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El amor me duele entero cuando no se transforma

en sexo.

Lo demás es neutro, inútil,


blanquecino como el hospital
que he visitado hoy.

Al entrar, con las sillas vacías,


retraté mi vida con la conciencia seca,
queriéndome arrojar a los abismos
de la nada, dulce condena de mi vida ociosa.

La enfermera me abría los ojos


-míreme- decía
sacándome las lágrimas,
secándome los párpados,
los párpados que acariciaban sus manos de mujer
finas y húmedas.

Luego dilaté, caminé nervioso por los pasillos


vacíos como un día sin palabras,
arrugué las lágrimas de antes
e hice un verso para tu memoria.

Dejé el hospital, pero la calle seguía enferma


y deambulé con los ojos moribundos
durante tres horas.

Te están desenfocando de mi vida -pensé-


y la niebla de mis ojos descafeinados
sigue sin darme pistas.

Yo no quiero que pases


y no me lleves contigo.

Yo te elegí, de entre todas las esperas,


de entre todas las infecciones venéreas,
de entre todas las camas de hospital
y de entre todas las visitas,
y tú sigues velando al enfermo
porque me amas.
También elegí una rosa para ti,
un tren para dos y una urgencia
para cuando despiertes de mi mal sueño.

Entonces estaremos rotos, pero libres,


con todo el sexo por cicatrizar,
con tus manos acariciándome las culpas,
pasajeras irreductibles de los tranvías que se cruzan
sin nada que perder.

Entonces estaremos juntos, -ya te lo dije ayer-


y me darán el alta.

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