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J u l i o Tr e b o l l e B a r r e r a
Universidad Complutense de Madrid
Resumen. Este artículo parte de una presentación de los actuales estudios com-
parativos entre la legislación e historiografía de la Biblia y las correspondientes
del antiguo Oriente mesopotámico, con referencia particular a los pactos hititas
y a los tratados y juramentos de fidelidad neoasirios. Seguidamente propone una
hipótesis que pretende explicar la formación de la historiografía bíblica a partir
de los modelos historiográficos babilonio y asirio reflejados en las listas reales
sumerio-babilonias y asirias que legitiman el poder de las dinastías de los co-
rrespondientes imperios. Finalmente, pone de relieve la necesidad de relacionar
los orígenes de la legislación bíblica y el proceso final de constitución del canon
bíblico de «Ley y Profetas» (historiografía y profecía). Los manuscritos bíblicos
de Qumrán han abierto nuevas perspectivas en torno a la cuestión de la autori-
dad de la Ley en relación con la constitución del canon bíblico.
Palabras clave: Ley, historiografía, Biblia, antiguo Oriente, Qumrán, autori-
dad, canon.
Entre los textos legales del antiguo Oriente son de destacar aquí las leyes
sumerias de Ur-Nammu de Ur (2112-1095 a.C.) y de Lipit-Ištar de Isin
(1934-1924 a.C.), las leyes acadias de Ešnunna, el famoso Código de
Hammurapi, los edictos Mîðaru paleobabilónicos, las leyes del periodo
medio asirio y las neobabilónicas, así como las leyes hititas o el código
griego de Gortyn del siglo v hallado en Creta. Las estipulaciones de los
códigos del antiguo Oriente suelen ser de tipo casuístico. Algunas mues-
tran paralelos muy sorprendentes, como las relativas a los esclavos en Deu-
teronomio 15,12 y en el Código de Hammurapi 117. La comparación
entre el código de la alianza de Éxodo 20, 22-23, 13 y el de Hammurapi
es un ejemplo paradigmático de influjo de la legislación mesopotámica
en la bíblica. Tales semejanzas se pueden explicar por las circunstancias
socio-económicas imperantes por igual en el antiguo Oriente, incluido
Israel (Jackson 1975), pero se tiende a pensar más bien que se deben a
influjos más o menos indirectos (Paul 1970; Boecker 1980) o directos a
partir sobre todo del Código de Hammurapi, que llegan al Pentateuco
a través de una tradición jurídico-escolar extendida por los países del
antiguo Oriente (Bottéro 1992; Finkelstein 1981; Malul 1990).
A pesar de las semejanzas observadas, las leyes bíblicas se diferen-
cian, entre otros aspectos, por contener un mayor abanico de formas,
en particular de tipo apodíctico como «no matarás, no robarás...», así
como también de contenidos, especialmente de orden cultual y religioso.
El peso de las corrientes sapienciales del propio Israel sobre la tradición
legal bíblica es también mayor que en los códigos del antiguo Orien-
te. Basta relacionar, por ejemplo, Proverbios 22, 38 con Deuterono-
mio 19, 14a; Proverbios 3, 30 con Éxodo 23, 11; o Proverbios 4, 14 con
Éxodo 23, 21 (Gerstenberger 1965; Blenkinsopp 1995).
Pero la comparación más significativa y fecunda entre las leyes del
antiguo Israel y las de los pueblos vecinos se refiere a otro género literario
y a otra época. El género en cuestión es el de los tratados y juramentos de
fidelidad, afín al de las leyes. La época es la neoasiria de los siglos viii y vii
a.C. y no tanto la de los códigos del segundo milenio a.C. Es de recordar
que fue precisamente en estos siglos cuando, como señala West, el in-
flujo de los códigos orientales y, en general, el «orientalismo» alcanzó a
Grecia (West 1997: 60 y 615; Burkert 1992).
Existe una amplia literatura sobre el influjo de los pactos hititas en
la legislación bíblica. Tales pactos presentan una estructura basada en
seis elementos: 1. un preámbulo que recoge los nombres de los reyes
pactantes; 2. un prólogo histórico que rememora las relaciones entre
ellos o sus antepasados; 3. unas estipulaciones específicas que el em-
perador impone a sus reyes vasallos —términos éstos en gran medida
inapropiados—, como podían ser el pago de tributos, el compromiso de
asistencia militar en caso de ataque exterior o la renuncia a entablar ne-
gociaciones con poderes enemigos; 4. consignación de las tablillas en las
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las 1994). Por otra parte, las citadas listas de reyes se relacionan con las
ceremonias de conmemoración de los difuntos, de cuyo ritual formaba
parte la lectura de aquellas listas. Así, la Genealogía de la dinastía de
Hammurapi fue compuesta para un rito funerario de ofrendas para la
pacificación de los espíritus de los muertos. Las listas de ciudades cul-
tuales suponen una referencia implícita a los lugares de enterramiento
de los reyes. Igualmente, las tradiciones bíblicas sobre patriarcas, jueces
y reyes, a diferencia de las del Éxodo, concluyen con la referencia final
a los lugares de sepultura de cada uno de ellos.
Los «autores» o sabios del antiguo Oriente reconstruían al parecer
su pasado de modo similar al de los reyes. A cada rey se asignaba un
sabio, apkallu, o un hombre letrado, ummânu. Una de las listas comien-
za con el nombre de Adapa, contemporáneo de Alulu, el primer rey
anterior al Diluvio, y concluye con el de Aba-Enlil-dri, mejor conocido
como Aiqar.
Las sociedades antiguas, incluida la del antiguo Israel, necesitaban
justificar ideológicamente la institución monárquica, para lo cual hubie-
ron de crear una literatura historiográfica, además de un culto religioso
y un arte monumental destinados a tal fin. La «ideología regia» común a
los reinos del antiguo Oriente hacía de la monarquía una institución de
origen y derecho divinos. El rey venía a ser el representante de la divini-
dad, imagen del dios, hijo de dios o incluso dios mismo, que garantizaba
el orden exterior e interior del reino, de cuyo buen gobierno dependía
también el orden cósmico.
Así pues, los historiógrafos de Israel, como los de cualquier pueblo
vecino, podían disponer de dos modelos o formas de estructurar su pro-
pia historia. El modelo sumerio conocía reyes anteriores y posteriores
al Diluvio que encabezaban las listas de reyes babilonios. El asirio dis-
tinguía tres series de antepasados: patriarcas «que vivían en tiendas»,
ancestros tribales y epónimos de los dinastas reinantes. La historiografía
bíblica se basó en un primer momento sobre el modelo asirio, al que su-
perpuso más tarde el sumerio-babilonio. De este modo, las figuras pre- y
postdiluvianas anteceden a las de los patriarcas, jueces y reyes. Es signifi-
cativo el hecho de que Adamu, el segundo nombre que integra la Lista real
asiria (AKL) y posiblemente el cuarto en la Genealogía de la dinastía de
Hammurapi (GDH), es el Adán del Génesis. Es también significativo el
dato de que Caín figura como el primer constructor de ciudades (bnh
‘yr), al igual que Yabal «fue el ancestro de los que viven en tiendas»
(Génesis 4, 20).
Al igual que la Lista real sumeria (SKL) y otras de sabios o apka-
llu prediluvianos, la historiografía bíblica da comienzo con el libro del
Génesis a partir de una época mítica anterior al Diluvio, marcada por
personajes cuya vida se cuenta por centenares de años: Adán, Caín, Enoc,
Irad, Maviael, Matusael, Lámec y sus hijos Yabel, Yubal y Tubalcaín.
Otra línea genealógica partía de Adán, Set y Enoc hasta alcanzar a Noé.
Posteriormente la tradición sacerdotal estableció una lista de diez per-
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sonajes que vivieron también centenares de años: Adán, Set, Enós, Cai-
nán, Malaleel, Yáred, Enoc, Matusalén, Lámec y Noé (Génesis 5).
Tras este periodo prediluviano y conforme al modelo de las listas
reales asirias (AKL) sucede otro caracterizado por figuras de patriarcas
que vivían en tiendas, descendientes de Sem, hijo de Noé («las tiendas
de Sem», Génesis 9, 27). Los descendientes de Abrahán eran, por una
parte, los israelitas, a través de Isaac, Jacob/Israel y los diez hijos de éste,
y, por otra, los ismaelitas nacidos de Agar, la concubina de Abrahán. La
sucesión vertical es de tipo segmentado, típico de esta clase de listas, por
contraposición a la lista sumeria y a las del periodo anterior. Más tarde
la tradición sacerdotal compuso una serie de diez descendientes suce-
sivos de Sem: Arfaxad, Sale, Héber, Páleq, Reú, Sarug, Najor y Téraj,
padre de Abrahán (Génesis 11, 10-32).
Siguiendo el modelo de las listas asirias, los libros de Josué y Jueces
desarrollan el espacio de tiempo correspondiente al tercer periodo, re-
presentado por los ancestros de las tribus de Israel, de los que suminis-
tran listas genealógicas y narraciones legendarias sobre jueces y héroes
tribales.
Finalmente, como en los dos tipos de historiografía mesopotámica,
comienza a hacerse pie en la historia a partir de los relatos —tan legen-
darios como puedan ser—, sobre los comienzos de la dinastía davídica.
El primer libro de Samuel recoge así las genealogías de los dos primeros
reyes de Israel, Saúl y David, como también las tradiciones que legitima-
ban el poder de las respectivas dinastías. En Israel, al igual que en Me-
sopotamia existían dos fuentes de legitimidad contrapuestas: la electiva
y la sucesoria. Narâm-Sîn, nieto de Sargón de Akkad, un hombre sin
antecedentes dinásticos que muy bien pudo haber sido un usurpador,
encarna el principio de sucesión hereditaria en el Imperio acadio. Por el
contrario, un ignoto Iphur-Kiš subió al poder aupado por el ejército re-
unido en asamblea. En el reino de Israel fueron frecuentes los golpes de
estado y la consiguiente elevación al trono del sucesor por elección de la
asamblea del «pueblo del país». Por el contrario, en el de Judá prevale-
ció el principio hereditario manteniéndose la dinastía davídica hasta la
desaparición de la monarquía.
Finalmente, el libro de Reyes desarrolla la historia de la monarquía
en Israel y Judá desde David y Salomón hasta la desaparición de los dos
reinos, el de Israel en el 722 a manos de los asirios y el de Judá en
el 587 tras la destrucción de su capital, Jerusalén, por Nabucodonosor.
Sirviéndose también el género de listas genealógicas, el libro de Cróni-
cas resume en sus primeros capítulos (1-9) la sucesión de héroes predi-
luvianos, patriarcas nómadas y figuras ancestrales, que anteceden a la
dinastía de David y a todos los reyes de Judá hasta su destrucción por
los babilonios.
En un principio la historiografía monárquica hacía pivotar la historia
de Israel sobre los relatos de la instauración de la monarquía con Saúl
y David, con todos sus antecedentes y consiguientes hasta concluir con
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citan también de manera expresa casi exclusivamente los libros del Pen-
tateuco, junto con los de Isaías, Profetas Menores y Salmos.
Sin embargo, el grado de reconocimiento de la autoridad de los li-
bros de la Ley no es óbice para que entre los manuscritos de Qumrán
aparezcan algunos que muestran un tipo de texto diferente del que poco
más tarde, a partir de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C., se
convirtió en el texto fijo e inmutable de la tradición rabínica o masoré-
tica. Este hecho es llamativo por afectar justamente a textos legales, lo
que significa que en el judaísmo de la época coexistían diferentes tradi-
ciones legales, ligadas a los diversos grupos sociales, saduceos, fariseos
y esenios en particular.
Así, en el libro del Éxodo existían cuatro tipos de texto que corres-
pondían a otros tantos estadios de edición: el representado por la versión
griega de los Setenta, el protomasorético del que derivan los manuscritos
hebreos medievales, el presamaritano representado por los manuscri-
tos 4QpaleoExodm y 4QNumb, y el del propio Pentateuco Samaritano.
Entre los manuscritos del Deuteronomio hallados en Qumrán figuran
también dos ejemplares, 4QDeutb.c., que representan un tipo de texto
que difiere de los conocidos con anterioridad —el hebreo atestiguado por
la versión griega de los Setenta, el hebreo masorético y el hebreo sa-
maritano—, por lo que son clasificados entre los independientes o «no-
alineados».
A ello se añade la existencia de textos denominados «parabíblicos»
entre los que se encuentran manuscritos de los libros del Pentateuco y
cuya característica más llamativa es la de que añaden textos de tradi-
ciones legales que no aparecen en los libros canónicos (4QDeutj.n.), o
que refunden textos legales de diferentes libros canónicos (4QNumb).
Así, el conjunto formado por los manuscritos 4Q364-367, Paráfrasis
del Pentateuco (4QPP), presenta un orden diferente de pasajes, omite
secciones enteras del texto y añade otros pasajes que no tienen corres-
pondencia en los libros bíblicos. Recientemente el editor de estos ma-
nuscritos, Emanuel Tov, que hasta hace poco los clasificaba entre los
textos parabíblicos, recientemente ha cambiado de opinión y considera
ahora que las diferencias que presentan respecto a los textos canónicos
del Pentateuco no son óbice para clasificarlos entre los manuscritos bí-
blicos, al igual que otros textos que fueron tenidos por canónicos a pe-
sar de ofrecer diferencias igualmente considerables respecto a la forma
hebrea tradicional (Tov 2007).
Estos textos armonizantes y parafrásticos se sitúan en la frontera en-
tre lo bíblico y lo no-bíblico, lo que plantea la cuestión de la definición
de lo que es texto bíblico y lo que no lo es. En todo caso, la transición del
texto autorizado, o canónico, a otros textos que no llegaron a gozar de
este estatuto, se ha hecho más fluida de lo que cabía sospechar antes
del descubrimiento de estos manuscritos qumránicos.
Estos nuevos datos hacen más compleja la historia de la formación
del canon bíblico, así como de la transmisión del texto —incluso de los
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libros de la Ley—, de lo que cabía pensar hasta hace muy pocos años.
Es preciso distinguir dos procesos y dos épocas. El primero fue el del
reconocimiento de autoridad a una serie de libros que más tarde entraron
a formar parte de la lista definitiva de escritos canónicos; este recono-
cimiento, que en cierta medida acompaña a los escritos desde sus pro-
pios orígenes, se hace manifiesto en el momento de una crisis decisiva,
como fue la de la revuelta de los macabeos, en torno al año 164 a.C.,
cuando Judas Macabeo recogió los libros sagrados que Antíoco Epífanes
había tratado de destruir, según se afirma en 1 Macabeos (1,56‑57) y
2 Macabeos (2,14-15). Los apócrifos del Antiguo Testamento, Filón de
Alejandría, el historiador Flavio Josefo y las fuentes cristianas dan cuen-
ta de que las comunidades judías disponían, antes y después de la apari-
ción del cristianismo, de un canon hebreo más reducido que el griego de
la tradición cristiana. Sin embargo, aun cuando determinados grupos
judíos podían disponer ya en el siglo ii a.C. de un canon de libros sagra-
dos, éste podía no ser aceptado por otros sectores judíos que no eran
necesariamente sectarios o desviacionistas, pues todavía no existía un
judaísmo normativo u ortodoxo que decidiera en ésta y en otras cues-
tiones entonces debatidas. Algunos grupos de los primeros cristianos
podrían proceder de tales sectores judíos.
El segundo proceso es el de la constitución de una lista de libros ca-
nónicos con exclusión de los considerados a partir de este momento
apócrifos o «exteriores». Este proceso no culmina sino después de la
destrucción de Jerusalén, en el año el 70 d.C. Así pues, la línea diviso-
ria que marca un antes y un después en la historia del canon, al igual
que en la del judaísmo, no parece haber sido tanto la de la restauración
macabea sino más bien la de la nueva restauración llevada a cabo por la
corriente farisea a finales del siglo i y comienzos del ii d.C. El proceso
de formación literaria y editorial del núcleo de los libros bíblicos pudo
haberse ultimado a mediados del siglo ii a.C., pero la lista normativa y
definitiva de libros canónicos, con exclusión de los llamados apócrifos
—lo que constituye un canon normativo— no llegó a establecerse has-
ta finales del siglo ii d.C., o al menos no quedaron zanjadas hasta esta
época las dudas y controversias sobre la canonicidad de algunos de los
libros incluidos en el propio canon.
Hasta entonces existían colecciones de escritos a los que se reco-
nocía autoridad como libros sagrados, pero no había, estrictamente ha-
blando, un canon universalmente reconocido. El impulso que estable-
ció un canon definitivo provino de la corriente rabínica mayoritaria del
momento, la cual tenía entre sus objetivos unificar el judaísmo y salir al
paso de cualquier tentación que pudiera existir en otros grupos judíos
de reconocer autoridad sagrada a los escritos del Nuevo Testamento,
o a otros textos cristianos. También otras fuerzas contribuyeron a este
proceso unificador, como la reacción frente a las tendencias apocalíp-
ticas disgregadoras, la amenaza de aniquilación por parte del poder
romano tras las dos revueltas judías y la decisión de poner fin a las dis-
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