediados
del primer milenio a. C. tenía dos características en común con las
de la India y la China de entonces. Por un lado, la Edad de Bronce
había desempeñado un papel esencial en la cultura de las tres regio-
nes: los equivalentes griegos de los Vedas y de los viejos clásicos chi-
nos eran los poemas épicos de Homero. Por otra parte, además de
este legado arcaico, en las tres culturas surgió, a mediados del mile-

233
una breve historia de la humanidad

nio, un novedoso interés por el rigor científico y el pensamiento


filosófico. No obstante, hay un rasgo de la cultura griega que la dife-
rencia de la india, de la china y de las demás culturas de la época, y
es su estrecha relación con la ciudad-Estado. La sociedad griega care-
cía de la poderosa burocracia que en otros lugares podía represen-
tar un ámbito idóneo para la formación de un elite cultivada (como,
por ejemplo, en Egipto); sus templos no se destacaban especialmen-
te por hacer acúmulo de bienes materiales (como ocurría en el anti-
guo Oriente Próximo), ni existía una clase sacerdotal afianzada y
hereditaria (como en el caso de la India). La cultura griega se carac-
terizaba, pues, por una atención a los aspectos políticos que nunca
se dio en la cultura india tal y como la conocemos; el tema de la
renuncia al mundo sólo adquiriría relieve entre los griegos tras el
ocaso de las ciudades-Estado, pero ni siquiera entonces lograría una
filosofía de la renuncia como el epicureísmo convertirse en un movi-
miento de masas como el budismo. Al mismo tiempo, este interés
era considerablemente distinto de la reflexión sobre cuestiones polí-
ticas que se practicaba en China, donde la magnitud de la organiza-
ción política, aun en las épocas de disgregación, era mucho mayor.
En este sentido, la cultura griega se distinguía por ser lo que podría-
mos llamar una cultura ciudadana.
La difusión de la cultura griega entre los no griegos fue un tema
sobresaliente en la historia del antiguo mundo mediterráneo, y pode-
mos contemplarla a la luz de una distinción que hemos empleado
antes. Un proceso fundamental por el que la cultura se difundió fue
la conquista llevada a cabo por los propios griegos o, mejor dicho,
por sus tiranos macedonios. En el año 334 a. C., Alejandro, el monar-
ca macedonio, emprendió la conquista del imperio persa. En el
momento de su muerte, que le sobrevino once años después en
Babilonia, había logrado imponer la hegemonía macedónica (y con
ella el dominio cultural griego) sobre una región que se extendía des-
de Anatolia y Egipto en el oeste hasta Asia central y el noroeste de la
India en el este, un territorio en el que además fundó numerosos
asentamientos urbanos de cuño helénico. En consecuencia, la cul-
tura elitista griega habría de tener un destacado papel en la historia
de toda la región, aunque con el paso de los siglos iría perdiendo
influencia. Anatolia fue el único lugar donde la mayor parte de la

234
el mundo mediterráneo antiguo

población se hizo grecoparlante, pero tampoco llegó a ser una adop-


ción definitiva.
En última instancia, lo que terminó resultando mucho más impor-
tante en términos históricos fue la adopción de la cultura griega
por parte de sociedades políticamente independientes sin raíces helé-
nicas. Los monarcas lidios fueron miembros honorarios del mundo
cultural griego, y tanto en éste como en otros rincones del Medite-
rráneo hay pruebas de que las élites nativas de regiones vecinas a las
colonias griegas también adoptaban elementos de la cultura heléni-
ca; así, se dice que los galos del sur de Francia aprendieron de los
griegos «un estilo de vida más civilizado», y que gracias a ellos comen-
zaron a arar los campos, a amurallar las ciudades, a regirse por la ley
y no por la fuerza y a cultivar olivos y viñas. Un ejemplo particular-
mente riguroso de esa asimilación fue el que tuvo lugar en la prime-
ra mitad del siglo iv a. C. en el sudoeste de Anatolia cuando Mausolo,
el rey de los carios, decidió imponer a sus súbditos el estilo de vida
griego, obligándolos, entre otras cosas, a vivir en ciudades. Sin embar-
go, la asimilación más decisiva de la cultura griega tuvo lugar en Italia.
Como acabamos de ver, los etruscos adquirieron el alfabeto de manos
de los griegos y se lo pasaron a los romanos, pero este primer prés-
tamo, aunque distó mucho de ser un hecho aislado, no parece que
formase parte de una adopción en bloque de la cultura escrita grie-
ga; antes al contrario, propició el definitivo afianzamiento del latín
como la lengua literaria autóctona. Hubieron de pasar unos siglos
para que los romanos entablasen un contacto mucho más íntimo con
el mundo griego a través de su conquista de Grecia y el Mediterráneo
oriental. Fue entonces cuando la élite romana del siglo ii a. C. se
embarcó en la ingente tarea de asimilar la civilización que había con-
quistado. El resultado fue que todo romano educado sabía griego y
la herencia griega se convirtió en una parte integral de la cultura
romana. Pero el principal idioma tanto hablado como escrito de los
romanos siguió siendo su lengua vernácula, el latín. Y cuando la cul-
tura griega, en virtud de la conquista romana, se propagó por todo
el Mediterráneo occidental, lo hizo bajo un disfraz latino.
A primera vista, lo que resulta más sorprendente de todo esto es
que las tierras que alumbraron las civilizaciones más antiguas, Egipto
y el Oriente Próximo, no desempeñasen un papel más relevante en

235
una breve historia de la humanidad

esa difusión occidental de la civilización que tuvo lugar en el primer


milenio a. C. Mesopotamia, desde luego, estaba a cierta distancia del
Mediterráneo, y Egipto, pese a su posición en la costa sudoriental
del mismo, nunca mostró excesivo interés por la expansión marítima;
aparte de carecer de recursos madereros para construir barcos, su civi-
lización nunca se extendió mucho más allá de sus fronteras. Aún
más desconcertante es el hecho de que los fenicios no tuviesen una
participación más destacada en el resultado del proceso, y no sólo
en su inicio. Pero es evidente que su expansión carecía de la presión
demográfica que estimuló la de los griegos, aparte de que su princi-
pal colonia, Cartago, cayó derrotada ante Roma. En consecuencia,
el legado que el Mediterráneo transmitió a Europa fue la cultura grie-
ga en su variante latina.
Pero no termina aquí la historia. Como vimos en el capítulo 7, la
religión a la que el imperio romano habría de sucumbir en el siglo
iv d. C. era, en última instancia, el legado de un pueblo cuya lengua
era prácticamente idéntica a la de los fenicios.
El cristianismo es un excelente ejemplo de cómo una religión pue-
de obtener la victoria cuando todo parece estar perdido, simplemen-
te a base de transformar su principal desventaja en un rasgo distin-
tivo. Su fundador, Jesús de Nazaret, era un famoso predicador y
taumaturgo judío que informaba a sus seguidores de que el reino
de los cielos estaba próximo (Mateo 4:17) y los exhortaba a adoptar
una ética de un altruismo conmovedor (Lucas 6:27-35). Por motivos
en su mayor parte políticos fue sometido al suplicio romano (cruel
pero no insólito) de la crucifixión. Murió como un criminal común
flanqueado por dos ladrones, incapaz de salvarse a sí mismo –como
se burlaban los transeúntes– y no digamos ya a los demás (Mateo
27:42). Pero este desastre resultó ser el comienzo y no el fin de una
nueva religión. Los discípulos de Jesucristo sostenían que, a pesar
de las apariencias, era el hijo de Dios, o el propio Dios encarnado, y
que había muerto en la cruz para redimir a la humanidad. La mayo-
ría de quienes respondieron inicialmente a este mensaje fueron, como
es natural, judíos del lugar, pero la existencia de una diáspora judía
muy dispersa propició que el evangelio se propagase rápidamente
por todo el imperio romano. Al mismo tiempo, la iglesia primitiva
fue lo bastante astuta como para adaptar la nueva fe a los gentiles

236
el mundo mediterráneo antiguo

sin obligarlos a imponerse las molestas cargas de la ley religiosa judía


tradicional (Hechos 15:19-20). La consecuencia fue que, poco a poco,
el movimiento se fue haciendo mayoritariamente gentil.
Al igual que los budistas, los primeros cristianos discutían entre
sí y terminaron dividiéndose en un número de sectas irreconciliables,
a pesar (o a causa) de una serie de concilios deliberativos. Desde el
punto de vista organizativo, sin embargo, el cristianismo difería sen-
siblemente del budismo en diversos aspectos. Mientras los monjes
constituyeron el núcleo de la comunidad budista desde el comienzo,
los monasterios cristianos no aparecieron hasta tres siglos después de
la muerte del fundador. Entonces se convirtieron en un elemento
característico de la vida cristiana (aunque con el tiempo los protes-
tantes los rechazarían), pero nunca llegaron a hacerse con el poder.
El núcleo de la iglesia era, y siguió siendo, un conjunto de congre-
gaciones seglares bajo la autoridad de sus sacerdotes, que a su vez
estaban sujetos a la del obispo local. Otra diferencia con el budismo
era la jerarquía global que desarrolló el cristianismo por encima de
ese nivel local. Las primeras sectas budistas observaban cierta suce-
sión entre patriarcas, pero no parece que estas figuras, por lo demás
bastante desconocidas, ejerciesen un poder comparable al del puña-
do de patriarcas cristianos que dominaban la iglesia desde sus tro-
nos en las principales ciudades del imperio. Los que más éxito alcan-
zaron fueron los papas de Roma, que fueron capaces de consolidar
su autoridad sobre toda la mitad occidental del imperio y, con ello,
dieron nacimiento a la Iglesia Católica. Esta extraordinaria institu-
ción, pese a sufrir la interesada intromisión de gobernantes y otros
poderes, ha resultado ser la organización no gubernamental más
imponente y duradera de toda la historia de la humanidad.
Pero en el ínterin la relación de la iglesia con los emperadores
romanos y sus sucesores cambió drásticamente. Los primeros cristia-
nos nunca pretendieron derrocar al imperio pagano; no eran como
los zelotes judíos, cuya intransigencia monoteísta dio pábulo en 66-
70 d. C. a una rebelión tan descabellada como imprudente contra el
poder romano. Así y todo, los cristianos buscaron pelea con el Estado
romano: como parte de su rechazo monoteísta a otros dioses, se nega-
ban a participar como súbditos leales en los típicos rituales de culto
al emperador. Este tipo de actitudes dieron lugar a frecuentes per-

237
una breve historia de la humanidad

secuciones que los budistas tuvieron la suerte de no padecer, pero no


supusieron una catástrofe definitiva. Así, a comienzos del siglo IV, los
cristianos eran lo bastante numerosos como para que Constantino,
un aspirante al trono que se encontraba enzarzado en un conflicto
con sus rivales, juzgase conveniente identificarse con la causa cris-
tiana. El aspirante converso ganó la guerra civil y a finales de ese siglo
el cristianismo ya estaba firmemente establecido como la religión ofi-
cial del Estado.

2. El trasfondo de la democracia ateniense

Casi todos los textos griegos que han llegado a nuestros días lo
han hecho gracias a una transmisión ininterrumpida que arranca
de la época en que se escribieron. Pero hay otra vía de comunica-
ción que de vez en cuando también nos brinda obras antiguas: el
desierto de Egipto. Ahí fue, por ejemplo, donde a finales del siglo
xix aparecieron cuatro rollos de papiro que contenían el grueso
de un breve tratado de Aristóteles (m. 322 a. C.) sobre la constitu-
ción ateniense. En un pasaje de la obra, el filósofo por antonoma-
sia resume la historia de la constitución con un listado más bien ári-
do de las once ocasiones en que fue modificada, una de esas
enumeraciones que a los alumnos les viene bien aprender de memo-
ria. El primero de esos cambios fue una ligera desviación de la
monarquía absoluta durante el reinado de Teseo, una figura más
o menos legendaria de la Edad de Bronce. Todos los demás se pro-
dujeron entre 621 a. C., cuando Dracón redactó su famoso (y «dra-
coniano») código legal, y 403 a. C., cuando se restauró la demo-
cracia después de una década de caos y confusión en la generación
anterior a Aristóteles; se trata de hechos históricos, aunque las fechas
son un tanto arbitrarias. La pregunta es: ¿por qué los atenienses
modificaron su constitución diez veces en ese periodo? Es más, ¿por
qué tenían una constitución?
El mejor lugar para empezar a buscar una respuesta es la crisis de
596 a. C. Para entonces, la monarquía dinástica que se estilaba en la
Edad de Bronce ya era una cosa del pasado. En Atenas seguía habien-
do un «rey», pero no era más que uno de los tres magistrados que ejer-

238
el mundo mediterráneo antiguo

cían el poder durante una década, periodo que posteriormente se


redujo a un año; los otros dos eran un comandante del ejército y un
oficial con una amplia gama de responsabilidades, el arconte. Los
magistrados se elegían en función de su extracción social y su rique-
za, y sólo después de haber completado su mandato podían incorpo-
rarse al Areópago, un poderoso organismo cuya tarea formal era super-
visar las leyes. De modo que los atenienses, a diferencia de los romanos,
no se deshicieron de sus reyes pero recortaron sus prerrogativas. Al
comienzo del siglo vi, Atenas era lo que hoy llamaríamos, por usar un
término romano, una república.
El problema en 596 no era el despotismo real sino el desconten-
to del pueblo llano. El dato no deja de resultar interesante. Hasta
ahora, en nuestro repaso a las civilizaciones del Viejo Mundo, hemos
dado por sentado que la plebe es una parte indispensable de la
infraestructura de la cultura elitista. Sin campesinos que trabajasen
de sol a sol, ¿cómo habrían construido sus palacios los reyes del
Oriente Próximo? ¿Cómo habrían compuesto los brahmanes los
Vedas? ¿Cómo habrían acumulado los aristócratas Chu todas esas
toneladas de vasijas de bronce? Con todo, en ningún momento nos
hemos visto obligados a preguntarnos qué opinaba la población
del papel que desempeñaba en todos esos procesos, y aunque ahora
nos propusiésemos enmendar esa omisión, tampoco encontraría-
mos mucha información útil, si bien en China, al llegar al periodo
imperial, nos encontramos con brotes esporádicos de rebelión cam-
pesina. En Atenas, en cambio, el pueblo llano era una fuerza que había
que tener en cuenta en todo momento, y en 596 tenían sobrados moti-
vos para estar insatisfechos.
En esta época la constitución de Atenas, según la describe
Aristóteles, era una forma extrema de oligarquía. La tierra estaba en
manos de unos pocos que se la arrendaban a la plebe; si los arrenda-
tarios se atrasaban en el pago de las rentas, podían ser esclavizados
junto con sus descendientes. Estas condiciones sobrepasaban lo que
el pueblo ateniense estaba dispuesto a consentir y en consecuencia
la ciudad estaba sumida en prolongados conflictos civiles. Es eviden-
te que la élite no tenía capacidad para sofocar la rebeldía popular de
una vez por todas, pero tampoco podía quedarse esperando de bra-
zos cruzados a que pasase la tormenta: se imponía la necesidad de

239
una breve historia de la humanidad

un cambio drástico. En consecuencia, las dos partes acordaron que


un tal Solón, famoso por su sabiduría, ocupase el cargo de arconte
con el objeto de reformar la constitución. En lo tocante al problema
agrario, el compromiso de Solón fue cancelar las deudas y prohibir
la esclavización de los morosos, pero manteniendo la propiedad de
la tierra en manos de los ricos y los poderosos para que, como él mis-
mo explicó, «no sufriesen un oprobio inconveniente». Al mismo tiem-
po promulgó un nuevo código legal para sustituir al de Dracón, libe-
ralizó el proceso de selección de los magistrados e instituyó un nuevo
consejo de cuatrocientos miembros; la clase más pobre de la sociedad
podía formar parte de la asamblea popular y del tribunal de justicia.
Finalizada la reforma, Solón se impuso a sí mismo un exilio de diez
años y abandonó la ciudad. El resultado fue el caos.
El hombre que sacó a los atenienses de este atolladero fue el tira-
no Pisístrato. En las polis griegas, un tirano era alguien que se hacía
con el poder y establecía su propia ley. Pisístrato hizo lo propio por
primera vez en 560, y el régimen que terminó estableciendo duraría
hasta 510, pero la manera como ejerció el poder resultó ser tan ins-
tructiva como el desorden precedente. Una de las bases de su éxito
fue el control de las espadas: desarmó a los atenienses mediante
una excusa y les dijo que se fuesen a sus casas y lo dejasen tranquilo
mientras atendía asuntos de Estado. La otra fue la práctica de pres-
tar dinero a los pobres a cambio de que abandonasen la ciudad y se
ocupasen en las labores del campo (Pisístrato había amasado una for-
tuna en una región de Tracia famosa por sus minas de oro). Estas
medidas, combinadas con su carismática personalidad, escrupuloso
cumplimiento de las leyes y considerable pericia política le valieron
el apoyo de casi todos los notables y de la mayoría del pueblo. La
clave de su éxito consistió, pues, en contentar económicamente al
vulgo mientras lo sacaba de la política, un arreglo que muchos esta-
ríamos inclinados a aceptar.
El hijo de Pisístrato carecía de las cualidades personales de su
padre y, al final, los atenienses, con ayuda de Esparta, lograron des-
hacerse de la familia. Se reanudó así la política elitista, con dos fac-
ciones y dos líderes. Clístenes, el líder de la facción en desventaja,
decidió jugar la carta populista y ofreció a las masas democracia a
cambio de su apoyo. Su oligárquico contrincante respondió jugando

240
el mundo mediterráneo antiguo

la carta espartana, pero la intervención de Esparta salió mal: el popu-


lacho se alzó en armas (se ve que en algún momento debieron recu-
perarlas) y los espartanos, tras pasar dos días acorralados en la
Acrópolis, accedieron a marcharse. La victoria era del pueblo, y en
508 a. C. Clístenes llevó a cabo una meticulosa reforma de la consti-
tución. Con algún que otro ajuste posterior, el orden democrático así
instaurado duraría casi un siglo, hasta que en 413 se vino abajo como
consecuencia de una contundente derrota ateniense en la guerra
contra Esparta. Esto dio paso a una serie de regímenes oligárquicos
inestables y a otro desarme forzoso del pueblo. En 403, una vez ter-
minada la guerra, se reinstauró la democracia (el último de los cam-
bios enumerados por Aristóteles), y seguiría vigente décadas después,
cuando los macedonios conquistasen Grecia. La institución que des-
empeñaba el papel primordial en este orden democrático era la asam-
blea soberana de los ciudadanos de Atenas.
Por lo general, en la turbulenta escena política de las ciudades-
Estado griegas, las democracias no eran más estables que otras for-
mas de gobierno. ¿Por qué, entonces, tuvo tanto éxito la de Atenas?
No hay duda de que parte de la explicación hay que buscarla en
una constitución bien diseñada que detallaba claramente las fun-
ciones interconectadas de los magistrados, el consejo, la asamblea y
los tribunales. Pero el motivo subyacente por el que esta constitución
tenía grandes probabilidades de funcionar a largo plazo era muy sim-
ple: Atenas, para lo habitual entre las polis griegas, estaba llamada a
ser excepcionalmente rica. En 483 la ciudad comenzó a obtener cuan-
tiosos beneficios de las minas de plata localizadas en su territorio, y
cinco años después empezó a recibir tributos de los miembros de la
liga de ciudades-Estado griegas que ella misma había fundado para
enfrentarse a los persas: dicho de un modo menos eufemístico, del
imperio ateniense. (A decir verdad, las dos fuentes de ingresos esta-
ban relacionadas: los primeros frutos de las minas de plata se habían
invertido prudentemente en el desarrollo del poderío naval sobre el
que habría de basarse el imperio ateniense.) Con semejantes recur-
sos, Atenas podía tener contentos a un gran número de ciudadanos
potencialmente insatisfechos y mantener así el conflicto entre la éli-
te y las masas dentro de ciertos límites. Aristóteles subraya este par-
ticular con su habitual tono pedagógico: «Basta examinar la historia

241
una breve historia de la humanidad

de otros estados para comprobar que cuando el poder se hace demo-


crático, lejos de hurgar en sus bolsillos, casi siempre lleva a cabo
una redistribución general de la tierra».
¿Cuál es la moraleja de todo esto? En primer lugar, un tema que
se repite a lo largo de la historia es la peculiar vulnerabilidad de la
ciudad-Estado al resentimiento socioeconómico de las masas. Para
un político ambicioso, la percepción de ese sentimiento de agravio
podía ser una vía de acceso al poder político tan eficaz como catas-
trófica podía ser la incapacidad de captarlo. Eso no significaba, natu-
ralmente, compadecerse de todo el mundo. La riqueza y el poderío
de Atenas propiciaron la presencia de gran cantidad de esclavos y
extranjeros que no tenían la más mínima participación en la políti-
ca de la ciudad, y otro tanto ocurría con las mujeres. Pero aun hacien-
do abstracción de estos grupos, seguía existiendo una plebe que había
que tomar en consideración. No era el caso de las monarquías del
Oriente Próximo, la India, China o el mundo mediterráneo poste-
rior. He aquí, pues, una de las razones del característico sesgo polí-
tico del pensamiento griego (y romano).
En segundo lugar, el efecto de esa vulnerabilidad, en circunstan-
cias normales, fue que las ciudades-Estado resultasen prácticamente
ingobernables. Las únicas excepciones que se conocen obedecen a
circunstancias muy particulares. En Esparta, el conjunto de la ciu-
dadanía explotaba a una amplia población rural conocida como los
ilotas, con lo cual eran éstos y no las masas espartanas quienes de
vez en cuando protagonizaban revueltas. En Cartago, los beneficios
de las actividades marítimas en el Mediterráneo occidental debían
de proporcionar abundantes recursos; Aristóteles, que tenía un ele-
vado concepto de la constitución cartaginesa, observó con aproba-
ción que gozaba de la lealtad de las masas. Y sin embargo, ni siquie-
ra Roma, que nadaba en los tesoros de la expansión imperial, dejó
de atravesar periodos de grave tensión social. En general, en el mun-
do de las ciudades-Estado, la democracia parece haber sido un cami-
no menos práctico que la monarquía o la oligarquía a la hora de alcan-
zar la estabilidad. Bajo semejantes condiciones, hacía falta tener
verdadera fe en la libertad política para preferir las turbulencias de
la democracia a la benévola tiranía de un Pisístrato.

242
el mundo mediterráneo antiguo

3. La cerámica ática de figuras negras y rojas

Como hemos visto en otros contextos, la cerámica es uno de los ele-


mentos de la cultura material que mejor se conservan. La figura 18
muestra cuatro vasijas áticas; Ática era la esquina de Grecia colindan-
te con Atenas, luego puede decirse que se trata de vasijas atenien-
ses. Entre las cuatro abarcan seis siglos, aunque de manera muy dis-
continua. La más antigua (la primera por la izquierda) y la más
reciente (la primera por la derecha) son creaciones perfectamente
válidas y en absoluto vulgares, pero, más allá de los detalles técni-
cos, no nos revelan gran cosa acerca de la cultura que las produjo.
Para la mayoría de observadores legos, podían ser de Ecuador o de
Camboya. Entre medias, en cambio, la aparición de la cerámica de
figuras negras nos abre una extraordinaria ventana a la cultura ate-
niense, ventana que se cierra con la desaparición de la cerámica de
figuras rojas. Durante unas cuantas décadas se simultanearon ambos
estilos, pero la segunda terminó imponiéndose sobre la primera a
casi todos los efectos.
La diferencia entre la cerámica de figuras negras y la de figuras
rojas es muy simple: en la primera, la pigmentación se aplicaba a las
figuras y el fondo se dejaba tal cual, mientras que en la segunda se
hacía lo contrario. Lo que ya no era tan simple eran los requisitos téc-
nicos para fabricarlas. Todo alfarero, para producir objetos de gran
calidad, necesita dos cosas: buena arcilla y la capacidad de cocerla a
temperaturas elevadas. La arcilla ática era de buena calidad, pero lo
que la hacía especial era su contenido en hierro. Las propiedades
químicas del hierro hacen que produzca óxidos de diversos colores.
El rasgo característico de la cocción de la cerámica de figuras negras
y rojas era que los alfareros tenían que manipular esas propiedades
químicas a base de controlar la temperatura y alternar ente atmósfe-
ras oxidantes y atmósferas reductoras. Cuando les salía bien, el óxi-
do apropiado aparecía en la zona apropiada de la vasija. La prueba
de que no siempre les salía bien son las numerosas vasijas defectuo-
sas que han llegado a nuestros días.
Las piezas de figuras rojas y negras son de gran ayuda hasta para el
más ignorante de los arqueólogos. Unas formas decorativas tan carac-
terísticas se prestan a frecuentes cambios de estilo, o, casi podríamos

243
una breve historia de la humanidad

Figura 18. Cuatro figuras áticas. Izquierda: un oenochoe o jarra de vino


con motivos geométricos (alrededor de 750 a. C.). Derecha: un ánfora
de figuras negras (alrededor de 530 a. C.).

decir, de moda. El resultado es que una vasija de este tipo puede datar-
se con insólita exactitud. Es por eso que la datación de las piezas inter-
medias de la figura 18 deja mucho menos margen que la de las vasi-
jas de los extremos. En un antiguo cementerio de Atenas se han
encontrado recientemente los restos cremados de unos doscientos
hombres jóvenes; la cerámica hallada junto a ellos (entre la que
figuran piezas de figuras rojas) ha permitido fechar sus muertes en
torno al 420 a. C., la primera década de la larga contienda entre Atenas
y Esparta. En cambio, en muchas partes del mundo, la cerámica no
varía gran cosa de un siglo a otro.
Un aspecto más sugerente de este tipo de decoración es que nos
muestra escenas antiguas que de otra forma nunca habríamos cono-
cidos. El detalle de la figura 19, por ejemplo, nos ilustra sobre cómo
eran los telares en la antigua Grecia (a diferencia de los que hoy cono-
cemos, es vertical: la urdimbre está en lo alto del telar). Como suele
ocurrir en los motivos pintados en vasijas, la escena está ambientada
en la Edad de Bronce y la mujer sentada delante del telar es Penélope,
la mujer de Ulises. Pero lo más probable es que los objetos repre-
sentados fuesen propios de la época del artista.

244
el mundo mediterráneo antiguo

Izquierda: una crátera de figuras rojas (alrededor de 470 a. C.). Derecha: un


ánfora de estilo ladera oeste (primera mitad del siglo II a. C.).

Más interesante aún es el hecho de que, en ocasiones, las escenas


representadas nos indican cuál era la función de las vasijas. En la
antigua Atenas, como en muchas sociedades, el arte de saber embo-

Figura 19. Penélope en su telar. Cerámica ática de figuras rojas,


440 a. C. aproximadamente.

245
una breve historia de la humanidad

Figura 20. Arriba: una copa de vino ática de figuras rojas (490-480 a. C.
aproximadamente). Abajo: interior de la copa.

rracharse en buena compañía era algo que los varones de la élite no


podían permitirse desconocer, y en este apartado las vasijas de figu-
ras negras y rojas desempeñaban un papel crucial. Al igual que las vasi-
jas de bronce chinas, venían en juegos. Tenía que haber un ánfora
para el vino, una jarra para el agua, una crátera para mezclar el vino
y el agua, una jarrita para servir la mezcla y vasos individuales para

246
el mundo mediterráneo antiguo

los bebedores. El detalle del mezclado merece explicación: los anti-


guos griegos rebajaban el vino con agua, tal y como seguían hacien-
do sus descendientes en el siglo pasado. En cuanto a los vasos, solían
ser anchos y bajos (como en la figura 20, arriba); es de suponer que,
conforme avanzaba la velada, los intentos de los bebedores por man-
tenerlos erguidos debían de producir cada vez más hilaridad.
Ni que decir tiene que las mujeres de buena familia no partici-
paban en tales reuniones, aunque sí solía haber cortesanas. La figu-
ra 21 (izquierda) nos muestra a una de ellas completamente des-
nuda salvo por un collar de perlas y una banda en un muslo; compare
el lector su mirada procaz con los ojos tímidos y vueltos hacia aba-
jo de la mujer decente que se despide de un guerrero en la ilustra-
ción de la derecha. No obstante, los servicios que las cortesanas ofre-
cían en esas ocasiones no eran sólo de tipo sexual. La figura 20 (abajo)
muestra a un joven que por beber más de la cuenta ha terminado
vomitando y a una cortesana compasiva que le sujeta la cabeza, man-
teniendo en todo momento una prudente distancia (se limita a cum-
plir con su trabajo).
Hoy en día, gran parte de lo que podemos ver en los museos que
albergan una buena colección de antigüedades griegas son vasijas.
La razón en muy sencilla. Aparte del mármol (ya sea en forma escul-
tórica o arquitectónica), la arcilla es el único material artístico que
ha perdurado en cantidades significativas. Es más, en cierto sentido
ha demostrado ser un mejor «superviviente» que el mármol: en épo-
cas posteriores, los griegos reciclaban con frecuencia el mármol anti-
guo para fabricar cal, pero no hacían lo mismo con la cerámica. La
consecuencia de todo ello ha sido que tenemos una idea bastante equi-
vocada de la importancia de la pintura de vasijas en la antigüedad grie-
ga. La pintura mural y en paneles de madera tenía una gran impor-
tancia y a buen seguro que en Atenas había magníficos ejemplos de
ambas modalidades; en comparación, la pintura en vasijas era el parien-
te pobre. Asimismo, puede que las vasijas de arcilla fuesen los parien-
tes pobres de las vasijas de bronce usadas por la élite. Éstas, salvo
raras excepciones, también han desaparecido: el bronce, más aún que
el mármol, invita al reciclaje, y para los griegos, así como para la mayo-
ría de los pueblos a excepción de los chinos, se trataba de un mate-
rial demasiado valioso como para enterrarlo junto a los muertos. Así

247
una breve historia de la humanidad

Figura 21. Izquierda: cortesana con un hombre joven en un fragmento de


una copa de vino ática de figuras rojas (500-490 a. C. aproximadamente).
Derecha: mujer despidiéndose de un guerrero en un fragmento de vasija
ática de figuras rojas (430 a. C. aproximadamente).

pues, los antiguos griegos tuvieron que arreglárselas con la cerámica,


motivo por el cual conservamos tantas vasijas griegas intactas.
No cabe duda de que los artesanos que pintaban esas piezas tam-
bién tenían su orgullo. Algunos firmaban sus creaciones y uno inclu-
so aprovechó para hacer propaganda negativa contra un artesano
rival. Al mismo tiempo, las vasijas de buena calidad eran muy apre-
ciadas; así, en el siglo v a. C., la cerámica ática se exportaba por toda
la Hélade e incluso allende sus fronteras. Pero la cultura escrita grie-
ga no prestaba mucha atención a la cerámica y, de no ser por la arqueo-
logía, no sabríamos nada de las vasijas áticas de figuras rojas y negras.
Los anticuarios medievales tampoco mostraron el menor entusiasmo
por ellas y hasta los siglos xvii y xviii no empezó a desarrollarse en
la Europa occidental un verdadero interés por las vasijas griegas, aun-
que tardó bastante en desterrarse la idea de que eran etruscas. El
balance final es que hemos estado analizando un aspecto de la cul-
tura de los antiguos griegos que nos importa mucho más a nosotros
de lo que les importaba a ellos.

248
11

Europa
occidental

1. ¿Un rincón inverosímil?

Europa occidental, como la India, es una península de Asia, pero la


geografía no nos dice realmente dónde comienza esa península. A
los efectos de nuestro análisis, la definición más amplia incluiría todo
el territorio que llegó a formar parte de la Cristiandad en la Edad
Media (menos los efímeros frutos de sus aventuras en el Mediterráneo
oriental). Este territorio se extiende desde España e Italia en el sur
hasta Escandinavia en el norte, y desde Irlanda en el oeste hasta
Lituania en el este. Pero Escandinavia y Europa oriental nos intere-
san relativamente poco y de la Europa mediterránea ya hemos habla-
do, así que en este capítulo vamos a centrar casi toda la atención en
el noroeste del viejo continente, una región de la que aún no nos
hemos ocupado y que desempeñará un papel clave en un capítulo
posterior. No obstante, también haremos alusión a otras regiones
de Europa, en particular el sur.
Aunque estamos acostumbrados a ver a Gran Bretaña, los Países
Bajos y el norte de Alemania entre las zonas con mayor densidad de
población del mundo, en términos geográficos es un hecho bastan-
te sorprendente. Estamos hablando de una región situada en la mis-
ma latitud que Labrador y Kamchatka, dos gélidas penínsulas que
tipifican una vasta franja de territorio demasiado cercana al Ártico
como para constituir un entorno confortable para la vida humana.
A esta latitud, Asia y Norteamérica están, en el mejor de los casos,

249
una breve historia de la humanidad

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europa occidental

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251
una breve historia de la humanidad

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252
europa occidental

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(taiga)
Bosque templado
BULGARIA
Vegetación
mediterránea
Estepa
Brezal

253
una breve historia de la humanidad

escasamente pobladas; no parece una compañía muy apropiada para


«la verde y placentera Inglaterra». Europa, en especial el noroeste,
presenta un marcado contraste con Norteamérica y Asia. A diferen-
cia del Labrador y de Kamchatka, disfruta de un clima templado:
un invierno que no es tan frío como para impedir la supervivencia
de una densa población, un verano que permite la maduración ade-
cuada de los cultivos, y lluvias abundantes. Este clima tan benigno
es un regalo del Atlántico, o, mejor dicho, de sus corrientes mari-
nas, que transportan las cálidas aguas tropicales hasta las costas de
Europa. Como tantos otros fenómenos del planeta, lo más probable
es que se trate de un sistema contingente. Es posible que en la últi-
ma glaciación no se diese ese régimen circulatorio, y también es posi-
ble que cuando el clima entre en su próxima fase, no se dé ni ese régi-
men ni ningún otro. En ninguna otra parte del mundo cobra tanto
sentido como en el noroeste de Europa la idea de que el Holoceno
ha supuesto una oportunidad única.
Pero además de la oportunidad brindada por el Holoceno, este
rincón del globo ya poseía de por sí varias ventajas geográficas. Al
igual que el litoral norte del Mediterráneo, las costas de la Europa
noroccidental, extremadamente recortadas, favorecían la navega-
ción; al igual que China, contaba con buenos ríos navegables. Al nor-
te de los Alpes y de los Pirineos ya no hay más cordilleras de impor-
tancia; las montañas y mesetas de Francia y Alemania, y más aún las
del extremo noroccidental, eran mucho más antiguas que los Alpes
y, en consecuencia, estaban muy erosionadas (véase mapa 9A). De las
abundantes llanuras, las que habían estado cubiertas por glaciares
durante la última edad de hielo solían tener suelos más pobres, pero
la mayoría estaban al noreste; buena parte del noroeste estaba libre
de ellas, y a cambio, al igual que en el valle del río Amarillo de China,
contaba con amplias zonas de loes. Al mismo tiempo, la región no
padecía la desventaja de estar tan lejos del Oriente Próximo como
China, y a diferencia del África subsahariana, estaba unida a la cuna
de la civilización por el Mediterráneo, no separada de ella por el
mayor desierto del planeta.

254
europa occidental

El atraso de Europa noroccidental

Así y todo, en la historia de la civilización, el noroeste europeo pare-


ce ir a remolque. Nunca desarrolló una civilización propia; en las
llanuras del norte no surgió durante la Edad de Bronce nada com-
parable a la China de los Shang, ni siquiera a la civilización del
valle del Indo, bastante más antigua. Pero tampoco importó volun-
tariamente una civilización extranjera, como hizo el sudeste asiáti-
co. Se dieron, por supuesto, contactos con las civilizaciones más avan-
zadas que aparecieron en el Mediterráneo occidental durante el
primer milenio a. C., pero no parece que la helenización de los galos
del sur de Francia se extendiese de manera significativa por el inte-
rior del país. Cuando los romanos conquistaron la Galia en el siglo
i a. C., sometieron tribus, no ciudades-Estado, y al igual que los bri-
tanos un siglo después, los galos tuvieron que aceptar la civiliza-
ción a la fuerza. Más al este estaban los pueblos germánicos, que
mostraban la misma falta de interés por la civilización de los roma-
nos, aunque éstos tenían mejores cosas que hacer que tratar de impo-
nérsela. ¿Qué sentido tenía conquistar una tierra de «paisajes temi-
bles y clima desagradable –como dijo de Alemania el historiador
romano Tácito en el siglo i d. C.–, ingrata al arado y lúgubre a la
vista»? Todo es, no cabe duda, según el color del cristal con que se
mira, pero más adelante retomaremos la cuestión de por qué los bos-
ques de Alemania –y no sólo de Alemania (véase mapa 9B)– eran
ingratos al arado.
En los inicios de su prehistoria, el noroeste europeo no estaba ni
mucho menos rezagado. Su historial en el Paleolítico superior es
tan impresionante como el de cualquier otra parte del mundo, y no
sólo porque se haya estudiado mejor. Los habitantes de la región no
inventaron la agricultura ni la metalurgia, pero adoptaron estas téc-
nicas con más rapidez de lo que era normal en aquella época. Baste
citar como ejemplo que la difusión de la agricultura en el sexto mile-
nio a. C. por los suelos de loes que se extienden desde Hungría has-
ta Bélgica se completó en menos de dos siglos; y al igual, práctica-
mente, que en el Oriente Próximo, en la Europa de épocas históricas
no hay indicios de cazadores-recolectores. Otro ejemplo es la llega-
da de la metalurgia del hierro a Gran Bretaña en el siglo v a. C.,

255
una breve historia de la humanidad

apenas dos o tres siglos después de que se hubiese afianzado en la


península itálica. A decir verdad, para lo que suelen ser las culturas
preliterarias, las del noroeste europeo se caracterizaban por una con-
siderable sofisticación. Pero no eran civilizaciones.
La conquista romana fue un acontecimiento crucial para las zonas
de la Europa noroccidental que se vieron sometidas a ella. Todavía
hoy podemos apreciar su impacto en el mapa lingüístico de la región,
un mapa compuesto por diferentes elementos de diversa antigüedad.
El más antiguo de todos, con mucho, es el vasco, una lengua cir-
cunscrita en la actualidad a un pequeño territorio, pero en su día
mucho más extendida. No sólo es la única lengua no indoeuropea
que sobrevive en la Europa occidental, sino que puede que lleve
hablándose en el mismo sitio desde el Paleolítico superior. El siguien-
te estrato de mayor antigüedad es el de las lenguas celtas, una rama
muy posterior del indoeuropeo. La presencia celta señala el primer
periodo del pasado de la Europa noroccidental en que podemos
empezar a cotejar las pruebas arqueológicas con las fuentes históri-
cas, si bien estas fuentes proceden exclusivamente del mundo medi-
terráneo y son muy fragmentarias. Es así como sabemos que, en los
siglos centrales del primer milenio a. C., los celtas llegaron a ocu-
par una vasta zona del norte de Europa y también penetraron en
cada una de las cuatro penínsulas mediterráneas, de forma violen-
ta en los tres casos donde contamos con testimonios históricos direc-
tos, y cabe presumir que también en España. De modo que las len-
guas celtas se hallaban firmemente establecidas en la Galia y las islas
británicas en la época de la conquista romana. Sin embargo, en
Francia, al igual que en Italia y en España, y muy probablemente
en el sudeste de Gran Bretaña, uno de los efectos de la conquista
fue la difusión del latín a expensas de las lenguas vernáculas; en un
primer momento esto debió de afectar fundamentalmente a la élite
urbana, pero a la larga la lengua de los invasores terminaría despla-
zando al celta incluso entre el campesinado. Hoy en día, lo único que
queda del dominio masivo que en su día llegó a ejercer el celta en
toda la Europa noroccidental es el llamado «cinturón celta» de Bretaña
y las islas británicas; en el resto de la región se hablan idiomas deri-
vados del latín o del germánico. Así pues, es evidente que la con-
quista romana quebró la continuidad cultural de la Europa celta, cuya

256
europa occidental

cultura solamente sobrevivió en regiones periféricas situadas fuera


de las fronteras del imperio, sobre todo en Irlanda.
Un hecho decisivo que afectó a la región hacia el final de la era
romana fue la expansión del cristianismo. Como en el resto del impe-
rio, lo que inició la conversión general fue la adopción de la nueva
fe por parte del emperador Constantino en la primera mitad del siglo
iv. Cuando en el siglo v llegó a su fin el Imperio Romano de occi-
dente, la iglesia cristiana ya era una importante fuerza institucional
e intelectual en la Galia. La fundación de la iglesia sería crucial para
el futuro de la cultura europea por cuanto otorgó un rango canóni-
co a una herencia que de otra forma habría sido absolutamente irre-
levante para los pueblos de la región: la del antiguo Israel. No obs-
tante, también conservó el legado escrito del mundo grecorromano.
Es indudable que el cristianismo bajó el nivel cultural de las élites
de finales de la edad antigua, pero gracias a sus obispos y monaste-
rios, a la resistencia de su organización y a su afán por asegurar la
supervivencia de la cultura escrita, puede que impidiese una discon-
tinuidad como la que siguió al hundimiento de las civilizaciones del
valle del Indo o de la Grecia micénica. Sin el concurso de la iglesia,
lo máximo que cabe imaginar es que se hubiese ido acumulando un
nuevo legado literario en torno a las runas germánicas y el ogam
celta, los alfabetos tradicionales que idearon los antiguos germanos
e irlandeses inspirándose vagamente en los sistemas de escritura del
mundo mediterráneo.
Aparte de la iglesia, la civilización resultante de la conquista roma-
na del noroeste europeo no era particularmente sólida. Es cierto que
los romanos dejaron su impronta allí donde fueron; las principales
carreteras de la Inglaterra anglosajona, si es que se les puede llamar
así, tenían su origen en las calzadas romanas. Pero Roma era una
potencia mediterránea y su presencia, a pesar del innegable impac-
to lingüístico, no tenía la misma densidad cultural en la Europa nor-
occidental que en el sur. Además, sea como fuere, ocupaba un terri-
torio limitado y nunca llegó a extenderse a Alemania, no digamos
ya a Escandinavia o a Europa del este.
En el siglo v a. C., este territorio apenas civilizado y estrictamen-
te delimitado se vio invadido, junto con la mitad occidental del mun-
do mediterráneo, por una variedad de pueblos germánicos que esta-

257
una breve historia de la humanidad

blecieron reinos en Italia, España y el norte de África. Este domi-


nio, que duró más o menos un par de siglos, dejó un tanto tocadas
la lengua, la identidad étnica y las culturas tradicionales de las pobla-
ciones romanas sometidas, pero por lo demás iguales. En Gran
Bretaña, en cambio, aunque lo lógico habría sido que el mar hubie-
se brindado cierta protección contra una invasión germánica masi-
va, el impacto fue radical. Salvo en la franja occidental de la isla, el
germano sustituyó al latín o al celta, y prevalecieron las identidades
étnicas germánicas; al sur de Escocia y al este de Gales el país estaba
dividido en una docena de pequeños reinos que hasta el siglo ix no
se unirían para conformar la nación que denominamos Inglaterra.
En el transcurso de esta transformación, la cultura romana y el cris-
tianismo quedaron borrados por completo y ambos tuvieron que
ser reintroducidos a finales del siglo vi por misioneros cristianos lle-
gados del continente. La Galia, o como empezó a llamarse por enton-
ces, Francia, presenta un interesante caso intermedio. El latín pre-
valeció sobre la lengua germánica de los invasores, aunque al
convertirse en francés se vio muy influido por ésta. En el plano étni-
co, sin embargo, quienes prevalecieron fueron los conquistadores
francos, hasta el punto de que los habitantes de Francia terminaron
llamándose francos (o, como decimos ahora, franceses), no romanos
ni, menos aún, galos. Una vez que el rey franco y su pueblo se hubie-
ron convertido al cristianismo en 493, lo que quedaba de la cultura
romana en su forma cristianizada estaba relativamente a salvo, aun-
que en el norte de Francia, núcleo del poder franco, no tenía una
presencia muy destacada que digamos.
Durante casi tres siglos el reino franco estuvo en cierto modo
gobernado por la dinastía merovingia (los llamados «reyes del pelo
largo», que contrastaban con los reyes rasurados que a la sazón rei-
naban en Bulgaria). En 751 esta dinastía se vio reemplazada por
una familia que ya ejercía un poder real en el reino, los carolingios.
El largo reinado del monarca carolingio de más éxito, Carlomagno
(768-814) tuvo una trascendencia inequívoca para la historia de
Europa noroccidental. Por primera vez desde la caída del Imperio
Romano de occidente, se barrunta en la región el surgimiento de
un nuevo orden. El reino franco, que ya tenía un tamaño considera-
ble, se amplió a la sazón hacia el este y hacia el sur, y, al mismo tiem-

258
europa occidental

po, se dedicaron ingentes esfuerzos y un generoso auspicio a la revi-


talización de la cultura latina. En el 800, en una ceremonia de mar-
cado simbolismo, el papa aprovechó una visita de Carlomagno a Roma
para coronarlo emperador romano. Con todo, no hubo ninguna ten-
tativa de instaurar un remedo geopolítico del Imperio Romano alre-
dedor del Mediterráneo, un mar que ahora dominaban, en su mayor
parte, los musulmanes. En lugar de eso, Carlomagno gobernaba
desde Aquisgrán, una ciudad situada tan al norte que cae dentro de
esa franja latitudinal que hemos comparado con las penínsulas de
Labrador y Kamchatka. Tal vez sea el primer indicio histórico de
que una región así podía estar en el centro de una civilización, y no
sólo en su remota periferia septentrional.
El nuevo orden instaurado por Carlomagno tendría, sin embargo,
una breve existencia. La unidad del Estado franco se quebraría poco
después de su muerte y en los siglos ix y x el panorama político en
Europa noroccidental se fue haciendo cada vez más caótico. Además
de la desorganización interna, la región estaba sometida a varias ame-
nazas externas y demostró una notable incapacidad para hacerles fren-
te. Al sur estaban los musulmanes, que ya habían conquistado la mayor
parte de la península ibérica a comienzos del siglo viii y pasaron a
hacer lo propio con casi todas las islas del Mediterráneo occidental.
No amenazaron con conquistar grandes territorios del imperio fran-
co, pero durante casi un siglo las incursiones de unas cuadrillas ára-
bes establecidas en el sur de Francia causaron estragos en la región.
Al norte estaban los escandinavos –los normandos o vikingos–, cuyas
incursiones marítimas sembraban el terror en las costas del continen-
te y de las islas británicas. En algunas regiones llegaron a establecer-
se en un número considerable; en Francia dieron nombre a Normandía
y contribuyeron a la formación de una aristocracia militar de estilo
franco especialmente eficaz. Al este estaban los húngaros, invasores
nómadas de las estepas, que a finales del siglo ix llegaron a la actual
Hungría y que durante un tiempo se dedicaron a hacer incursiones
por un vasto territorio. En semejante tesitura las ambiciosas preten-
siones culturales de Carlomagno se revelaron insostenibles.
Esto nos lleva más o menos al año 1000 d. C. ¿Cómo resumiría-
mos lo que llevamos visto hasta ahora? Al igual que el sudeste asiáti-
co, el noroeste europeo no desarrolló su propia civilización sino

259
una breve historia de la humanidad

que adquirió una ajena; la diferencia es que, mientras que los pue-
blos de la primera región la adoptaron voluntariamente, los euro-
peos noroccidentales tuvieron que asimilarla a la fuerza. Como en
el caso del antiguo sudeste asiático, no hay nada en esta fase de la his-
toria del noroeste europeo que invite a pensar que estaba llamado a
desempeñar un papel crucial en la historia universal. Si al ocuparnos
de la India despachamos al sudeste asiático, siquiera a regañadien-
tes, con un simple párrafo, cuesta explicar por qué no deberíamos
haber hecho lo mismo con Europa noroccidental y haberla tratado
como un simple apéndice del mundo mediterráneo. La única expli-
cación podría ser la situación de la capital de Carlomagno en el remo-
to norte, aunque eso podría considerarse tanto una anomalía pasa-
jera como un indicio de los tiempos que se avecinaban.

Europa occidental se pone al día

Si el primer milenio fue un periodo bastante anodino de la historia


de Europa occidental, ¿por qué habría de ser distinto el segundo?
Buena parte de la respuesta estriba en una innovación que tuvo lugar
a comienzos del Medievo y sobre la que no disponemos de demasia-
da información, pero que tuvo enormes consecuencias para el futu-
ro. Recordemos el desdén con que Tácito acusaba a Alemania de
ser «ingrata al arado». El conjunto de cultivos adoptados en Europa
septentrional durante el Neolítico eran el producto de un clima medi-
terráneo; es sorprendente que en unas condiciones tan diferentes
como las del norte de Europa se dieran tan bien como se dieron (com-
párese con la aclimatación de nuevos cultivos en el África subsaha-
riana). En realidad, el principal inconveniente de esta transmisión
agrícola era más tecnológico que biológico: el sencillo arado roma-
no, adecuado para los suelos secos y ligeros de la Europa mediterrá-
nea, no servía para los suelos húmedos y pesados de las llanuras y
valles septentrionales, de ahí que, en un primer momento, la agricul-
tura en el norte del continente se concentrase en terrenos que hoy
se considerarían poco productivos, dejando incultos los suelos más
fértiles. Según parece, la invención de un arado más robusto y apro-
piado para los suelos norteños tuvo lugar en torno al siglo vi d. C.

260
europa occidental

En los siglos posteriores, la difusión del nuevo arado y la reestructu-


ración de la sociedad campesina en torno al mismo motivaron un
notable incremento de la productividad agrícola. Los efectos, por
supuesto, no se limitaron al campesinado. La nueva capacidad de
Europa noroccidental de sustentar poblaciones urbanas con sus corres-
pondientes élites hizo posible una sociedad que difería enorme-
mente de la anterior en diversos aspectos.
Tal vez el más evidente de estos cambios fue el impresionante
aumento, a partir del siglo xi, de la eficacia militar de la sociedad euro-
pea noroccidental, que pasó de la debilidad defensiva a una temible
beligerancia. Donde más se apreció este cambio fue en las fronteras
de la cristiandad. Muchos caballeros del noroeste europeo desempe-
ñaron un papel más o menos destacado en las reconquistas de España
y Sicilia, ambas bajo dominio musulmán, en el establecimiento de esta-
dos cruzados en Tierra Santa y en la conquista de territorios paganos
en el noreste. Pero la ventaja militar de la vieja cuna del Estado fran-
co también quedó patente en el interior del mundo cristiano con las
conquistas de Inglaterra, Irlanda y el sur de Francia. El fundamento
militar de todos estos acontecimientos fue una invención de comien-
zos del Medievo que llegó a Europa desde oriente: el estribo. Los fran-
cos, y todos aquellos que combatían como ellos, se valieron del estri-
bo para perfeccionar una táctica bélica en la que el arma definitiva
era la carga disciplinada de una caballería de punta en blanco. Como
dijo una princesa bizantina a propósito de los francos, «un caballero
con armadura es imparable; podría atravesar los muros de Babilonia».
Un ejército así condecía con una sociedad en la que una aristocracia
guerrera sojuzgaba a una masa campesina.
Otra tendencia notable de este periodo fue el surgimiento o la
consolidación de estados más poderosos y centralizados. El caso más
evidente quizá sea el de Inglaterra, donde el proceso se vio acelera-
do por la fundación de un reino de origen continental como conse-
cuencia de la conquista normanda de 1066. Dentro de las islas britá-
nicas, este reino conquistó Gales y casi toda Irlanda, aunque no
Escocia, que logró mantener su independencia gracias a un proceso
defensivo de «normandización». En el continente, el Estado inglés
conservó durante largo tiempo sus posesiones y en ocasiones las expan-
dió considerablemente, pero terminaría perdiéndolas a mediados

261
una breve historia de la humanidad

del siglo xv, y lo que surgió de la Edad Media fue una monarquía
sólida pero aislada del mundo. La consolidación del Estado francés
fue más lenta y un tanto insegura –lo que era bueno para Inglaterra
era malo para Francia–, pero terminó cristalizando en el dominio
estable de un territorio extenso y populoso. A comienzos de la era
moderna ambos reinos ya eran en cierto sentido estados-nación. La
España que surgió tras el ocaso del poder musulmán en la penínsu-
la ibérica siguió inicialmente la misma tendencia, pero la unificación
formal de toda la península apenas duró unas pocas décadas; el rei-
no portugués no llegó a integrarse del todo ni siquiera entonces, y
el de Aragón sólo lo haría en el siglo xviii. En Alemania y los Países
Bajos la incapacidad de los gobernantes para fundar reinos sólidos
y de cierta entidad se tradujo en una tremenda desunión política, y
la península itálica también siguió fragmentada. Pero eso no restó
importancia a ninguna de estas regiones, que albergaban dos de las
sociedades más urbanizadas del continente, el norte de Italia y los
Países Bajos.
Con todo, el rasgo más interesante de los estados de Europa nor-
occidental no era su tamaño sino la relación que mantenían con sus
súbditos. Aquí entran en juego, como mínimo, dos temas, ambos con-
densados en el término «feudalismo». Uno era la cuestión del equi-
librio de poder dentro de los estados. Los gobernantes se enfrenta-
ban al arraigado poder de la aristocracia militar en un momento en
el que la sociedad urbana todavía presentaba un bajo nivel de desarro-
llo; de hecho, hasta el surgimiento de las ciudades, los únicos ingre-
sos fiscales con los que podían contar los monarcas con seguridad pro-
cedían, en la mayoría de los casos, de sus propios patrimonios. El otro
tema fue el característico estilo que adquirió la vida política, un esti-
lo que concedía un enorme valor a derechos y privilegios de diverso
origen, tanto individuales como colectivos. Este estilo impartió una
textura muy peculiar a los conflictos políticos de la región. Un ejem-
plo ilustrativo, a nivel nacional más que local, es la institución del par-
lamento. Todos los gobernantes reciben asesoramiento y por lo gene-
ral está muy claro de quién lo reciben y a quién representan los asesores
(si es que representan a alguien), pero en la Inglaterra medieval,
por ejemplo, el parlamento era mucho más que un organismo asesor:
era una institución que representaba formalmente a colectividades

262
europa occidental

urbanas y rurales; el monarca no podía imponer un nuevo tributo o


promulgar una nueva ley sin su consentimiento, y los parlamenta-
rios podían solicitar la destitución de los funcionarios de la corona.
Los inevitables conflictos entre unos gobernantes que pretendían
hacer lo que hacen todos los gobernantes y unos súbditos repletos
de derechos podían tener múltiples desenlaces. El gobernante podía
verse atado de pies y manos, como ocurriría en Polonia; o podía dar
con el modo de burlar la maraña de derechos ciudadanos y estable-
cer una monarquía absoluta, como ocurriría en Francia. Pero de todos
los posibles desenlaces, el más importante era una especie de tensa
simbiosis, como la que se daba en Inglaterra.
Los primeros siglos del segundo milenio también fueron el perio-
do en que la cultura de Europa noroccidental, en especial la de las
regiones centrales del viejo Estado franco, cobró una relevancia
mayor de la que había tenido en el pasado. Dos son los principales
contextos a tener en cuenta. Uno es el tradicional mundo del saber.
Lo ocurrido en este ámbito no rompió el robusto marco eclesiásti-
co en el que durante tantos siglos se había conservado la cultura
romana tardía, pero sí expandió sensiblemente el repertorio de
esa tradición. La esfera del saber adquirió un nuevo foco institu-
cional, la universidad, y un nuevo estilo intelectual, el escolasticis-
mo, caracterizado por una concepción rigurosamente sistemática
de la exposición y el debate. A todo esto, el limitado corpus literario
latino se vio enriquecido por una transfusión de material griego y
árabe hasta entonces inaccesible. En el siglo xiv un sabio musulmán
se hacía eco del rumor de que en las tierras de los francos se estaba
estudiando la ciencia filosófica con sumo interés, abundantes pro-
fesores y numerosos alumnos.
El otro gran contexto del cambio cultural en este periodo fue la
aristocracia laica. Al norte de los Alpes, la desaparición del mundo
romano engendró una sociedad cuya aristocracia, por regla gene-
ral, era analfabeta, lo cual, en comparación con las civilizaciones euro-
asiáticas del momento, representaba un retraso clamoroso. Ni siquie-
ra Carlomagno, un destacado mecenas de la cultura escrita, llegó a
aprender realmente a escribir; según nos cuenta su biógrafo, no fue
por falta de voluntad, sino porque el soberano había empezado dema-
siado tarde. Esta situación empezó a cambiar más o menos a partir

263
una breve historia de la humanidad

del siglo xiii. El motivo no fue que de repente la aristocracia pasase


a dominar el latín clásico, igual que la nobleza china dominaba el
chino clásico, sino que surgió una solución de compromiso: el fran-
cés, la lengua vernácula que se había convertido en el idioma inter-
nacional de la aristocracia europea, pasó a ser también una lengua
literaria y los aristócratas (y no sólo los aristócratas) aprendieron a
leerlo y a escribirlo. La poesía en francés ya tenía una historia consi-
derable, pero la novedad fue el desarrollo de una abundante litera-
tura en prosa. Buena parte de esta literatura era de tema caballeres-
co, pero en el siglo xiii ya se podía consultar una enciclopedia escrita
en francés, a finales del xiv ya era posible leer traducciones france-
sas de las obras de Aristóteles y en muchas cortes europeas podían
encontrarse importantes colecciones de libros en francés. Debido en
parte a un proceso de imitación y emulación, en otras partes de Europa
surgieron literaturas vernáculas comparables. La aparición de la
imprenta en Alemania a mediados del siglo xv, y su rápida difusión,
dio un impulso añadido a estas tendencias.

El papel de Europa meridional

Estos indicios de la creciente relevancia del noroeste europeo no sig-


nifica que el sur hubiese dejado de tener importancia. Italia, o la
mayor parte de su territorio, siguió siendo cristiana durante toda la
Edad Media. Era la sede del papado y, por ende, la metrópolis ecle-
siástica de la cristiandad occidental, y tenía la suerte, además, de con-
tar con un legado cultural romano más rico que en el norte del con-
tinente; si en algún lugar se dio una continuidad ininterrumpida
del saber fuera de un contexto eclesiástico fue en Italia. Asimismo,
un aspecto importante de la fragmentación política de la península
fue la reaparición de ciudades-Estado, algunas de las cuales se con-
virtieron en agresivas potencias mercantiles y navales que recorda-
ban más a Cartago que a Roma. Todo esto condujo al Renacimiento
italiano del siglo xv, con su desmesurado interés por la herencia
cultural clásica en un contexto mucho más secular que las universi-
dades de la Europa medieval. El noroeste europeo se mostró muy
receptivo al Renacimiento, pero no hay motivos para pensar que la

264
europa occidental

región habría podido crear, por sí sola, una versión particular de este
movimiento.
La España cristiana, eclipsada por largos siglos de dominio musul-
mán, tuvo una influencia mucho menor que Italia en la historia de
Europa noroccidental, a pesar de su destacado papel en la traduc-
ción de textos árabes. Sin embargo, fue de la península ibérica de
donde salieron, a finales del siglo xv, las expediciones que rodea-
ron el continente africano y las que descubrieron el Nuevo Mundo.
También en este caso los europeos del noroeste tomaron nota y ense-
guida participaron en el proceso, pero, una vez más, sin dar ningu-
na muestra de haber estado a punto de iniciarlo por su cuenta.
No obstante, hemos llegado a un punto en que ya no tiene senti-
do hablar de Europa noroccidental como si fuese una extensión pro-
vinciana del mundo mediterráneo, pues, tal y como hemos visto en
relación a varios asuntos, ya se había convertido en una región capaz
de influir decisivamente en el devenir histórico. Un ejemplo más de
esta influencia lo hallamos en la Reforma protestante surgida en
Alemania a comienzos del siglo xvi, un movimiento religioso que, tras
arraigar en todo el noroeste europeo, provocó un cambio radical en
el panorama del occidente cristiano al destruir de forma irreversible
su unidad religiosa y desencadenar una prolongada epidemia de gue-
rras y fanatismo. La Reforma también debilitó significativamente el
control institucional e intelectual que ejercía la Iglesia Católica, la
poderosa organización que tan crucial papel había desempeñado en
la vida cultural de la Edad Media. Entre otras cosas, reformar la igle-
sia suponía despojarla de casi todos sus bienes; como ya descubriera
un emperador chino en el siglo ix, disolver monasterios era un méto-
do muy socorrido para todo soberano que quisiera hacerse rico.

2. El monstruoso régimen de las mujeres

John Knox (1514-1572) fue la figura más destacada de la Reforma


protestante en Escocia, donde hizo gala de un considerable fanatis-
mo. Asimismo, fue el autor, en 1558, de un breve tratado al que
puso el famoso título de El primer toque de trompeta contra el monstruo-
so régimen de las mujeres. A decir verdad, las dos actividades estaban

265
una breve historia de la humanidad

estrechamente relacionadas. Un factor decisivo para la adopción o


el rechazo de la Reforma en una región cualquiera de Europa nor-
occidental era la actitud del monarca de turno y, a la sazón, tanto
los reyes de Inglaterra como de Escocia eran fieles a la causa cató-
lica. Una extraña coincidencia quiso que también fuesen mujeres:
María Tudor reinó en Inglaterra desde 1553 hasta 1558, época en
que María de Guisa ejercía la regencia del trono escocés en nom-
bre de su hija, la desventurada María Estuardo («nuestras malignas
Marías», como las llamaba John Knox). Desde su exilio continen-
tal, Knox trató de promover la causa protestante con una estruen-
dosa crítica del reinado femenino, pero escogió el momento más
inoportuno y el resultado fue el mayor desastre en el terreno de las
relaciones públicas de todo el siglo xvi. A los pocos meses de la publi-
cación de su diatriba, María Tudor había muerto y Dios, por uno de
sus designios inescrutables, había salvado a Inglaterra del papismo al
propiciar el ascenso al trono de su hermana Isabel, de confesión pro-
testante. Así pues, las tesis de Knox sobre la monstruosidad del régi-
men femenino se convirtieron en un motivo de vergüenza para la
causa y sus correligionarios se vieron obligados a hacer todo lo posi-
ble por minimizar los daños.
En teoría los tronos debían ocuparlos hombres y, por lo general,
así era. Sin embargo, en muchas sociedades, los caprichos de la repro-
ducción dinástica y la política cortesana daban como resultado, de
vez en cuando, la subida al trono de una mujer. La mismísima China,
un país de impecables credenciales patriarcales, estuvo regida de 690
d. C. a 705 por la emperatriz Wu. Asimismo, una princesa hindú rei-
nó en el sur de la India en el siglo xiii d. C. y una musulmana en el
Yemen en el siglo xii. La larga historia de Egipto cuenta con varias
reinas, como Hatshepsut en el siglo xv a. C., Cleopatra en el siglo i
a. C. y Shajar al Durr en el xiii d. C. La Europa medieval también
tuvo mujeres que reinaron por derecho propio, probablemente más
de lo normal.
Por lo general, sin embargo, se sobreentendía que eran situacio-
nes anómalas, y, en consecuencia, las reinas y sus partidarios solían
adoptar una actitud abiertamente defensiva. En algunos casos se obser-
va una tendencia a referirse a las soberanas con palabras de género
masculino, a concederles títulos masculinos y a vestirlas con pren-

266
europa occidental

das de hombre; en otros casos su posición se justificaba con el argu-


mento de que sólo eran mujeres en apariencia. Así, en una traduc-
ción china de una de las escrituras budistas se introdujo una inter-
polación espuria para explicar que la condición femenina de la
emperatriz Wu era un atributo superfluo de su actual reencarnación:
«en realidad serás un Bodhisattva», le vaticina el Buda en el remoto
pasado, pero «te manifestarás en un cuerpo de mujer». En conse-
cuencia, los enemigos de estas monarcas lo tenían bastante fácil.
Cuando Shajar al Durr subió al trono de Egipto, el califa de Bagdad
envió el siguiente mensaje a los egipcios: «Si no os queda ningún
hombre al que nombrar soberano, decídnoslo y os mandaremos uno».
El reinado de una mujer podía ser una realidad insoslayable que se
presentaba de vez en cuando, pero en mayor o menor medida aten-
taba contra todas y cada una de las principales tradiciones de la civi-
lización eurasiática. «El país que gobierna una mujer, un niño o un
jugador se hunde irremisiblemente con una balsa de piedra en un
río», o al menos eso dice una epopeya hindú.
Así pues, cuando Knox se puso a espigar el acervo de la civilización
europea en busca de argumentos misóginos, encontró de sobra. Por
un lado, tenía el firme respaldo de la Biblia cristiana. ¿Acaso no había
impuesto Dios un castigo especial a la mujer por su deplorable parti-
cipación en la caída del hombre («te someterás a tu marido, y él se
enseñoreará de ti», Génesis 3:16)? ¿Y no dijo el Espíritu Santo, hablan-
do por boca de Pablo, «no permito a una mujer enseñar ni ejercer
dominio sobre el hombre» (Timoteo 1, 2:12)? Por otro lado, podía
invocar la solemne autoridad de Grecia y Roma. Aristóteles había
subrayado con gravedad el pernicioso efecto de la excesiva influencia
que ejercían las mujeres de Esparta sobre sus hombres; ¿existía algu-
na diferencia, se preguntaba el filósofo, entre el gobierno de un hom-
bre dominado por su mujer y el de la mujer propiamente dicha? ¿Qué
habría opinado, pues, el Estagirita de «un reino o nación donde una
mujer coronada presidiese sobre un parlamento de hombres»? Knox
también refería a sus lectores a la gran codificación de la ley romana
que se llevó a cabo en el siglo vi d. C., bajo el imperio de Justiniano,
donde leemos que «debe apartarse a las mujeres de todo cargo civil
y público». Habida cuenta de que la iglesia cristiana representaba la
confluencia de estas tradiciones mediterráneas, Knox no tuvo mayor

267
una breve historia de la humanidad

dificultad en encontrar «escritores piadosos» cuyas invectivas pudie-


se aducir en abono de sus argumentos. San Agustín (354-430) le
brindó una pregunta retórica que sintetiza el «común acuerdo» de
estas doctas autoridades: «¿Cómo habría de ser una mujer imagen
de Dios, si está sometida al hombre y carece de toda autoridad, ni para
enseñar, ni para dar testimonio, ni para juzgar ni, mucho menos, para
gobernar un imperio?». Y como colofón a esta lista de difuntos varo-
nes mediterráneos, Knox asegura a sus lectores que el gobierno de
una mujer «repugna a la naturaleza».
A nuestro furibundo tratadista se le planteaba, no obstante, algún
que otro problema. Uno de ellos atañía directamente al legado bíbli-
co: ¿acaso no había sido Débora profetisa y juez en el antiguo Israel
(Jueces 4:4-5)? Pero Knox ya se había preparado para este asunto
embarazoso. Tras decir de «todas las mujeres» que «su visión en mate-
ria de gobierno es ceguera, su consejo, insensatez, y su juicio, frene-
sí», hace una salvedad con las mujeres «que Dios, por privilegio sin-
gular y determinadas causas que sólo Él conoce, ha eximido del común
de las mujeres». Débora era un buen ejemplo; Knox se ve obligado
a admitir que, en su caso, Dios había obrado «poderosa y milagrosa-
mente». Sin embargo, arguye, sería un error extrapolar de esos casos
excepcionales «una ley tiránica y perversa» que permitiese gober-
nar a las mujeres.
El corpus filosófico griego plantea otro problema que Knox no
abordó en su tratado. Platón (427-347), el maestro de Aristóteles, fue
el autor de La república, una discusión filosófica sobre la forma de
estado ideal que gozaba de amplia difusión en la Europa de media-
dos del siglo xvi; en esta obra, Platón pone en boca de Sócrates (470-
399), su propio maestro, una opinión acerca de las mujeres poco
corriente en la Atenas de entonces. No cabe duda, admite Sócrates,
de que los hombres suelen hacer casi todo mejor que las mujeres,
pero eso no quiere decir que algunas mujeres no sean mejores que
algunos hombres. Por consiguiente, no hay ningún motivo por el que,
en una ciudad ideal, se deba excluir categóricamente a las mujeres
de toda función social. Huelga decir que la gente tardaría cierto tiem-
po en acostumbrarse al nuevo orden y que al comienzo harían mucho
escarnio de las mujeres que estudiasen, portasen armas y montasen
a caballo (por no hablar de las que se ejercitasen desnudas con los

268
europa occidental

hombres en las escuelas de lucha), pero no mucho tiempo atrás,


recuerda Sócrates, los griegos también juzgaban vergonzoso que los
hombres exhibiesen su desnudez y, en cambio, con el paso del tiem-
po, las burlas habían terminado cesando y el sentido común impo-
niéndose. Con las mujeres ocurriría otro tanto. Una mujer, arguye
Sócrates, puede tener un talento natural para la medicina, la músi-
ca, la guerra, el atletismo o el estudio; y por esa regla de tres, con-
cluye el filósofo, puede estar perfectamente capacitada para conver-
tirse en uno de los gobernantes de la ciudad. De modo que los griegos,
al igual que Dios, no hablaban con una sola voz.
Knox también se olvida de analizar el testimonio etnográfico, pese
a que guarda cierta relación con su afirmación de que el gobierno
de una mujer repugnaba a la naturaleza. Tácito había hablado favo-
rablemente de las peculiares relaciones que se daban entre los hom-
bres y las mujeres de un antiguo pueblo del norte de Europa, los
germanos. Aunque las mujeres suelen ir un tanto ligeras de ropa, nos
cuenta el historiador romano, ambos sexos acatan una estricta mora-
lidad. No se apresuran a casarse, y cuando se casan, la mujer partici-
pa de todos los trabajos y peligros que arrostre el marido. Los hom-
bres, afirma, no se avergüenzan de pedir consejo a las mujeres ni lo
desprecian cuando éstas se lo dan. La monografía de Tácito se redes-
cubrió en 1455 y provocó un gran revuelo, sobre todo en Alemania,
donde sintonizó con los sentimientos nacionalistas. En 1558 ya se
había impreso muchas veces. De hecho, en 1600, una feminista ita-
liana que publicó un tratado sobre la superioridad de las mujeres
sobre los hombres se valió del testimonio de Tácito (ni que decir
tiene que también apeló a Platón). Knox, en cambio, no mencionó
al autor de la Germania, y todavía menos la información etnográfica
sobre pueblos no europeos que empezaba a reunirse en la Europa
de su tiempo.
Además, desestimó con bastante precipitación la nómina de muje-
res soberanas que había conocido la historia europea. Una refuta-
ción de su tratado publicada en 1559 cargaba las tintas sobre esa omi-
sión, señalando con numerosos ejemplos que «ha habido mujeres
monarcas y no han sido pocas», y añadiendo que «muchos países han
estado bien gobernados por mujeres». La sociedad europea daba
automáticamente por sentado que las mujeres de la aristocracia y la

269
una breve historia de la humanidad

realeza debían sustituir a sus esposos ausentes o ejercer el poder en


nombre de sus vástagos menores de edad, en ocasiones durante lar-
gos periodos; la Penélope que se refugiaba en el telar no era, desde
luego, el modelo a seguir. Además, de vez en cuando, algunas muje-
res heredaban el trono por derecho propio (una de las causas solía
ser la monogamia de las familias reales europeas, una práctica bas-
tante inusual que aumentaba el riesgo de que un rey se encontrase,
por toda descendencia, con una hija única). Esto suponía una grave
molestia, pero cuando la misoginia y los principios de la sucesión
hereditaria entraban en conflicto, lo normal era que la primera cedie-
se el paso. Era una situación que todos los involucrados tenían que
arreglar lo mejor posible; como le dijo un clérigo del siglo xii a la
reina Melisenda de Jerusalén, «por muy mujer que seas, habrás de
actuar como un hombre».
Todas estas facetas de la cultura europea que Knox tuvo que ais-
lar, ignorar o soslayar no deberían impedirnos apreciar la armonía de
fondo que existía entre sus tesis y las tradiciones más genéricas de la
civilización europea. Pero en su tratado hay una omisión muy signi-
ficativa: en ningún momento emplea el argumento de la segregación.
En las sociedades donde las mujeres –en especial las de la élite– no
deben tener contacto con ningún hombre que no sea de la familia y
han de permanecer alejadas de la esfera pública, se hace difícil refu-
tar la tesis de que el ejercicio del poder por parte de una mujer, por
muy capaz que sea, violaría los cánones de la decencia. Para desgra-
cia de Knox, en la sociedad europea noroccidental no había ningu-
na norma de esta índole que pudiese invocar en defensa de sus argu-
mentos. Esta ausencia era uno de los aspectos de las relaciones entre
hombres y mujeres que más extrañeza provocaban, desde hacía mucho
tiempo, a los observadores musulmanes. En su descripción de los
francos de la Siria del siglo xii, un autor musulmán alude a la liber-
tad con que una mujer franca, de paseo con su marido, puede poner-
se a charlar con otro hombre mientras su marido espera paciente-
mente a que terminen la conversación. Cuando un embajador
otomano enviado a París en 1720-1721 comparó la capital francesa
con Estambul, señaló que la primera parecía mucho más populosa
de lo que en realidad era; las mujeres se pasaban el día callejeando
en lugar de quedarse en casa, explica el embajador, y era esa mezco-

270
europa occidental

lanza de hombres y mujeres la causa de que el centro de la ciudad


pareciese tan atestado.
A decir verdad, la actitud de la sociedad europea noroccidental
en cuanto a la integración de los sexos no tenía nada de insólita en
términos etnográficos (era perfectamente comparable, por ejemplo,
a la de las culturas del África occidental). Pero en el contexto de las
grandes civilizaciones euroasiáticas resultaba exótica. Lo que distin-
guía a los europeos del noroeste era la medida en que conservaban
actitudes incivilizadas aun cuando por lo demás se hubiesen civiliza-
do. Permitir a las mujeres el acceso a la esfera pública no significa,
de por sí, otorgarles poder, pero no cabe duda de que les allana el
camino hacia la conquista del mismo, y complica un poco más la labor
de polemistas como John Knox.
En última instancia, todo esto se reduce al hecho evidente de que
los seres humanos compartimos con los demás mamíferos el mismo
modelo de reproducción sexual, un detalle que venimos dando por
sentado al repasar la historia de la humanidad. En todas las socieda-
des con futuro, los humanos presentan dos formas biológicamente
distintas y, salvo escasas excepciones, pertenecen claramente a una u
otra. Sólo las mujeres conciben y sólo los hombres pueden fecundar-
las. Las diferencias biológicas más evidentes entre ambos sexos están
al mismo tiempo claramente relacionadas con rasgos más difusos del
comportamiento; por ejemplo, nadie discute que los hombres, en
general, están más predispuestos a la violencia y son más dados a
asumir riesgos cuando compiten entre sí. Pero si bien es cierto que
los hombres y las mujeres son diferentes, también es verdad que no
lo son tanto. Dejando a un lado los roles inmediatos en la reproduc-
ción sexual, hay pocas cosas que un sexo pueda hacer y el otro no.
En contraste con la indecisión de los ejércitos modernos al respecto,
el concurso de ardorosas mujeres guerreras es un hecho más que pro-
bado en lugares tan distantes como África occidental, Oriente Próximo
y China. Todas las culturas, pues, han de convivir tanto con la reali-
dad como con los límites de la diferencia intersexual. Al estipular
sus reglas, seguramente lo habrían tenido más fácil si los hombres y
las mujeres hubiesen sido mucho más parecidos o mucho más dife-
rentes de lo que son. Tal y como están las cosas, las culturas pueden
exagerar la diferencia, como es el caso de la mayoría de civilizacio-

271
una breve historia de la humanidad

nes euroasiáticas, o pueden minimizarla, como ocurre, cada vez más,


en el moderno Occidente. En ambos casos suelen terminar, como
Knox, sumidas en la confusión. Pero por debajo de la variedad, la
indignidad y el desorden, en todas las culturas se aprecian tendencias
similares: al menos en la esfera pública, los hombres siempre han ocu-
pado una cuota desproporcionada del poder y sus enfrentamientos
han desempeñado un papel acorde a la hora de impulsar el devenir
histórico. He aquí el motivo por el cual, en los primeros capítulos
del libro, no nos hemos detenido a manifestar extrañeza por el hecho
de que los gobernantes sean casi siempre varones, de que al dios úni-
co y verdadero de los monoteístas se le llame tradicionalmente «Él»
y no «Ella», de que sólo los brahmanes varones transmitan los Vedas,
de que sean los hombres los que desempeñan el papel protagonista
en el culto chino a los antepasados, de que las mujeres respetables
no asistiesen a las fiestas alcohólicas de la élite ateniense, etcétera. Son
simples variaciones de una misma tendencia.
Pensemos, por ejemplo, en una decisión que a veces tomaban
los aranda (los hombres aranda, claro está) en el transcurso de una
negociación diplomática intergrupal. Si un grupo quería alcanzar un
acuerdo con otro, le dejaba unas cuantas mujeres en el exterior de
su campamento; si los hombres del campamento pasaban a disfru-
tar de las mujeres, quedaban automáticamente obligados a cumplir
lo que se les había solicitado. Por mucho que esta práctica nos sor-
prenda o incluso escandalice, no es más que una variante del uso,
algo más decoroso, que solían hacer los reyes de sus hijas cuando las
casaban en matrimonios reales para forjar alianzas con otros monar-
cas (los presidentes estadounidenses, en cambio, no están obliga-
dos a tratar a sus hijas como recurso diplomático). No obstante, nos
habríamos sorprendido mucho más (algunos quizá gratamente) si
hubiesen sido las mujeres aranda quienes decidiesen ofrecer a sus
hombres en aras de los intereses diplomáticos del grupo. Y sin embar-
go, lo que los hombres hacen, también pueden hacerlo las mujeres:
hoy en día al menos tenemos algunas mujeres embajadoras. Como
también tenemos muchas mujeres científicas, una combinación que
brilló por su ausencia durante uno de los acontecimientos más tras-
cendentales de la historia europea de los siglos xvi y xvii: la revolu-
ción científica.

272
europa occidental

3. Los amantes de Júpiter

En algunos aspectos, la estructura del universo, considerada a gran


escala, es fácilmente observable a simple vista sin necesidad de recu-
rrir a avanzadas herramientas tecnológicas. El universo es transpa-
rente y contiene numerosas fuentes de luz visible. En consecuencia,
recibimos montones de información; no se puede decir que este-
mos en medio de un denso nubarrón ni dentro de una caverna oscu-
ra. Esto significa que es posible seguir con gran precisión la trayec-
toria aparente de diversos cuerpos celestiales y usar los resultados
para elaborar un modelo astronómico-matemático que prediga sus
posiciones futuras con una exactitud considerable. Dado que los
cielos están al alcance de cualquiera que esté dotado de buena vista
(a excepción de los modernos habitantes de las ciudades que sufren
un exceso de contaminación lumínica), son varias las culturas huma-
nas que han desarrollado ciertos conocimientos de astronomía popu-
lar. Las civilizaciones, gracias a su mayor capacidad para la división
del trabajo y la conservación de información, han alcanzado un nivel
muy superior. Así, todas las civilizaciones del Viejo Mundo poseían
una astronomía, dentro de lo que cabe, bastante avanzada, y no duda-
ban en incorporar elementos de las demás; en la baja Edad Media,
por ejemplo, tanto Europa como China debían muchísimo a los astró-
nomos musulmanes.
Hoy en día, la astronomía tradicional del Viejo Mundo puede
resultarnos primitiva, pero en los albores de la edad moderna no esta-
ba ni mucho menos finiquitada. La pregunta más interesante que
cabía formular a la sazón era: ¿cuál es el modelo físico más adecua-
do para explicar los movimientos de los cuerpos celestiales? Una cues-
tión fundamental en este sentido era la de determinar qué cuerpo
ocupaba el centro del universo (suponiendo que el universo tuviese
centro). En la antigua Grecia existían dos teorías rivales. Según la
corriente dominante, sostenida por eminencias tales como Aristóteles
en el siglo iv a. C. y Ptolomeo en el siglo ii a. C., la Tierra estaba en
el centro. La hipótesis minoritaria, propuesta por Aristarco de Samos
en el siglo iii a. C., otorgaba dicha posición al Sol. Esta vieja disputa
renació en 1543 cuando el astrónomo polaco Copérnico, en pleno
trance mortal, vio por fin publicado el libro en el que defendía el

273
una breve historia de la humanidad

modelo heliocéntrico. La vieja hipótesis de Aristarco cobró renova-


da vigencia, pero no se puede decir que Copérnico hubiese demos-
trado su validez. Fue el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-
1630) quien a comienzos del siglo xvii utilizó los últimos datos
disponibles basados en observaciones a simple vista para demostrar
que la concepción heliocéntrica no era una simple alternativa a la de
Ptolomeo sino un modelo teórico muy superior. Su hallazgo funda-
mental fue que la órbita de un planeta describe una elipse uno de
cuyos focos es el Sol, una noción sin precedentes toda vez que la astro-
nomía tradicional, tanto geocéntrica como heliocéntrica, pensaba en
términos de órbitas circulares, lo cual generaba enormes complica-
ciones. Pero las leyes keplerianas del movimiento planetario no sólo
eran más elegantes que el sistema tradicional, sino que también posi-
bilitaban mejores predicciones, y a partir de ahí la victoria del helio-
centrismo sólo era cuestión de tiempo. Copérnico y Kepler demos-
traron que la astronomía «a simple vista» podía propiciar avances
extraordinarios.
¿Habría podido desarrollarse mucho más la astronomía sin una
mejora espectacular de la información disponible? La respuesta, en
un sentido, es que sí, y de hecho se puede decir que eso fue lo que
pasó. Era posible desentrañar las leyes del movimiento en la tierra
para después aplicarlas al movimiento de los cuerpos celestiales y con
ello explicar, no sólo cómo se movían, tal y como había hecho Kepler,
sino por qué se movían como se movían. Esa fue una de las vertien-
tes de la labor a que se consagró el científico italiano Galileo (1564-
1642), un empeño que culminaría en 1687 con la teoría newtonia-
na de la gravedad. Pero la otra gran vertiente del trabajo de Galileo
fue su ingeniosa aplicación de una reciente innovación tecnológica.
La capacidad de fabricar y moldear vidrio ya se conocía desde la anti-
güedad, y también se tenía una cierta noción de sus propiedades ópti-
cas. En el siglo xiii empezó a hablarse de la utilización de las lentes
para hacer que los objetos distantes pareciesen más cercanos, pero
la invención del telescopio a efectos prácticos parece que fue obra
de los holandeses a comienzos del siglo xvii. La noticia del invento
llegó a oídos de Galileo, que empezó a fabricar sus propios telesco-
pios y entre finales de 1609 y comienzos de 1610 ya era capaz de apun-
tar al cielo con sus improvisados instrumentos. El resultado fue una

274
europa occidental

catarata de descubrimientos simples pero trascendentales que hasta


entonces habían estado fuera del alcance hasta del más adelantado
de los astrónomos. Galileo los publicó en la primavera de 1610 y al
instante causaron sensación en todo el continente, otra prueba del
efecto del desarrollo de la imprenta en la cultura europea.
Uno de los descubrimientos del astrónomo italiano tenía que ver
con el planeta Júpiter. Cuando en enero de 1610 lo enfocó con el más
nuevo de sus telescopios, el famoso planeta no le reveló ningún secre-
to, exceptuando el hecho de que –al igual que los demás planetas–
aparecía con forma de globo (véase figura 22). Galileo reparó en
tres estrellas situadas en las inmediaciones del planeta, dos al este y
uno al oeste (7 de enero; el este es la izquierda), pero tampoco se
sorprendió demasiado, habida cuenta de que uno de sus principales
descubrimientos fue que existía una ingente cantidad de estrellas fijas
cuya existencia había pasado inadvertida a los astrónomos anteriores.
Sin embargo, lo que sí despertó su curiosidad fue el hecho de que
Júpiter y las tres estrellas estuviesen casi perfectamente alienados. La
siguiente vez que miró, volvió a ver tres estrellas cerca de Júpiter, pero
esta vez las tres estaban al oeste del planeta (8 de enero). La explica-
ción estaba clara: Júpiter, contra el telón de fondo de las estrellas fijas,
se había movido ligeramente hacia el este. El problema era que, según
los cálculos de los astrónomos, en esa época del año el planeta debe-
ría estar moviéndose hacia el oeste. La siguiente vez que miró, sólo
vio dos estrellas, ambas situadas al este de Júpiter, pero eso sí, forman-
do la misma línea recta de siempre (10 de enero).
A estas alturas Galileo ya tenía claro que el movimiento del pla-
neta no bastaba para explicar las cambiantes constelaciones que tenía
ante sus ojos; por increíble que sonase, tenían que ser las estrellas
las que se estuviesen moviendo. Tras hacer una observación más, el
astrónomo concluyó que lejos de ser estrellas fijas, aquellos tres cuer-
pos giraban alrededor de Júpiter exactamente igual que los plane-
tas Mercurio y Venus giraban alrededor del Sol. Posteriormente con-
firmaría que cuando Júpiter se movía contra el telón de fondo de
las estrellas fijas, arrastraba tras de sí a sus compañeros, o satélites.
Entretanto había advertido algo más, un cuarto elemento que sólo
se dejaba ver en ciertas ocasiones (13 y 15 de enero). Más o menos
correctamente, interpretó que los cuatro cuerpos describían órbitas

275
una breve historia de la humanidad

Enero 7

Enero 8

Enero 9

Enero 10

Enero 11

Enero 12

Enero 13

Enero 14

Enero 15

Figura 22. Los satélites galileanos de Júpiter tal como


los observó Galileo.

circulares; basándose en sus observaciones, dedujo que algunas órbi-


tas eran mayores que otras y que los satélites más cercanos a Júpiter
tenían los periodos más breves. Sin embargo, lo que todavía no era
capaz de determinar, debido a la enorme similitud de los satélites,
era el periodo concreto de cada uno de ellos, y habrían de pasar dos
años hasta que lograse resolver el problema. Tampoco se preocupó
de ponerles nombre. Tuvo que ser un rival alemán quien los llama-
se Ío, Europa, Ganímedes y Calisto, cuatro de los amantes del dios
Júpiter según la mitología grecorromana (tres de los cuatro eran hem-
bras y sólo uno, Ganímedes, era varón). Bautizar con semejantes nom-
bres a los compañeros celestiales de Júpiter era una pícara, aunque
erudita, broma renacentista.
El descubrimiento de los cuatro satélites de Júpiter suponía un
logro extraordinario, y Galileo, que no destacaba precisamente por
su modestia, lo sabía muy bien. Además, le vino como anillo al dedo,
puesto que era, o lo sería enseguida, un audaz paladín del heliocen-
trismo copernicano y no dudaba en criticar abiertamente el tradi-
cional sistema geocéntrico. Un aspecto especialmente molesto del

276
europa occidental

copernicanismo era la irritante anomalía que presentaba su modelo


del sistema solar. En la concepción copernicana, todos los planetas
orbitaban en torno al sol; únicamente la luna insistía en girar en
torno a la Tierra. Esta singularidad causaba una impresión, cuando
menos, de cierto desaliño. Pero, de repente, el descubrimiento de
Galileo venía a demostrar que, en su calidad de satélite que gira
alrededor de un planeta, la luna no estaba sola en el universo (una
observación que ya hiciera el propio astrónomo en 1610 al comuni-
car sus observaciones). De hecho, la utilización del telescopio le había
deparado todo un abanico de descubrimientos que podían ayudar-
lo a demoler la cosmovisión geocéntrica, y a tal efecto comenzó a
usarlos con gran elegancia y vistosidad.
Fue este exhibicionismo lo que terminó indisponiéndolo con la
Iglesia Católica. En 1616, convertido ya para entonces en toda una
celebridad, fue bien recibido en Roma, pero sus argumentos helio-
centristas provocaron que los censores prestasen atención al libro
que Copérnico había publicado en 1543. La revolucionaria obra,
como era de esperar, fue prohibida y Galileo recibió la orden de no
difundir su doctrina. El incidente no le perjudicó personalmente y
en 1624 estaba de vuelta en Roma, agasajado por el papa. En 1632,
sin embargo, publicó Diálogo sobre los dos sistemas del mundo, una sober-
bia defensa del heliocentrismo, y es entonces cuando la cosa se puso
fea: el Santo Oficio lo llamó a capítulo por haber violado la prohibi-
ción de 1616 y, bajo amenaza de tortura, lo obligó a retractarse de
sus tesis. Si Galileo se hubiese mostrado un poco más comedido, o
la Iglesia un poco más relajada, puede que el famoso juicio no se
hubiese celebrado jamás. Al fin y al cabo, los censores habían tarda-
do más de setenta años en descubrir a Copérnico.
No obstante, por más que el juicio no fuese inevitable, tampoco
se trató de una casualidad. Durante los largos siglos transcurridos entre
el ocaso de la civilización romana y el comienzo del Renacimiento,
la verdadera custodia de los vestigios de la cultura escrita de la anti-
güedad había sido sobre todo la Iglesia, que además había prestado
una extraordinaria atención al legado aristotélico que ahora Galileo
pretendía subvertir tan alegremente. Pero la afinidad entre la iglesia
y el geocentrismo no era una simple cuestión de ligazón prolonga-
da. El geocentrismo concordaba con la suposición inconsciente de

277
una breve historia de la humanidad

casi todas las cosmologías tradicionales de que la raza humana es lo


bastante importante como para ocupar el centro del universo. Antes
incluso de la eclosión de la ciencia moderna, no todo el mundo
comulgaba con esa visión antropocéntrica. En el siglo I a. C., el poe-
ta romano Lucrecio, un ferviente propagandista de la filosofía mate-
rialista griega conocida como epicureismo, se atrevió a declarar que
«este mundo no está hecho para nosotros ni fue hecho por los dio-
ses; tiene demasiados defectos». El aserto lo copiarían posteriormen-
te los monjes medievales a quienes, paradojas de la historia, debe-
mos la supervivencia de una obra tan violentamente antirreligiosa
como la de Lucrecio; sin embargo, a pesar de que el poema se impri-
miría repetidas veces de 1470 en adelante, era letra muerta. En la
época de Galileo, con el resurgir del heliocentrismo, empezaron a
reaparecer ese tipo de posturas filosóficas, que se vieron reforzadas
por la noción añadida de que el Sol, en sí, no era más que una estre-
lla común y corriente. «No cabe duda», escribió el filósofo francés
Descartes (1596-1650), «de que existe, o existió aunque ahora haya
dejado de hacerlo, un sinfín de cosas que el hombre jamás ha con-
templado ni comprendido, y que jamás le ha servido de nada».
Volviendo al rincón del cosmos que constituye el modesto objeto
de interés de este capítulo, merece la pena subrayar un aspecto geo-
gráfico de esta historia. La vida de Galileo se desarrolló en torno a
las ciudades del norte de Italia, la región más urbanizada de Europa
desde hacía mucho tiempo, pero el futuro de la astronomía, y de la
revolución científica en general, estaba en el noroeste del continen-
te, en particular en los Países Bajos, Francia e Inglaterra. La conde-
na de Galileo en Roma bien pudo ser una de las razones por las que
la astronomía comenzó a florecer en países donde la autoridad de
la Iglesia era débil o inexistente. De hecho, en la Europa protestan-
te, la persecución por parte de la Iglesia Católica le valió a Galileo el
estatus de mártir y otorgó un prestigio añadido a sus ideas. Pero la
otra razón por la que la actividad astronómica se desplazó hacia esa
región fue que la Europa del noroeste empezaba por fin a demostrar
su potencial.

278
Cuarta parte
¿Hacia un
solo mundo?
12

La civilización
islámica

1. De un brillante mar a otro

Nuestro análisis del continente euroasiático presenta dos lagunas


fundamentales (y muchas otras de menor entidad). La primera es
geográfica. Las regiones que hemos examinado representan el cora-
zón de las civilizaciones euroasiáticas clásicas, pero no incluyen los
extensos territorios que quedaron al margen de ellas, al menos has-
ta hace pocos siglos. Hay una ancha franja de terreno inexplorado
al norte de las civilizaciones y otra algo menor al sur. La otra laguna
es temática. ¿Cuáles fueron las posibilidades, si es que hubo alguna,
de que las civilizaciones de Eurasia se hubiesen aglutinado y dado
lugar a una estructura más integrada? ¿Podría Eurasia haber con-
formado una unidad y, en caso afirmativo, de qué tipo? Las dos lagu-
nas son de naturaleza muy diferente, pero existe una conexión sor-
prendentemente estrecha entre ellas. Empecemos por la cuestión de
la unificación euroasiática.
Como hemos visto, las diversas civilizaciones de Eurasia mante-
nían relaciones incluso en la antigüedad. Los carros de combate
Shang implican algún tipo de contacto con el Oriente Próximo; el
alfabeto se difundió desde el Oriente Próximo hasta las costas del
Atlántico y el Pacífico; un medallón romano del siglo ii d. C. con-
siguió llegar hasta el actual Vietnam; el papel, originario de China,
se difundió por el mundo islámico y terminó llegando a Europa.
Ejemplos de este tipo los hay en abundancia, y se hicieron más fre-

281
una breve historia de la humanidad

cuentes con el paso del tiempo. Pero se trata de simples filtracio-


nes transculturales, no de una riada capaz de barrer las profundas
diferencias que separaban a las civilizaciones euroasiáticas y les con-
ferían sus inconfundibles identidades. Si la historia hubiese tenido
la suficiente paciencia, es posible que se hubiese terminado produ-
ciendo una integración por ósmosis cultural. Pero naturalmente
no la tuvo.
Una forma mucho más drástica de alterar el paisaje cultural es la
conquista militar. ¿Qué posibilidades tenía Eurasia de unificarse cul-
turalmente a sangre y fuego? Lo lógico sería buscar una civilización
euroasiática con la voluntad y la capacidad de conquistar a las demás.
Pero la historia militar de las civilizaciones euroasiáticas clásicas no
apunta en esa dirección. No faltaban estados de dimensiones impe-
riales construidos a base de conquistas, pero en su mayor parte con-
servaban un carácter decididamente regional. La principal excepción
fue la trayectoria de Alejandro Magno en el siglo iv a. C., que condu-
jo a la imposición de una cultura griega elitista en buena parte del
Oriente Próximo. Pero sus conquistas no fueron mucho más allá. Su
invasión de la India fue prácticamente una simple incursión (si bien
una parte del noroeste quedó bajo dominio griego), China estaba fue-
ra de su alcance y (lo más sorprendente de todo) ni él ni sus suceso-
res llegaron a conquistar jamás el Mediterráneo occidental. Ningún
otro conquistador salido de las viejas civilizaciones de Eurasia alcan-
zaría el nivel de Alejandro.
A primera vista, se antoja ilógico suponer que alguna de las regio-
nes periféricas de Eurasia, cuyas sociedades eran mucho menos de-
sarrolladas, hubiese podido iniciar ese proceso de unificación. En
la actualidad damos por sentado que una sociedad rica y avanzada,
a menos que intervengan otros factores, es más eficaz desde el pun-
to de vista bélico que una pobre y primitiva. Pero Ciro, el fundador
del imperio persa en el siglo vi a. C., lo veía de otra manera. «Los
países delicados –decía–, crían hombres delicados; no hay tierra
capaz de dar buenos frutos y a la vez buenos soldados.» Ciro reclu-
taba a sus aguerridas tropas en las escabrosas tierras altas de Persia,
pero había otras opciones.

282
la civilización islámica

Las tribus del norte

El norte de Eurasia era rico en territorios agrestes. En el extremo sep-


tentrional, los páramos salvajes de la tundra formaban una estrecha
franja que iba desde Escandinavia hasta Siberia; justo al sur se exten-
día una franja boscosa más ancha: la taiga. Este territorio ártico lo
habitaban en su mayor parte cazadores como los yukagir del norte
de Siberia y pastores de renos como los lapones del norte de
Escandinavia, unos pueblos que, en general, dejaban que la historia
les pasase de largo. Pero entre este mundo boreal y las civilizaciones
que florecían en el remoto sur se extendían las estepas euroasiáti-
cas. Al igual que las tierras altas de Persia, esta región de praderas
que por el este llegaba hasta Manchuria y por el oeste hasta Hungría,
no daba buenos frutos, pero era la patria del caballo y, con toda segu-
ridad, el escenario de su domesticación. Ya en la época de Ciro las
estepas estaban repletas de tribus nómadas dedicadas al pastoreo. Los
miembros de estas tribus eran tipos duros de pelar; además, aque-
llos cuyas economías giraban en torno al caballo, contaban con dos
ventajas militares añadidas. En primer lugar, eran jinetes natos. Un
autor latino del siglo v d. C., al describir a los hunos que a la sazón
invadían el imperio romano de occidente, escribió: «No bien apren-
de un infante a sostenerse en pie sin la ayuda de su madre cuando
ya lo sientan a lomos de un caballo. Díriase que las extremidades
del hombre y del caballo nacieron a la par, tal es la firmeza con que
el jinete se fija en todo momento a su montura, cual si estuviese
amarrado a ella. Muchos pueblos montan a caballo; los hunos viven
a caballo». En segundo lugar, los pastores nómadas exhibían una
movilidad pasmosa. Los especialistas dudan si los Hsiung-un que a
partir de finales del siglo iii a. C. amenazaron la frontera norte de
China eran hunos o no, pero hay constancia de que en el siglo xiii
d. C. los mongoles atacaron Alemania y Japón.
Los primeros pueblos de las estepas que tuvieron un impacto rese-
ñable en el mundo exterior fueron probablemente los indoeuropeos,
aunque no se dedicaban exclusivamente al pastoreo ni mucho menos.
En nuestro análisis de las civilizaciones regionales de Eurasia nos hemos
topado repetidamente con pueblos que hablaban lenguas de la fami-
lia indoeuropea; estas lenguas podían encontrarse, ya en la antigüe-

283
una breve historia de la humanidad

dad, en lugares tan distantes como las islas británicas o el noreste de


India, y el hecho de que constituyan una familia significa que deben
proceder de un solo idioma ancestral, el llamado «proto-indoeuro-
peo». Como ya vimos, parte de la primitiva expansión de las lenguas
indoeuropeas se produjo en el primer milenio a. C., pero otra bue-
na parte tuvo que ser anterior. ¿Cuándo y dónde empezó? Algunas
pruebas son de tipo lingüístico. Aunque no tengamos un conocimien-
to directo de la lengua ancestral, es posible reconstruir parte de su
vocabulario mediante un análisis sistemático de los elementos comu-
nes al léxico de las lenguas derivadas (cuidándonos de eliminar los
préstamos posteriores). Esta reconstrucción apunta a una sociedad
con una agricultura y una ganadería bien desarrolladas, sobre todo
la segunda, que incluía la domesticación de caballos; también deja
patente el uso de vehículos con ruedas y una actividad metalúrgica
limitada y basada exclusivamente en el cobre, no en el bronce. El caba-
llo se domesticó, con toda seguridad, en algún punto de su zona de
distribución original, es decir, en las estepas, donde tanto el caballo
doméstico como el carro aparecen en el registro arqueológico ya en
el cuarto milenio a. C., antes del inicio de la Edad de Bronce. Dentro
de las estepas, hay motivos para escoger la región situada al norte del
Mar Caspio y del Mar Negro como la cuna más probable del indoeu-
ropeo. Todo esto no es más que una hipótesis, pero es la mejor de
cuantas se han propuesto. Y resulta satisfactoria porque, hasta cierto
punto, también nos proporciona una explicación de la expansión
indoeuropea que debió de darse en el tercer milenio. Un pueblo cuyo
estilo de vida incluye carros y caballos dispone de movilidad, y, al
mismo tiempo, de una ventaja militar sobre los pueblos pedestres, a
los cuales tiende a relegar o asimilar.
Aun así, de todos los pueblos de las estepas, los únicos que estu-
vieron cerca de crear un imperio euroasiático fueron los mongoles,
cuyas devastadoras conquistas del siglo xiii d. C. incluyeron gran-
des zonas del Extremo Oriente, Oriente Próximo y Europa del este
(la ausencia de estepas al oeste de Hungría sirve en gran medida para
explicar por qué no penetraron en Europa occidental). Al final, sin
embargo, su aventura imperial quedó en agua de borrajas. El exten-
so imperio mongol apenas duró unas pocas décadas; en el siglo xiii
ya estaba dividido en estados cada vez más autónomos, la mayoría

284
la civilización islámica

de los cuales desaparecerían a lo largo del siguiente siglo. Igualmente


significativo es el hecho de que los mongoles no llevaban consigo una
civilización que difundir entre los maltrechos pueblos que sometían,
tendiendo, por el contrario, a integrarse en el entorno local. Al final,
el mapa cultural de Eurasia posterior a los mongoles no difería gran
cosa del anterior a sus conquistas.
No obstante, algo sí que hicieron los mongoles por el continen-
te. En las pocas décadas que mediaron entre sus primeras conquis-
tas y la desintegración de sus estados, se hizo posible viajar de un
extremo a otro de Eurasia. Así, el monje cristiano Rabban Sauma, ori-
ginario de un pueblo de etnia turca radicado en la frontera norte
de China, consiguió llegar desde Pekín hasta Burdeos, mientras que
el mercader veneciano Marco Polo viajó con su padre y su tío a China,
donde entró al servicio del emperador. Esta movilidad tenía sus pros
y sus contras (a mediados del siglo xiv probablemente contribuyó a
propagar una mortífera epidemia de peste de un extremo a otro de
Eurasia), pero supuso una oportunidad insólita para que las civiliza-
ciones del continente aprendiesen más unas de otras. En Irán, por
ejemplo, un lector de parsi podía consultar crónicas históricas de
China y Europa occidental (véase figura 23; el hecho de que todos
los rostros parezcan orientales refleja la poderosa influencia del
arte chino en el Irán del periodo mongol). En el próximo capítulo
volveremos a ocuparnos de las repercusiones de esta ampliación de
horizontes que experimentó Eurasia.

Las tribus del norte

Si los pueblos del norte no iban a unificar Eurasia, ¿podrían hacer-


lo los del sur? En esta latitud el panorama se antoja todavía menos
propicio. Al sur de las tierras civilizadas de la mitad oriental de Eurasia
se extiende el océano Índico, un importante escenario comercial des-
de tiempos remotos, pero no el terreno más abonado para las con-
quistas. Al sur de las tierras civilizadas de la mitad occidental de Eurasia
hay desiertos, en particular el vastísimo Sáhara, un territorio terrible-
mente inhóspito para los pueblos agrícolas (a excepción de unos
cuantos oasis), pero que proporcionaba la suficiente vegetación para

285
una breve historia de la humanidad

Figura 23. Arriba: Carlomagno (derecha) y el papa Esteban iv


(izquierda), procedente de una historia persa de los francos de
comienzos del siglo xiv. Abajo: la emperatriz Wu (a la derecha del
todo) y sus inmediatos sucesores, de una historia de China de la
misma época (salta a la vista que el ilustrador ignoraba que la
emperatriz era una mujer).

una escasa y correosa población de pastores nómadas. En el siglo xi,


un pueblo bereber del Sáhara occidental dejó atrás las arenas del des-
ierto para conquistar buena parte del norte de África y sur de España,
pero eran tan musulmanes como los pueblos que sometieron y su
impacto fue pasajero. La otra opción era Arabia, que técnicamente es
un fragmento del Sáhara separado del grueso del desierto por el
Mar Rojo. En este contexto, no parece que merezca la pena prestar
atención a un territorio tan limitado y poco prometedor, y, sin embar-
go, fue de allí de donde surgió la fuerza que más hizo por la unifica-
ción de Eurasia antes de la era moderna.

286
la civilización islámica

Antes de pasar a ocuparnos del surgimiento del Islam entre los


árabes, deberíamos retomar la difusión del cristianismo a comien-
zos de la Edad Media. El acontecimiento fundamental, como vimos
en el capítulo 10, fue la adopción de la fe cristiana como religión
oficial del Imperio Romano, lo que la tornó mucho más atractiva, y
no sólo dentro de los confines del imperio. Del siglo iv en adelante
las conversiones se propagaron como una epidemia en las tierras
situadas allende las fronteras imperiales, y entre los conversos de aque-
lla época figuran pueblos tan diversos como los irlandeses, los godos
o los etíopes. También se dieron, como es natural, rechazos. En 1128,
los pomeranios, un pueblo eslavo de la costa báltica, seguían siendo
paganos, aunque, cosa significativa, una de sus facciones aducía que
era «una soberana estupidez apartarse como hijos descarriados del
regazo de la Santa Madre iglesia, cuando todas las provincias de las
naciones circundantes y el mundo romano al completo se habían
sometido al yugo de la fe cristiana». ¿Por qué, entonces, habrían los
árabes de ver las cosas de forma diferente?
Un rasgo peculiar de Arabia era la pobreza de su entorno desér-
tico. La pobreza redunda en perjuicio de la complejidad. La socie-
dad árabe preislámica era tribal, con una forma de organización
social basada en el clan familiar. No poseía una aristocracia acau-
dalada claramente diferente de las masas, ni mucho menos conta-
ba con soberanos poderosos, todo lo cual volvía mucho más com-
plicada la mecánica habitual de conversión. En las sociedades
situadas en los límites del mundo mediterráneo, el rey solía ser el
actor clave del proceso de conversión. Así, cuando en 597 san Agustín
de Canterbury llegó a Kent para convertir a los ingleses, no tuvo
necesidad, ni ocasión, de involucrarse en los politiqueos de los cla-
nes locales, sino que comenzó evangelizando al mismísimo Etelberto,
el rey de Kent. Etelberto, que no era ningún principiante (no en
vano llevaba casi cuarenta años en el trono), se dio cuenta del peli-
gro que podía entrañar tan peliaguda decisión y optó sabiamente
por ganar tiempo; pero no por ello dejó de dictar ciertas condicio-
nes para el establecimiento de la misión agustiniana que abrió la
puerta a la rápida conversión de sus súbditos. En el caso de Arabia,
habría sido muy difícil hallar un soberano con semejante nivel de
autoridad.

287
una breve historia de la humanidad

Etelberto tenía sobrados motivos para facilitar la conversión al


cristianismo en su reino. Desde el punto de vista de los paganos ingle-
ses, el cristianismo continental representaba la civilización, y la civi-
lización tiene mucho que ofrecer a un monarca (entre otras cosas,
una burocracia letrada). Pero la adopción del cristianismo también
podía salir cara, y Etelberto lo sabía muy bien. En su primera audien-
cia con Constantino, cuando decidió ganar tiempo, dijo lo siguien-
te: «Las palabras y promesas que traes son en verdad hermosas, pero
en vista de que son nuevas e inciertas no puedo aceptarlas sin más y
renunciar a lo que he observado, junto con todo el pueblo inglés,
desde hace tanto tiempo». Puede haber buenas razones para abju-
rar de la religión de nuestros antepasados y adoptar una fe extranje-
ra; es más, en ciertos casos, puede incluso ser un grave error no hacer-
lo. Pero no cabe duda de que es un proceso discordante que puede
herir el orgullo étnico. Ese era el dilema de Etelberto, y la misión cris-
tiana en Kent lo tenía muy presente. El papa, tras largas deliberacio-
nes, reconoció que no cabía esperar que los obstinados ingleses rom-
piesen de un día para otro con su pasado pagano, y aceptó un acuerdo
en virtud del cual podrían conservar sus templos intactos siempre
que eliminasen los ídolos paganos. Así pues, los ingleses renuncia-
ron a sus ídolos, pero al menos durante algún tiempo se aferraron a
sus templos. El compromiso, dicho sea de paso, demuestra que eran
gente razonable; en el siglo xviii, algunos vogules –un pueblo del
norte de Rusia lejanamente emparentado con los húngaros– se nega-
ron a convertirse a menos que se bautizase a su ídolo ancestral con
una cruz de oro y se le hiciese un hueco en la iglesia junto a los ico-
nos. Pero, volviendo a los árabes, la ausencia en la península arábi-
ga de un monarca poderoso que llevase la voz cantante hacía mucho
más difícil que aceptasen el coste étnico de la conversión.
La cuestión, pues, era si los árabes se arriesgarían a adoptar el cris-
tianismo o si por el contrario se empecinarían en seguir siendo paga-
nos. Su singularidad en términos históricos se debe a que no hicie-
ron ninguna de esas dos cosas, sino que adoptaron una religión
monoteísta de su cosecha. La figura clave en la formación del Islam
fue Mahoma. Las fuentes islámicas nos refieren toda su trayectoria
con gran lujo de detalles, aunque no sabemos hasta qué punto son
fiables. En líneas generales, he aquí lo que nos cuentan. Mahoma

288
la civilización islámica

nació en La Meca, una población del oeste de Arabia habitada por


una tribu árabe que carecía de recursos agrícolas pero poseía un
famoso santuario, la Kaaba. Dividida en varios clanes, la tribu meca-
na no tenía jefe y no reconocía ninguna autoridad, ni en La Meca
ni en ningún otro lugar. A comienzos del siglo vii d. C., Mahoma
empezó a recibir las revelaciones que con el tiempo se integrarían en
el Corán, el libro sagrado de los musulmanes. Su mensaje era inequí-
vocamente monoteísta, pero no era ni judío ni árabe. Aunque logró
convertir a algunos mecanos, su monoteísta irreverencia hacia los
dioses paganos ofendió sobremanera a la mayoría pagana. Mahoma
personalmente no corrió demasiado peligro, pero sus seguidores
necesitaban desesperadamente protección y nadie sabía quién podría
brindársela. El rey de Etiopía se mostró solidario con la causa de
Mahoma y éste mandó a algunos de sus seguidores a refugiarse en
su reino; pero si el Islam pretendía aspirar a la hegemonía en Arabia,
la corte abisinia estaba demasiado lejos como para servirle de ayu-
da. Mahoma trató entonces de encontrar alguna tribu más cercana
que estuviese dispuesta a ofrecer protección a sus fieles, y para ello
se dedicó a acudir a las ferias en las que los miembros de diferentes
tribus solían reunirse a comerciar, pero no tuvo éxito.
Finalmente se le presentó una oportunidad. A unos trescientos
kilómetros al norte de la Meca estaba el oasis de Yathrib (la actual
Medina), mucho más grande que su ciudad natal y habitado por
una población mucho más variada: dos tribus árabes y tres judías. Al
igual que La Meca, no estaba bajo el dominio de ningún jefe ni sobe-
rano; al contrario que en aquélla, la situación política era caótica. En
una de las ferias a las que acudía, Mahoma conoció a los miembros
de una de esas tribus árabes y les habló del Islam. Los medineses
respondieron positivamente, en parte porque la vecindad con los
judíos les había preparado para reconocer a un profeta a simple vis-
ta, y en parte porque vieron en Mahoma la solución a sus problemas
políticos. Al salir de Yathrib, le dijeron, su tribu estaba más dividida
por luchas intestinas que cualquiera de las demás; «quizá –le dijeron–
Dios los una por mediación tuya». Se comprometieron a volver al
lado de los suyos e instarlos a abrazar el Islam, añadiendo: «Si Dios
los une, ¡no habrá nadie más poderoso que tú!». Y eso fue lo que ocu-
rrió. Más concretamente, cuando en 622 Mahoma y sus seguidores

289
una breve historia de la humanidad

se instalaron en Yathrib, el profeta unió a las tribus árabes y eliminó


a las judías. En el momento de su muerte, diez años después, la gue-
rra y la diplomacia lo habían convertido en soberano de un Estado
islámico. Fue un proceso bastante diferente del que por aquel enton-
ces estaba propiciando la conversión de otros pueblos al cristianis-
mo. Mientras que san Agustín de Canterbury, al llegar a Kent, se había
encontrado un Estado firmemente consolidado, Mahoma había teni-
do que crear uno. Y era un Estado bien diferente por cuanto él no
era un rey sino un profeta.
¿Cómo lidió Mahoma con el dilema de Etelberto? Sus palabras y
promesas eran en verdad hermosas, pero ¿cómo podrían aceptarlas
los paganos de Arabia sin abandonar las antiquísimas creencias de
todo el pueblo árabe? Aquí tenemos que volver al más antiguo de los
textos sagrados monoteístas, la Biblia. Este enjundioso libro habla
largo y tendido de muchos asuntos, pero no hace la menor men-
ción de pueblos tan honorables como los ingleses, los irlandeses o
los pomeranios. En cambio, sí dice algo bastante significativo sobre
los árabes, sobre todo si uno está al tanto (como lo estaba todo el
mundo en la época del nacimiento del Islam) de que cuando Dios
habla de los ismaelitas, en realidad se refiere a los árabes. Se les lla-
maba ismaelitas porque, según la genealogía bíblica, descendían de
Ismael, uno de los hijos del patriarca Abraham (a diferencia de los
israelitas, que descendían de otro hijo de Abraham, Isaac). Como
suele suceder en estas situaciones, la pregunta era qué obtendría cada
uno de los hijos, y la respuesta la ofreció Dios durante una conversa-
ción con Abraham. Prometió bendecir a Ismael y convertir a sus
descendientes en «una gran nación», pero insistió en que su alianza
la establecería con Isaac (Génesis, 17:20-21). Los árabes, pues, eran
un pueblo secundario, aunque relativamente favorecido. Hasta ahí
lo que dice la Biblia.
Muchos siglos después el Islam contaría la misma historia, sólo
que de forma diferente. En el Corán leemos que Abraham e Ismael
le construyen una casa a Dios; la Biblia no la menciona, pero la tra-
dición musulmana la identifica con la Kaaba de La Meca. Mientras
están erigiéndola, ruegan a Dios que haga de su progenie una nación
sumisa (en árabe, muslim, «musulmán») a Él, y que llegado el momen-
to les mande «un mensajero, uno de ellos» para adoctrinarlos y puri-

290
la civilización islámica

ficarlos (Corán, 2:127-29). Los árabes, pues, estaban llamados a ser


algo más que una gran nación. La Kaaba, aunque había terminado
semejando un santuario pagano, había sido originalmente un tem-
plo monoteísta; no es de extrañar que el Islam no tuviese reparos
en conservar la práctica de la peregrinación preislámica a La Meca
en una versión, eso sí, islamizada. Era como si los ingleses hubiesen
santificado un templo pagano de Canterbury atribuyéndole un ori-
gen abrahámico. Al mismo tiempo, Mahoma era a todas luces el pro-
feta por cuyo adviento había rogado Abraham, además de ser un
árabe como las gentes a quienes había sido enviado. Los ingleses deben
su evangelización a un monje romano y los estadounidenses de ori-
gen irlandés que desfilan por las calles de Nueva York el día de San
Patricio celebran la conversión de sus ancestros a manos de un escla-
vo británico; Mahoma, en cambio, era árabe y había sido enviado
con un «Corán árabe» (Corán 12:2). En resumidas cuentas, la adop-
ción del Islam no comportaba abandonar las antiquísimas creencias
de todo el pueblo árabe; lo único que había que desechar era la
capa de paganismo que se había depositado sobre el monoteísmo pri-
migenio de sus antepasados y lo había empañado. Para un árabe, la
conversión al Islam suponía ser fiel a sí mismo.

El mundo islámico

Lo conseguido por Mahoma era extraordinario, pero apenas tuvo


repercusión fuera de Arabia. La situación cambió tras su muerte. Bajo
sus sucesores, los llamados califas, los árabes empezaron a atacar el
Creciente Fértil, la región situada inmediatamente al norte de Arabia.
Siempre habían llevado a cabo pequeñas incursiones en aquella zona,
pero el nuevo Estado les permitió coordinar sus acciones con una efi-
cacia inaudita. En las décadas de 630 y 640, estos ataques se convir-
tieron en una serie de conquistas que incluyeron el imperio persa al
completo y la mayoría de las provincias meridionales del Imperio
Romano de oriente. Posteriormente, los musulmanes extendieron
su dominio a lo largo de la costa norte de África y a comienzos del
siglo viii conquistaron casi toda España; mientras tanto, por el este,
penetraron en Asia central y en el noroeste de la India.

291
una breve historia de la humanidad

Ningún otro imperio en la historia de la humanidad había teni-


do una extensión semejante. Bien entrado el siglo ix, la mayor par-
te de esos territorios se hallaban bajo el dominio de un solo Estado,
el califato. La historia del califato fue turbulenta y plagada de rebe-
liones, con varios periodos de intensa guerra civil y un drástico cam-
bio de dinastía a mediados del siglo viii. Por otro lado, los valores
políticos imperantes en el Islam no eran ni por asomo tan afectos
al Estado como los de los confucianistas chinos (recordemos al musul-
mán del siglo ix que lloraba sólo de pensar en que su padre pudie-
se verlo sirviendo al califa en calidad de juez). Pero la duración del
califato fue mucho mayor que la del imperio mongol, y los musul-
manes, además, tenían algo que los mongoles no podían ofrecer:
una religión monoteísta de nuevo cuño. El resultado fue que en tor-
no al Islam empezó a tomar cuerpo una nueva civilización que, cuan-
do el califato finalmente se desintegrase, ya había cobrado un fir-
me arraigo en tierras que hasta entonces habían exhibido afinidades
culturales muy diferentes. Las masivas conversiones al Islam por par-
te de pueblos no árabes provocaron que, salvo en las franjas meri-
dionales de Europa, la población no musulmana fuese quedando
paulatinamente reducida a minorías dispersas que dejaron de repre-
sentar cualquier tipo de amenaza al dominio islámico. En el Creciente
Fértil, en Egipto y, con el tiempo, en casi todo el norte de África, la
inmensa mayoría de la población también se hizo arabófona y las
lenguas preislámicas cayeron en desuso. Al mismo tiempo, se esta-
bleció una nueva cultura elitista centrada en la religión musulma-
na y el idioma árabe, convirtiéndose éste en la lengua clásica de la
civilización islámica a la manera del latín o del chino clásico: todo
lo que un miembro educado de la élite quisiera leer estaba dispo-
nible en árabe. En cierto sentido, la civilización islámica no era nin-
guna novedad: la mayor parte de las materias primas de que esta-
ba compuesta procedían de las culturas que los árabes habían ido
conquistando, lo cual explica la insólita rapidez con que surgió,
teniendo en cuenta que en grandísima medida se trataba de la
creación de un solo hombre. No obstante, la remodelación de los
diversos materiales dio origen a una civilización, que además de ser
muy distinta de cualquiera de sus predecesoras, las reemplazó en
muchos ámbitos.

292
la civilización islámica

Tras el desmoronamiento del califato en el siglo ix, las tierras del


Islam nunca volverían a estar gobernadas por un solo Estado. Lo más
cerca que estuvo de restablecerse la unidad original del mundo islá-
mico fue con el Imperio Otomano. Este Estado tuvo su origen en
Anatolia, un territorio incorporado al mundo islámico por los turcos
de Asia central, que lo conquistaron en el siglo xi. El Estado otoma-
no surgió a finales del siglo xiii y duró hasta comienzos del xx. En
el siglo xvi, su momento de apogeo, comprendía los Balcanes,
Anatolia, el Creciente Fértil, partes de Arabia y Egipto, y todo el
norte de África hasta las fronteras de Marruecos; al mismo tiempo,
sus actividades se extendían a lugares tan remotos como Mombasa y
el Volga, Andalucía y Aceh. Pero incluso en este periodo existían otros
dos estados musulmanes que podían calificarse de imperios. Uno era
el Estado safávida de Irán, que en el siglo xvi fue testigo del estable-
cimiento del chiísmo, una variante del Islam heterodoxa con res-
pecto a la corriente dominante suní. El otro fue el imperio mogol,
que representó el cenit de la extensión del dominio musulmán en
la India que había comenzado en el siglo xi.
La penetración del Islam en la India fue más que nada resultado
de conquistas militares, pero en otros lugares su difusión tuvo que
ver más con las actividades de los mercaderes musulmanes y las elec-
ciones culturales de los pueblos indígenas. Como vimos en el capí-
tulo 6, dos de esos lugares estaban en África, a saber: el oeste del Sahel
y la costa oriental del continente. En ciertas zonas del norte de Asia
también hubo una difusión comparable del credo islámico. Ya en el
siglo x, los búlgaros que vivían en la curva del Volga (primos de los
que dieron nombre a Bulgaria) ponían de su parte a la hora de inten-
tar adoptarlo, pero un embajador musulmán que los visitó en repre-
sentación del califa tuvo que hacer todo lo posible por quitarles la
costumbre, muy poco islámica, de bañarse desnudos en el Volga, hom-
bres y mujeres juntos. En los siglos posteriores, el Islam se propagó
entre las tribus de las estepas situadas al este del Volga y, más al sur,
arraigó en el Turkestán chino. Entretanto, el final de la Edad Media
fue testigo de una fuerte penetración islámica en zonas tanto conti-
nentales como insulares del sudeste asiático. A mediados del siglo
xvi ya había una considerable presencia islámica en la isla de
Mindanao, en el sur de lo que hoy llamamos Filipinas; no cabe duda

293
una breve historia de la humanidad

E S C A N D I N AV I A
Mar R U S I A
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Mombasa

O C É A N O
A T L Á N T I C O

MAPA 10.
EL MUNDO ISLÁMICO ALREDEDOR DE 1500
Límites aproximados del mundo islámico alrededor de 1500
Tristan Da Cunha (Br.)

294
la civilización islámica

S I B E R I A

A S I A
Manchuria
C E N T R A L
Turquestán
chino Pekín

C H I N A JAPÓN

OMÁN

I N D I A OCÉANO
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Bombay PACÍFICO
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Su
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Bali

OC É ANO
Í NDI C O

Proyecciones de Miller

Después de 1500, el Islam continuó extendiéndose sobre todo por el África


subsahariana y el sudeste de Asia, donde llegó hasta Mindanao. Sin embargo,
el Islam retrocedió en Europa oriental y la India, regiones donde, a pesar de
un prolongado dominio musulmán, la mayoría de la población no asimiló la
religión musulmana.

295
una breve historia de la humanidad

de que, de no ser por la conquista española de 1565, el Islam se habría


terminado difundiendo por todo el archipiélago.
Así pues, la civilización islámica se había convertido en la cultura
predominante desde Marruecos a Mindanao, esto es, desde el
Atlántico al Pacífico (véase mapa 10) y, como tal, llevaba camino de
dominar la totalidad del Viejo Mundo. Naturalmente, había vastas
regiones en las que no se había establecido: casi toda África austral,
sobre todo el oeste, donde no había habido una difusión por el lito-
ral semejante a la producida en las costas orientales; toda la Europa
occidental, una de las pocas regiones donde el Islam perdió terreno
en la Edad Media; amplias extensiones del norte de Eurasia, inclui-
da la prolongación eslava de la tradición romanooriental en Rusia;
China y la mayoría de sus vecinos, a pesar de la aparición de una mino-
ría chinomusulmana; grandes zonas del sudeste asiático, como la
budista Tailandia y la hindú Bali; y la India, en tanto que el grueso
de la población siguió siendo hindú. Todo esto representaba un terri-
torio enorme, pero visto en el mapa del Viejo Mundo no era más que
una serie de fragmentos inconexos sin nada en común más allá del
simple hecho de no ser musulmanes. Con semejante trasfondo, no
es difícil imaginar la posibilidad histórica de que el Islam hubiese
seguido extendiéndose por el Viejo Mundo durante unos cuantos
siglos antes de saltar al Nuevo y a las antípodas. Al final, como vere-
mos en el próximo capítulo, el resultado fue muy diferente, pero si
de lo que se trata es de buscar una cultura que en los siglos anterio-
res a la expansión europea tuviese posibilidades de hacerse global,
la que más condiciones reúne es la civilización islámica.
¿Fue casualidad que una civilización centrada en el Islam desem-
peñase ese papel en la historia de Eurasia? ¿O es que el credo musul-
mán, aparte de la consabida intransigencia de todo monoteísmo,
poseía algún rasgo que ayudase a la civilización a lograr su extraor-
dinaria expansión y a conservar su unidad cultural pese a tan desco-
munales extensiones?
Un rasgo relevante era la importancia que la tradición islámica
concedía a la guerra santa (yihad ). El Corán, aunque no es en abso-
luto un manifiesto pacifista, sí se muestra un tanto ambiguo en lo
relativo a la lucha armada contra el infiel. Algunos pasajes parecen
llamar exclusivamente a la guerra defensiva: «combatid por Alá con-

296
la civilización islámica

tra quienes combatan contra vosotros, pero no agredáis. Alá no ama


a quienes agreden» (Corán 2:190). Otros, sin embargo, sugieren una
guerra agresiva: «matad a los idólatras dondequiera que los encon-
tréis. ¡Capturadlos! ¡Sitiadlos! ¡Tendedles emboscadas por todas par-
tes!» (Corán 9:5). Asimismo, se dice que Mahoma afirmó lo siguien-
te: «Tengo la orden de luchar contra los hombres hasta que declaren
que no hay más dios que Alá y que Mahoma es Su mensajero, hagan
la azalá y paguen el azaque ». Sin embargo, en un momento dado de
su guerra con los paganos de La Meca, firmó una tregua con ellos, y
también se cuenta que les dijo a sus seguidores: «Dejad en paz a los
turcos siempre que ellos os dejen en paz a vosotros». Basándose en
materiales de esta índole, los eruditos musulmanes de la Edad Media
elaboraron una minuciosa doctrina legal de la guerra santa que refren-
daba la idea fundamental de la guerra santa encaminada a extender
el dominio del Islam, pero al mismo tiempo la encorsetaba con un sin-
fín de condiciones y matices: había que dar a los infieles la oportuni-
dad de abrazar el Islam antes de atacarlos, había que respetar la vida
de mujeres y niños, no se podía torturar a los enemigos ni mutilar
sus cuerpos, se podían firmar treguas, había que tolerar a los judíos y
cristianos que se sometiesen al dominio islámico, etcétera. Por otro
lado, los eruditos discrepaban en muchas cuestiones: ¿era lícito matar
a otras categorías de individuos que no participasen en el combate?,
¿se podía matar al enemigo con fuego?, ¿estaba permitido emplear
catapultas?, ¿podía destruirse el ganado y los frutales del enemigo?,
¿cabía tolerar a los paganos que no fuesen árabes pero se sometie-
sen al yugo islámico? y otras por el estilo.
Naturalmente, el hecho de que el Islam propugnase una doctri-
na de guerra santa contra el infiel no garantizaba que los musulma-
nes la librasen. Bien es cierto que había funcionado a las mil maravi-
llas para movilizar a las anárquicas tribus de la Arabia del siglo vii,
pero los humanos con frecuencia no están a la altura de lo que pre-
dican. Asimismo, la carencia de dicha doctrina tampoco garantiza que
un pueblo se abstenga de conquistar. Los mongoles, por ejemplo, con-
quistaron más territorio que los musulmanes, y masacraron a mucha
más gente, sin inspirarse en nada que pudiese pasar por una doctri-
na. Con todo, la importancia concedida a la guerra santa en el patri-
monio cultural islámico otorgaba a los musulmanes un privilegio moral

297
una breve historia de la humanidad

para proseguir la conquista de tierras infieles, y a él se acogían con


bastante frecuencia. En este sentido está claro que el Islam tenía
algo que lo predisponía a la creación de una cultura global.
El otro deber islámico que vale la pena reseñar aquí es de muy dis-
tinta naturaleza. Las peregrinaciones son una práctica corriente en
las religiones del mundo. Los adeptos a una fe determinada suelen
considerar ciertos lugares más sagrados que otros. Hay motivos de
todo tipo: el lugar en cuestión puede tener relevancia en términos
cósmicos, o haber sido escenario de un acontecimiento importante
en la vida del fundador de la religión, o ser la tumba de un santo vene-
rado. Lo que los creyentes hacen en tales lugares también varía:
pueden acudir a ellos para tomar parte en ceremonias comunales
multitudinarias, o visitarlos a título individual, o incluso evitarlos a
toda costa. Estas prácticas son tan frecuentes en el Islam como en
cualquier otra religión. ¿Qué es, entonces, lo que hace diferente a
la peregrinación musulmana?
De las muchas formas de peregrinación que se dan en el mundo
islámico, una destaca por encima del resto: el hajj, o peregrinación
a La Meca. Son varias las razones por las que La Meca es un lugar más
importante en términos islámicos que cualquier otro oasis de Arabia,
pero la más fundamental es la que ya hemos mencionado, la pre-
sencia de la casa de Dios. En algunas religiones los dioses tienen múl-
tiples residencias, pero en el caso del Islam, la casa de Dios es única.
Estamos, pues, ante un lugar sagrado prioritario para todos los musul-
manes, como Jerusalén lo es para todos los judíos. En cambio, no está
tan claro, ni mucho menos, qué lugar gozaría de un estatus compa-
rable entre los adeptos de las otras religiones del mundo, tanto cris-
tianos como budistas. Además, ir en peregrinación a La Meca no es
un simple acto de piedad; es una obligación de todo creyente esti-
pulada en el Corán: «Alá ha prescrito a los hombres la peregrinación
a la Casa, si disponen de medios» (Corán 3:97). De nuevo los erudi-
tos se pusieron manos a la obra para elaborar una reglamentación
exhaustiva del precepto. Un musulmán está obligado a llevar a cabo
la peregrinación una vez en la vida (aunque no hay nada de malo
en repetirla). Están exentas ciertas categorías humanas, como los
esclavos, los dementes o las mujeres sin acompañante. La inseguri-
dad de los caminos y la carencia de medios excusan de la peregrina-

298
la civilización islámica

ción a quienes por lo demás estarían obligados a llevarla a cabo (el


Corán dice «si disponen de medios»). Los eruditos también precisa-
ron con todo lujo de detalles los rituales tradicionales que los pere-
grinos deben realizar cuando se reúnen en las inmediaciones de la
Meca en la segunda semana del último mes del año musulmán. En
consecuencia, la peregrinación a La Meca se convirtió en una insti-
tución fundamental del Islam.
Todo esto significaba que en el Islam, en mucha mayor medida
que en el cristianismo o en el budismo, había un lugar y una época
del año en los que se congregaban fieles procedentes de los rincones
más diversos de la comunidad musulmana. El mundo islámico, como
cualquiera de los de aquella época, era un mundo en el que la mayo-
ría de la gente vivía en entornos muy cerrados. Las noticias viajaban
lentamente por paisajes muy fragmentados desde el punto de vista
político, étnico y cultural. En un mundo así, la peregrinación desem-
peñó el singular papel de crear una conciencia más amplia del alcan-
ce geográfico del Islam, y de posibilitar el mantenimiento de un
contacto regular entre poblaciones musulmanas muy separadas. Hay
que reconocer que, en este sentido, La Meca distaba mucho de ser
el lugar perfecto. En el mejor de los casos, era un destino complica-
do de alcanzar: los peregrinos corrían el riesgo de que los asaltasen
los nómadas del desierto o de naufragar en el Mar Rojo. Y cuando la
peregrinación caía en pleno verano, se convertía en un lugar terri-
ble por el que deambular al aire libre. Con todo, como medio de
mantener a una civilización en contacto consigo misma, era algo sin
parangón en la Edad Moderna.
Ninguna religión universal puede ser monolítica; por su propia
naturaleza habrá de incluir gentes dispares con diversos estilos de
vida. Ahora bien, eso no implica que tenga que ser una escombrera.
Las religiones, como cabía esperar, varían. Por ejemplo, tanto el
cristianismo como el budismo están mucho más fragmentadas en sec-
tas que el Islam, las dos tuvieron un nivel de contacto interno mucho
más bajo en épocas premodernas, y ninguna exhibió jamás el mis-
mo grado de uniformidad en materia de culto, de modo que si situá-
semos a las religiones universales dentro del espectro que va de escom-
brera a monolito, no cabe duda de que el Islam es la que quedaría
más cerca del segundo extremo. No obstante, hubo algunos grupos

299
una breve historia de la humanidad

de musulmanes, pequeños pero belicosos, para los que el Islam pre-


moderno no era lo bastante monolítico. A su modo de ver, buena par-
te de la diversidad local de la comunidad musulmana rebasaba los
límites de lo tolerable. De estos movimientos, el más importante en
términos históricos fue el wahabismo, una corriente fundamentalis-
ta aliada al Estado saudí que surgió en el interior de Arabia en el
siglo xviii. En el momento de su aparición, los saudíes lograron impo-
nerla en gran parte de Arabia a base de declarar la guerra santa a aque-
llos adversarios a los que consideraban infieles, pero carecían de la
suficiente capacidad militar para difundirla más allá. Posteriormente,
en cambio, este movimiento reformista calaría hondo en buena par-
te del mundo musulmán.

2. Etnografía musulmana

Fueron los griegos quienes crearon el primer género escrito que


tenía como objetivo elaborar una descripción sistemática de los
modos y costumbres de otros pueblos. Bien es verdad que cual-
quier corpus literario contiene con toda probabilidad referencias tan-
genciales a esos asuntos, pero una etnografía es mucho más que eso.
Ni del antiguo Egipto ni del antiguo Oriente Próximo nos ha llega-
do texto alguno que quepa denominar etnográfico. Las otras civili-
zaciones clásicas del Viejo Mundo tampoco hicieron grandes apor-
taciones a la disciplina: el interés de los chinos por otros pueblos era
limitado y el de los indios, mínimo. Tácito escribió su opúsculo sobre
los germanos en latín, pero en este terreno los romanos eran discí-
pulos de los griegos. La literatura etnográfica de los griegos y roma-
nos nos brinda, pues, una información tan insólita como interesan-
te, que abarca, además, hasta la India. Sin embargo, en materia de
alcance geográfico, no se puede comparar con la que los musulma-
nes podían acometer, y de hecho acometieron. En la actualidad, el
principal idioma de la etnografía mundial es el inglés; en la Eurasia
medieval era el árabe.
Los musulmanes heredaron de sus predecesores griegos una teo-
ría general de la etnología que aparece claramente formulada en una
obra de Said al-Andalusi, un erudito que trabajó de juez en el Toledo

300
la civilización islámica

del siglo xi, poco antes de que los cristianos reconquistasen la ciu-
dad (Al-Andalusi murió en 1070). Aunque dada su calidad de juez
debía de estar versado en la ley islámica, su verdadera pasión era la
ciencia. Y como ésta, a su modo de ver, era una actividad cosmopo-
lita, escribió un breve tratado reseñando las aportaciones científicas
realizadas por los diversos pueblos del mundo. Su punto de partida
era el hecho –que sigue siendo más o menos cierto– de que los logros
científicos eran propios de pueblos de latitudes templadas: los indios,
los persas, los caldeos, los griegos, los romanos, los egipcios, los ára-
bes y los hebreos. Los demás pueblos del mundo no habían contri-
buido al desarrollo de la ciencia, aunque los chinos y los turcos esta-
ban un escalón por encima del resto (los chinos en particular eran
superiores a todos los demás pueblos en cuanto a destreza técnica,
pero la simple tecnología no contaba como ciencia). El motivo de
esta distribución geográficamente restringida del talento científico
era de índole climática. Al norte de la franja templada los rayos del
sol eran demasiado débiles, lo que provocaba que los pueblos que
habitaban en latitudes elevadas fuesen rubios y estúpidos. Al sur de
la franja templada los rayos del sol eran demasiado fuertes, con el
resultado de que los pueblos que habitaban en bajas latitudes eran
negros y necios. Los que vivían en el medio eran perfectos, de ahí
su espléndido papel en la historia de la ciencia.
Dos cosas llaman la atención de esta concepción etnológica que
podríamos llamar «teoría de la rubia tonta». La primera es que su
racismo era medioambiental, no biológico. Nuestro autor no lo expli-
cita en esos términos, pero es algo que salta a la vista en otra presen-
tación de la misma teoría, en esta ocasión a cargo de Ibn Jaldún (1332-
1406), el famoso historiador y sociólogo tunecino, según el cual los
negros que se establecen en las tierras de los rubios terminan, a la
larga, volviéndose rubios, y cabe presumir que viceversa; el destino
depende de la latitud geográfica, no de los genes. El otro aspecto a
reseñar es que semejante concepción no tiene nada de islámica.
Podríamos sospechar una cosmovisión que considerase a los musul-
manes gente civilizada y a todos los demás, bárbaros, pero no es eso
lo que tenemos aquí. La lista de pueblos científicos está compuesta,
en su inmensa mayoría, por no musulmanes (se sabía que los indios,
por ejemplo, eran idólatras impenitentes), pero para nuestro autor,

301
una breve historia de la humanidad

los ocho pueblos enumerados eran «la élite de Dios». Por la misma
regla de tres, en el siglo xi había musulmanes en latitudes tan sep-
tentrionales como la curva del Volga y tan meridionales como Ghana,
pero Jaldún no hace el menor esfuerzo por excusarlos de sus gene-
ralizaciones. Tan sólo en su propio rincón del orbe se ve obligado a
hacer excepciones y admitir que los bereberes y los gallegos son
pueblos absolutamente bárbaros. Lo interesante aquí es que a nues-
tro autor le trae sin cuidado que los bereberes sean musulmanes y los
gallegos cristianos; el único problema que se le plantea es cómo expli-
car la presencia de pueblos tan deplorables en una latitud tan exce-
lente, a lo que responde encogiéndose de hombros y aduciendo
que los designios divinos son inescrutables.
Esta teoría solar era muy conocida en todo el mundo islámico,
pero cuando los autores musulmanes elaboraban informes concre-
tos de pueblos exóticos tendían a soslayarla. Así, la opinión de que
los negros eran necios no está presente en los informes de Ghana o
África oriental que mencionamos en el capítulo 6; es más, las cróni-
cas de África oriental llegan a ensalzar la elocuencia de los predica-
dores nativos del pueblo Zanj, y la elocuencia era una virtud que los
árabes solían valorar demasiado como para atribuírsela a nadie que
no fuesen ellos mismos. Sin embargo, hay una iniciativa etnográfica
sobre la que la teoría sí arroja cierta luz.
Al-Biruni era contemporáneo de nuestro juez de Toledo (aun-
que algo mayor, pues debió de morir un poco después de 1050), pero
vivió en el otro extremo del mundo musulmán. Si bien poseía vastí-
simos conocimientos en diversas disciplinas, se le conoce mejor por
su labor de astrónomo. Lo que aquí nos interesa es que disfrutó del
mecenazgo de la dinastía que retomó la expansión musulmana en
la India, gracias a lo cual entró en contacto con la cultura del sub-
continente. A pesar de las circunstancias que rodearon su llegada a
la India, Al-Biruni no escribía como un misionero que tratase de librar
a los indios de las tinieblas de la idolatría para llevarlos a la luz del
Islam; tampoco, desde luego, se convirtió a ninguna religión india,
a diferencia de los monjes chinos que unos siglos antes habían viaja-
do a la India en busca de escrituras budistas y de cuyo periplo nos
dejaron varias crónicas. Lo que Al-Biruni se propuso fue simple-
mente ofrecer una descripción objetiva de los habitantes del subcon-

302
la civilización islámica

tinente, para lo cual hizo algo que hasta entonces no había hecho
ningún otro etnógrafo, ni griego ni de cualquier otra nación, a saber:
aprender la lengua escrita del pueblo que se disponía a describir con
el fin de poder leer sus libros. Así pues, podemos decir que Al-Biruni
fue el primer orientalista de la historia.
Los orientalistas estudian pueblos con un patrimonio escrito. No
están interesados en los esquimales ni en los aranda, ni les importa
especialmente la cultura popular. En este sentido, los orientalistas
son elitistas, como Al-Biruni y el juez de Toledo. La razón por la que
Al-Biruni pensó que valía la pena estudiar la cultura india era que
los indios eran una de las naciones científicas. De hecho, en su libro
se preocupó de comparar las ideas de los indios con las de los grie-
gos. Es evidente que le habría parecido absurdo dedicar años de su
vida al estudio de un pueblo acientífico como eran los germanos, y
las concienzudas etnografías de los pueblos primitivos escritas por
los antropólogos modernos le habrían dejado perplejo. Asimismo,
las supersticiones de las masas indias no le merecían el menor res-
peto. No se trataba, con ello, de menospreciar a los indios como tales;
en su libro señala que entre las masas griegas, y no digamos ya entre
las islámicas, también proliferaba la misma forma de pensamiento
burdo y rudimentario. Lo que valía la pena estudiar eran las cultu-
ras elitistas de los pueblos civilizados; lo demás era ruido.
En resumidas cuentas, Al-Biruni no se postula como un icono de
la diversidad. De hecho, llega a ser bastante descortés con la élite
india; al fin y al cabo suponía que no leerían su libro, como de hecho
no hicieron hasta el siglo xix, cuando se tradujo al inglés. Pero tan-
to la gran teoría unificada del juez de Toledo como la sustanciosa
etnografía de Al-Biruni ponen de relieve un aspecto significativo, bien
que obvio, de la cultura del mundo islámico, a saber: que los musul-
manes también pensaban en cosas que no tenían nada que ver con
el Islam. En la vida real ninguna religión es omnicomprensiva.

3. El calendario musulmán

El mundo islámico surgió de la formación y expansión de un solo


Estado. Sin ese peculiar origen político y militar, se hace difícil con-

303
una breve historia de la humanidad

cebir que una civilización que se extendía de uno a otro océano hubie-
se podido mantener, no ya su unidad cultural, sino un nivel de uni-
formidad considerable. Pero ninguna civilización tan extensa podía
seguir bajo el gobierno de un solo Estado; el territorio era demasia-
do grande y, como hemos visto, la fragmentación política se convir-
tió en algo habitual del mundo islámico. Una estructura que podría
haber ayudado a mantener la unidad de la civilización frente a esta
tendencia disgregadora habría sido una organización grande y pode-
rosa semejante a la iglesia europea medieval, una jerarquía integra-
da por sacerdotes, obispos y cardenales, con el papa en lo más alto,
que celebraba concilios en momentos críticos. Pero estas organiza-
ciones no son fáciles de mantener unidas. Su propio poder tiende a
generar conflicto y resistencia, y el resultado suele ser una división
más intratable aún que la que habría en ausencia de la misma orga-
nización. Las papas provocan la aparición de antipapas o, peor aún,
de protestantes. Así pues, parece lógico que el Islam, que a lo largo
de los siglos ha mantenido una unidad mucho más efectiva que el
cristianismo, siguiese un camino diferente, y mucho más sutil. Ya
hemos analizado una institución que ayudó al mundo islámico a man-
tenerse unido: la peregrinación a La Meca. Otra fue el calendario
musulmán.
Dos son los aspectos de este calendario que nos interesan en este
contexto. Uno es la identificación de los años, un mecanismo que
nos es tan conocido que cuesta apreciar su importancia. Se escoge
un año, por lo general uno en el que tuviese lugar un acontecimien-
to que se considera significativo, y se le llama «año 1»; a partir de ahí,
se numeran en orden todos los años subsiguientes. Este es el siste-
ma predominante en el mundo actual. Surgió en Europa a comien-
zos de la Edad Media y se basa en una datación errónea del nacimien-
to de Jesús. El sistema musulmán es del mismo tipo, pero empieza a
contar desde el año en que Mahoma salió de La Meca en dirección
a Medina. Parece el método más lógico para identificar los años, pero
dista de ser el único: los atenienses los designaban con el nombre
de sus magistrados anuales, muchos pueblos de la Eurasia oriental
usaban el ciclo dodecanual de animales, y los árabes preislámicos
los contaban a partir de algún acontecimiento del pasado reciente,
acontecimiento que periódicamente cambiaban por otro más recien-

304
la civilización islámica

te aún. No obstante, aunque la era basada en un cómputo fijo no


sea el único método cronológico posible, sí es a todas luces el mejor.
Los musulmanes, si bien adoptaron el sistema antes que los cristia-
nos, tampoco fueron los primeros en hacerlo. El mundo antiguo esta-
ba lleno de cronologías. Pero ese es precisamente el quid de la cues-
tión: había demasiadas. Los indios tenían varias eras y con frecuencia
omitían precisar cuál estaban usando; las ciudades-Estado del anti-
guo mediterráneo solían tener cada una su propia era. En realidad,
la ordenación del caos cronológico de la antigüedad fue un gran
logro intelectual de comienzos de la era moderna. Lo que distingue
a los musulmanes en este contexto es que desde un primer momen-
to escogieron una sola era y se ciñeron a ella. Esto es de gran ayuda
para los historiadores, pues los acontecimientos y los documentos de
un enorme periodo de tiempo y de un vastísimo territorio están fecha-
dos en función de una misma cronología. El empleo de una era común
también desempeñó un papel pequeño pero importante en el man-
tenimiento de la cohesión de la civilización islámica.
El otro aspecto relevante del calendario musulmán es más com-
plejo. Como se mencionó en el capítulo 5, los musulmanes idearon
una solución única a un problema inherente a todo calendario terres-
tre. En términos astronómicos, el número de días que hay en un mes,
el de meses en un año y el de días en un año no son cifras enteras.
La característica exclusiva del calendario musulmán fue que prescin-
dió del año solar: un «año» musulmán no es más que un bloque de
doce meses lunares. Los musulmanes también dejaron que los meses
lunares, por así decirlo, fluctuasen: los meses empiezan con cada novi-
lunio, de la misma manera que los días empiezan con cada salida del
sol (el sistema tiene sus complicaciones, como las derivadas de unas
malas condiciones meteorológicas, pero podemos dejarlas de lado).
El resultado es un calendario completamente empírico.
Como cualquier otro calendario terrestre, el musulmán es una
suma de ventajas e inconvenientes. Dos de los inconvenientes son
obvios. El primero es que el calendario está desligado de las estacio-
nes. Así, el ramadán, el mes de ayuno, empieza cada año solar once
días antes, con lo cual recorre todas las estaciones dos veces en el
espacio de una vida (por eso la peregrinación a la Meca puede caer
en pleno verano). Teniendo en cuenta que incluso en una sociedad

305
una breve historia de la humanidad

industrial moderna las estaciones representan una diferencia, en una


sociedad formada principalmente por campesinos o pastores, en la
que el Estado se sustenta básicamente de los impuestos que les exi-
ge, un calendario desfasado en relación con las estaciones es muy
poco práctico. La solución a este problema fue que en la práctica
las sociedades musulmanas disponían de dos almanaques: al margen
del religioso, existía también uno secular que variaba de región a
región y solía ser de origen preislámico.
El segundo inconveniente del calendario musulmán es que no es
rígido, ya que un mes puede tener o veintinueve días o treinta, depen-
diendo de cuando se aviste la siguiente luna nueva. Uno puede saber
que a mediados de la próxima semana empezará un nuevo mes, pero
no sabrá con exactitud si será el martes o el miércoles. Además, la
luna nueva puede aparecer en diferentes días dependiendo del lugar,
sobre todo si están alejados en sentido longitudinal. El resultado es
que, en un momento cualquiera, el mundo islámico suele ser un
mosaico cronológico: puede ser el primer día de ramadán en la Meca
pero no en Bagdad, en el Cairo pero no en Jerusalén, en este pue-
blo pero no en aquel otro. En el mundo actual, esta falta de rigidez
es intolerable; en semejantes condiciones sería imposible dirigir
una compañía aérea (o, ya puestos, planear una serie de secuestros
aéreos). Pero en las condiciones de vida premodernas, donde las
comunicaciones eran mucho más lentas de lo que son hoy en día, esa
falta de rigidez no importaba gran cosa.
¿Cuál era, pues, la ventaja del calendario musulmán? En este pun-
to hemos de señalar que las civilizaciones eurasiáticas tendían histó-
ricamente a escoger calendarios muy exigentes. Mantener el calen-
dario en orden suponía tomar decisiones e imponerlas, lo que requería
una combinación de pericia y autoridad ejecutiva. Pero los expertos
suelen discrepar y la autoridad ejecutiva tiene tendencia a fragmen-
tarse. Cuando China se dividió en más de una dinastía, como ocurrió
a mediados del siglo xvii, en varias regiones del país había más de
un calendario en vigor. Cuando en 1582 el papa puso en práctica una
reforma sumamente sensata del calendario cristiano, toda la Europa
católica la adoptó en menos de dos años, pero hicieron falta casi
dos siglos para que la aceptasen los protestantes. Una estrategia alter-
nativa era diseñar un calendario muy complejo y urdido con tanta

306
la civilización islámica

meticulosidad que no fuese necesario hacerle ningún ajuste ni modi-


ficación en un futuro inmediato. Ahora bien, si un calendario auto-
mático depende de la correcta aplicación de reglas complicadas,
tarde o temprano alguien cometerá un error. Una de las reglas del
calendario preislámico persa exigía la intercalación de un mes cada
120 años. Cuando los musulmanes derrocaron al imperio persa, dejó
de haber un Estado que aplicase la regla. El ejemplo más evidente de
la confusión resultante es el de los tres calendarios distintos que
coexisten entre los parsis de Bombay, una comunidad que sigue prac-
ticando la religión zoroástrica del Irán preislámico.
La elegancia del calendario musulmán residía en su inmunidad
a todos esos problemas. Siempre que los musulmanes prestasen aten-
ción a la puesta del sol y a la aparición de la luna nueva, y calcula-
sen los años contando docenas de meses, su calendario no podía
fallar. La única función de la autoridad ejecutiva era limar las diver-
gencias que pudiesen surgir de avistamientos prematuros o tardíos
de la luna nueva. Pero ni las divergencias ni las acciones oficiales
encaminadas a limitarlas entrañaban riesgo de cismas cronológicos
a largo plazo, toda vez que, en cuanto se avistaba la siguiente luna
nueva, el almanaque volvía a «reiniciarse» para todos los musulma-
nes. Cuesta imaginar un calendario más apropiado para conservar
la unidad de una civilización políticamente fragmentada y geográ-
ficamente extensa.

307
13

La expansión
europea

1. Lo que hicieron los europeos

Puntos de partida de la expansión del Viejo Mundo

Al analizar las posibilidades que tenía Eurasia de alcanzar la unidad


territorial, nos vimos examinando sus periferias norte y sur. En este
capítulo, en cambio, nuestro objeto de interés es la expansión de
Eurasia hacia el Nuevo Mundo y las antípodas, y los fenómenos más
relevantes se concentran en los extremos occidental y oriental de la
masa continental euroasiática. Ya nos hemos encontrado con casi
todos ellos en un contexto u otro, pero tal vez sea útil volver a sacar-
los a relucir ahora (véase mapa 11).
Antes de empezar, vale la pena subrayar un par de cosas que no
tuvieron lugar. En primer lugar, salvo una excepción menor, las expan-
siones marítimas se produjeron desde Eurasia al exterior, no a la
inversa. En segundo lugar, los pueblos de África tuvieron una parti-
cipación limitada en el proceso. Cartago, que fue, con mucho, la
potencia marítima africana más importante de la historia, era una
colonia fenicia. Los antiguos egipcios navegaron por el Mar Rojo,
pero no fueron más allá. A comienzos de la Era Moderna muchos
africanos cruzaron el Atlántico en dirección al Nuevo Mundo, pero
sólo porque se vieron atrapados en la trata de esclavos que inicia-
ron los europeos. Esta pasividad marítima del continente africano

309
una breve historia de la humanidad

OCÉANO ÁRTICO

Eskimo
Expansión
Estrecho de
Bering Expansion
esquimal
Círculo Polar Ártico

Expansión
Eskimo Alaska
Esquimal
Expansion
Mar de Isla
Ojotsk s Aleu tia nas

AMÉRICA
ASIA Corea Japón OCÉANO PACÍFICO DEL NORTE

China
Taiwán Trópico de Cáncer

Hawai
P
Filipinas Exp e d ici ón d e Ma
g a ll a n es
O
L

Borneo Expansión
INDIAS Austronesia Ecuador
Sumatra ORIENTALES
I

Nueva
es siói anna Guinea
tpraon ei osni
N

AEuxsxsptraonns Fiji
AEu
E

Nueva
Trópico de Capricornio Caledonia S
AUSTRALIA Expansión
I
A
Isla de
Pascua
OCÉANO ANTÍPODAS Austronesia
ÍNDICO Nueva
Zelanda

Círculo Polar Antártico

MAPA 11. EXPANSIÓN Y VIAJES


MARÍTIMOS POR EURASIA

Expansión de austronesios, esquimales y vikingos


Expediciones portuguesas y españolas
Expediciones de Cheng Ho por el Océano Índico

310
la expansión europea

OCÉANO ÁRTICO
Isla de
Ellesmere

Eskimo
Expansión
Isla de Expansion
esquimal
Baffin
Groenlandia
Islandia Expansión
Vikinga Círculo Polar Ártico

Escandinavia
Expansión Holanda Mar Rusia
Islas Báltico
Labrador Vikinga Británicas
Terranova EUROPA
Península
Ibérica Francia ASIA
Portugal Italia
España Ma
r Me
Colón Marruecos d i t errán eo Fenicia

Colón Arabia Trópico de Cáncer


Ma

Omán
OCÉANO
rR

ÁFRICA India
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ATLÁNTICO
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Ecuador
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AMÉRICA ronnsieó
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DEL SUR
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Madagascar
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Cabo de Trópico de Capricornio


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OCÉANO an
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Esperanza all
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M
ÍNDICO de
o
rc
ba
Úl t i mo

Tierra
del Fuego

Círculo Polar Antártico

ANTÁRTIDA

Proyección de Miller;
las fronteras actuales se indican como referencia

Las rutas mostradas son aproximadas y a veces especulativas,


sobre todo en las expansiones prehistóricas 0
0

311
una breve historia de la humanidad

queda de manifiesto al analizar la historia de algunas de las islas situa-


das frente a sus costas. Madagascar estuvo deshabitado hasta que un
pueblo de Borneo lo colonizó en el primer milenio d. C., y fue sólo
en el transcurso de esta colonización cuando apareció en la isla un
elemento africano procedente del continente. A diferencia de
Madagascar, las Islas Canarias estaban habitadas desde la antigüedad,
pero se perdió el contacto con ellas, como demuestra el hecho de
que el Islam no llegó al archipiélago; tuvieron que ser los europeos,
no los norteafricanos, quienes las redescubriesen en la alta Edad
Media y las conquistasen a lo largo del siglo xv. Todo esto se resume
en dos cuestiones ya conocidas: la posición aventajada del Viejo Mundo
con respecto al Nuevo y a las antípodas, y dentro del Viejo Mundo,
la de Eurasia con respecto a África.
La primera expansión marítima eurasiática debió de ser la que
hace unos cinco mil años llevó a los esquimales, o a sus precursores
paleoesquimales, a través del estrecho de Bering. A diferencia de
otros emigrantes que ya habían usado con anterioridad esa misma
ruta, los esquimales no esperaron a la llegada de una glaciación;
probablemente tuviesen canoas similares a las que seguían usando
en épocas recientes, o quizá cruzaron el mar en invierno, cuando
estaba helado. Como vimos en el capítulo 5, los esquimales poseían
una cultura material perfectamente adaptada a las costas árticas de
Norteamérica y ocupaban todo este hábitat hasta Groenlandia. Lo
que no hicieron en ningún caso fue adentrarse en el continente ame-
ricano, una acción que habría exigido introducir unos cambios con-
siderables en su especializada cultura ártica; y parece que la mera pre-
sencia de cazadores-recolectores en el sur bastó para inhibir esa
adaptación, o cuando menos para limitar sus posibilidades de éxito.
En consecuencia, la expansión esquimal desde el noreste se circuns-
cribió al ártico americano.
La siguiente expansión de importancia arrancó del sudeste y
fue mucho más espectacular. Siguiendo el ejemplo de la familia
lingüística con la que se la asocia, podemos denominarla la expan-
sión austronesia. Al igual que la migración esquimal, fue obra de
una población prehistórica de la Edad de Piedra y tenemos que
reconstruirla a partir de una combinación de testimonios lingüísti-
cos, arqueológicos y –en los últimos tiempos– genéticos. Todas estas

312
la expansión europea

pruebas revelan un proceso de migración hacia el este desde las islas


del sudeste asiático hasta el Pacífico, que comenzó en el segundo
milenio a. C. y llegaría a la Isla de Pascua, en el confín oriental de
Polinesia, alrededor de 500 d. C. Como hemos visto en capítulos
anteriores, las correlaciones entre las pruebas lingüísticas, arqueo-
lógicas y genéticas pueden ser turbias, pero en este caso ayudan a
componer una imagen mucho más sencilla de lo habitual. Al este
de las islas satélite de Nueva Guinea nunca hubo presencia huma-
na y tampoco hay indicios de migraciones posteriores procedentes
del oeste, de modo que la difusión de las lenguas de la familia aus-
tronesia, la aparición de la cultura lapita, de la Edad de Piedra, y
sus posteriores derivados, y la llegada de un subconjunto concreto
de genes humanos pueden atribuirse a un mismo proceso migra-
torio. Lo que no está tan claro es dónde comenzó la expansión.
Los testimonios lingüísticos y arqueológicos parecen corroborar que
el punto de partida fue la China meridional, o más concretamente
Taiwán, donde la población aborigen todavía habla lenguas aus-
tronesias muy diversas, pero las pruebas genéticas no terminan de
encajar con esta hipótesis.
Los austronesios, al igual que los esquimales, poseían una cultu-
ra material que destacaba por su especialización marítima, aunque
en su caso, por supuesto, era tropical, no ártica. Por otro lado, la
reconstrucción del vocabulario de la protolengua que hablaban los
austronesios fuera de Taiwán revela un equivalente del caballo y el
carro indoeuropeos: la canoa con balancines (el balancín se ata a la
canoa para evitar que vuelque). Con esta embarcación relativamen-
te simple, los austronesios de las islas del sudeste asiático coloniza-
ron un entorno geográfico sin parangón en ningún otro lugar del
globo: las innumerables islas del Pacífico sur. Sin embargo, se esta-
blecieron en pocas islas de tamaño considerable; las excepciones fue-
ron Nueva Zelanda y, mucho más al oeste, Madagascar. Asimismo,
tampoco llegaron a América y apenas incidieron en Australia, lo cual
es un poco más sorprendente. En consecuencia, el impacto de la
expansión austronesia fue más extenso que intenso.
Otro rincón de Eurasia que inició una expansión marítima fue,
como señalamos en el capítulo 5, el extremo noroeste. A diferencia
de los esquimales y los austronesios, los vikingos de Escandinavia eran

313
una breve historia de la humanidad

un pueblo de la Edad de Hierro y su expansión tuvo lugar en una


época en la que algunos de sus vecinos estaban lo bastante alfabeti-
zados como para dejar constancia escrita de sus correrías. El proce-
so comenzó a finales del siglo viii d. C. y a mediados del xi ya había
concluido. Aparte de las islas británicas, la mayor parte del territo-
rio afectado estaba dentro de la masa continental eurasiática, una
región que los vikingos podían penetrar eficazmente gracias a sus
ríos. De hecho, el más importante de sus legados históricos tal vez
fue el Estado ruso. Algunos vikingos, sin embargo, también navega-
ron hacia el oeste, en particular aquellos que deseaban escapar de
los reyes que empezaban a dominar su patria; estos colonos (acom-
pañados de sus esclavos irlandeses) se establecieron en Islandia y,
durante un tiempo, en Groenlandia. Más al oeste, hay claros indi-
cios de una breve presencia vikinga en Terranova a comienzos del
siglo xi, pero eso es todo. Aunque los grandes barcos que usaban
los vikingos eran embarcaciones más marineras que las canoas esqui-
males o austronesias, esta expansión por el Atlántico norte no dejó
huellas en el continente americano.
Llegados a este punto ya no quedaban en el Viejo Mundo más
apéndices geográficos desde los que organizar expansiones basadas
en travesías de isla en isla. A partir de aquí, cualquier penetración
euroasiática en el Nuevo Mundo y en las antípodas dependería del
desarrollo de embarcaciones oceánicas en la zona templada de cual-
quiera de los dos extremos de Eurasia.
En el extremo oriental de Eurasia, concretamente en Japón, ya se
usaban, a finales del periodo Jomon, unas largas canoas con una espe-
cie de balancín; no en vano, en esta época el pescado de alta mar ya
formaba parte de la dieta japonesa. En el siglo xvi d. C. tanto los chi-
nos como los japoneses ya habían alcanzado una notable pericia náu-
tica y hacían un intenso uso de ella. Los primeros desarrollaron un
intenso comercio marítimo en el este y sudeste de Asia, que de 1405
a 1433 se vio complementado por una serie de expediciones navales
organizadas por el Estado chino y comandadas por el eunuco Cheng
Ho. Fueron, mientras duraron, expediciones a gran escala que alcan-
zaron destinos tan remotos como el África oriental. En el caso japo-
nés el Estado no desempeñó un papel comparable, pero el comercio,
la pesca y la piratería prosperaron a pesar de –o precisamente por–

314
la expansión europea

la ausencia de un gobierno central poderoso. Los barcos japoneses


atracaban en varias localidades del sudeste asiático y allí se estable-
cieron varios asentamientos. Más cerca de la patria, los piratas japo-
neses llevaban siglos hostigando con mayor o menor frecuencia las
costas de China y Corea. Los pillajes alcanzaron su apogeo en la déca-
da de 1550; aunque tenían sus bases en el sur de Japón, muchos de
los piratas supuestamente japoneses de esa época eran en realidad
chinos. Dado un panorama marítimo tan variado y activo, no habría
tenido nada de extraño que los navíos del Lejano Oriente hubiesen
terminado llegando antes o después al Nuevo Mundo o a las antípo-
das. No obstante, en la época en que los portugueses aparecieron
en Asia, esto es, la primera mitad del siglo xvi, dicha posibilidad no
era en modo alguno inminente.
En la otra punta de Eurasia la tradición marítima también venía
de antiguo. El paquete agrícola mediooriental que llegó a las islas bri-
tánicas hacia 4000 a. C. sólo pudo haberlo hecho por mar, ya que las
islas llevaban unos tres mil años separadas del continente como con-
secuencia de la subida del nivel del océano. Además, entre el cuar-
to y el segundo milenio a. C., las comunidades del litoral atlántico
constituían una especie de zona cultural común vinculada por lazos
marítimos. Al mismo tiempo, la región tenía la ventaja de una fácil
comunicación con el Mediterráneo y el Báltico; el Mediterráneo,
como hemos visto, fue una de las regiones del mundo donde con
mayor precocidad se desarrolló la actividad marítima. En cambio, el
litoral pacífico de Asia tenía un vínculo menos estrecho con el Océano
Índico, donde la interacción, ya de por sí, era menos intensa, y el
acceso al Mar de Ojotsk –si es que el lector sabe dónde se encuentra–
no tenía la menor utilidad. Los ámbitos báltico, atlántico y medite-
rráneo eran muy activos durante la baja Edad Media, y la interac-
ción de los dos últimos fue particularmente fértil, como demostra-
ría el papel desempeñado por marineros de las ciudades-Estado del
norte de Italia en los viajes ibéricos de descubrimiento. Pero más
importante fue la confluencia de tecnología marítima que convirtió
a las embarcaciones españolas y portuguesas en las candidatas con
más posibilidades de romper los límites tradicionales de la navega-
ción en el Viejo Mundo. La innovación crucial en este campo fue la
carabela, que combinaba la maniobrabilidad de la galera clásica

315
una breve historia de la humanidad

con la tripulación relativamente reducida de los veleros tradiciona-


les. Pero tampoco deberíamos exagerar la importancia de esta ven-
taja tecnológica. Existe una crónica verosímil de una circunnavega-
ción de África realizada por marinos fenicios en torno a 600 a. C., y
no cabe duda de que, si se lo hubiesen propuesto, también habrían
podido cruzar el Atlántico.

La expansión ibérica

¿Por qué los portugueses y los españoles sí se propusieron hacer ese


tipo de cosas? Para analizar las líneas maestras de su pensamiento
tenemos que olvidarnos por el momento del Nuevo Mundo y al mis-
mo tiempo subrayar como mínimo dos elementos del Viejo. Uno
era el comercio de especias: los habitantes del extremo occidental de
Eurasia tenían una afición desmesurada por productos culinarios
de precio muy elevado que sabían procedentes del Lejano Oriente.
El otro elemento era la supremacía geopolítica del Islam. A pesar
de que los estados cristianos ibéricos habían logrado acabar con el
dominio musulmán en sus propios territorios y terminaron expulsan-
do de la península a todos los musulmanes que no se convirtieron al
cristianismo, apenas habían hecho mella en el confín occidental del
mundo islámico. En el interín, sus conquistas quedaron eclipsadas
por la amenazadora expansión del dominio musulmán en los Balcanes
bajo los otomanos. Tan es así que Busbecq, un embajador flamenco
enviado a Estambul a mediados del siglo xvi, veía próxima la con-
quista otomana de los territorios centrales de Europa. En semejan-
tes condiciones, cualquier tentativa de lanzar un ataque masivo por
tierra contra el mundo islámico tenía grandes probabilidades de resul-
tar costoso y fútil. La cuestión, pues, era si los pueblos peninsulares
podían servirse de sus recursos marítimos para flanquear a sus ene-
migos musulmanes. Tal vez parezca una estrategia poco realista, pero
mandar unos cuantos barcos a lo desconocido era al menos relativa-
mente barato comparado con poner en riesgo a todo un ejército en
el campo de batalla; además, gracias a los mongoles, los europeos ya
tenían una idea más clara de lo que les esperaba si lograban alcan-
zar la frontera opuesta del mundo islámico.

316
la expansión europea

Lo demás es la historia de los viajes de descubrimiento portugue-


ses y españoles (véase mapa 11), que comienza con la exploración
paulatina de la costa occidental de África que llevaron a cabo los
primeros en las décadas intermedias del siglo xv. En 1492 el proce-
so experimentó un cambio de ritmo cuando los monarcas españo-
les decidieron financiar el plan inverosímil que promovía Colón:
llegar a las Indias navegando hacia el este; una idea que, si bien en
principio sonaba sensata, en la práctica se basaba en datos geográfi-
cos carentes de valor. Los portugueses lo habían rechazado con toda
la razón en 1484 y en 1492. Colón, aunque estaba convencido de
haber logrado llegar a las Indias orientales, lo que había hecho, natu-
ralmente, era dar con el Nuevo Mundo. Entonces los portugueses
despacharon una expedición liderada por Vasco de Gama que tras
doblar el cabo de Buena Esperanza llegaría a la India en 1498; esta
ruta se demostró viable y las posteriores extensiones de la misma lle-
varon a los lusitanos al sudeste asiático en 1509, a China en 1514 y a
Japón en 1543. Los españoles no se rindieron tan fácilmente y en
1519 enviaron una expedición al mando de Magallanes que llegó a
las Indias orientales después de rodear Sudamérica y cruzar el Pacífico;
la ruta, desde el punto de vista comercial, no servía para nada, pero
la única nave que logró completar el viaje de vuelta a España tuvo el
consuelo de ser la primera en dar la vuelta al mundo. En general,
los protagonistas y ejes centrales de esta historia son hombres imbui-
dos de ideas descabelladas (aunque las de Colón se llevan la pal-
ma), monarcas dispuestos a sufragar hasta cierto punto estas propues-
tas improbables, sobre todo cuando la competición entre los estados
obligó a subir las apuestas, y expediciones que eran miserablemen-
te pequeñas comparadas con las chinas del siglo xv, pero que para
bien o para mal lograron resultados mucho más espectaculares.
Como es natural, el impacto de la expansión ibérica fuera de
Europa fue muy variado; abundaremos en este particular en el pró-
ximo apartado, donde examinaremos tres reacciones muy distintas
por parte de tres pueblos no europeos. Pero ahora hemos de centrar-
nos en una distinción fundamental entre el Nuevo Mundo y el Viejo.
En el Nuevo Mundo, la llegada de los españoles provocó una catás-
trofe demográfica y la desintegración de las civilizaciones indíge-
nas. Los factores clave de este acontecimiento fueron la vulnerabili-

317
una breve historia de la humanidad

dad de las poblaciones indígenas a los gérmenes del Viejo Mundo y


la diferencia militar y tecnológica entre nativos e invasores. De los
dos factores, los gérmenes de los españoles resultaron ser más mor-
tíferos que las armas; en México, hasta los tlaxcaltecas sufrieron una
mortandad masiva, a pesar de haber forjado una estrecha alianza con
los conquistadores (a un tlaxcalteca se le concedió el derecho a mon-
tar a caballo y a ser tratado de «don»). El hundimiento demográfico
de la América nativa provocó a su vez el rápido desarrollo de un comer-
cio de esclavos trasatlántico que hasta su prohibición en el siglo xix
llevó al Nuevo Mundo a diez millones de africanos. En América, pues,
los europeos podían desplazarse más o menos a voluntad, introdu-
cir poblaciones nuevas y monopolizar efectivamente las estructuras
estatales.
En el Viejo Mundo, las repercusiones de la expansión ibérica fue-
ron muy diferentes. Ninguno de los estados ya establecidos sucumbió
ante los invasores y hasta la intervención portuguesa en Marruecos se
saldó con un rotundo fracaso. Lo que buscaron, en cambio, fue domi-
nar los mares y para ello se esforzaron en apoderarse de islas y pro-
montorios que pudiesen servir de avanzadas del imperio. El único epi-
sodio relevante de conquista territorial en el Viejo Mundo de esta época
fue la aventura española en las Filipinas, una región de Eurasia tan
remota que en el siglo xvi apenas había tenido contacto con las estruc-
turas estatales y las refinadas culturas que ya existían en muchas de
las islas del sudeste asiático. Naturalmente, también había algún que
otro iluso. En 1588, por ejemplo, un jesuita español urdió un plan
para conquistar China, según el cual los españoles y los portugueses
recibirían la ayuda de los cristianos de Japón y las Filipinas, pero la
propuesta no encontró ningún eco.

Se amplia el cupo

La expansión ibérica no pasó desapercibida en Europa norocciden-


tal; si los españoles podían hacerlo, ¿por qué no los demás? A fina-
les de la década de 1490 el rey inglés ya patrocinaba expediciones a
través del Atlántico y su homólogo francés hacía lo propio en la de
1520. Aunque sus primeros esfuerzos no dieron mucho resultado, en

318
la expansión europea

el siglo xvii las naciones del noroeste de Europa –los franceses y, más
aún, los ingleses y los holandeses– ya se habían apoderado de buena
parte del espacio comercial y naval de portugueses y españoles. Esta
evolución se basó en parte en una tecnología naval más eficaz y en
parte en las ventajas económicas. Aunque los portugueses conserva-
ron algunos de sus puestos de avanzada, la supremacía naval en el
Océano Índico puede decirse que la perdieron. En el Nuevo Mundo
los españoles mantuvieron su imperio colonial, y lo mismo hicieron
los portugueses en Brasil, pero tanto ingleses como holandeses empe-
zaron a interferir cada vez más, ya fuese mediante la piratería o el
comercio.
Evidentemente, la participación de estos nuevos actores amplifi-
có el impacto de la expansión europea en el resto del mundo. El esta-
blecimiento de colonias en la franja templada de Norteamérica, y
posteriormente Australia, amplió sobremanera el radio de acción
de la colonización europea (las primeras destacaron no sólo por lo
rápido que consiguieron la independencia en 1776-1783, sino tam-
bién porque, acto seguido, se convirtieron en república). Al mismo
tiempo las regiones no europeas del Viejo Mundo se hallaban expues-
tas a la codicia imperialista de naciones mejor preparadas, o cuando
menos más dispuestas a conquistar estados territoriales indígenas. Lo
cierto, sin embargo, es que hasta 1800 (que es lo más lejos que vamos
a proyectarnos en este capítulo) la única parte del Viejo Mundo don-
de se produjo esa actividad conquistadora a gran escala fue la India.
En la segunda mitad del siglo xviii, con el final de la hegemonía
mogol y la rivalidad de las potencias europeas como telón de fondo,
los británicos sentaron en la India las bases del primer imperio euro-
peo occidental jamás fundado en Asia o África. Asimismo, empren-
dieron el primer estudio serio de la cultura india desde el Al-Biruni
(el Bhagavad Gita se tradujo al inglés en 1784).
En este periodo, sin embargo, hubo un imperio de la Europa orien-
tal que adquirió grandes territorios euroasiáticos y ese fue Rusia. El
primer Estado ruso había surgido en Kiev en el siglo ix d. C. de la
fusión de una dinastía vikinga y el campesinado eslavo; en 989 adop-
tó la religión cristiana ortodoxa del Imperio Romano oriental (se
dice que el emperador contempló la posibilidad de convertirse al
Islam, pero lo rechazó aduciendo que los rusos nunca podrían pres-

319
una breve historia de la humanidad

cindir del alcohol). Este primer Estado fue destruido por los mon-
goles en el siglo xiii, pero tan sólo un siglo después ya se expandía
hacia el oriente un Estado ruso basado en Moscovia que a mediados
del siglo xvii había llegado al Pacífico. Esta expansión representó,
entre otras cosas, un lento pero significativo triunfo de los campesi-
nos sobre los nómadas en la Eurasia septentrional. Sin embargo,
por la misma regla de tres, los territorios conquistados por los rusos
antes de finales del siglo xviii estaban demasiado al norte como para
que este proceso afectase significativamente a las principales civili-
zaciones de Eurasia, ninguna de las cuales, al fin y al cabo, tenía mucho
interés en Siberia. Así, la expansión terrestre de Rusia, por novedo-
sa que fuese, no representó ningún cambio drástico en el equilibrio
de poder entre las civilizaciones eurasiáticas.
En general, la expansión marítima eurasiática fue un ejemplo pal-
mario de un accidente inevitable. Tarde o temprano, algún pueblo
eurasiático tenía que penetrar en el Nuevo Mundo y en las antípo-
das y provocar efectos devastadores para las poblaciones nativas.
Llegado el momento estos intrusos resultaron ser europeos occi-
dentales, pero probablemente sea un error considerar ese desenla-
ce como un resultado ineludible del devenir de la historia de Eurasia;
como también lo sería considerar que la brecha que a la sazón media-
ba entre los europeos occidentales y otras poblaciones del Viejo
Mundo era un profundo abismo. A mediados del siglo xvii, los oma-
níes, la población tribal musulmana del sudeste de Arabia, captura-
ron unos navíos europeos al término de una larga guerra con sus ene-
migos los infieles portugueses. A instancias de su soberano, emplearon
los navíos para fundar la armada omaní y pasaron a dedicarse al comer-
cio, a la guerra naval y a la colonización en el oeste del Océano Índi-
co, aplicándose a estas nuevas actividades con un entusiasmo cuan-
do menos comparable al de los portugueses.
Si los naturales de un árido rincón de Arabia pudieron incorpo-
rarse de tal suerte a la cofradía marítima, también podrían haberlo
hecho los habitantes de lugares más favorecidos. Como ya hemos
visto, el alcance de la actividad naval de chinos y japoneses en el
siglo xvi fue bastante considerable. En 1603, cuando los chinos se
rebelaron contra el dominio de los españoles, había en Manila muchos
más de los primeros que de los segundos; también había unos cuan-

320
la expansión europea

tos japoneses, los cuales, a pesar de ayudar a sofocar la rebelión chi-


na, amenazarían con sublevarse tres años más tarde. No en vano, el
gobernador español de Manila contemplaba en 1605 la terrible posi-
bilidad de que los nipones, gracias al contacto con los holandeses,
actualizasen sus barcos y sus arsenales, y se lanzasen a invadir las
Filipinas. Aunque los temores del gobernador no llegaron a mate-
rializarse, en 1616 un acaudalado japonés intentó, sin éxito, conquis-
tar Taiwán. A diferencia de los soberanos de Omán, los de China y
Japón no apoyaban con todo el poder del Estado las expansiones
marítimas. En 1567 el Estado chino abandonó por fin su política de
tratar de coartar la participación del país en el comercio ultramari-
no y comenzó a tolerarla, pero sin llegar en ningún momento a brin-
darle su apoyo. En Japón, la anarquía feudal imperante durante bue-
na parte del siglo xvi supuso variadas oportunidades de patrocinio
para mercaderes y piratas, pero la restauración del gobierno central
terminó provocando la supresión, y no el fomento, de la actividad
marítima. Aunque quepa explicar estas políticas aludiendo a la estruc-
tura geopolítica del Lejano Oriente y al tradicional sesgo agrario de
la cultura política confuciana, lo cierto es que el desenlace, al menos
en el caso japonés, no era ni mucho menos inevitable. La cuestión
no es baladí. Si los marinos asiáticos de comienzos de la Edad Moderna
hubiesen contado con el apoyo decidido de sus gobernantes, el mun-
do actual sería un lugar muy diferente. Para empezar, la composición
étnica de la cuenca del Pacífico podría ser, en su inmensa mayoría,
asiática (un tipo de impacto que los omaníes no habrían podido tener
en el ámbito de la cuenca occidental del Océano Índico, circunscri-
to estrictamente al Viejo Mundo). La verdad pura y simple es que una
gran parte del mundo estaba disponible para el que la quisiera. El
hecho de que fuesen los europeos occidentales quienes se llevaron
un pedazo tan grande es algo a todas luces contingente.

2. La reacción de algunos pueblos no europeos

Lo que hicieron los europeos puede narrarse como una sola histo-
ria, pero la reacción de los pueblos no europeos da para varios rela-
tos diferentes, tres de los cuales esbozaremos en este apartado. El pri-

321
una breve historia de la humanidad

mero lo protagoniza un pueblo americano: los mayas; el segundo,


uno africano: los congoleños; y el tercero, uno asiático: los japone-
ses. Ni que decir tiene que ninguno de los tres puede tomarse como
representativo de sus respectivos continentes, pero las tres historias,
sumamente diferentes entre sí, sirven como ilustración de ciertos con-
trastes. Como veremos, los japoneses fueron los que mejor parados
salieron del encuentro, los mayas los que peor, y los congoleños
estarían entre unos y otros; lo mismo cabe decir, en líneas genera-
les, de Asia, América y África.

Los mayas

La llegada de los españoles provocó el hundimiento de los estados


nativos de Mesoamérica. Los mayas de la península del Yucatán no
fueron una excepción. El primer contacto se produjo en 1511 y en
las décadas siguientes la sociedad maya se vio devastada por el pilla-
je de los conquistadores, la brutal explotación de los funcionarios,
la persecución religiosa que destruía su cultura y, sobre todo, las enfer-
medades epidémicas. Con todo y con eso, podrían haber corrido peor
suerte. Las primeras correrías de los invasores, anárquicas y desor-
denadas, reflejan el hecho evidente de que para los españoles la
conquista del Yucatán era algo secundario. La región era demasia-
do tropical, demasiado fragmentada políticamente y demasiado veni-
da a menos como para resultar atractiva a los aventureros sedientos
de riqueza y poder; en todos estos sentidos, el altiplano mexicano era
más tentador. En consecuencia, el Yucatán conservó una considera-
ble población maya y el número de colonos españoles nunca fue muy
elevado. Bien es verdad que, salvo una excepción, ya no hubo más
soberanos mayas independientes, que la sociedad maya se vio tras-
tocada por una política draconiana de reasentamiento y que las gran-
des instituciones políticas, fiscales y religiosas del Yucatán pasaron a
manos españolas, pero, así y todo, siguió existiendo una sociedad
maya cohesionada y dotada de su propia élite autóctona.
Seguro que los mayas tenían mucho que decir de esta experien-
cia, pero los testimonios son muy escasos. No nos ha llegado ningún
documento maya del periodo colonial escrito en el tradicional len-

322
la expansión europea

guaje jeroglífico. Todo ese acervo cultural desapareció con la con-


quista y conversión; su último refugio fue un remoto reino del Petén
que terminó sucumbiendo a la conquista española en 1697, demasia-
do pronto como para ahorrar a los especialistas modernos la ardua
tarea del desciframiento. Más sorprendente resulta el hecho de que
los mayas aculturados por los invasores no dejasen nada escrito en
español. Uno de los rasgos más benévolos del dominio español del
Nuevo Mundo fue su reconocimiento transcultural de la aristocra-
cia. Así, en Cuzco, la antigua capital del imperio inca, la nobleza nati-
va desempeñaría un papel destacado en la sociedad colonial hasta
finales del siglo xviii; entre sus lecturas favoritas figuraba una orgu-
llosa crónica del pasado inca escrita en español por Garcilaso de la
Vega, el hijo ilegítimo de un conquistador español y una princesa
indígena. En Yucatán, sin embargo, no hubo nada comparable.
Lo que sí surgió en la península mesoamericana fue algo inter-
medio: una literatura maya escrita con el alfabeto latino. Su produc-
to más representativo es un corpus conocido como los libros de Chilam
Balam. Aunque se trata, en principio, de textos proféticos, su lectura
también proporciona una considerable información histórica. En
varias zonas de Yucatán se produjeron libros de esta índole, que siguie-
ron creciendo gracias a un proceso acumulativo que se prolongaría
hasta el siglo xix. Varios rasgos demuestran que son obras profunda-
mente enraizadas en la cultura indígena de los mayas. «Chilar Balam»
significa «el portavoz del jaguar», un animal con una presencia des-
tacada en la religión precolombina. El marco básico en que se encua-
dran los textos lo proporcionaba el calendario maya, y la idea funda-
mental venía a ser que los acontecimientos registrados en los
calendarios pasados podían servir de base para predecir el futuro. El
material histórico incluido en los textos se remonta varios siglos y lle-
ga hasta el pasado precolombino, lo que indica una continuidad direc-
ta con la tradición literaria jeroglífica. Además, se sabe que el reino
maya de Petén tenía libros proféticos escritos en jeroglífico, luego ape-
nas cabe duda de que los libros de Chilam Balam eran la continua-
ción de un género maya anterior a la llegada de los españoles.
No obstante, con independencia de los orígenes paganos del géne-
ro, los textos en sí no son de filiación pagana y articulan, con bas-
tante coherencia, una visión maya de la conquista que establece una

323
una breve historia de la humanidad

nítida distinción entre los españoles y su dios. Los mayas odiaban a


los españoles, a los que dedicaban toda una serie de apelativos des-
deñosos, como «chupadores de chirimoyas extranjeros». La llega-
da de los extranjeros, leemos, les había traído el oprobio y «el comien-
zo de la desdicha»: tributos, diezmos, armas, encarcelamiento para
los morosos y, por encima de todo, trabajos forzosos. Ahora bien,
con los invasores también habían llegado «los padres de las almas,
que trajeron la palabra del Dios verdadero a nuestros corazones» (la
alusión es a los frailes, que, dicho sea de paso, compartían en gran
medida la negativa opinión de los mayas acerca de los conquistado-
res). Evidentemente, el hecho de que la bendición cristiana signifi-
case que en el futuro «nadie sería sacrificado» representó un gran
alivio. Además, el cristianismo católico supo adaptarse a las parti-
cularidades étnicas; según un texto, Izamal, una localidad del nor-
te de la pelínsula, era el lugar «donde descendió la hija del Dios ver-
dadero, el Padre del Cielo, la Reina, la Virgen» y, de hecho, la Virgen
de Izamal se convirtió en la patrona del Yucatán. Asimismo, los recur-
sos del cristianismo podían volverse en contra de los españoles. «Esos
hombres», dice un texto a propósito de los expolios de los prime-
ros españoles, «eran el Anticristo venido a la tierra»; Dios estará
indignado con los opresores y «la justicia de Dios nuestro Señor se
impondrá en todo el mundo».
Los textos proféticos son, por esencia, crípticos y difusos, pero el
Memorial de Sololá, una crónica más prosaica de la conquista y de sus
consecuencias escrita en el idioma de los cakchiqueles, un pueblo
maya del altiplano guatemalteco, nos ofrece una versión de los acon-
tecimientos claramente similar, aunque más mundana. El autor de los
anales, que aprueba incondicionalmente el cristianismo, cuenta que
los frailes llegaron en 1542 y empezaron a adoctrinar a los cakchi-
queles en su propia lengua; hasta entonces, explica, desconocían «la
palabra y los mandamientos de Dios; [habían vivido] en la más abso-
luta oscuridad». Su actitud hacia los conquistadores españoles es más
compleja. En un primer momento, los cakchiqueles, necesitados de
un aliado con que enfrentarse a sus enemigos los quiché, habían reci-
bido de buen grado a los intrusos. Pero las relaciones no tardaron en
estropearse. El autor censura con severidad a un cabecilla rebelde
que llevó a los cakchiqueles al desastre al proclamar que era el relám-

324
la expansión europea

pago y que aniquilaría con su fuego a los españoles, pero muestra


un orgullo inequívoco por la resistencia que los suyos opusieron a los
conquistadores (plasmada, por ejemplo, en diversas técnicas de gran
eficacia para alterar el terreno y hacerlo peligroso para sus caballe-
rías), y evoca un año en el que sus «corazones gozaron de cierta
tranquilidad» y no se sometieron a los españoles. De manera que,
también en este caso, los españoles eran una cosa y su dios otra muy
diferente; nuestro autor no era un pagano pero tampoco un cola-
boracionista. Esta forma de ver las cosas no era desde luego univer-
sal. A finales del siglo xvii todavía había mayas en el Petén que recha-
zaban al dios cristiano tanto como a los españoles; en el otro extremo,
un cacique maya que escribió sus memorias en el noroeste del Yucatán
en la década de 1560 se muestra no sólo como cristiano sino como
fervoroso colaboracionista.
La avenencia entre nativos e invasores, puesta de manifiesto en la
persistencia de un género profético maya escrito con alfabeto latino,
debía de antojarse a la sazón bastante sólida. En 1546-1547 estalló una
gran rebelión maya, y en 1847-1855 otra, la llamada «Guerra de las
Castas», pero entre ambas apenas hubo una insurgencia digna de men-
ción, la de 1761 (cuyo cabecilla, hecho significativo, adoptó el nom-
bre del último soberano del reino independiente del Petén). Sin
embargo, partir del siglo xviii esta avenencia estaba condenada al fra-
caso. Entre las causas inmediatas de este nuevo panorama cabe citar
las reformas administrativas introducidas por los españoles, que aca-
baron con la autonomía de las comunidades locales mayas, y el enor-
me trastorno de la sociedad nativa que ocasionó la Guerra de las Castas.
En el horizonte se cernía amenazante la intrusión cada vez mayor
del mundo exterior, con sus ferrocarriles, sus teléfonos y sus merca-
dos. Cuando en 1915 los herederos de los rebeldes se encontraron
abandonados a su suerte en plena guerra civil mexicana, procedieron
a hacer añicos todo lo que los vinculaba con el mundo exterior.

Los congoleños

Un pueblo al que le fue bastante mejor que a los mayas en sus pri-
meros contactos con los europeos fue el congoleño. La desemboca-

325
una breve historia de la humanidad

dura del río Congo, gracias al abrigo que ofrecía como fondeadero,
atraía inevitablemente a los navegantes portugueses, que a partir de
ahí entraron en contacto con el reino del Congo. Este territorio esta-
ba situado tierra adentro, al sur del río, en la actual Angola. A juz-
gar por sus propias tradiciones, el reino lo establecieron unos inva-
sores llegados en el siglo xiv y en cierta forma sobrevivió hasta el
xviii. Así pues, las relaciones entre congoleños y portugueses estu-
vieron mediadas por un Estado indígena. Los segundos trataron de
influir, con frecuencia y con más o menos éxito, en la política del
Congo y a mediados del siglo xvii le declararon la guerra, pero no
llegaron a conquistarlo. De modo que mientras los mayas no tarda-
ron en ceder al empuje invasor, los congoleños, durante mucho tiem-
po, apenas se vieron amenazados.
En términos materiales, la esencia de la relación entre las dos par-
tes era comercial. Dado que hasta entonces el reino nunca había par-
ticipado en el comercio a larga distancia, el impacto de los inter-
cambios, incluso de los de menor escala, fue considerable. Los
portugueses abastecían al Congo de productos europeos manufactu-
rados, en especial textiles, que no tardaron en hacerse muy aprecia-
dos entre la élite, con lo cual la potestad del monarca para repartir
tales mercancías se convirtió en una fuente fundamental de poder y
prestigio. A cambio, los portugueses querían esclavos, igual que los
comerciantes musulmanes que frecuentaban el interior del África
occidental y las costas del África oriental. Había, sin embargo, una
diferencia: los portugueses querían a los esclavos más que nada como
mano de obra agrícola en el Nuevo Mundo, no como sirvientes domés-
ticos en el Viejo. Este nuevo comercio trasatlántico de esclavos ofre-
cía jugosas oportunidades a algunos estados africanos, pero perjudi-
có terriblemente a otros y más aún a los pueblos sin Estado. En general,
los soberanos del Congo salieron relativamente bien parados del
comercio, sus súbditos, un poco peor, y algunos de sus vecinos, muchí-
simo peor. Con todo, en términos estrictamente demográficos, el
impacto del comercio de esclavos en África fue mucho menor que
el de las enfermedades epidémicas en América.
El otro aspecto de la relación fue cultural. Al igual que los mayas,
los congoleños adoptaron el cristianismo, pero el contexto de su con-
versión era muy diferente pues en su caso no se trató de tener que

326
la expansión europea

apañárselas con lo que había. Uno de los motivos fue el contraste


entre el patrimonio cultural de ambos pueblos: aunque los congole-
ños sabían forjar el hierro, carecían de una cultura escrita. El otro
motivo fue el papel mediador del Estado congoleño, que separó la
nueva religión del ejercicio directo del poder europeo. El resultado
fue que el cristianismo tuvo la misma atracción para el rey del Congo
que en su día había tenido para Etelberto de Kent. En consecuen-
cia, el monarca congoleño recibía a los misioneros que le enviaba
su hermano el rey de Portugal y a su vez enviaba a algunos de sus súb-
ditos a estudiar a Europa (uno de los cuales llegaría a ser ordenado
obispo titular por un renuente papa). A lo largo de todo este proce-
so, a pesar de las fuertes tensiones que surgieron entre su corte y los
portugueses, el rey logró conservar cierto grado de control.
Esta circunstancia salta a la vista en la tirantez ocasionada por la
cuestión de la poligamia real. El rey del Congo tenía muchas muje-
res, y no sólo porque en cualquier parte del mundo los reyes tien-
den a tener más cosas buenas que el común de los mortales. La socie-
dad estaba compuesta de grupos matrilineales que desempeñaban
un papel básico en la estructura política del reino. Las relaciones
del rey con estos grupos eran cruciales y la forma de afianzar los lazos
con ellos era tomando a sus mujeres como esposas. Las tentativas de
los misioneros cristianos de imponer la monogamia en la corte eran,
por tanto, una invitación al desastre político (los misioneros musul-
manes, en esa misma tesitura, habrían sido más razonables). En esta
cuestión, los reyes del Congo, como es natural, solían hacer caso omi-
so de los misioneros; unos jesuitas intransigentes que no dejaban de
insistir en el tema terminaron siendo expulsados del país.
El reino del Congo se desintegró de hecho tras una catastrófica
derrota a manos de los portugueses en 1655 y, aunque logró resistir
unas pocas décadas más, hoy en día no tiene un sucesor directo. El
Estado de Angola es heredero de una colonia portuguesa, no de un
reino africano. No obstante, el Congo desempeñó un precoz papel
en la historia del mundo moderno. Su relación con los portugueses
dio origen a los primeros indicios de un fenómeno que con el tiem-
po se haría cada vez más importante, a saber: la formación de élites
occidentalizadas en sociedades no occidentales.

327
una breve historia de la humanidad

Los japoneses

Si lo gobernantes del Congo fueron capaces de rechazar una aplica-


ción poco política de la moralidad cristiana, los de Japón fueron capa-
ces de rechazar el cristianismo en su totalidad. Los portugueses lle-
garon al país en 1543 con el consabido paquete de comercio y religión.
Los japoneses, sobre todo en el sur, se mostraron bastante recepti-
vos al nuevo culto y puede que el número de conversos llegase a los
300.000. Pero Japón, al igual que el Congo, tenía un Estado (que,
como ya hemos visto, era dual). La casualidad quiso que los portu-
gueses llegasen durante un prolongado periodo de guerra civil, con
lo cual se aprovecharon al máximo de la fragmentación política que
se encontraron; el truco consistía en convertir a un jefe nativo que
posteriormente obligase a los suyos a abrazar la nueva fe y destruye-
se los templos budistas y los altares sintoístas de sus dominios. Pero
en las últimas décadas del siglo xvi empezaron a volverse las tornas
y, a comienzos del siglo siguiente, Japón entró en el periodo de esta-
bilidad más largo de su historia, el shogunato Tokugawa, que persis-
tiría hasta bien entrado el siglo xix. A diferencia de los soberanos del
Congo, los shogun del Japón del siglo xvii no tenían necesidad del
cristianismo, pues gracias a los chinos ya poseían una cultura escrita
plenamente desarrollada, es más, una cultura impresa, y veían al
cristianismo, y a la influencia extranjera en general, no como una
oportunidad cultural, sino como una amenaza a su seguridad (como
una «doctrina perniciosa», dicho en sus propias palabras). En conse-
cuencia, decidieron aislarse: en lo sucesivo los japoneses no podrían
salir del país, ni los extranjeros entrar. En 1639 los portugueses fue-
ron expulsados; a partir de ahí los únicos europeos a los que se per-
mitió comerciar con Japón fueron los holandeses, y éstos ni siquiera
podían ir más allá de una pequeña isla en el puerto de Nagasaki. A
todo esto, el cristianismo sufrió tal persecución que en 1660 prácti-
camente ya había desaparecido. Una serie de factores se combinaron
para hacer viable este cierre de fronteras. Japón tenía un Gobierno
que ejercía un férreo control sobre todo el país, estaba lejos de los
focos del poder naval europeo y apenas poseía recursos naturales que
pudieran despertar la codicia de los extranjeros. Como es natural,
la elección de semejante política de aislamiento tuvo un elevado

328
la expansión europea

coste, pero se trató en su mayor parte de un coste de oportunidad.


La interacción que tuvo lugar en tan extrañas circunstancias entre
los japoneses enclaustrados en su hermético país y los holandeses
embutidos en Nagasaki resulta más intrigante que la relación origi-
nal con los portugueses.
Dentro del proceso de préstamo cultural, suele ser necesario dejar
a un lado el encanto de la herencia ancestral y adoptar algún elemen-
to foráneo pero más efectivo. Tal vez sean dos los ámbitos en los
cuales los seres humanos son más vulnerables a la atracción de lo
eficaz. Las consecuencias a nivel colectivo de los fracasos en el cam-
po de batalla hacen que salga caro ignorar las enseñanzas que los
extranjeros puedan proporcionarnos sobre el arte de la guerra. A
nivel individual ocurre algo parecido con el arte de la medicina. Por
eso ambas artes han tenido una historia muy cosmopolita. En el Japón
tokugawa, sin embargo, la prolongada ausencia de una amenaza exte-
rior hizo posible pasar por alto la obsolescencia del país en el terre-
no militar hasta el amargo despertar de 1853, cuando un escuadrón
naval estadounidense al mando del comodoro Perry llegó a las cos-
tas niponas para exigir la reapertura del país. El desarrollo que tuvo
lugar de mediados del siglo xvii en adelante estuvo, pues, centrado
en la medicina, pero incluso en este ámbito, el limitado interés del
estado y las restricciones que imponía al contacto con los holande-
ses motivaron que durante mucho tiempo la interacción fuese muy
poco productiva. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo
xviii para que la vieja afición a los exóticos artículos de los holande-
ses (véase, por ejemplo, la figura 24) diese paso a algo más serio, y
ni siquiera entonces se vio involucrado más que un número relativa-
mente pequeño de personas.
Un momento decisivo tuvo lugar en 1771 con la disección de la
Vieja Madre Té Verde. El trasfondo del acontecimiento era un des-
concertante problema anatómico identificado unos pocos años antes
por dos médicos de la corte sobre la base de unas disecciones que
habían presenciado. Los médicos habían cotejado cuidadosamen-
te sus observaciones con las informaciones suministradas por tex-
tos médicos chinos y estaban preocupados por las diferencias. Su
conclusión, bastante razonable, era que debían de existir diferen-
cias fisiológicas entre los chinos y los japoneses. Mientras tanto,

329
una breve historia de la humanidad

dos médicos, Sugita Gempaku (1733-1817) y uno de sus colegas,


habían logrado obtener de los holandeses un tratado europeo de
anatomía. En 1771 se les presentó la oportunidad de ponerlo a prue-
ba gracias a la Vieja Madre Té Verde, una mujer de cincuenta años
que tras morir ejecutada por un terrible crimen, había sido disec-
cionada. Como de costumbre, la indigna tarea –los cadáveres son
impuros– la llevó a cabo un eta. Los dos médicos llegaron armados
con sendas copias del tratado de anatomía y compararon sus ilustra-
ciones con lo que tenían ante sus ojos. Todo era exactamente tal y
como lo representaba el tratado. «Los seis lóbulos y las dos orejas de
los pulmones, y los tres lóbulos en la derecha y cuatro en la izquier-
da de los riñones, como aparecen siempre descritos en los libros
de medicina chinos, no se han encontrado». Su conclusión no fue
que los chinos eran fisiológicamente diferentes tanto de los japo-
neses como de los europeos, sino que los chinos estaban equivoca-
dos y que los europeos estaban en lo cierto. En consecuencia, se
dispusieron a traducir el libro al japonés y lo publicaron con apro-
bación oficial en 1774. La publicación generó una oleada de inte-
rés por la lengua holandesa. Menos de diez años después, un cro-
nista ya declaraba muerto el estudio de la ciencia china; los japoneses,
exhortaba, tenían que estudiar la ciencia holandesa, que se basaba
en hechos reales y no en teorías sin fundamento. En 1789 se abrió
la primera escuela de holandés. En 1815, en las postrimerías de
una larga vida, Gempaku podía escribir, no sin cierta exageración,
lo siguiente: «Al principio estábamos sólo los tres… y nos reuníamos
para planear nuestros estudios. Hoy, cerca de cincuenta años des-
pués, esta ciencia ha llegado hasta el último rincón del país y cada
año aparecen nuevas traducciones».
Resulta impresionante el asombroso tino con que estos médicos
japoneses hicieron hincapié en uno de los aspectos clave de la cul-
tura europea: la revolución científica; y ello en unas circunstancias
históricas en las que todo lo occidental seguía ignorándose alegre-
mente. Tan extrema perspicacia refleja sin lugar a dudas el refina-
miento general de la cultura del Lejano Oriente en este periodo, aun-
que también se debía a un fenómeno más específico.
En la segunda mitad del siglo xvii, algunos confucianistas japo-
neses como Ito Jinsai (1627-1705) empezaron a desarrollar un estilo

330
la expansión europea

Figura 24. Ejemplo de un uso temprano de un invento europeo, tal


y como aparece en la novela japonesa El hombre que pasó su vida
enamorado (1682).

intelectual radicalmente opuesto a la gran síntesis neoconfucianista


que prevalecía en Asia desde hacía tanto tiempo. La idea era desechar
la ampulosa metafísica y las rimbombantes distorsiones de Chu Hsi
y otros pensadores por el estilo, y regresar a la «antigua interpreta-
ción», lo cual implicaba restaurar la sencillez sin pretensiones que
caracterizaba al primitivo legado confuciano y que llevaba perdida
todo un milenio. Cabe ver esta tendencia, que tenía su paralelismo
en China, como una especie de fundamentalismo, pero estaba ate-
nuada por la convicción de Jinsai de que ni siquiera un sabio como
Confucio estaba libre de cometer errores (un supuesto que escan-
dalizaba a los neoconfucianistas). Es más, Jinsai era de la opinión de
que no hay ningún libro en el mundo que sea totalmente correcto,
ni, por la misma regla de tres, ninguno que esté totalmente equivo-
cado. El estilo de esta nueva corriente de pensamiento era abrasivo.
En concreto, mostraba un desprecio radical por la teoría y un salu-
dable respeto por los hechos; «una teoría –señaló Ogyu Sorai (1666-
1728)– no es más que palabrería».

331
una breve historia de la humanidad

A pesar de su rechazo del neoconfucianismo, estos pensadores de


la llamada escuela kokugaku seguían desde luego obsesionados con
China. Antes de ponerse en contra de dicha escuela, Sorai había ente-
rrado a su primera esposa según lo dispuesto en el manual de ritua-
les familiares de Chu Hsi, algo insólito en Japón, y se convirtió en
un gran admirador de los clásicos chinos del siglo xvi. Posteriormente
pasó a considerarse a sí mismo como un «bárbaro oriental» que por
la gracia del cielo había recibido el privilegio de revivir la auténtica
tradición china. Para Sorai, Holanda no era más que un remoto país
la lengua de cuyas gentes sonaba como el graznido de las aves o el
aullido de las bestias. Tampoco le interesaba la ciencia: «No sólo el
viento, las nubes, el relámpago y la lluvia, sino todo el movimiento
del cielo y la tierra escapan al conocimiento humano». En este sen-
tido, Sorai, por hacernos eco de un viejo dicho chino al que era afi-
cionado, seguía siendo una rana en un pozo. Pero como hemos vis-
to, otros japoneses ya estaban empezando a aprovechar el estilo
intelectual desarrollado por Jinsai y Sorai para atacar a la cultura chi-
na en general.
En esa empresa contaron con la ayuda y el estímulo de otro fun-
damentalismo un tanto laxo del Japón del siglo xviii, un movimien-
to que pretendía rescatar el auténtico legado japonés y arrancarle el
barniz de cultura china. En cierto modo el estilo de estos pensadores
era muy diferente del de Jinsui y Sorai. Defendían, por ejemplo, una
sensibilidad romántica inédita en el confucianismo formal de cual-
quier época. Pero al mismo tiempo compartían con los fundamenta-
listas confucianos el desdén por la teoría. En palabras de Kamo no
Mabuchi (1697-1769; el «no» de su nombre era un esnobismo con
reminiscencias de la antigüedad nipona). «Las cosas que se explican
mediante teorías están muertas. Las que interactúan espontáneamen-
te con el cielo y la tierra están vivas y activas». Estos eruditos estaban
más que dispuestos a usar la ciencia holandesa como arma con que
derrotar a los confucianos sinocéntricos. Uno de ellos llegó al extre-
mo de dar la bienvenida al heliocentrismo en tanto que glorifica-
ción de la diosa solar, insinuando que la idea debía de haberse origi-
nado en Japón y de allí haberse difundido a Europa.
Hay otro aspecto de la relación entre los japoneses y la cultura
china tradicional que vale la pena recalcar. Aunque con el paso de

332
la expansión europea

los siglos los primeros habían llegado a sentirse muy cómodos con
la cultura de sus vecinos continentales, nunca llegaron a olvidar su
origen extranjero. Un neoconfucianista japonés del siglo xvii plan-
teó la siguiente pregunta a sus alumnos: «En el caso de que China
atacase a nuestro país, con Confucio de general y Mencio como
teniente general… ¿qué pensáis que deberíamos hacer los que estu-
diamos a Confucio y a Mencio?». La respuesta fue que había que
luchar y capturar vivos a los sabios, cumpliendo así con su deber para
con la patria. En otras palabras, los japoneses, a diferencia de los
chinos, podían establecer una distinción entre su identidad y su cul-
tura, lo cual les fomentó cierto eclecticismo. Muchos siglos antes
habían adoptado lo que gustaban de llamar los «puntos fuertes» de
China. Si, andando el tiempo, habían terminado desilusionándose
con esos puntos fuertes, perfectamente podían sustituirlos por los
puntos fuertes de Europa sin faltarles el respeto a sus antepasados.
De hecho, muchos japoneses de este periodo llegaron al extremo
de imaginar que el futuro podría ser mejor que el pasado, una idea
muy poco frecuente en las sociedades tradicionales. Baste como
ejemplo el erudito kokugaku Moturi Norinaga (1730-1801), que seña-
ló: «Hay multitud de cosas que no existían en la antigüedad pero
están disponibles actualmente, y de cosas que en el pasado eran de
mala calidad pero hoy son excelentes. Así pues, ¿cómo podemos
decir que no habrá en el futuro nada mejor de lo que tenemos en
la actualidad?».
Las primeras interacciones de los mayas, los congoleños y los japo-
neses con los españoles, los portugueses y los holandeses respectiva-
mente, fueron, por tanto, muy diferentes. Estas diferencias, sin embar-
go, no fueron arbitrarias y habrían de marcar decisivamente el ulterior
desarrollo histórico de los tres pueblos en el mundo moderno.

3. La costumbre de esnifar

Cuando los errores de cálculo de Colón provocaron la colisión del


Viejo Mundo y el Nuevo, los peor parados fueron los habitantes, inclui-
da la mayor parte de las especies animales, del segundo. Pero la con-
tracción del mundo no les vino mal a todos los seres vivos america-

333
una breve historia de la humanidad

nos. Hay indicios fehacientes de que la sífilis fue una exportación del
Nuevo Mundo al Viejo, una pequeña aunque poderosa venganza por
las enfermedades infecciosas que viajaron en dirección opuesta. Al
mismo tiempo, un número reducido de cultivos americanos alcan-
zaron un enorme éxito en la otra punta del mundo. Los irlandeses
se hicieron tan dependientes de la patata que cuando, en la década
de 1840, se malograron las cosechas murieron más de un millón. La
batata desempeñaría un papel similar en la agricultura de subsisten-
cia de las remotas montañas de Nueva Guinea. El maíz se difundió
por el Viejo Mundo más rápido de lo que lo había hecho en el Nuevo.
Y luego estaba, por supuesto, el tabaco.
Parece ser que el tabaco tiene su origen en la región del alto
Amazonas y allí empezó a cultivarse por primera vez. Su difusión en
la América precolombina fue tan amplia como la del maíz. Y al igual
que el maíz, fueron los europeos los que lo llevaron al Viejo Mundo,
donde se extendió por todas partes. En la primera mitad del siglo
xvii ya se habían implantado en Europa, el Oriente Próximo, la India
y China, y en todas y cada una de estas regiones era objeto de la hos-
til atención de los gobernantes; Jaime I de Inglaterra censuró el hábi-
to de fumar tachándolo de «bárbaro y vil».
El tabaco es una droga y, como toda droga, su uso mezclaba lo cul-
tural y lo biológico. En general se consideraba un potente medica-
mento, una creencia que se mantuvo firmemente arraigada en
América y el Lejano Oriente, aunque en Europa, a partir del siglo
xvii, empezó a perder vigor. El tabaco también resultaba eficaz como
lubricante social; las sociedades indígenas de Norteamérica le daban
ese uso en contextos muy formales (como cuando fumaban la pipa
de la paz), mientras que en el Viejo Mundo tendía a asociarse a la
relajación informal (Sorai pasó los últimos años de su vida en su casa,
bebiendo sake y fumando tabaco con sus alumnos). Los métodos de
consumo también diferían de unas culturas a otras, pero eran varia-
ciones dentro de una gama limitada de temas. Se podía fumar, mas-
car, comer o aspirar por la nariz, y estas opciones estaban asociadas
a su correspondiente instrumental. Los fumadores, por ejemplo, ter-
minaron usando pipas o cigarrillos con independencia de si vivían
en el Viejo Mundo o en el Nuevo (no hace falta papel para hacer un
cigarrillo: los mesoamericanos precolombinos usaban la farfolla de

334
la expansión europea

las panochas de maíz). Pero para no complicar las cosas nos limita-
remos al tabaco aspirado.
Los que esnifaban el tabaco lo consumían en la forma pulveriza-
da conocida como rapé, aspirándolo por la nariz en pequeñas dosis.
Se podía hacer, por supuesto, usando únicamente las manos y los
dedos, pero lo normal era que las culturas donde se aspiraba tabaco
desarrollasen una parafernalia más elaborada. En Sudamérica, el ins-
trumental típico consistía en una bandeja donde colocar el rapé y
unos tubos para aspirarlo (véase figura 25). Estos artefactos se han
venido usando desde la antigüedad hasta épocas recientes en amplias
zonas del continente. La práctica se difundió por el Viejo Mundo jun-
to con el tabaco propiamente dicho, pero las culturas euroasiáticas
no adoptaron las bandejas ni los tubos sudamericanos. En vez de eso,
inventaron unos pequeños recipientes para que cada consumidor
pudiese llevar encima su reserva personal de rapé. Los europeos se
decantaron por unas cajitas de varios tipos que se fabricaban en gran-
des cantidades y solían estar exquisitamente decoradas (véase figu-
ra 26, izquierda). Estas cajitas, sin embargo, no les habrían servido
de mucho a los chinos, pues no protegían al rapé de la humedad.
Además, el almacenamiento de medicamentos en pequeños fras-
quitos ya era una práctica muy arraigada en China. En consecuencia,
mientras los europeos optaban por las cajas de rapé, los chinos pre-
ferían los frasquitos (véase figura 26, derecha). Para llevarse el rapé
desde el recipiente hasta la nariz, los chinos usaban una cucharilla
adherida al tapón del frasco; a veces los europeos también se valían
de minúsculas cucharillas, pero en general se conformaban con coger
directamente una «pulgarada».
Toda esta parafernalia ilustra gráficamente el equilibrio alcanza-
do a comienzos de la Edad Moderna entre lo global y lo regional.
La rápida difusión del tabaco (junto con el hábito de aspirarlo)
demuestra que el aislamiento comenzaba a dar paso a un mundo más
interactivo. Pero esta integración todavía estaba muy lejos de anular
las diferencias culturales. Los sudamericanos seguían colocando el
rapé en bandejas, los europeos en cajas y los chinos en frasquitos, y
cada cultura decoraba los recipientes de su elección según sus res-
pectivos cánones artísticos. Con todo, de vez en cuando se aprecia-
ban indicios de que culturas muy distintas comenzaban a impregnar-

335
una breve historia de la humanidad

Figura 25. Útiles sudamericanos para aspirar rapé: una cánula hecha de
hueso de pájaro y de zorro, y una bandejita hecha de hueso de ballena,
ambos procedentes del valle de Chicaza, en la costa de Perú (segundo
milenio a. C.).

se mutuamente. Los dos recipientes de rapé del siglo xviii repre-


sentados en la figura 26 tienen una curiosa característica en común.
La cajita de la izquierda es un producto europeo pero está fabrica-
do en porcelana, un antiquísimo invento chino que los europeos aca-
baban de aprender a imitar; y los motivos decorativos de la tapa son
un ejemplo de chinoiserie, un sucedáneo europeo del arte chino a la
sazón en boga. Es esa apariencia oriental lo que hace exótica la caji-
ta, que sin duda sería objeto de conversación en la refinada socie-
dad europea a la que pertenecía su propietario. Por su parte, el fras-
quito de la derecha, aunque fabricado en China, incorpora una técnica

336
la expansión europea

Figura 26. Útiles eurasiáticos para aspirar rapé. Izquierda: una cajita de
rapé francesa de porcelana decorada con chinoserie (1730
aproximadamente). Derecha: un frasquito chino de esmalte decorado
con una mujer y un niño europeos, de la época del emperador
Chien-lung (1735-96).

de esmalte recientemente adquirida de los europeos y representa a


una mujer y un niño según un estilo a todas luces inspirado en mode-
los europeos. En este caso, pues, es la apariencia occidental lo que
confiere al objeto un caché exótico.
La simetría de este exotismo recíproco, por grata que resulte, no
estaba llamada a perdurar. El mundo llevaba camino de contraerse
todavía más.

337
14

El mundo
moderno

1. Ricos y pobres

Al igual que la raza humana propiamente dicha, muchas de los fenó-


menos históricos más importantes tienen un origen más o menos úni-
co. El surgimiento del mundo moderno en los últimos dos o tres
siglos es, de alguna forma, un ejemplo. A la hora de identificar las
fuerzas clave que han forjado la historia universal en dicho periodo,
es obligado empezar por una sola isla: Gran Bretaña. Esta isla no
era desde luego un país cerrado como Japón y seguramente no fue
casualidad que desempeñase un papel cada vez más destacado en la
expansión ultramarina europea, más allá de sus vínculos comercia-
les dentro del Viejo Continente. Pero es el lugar donde empezó a
tomar cuerpo el mundo en que ahora vivimos.

Gran Bretaña

La historia interna de Gran Bretaña a lo largo del último milenio


ha exhibido con creciente nitidez una serie de rasgos que, analiza-
dos sobre el trasfondo de la historia del resto del mundo, se antojan
de lo más propicios. Uno es el hecho de que sus habitantes hayan
vivido en unas condiciones de considerable seguridad. Aunque la
invasión desde el continente siguió representando una amenaza laten-
te hasta una fecha tan tardía como la Segunda Guerra Mundial, lo

339
una breve historia de la humanidad

cierto es que la última incursión extranjera en la isla tuvo lugar en


1066. La última guerra civil fue a mediados del siglo xvii y la última
rebelión digna de reseña ocurrió en 1745. Desde entonces no ha habi-
do operaciones militares de importancia en suelo británico, aunque
durante la Segunda Guerra Mundial la población civil se vio expues-
ta a continuos bombardeos aéreos. En décadas recientes ha habido
disturbios raciales pero no genocidios, terrorismo a pequeña escala
pero no asesinatos en masa. Tampoco tienen muchos motivos los bri-
tánicos para preocuparse por el desorden y la anarquía; a diferencia
de la situación imperante hasta el siglo xviii, la sociedad británica
cuenta con unas eficaces fuerzas de orden público. Si comparamos
esta experiencia con el caos generalizado y recurrente que ha carac-
terizado buena parte de la historia universal, es innegable que los bri-
tánicos han disfrutado de un nivel de seguridad inaudito.
Otro rasgo propicio de Gran Bretaña en épocas recientes ha sido
su política. Desde la «revolución gloriosa» de 1688 no ha vuelto a
haber una quiebra de la legitimidad institucional. Esa revolución
derrocó al último soberano británico cuya política invocó el fantas-
ma de la monarquía absoluta; así, un rey concupiscente, aunque
sifilítico, como Enrique viii (1509-1547), que sumió a su país en el
caos religioso con tal de solucionar sus problemas maritales, es algo
difícil de imaginar en la política británica desde hace trescientos años
largos. Otras modalidades de gobierno autoritario más recientes tam-
poco han tenido ningún éxito en Gran Bretaña. El país no ha cono-
cido ningún episodio de dictadura militar ni de sistemas monopar-
tidistas; al contrario, lo que ha existido de forma más o menos
continuada desde la Edad Media son diversas variantes de monarquía
limitada y representación política. Tras una serie de ampliaciones del
sufragio a finales del siglo xix y comienzos del xx, Gran Bretaña
terminó convirtiéndose en una democracia, si bien se trataba de
una democracia que conservaba algunos vestigios del poder monár-
quico y aristocrático.
Un fenómeno más difuso aparejado a este desarrollo político es
el aumento de lo que se ha venido a llamar «civismo». Durante la gue-
rra civil de mediados del siglo xvii, los ingleses se mataron unos a
otros en nombre de Dios con notable frenesí, pero desde entonces
no han vuelto a hacerlo. Los católicos, a los que durante mucho tiem-

340
el mundo moderno

po se aplicó automáticamente el estigma de traidores, han podido


votar y ocupar la mayoría de cargos públicos desde 1829. En octu-
bre de 2001 tuvo lugar en una iglesia de Pakistán la matanza de die-
ciséis cristianos protestantes a manos de tres pistoleros que sin duda
eran musulmanes suníes; en el contexto pakistaní, el único elemen-
to insólito del episodio era la condición cristiana de las víctimas,
por cuanto hasta entonces las víctimas de ese tipo de atentados siem-
pre habían sido musulmanes chiíes. En Gran Bretaña, en cambio,
nadie muestra mucho interés en matar a la gente por sus creencias
religiosas. Más problemática es la cuestión étnica: hay disturbios racia-
les y asesinatos esporádicos inspirados por el odio de las clases bajas
a los inmigrantes. Pero el número de asesinados como resultado de
la tensión racial es minúsculo comparado con las cifras del subcon-
tinente indio; aunque galeses, escoceses e ingleses no siempre estén
de acuerdo, tampoco son un cóctel explosivo. Además, el acuerdo
para discrepar está bastante arraigado en la sociedad británica.
Estas tres características de la sociedad británica de épocas recien-
tes hunden sus raíces en diversos aspectos de la historia del país,
pero no cabe considerarlas su culminación inevitable. Por ejemplo,
el hecho de que Gran Bretaña haya sido una isla desde comienzos
del Holoceno le ha supuesto una ventaja evidente que ayuda a expli-
car la relativa inmunidad de su territorio a las invasiones extranjeras;
a Japón, que está más alejado de las costas de Eurasia, en los últimos
dos o tres mil años le ha ido incluso mejor por término medio que a
Gran Bretaña. Pero la ausencia de invasiones extranjeras también ha
sido cuestión de suerte. Fue el mal tiempo lo que impidió la invasión
española de 1588, de la misma manera que la meteorología también
desempeñó un papel crucial en la derrota de los mongoles que pre-
tendían invadir Japón. En este sentido, también cabe afirmar que la
continua limitación de la monarquía británica al comienzo de la Edad
Moderna ha tenido algo que ver con la insularidad; la ausencia de
serias amenazas militares foráneas posibilitó una temprana desmili-
tarización de la sociedad británica. Pero las posibilidades no siempre
se materializan. E incluso en el marco excepcionalmente civil de la
Inglaterra del siglo xvi el fracaso de la monarquía absolutista no estu-
vo garantizado; la riqueza eclesiástica que le cayó a Enrique viii como
llovida del cielo a resultas de su reforma podría haber garantizado la

341
una breve historia de la humanidad

independencia fiscal de la monarquía respecto del parlamento... de


no ser porque el monarca la derrochó permitiéndose el lujo de enta-
blar hostilidades con Francia. De modo que el rumbo que siguió la
historia moderna de Gran Bretaña no tuvo nada de predestinado.
Ha habido, no obstante, un elemento que sin lugar a dudas ha ejer-
cido un papel fundamental a la hora de aportar solidez a toda esta
dinámica (el tiempo dirá cuánta solidez ha aportado). Se trata de una
transformación económica que comenzó alrededor de 1760 y, en cier-
to modo, nunca se ha detenido: la industrialización.
Una serie de factores de enorme importancia posibilitaron el
surgimiento de la revolución industrial en Gran Bretaña. Entre ellos
cabe citar una rica y variada gama de recursos naturales (que inclu-
ía grandes reservas de carbón), un Estado que, más que sofocar la
economía, la protegía y que apoyaba el comercio británico y las
colonias de ultramar, y la sustitución del campesinado tradicional por
una clase de jornaleros agrícolas. Sin embargo, dado este marco favo-
rable, lo que en verdad impulsó el proceso fue la innovación tecno-
lógica en manos de los empresarios. Por ejemplo, nuevos tipos de
hiladoras mecánicas redujeron espectacularmente el coste del algo-
dón hilado, lo cual dio lugar a una gran expansión del mercado
que, a su vez, animó a los empresarios a explotar la nueva tecnolo-
gía reorganizando la producción en un sistema fabril. El resultado
de estas secuencias, y de sus interacciones, fue un crecimiento sin
precedentes de la producción industrial, al menos en determinados
sectores de la economía y en determinadas regiones del país. Todo
este desarrollo vino acompañado de una elevada inversión en el sis-
tema de transportes (primero canales y después ferrocarriles), inver-
sión que también corrió a cargo de empresarios privados, lo cual no
deja de ser significativo.
En 1850 la industrialización de Gran Bretaña, aunque seguía sien-
do irregular y fragmentaria, ya la había convertido en una nación
mucho más rica de lo que jamás había sido. La distribución de la
riqueza era sensiblemente desigual, pero para entonces un amplio
sector de la población ya estaba disfrutando de rentas cada vez más
elevadas. Mientras tanto, el Estado, que también se lucraba con esa
nueva riqueza, había empezado a reinvertir parte de sus beneficios
en el bienestar de sus ciudadanos, educándolos y garantizando el

342
el mundo moderno

orden público. A estas alturas los católicos ya llevaban emancipados


una generación y en el curso de la siguiente un Gobierno conserva-
dor promulgó la primera de una serie de medidas legales encami-
nadas a instaurar el sufragio universal; andando el tiempo, este pro-
ceso de emancipación se haría extensivo a las mujeres. Con ello
quedaron sentadas las bases del modelo británico y los ciudadanos
de la Gran Bretaña empezaron a considerar que cierto grado de segu-
ridad, civismo y democracia les correspondía como derecho inalie-
nable. Cuesta imaginar semejante concepción sin el sólido funda-
mento de una economía industrial viable.
He esbozado las líneas maestras de esta evolución sin preceden-
tes tratando de combinar el relato histórico con los comentarios expli-
cativos. Pero como siempre ocurre con todo acontecimiento único
y complejo, la explicación plantea tremendos problemas; proble-
mas que, en este caso, además, son lo bastante apremiantes como
para que los historiadores ya se hayan ocupado exhaustivamente
del asunto. Las diversas teorías en liza suelen ser verosímiles, pero
rara vez convincentes del todo. Es evidente que la transformación
que experimentó Gran Bretaña entraba dentro de lo humanamen-
te posible, pero ¿era inevitable, o cuando menos probable, que tar-
de o temprano se produjese un cambio de esas características? Y si
había de ocurrir, ¿por qué no antes o, si se quiere, más tarde?
¿Debemos contemplar la cuestión postulando una divergencia de
siglos entre el desarrollo histórico de Gran Bretaña (o, hablando en
términos más generales, de Europa) y el del resto de Eurasia, o se tra-
tó más bien de un brote súbito de particularidad regional a finales
del siglo xviii? ¿Y por qué tuvo que darse en Gran Bretaña? ¿Por
qué no, por ejemplo, en el delta del Yang-Tsé? A medida que las
preguntas se hacen más específicas, las respuestas, al menos, pue-
den hacerse más concretas. Así, podemos afirmar con cierta con-
fianza que el delta del Yang-Tsé no disponía de un buen acceso a nin-
guna reserva de carbón y que se hallaba bajo el gobierno de un Estado
que no mostraba interés por la expansión marítima. Sin embargo, las
cuestiones más profundas tal vez sean demasiado inextricables para
este tipo de enfoque. Demos, pues, por sentado que la transforma-
ción tuvo lugar y sigamos adelante con prudencia.

343
una breve historia de la humanidad

El resto del mundo

¿Qué representó la transformación de una isla para el resto del mun-


do? Las consecuencias fueron profundas y en muchos sentidos trau-
máticas. Por decirlo de un modo esquemático, las sociedades tenían
tres opciones básicas: seguir como si no hubiese ocurrido nada;
adoptar una versión del modelo británico, ya fuese directamente
o mediante algún intermediario; o idear alguna alternativa viable.
Buena parte de la historia universal de los dos últimos siglos ha con-
sistido en las decisiones que las sociedades han tratado de tomar
en entornos con frecuencia implacables, y en el resultado de dichas
decisiones. En general, como veremos, la primera y la tercera opción
no han funcionado, y la segunda ha funcionado en algunos casos
pero en otros no.
La estrategia de seguir como si no hubiese ocurrido nada, tal como
trataron de hacer los mayas, no era intrínsecamente temeraria. Las
reacciones exageradas son un defecto habitual del ser humano, y
muchas de las preocupaciones que nos afligen terminan resolvién-
dose por sí solas. Pero llegado el momento ninguna de las tentativas
de ignorar el mundo moderno resultaron ser sostenibles; es más,
muchas terminaron desastrosamente. Corea, por ejemplo, trató de
mantener un aislamiento parecido al de los japoneses en la época
en que éstos ya habían reabierto sus fronteras; hasta 1872 estuvo
gobernada por un individuo que consideraba a China el centro de
la civilización y despreciaba a europeos y japoneses. El resultado fue
que los japoneses conservaron su independencia, mientras que los
coreanos sucumbieron al dominio nipón en 1905 y no se libraron
del mismo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos
derrotó a sus opresores.
Como demuestra ese ejemplo, la adopción de la modernidad era
una apuesta más segura que el rechazo, y a muchos pueblos les fue
estupendamente con esa estrategia. Al fin y al cabo, la modernidad
es simplemente una cuestión de cultura y una vez que ésta surge en
un lugar, puede imitarse en cualquier otro: no hay más que seguir el
modelo. Podemos dividir a los que adoptaron con éxito la moderni-
dad en tres grupos principales. El primero es el representado por
los británicos de ultramar. En Norteamérica y Oceanía, los colonos

344
el mundo moderno

británicos, o bien formaron sociedades en las que constituían el grue-


so de la población, o implantaron su cultura de tal modo que otros
inmigrantes europeos terminaron asimilándola. Estas sociedades
adoptaron la revolución industrial y replicaron los demás elemen-
tos del modelo británico con suma facilidad, baste como ejemplo el
caso de Estados Unidos, la primera república moderna de la histo-
ria, que lleva bastante tiempo siendo la economía industrial más gran-
de del mundo y ejerce un poder acorde con esa realidad. El segun-
do grupo es el de los europeos continentales. En una fecha tan
temprana como 1815 algunas regiones de Europa ya estaban expe-
rimentando la revolución industrial. A finales del siglo xix grandes
zonas de la Europa occidental y central ya se hallaban firmemente
ancladas en el mundo industrial, y en la actualidad las fronteras de
la modernidad llegan mucho más lejos. El tercer grupo es el de los
países del Lejano Oriente, o al menos algunos de ellos. En el siglo
xix Japón se estaba reconvirtiendo en la sociedad moderna que, a
pesar de sus baches económicos, ha seguido siendo hasta hoy. La
segunda mitad del siglo xx fue testigo de un éxito similar a cargo de
chinos y coreanos dondequiera que las condiciones políticas propi-
ciasen la libre empresa. Aunque se trata de un fenómeno reciente,
sus raíces son claramente antiguas; en 1635 los barberos chinos de
Ciudad de México ya eran tan prósperos y competitivos que sus cole-
gas españoles reclamaron la intervención del ayuntamiento para que
restringiese su cuota de mercado. Esta modernización del Lejano
Oriente ha tenido como resultado que lo que empezó siendo el mode-
lo británico y posteriormente devino el modelo occidental haya alcan-
zado ya un estatus cosmopolita.
No obstante, industrialización aparte, la experiencia de muchas
de estas sociedades no fue ni de lejos tan benéfica como la de los
británicos. Estados Unidos fue escenario en la década de 1860 de una
sangrienta guerra civil como consecuencia de una institución de
modernidad muy discutible: la esclavitud en las plantaciones a la que
el país debe su considerable población negra. La historia de Francia
a partir del siglo xviii ha estado marcada por revoluciones, invasio-
nes y profundas brechas políticas, aunque cabe hallar cierto consue-
lo en el hecho de que la primera de esas revoluciones, la de 1789,
desempeñase un papel crucial en el establecimiento del patrón repu-

345
una breve historia de la humanidad

blicano moderno al que hoy en día, a la hora de hacer política, se


atienen incluso las monarquías. Alemania, que sólo es un país des-
de 1871, perdió dos guerras mundiales y sufrió la ocupación y esci-
sión de su territorio al final de la segunda; fue un Estado manifiesta-
mente autoritario hasta la Primera Guerra Mundial, una democracia
fallida en el periodo de entreguerras y una potencia genocida en la
Segunda Guerra Mundial. Japón también siguió un rumbo autorita-
rio, aunque más caótico, y también padeció la derrota y la ocupación.
Así y todo, la experiencia del último siglo indica que a estas alturas
todas esas sociedades modernas ya han adquirido los ingredientes de
lo que comenzó siendo el modelo británico: una economía industrial
que sirve de fundamento a un sistema que garantiza a la mayoría de
su población un nivel razonable de seguridad, democracia y civis-
mo. Así, a pesar del hecho de que el mundo sigue estando plagado
de guerras y rumores de guerras, ninguna de éstas se libran entre paí-
ses que se hayan modernizado con éxito. Para bien o para mal, nadie
teme que pueda estallar una guerra mundial como consecuencia de
tensiones entre los franceses y los alemanes (tal como ocurrió dos
veces en el siglo pasado) ni entre los estadounidenses y los japone-
ses, ni entre los estadounidenses y los europeos.
Esto puede parecer una buena noticia, pero también deja un amplio
margen para el pesimismo. En el mundo siguen habiendo grandes
zonas que no se han modernizado. Muchas de ellas, por supuesto,
de buen o mal grado han contribuido con sus materias primas y su
mano de obra a la modernización de otras y les han proporcionado
un mercado para sus productos, pero se han quedado rezagadas por
una serie de razones. Dentro de esta categoría también se dan desde
luego grandes diferencias en términos de rendimiento y posibilida-
des. En estos inicios del siglo xxi no tiene nada de utópico afirmar
que China y quizás la India tienen probabilidades de éxito, que la fron-
tera de la modernidad en Europa oriental se desplazará bastante
más al este y que algunas partes de Latinoamérica (aunque proba-
blemente no las que habitaron los mayas) prosperarán más que en
el pasado. Por otro lado, la situación del África subsahariana no invi-
ta al optimismo (con la posible excepción de Sudáfrica, aunque no
de Angola) y otro tanto cabe decir, lo cual es más sorprendente, del
mundo islámico, donde hasta ahora el verdadero bienestar material

346
el mundo moderno

tan sólo parecen disfrutarlo los países con enormes reservas de petró-
leo (como Arabia Saudita) o con un gran número de chinos (como
Malasia). Pero por sombrío o halagüeño que sea el futuro, en los albo-
res del tercer milenio el mundo está lleno de poblaciones que toda-
vía no han logrado obtener de la revolución industrial ni riqueza, ni
seguridad, ni democracia, ni civismo.
Todas las sociedades que han intentado adoptar la modernidad,
independientemente de si lo han conseguido o no, han tenido que
enfrentarse a un problema que los británicos (y las poblaciones ultra-
marinas de origen británico) desconocían por completo, si bien
Etelberto de Kent lo había señalado mucho tiempo antes. En un mun-
do en vías de modernización es muy probable que un individuo des-
cubra que algunos de los aspectos de su herencia cultural son –como
dijeron de la ley islámica los cristianos de Nigeria justo al final del
siglo pasado– «incompatibles con el año 2000». Los seres humanos,
como hemos visto en este libro, tienen una gran capacidad de adap-
tación, pero no se sienten muy a gusto abandonando sus culturas
ancestrales en beneficio de costumbres foráneas. En tales circunstan-
cias el impulso natural es hacia el compromiso, y el nacionalismo es,
entre otras cosas, el nombre de ese compromiso.
Si queremos un ejemplo de nacionalismo, basta centrarse en
Irlanda, una isla cuya experiencia histórica durante los últimos siglos
ha sido, en general, menos benigna que la de Gran Bretaña. Los irlan-
deses no tardaron mucho en darse cuenta de que tenían que incor-
porarse al mundo moderno inaugurado por sus vecinos; de hecho,
en una fecha tan temprana como 1790, un nacionalista irlandés ya
insistía (recurriendo a una vívida metáfora tecnológica de la época)
en que si Irlanda gozase de libertad y buen gobierno, «se elevaría como
un globo aerostático en el cielo de las artes, el comercio y la manu-
factura, y dejaría a Inglaterra rezagada a una enorme distancia». Los
irlandeses también eran plenamente conscientes de las ventajas que
les reportaba el haberse hecho mayoritariamente angloparlantes; un
nacionalista bilingüe señalaba en 1833 que, en vista de «la mayor uti-
lidad de la lengua inglesa como medio de toda comunicación moder-
na», podía dar fe «sin derramar una lágrima [del] paulatino desuso
del irlandés». Eso sí, no tenían la menor intención de dejar de ser
irlandeses, y para demostrarlo terminarían dedicando enormes ener-

347
una breve historia de la humanidad

gías a la reactivación de lo que en su día fuera su lengua nacional, ya


que «un pueblo sin idioma propio es una nación a medias». Por enci-
ma de todo, si bien querían que los británicos les siguiesen permitien-
do el acceso a su mercado de trabajo, no tenían el más mínimo deseo
de verse bajo su dominio. «Mi objetivo –recalcaba un nacionalista radi-
cal en 1847– es repeler la conquista; no una parte o porción de la mis-
ma, sino absolutamente toda la conquista de setecientos años.» En
pocas palabras, los irlandeses querían ser modernos como los britá-
nicos, pero también querían ser ellos mismos y gobernarse ellos mis-
mos. El nacionalismo irlandés legitimó esa doble tentativa. Fuera de
Irlanda, las concretas circunstancias políticas y culturales de semejan-
tes esfuerzos varían de una persona a otra, pero la idea fundamental
es la misma en todas partes: modernizar la cultura vigente sin dejar
de aferrarse a la identidad ancestral.
Lo que esto significa, paradójicamente, es que a menudo los nacio-
nalistas han hecho tanto por liquidar sus culturas tradicionales como
por conservarlas; matan vacas sagradas con la misma facilidad con que
las adoptan, y demuestran tener muy poca paciencia por aquellos
aspectos de su cultura que ya no les son de utilidad. Por supuesto
que trazar una línea entre la conservación y la liquidación es una labor
ardua y a menudo controvertida, como demuestran diversos ejemplos
japoneses del periodo posterior a la restauración meiji de 1868, el
acontecimiento que representa el ocaso del Estado dual y la funda-
ción del Japón moderno. Mori Arinori fue un nacionalista laico que
murió asesinado en 1889 tras una visita al santuario de Ise donde,
según se dice, se sirvió de su bastón para levantar la cortina que ocul-
ta el altar mayor; en 1873 había llegado a proponer que se abando-
nase el idioma japonés en favor de una forma racionalizada de inglés.
Al mismo tiempo, sin embargo, era un gran admirador de Kusunoki
Masashige, el héroe trágico de la restauración imperial del siglo xiv.
En cambio, el racionalista Fukuzawa Yukichi (1835-1901) no quería
saber nada de los adictos al régimen que «morían como perros», des-
perdiciando sus vidas en pro de causas perdidas, aunque era lo bas-
tante sensato como para no pronunciarse en tan explícitos térmi-
nos al hablar de Masashige, limitándose a afirmar que se debía
«admirar su espíritu pero no tomar sus acciones como modelo» (si
Masashige viviese en la actualidad, sostenía Fukuzawa, habría actua-

348
el mundo moderno

do de forma muy diferente). Otro de estos escándalos lo protagoni-


zó el catedrático Kume Kunitake, un riguroso erudito de la tradi-
ción china que había tomado forma en el siglo xvii; en 1891 publi-
có un ensayo histórico sobre el sintoísmo, la religión vernácula
japonesa, en el que la definía como «vestigio de un culto primitivo».
Como era de esperar, los sintoístas tacharon el ensayo de sacrílego y
Kume se vio obligado a abandonar su puesto en la universidad. En
la polémica subsiguiente, un intelectual antinacionalista que creía
en el gobierno mundial se pronunció a favor de la libertad de cáte-
dra, pero un nacionalista progresista cuyos colegas leían las novelas
de Walter Scott con más facilidad que El cuento de Genji insistió en que
había que «abstenerse de hacer un problema público de algo que ata-
ñe a la Casa Real». La conclusión de todo esto es que, con indepen-
dencia de las idiosincrasias culturales que los nacionalistas decidan
ensalzar, siempre se verán limitados por el hecho de que las élites
de todas las naciones, para funcionar con eficacia en un contexto glo-
bal, han de ser por fuerza prácticamente idénticas. Cualquier otra
cosa supondría vivir como una rana en un pozo.
Hasta ahora hemos abordado dos de las opciones que tienen las
sociedades tradicionales en un mundo cada vez más moderno: seguir
como si tal cosa o tratar de adoptar alguna versión del modelo britá-
nico. Nos queda la tercera: buscar una alternativa radical al estilo de
modernidad que inauguró Gran Bretaña. Esta idea tampoco es intrín-
secamente temeraria. Como es lógico, la modernidad británica fue
en muchos sentidos un producto idiosincrásico de su historia nacio-
nal y hasta los pueblos que la han adoptado han terminado modifi-
cándola a su gusto en numerosos aspectos. Por ejemplo, los británi-
cos eran cristianos, pero la modernización del Lejano Oriente ha
demostrado con creces que no hace falta ser cristiano para ser moder-
no; como señaló desdeñosamente un erudito japonés del siglo xvii
antes incluso de que hubiese comenzado la modernización de su país,
«el budismo es el cristianismo con pelo». De modo que, por llevar el
argumento un paso más allá, ¿no puede haber otras formas de vivir
con plenitud en el mundo moderno o, incluso, para transformarlo
completamente? Al fin y al cabo, los británicos, en el mejor de los casos,
habían tenido que arreglárselas con una modernidad provinciana cuya
naturaleza difícilmente podrían haber barruntado hasta no haberla

349
una breve historia de la humanidad

conseguido; visto a toro pasado, todo el fenómeno parecía exigir


una profunda reflexión que posteriormente pudiese traducirse en
una acción política radical. La idea es plausible, pero hasta la fecha
ninguna de esas tentativas ha resultado muy alentadora.
Por ahora el más duradero de esos movimientos ha sido el mar-
xismo, una teoría de la sociedad humana, y sobre todo de la socie-
dad industrial, ideada en el siglo xix y puesta en práctica por los
partidos comunistas del xx. Su ingrediente más estable fue la aver-
sión a la economía de mercado que hasta entonces había constitui-
do el fundamento de la sociedad industrial. Como praxis política,
su objetivo original era informar la política de las sociedades indus-
triales avanzadas para conducirlas con habilidad hacia un futuro de
libertad y abundancia sin clases sociales, mediante un proceso de
revolución política. En realidad, demostró mayor eficacia como téc-
nica de acumulación de poder político y económico en los países sub-
desarrollados, empezando por la revolución rusa de octubre de 1917.
Acumular poder, lo acumuló: la Unión Soviética se convirtió en una
superpotencia y la China comunista en un actor destacado del esce-
nario internacional. Lo que no hizo el marxismo fue proporcionar
a las sociedades donde se implantó ni libertad ni abundancia, y en
las postrimerías del siglo xx terminó por venirse abajo. A comien-
zos del siglo xxi, en los países con relevancia internacional, el comu-
nismo ha cedido el poder político (como en Rusia) o lo conserva sólo
a condición de renunciar a su tradicional hostilidad hacia el merca-
do (como en China).
Uno de los puntos fuertes del marxismo estribaba en su empeño
por entender el futuro del mundo moderno y por garantizar la exis-
tencia en lo que con el tiempo habría de ser una versión transfor-
mada del mismo. Así, la pesadilla para sus enemigos, aunque a fina-
les del siglo xx ya no lo recordase nadie, era que había dado lugar a
una forma de sociedad más eficaz que la suya. «Avanzamos a toda
máquina por la senda de la industrialización», declaraba Stalin en
1929, previendo que su país no tardaría en dejar atrás a sus «estima-
dos capitalistas» y su «civilización»; «ya veremos entonces cuáles son
los países que se “clasifican” como atrasados y cuáles como avanza-
dos» (compárese con la analogía irlandesa del globo aerostático).
Los que se aferrasen al desbarajuste de la democracia electoral y la

350
el mundo moderno

economía de mercado serían los dinosaurios de la evolución social,


y los marxistas, con su economía planificada y sus estructuras de poder,
centralizadas al máximo, serían los mamíferos. A la inversa, uno de
los puntos débiles de esta doctrina futurista era que no estaba enrai-
zada en las creencias y culturas heredadas de la gente común y en
su sistema doctrinal no había hueco para ellas. El marxismo resta-
ba énfasis a la identidad, lo cual quizá fuese el motivo de que, en
cuanto se demostró su inoperancia, desapareciese prácticamente sin
dejar rastro. Y sin embargo, paradójicamente, algunos de sus mayo-
res éxitos a la hora de alcanzar el poder mediante la revolución los
logró cuando sus partidarios optaron por jugar la carta del nacio-
nalismo y desempeñar el papel de defensores de la patria contra el
enemigo extranjero, un papel que representaron con más eficacia
que los propios nacionalistas, como ocurrió en China y en Vietnam,
aunque no en Rusia.
El otro intento de implantar un sistema de vida alternativo en el
mundo moderno digno de mención es el fenómeno conocido como
islamismo, integrismo o fundamentalismo islámico (no vamos a ocu-
parnos aquí del gran número de musulmanes que han adoptado la
modernidad occidental prácticamente tal cual). Este movimiento
tiene sus raíces en el wahabismo (o, como prefieren denominarlo
sus adeptos, salafismo) que surgió en Arabia en el siglo xviii, aun-
que sería en las primeras décadas del xx cuando tomase forma como
respuesta al mundo moderno y en las últimas cuando se convirtiese
en un factor determinante de la política del mundo islámico. En tér-
minos de fortaleza y debilidad, puede considerarse una corriente
opuesta al marxismo. El fundamentalismo islámico, al menos en prin-
cipio, no tenía nada de futurista; su objetivo era restaurar la gloria
de un pasado ancestral que forma parte del patrimonio cultural de
los musulmanes de todo el mundo. Por consiguiente, podía sintoni-
zar con los valores de una enorme comunidad religiosa y aglutinar
toda una serie de sentimientos de agravio, en particular contra occi-
dente, cuyos motivos iban desde la intrusión militar hasta la conta-
minación cultural; en semejante contexto, se aprovechó de la tenden-
cia del monoteísmo tradicional a generar distanciamiento intercultural
(y no entendimiento mutuo, que es lo que en el Occidente actual se
espera que promueva la religión). Así pues, a diferencia del marxis-

351
una breve historia de la humanidad

mo, y en mucha mayor medida que el nacionalismo, el fundamenta-


lismo islámico prometía fidelidad con el pasado de sus adeptos. Pero
si sus lazos con la tradición islámica eran estrechos y evidentes, su com-
promiso con la verdadera modernidad era, por esa misma razón, un
tanto dudoso. A comienzos del siglo xxi, la pesadilla para los enemi-
gos del fundamentalismo islámico no era que los musulmanes faná-
ticos pudiesen heredar la tierra mediante una técnica más eficaz
para gestionarla, sino que pudiesen acabar con ella tan pronto como
lograsen hacerse con la tecnología necesaria. A la hora de enfrentar-
se a los numerosos problemas económicos, sociales y políticos de las
poblaciones musulmanas, el principal recurso que podía ofrecer el
fundamentalismo era la fe.
A diferencia del marxismo, el fundamentalismo islámico parece
tener cierto futuro asegurado, aunque es difícil saber por cuánto tiem-
po, o cuál será ese futuro. Por supuesto, puede ocurrir que el funda-
mentalismo se revele demasiado inflexible como para representar
una forma de vida viable (y no una fuente de conflictos) en el mun-
do moderno; sería como hacer una muesca en una barca para seña-
lar un lugar. En ese caso, cabría presagiar que, como ya le sucedió al
marxismo, terminaría cayendo en desuso. Otra posibilidad es que el
fundamentalismo demuestre la suficiente flexibilidad como para
ser compatible con la esencia de la modernidad, esto es, la infraes-
tructura social y cultural de la riqueza y el poder modernos. En este
contexto vale la pena recordar la restauración meiji: el Japón del siglo
xix irrumpió con éxito en el mundo moderno con el pretexto de
retornar a un pasado que llevaba casi un milenio en el olvido. Bien
es cierto que la cultura japonesa se caracterizaba por un eclecticismo
que no cuadra con los actuales niveles de fanatismo de los fundamen-
talistas islámicos. Pero pensemos en el caso de Irán, donde ese fana-
tismo ha ido disipándose paulatinamente desde la revolución inte-
grista de 1979. En estos comienzos del siglo xxi, no es difícil imaginar
un futuro en el que la herencia revolucionaria, sin llegar a verse repu-
diada como tal, pudiera servir más que nada para proporcionar los
atributos simbólicos de una nación tan moderna como cualquier otra.
De ser así, el fundamentalismo en el contexto iraní se habría con-
vertido en una variante del nacionalismo. El fundamentalismo suní
podría terminar compartiendo el mismo destino. En cierto sentido,

352
el mundo moderno

ya existe una interesante concomitancia con el marxismo: cuando


más cerca ha estado el fundamentalismo de obtener el éxito políti-
co ha sido al adoptar una forma de antiimperialismo. Sea cual sea el
resultado final, no parece probable que el fundamentalismo islámi-
co vaya a producir una forma diferente de integrarse en la moderni-
dad, aunque tal vez sí una forma diferente de compaginar la moder-
nidad con la fidelidad al pasado. Pero de momento volvamos a poner
los pies en el presente.

El mundo actual

En general, el proceso que comenzó en la Gran Bretaña del xviii


ha afectado a todos los habitantes del planeta y ha dado lugar a un
mundo más homogéneo del que jamás haya existido dentro de la his-
toria de la humanidad (piénsese, por ejemplo, en la uniformidad
transcultural de los «dispensadores de nicotina» de la figura 27).
También ha generado enormes desigualdades entre los pueblos.
Naturalmente, estas desigualdades no representan ninguna novedad
en la historia universal; pocos encuentros ha habido en los dos últi-
mos siglos tan desiguales como los propiciados por la intrusión espa-
ñola en el Nuevo Mundo. Pero la tremenda disparidad en materia de
poder económico, político y cultural provocada por la revolución
industrial ha terminado afectando a más gente, y sigue moldeando
el mundo en que vivimos. Otra de las cosas que genera es un enor-
me, y previsible, resentimiento. En 1852, durante la celebración anual
del aniversario de la independencia de Estados Unidos, Frederick
Douglass, un esclavo negro, se dirigió en estos términos a sus com-
patriotas blancos: «La valiosa herencia de justicia, libertad, prospe-
ridad e independencia que os legaron vuestros padres la disfrutáis
vosotros, no yo», y terminó su alocución señalando que «la repulsi-
va barbarie y desvergonzada hipocresía de Estados Unidos no tie-
nen rival». Los sentimientos expresados por Douglass resultan muy
familiares en el mundo actual.
Una muestra del grado al que ha llegado esa disparidad es la faci-
lidad, poco menos que despreocupada, con que en el siglo xix y
comienzos del xx los británicos –y demás naciones que lograron incor-

353
una breve historia de la humanidad

Figura 27. «Dispensadores de nicotina» de comienzos del siglo xxi


procedentes de Francia, Sudamérica y China.

porarse al club imperial– pudieron dominar a los pueblos excluidos


del mismo. El reparto de África entre las potencias europeas a fina-
les del siglo xix es un ejemplo, como lo es la creación de un impe-
rio japonés en el Lejano Oriente a expensas de China y de Corea. A
mediados del siglo xx, esos imperios eran en su mayor parte cosa
del pasado. No se trataba, sin embargo, de que la modernidad hubie-
se perdido poder, sino que su distribución había variado. El proceso
de modernización había engendrado élites modernizadas dentro
incluso de sociedades que aún no habían asimilado la modernidad
a ningún nivel, y la existencia de esas élites había hecho que el domi-
nio imperial directo, tanto desde el punto de vista político como
moral, fuese más difícil de mantener, no digamos ya de ampliar. De
ahí que en la actualidad el mundo esté dividido en naciones, no en
imperios; ni siquiera el imperio ruso, que gracias al comunismo fue
mucho más longevo que los demás, ha podido evitar su desintegra-
ción. Con todo, detrás de esta fachada de naciones unidas y desuni-
das, las estructuras formales e informales de las relaciones interna-
cionales demuestran que la modernización efectiva sigue siendo una
condición previa para alcanzar una posición de poder.
Hay, no obstante, algo que ha conseguido hacer de este mundo
desigual un lugar un poco menos cruel. En el capítulo 10 vimos cómo

354
el mundo moderno

en el marco de una ciudad-Estado, a diferencia de lo que sucedía en


los reinos territoriales, la élite está obligada a compartir parte del
sufrimiento de las masas. Algo parecido, aunque a mucha mayor esca-
la, se observa en el mundo en que ahora vivimos. En la década de
1840 las clases pudientes de Gran Bretaña podían contemplar con
relativa indiferencia cómo, a unos pocos cientos de kilómetros, se
morían de hambre los campesinos irlandeses que vivían bajo domi-
nio británico. En la actualidad los británicos participan en progra-
mas para paliar la hambruna en regiones mucho más remotas, en
las cuales no tienen ninguna responsabilidad política directa. Esta
diferencia de actitud podría explicarse aludiendo a un cambio de
sensibilidad, algo que sin lugar a dudas se ha producido; hoy en día
los británicos se preocupan mucho más que antes por lo que ocurre
en zonas menos privilegiadas del planeta. Pero este cambio de sen-
sibilidad se ha visto reforzado de forma crucial por consideraciones
más materiales. En el mundo actual, los desastres y calamidades que
tienen lugar en las regiones más remotas desbordan las fronteras de
los desventurados países que los padecen; es muy probable, por ejem-
plo, que provoquen oleadas de refugiados, lo cual representa un pro-
blema para todo el mundo. Las repercusiones, huelga decirlo, son
desiguales. No es muy probable, por ejemplo, que una avalancha de
refugiados huidos de un genocidio en África central inunde Europa,
mientras que los refugiados del norte de África o de los Balcanes
son un caso completamente distinto. Eso sí, la naturaleza del fenó-
meno y su relativa novedad están fuera de toda duda. Los pudientes
del mundo se preocupan hasta cierto punto por mitigar la desespe-
ración de los desposeídos, y, en un sentido más general, de aquellos
que se encuentran en el lado equivocado del actual orden mundial.
La prueba de que había motivos para esa preocupación la tuvimos
en los acontecimientos de otoño de 2001.

2. Las torres altísimas

«Dondequiera que os halleis, la muerte os encontrará, aunque estéis


en torres altísimas» (Corán 4:78). Aunque el versículo puede usarse
como amenaza contra los infieles, lo cierto es que, en su contexto,

355
una breve historia de la humanidad

va dirigido a los creyentes. Como tantas otras veces en el Corán, Alá


los anima a emplearse con más arrojo en las contiendas, y a tal efec-
to añade que, ya que algunos hombres van a morir de todas formas,
bien harían en morir con gloria. «¡Que quienes cambian la vida de
acá por la venidera combatan por Alá! A quien combatiendo por Alá,
resulte muerto o salga victorioso, le daremos una magnífica recom-
pensa» (Corán 4:74). Lo lógico, desde el punto de vista humano, sería
suponer que salir victorioso es mayor recompensa que resultar muer-
to, pero no es así: «Y no penséis que quienes han caído por Alá están
muertos. ¡Al contrario! Están vivos junto a su señor» (Corán 3:169).
Mejor aún, ¿no podría uno resultar muerto y salir victorioso al mis-
mo tiempo y tener así todas las ventajas? La cuestión de si semejan-
te pensamiento puede servir de justificación, desde el punto de vis-
ta islámico, al ataque de un terrorista suicida plantea espinosos
interrogantes legales. Lo que sí puede generar, desde luego, es una
retórica embriagadora que estimule esa clase de atentados.
El 11 de septiembre de 2001 cuatro grupos de terroristas musul-
manes secuestraron otros tantos aviones comerciales en Estados
Unidos. Dos de ellos los estrellaron contra las torres gemelas del World
Trade Center de Nueva York y otro contra el Pentágono de Washington,
causando la muerte de varios miles de personas. El cuarto avión
cayó en un campo de Pensilvania, parece ser que como resultado de
la resistencia de los pasajeros, y no provocó más víctimas que las que
viajaban a bordo. Nadie reivindicó estos atentados tan espectacula-
res, pero había motivos para suponerlos obra de una organización
conocida como Al-Qaeda. Al-Qaeda es una red terrorista más exten-
sa de lo habitual fundada y dirigida por la oveja negra de una acau-
dalada familia saudí con ayuda de algunos hábiles colaboradores. Los
orígenes del movimiento se remontan a la triunfal resistencia islá-
mica contra la ocupación soviética de Afganistán en la década de
1980, resistencia que Estados Unidos contribuyó a armar y financiar
a través de los pakistaníes. Desde la retirada de los soviéticos en 1989
Afganistán había estado sumido en una prolongada guerra civil que
terminaron ganando los talibán, una milicia fundamentalista estre-
chamente vinculada a los pakistaníes y después a Al-Qaeda. La victo-
ria de los talibán, que tomaron Kabul en 1996, brindó a la organiza-
ción la oportunidad de operar con libertad en buena parte del país,

356
el mundo moderno

oportunidad que aprovechó para establecer campos de entrenamien-


to a una escala tal que dejaba pequeña las actividades de grupos terro-
ristas clásicos como el IRA. Al-Qaeda ya había atentado más de una
vez contra objetivos estadounidenses, pero los ataques del 11 de
septiembre fueron de otro calibre.
En los últimos meses de 2001 estos acontecimientos captaron la
atención de todos los habitantes del planeta y, a juicio de algunos
observadores, parecían incluso haber transformado el mundo. Una
oleada de emoción embriagadora sacudió el mundo islámico y en
los países con un problema musulmán (que son muchos, habida cuen-
ta del enorme número de musulmanes en el mundo) surgió de la
noche a la mañana un sentimiento comunitario sin precedentes. Sin
embargo, también parecía lógico mostrarse un tanto escéptico en
cuanto a los efectos a largo plazo de los ataques. Dos factores habían
permitido a Al-Qaeda eclipsar al IRA de una forma tan espectacular:
su capacidad de actuar abiertamente en Afganistán y la libertad que
tenían sus activistas de moverse a capricho por la mayor parte del mun-
do. La rápida reacción de la comunidad internacional, unida a la
envergadura de la respuesta militar estadounidense, hizo improbable
que pudiera volver a darse cualquiera de esas dos circunstancias. Puede
que Al-Qaeda no estuviese acabada, pero costaba imaginar que pudie-
se recuperar la fuerza que tuvo en el pasado. Salvo que provocase una
hecatombe biológica o nuclear, no parecía probable que fuese capaz
de modificar a su favor la macroestructura de las relaciones interna-
cionales. De hecho, su actuación en el escenario internacional esta-
ba empezando a resultar un tanto quijotesca. Una organización que
se entregaba con tanta pasión al arte de hacer enemigos, llegando a
suscitar el antagonismo de estadounidenses, europeos, rusos, indios
y chinos al mismo tiempo, no parecía muy bien adaptada para sobre-
vivir en un mundo que en su mayor parte no es musulmán.
Ahora bien, ¿realmente era una organización tan quijotesca?
¿Seguro que su único objetivo era matar infieles sin sopesar las con-
secuencias? Así tendían a verlo, cosa comprensible, los estadouniden-
ses, que daban por sentado que los terroristas los habían escogido
como víctimas por el odio exacerbado que les profesaban. Es evi-
dente que la organización no tenía el menor aprecio por ellos ni el
menor reparo en asesinarlos; unos años antes ya les había declarado

357
una breve historia de la humanidad

la guerra santa. Esto en sí no es difícil de explicar. Es más que pro-


bable que otra nación cualquiera que se hubiese convertido en la más
rica y poderosa del mundo hubiese despertado un profundo rencor
entre los países menos favorecidos, aun en el caso de que su con-
ducta internacional hubiese sido un modelo de tacto. Además, un
tópico muy extendido en el mundo islámico afirmaba que Estados
Unidos era hostil con el Islam. Este juicio, evidentemente, no era
del todo realista; la política exterior de toda superpotencia debe tener
en cuenta sus intereses en las diversas regiones del globo y difícilmen-
te podrá permitirse el lujo de mantener una postura global constan-
te a favor o en contra de algo tan ramificado como una religión uni-
versal. No obstante, en el mundo árabe en concreto había motivos
específicos para ver con malos ojos el papel de Estados Unidos, y
era precisamente en los países árabes donde se reclutaba la inmen-
sa mayoría de los miembros de Al-Qaeda.
La política estadounidense en el mundo árabe se articulaba en
torno a dos compromisos fundamentales, ambos firmemente ancla-
dos en realidades ajenas al mismo. Uno era el compromiso con el
bienestar de Israel, un principio indiscutible de la política interior
de Estados Unidos. El Estado de Israel había surgido en la primera
mitad del siglo xx a partir de una combinación insólita de liberación
nacional y colonización; este segundo elemento, la colonización,
era el que más presente tenían los árabes, toda vez que había tenido
lugar a sus expensas. Garantizar el bienestar de Israel también signi-
ficaba apoyar regímenes que llegasen a un acuerdo con él, los cua-
les, en consecuencia, tenían muchas probabilidades de ser vistos como
traidores a la causa árabe. El otro compromiso era con la estabili-
dad de los principales regímenes de las regiones productoras de petró-
leo del Golfo Pérsico, sobre todo de Arabia Saudí; el motivo era la
inextricable dependencia del petróleo por parte del mundo indus-
trializado, incluidos Estados Unidos. El Estado saudí estaba domina-
do por una familia real, cuyo éxito reproductor desde el siglo xviii
superaba con creces el de cualquier dinastía europea; en términos
proporcionales, era como si los puestos más apetecibles de Estados
Unidos los hubiesen acaparado medio millón de descendientes de
George Washington. Se mire por donde se mire, se trataba de un
logro familiar extraordinario, pero en el mundo moderno los resul-

358
el mundo moderno

tados no eran fáciles de justificar ni ante el público republicano ni


ante el musulmán. En resumidas cuentas, ni el compromiso con
Israel ni el compromiso con Arabia Saudí contribuían a mejorar la
imagen de Estados Unidos en un mundo árabe integrado por pobla-
ciones insatisfechas y regímenes impopulares. Todo esto garantiza-
ba un filón de antiamericanismo que Al-Qaeda podía explotar sin
el menor esfuerzo.
Ahora bien, como señalaron algunos comentaristas a propósito
de los atentados del 11 de septiembre, ese antiamericanismo no
tenía por qué ser el motivo que impulsaba las ambiciones de Al-
Qaeda. De hecho, la retórica del cabecilla de la organización resul-
taba un tanto rígida e inexpresiva cuando hablaba de Estados Unidos
o incluso de Israel. Cuando de verás cobraba vida eran cuando situa-
ba en su punto de mira al régimen saudí; es probable que los miem-
bros de la organización procedentes de otras partes del mundo
árabe opinasen lo mismo acerca de los regímenes imperantes en sus
respectivos países. Lo más probable es que su objetivo estratégico
no fuese simplemente dar rienda suelta a sus sentimientos ni revo-
lucionar el mundo, sino conquistar el poder en los países musulma-
nes, en particular los árabes, e islamizarlos, o, por usar una expre-
sión que se incorporó al vocabulario común a raíz de los atentados,
«talibanizarlos».
Esta ambición era tan antigua como el propio fundamentalismo
islámico. Durante mucho tiempo los fundamentalistas habían inten-
tado aplicar las tácticas más evidentes, tratando de infiltrarse en los
regímenes de los países musulmanes o de derrocarlos usando cual-
quier medio a su alcance. A finales del siglo xx, habían influido en
la política de prácticamente todos los países musulmanes. Habían ase-
sinado a un presidente de Egipto; habían alcanzado, aunque sin lograr
conservarlo, un papel rector en el Gobierno de Sudán; habían per-
dido una guerra civil en Argelia, pero más o menos habían ganado
otra en Afganistán, donde previamente habían disfrutado de una
oportunidad insólita para granjearse el apoyo popular durante la
resistencia a la ocupación soviética. Pero la estrategia, en general, se
reveló un fracaso, quizás porque la capacidad de los regímenes para
aferrarse al poder era demasiado grande, o porque los atentados fun-
damentalistas en los países musulmanes se cobraban víctimas musul-

359
una breve historia de la humanidad

manas (aunque fuese untando de veneno las cuentas de sus rosa-


rios, tal como recomendaba un manual de Al-Qaeda), una táctica
que, lejos de unir a la opinión pública musulmana, inevitablemen-
te la dividía. Sin lugar a dudas, el fundamentalismo obtuvo su mayor
éxito en Irán, donde la revolución que en 1979 derrocó a la monar-
quía se tradujo en el establecimiento de una república islámica
que parecía tener probabilidades de continuar, bajo una forma u
otra, en el futuro inmediato. A finales del siglo, sin embargo, los clé-
rigos dirigentes estaban perdiendo autoridad moral. El electorado
–pues Irán era una república islámica lo bastante constitucional
como para tener un electorado– parecía cada vez más descontento
con la labor del régimen, ineficaz en lo económico y represiva en
lo cultural. En cualquier caso, además, la filiación shíita de Irán le
impedía convertirse en modelo del mundo islámico. Al terminar el
siglo los fundamentalistas no habían conquistado el poder en nin-
gún otro país importante. Habían adquirido una amplia influencia
en el mundo musulmán y demostrado un notable talento para el tra-
bajo social a pequeña escala (aunque no en Afganistán), pero en
términos políticos no iban a ninguna parte. En este sentido, compa-
rados con los partidos comunistas eurasiáticos de medio siglo antes,
habían fracasado rotundamente.
Así pues, la novedosa estrategia de Al-Qaeda tal vez no fuese más
que un camino alternativo para alcanzar el mismo fin. En lugar de
atacar a los regímenes propiamente dichos, el truco sería atacar a
los estadounidenses. Al provocar una represalia mayúscula por par-
te de Estados Unidos, los terroristas podían contar con ganarse las
simpatías de la mayor parte de la opinión pública musulmana y dejar
en evidencia a los regímenes que cooperaban con aquéllos. Sin embar-
go, cuando llegó el momento, la resistencia afgana a la invasión
estadounidense se vino abajo demasiado rápido como para que cua-
jase el plan, y la opinión pública musulmana siguió mostrando una
profunda ambivalencia en relación al asunto; piénsese en su ten-
dencia a atribuir los atentados a los judíos o a los propios estadouni-
denses, en lugar de regodearse en ellos.
Es muy posible que dentro de una década o dos estos atentados
no representen más que un episodio excepcionalmente desagrada-
ble en la memoria colectiva de los estadounidenses. Sin embargo,

360
el mundo moderno

aun en el caso de que a la larga no tengan mucha repercusión en la


estructura mundial, aun en el caso de que no logren desplazar a los
regímenes que hoy ocupan el poder en los países árabes, seguirán
teniendo su importancia por lo mucho que nos dicen del mundo tan
desigual en que vivimos. Entre otras cosas, nos recuerdan, una vez
más, que hay mucha gente a la que la modernidad todavía no ha
reportado los beneficios que primero proporcionó a los británicos.
Lo que distingue a unas poblaciones musulmanas de otras que tam-
bién se encuentran en el lado desfavorecido de la historia no es tan-
to la postración en que se encuentran, sino un par de características
heredadas que determinan sus reacciones: el enorme tamaño de la
comunidad musulmana y la disponibilidad, dentro de su legado cul-
tural, de una tradición particular de violencia legítima desde el pun-
to de vista religioso. Esa tradición pueden aprovecharla pequeños
grupos fanáticos, cuyos objetivos en última instancia tengan un atrac-
tivo muy limitado dentro incluso del mundo musulmán y resulten
totalmente incomprensibles fuera del mismo. Pero, mientras tanto,
dichos grupos pueden suscitar al menos una cierta simpatía entre
poblaciones más amplias cuyos motivos de insatisfacción sí resulten
fácilmente comprensibles para un extranjero.
Un paralelismo latinoamericano tal vez sirva para subrayar la sin-
gularidad de lo que ha ocurrido en el mundo árabe. Pensemos, por
ejemplo, en Perú, un país con el consabido rencor latinoamericano
contra Estados Unidos. En las últimas décadas ha sufrido un terro-
rismo a gran escala a manos de un movimiento marxista –más con-
cretamente maoísta– que se hacía llamar Sendero Luminoso, cuyo
objetivo era derrocar al Estado peruano. También ha experimenta-
do el auge del fundamentalismo religioso, gracias a la fe y a la ener-
gía de sus iglesias pentecostales. La principal ventaja de este movi-
miento, según me explicaron durante una visita al país, es la serie
de servicios sociales que proporciona; además, la reforma moral
que provoca en los conversos varones lo vuelven más atractivos a los
ojos de las mujeres: los maridos sobrios trabajan más, llevan más dine-
ro a casa y es menos probable que peguen a sus esposas. De manera
que Perú también tiene terrorismo político y fundamentalismo reli-
gioso. Pero en el caso de la nación andina, como en tantos otros,
ambos fenómenos están bastante alejados; los terroristas carecen de

361
una breve historia de la humanidad

religión y los fundamentalistas de conciencia política. Lo que distin-


gue al mundo musulmán es la medida en que han llegado a conju-
garse ambos elementos, y lo explosivo de la combinación.

3. Los amantes de Júpiter (segunda parte)

Un tema recurrente en la historia de la revolución industrial (la his-


toria de sus causas y sus repercusiones) es el progreso acelerado
de la ciencia. Sin ella, al fin y al cabo, no habría habido rascacielos
de 110 pisos ni aviones para que Al-Qaeda los derribase. A finales
del siglo xx, algunas de las innovaciones científicas desarrolladas
por el ser humano eran potencialmente capaces de transformar la
vida humana de una forma hasta entonces inimaginable; un ejem-
plo fue la adquisición de las primeras nociones sobre genética gra-
cias a las investigaciones con el ADN. Otros avances eran sencilla-
mente alucinantes, como el nivel de conocimiento alcanzado acerca
de la historia y estructura del universo, y del comportamiento de las
partículas más infinitesimales. Pero había una rama de la actividad
científica que estaba cosechando unos resultados que, aunque en
principio no pareciesen demasiado provechosos ni resultasen parti-
cularmente alucinantes, eran sin lugar a dudas espectaculares. Me
refiero a la exploración del sistema solar mediante naves espaciales
sin tripulación.
Al igual que las investigaciones de Galileo, esta exploración depen-
día del patrocinio del Estado; como ya señalara agudamente el astró-
nomo pisano, son los monarcas quienes «libran guerras, construyen
castillos y defienden fortalezas, y gastan más en sus reales diversio-
nes de lo que ni yo ni cualquier otra persona podría gastar jamás a
título privado». A finales del siglo xx, sin embargo, la actividad astro-
nómica ya no era un terreno en el que pudiesen haber competido
los príncipes italianos ni las repúblicas mercantiles transalpinas, aun-
que no llegasen a desaparecer del todo como resultado de la reuni-
ficación italiana del siglo xix. A pesar de cierto grado de coopera-
ción internacional, sólo había un actor verdadero, el Gobierno del
país más rico del mundo; e incluso allí los políticos se echaban las
manos a la cabeza ante los costes incurridos en el patrocinio. No obs-

362
el mundo moderno

tante, el Gobierno de Estados Unidos siguió dedicando enormes recur-


sos financieros a la Administración Nacional de Aeronáutica y del
Espacio (NASA), otro ejemplo de organización consagrada a la explo-
ración de un ámbito que hasta mediados del siglo xx estaba absolu-
tamente fuera del alcance humano. La NASA a su vez empleaba a una
gran cantidad de científicos e ingenieros, cuando Galileo no había
contado ni con la asistencia de un simple estudiante universitario.
La envergadura de este proyecto colectivo, y de casi toda la tecno-
logía dedicada al mismo, sin duda superaba la más delirante de sus
ensoñaciones.
Sin embargo, muchos de los frutos de las exploraciones de la
NASA no le habrían resultado inconcebibles a Galileo, aunque pue-
de que a sus predecesores geocéntricos, con su astronomía «a ojí-
metro», les hubiese costado asimilarlos. Es más, varios de los hallaz-
gos de la NASA habrían entusiasmado al padre de la astronomía
moderna, pues, al igual que sus propios descubrimientos, le habrían
sido de gran provecho. Su tesis fundamental, en la que tanto insistió
en su tratado sobre los paisajes lunares, era que los cuerpos celes-
tiales son cuerpos como los demás, pero en este contexto tampoco
había podido sacarle mucho partido a su descubrimiento de las cua-
tro lunas de Júpiter, pues ni siquiera con el mayor de sus telesco-
pios alcanzaba a verlas más que como simples puntitos de luz. Desde
entonces se han descubierto tantas lunas de Júpiter que la mayoría
hemos perdido la cuenta, pero las cuatro de Galileo siguen siendo
las mayores y más interesantes. Las naves espaciales que la NASA
ha enviado sucesivamente en dirección a Júpiter desde 1972, y en
concreto la «Misión Galileo» de la década de 1990, han generado
un caudal de información que ha ayudado a dilucidar qué clase de
cuerpos son esos satélites.
De los cuatro, Ío, que recibe el nombre de una amante de Júpiter
que sufrió lo indecible a manos de la mujer del dios, es el más cerca-
no al planeta. Para Galileo esto significaba que era el más difícil de
avistar (de ahí el número variable de satélites en la figura 22). Para
nosotros significa que Ío está sometido a poderosas fuerzas gravitacio-
nales que pugnan en su interior, calentándolo y generando una inten-
sa actividad volcánica. Este vulcanismo está continuamente modifi-
cando la superficie del planeta, que está cubierta de azufre; mientras

363
una breve historia de la humanidad

que grandes porciones de la superficie de la Luna conservan un regis-


tro antiquísimo de los comienzos del sistema solar, nada de lo que
vemos en Ío tiene más de un millón de años de antigüedad. La figu-
ra 28 (arriba a la izquierda) muestra algunas de las montañas del saté-
lite tal como las vemos en la actualidad; Galileo habría advertido inme-
diatamente la sombra que proyecta el poniente, que igual que ocurre
en nuestra luna, nos da una idea de la altura de las montañas (en
este caso concreto, unos 4.000 metros). Ni que decir tiene que Ío es
inhóspito para cualquier forma de vida que podamos concebir.
Calisto, que recibe su nombre de una princesa fecundada por
Júpiter que también tuvo problemas con la mujer de éste, es el más
alejado del planeta. Su superficie no es ni mucho menos tan joven
como la de Ío. Al contrario, su asombrosa antigüedad se aprecia en
los omnipresentes cráteres de impacto que salpican su superficie (véa-
se figura 28, abajo a la derecha); los procesos volcánicos posteriores
que han alterado buena parte de la superficie de nuestra luna no han
afectado a Calisto. Hay otro aspecto en el que esta luna galileana difie-
re radicalmente de nuestro satélite y es que uno de sus principales
componentes es el hielo, lo cual plantea la interesante posibilidad de
que haya un océano bajo su inmutable superficie.
Ganímedes, que lleva el nombre de un hermoso joven secuestra-
do por Júpiter para que le sirviese de escanciador (y sin duda tam-
bién de objeto sexual), es el satélite más grande del sistema solar y
se mueve dentro de la órbita de Calisto. También aquí casi todo lo
que se ve es una superficie helada salpicada de antiquísimos cráte-
res de impacto. Sin embargo, a diferencia de la superficie de Calisto,
la de Ganímedes se ha visto severamente afectada por procesos pos-
teriores que le han dado un curioso aspecto: es como si un jardine-
ro cósmico la hubiese rastrillado por completo (véase figura 28, arri-
ba a la derecha). En este caso no hay ningún indicio de océanos
bajo la superficie.
Sólo queda Europa. La última de las cuatro lunas galileanas, que
recibe su nombre de una princesa fenicia raptada y conducida a Creta
por Júpiter, es la más cercana al planeta después de Ío. Una vez más,
casi todo lo que vemos es hielo, y horadado de tal forma que recuer-
da un poco a la superficie de Ganímedes, aunque con un aspecto
mucho más caprichoso (véase figura 28, abajo a la izquierda); el prin-

364
el mundo moderno

Figura 28. Imágenes de los cuatro satélites jupiterianos tomadas a finales


del siglo xx (en el sentido de las agujas del reloj, empezando por arriba a la
izquierda), Ío, Ganímedes, Calisto y Europa.

cipal culpable parece ser una especie de vulcanismo glacial. Aún


no se ha determinado la antigüedad de la superficie, pero todo indi-
ca que es bastante reciente. La pregunta, faltaría más, es si hay un
océano bajo el hielo, pero en el momento de escribir estas líneas no
se conoce la respuesta. Es posible que haya más agua salada en Europa
que en la Tierra.
Es una lástima que Galileo no pudiese contemplar un panorama
tan pintoresco, pero lo más interesante de todo es la posibilidad de
que Europa, y quizá no sólo Europa, albergue agua bajo su corteza.
Allí donde hay un océano podría haber vida. Si la hubiese, el dato

365
una breve historia de la humanidad

también habría complacido a Galileo, pues le habría permitido dar


un tirón de orejas a los geocéntricos al mostrarles otro aspecto en el
que los cuerpos celestiales no diferían de cualquier otra clase de cuer-
pos. Ahora bien, el descubrimiento de vida en Europa también plan-
tearía un interrogante que difícilmente habría podido formularse
Galileo: ¿qué diferencias habría, desde el punto de vista bioquímico
y biológico, entre la vida europea y la nuestra? No se trata, desde
luego, de una pregunta sobre historia de la humanidad, pero es de
naturaleza similar a las cuestiones de necesidad y contingencia que
hemos abordado repetidamente a lo largo de todo el libro (por ejem-
plo, cuando recurrimos al «conquistador anónimo» para que nos ayu-
dase a comparar las civilizaciones del Viejo Mundo con las del Nuevo).
¿Hasta qué punto cosas como la vida, la civilización y la moderniza-
ción son como son porque no podrían ser de otra forma? ¿Hasta
qué punto su forma de ser no es más que una entre varias alternati-
vas posibles? Son preguntas interesantes sobre las que discurrir, pero
hasta la fecha no las hemos respondido con mucho éxito, ni en este
libro ni en ningún otro lugar.
Entre tanto, las espectaculares actividades de la NASA y de Al-Qaeda
ofrecen un llamativo contraste. Una organización se dirige a perso-
nas que llevan una vida próspera en el mundo actual, la otra a perso-
nas que lo detestan. Cabría equipararlo al contraste entre los que viven
como ranas alrededor de un estanque y los que viven como ranas en
un pozo. Pero las dos iniciativas tienen en común un rasgo muy sig-
nificativo, y muy humano: ambas nos sirven como recordatorio de la
extraordinaria capacidad de la imaginación, por no decir de la fan-
tasía, para excluir de los asuntos humanos al sentido común.

366
Conclusión

En líneas generales, la visión de la historia humana que ofrece este


libro es materialista. Eso no significa que esté basada en ideas tan
obcecadas como que la materia es lo único que existe en el univer-
so, o que las ideas carecen de importancia. Es una visión materialis-
ta en el sentido de que no invoca la actividad de ninguna inteligen-
cia sobrenatural –ya sea divina o de cualquier otra naturaleza– para
dar una explicación inteligible del devenir histórico, ni para diluci-
dar por qué ha existido tal devenir.
El enfoque no tiene nada de novedoso. Lucrecio, el poeta roma-
no que sostenía que el universo no estaba hecho para nosotros, ofre-
ció una explicación de la evolución cultural del hombre tan mate-
rialista como ésta en cuanto a su carácter, y más aún en cuanto a sus
fundamentos doctrinales. Si bien no negaba la existencia de los dio-
ses, los situaba totalmente fuera del mundo y rechazaba la idea de
que tuviesen el más mínimo interés en las cuestiones terrenales. En
última instancia, lo que ocurría en nuestro mundo (que sólo era uno
de tantos) era simplemente una cuestión de átomos y de cómo se
comportaban: «muchos átomos revueltos de diversas maneras» que
«se unen en todas las combinaciones posibles». Para Lucrecio, pues,
la historia carecía de finalidad. La cultura humana y la sociedad eran
los productos de una evolución, no de la intervención deliberada
de los dioses. Al principio los hombres vivían como las bestias.
Carecían de los elementos más básicos de las sociedades posterio-
res, como el lenguaje, la agricultura, las herramientas de metal, el

367
una breve historia de la humanidad

fuego, las ropas, las casas, la navegación, el matrimonio, la propie-


dad, las leyes, la justicia en pro de los débiles, la religión o la escritu-
ra. Todo esto fue cambiando paulatinamente; los individuos más inte-
ligentes introdujeron innovaciones, los monarcas fundaron ciudades,
etcétera. Surgieron, por así decirlo, las sociedades complejas. Ése es
básicamente el tema que he tratado de examinar en este libro, y con
un espíritu bastante similar al de Lucrecio, aunque sin el prurito anti-
rreligioso que subyace en su empresa.
A la hora de entender nuestra historia, en ciertos aspectos esta-
mos prácticamente en la misma situación que Lucrecio. Para empe-
zar, nosotros también tenemos que convivir con el hecho de que al
menos parte de la historia está aún por hacer. Desde el punto de vis-
ta emocional, la perspectiva pueda, brindar cierto consuelo, pero a
nivel intelectual resulta frustrante, toda vez que el presente, como
atalaya desde la que escribir la historia de la humanidad, tiene muy
poco que aportar y puede perfectamente inducir a error. Hasta cier-
to punto hemos aprendido a resistir la tentación del etnocentrismo,
la idea de que lo más importante del mundo es la especie que por
casualidad somos. Pero, curiosamente, somos ciegos a otra actitud
no menos autocomplaciente como es el cronocentrismo, la idea de
que lo más importante del mundo es la época en la que por casuali-
dad vivimos, y que lo único que cuenta del pasado es su relación
con nuestro transitorio presente.
Lo cierto, en realidad, es que, al igual que Lucrecio, no pode-
mos pretender saber cómo será la historia humana en su conjunto
hasta que no termine, y para entonces puede que no quede nadie
para certificarlo. Quizá nuestra historia concluya a resultas de crí-
menes humanos fácilmente imaginables. Podría ser por el uso de
armas de destrucción masiva, un resultado que tal vez no hubiese sor-
prendido demasiado a Lucrecio, quien no en vano compartía nues-
tra opinión de que el progreso no siempre es para mejor; en épocas
primitivas, escribe, «millares de hombres guiados por un pendón
de guerra no caían aniquilados en un solo día», como ocurría en su
época a consecuencia de la invención de «armas horrendas para la
humanidad, que agravan día tras día el terror de la guerra». O pue-
de ocurrir que la irreversible degradación del medio ambiente pon-
ga fin a nuestra historia, un desenlace que Lucrecio no pudo pronos-

368
conclusión

ticar, aunque sí llegó a describir el inicio del proceso al señalar que


la metalurgia brindaba a los hombres «instrumentos para talar los
bosques», obligando «a los bosques a retirarse montaña arriba y ceder
las tierras bajas a la agricultura». O quizá el fin sobrevenga por pro-
cesos puramente naturales. No sabemos por qué se ha mantenido
tanto tiempo estable el clima del Holoceno, pero el registro paleo-
climático indica claramente que dicha estabilidad ha de acabar en
algún momento, una idea que, si bien no se le habría ocurrido a
Lucrecio, a buen seguro le habría resultado atractiva por cuanto ilus-
tra a la perfección su tesis de que el universo no está hecho para
nosotros. O puede que la historia humana termine de una forma
totalmente diferente. Ahora bien, también podría continuar y pro-
longarse en un futuro que ni siquiera imaginamos. Eso sería intere-
sante. Al final, sin embargo, resulta que en estos temas no estamos
mucho mejor informados que Lucrecio.
Otro ámbito en el que seguimos al mismo nivel que el filósofo
romano es el de la comprensión del comportamiento humano, que
en nuestro caso también dista mucho de ser científica. La herramien-
ta más poderosa de que disponemos para entender a nuestros con-
géneres, tanto pasados como presentes, sigue siendo la perspicacia,
una cualidad bastante alejada del conocimiento científico. Según
escribió el ilustre científico Charles Darwin a propósito de su padre,
que de científico no tenía nada, «su facultad más extraordinaria era
la de penetrar el carácter de los demás, e incluso los pensamientos
de aquellos a quienes apenas había visto un rato». La existencia de
tales facultades, comunes en mayor o menor medida a todos nosotros,
no debería extrañar a nadie. Los hombres y mujeres que nos encon-
tramos en nuestro día a día somos organismos sumamente comple-
jos y es posible que durante un largo periodo hayamos sido seleccio-
nados en función de nuestra habilidad a la hora de «calarnos» los
unos a los otros. Darwin añade que este don de la perspicacia salvó
a su padre de «jamás trabar amistad (salvo en una ocasión, y el carác-
ter del individuo no tardó en descubrirse) con un hombre indig-
no». En cambio, no ha habido una presión comparable que, a lo
largo de las generaciones, haya ido seleccionando a los hombres y
mujeres en función de su capacidad de descartar hipótesis científi-
cas indignas; antes al contrario, la mente humana parece mejor adap-

369
una breve historia de la humanidad

tada a la religión, una forma de pensar que proyecta en la naturale-


za las intenciones que, gracias al desarrollo evolutivo, hemos apren-
dido a percibir en nuestros congéneres. Esto no quiere decir que en
un futuro no pueda surgir una ciencia válida sobre el comportamien-
to humano, aunque un individuo es algo muchísimo más complejo
que un electrón, una glaciar o una estrella. Pero de momento, tal y
como están las cosas, no estamos más cerca de conseguirlo de lo
que estaba Lucrecio.
Evidentemente, hay muchos otros ámbitos en los que sí vamos
por delante. Hemos avanzado bastante en la comprensión de la gené-
tica y de los rasgos que las sociedades humanas tienen en común
con las de otros primates; el filósofo romano no tenía prácticamen-
te la menor noción del tema y sus disquisiciones acusan esa caren-
cia. No disponía de testimonios arqueológicos sobre los que basar
una reconstrucción prehistórica, ni técnicas de datación. También
sabía menos que nosotros de la mayoría de las sociedades huma-
nas, incluidas muchas de las que existían en su propia época (aun-
que, a diferencia de nosotros, no habría tenido dificultad en reco-
nocer las ponderas o fusayolas de la figura 1, que son lo único que
nos ha llegado de telares como el de la figura 19). Y, naturalmente,
tampoco sabía nada de los dos mil años de historia que median entre
él y nosotros. En este sentido sí es legítimo afirmar que hemos deja-
do atrás a nuestro filósofo.
Sin embargo, hay un tema muy destacado en este libro que
Lucrecio, de haberlo querido, podría haber abordado perfectamen-
te, y es la diversidad cultural humana. Aunque era muy consciente
de la importancia del cambio cultural, no estaba demasiado intere-
sado en las diferencias culturales. Así, por ejemplo, habla de la difu-
sión de la idea de la divinidad por todas las naciones, pero no hace
mención a la variedad de las concepciones religiosas, lo que, en par-
te, tal vez sea un reflejo del cambio de perspectiva radical que se ha
dado entre él y nosotros. Las insólitas circunstancias del mundo moder-
no han posibilitado que por primera vez en la historia pueda estu-
diarse todo el abanico de diversidad cultural humana, con el resul-
tado de que ahora sabemos mucho más del asunto. Ahora bien, esas
mismas circunstancias también han colocado al borde de la extinción
a buena parte de esa diversidad, un fenómeno que ya en el siglo xvi

370
conclusión

estaba ocasionando un tremendo impacto sobre el continente ame-


ricano y que en la actualidad afecta incluso a un país como Francia.
El resultado es que hemos terminado por valorar la diversidad por-
que, ya sean las tierras de labranza de Nueva Jersey o la selva ecuato-
rial de Brasil, es algo que se está perdiendo. Esto, a su vez, tal vez
nos haga exagerar su importancia. Las murallas, la cerámica y la
escritura, por ejemplo, son elementos que todas las culturas que
los poseen pueden reconocer al instante, y, que yo sepa, no hay
ningún rasgo propio de una cultura que, en principio, no pueda tra-
ducirse a otra. Diferencias ha habido y muchas, pero hay un moti-
vo de peso, más importante que cualquier cambio de perspectiva,
por el cual un libro sobre la historia humana debe centrar la aten-
ción en la diversidad cultural.
Pensemos en la historia de esta diversidad a largo plazo. Durante
la mayor parte de la misma, sólo podemos hacer especulaciones,
pero sería un error pensar que, hasta épocas recientes, se ha man-
tenido más o menos constante. Si los seres humanos modernos tie-
nen un mismo origen y proceden de una pequeña población cuyos
miembros se reproducían entre sí, como parece ser el caso, lo más
probable es que en sus inicios compartiesen una misma cultura.
Posteriormente, cabe presumir que esta cultura se fuese diferencian-
do conforme el territorio ocupado por los humanos se hacía cada
vez más extenso. Puede que el apogeo de la diversidad cultural tuvie-
se lugar en las postrimerías del Paleolítico superior y que a partir
de ahí remitiese, pero es difícil asegurarlo, pues sólo podemos aspi-
rar a formarnos una idea fidedigna del alcance de la diversidad
cultural a partir del momento en que las sociedades alfabetizadas
empiezan a dejar documentos escritos de cierta entidad, y las socie-
dades no alfabetizadas empiezan a ser descritas por aquéllas. No
cabe duda de que el surgimiento de la civilización tuvo que afectar
profundamente a la diversidad, toda vez que, al menos al nivel de
la élite, dio lugar a culturas relativamente homogeneizadas que domi-
naban amplios territorios. Desde este punto de vista, lo ocurrido
en la época moderna puede verse como la intensificación de un pro-
ceso que lleva mucho tiempo en marcha.
El hecho es que la diversidad cultural contiene el germen de su
propio declive… o del progreso, dependiendo del gusto de cada uno.

371
una breve historia de la humanidad

Por eso resulta fundamental a la hora de interpretar el devenir his-


tórico. Como señala sagazmente Lucrecio con respecto a la guerra,
las sociedades humanas compiten entre sí. La diversidad cultural es
uno de los ámbitos en que se libra esa competencia, aunque muchos
de los aspectos de la diferencia cultural (como por ejemplo los pei-
nados) son neutros (en el sentido de que no influyen en el éxito o
fracaso de las sociedades). La distancia y el aislamiento propios de
las condiciones de vida premodernas pueden provocar que la com-
petencia se ralentice y avance a paso de tortuga. Así, Australia pudo
seguir siendo coto exclusivo de cazadores-recolectores hasta el siglo
xviii, aunque tampoco se mantuvo inalterable, y, en general, el tema
de la competencia tiene una presencia más destacada en los capítu-
los iniciales y finales de este libro que en los intermedios. No obs-
tante, a largo plazo, la historia no se limita a transcurrir con un espí-
ritu de benévola indiferencia ante la variación cultural, sino que, tarde
o temprano, la diversidad y la competencia interactúan, y de la inter-
acción de esas dos fuerzas gemelas ha surgido la riqueza y el horror
de la historia cuya superficie apenas hemos rozado en este libro.
Por supuesto que la competencia ya impulsaba la evolución de la vida
en la Tierra miles de millones de años antes de que apareciese el ser
humano, pero la diversidad sobre la que operaba era una diversi-
dad genética. Lo que hace tan peculiar a nuestra especie, que por lo
demás es poco menos que uniforme desde el punto de vista genéti-
co, es la propensión a la diversificación cultural. Somos muy dueños
de atribuir a esta propensión la culpa o el mérito de los acontecimien-
tos históricos de los últimos diez mil años, aunque tal vez sería más
honrado considerarlos una consecuencia imprevista.

372
Lecturas
recomendadas

En este apartado detallaré algunas sugerencias para aquellas perso-


nas interesadas en ampliar sus lecturas, así como algunas obras más
generales que pueden servir de libros de consulta para buscar cues-
tiones concretas. No es una lista de los títulos que he consultado al
escribir este libro ni una bibliografía de historia universal; además,
en cada uno de los siguientes campos existen libros excelentes que
no aparecen enumerados. La disposición sigue el orden de los capí-
tulos del libro.

Historia en general

De entre todos los libros que esbozan la historia universal en un


solo volumen, citaré dos: A World History, de William H. McNeill
(4ª edición, Oxford University Press, Nueva York y Oxford, 1999).
[Traducción española: Historia del mundo, Editorial Universitaria,
Barcelona, 1969], un clásico del género, publicado por primera
vez en 1967, y A Short History of the World, de J. M. Roberts (Oxford
University Press, Nueva York, 1993). Dos libros que no narran la
historia de la humanidad, pero aportan cosas interesantes sobre
aspectos fundamentales de la misma son: Pre-industrial Societies,
de Patricia Crone (Basil Blackwell, Oxford, 1989) y Guns, Germs,
and Steel, The Fates of Human Societies, de Jared Diamond (W. W.
Norton, Nueva York y Londres, 1997). [Traducción española: Armas,

373
una breve historia de la humanidad

gérmenes y acero, Random House Mondadori, Barcelona, 1998.]


Me considero influido por ambas obras.

1. El trasfondo paleolítico

Hay numerosos libros sobre este tema. Por citar dos títulos: The Human
Career: Human Biological and Cultural Origins, de Richard G. Klein (2ª
edición, University of Chicago Press, Chicago y Londres, 1999), un
manual claro y exhaustivo con un sesgo personal, y Humans before
Humanity, de Robert Foley (Blackwell, Oxford y Cambridge, Mass.,
1995). [Traducción española: Humanos antes de la humanidad, Ediciones
Bellaterra, Barcelona, 1997], un libro para el lector no especializa-
do notable por la agudeza y coherencia de sus análisis. Sobre el cam-
bio climático: The Two-Mile Time Machine: Ice-cores, Abrupt Climate Change,
and Our Future, de Richard B. Alley (Princeton University Press,
Princeton, 2000), cuyo contenido se ocupa del pasado. Sobre gené-
tica humana: Genome, the Autobiography of a Species in 23 Chapters, de
Matt Ridley (Harper Collins, Nueva York, 1999). [Traducción espa-
ñola: Genoma, la autobiografía de una especie en 23 capítulos, Taurus
Ediciones, Madrid, 2001], una introducción de lo más amena, y Genes,
Peoples and Languages, de Luigi Luca Cavalli-Sforza (North Point Press,
Nueva York, 2000). [Traducción española: Genes, pueblos y lenguas,
Editorial Crítica, Barcelona, 1997], un breve análisis de la repercu-
sión de los estudios genéticos en el estudio del pasado humano a car-
go de un veterano del tema. Sobre útiles de piedra: Making Silent
Stones Speak: Human Evolution and the Dawn of Technology, de Kathy D.
Schick y Nicholas Toth (Simon & Schuster, Nueva York, 1993), una
investigación sobre el uso y la fabricación de útiles de piedra.

2. La revolución neolítica

Sobre la aparición de la agricultura: The Emergence of Agriculture, de


Bruce D. Smith (Scientific American Library, Nueva York, 1995), un
amplio análisis a cargo de un americanista, y Guns, Germs, and Steel,
The Fates of Human Societies, de Jared Diamond (W. W. Norton, Nueva

374
lecturas recomendadas

York y Londres, 1997). [Traducción española: Armas, gérmenes y ace-


ro, Random House Mondadori, Barcelona, 1998.], capítulos 4-10
(actualizados en su artículo «Evolution, Consequences and Future of
Plant and Animal Domestication», Nature, 418 [2002]: 700-707). Sobre
el Oriente Próximo: The Neolithic of the Near East, de James Mellaart
(Times and Hudson, Londres, 1975), que sigue siendo un valioso
estudio. Sobre cerámica: The Emergence of Pottery Technology and
Innovation in Ancient Societies, de William K. Barnett and John W.
Hoopes, eds. (Smithsonian Institution Press, Washington, D. C. y
Londres, 1995), una colección de artículos sobre un amplio abani-
co de regiones.

3. El surgimiento de la civilización

Para civilizaciones específicas, véase más adelante. Sobre la escritu-


ra: The World Writing Systems, de Peter T. Daniels y William Bright
(Oxford University Press, Nueva York y Oxford, 1996), una accesi-
ble obra de referencia para la escritura de todos los periodos.

4. Australia

Sobre la prehistoria australiana: Prehistory of Australia, de Johan


Kamminga (Smithsonian Institution Press, Washington D. C. y
Londres, 1999), un estudio modélico. Sobre los aranda: The Arunta:
A Study of a Stone Age People, de Baldwin Spencer y F. J. Gillin
(Macmillan, Londres, 1927), una etnografía detallada.

5. América

Sobre los pueblos americanos: The Cambridge History of the Native


Peoples of the Americas (Cambridge University Press, Cambridge, 1996-
2000), una obra colectiva en varios volúmenes organizada por regio-
nes: Norteamérica, Mesoamérica y Sudamérica. Sobre las civiliza-
ciones americanas: Ancient Civilizations of the New World, de Richard

375
una breve historia de la humanidad

E. W. Adams (Westview Press, Boulder, 1997). [Traducción españo-


la: Las antiguas civilizaciones del nuevo mundo, Editorial Crítica,
Barcelona, 2000], un breve y práctico análisis general de todo el
continente. Sobre las civilizaciones mesoamericanas: Mexico from
the Olmecs to the Aztecs, de Michael D. Coe (4ª edición, Nueva Cork,
Thames and Hudson, 1994). Sobre los calendarios mesoamerica-
nos: Mesoamerican Writing Systems: Propaganda, Myth, and History in
Four Ancient Civilizations, de Joyce Marcus (Princeton University
Press, Princeton 1992), capítulo 4.

6. África

Sobre prehistoria africana: African Archaeology, de David W. Phillipson


(2ª edición, Cambridge University Press, Cambridge, 1993). Sobre
historia africana: A History of Africa, de J. D. Fage, con la colaboración
de William Tordoff (4ª edición, Routledge, Londres y Nueva York,
2002), un estudio en un solo volumen, y The Cambridge History of Africa
(Cambridge University Press, Cambridge, 1975-86), una obra colec-
tiva en varios volúmenes dividida en periodos. Sobre el antiguo Egipto:
The Oxford History of Ancient Egypt, de Ian Shaw, ed. (Oxford University
Press, Oxford y Nueva York, 2000). [Traducción española: Diccionario
Akal del Antiguo Egipto, Ediciones Akal, Madrid, 2004], una obra colec-
tiva en un solo volumen. Sobre los samburu: The Samburu: A Study of
Gerontocracy in a Nomadic Tribe, de Paul Spencer (Routledge and Kegan
Paul, Londres, 1965), un ameno ensayo etnográfico. Sobre los siste-
mas de grupos etarios: Fundamentals of Age-Groups Systems, de Frank
Henderson Stewart (Academia Press, Nueva York, 1977), un libro úni-
co por lo exhaustivo, aunque técnico. Mi análisis de la cuestión está
inspirado en el artículo inédito de este mismo autor: «Age-group
systems in East Africa».

7. El antiguo Oriente Próximo

Sobre el surgimiento de la civilización mesopotámica: Early Mesopotamia:


Society and Economy at the Dawn of History, de J. N. Postgate (Routledge,

376
lecturas recomendadas

Londres y Nueva York, 1992). [Traducción española: La Mesopotamia


arcaica. Sociedad y economía en el amanecer de la historia, Ediciones Akal,
Madrid, 1999]. Sobre la historia del Oriente Próximo hasta la conquis-
ta macedónica: The Ancient Near East, c. 3000-330 a. C., de Amélie Kuhrt
(Routledge, Londres y Nueva Cork, 1995). [Traducción española: El
Oriente Próximo en la antigüedad (c. 3000-330), Editorial Crítica, Barcelona,
2000], un exhaustivo repaso. Sobre la aparición del monoteísmo: The
Origins of Biblical Monotheism: Israel’s Polytheistic Background and the Ugaritic
Texts, de Mark S. Smith (Oxford University Press, Oxford, 2001), uno
de los muchos libros sobre el tema.

8. La India

Sobre la prehistoria de la India: Origins of a Civilization: The Prehistory


and Early Archaelogy of South Asia, de Raymond Allchin (Viking, Nueva
Delhi, 1977). Sobre la historia de la India: A History of India, de
Hermann Kulke y Dietmar Rothermund, A History of India (3ª edi-
ción, Routledge, Londres y Nueva York, 1998). Sobre cultura y socie-
dad: The Wonder That Was India: A Survey of the Culture of the Indian Sub-
continent before the Coming of the Muslims, de A. L. Basham (Taplinger,
Nueva York, 1968), un excelente análisis a pesar del título, que no
fue elección del autor. Sobre la poesía cortesana telegu: When God is
a Customer, de A. K. Ramanujan, Velcheru Narayana Rao y David
Shulman (University of California Press, Berkeley, 1994), con una
perspicaz introducción y atractivas traducciones.

9. China

Sobre la prehistoria de China: The Archaelogy of Ancient China, de


Kwang-chih Chang (4ª edición, Yale University Press, New Haven,
1986) sigue siendo un buen estudio. Sobre la historia de China:
The Cambridge Illustrated History of China, de Patricia Buckley Ebrey
(Cambridge University Press, Cambridge, 1996), una atractiva visión
general en un solo volumen; The Cambridge History of Ancient China
from the Origins of Civilization to 221 a. C. (Cambridge University Press,

377
una breve historia de la humanidad

Cambridge, 1999), una gran obra colectiva sobre los comienzos de


la civilización china; Imperial China, 900-1800, de F. W. Mote (Harvard
University Press, Cambridge, Mass. y Londres, 1999), un enjundio-
so análisis en un solo volumen; The Cambridge History of China
(Cambridge University Press, Cambridge, 1978-), una colosal obra
colectiva en varios volúmenes que cubre el periodo que va desde la
dinastía Han hasta la actualidad. Sobre la historia de Japón: The
Cambridge History of Japan (Cambridge University Press, Cambridge,
1988-99), una obra colectiva en varios volúmenes. Sobre el culto a
los antepasados: Chu Hsi’s Family Rituals A Twelfth Century Chinese
Manual for the Performance of Cappings, Weddings, Funerals, and Ancestral
Rites, de Patricia Buckley Ebrey (Princeton University Press, Princeton,
1991), una traducción con una introducción muy útil. Sobre anti-
cuarios, falsificaciones y la historia del arte en varias culturas: The
Rare Art Tradition: The History of Art Collecting and Its Linked Phenomena
Wherever These Have Appeared, de Joseph Alsop (Nueva York, Harper
& Row, 1982).

10. El mundo mediterráneo antiguo

Sobre los griegos: The Oxford History of Greece and the Hellenistic World,
de John Boardman, Jasper Griffin, and Oswyn Murray (Oxford
University Press, Oxford, 1991). [Traducción española: Historia Oxford
del mundo clásico. Grecia, Alianza Editorial, Madrid, 1988], una obra
colectiva en un solo volumen. Sobre los romanos: The Oxford History
of the Roman World, de John Boardman, Jasper Griffin y Oswyn Murray
(Oxford University Press, Oxford, 1991). [Traducción española:
Historia Oxford del mundo clásico. Roma, Alianza Editorial, Madrid,
1988], la pareja del anterior. Un título más exhaustivo y detallado
es The Cambridge Ancient History (Cambridge University Press,
Cambridge), una gigantesca obra colectiva en varios volúmenes (se
recomienda buscar la edición más reciente del tema de interés).
Sobre la democracia ateniense: La constitución de los atenienses, de
Aristóteles (edición bilingüe de Alberto Bernabé, Abada Editores,
2004). Sobre las figuras áticas negras y rojas: Greek Painted Pottery,
de R. M. Cook (2ª edición, Methuen, Londres, 1972).

378
lecturas recomendadas

11. Europa occidental

General: The Western Experience, de Mortimer Chambers, Raymond


Grez, David Herlihy, Theodore K. Rabb e Isser Woloch (Alfred A.
Knopf, Nueva York, 1987), una introducción práctica y bien ilustra-
da que incluye Grecia y Roma. Sobre la Europa medieval: The Making
of Europe: Conquest, Colonization, and Cultural Change, 950-1350, de
Robert Bartlett (Princeton University Press, Princeton, 1993) [trad.
esp. La formación de Europa: conquista, colonización y cambio cultural (950-
135), Universidad de Valencia, Servicio de publicaciones, 2003]. Sobre
Europa en la edad moderna: Lineages of the Absolutist State, de Perry
Anderson (NLB, Londres, 1974). [Traducción española: El estado abso-
lutista, Siglo xxi, Madrid, 1989], una perspicaz descripción de los
estados europeos al comienzo de la era moderna. Sobre John Knox:
The Political Writings of John Knox: The First Blast of the Trumpet against
the Monstrous Regiment of Women and Other Selected Works, de Marvin A.
Breslow (Associated University Presses, London and Toronto, 1985).
Sobre Galileo: Discoveries and Opinions of Galileo, trad. Stillman Drake
(Doubleday, Nueva York, 1957).

12. La civilización islámica

Sobre los indoeuropeos: In Search of the Indo-Europeans: Language,


Archaeology and Myth, de J. P. Mallory (Thames and Hudson, Londres,
1989), que sigue un enfoque tradicional aunque probablemente
correcto. Sobre los mongoles: The Mongols, de David Morgan (Basil
Blackwell, Oxford y Nueva York, 1986), un ameno estudio. Sobre
historia islámica: The Cambridge Illustrated History of the Islamic World,
Francis Robinson ed. (Cambridge University Press, Cambridge, 1996),
una buena introducción; The Middle East: A Brief History of the Last 2.000
Years, de Bernard Lewis (Scribner, Nueva York, 1995). [Traducción
española: El oriente próximo, Crítica, Barcelona, 1996], un sucinto repa-
so a la historia del corazón del mundo islámico. Sobre Albiruni en la
India: Alberuni’s India, traducido por Edward C. Sachau (W. W. Norton,
Nueva York, 1971).

379
una breve historia de la humanidad

13. La expansión europea

Sobre historia universal desde la Edad Media: Worlds Together, Worlds


Apart: A History of the Modern World from the Mongol Empire to the Present,
de Robert Tignor, Jeremy Adelman, Stephen Aron, Stephen Kotkin,
Suzanne Marchand, Gyan Prakash y Michael Tsin (W. W. Norton,
Nueva York y Londres, 2002), una obra colectiva pero bien integra-
da, con útiles notas y recomendaciones de lecturas adicionales. Sobre
los mayas: Maya Society Under Colonial Rule: The Collective Enterprise of
Survival, de Nancy M. Farriss (Princeton University Press, Princeton,
1984). [Traducción española: La sociedad maya bajo el dominio colo-
nial, Alianza, Madrid, 1989]. Sobre los congoleses: The Kingdom of
Kongo, de Anne Hilton (Clarendon Press, Oxford, 1985). Sobre los
japoneses: The Japanese Discovery of Europe, 1720-1830, de Donald Keene
(Stanford University Press, Stanford, 1969).

14. El mundo moderno

El libro Worlds Together, Worlds Apart también cubre esta época y ofre-
ce pertinentes recomendaciones bibliográficas. Aunque no tardarán
en aparecer títulos dedicados a los atentados del 11 de septiembre
de 2001, uno de los primeros intentos de abordar el tema es How
Did This Happen? Terrorism and the New War, James F. Hoge y Gideon
Rose, eds. (Public Affairs, Nueva York, 2001). [Traducción españo-
la: Por qué sucedió: El terrorismo y la nueva guerra, Ediciones Paidós
Ibérica, Barcelona, 2002] una colección de ensayos sobre diversos
aspectos de lo acontecido (sobre la cuestión de los motivos, véase
en particular el texto de Michael Doran). Sobre el papel de Irán en
la historia política del Islam: The Mantle of the Prophet: Religion and
Politics in Iran, de Roy Mottahedeh (Simon & Schuster, Nueva York,
1985), una introducción afable y muy humana. Sobre la NASA y las
lunas de Júpiter: Mission Jupiter: The Spectacular Journey of the Galileo
Spacecraft, Daniel Fischer (Springer-Verlag, 2001).

380
lecturas recomendadas

Conclusión

De la naturaleza de las cosas, Lucrecio (Editorial Espasa-Calpe, Madrid,


1969).

381
Créditos

Pág. 14. Cortesía del autor

Pág. 22. Fotografía de las ruinas excavadas de una construcción de alto esta-
tus en el Sector B del yacimiento de Caral, valle del Supe, Perú, julio de
2000; cortesía de Jonathan Haas.

Págs. 24 y 25. Reproducido con permiso de Nature, vol. 324, p. 218, © copy-
right julio de 1993, Macmillan Publishers Ltd.

Págs. 34 y 35. Fotografías cortesía de Giancarlo Ligabue, Centro Studi Ricerche


Ligabue, de la misión de Ligabue, 1986-1990.

Pág. 45. (superior) cortesía del Ashbolean Museum, Universidad de Oxford;


(inferior) ilustración de R. Freyman y N. Toth, copiada de Mary Leakey.

Pág. 51. Ilustración de G. C. Hillman.

Pág. 53. Cortesía del autor.

Pág. 67. Cortesía y permiso de Joyce Marcus, ilustración de John Klausmeyer.

Pág. 68. Cortesía de Jürgen Liepe Photo Archive.

Pág. 81. Adaptado de Prehistory of Australia, John Mulvaney y Johan Kamminga


(Smithsonian Institution Press, Washington D. C., 1999), p. 55

Págs. 90 y 91. De Prehistory of Australia, John Mulvaney y Johan Kamminga


(Allen & Unwin, Sidney, 1999).

383
una breve historia de la humanidad

Pág. 97. Adaptado de Ancient North Americans, J. D. Jennings, ed. (W. H.


Freeman, Nueva York, 1983), pp. 32-33 y The Times Atlas of the World (Times
Books, Londres, 1980), lamina 5.

Pág. 115. Diapositiva número 3614 (2) (fotografía de Perkins/ Beckett),


cortesía del American Museum of Natural History.

Pág. 121. Adaptado de The Physical Geography of Africa, de W. M. Adams et al.,


eds. (Oxford University Press, Oxford, 1966), p. 165.

Pág. 139. Cortesía del Griffith Institute, Ashomolean Museum, Universidad


de Oxford.

Págs. 146 y 147. Adaptado de The Middle East, de W. B. Fisher (Methuen,


Londres, 1978), p. 4.

Pág. 149. Ilustración copiada de The Neolithic of the Near East, de James Mellaart
(Thames & Hudson Ltd., Londres, 1975), p. 101.

Pág. 163. Cortesía del Museo de Arqueología de Estambul.

Págs. 168 y 169. Adaptado de Origins of a Civilization: The Prehistory and Early
Archaelogy of South Asia, de Bridget y Raymond Allchin (Viking, Nueva
Delhi, 1997), p. 17.

Pág. 196. Mapa de precipitaciones adaptado de China: A Geographical Survey,


de T. R. Tregear (Halstead Press, Nueva York, 1980), p. 22.

Págs. 198 y 199. Reproducido con permiso de Cambridge University Press,


de The Cambridge History of Ancient China from the Origins of Civilization to
221 B.C., Michael Loewe y Edward L. Shaughnessy, ed., (Cambridge
University Press, Cambridge, 1999) pp. 148 y xxii.

Pág. 203. Ting de K’ao ku t’u, de Lü Ta-lin, cortesía de la Biblioteca Yenching


de Harvard.

Págs. 224 y 225. Adaptado de Climatic Change and the Mediterranean, de L.


Jeftic et al. (Edward Arnold, division of Hodder & Stoughton, Londres,
1992), p. 3

Págs. 244 y 245 (arriba). (De izquierda a derecha) Cortesía del Museo Nacional
de Arqueología de Atenas; Scala/Art Resource, Nueva York; el Pintor de
Pan, crátera de campana griega, período clásico, 470 a. C. Italia, supues-
tamente de Cumae, lugar de fabricación, Grecia, Ática, Atenas, cerámi-

384
créditos

ca de figuras rojas, 37 cms. de alto y 42,5 cms. de diámetro, fotografía ©


copyright 2004, Museo de Bellas Artes de Boston; Escuela Americana de
Estudios Clásicos de Atenas: Excavaciones Agora.

Pág. 245 (abajo). De Mode im antiken Griecheland, de A. Pekridou-Gorecki


(C. H. Beck, Munich, 1989), p. 43.

Pág. 246. Cortesía del Museo Martin von Wagner de la Universidad de


Wurzburgo. Fotografías de K. Oehrlein.

Pág. 248. (Izquierda) El Museo de Arte de la Universidad de Princeton, dona-


ción de Frederick H. Schultz, Jr., curso de 1976, fotografía de Bruce M.
White; (derecha) Museo de Arte de la Universidad de Princeton, adqui-
sición y donación de Nicholas Zoullas, fotografía de Bruce M. White.

Págs. 250 y 251. Adaptada de An Historical Geography of Europe, de N. J. G. Pounds


(Cambridge University Press, Cambridge, 1990) pp. 13 y 17.

Pág. 276. Imagen compuesta de dibujos sacados de los folios 17r-18v del tomo
Post.110, de la Biblioteca Nacional Central de Florencia, con permiso del
Ministerio de Cultura de Italia.

Pág. 286. Cortesía del Museo Topkapi, H. 1654, folio 306r y H. 1653, folio 406 v.

Págs. 294 y 295. Adaptado de The Venture of Islam: Consciente and History in a
World Civilization, de Marshall G. S. Hodgson (University of Chicago Press,
Chicago y Londres, 1974), volumen 2, p. 534.

Págs. 310-311. Adaptado de The Eskimos and Aleuts, de D. E. Dummond


(Thames and Hudson, Londres, 1977, pp. 22-23); Ancient People of the Arctic,
de R. McGhee (UBC Press, Vancouver, 1996), pp. 77, 89, 97, 228; Guns,
Germs, and Steel: The Fates of Human Societies, de Jared Diamond (W. W.
Norton, Nueva York, 1997), pp. 341; A History of the Vikings, de G. Jones
(Oxford University Press, Oxford, 1984), pp. 271; The Western Experience,
de M. Chambers et al. (Alfred A. Knopf, Nueva York), pp. 457; The
Cambridge History of China, de F. W. Mote y D. Twitchett, ed. (volumen 7,
parte 1, Cambridge University Press, Cambridge, 1988), p. 234.

Pág. 331. Cortesía de la Biblioteca C. V. Starr de Extremo Oriente de la


Universidad de Columbia.

Pág. 336. Cortesía del Museo Americano de Historia Natural, catálogo


41.2/4721 y 41.2/4722, de The Iconography of South American Snuff Trays

385
una breve historia de la humanidad

and Related Paraphernalia, de C. M. Torres (Göteborgs, Etnografiska


Museum, Motala, 1987), plate 12.

Pág. 337. (Izquierda) Museo de Artes Decorativas de París, fotografía de


Laurent Sully Jaulmes, todos los derechos reservados; (derecha) Museo
de Arte de la Universidad de Princeton, legado de James A. Blair, fotogra-
fía de Bruce M. White.

Pág. 354. Cortesía del autor.

Pág. 365. Cortesía de la NASA/JPL/Caltech.

386
Índice
analítico

Los números de página que aparecen en cerámica, 54, 55


cursiva hacen referencia a ilustraciones y genética de las plantas domestica-
mapas das, 47-51, 51
herramientas, 40, 43-44, 46, 101-
Aquisgrán, 250-251, 252-253, 259 102, 260
Acad, acadios, 146-147, 150-151 surgimiento y difusión, 22, 25, 26,
Afganistán, 168-169, 356-357, 359-360 32,33, 39-43, 46, 47, 48-51, 61,
África del norte, 10-11, 120, 121, 122- 70-71, 74, 102-104122-126,
123, 126-129, 224-225, 258, 287, 148, 167, 226, 315, 333
291-292, 294-295, 310-311, 312, 354 véanse también lugares específicos
África occidental, 10-11, 121, 129-130, Agustín, san, 268, 287, 290
270-271, 293, 294-295 Aha, rey de Egipto, 70
África oriental, 10-11, 120-125, 121, Akenatón, 159
130-138, 159, 293, 294-295, 302, 315 Al-Qaeda, 356- 362, 366
África, 10-11, 42, 51, 76, 119-140, 144 Alaska, 96-100, 97, 310-311
agricultura, 122-126 Albiruni, 186, 302-303, 320
cazadores-recolectores, 122-123, Alejando Magno, 129, 234, 282
126 Alemania, alemanes, 53, 249, 250-251,
clima y geografía, 119-122, 121 252-253, 257, 258, 261, 264, 283,
lenguaje, 122, 125-130 294-295, 303, 345-346
metalurgia, 123-126 opinión de Tácito, 255, 259, 268-
origen de la raza humana en, 30- 269, 300
32, 119 Alfabetos, 64-66, 127, 152-153, 155,
subsahariana, 10-11, 121, 127, 129- 176, 228, 234, 281
138, 249, 259, 293, 294-295, 346 Amarillo, Río, 194, 196
y modernidad, 346-347, 354 valle, 195, 197, 199, 201-202, 217,
Agricultura, 17, 46-51, 63, 284 249

387
una breve historia de la humanidad

Amazonia, 97, 102-104, 123, 333 Arameo (lengua), 152-153


América, 77, 95-117, 97, 370-371 Aranda, 82-89, 92, 132, 137-138, 271-
agricultura, 42, 59-61, 101-104 273
cazadores-recolectores, 99-101, Arcaísmo, 159-163, 163
104 Arios, 174, 176-177, 182-183, 186-187
civilización, 66-68, 67, 104-117 Aristarco de Samos, 273
clima y geografía, 95-98, 97, 105 Aristóteles, 238-242, 264, 267-268,
metalurgia, 47, 60-61, 105 274, 277
poblamiento, 58, 98-99, 310-311, Armas, 46, 59, 205, 260
312 Árticas, regiones, 10-11, 96, 97, 101,
uso del tabaco, 333-334, 336, 336- 249, 283, 310-311, 312
337 Ashoka, 179
y África, 120, 122-1123, 131-132, Asia central, 10-11, 234, 291-292, 294-
138, 327 295
y la expansión europea, 317-319, Asia oriental, 10-11, 180-182, 285, 310-
322-326 311, 314-315, 321-322, 330, 334, 345
y modernidad, 326, 344-346, 352- y modernidad, 339, 341, 344-345,
354 348-354
Anatolia, 145, 146-147, 148, 149, 151, Asia, 32, 76, 249
222, 224-225, 229-230, 234, 292, expansión marítima, 310-311, 312-
294-295 315, 317-322, 328-333, 331
Andes, 47, 60-61, 97, 98, 101, 103, 115 Asiria, asirios, 146-147, 151, 155, 157
civilización, 104-108, 113-117, 131 Astronomía, 274-278, 276, 362-366,
Angola, 121, 326, 328, 346 365
Animales, Atahualpa, 117
domésticos, 39-44, 47-51, 101, 122- Atenas, 224-225, 231, 238-248, 244,
123, 131, 197, 283-284, 318 245, 246, 248, 268, 271, 304
en América, 99-101, 103, 105 Ática, 224-225, 242-248, 244, 245, 246,
en Australia, 78-79, 90-92, 101 248
Antártida, 10-11, 75-76, 95 Atlántico, océano, 10-11, 97, 121, 222,
Antípodas, 10-11, 310-311, 312, 320, 224-225, 249, 250-251, 252-253,
344-345 294-295, 309, 312
Antonino Pío, emperador de Roma, 181 y expansión marítima, 310-311,
Árabe (lengua), 129-130, 263, 264, 315-316, 319, 327
292, 300 Australia, 10-11, 27, 31-32, 75-95, 79
Arabia Saudi, 145, 146-147, 299, 347, ausencia de agricultura, 77-79, 93
358 cazadores-recolectores, 77-79, 82-
Arabia, árabes, 10-11, 76, 144-145, 89, 93, 122, 274
146-147, 148, 167, 287-292, 294- clima y geografía, 78-79, 81, 95
295, 297, 301, 304, 350, 357-359 lengua en, 90-92, 100, 122
en África, 129-130 útiles de piedra, 79, 82, 89, 90, 92
y la expansión europea, 310-311, y África, 122
320-321 y América, 95, 98-101, 111

388
índice analítico

y expansión marítima, 78-79, 82, Caria, carios, 224-225, 234


90, 310-311, 313, 319 Carlomagno, 259, 264, 286
Austronesias, lenguas, 313 Carolingia, dinastía, 258-259
Aztecas, 59, 97, 105, 107, 110-111, 112, Carros de combate, 198, 200, 204, 281
Cartago, 121, 127, 224-225, 230-232,
Baal, 155 235, 242, 264, 309
Babilonia, babilonios, 69, 146-147, Catal Huyuk, 149
151, 155-157, 159-163, 163, 234 Cazadores-recolectores, 22, 34, 38-39,
Balcanes, 292, 294-295, 316, 354 63, 312
Bali, 188, 196, 293, 294-295 y agricultura, 41, 42
Báltica, región, 250-251, 287, 294-295, y cerámica, 54-55
310-311, 315 véanse también lugares específicos
Bantúes, lenguas, 125 Ceilán, 168-169, 177, 180, 188
Bélgica, 250-251, 252-253, 255 Celtas, 256-257
Benin, 121, 132 Celtas, lenguas, 172, 256, 258
Bereberes, 121, 224-225, 287, 301-302 Cerámica, 44, 46, 51-55, 53, 60, 100,
Bering, estrecho de, 58, 97, 98, 310- 123, 145-151, 244, 245, 246, 248,
311, 312 371
Berosus, 160 Chavín, cultura, 97, 106-107
Biblia, 155-157, 192, 267-268, 290- Cheng Ho, 314
292 Chia, 198, 217-218
Borneo, 196, 310-311, 312 Chiíes, 292, 341, 358
Bosquimanos, 82, 121, 122, 126 Chilam Balam, libros de, 323-324
Brahmanes, 173, 175, 177-186, 189- Chimpancés, 26, 30, 35, 37-38
190, 210, 271 Chimú, 97, 108
Brasil, 97, 319, 371 Chin, dinastía, 200-206
Bronce, 44, 46-47, 131, 198-199, 217- China, 10-11 40, 62, 70, 110, 143, 168-
220, 219, 247, 284 169, 193-220, 282-283, 285, 286,
Buda, 175-176, 182, 215, 266 291, 294-295, 300-301, 306, 330,
Budismo, 154, 175-176, 179-182, 188, 331-332
190, 210, 233, 293, 328 agricultura, 195, 197
China, 178-182, 206, 212,215, 266 cerámica, 54, 198-199
e Islam, 298-299 clima y geografía, 193-197, 196
y cristianismo, 175, 236-238, 350, culto de los antepasados, 211-216,
Búlgaros del Volga, 252-253, 293 218, 271
difusión del budismo, 180-182, 206
Cachemira, 168-169, 178, 183 escritura, 64-65, 116, 199-200, 203
Cakchiquel, 91, 324-325 lenguas, 202-203, 208, 211
Calendarios, 138 metalurgia, 46-47, 198-199, 198,
mesoamericanos, 108-113, 116, 217-220, 219
138, 323-324 modernidad, 343-347, 350, 354
musulmanes, 303-307 surgimiento de la civilización,
Caral, 21-22, 22, 97, 103 197-201, 198

389
una breve historia de la humanidad

uso del tabaco, 334-337, 337 influencia china, 210, 211, 212,
y Europa occidental, 249, 255, 344
265-266, 271, 274 y mundo moderno, 344, 345, 354
y expansiones marítimas, 310-311, Cortesanas, 189, 191-192, 247, 248
313, 314-315, 317-318, 321, Costumbres funerarias, 53, 69-70, 113,
334-337, 337 138-140, 139, 154, 244, 247
y mundo mediterráneo, 223, 233, Creciente fértil, 40, 76, 144, 146-147,
238-239, 241 291, 292, 294,295
Ching, dinastía, 201, 207-210, 219 Creta, 62, 224-225, 227
Chipre, 144, 146-147, 224-225, 227 Cristianismo, cristianos, 17, 60, 153-
Chu Hsi, 209, 211-214, 216, 219, 331 154, 159, 175, 191, 214, 216
Chu, 201-202, 230 e Islam, 298-299, 304, 320
Chu, dinastía, 200-201, 213, ,218 Europa occidental, 257-258, 260,
Ciencia, 300-303, 362-366, 365 264-265, 287-290
Cingaleses, 168-169, 177, 188 Imperio Romano, 235-238, 257-
Cirenaica, 121, 129, 224-225, 231 258, 287, 297
Ciro, rey persa, 282-283 y expansión europea, 316, 324-
Ciudades-estado, 127, 132, 230-233, 325, 327-329
239-242, 264, 315-316, 354 y modernidad, 347, 349-350
Civilización, 57-71 y mujeres 267-268
ejemplos más antiguos, 61-63 Culto de los antepasados, 211-216,
escritura, 63-66, 126-131, 175 218, 271
Viejo Mundo frente al Nuevo, 58-61 Cuzco, 97, 323
y complejidad, 64, 71, 115116
y realeza, 66-71, 67, 68, 126-132 Darwin, Charles, 369
véanse también lugares específicos Democracia, 231, 238-242, 340, 343,
Clima, 23-25, 27, 36-37, 75, 301, 270 346347, 350
véanse también lugares específicos Descartes, René, 278
Clístenes, 240 Diálogo sobre los dos sistemas del
Cobre, 44, 46-47, 284 mundo (Galileo), 277
Colón, Cristóbal, 51, 310-311, 317, 333 Diversidad cultural, 27, 36, 112-113,
Comunismo, 350, 354, 359 135-136, 370-372
Confucianismo, 205-206, 209-210, Djer, rey de Egipto, 70
210, 213-216, 291, 321, 331-332 Douglass, Frederick, 352-354
Confucio, 205, 213-216, 331-332 Dracón, 239-240
Congo, congoleños, 121, 322, 326- Drávidas, lenguas, 171-172, 177, 182,
328, 333 191-192
Constantino, emperador romano,
238, 257 Ebla, 146-147, 151-152
Copérnico, Nicolás, 274, 276-277 Edad de Bronce, 32, 46, 173-174, 176,
Corán, 288, 290, 296, 298, 355 182, 204, 217, 255, 284
Corea, coreanos, 188, 195, 196, 310- mundo mediterráneo, 226-227,
311, 315 232-233, 238, 245

390
índice analítico

Edad de Hierro, 32, 46, 173-174, 204- y expansiones marítimas, 310-311,


205, 227, 233, 314 316-319, 321-326, 333, 341, 352
Edad de Piedra, 32-33, 313 Esparta, 224-225, 231, 240, 242, 244,
véase también Neolítico; Paleolítico, 267,
Paleolítico Superior Esquimales, 97, 101, 310-311, 312,
Egipto, 60, 62, 109-110, 121, 144, 146- 313,
147, 157, 160, 177, 294-295, 300, Estados Unidos, 97, 103, 104, 345,
301,309, 358 346, 352-354, 362-366, 365
escritura y cultura escrita, 64, 126- y los ataques del 11 de septiem-
127, 129, 132, 150, 159 bre, 355-359
muerte, 70, 127, 138-140 Esteban I, Papa de Roma, 286
predinástico, 44, 45 Eta, 188, 330
realeza, 67-70, 68, 126-127, 138, 140 Etelberto, rey de Kent, 287, 290, 327,
y China, 197, 199, 200 347
y Mediterráneo, 122, 223, 224-225, Etiopía, 121, 128-129, 131, 137, 144,
226, 227, 230, 231, 233, 234, 287, 288, 294-295
235 Etnología, 300-303
y Mesopotamia, 149-152, 154, 159 Etruscos, 224-225, 228, 231, 231-232,
Enfermedad, 51, 285, 318, 322, 327, 234, 248
333 Eurasia, 10-11, 40, 42, 51, 75-77, 95,
Enrique VIII, rey de Inglaterra, 340, 105, 122, 141-278, 281
342 Europa occidental, 144, 248, 249-278,
Epicureísmo, 233, 277 285, 345
Epopeyas homéricas, 173-174, 228, agricultura, 255, 259-260
233 clima y geografía, 248-249, 250-
Escandinavia, 249, 250-251, 252-253, 251, 252-253
257, 259, 283, 294-295, 310-311, eficacia militar, 260
314 escritura, 257
Esclavitud, 312, 318, 326-327 lenguas, 90-91, 256-258
Escocia, escoceses, 250-251, 252-253, metalurgia, 256
261, 265, 341 mujeres, 265-273
Escritura, 23, 63-66, 154-158, 371 revolución científica, 273-278
véanse también lugares específicos Europa, 27, 29, 30, 32, 40, 76, 109, 188
Eslavo (idioma), 172 agricultura, 41-42, 43, 255, 259-
Eslavos, pueblos, 287, 293, 320 260
España, 222, 224-225, 226-231, 293 del este, 172, 249, 257, 284, 320,
musulmana, 259, 260, 261, 264, 3346
287, 291, 300, 316 uso del tabaco, 334-337, 337
y América, 59-61, 106, 107, 110, y Australia, 79, 82
113-117, 318, 319, 322-326, Expansión austronesia, 310-311, 312-
333, 345, 352 314
y Europa occidental, 249, 250-251, Expansión europea, 74, 264, 296, 309-
252-252, 256, 258, 261, 264 337, 310-311

391
una breve historia de la humanidad

Australia, 78, 79, 82, 90, 319 Ghana, 121, 129-130, 301, 302
ibérica, 310-311,317-321 Go Oc Eo, 181, 196
papel británico, 78, 178, 319-320, Godos, 224-225, 250-251, 252-253, 287
339, 344-345 Golfo pérsico, 144, 146-147, 358
reacción de pueblos no europeos, Gondwana, 75, 76, 119, 165, 193, 221
322-333 Gran Bretaña,
y modernidad, 339, 344-345, 352- británicos, 33-34, 250-251, 252-
354 253, 255-258, 260-261, 263,
Expansión ibérica, 310-311, 316-321 265, 294-295, 334
agricultura, 41, 43, 315
Falsificaciones, 209, 219-220 conversión al cristianismo, 258,
Fenicia, fenicios, 64, 121, 128, 129, 287-288
146-147, 224-225, 228, 230, 231, expansión, 78, 178, 319-320, 339,
235, 309, 310-311, 316 344-345
Feudalismo, 261-263 geografía de, 248-249
Filipinas, 196, 310-311, 318, 321 metalurgia, 46-47, 256
Francia, 321, 234, 249, 250-251, 252- y el mundo moderno, 339-350,
253, 255-264, 278, 310-311, 319, 352-354, 359
371 Grecia, 14, 14 , 46, 121, 152, 153, 177,
y mundo moderno, 342, 345, 346, 220, 222, 224-225, 226-235, 267,
354 274
Francos, 69, 250-251, 252-253, 258- cerámica, 218, 242-248, 244, 245,
259, 260, 270, 286 246, 248
Fukuzawa Yukichi, 348-349 ciudades-Estado, 230-231, 233,
239-242
G/wi, 122, 132 influencia cultural, 64, 129, 232-
Galés, galeses, 250-251, 252-253, 261, 235, 282
341 legado literario, 173-174, 228, 233,
Galia, galos, 224-225, 234, 250-251, 237-238, 248, 268, 300
252-253, 255-258 Griego (idioma), 227, 229, 234, 263
Galileo, 274-278, 276, 362-363, 365 Groenlandia, 97, 100, 310-311, 312,
Gallegos, 224-225, 301-302 314
Gama, Vasco de, 310-311, 317 datos del núcleo de hielo, 22-25, 24
Ganges, río, 166, 168-169, 174, 177 Guatemala, 97, 324-325
Garcilaso de la Vega, 323
Gempako, Sukita, 330 Hammurabi, rey de Babilonia, 69
Genética, 37, 42, 119, 167, 172, 226, Han, dinastía, 200-201, 203-206, 218
313, 362 Harappa, 168-169, 170, 171, 173, 174
plantas y animales domésticos, 47- Heliocentrismo, 274, 276-278
51 Hierro, 44, 46, 47, 61, 100, 123, 125,
y origen de la raza humana, 27-32 126, 173-174, 176, 255-256, 327,
Geocentrismo, 274, 277 Hinduismo, 173-174, 178, 180, 188,
Germánicas, lenguas, 91, 172, 190-191, 266, 293-296

392
índice analítico

Hititas, 146-147, 151, 224-225, 229 y mundo mediterráneo, 223, 233,


Holanda, holandeses, 78, 250-251, 238-239, 241
252-253 Indias orientales, 310-311, 317
expansión, 310-311, 319, 321, 329- Índico, océano, 10-11, 81, 121, 122,
330, 332-333 144, 145, 146-147, 181, 196, 285,
Holoceno, 54-58, 88, 89 294-295
clima, 25, 36, 47, 75, 120, 195, 270 y expansiones marítimas, 310-311,
oportunidad histórica, 25-27, 41, 315, 319, 321, 322
249 Indo, río, 166, 168-169, 173
surgimiento de la agricultura, 39-43 Indo, valle del, 62, 146-147, 151, 167,
Hungría, húngaros, 250-251, 252-253, 168-169, 170-171, 174, 175, 197, 199
255, 259, 283, 285, 288, 294-295 y Europa occidental, 255, 257
Hunos, 283 Indoarias, lenguas, 171-174, 176, 177,
Hurrita, 172-173 178, 180, 203
Indoeuropeas, lenguas, 151, 182-183,
Ibn Jaldún, 301 198, 211, 213, 241, 284
Iglesia católica, 238, 265, 276-278, Indoeuropeos, 283-284
306, 324, 341, 343 Industrialización, 342-343, 245, 346,
Ilmugits, 133-135 350, 358, 362
Imperio mogol, 292, 319 Inglaterra, véase Gran Bretaña, britá-
Imperio otomano, 270, 292, 294-295, nicos
316 Inglés (idioma), 90-91, 347, 348
Imperio persa, 153, 177-178, 229, 231, IRA (Ejército republicano irlandés),
234, 282-283, 291, 306-307 354
Incas, 105, 106, 107, 108, 159, 323 Irán, 145, 146-147, 152, 153, 285, 292,
y quipus, 113-117, 115 294-295, 358
India, 10-11, 41, 47-48, 62, 76, 143, Irlanda, irlandeses, 224-225, 249, 250-
165-192, 196, 227-228, 234, 266, 251, 252-253, 257, 260, 261, 294-
282, 300-303, 304, 310-311, 319- 295, 314, 333
320, 334, 346 y cristianismo, 287, 290, 291
agricultura, 167, 174 y modernidad, 347-348, 354
civilización clásica, 175, 178-182 Isabel I, reina de Inglaterra, 265
clima y geografía, 165-167, 168- Islas Británicas, 259, 261, 284, 310-
169, 193-195 311, 314
escritura, 64, 150, 175, 178, Islas Canarias, 121, 312
lenguas, 171-174, 176-180, 182, Israel, 358-359
173-192, 203, 284 Israelitas, 146-147, 153, 155-157, 192,
musulmana, 177-178, 291-296, 224-225, 290
294-295, 302 Italia, 222, 224-225, 227-232, 234-235
religión, 173-178, 189-192, 291-296 expansiones marítimas, 310-311,
sistema de castas, 182-188 315-316
y China, 193-195, 199, 200, 203, y Europa occidental, 249, 250-251,
204, 207, 210, 216 252-253, 256, 258, 261, 264, 278

393
una breve historia de la humanidad

Jaime I, rey de Inglaterra, 334 Madagascar, 121, 310-311, 312, 313


Jainismo, jainitas, 176, 180, 190 Magadha, 168-169, 175, 230
Japón, 54-55, 100, 188, 195, 196, 209 Magallanes, Fernando de, 310-311,
expansiones marítimas, 310-311, 317
314, 315, 321, 322, 328-333, Magdaleniense, cultura, 36, 38, 55
331, 341 Mahoma, 154, 288-291, 296, 304
influencia china, 209-211, 330, Malí, 121, 130
331-332 Manchúes, 207-208, 210
y modernidad, 339, 341, 344, 345, Manchuria, 196, 206, 283, 294-295
346, 348-350, 351-352, 354 Mandarines, 202
Jenne, 121, 130 Manetón, 127, 159
Jericó, 43, 146-147, 148 Mani, 154, 182
Jerusalén, 146-147, 156, 157, 192, 224- Maoríes, 54
225, 294-295, 298 Mar Rojo, 121, 122, 144, 146-147, 287,
Jesuitas, 209, 216, 318, 328 294-295, 299, 309
Jesús, 214, 215, 235-236, 304 Marduk, 154-155, 157
Jie, 121, 159 Mari, 146-147, 162, 163
Jinsai, Ito, 331, 332 María I, reina de Inglaterra, 266
Jomon, periodo, 54-55, 100, 314 María de Guisa, reina de Escocia, 266
Judá, 146-147, 157 María, Estuardo, 266
Judíos, 153, 156, 157, 159, 236, 237, Marítima, tecnología, 105, 122, 223,
288, 290, 297, 298, 359 235, 249, 313, 316
Julio César, 110 Marruecos, 121, 129, 292, 293, 294-
Justiniano, emperador romano, 267 295, 310-311, 312, 318
Marxismo, 250-251, 252-253, 263
Kent, 250-251, 252-253, 287, 290, 294- Masais, 121, 133, 135
295 Masas terrestres, 10-11, 75-77
Kepler, Johannes, 274 Masashige, Kusunoki, 210, 348-349
Kerala, 168-169, 178, 182-187, 189 Matrimonio, 133, 181, 184, 185, 187,
Knox, John, 265-271 269
Konarak, 168-169, 189, 192 aranda, 84-89
Kume Kunitake, 339 Maurías, 178, 179
Mausolo, 234
Lago Victoria, 101, 124, 105 Mayas, 66-68, 67, 105, 106, 107, 110,
Latín, 235, 256-258, 263, 264, 300 111, 116, 132, 322-326, 333
Latinoamérica, 346,362 y mundo moderno, 326, 344, 346
Laurasia, 75-76, 193, 221 Meca, 288, 289, 290, 298-299, 304
Lidia, 224-225, 229, 230, 231, 234 Medicina, 329-330, 334
Lituania, 249, 250-251, 252-253 Medina (antigua Yathrib) 289, 294-
Lucrecio, 277, 367-372 295, 304
Mediterráneo, 10-11, 221-248, 224-
Mabuchi, Kamo no, 332 225, 250-251, 252-253, 260, 282,
Macedonia, 224-225, 231, 234, 240 287, 304

394
índice analítico

cerámica, 227, 242-248, 244, 245, Minoicos, 224-225, 227, 229


246, 248 Mittani, 146-147, 172-173
clima y geografía, 120, 121, 145, Moab, 146-147, 157
221-223, 224-225 Mohistas, 205, 215
escritura, 227, 228, 234 Mongolia, mongoles, 133, 196, 206,
lenguas, 227, 229, 234 283, 285, 291, 297, 317, 320, 341
política, 229-232, 237-242 Monoteísmo, 153, 155-159, 271, 288,
y África, 120, 121, 122, 123, 221, 291, 351
223, 224-225, 226, 227 Mori Aninori, 348
y Europa occidental, 249, 255-258, Moundville, 97, 104-105
260, 264, 267 Mundo moderno, 75, 339-366
y expansiones marítimas, 310-311, Musulmanes, Islam, 59, 60, 109, 159,
315-316 211-214, 266, 274, 287-292, 300-
e Islam, 259, 294-295 307
y Oriente Próximo, 143-145, 146- África, 129-131, 287, 291, 292, 293,
147, 222, 223, 224-225, 226, 294-295, 301, 326, 327
227, 230, 233, 238-239, 241 China, 209, 210, 293
Meiji, restauración, 348, 351 India, 177-178, 186, 291-296, 294-
Meketre, 138 295, 302
Melisenda, reina de Jerusalén, 270 Oriente Próximo, 10-11, 153-154,
Merovingia, dinastía, 258 291, 292
Mesoamérica, 47, 61, 62, 66-68, 67, peregrinaciones, 297-299, 304
97, 101, 322-326, 334 expansión de, 74232, 259, 260,
calendarios, 108-113, 116, 138, 261, 281-307, 312
323-324 y expansión europea, 316-317,
civilización, 66-68, 67, 104-113, 320-321
116, 178 y guerra santa, 296, 297, 299
escritura, 64, 116, 323-325 y modernidad, 341, 346-347, 350-
Mesolítico, periodo, 39, 223 352, 355-362
Mesopotamia, 40, 62, 69, 70, 127, 144, y mujeres 130, 270
146-147, 148-154, 156, 159-162,
163, 230, 235 Nabónido, 160-161
escritura, 64, 65, 66, 150, 159 Nabucodonosor, 156, 161, 162
y China, 197, 200, 218, 220 Nacionalismo, 347-349, 350, 351, 352,
y la India 166, 167, 170-171 Nambudiris, 182-186, 189
Metalurgia, 44, 46-47, 60-61, 284 véan- Narmer, paleta de, 67-68, 68, 126
se también lugares específicos NASA, 362-366, 365
México, 59-63, 70, 97, 103, 111, 318, Nayar, 184-186
322, 345 Neandertales, 29, 30, 42, 226
Micénicos, 224-225, 227-228, 230, 232- Neoconfucianismo, 206, 209, 212-214,
233, 257 331, 332
Mindanao, 196, 293, 294-295 Neolítico, 32-33, 34, 35, 149, 149, 154,
Ming, dinastía, 201, 207, 209, 219 196, 197-198, 199, 223, 259

395
una breve historia de la humanidad

Newton, Isaac, 274 64, 74, 79, 82, 154, 195, 226,
Norinaga, Motoori, 333 255, 256, 371
Norteamérica, 10-11, 76, 78, 95-101, útiles de piedra, 32-36, 79
97, 249, 310-311, 312, 319, 334, Palestina, 40, 43, 47, 146-147
352-354 Pama-Nyungan, 91-92, 100, 125
Nubia, nubios, 121, 127-128, 177 Pangea, 75, 77, 193
Nueva guinea, 33, 34, 35, 76-79, 81, Panini, 177-178
195, 310-311, 313, 333 París, 250-251, 252-253, 270
Nueva Zelanda, 54, 310-311, 313 Pastoralismo, 60, 174, 176, 206, 207,
Nuevo Mundo y Viejo Mundo, 47, 51, 283, 284
58-61, 76-77, 101-102, 105, 112- Pekín, 196, 208, 209-210, 285, 294-295,
113, 115-116, 312, 318, 333, 334 Península ibérica, 222, 224-225, 250-
251, 252-253, 261, 264
Olmeca, 62, 97, 106 Persia, persas, 146-147, 152, 241, 285,
Omán, omaníes, 294-295, 310-311, 286, 294-295, 300
320-321, 322 Perú, 97, 103, 104, 113, 336, 362
Oriente Próximo, 33, 46, 47-54, 62, 143- Petén, 97, 323-326
163, 163, 182, 223, 235, 249, 271, Pigmeos, 119, 121, 122
281, 282, 285, 294-295, 300, 334 Pisístrato, 239-240, 242
agricultura, 32, 39-43, 46, 148, 315 Platón, 223, 268, 269
cerámica, 51-53, 53, 123 Pleistoceno, 25, 47, 55, 58, 89, 90, 98-
clima y geografía, 143-148, 146- 99, 123
147, 166, 222 Poligamia, 327-328
e India, 165-167, 170-174, 182, 192 Politeísmo153-155, 157, 158
influencia en África, 123, 151 Polo, Marco, 285
lengua, 151, 152-153 Pomeranios, 250-251, 252-253, 287, 289
musulmanes, 153-154, 291, 292 Portugal, portugueses, 121, 131, 224-
y China, 193, 197, 200, 218, 220 225, 250-251, 252-253, 261
y Mediterráneo, 143-145, 146-147, expansiones, 310-311, 316-321,
222, 223, 224-225, 226, 227, 326-328, 333
230, 233, 238-239, 241 Primer toque de trompeta contra el
monstruoso régimen de las muje-
Pacífico, océano, 10-11, 81, 97, 196, res, El, (Knox), 265-271
294-295, 310-311, 313, 314, 315, Protestantes, 236, 278, 304, 306,
317, 320 Ptolomeo, 274
Países Bajos, 249, 250-251, 252-253, Punjab, 168-169, 173, 182, 183
261, 278 Puzar-Ishtar, 162, 163
Pájaro Jaguar, 66-68, 67
Pakistán, pakistaníes, 166, 168-169, Quipus,113-117, 115
341, 356
Paleolítico, 21-36, 42, 70, 226 Rapé, 334-337, 336, 337
hachas de mano, 34, 44, 45 Realeza, 66-71, 67, 68, 126-127, 238,
superior, 38-39, 47, 49, 55, 58, 63, 287

396
índice analítico

África, 67-70, 68, 126-132, 138, Sorai, Ogyu, 331, 332, 334
140, 326-328 Stalin, Joseph, 350
Gran Bretaña, 287, 289, 327, 340, Sudáfrica, 10-11, 27, 121, 346
341-342 Sudamérica, 10-11, 76, 78, 95-198, 97,
Reforma protestante, 264-265, 342 310-311, 317, 334, 336, 336-337,
Renacimiento, 264, 277 354
República (Platón), 268 Sudeste asiático, 10-11, 77, 90, 92, 171,
Revolución científica, 273-278, 330 180, 181, 194, 195, 196, 197, 296,
Revolución francesa, 71, 247 294-295
Revolución neolítica, 37-55 y Europa occidental, 255, 259
Roma, romanos, 64, 121, 126, 129, y expansiones marítimas, 310-311,
153, 181, 220, 224-225, 228, 231- 313, 314, 315, 317, 318,
232, 233-238, 241, 250-251, 252- Sui, dinastía, 201, 218
253, 276-278, 282, 300 Sumeria, sumerios, 62, 65, 146-147,
caída, 264, 277, 283, 291 150, 151, 152,
Europa occidental, 255-259, 263, Sung, dinastía, 201, 209, 218-219, 219
264, 276-278 Suníes, 292, 341, 352
imperio oriental, 293, 320
y cristianismo, 235-237, 257, 258, Tabaco, 333-337, 336, 337, 352, 354
287, 297 Tabari, 27-28, 90
Rusia, 70, 250-251, 252-253, 288, 293, Tácito, 255, 259, 268-269, 300
294-295, 310-311, 314, 320, 350, Tailandia, 196, 293, 294-295
354 Taínos, 97, 104
Taiwán, 133, 195, 196, 310-311, 313, 321
Sahara, 10-11, 120, 121, 122-123, 128, Tamiles, 168-169, 178, 182, 187, 191
129, 145, 287, 294-295 Tang, dinastía, 201, 203, 205, 210, 213-
Said Al-Andalusi, 300-303 214
Samburu, 121, 133-137, 139-140 Tarascas, 70, 97, 111, 138
Sánscrito, 174, 178, 180, 182 Tasmania, 76, 77, 81, 89,
Satélites galileos de Júpiter, 274-276, Telegu (idioma), 191-192
276, 363-365, 365 Tenochtitlán, 59, 97, 110
Sauma, Rabban, 285 Teotihuacán, 97, 106, 107, 108
Segunda Guerra Mundial, 340, Terrorismo, 355-362
344346 Tiahuanaco, 97, 107-108
Shabtis, 138-139, 139 Tíbet, 168-169, 181, 193, 194, 195,
Shajar al-Durr, 266 196, 221
Shang, dinastía, 70, 170, 197-201, 198, Ting, 198, 218, 219, 219,
216, 255, 281 Tiro, 224-225, 231
Siberia, 10-11, 99, 145, 195, 196, 283, Tlaxcaltecas, 318
294-295, 320 Tokugawa, shogunes, 328-329
Siria, 144, 146-147, 151, 152, 155, 222, Toltecas, 105, 107
224-225, 256 Tu Yu, 213
Sócrates, 268 Tuaregs, 121, 128

397
una breve historia de la humanidad

Turcos, 293, 301 251, 252-253, 259, 310-311, 313,


Turkestán chino, 178, 293, 294-295 319
Turquía, 47, 144, 146-147, 172 Vogules, 252-253, 288
Volga, río, 293, 294-295, 296, 302
Ugarit, 146-147, 155 Volubilis, 121, 128
Unión Soviética, 350, 356, 358
Ur, 70, 146-147, 161 Wahabismo, 300, 337
Útiles de pieda, 32-36, 34, 35, 54, 60 Wu, emperatriz de China, 266, 286
Australia, 79, 83, 88-89, 90, 92 Wu, estado, 201-202
limitaciones, 44, 45
Yang-Tsé, río, 194, 196, 197
Vasco (idioma), 256, valle, 195, 197, 201, 208, 343
Vascos, 42, 229, 250-251, 252-253 Yaxchilán, 67-68, 97
Vedas, 173, 177, 180, 182, 184, 186, Yemen, 121, 128, 144, 234, 266
189-190,214, 233, 272 Yuan, dinastía, 200, 205
Viejo y Nuevo Mundo, 47, 51, 58-61, Yucatán, península del, 97, 110, 322-
76-77, 101-102, 105, 112-113, 115- 325
116, 312, 318, 333, 334
Vietnam, 181, 196, 210, 281, 294-295, Zanj, 121, 130-131, 302
351 Zapotecas, 97, 106, 112
Vikingos (normandos), 98, 100, 250- Zoroastrianismo, 153-307

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