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SIMON BOLIVAR
Gumercindo había llegado desde los fríos aires del altiplano a probar suerte en estas
cálidas tierras y con mucho esfuerzo y tesón se había hecho de unos bueyes y unas
pequeñas parcelas a las cuales protegía y cuidaba mucho porque era su único
capital que tenía para subsistir él y su familia.
Había escuchado algo de la leyenda del carbunco, pero jamás se había imaginado
que llegaría el día en que tendría una oportunidad de conocerlo y tener la posibilidad
de aprovechar la riqueza que ofrecía.
Una idea cruzó por la mente del hombre, pensó que alguien andaba tras sus bueyes,
entonces se quedó muy quietito y a la espera de saber quién era y qué quería. En
tanto la luz se movía de un lado a otro aproximándose al lugar donde él se
encontraba y al divisarlo a unos metros de distancia, grande fue su sorpresa al ver
que un pequeño animalillo que tenía en la frente una luz que alumbraba hacia abajo
como una linterna y conforme iba avanzando la luz se veía más brillante y más
intensa. Recordé entonces las viejas historias de los viejos lugareños acerca del
carbunco, así que le seguí y sacándome la cachucha negra que tenía, me dispuse
agarrarlo y quitarle el diamante que tenía en la frente.
De rato en rato lo veía, pero cuando estuvo a punto de saltarle encima para cubrirle
al animal, éste escapó tan rápido que no pudo darse cuenta como fue, con su luz
que se fue perdiendo por los matorrales. Fue quizá para el hombre una gran
oportunidad de poder cazar al animal y tener el diamante y quien sabe cuánto tener
con la venta del mismo.
El rostro
Piraí fue el pueblo de gente rica. Económicamente floreciente. Grandes
establecimientos agropecuarios le daban sólida contextura y justa nombradía. Se lo
mentaba en todas partes. Su brillo y esplendor seducía a medio mundo. En él,
dábase cita para cambiar opiniones y jugar dinero los hombres más significativos
de la comarca.
Su iglesia era admirable, grande y espaciosa. Estaba a cargo del cura Vargas.
Hablamos por cierto del tiempo de nuestro relato.
Había sido aquel un día apacible. De paz y trabajo, de sosiego en las almas y de
silencio en las conciencias. No se supo de ninguna pendencia ocurrida, por díceres,
celos o deudas. El cura Vargas, al menos, esa vez no recibió la visita de ningún
penitente. El tiempo, por lo demás, mostrábase claro, transparente, azul, sin
sombras. La estación, sí, era lluviosa, como que correspondía a los meses de
verano.
Piraí era un pueblo boyante, promisor, con un porvenir asegurado. Difícil resultaba
imaginar que estuviera al acecho de tanta ventura un hecho sorprendente, original,
extraordinario, presagiador de un grave y fatal desastre.
A eso de las doce, unos cuantos celajes en el firmamento presagian una tormenta.
Luego óyese el rodar estrepitoso de piedras colosales sobre el mosaico de hielo de
los cielos. Son los truenos, que confirman rayos y anuncian lluvias. Oscurécese el
horizonte con manto negro y ya no se ve más el pestañear de ninguna estrella.
Comienza el agua a caer en tremendos raudales. Se apagan en la iglesia las últimas
velas encendidas. Todos sueñan en el pueblo.
Grande fue el asombro y el espanto del señor cura al ver tendido sobre aquella
bandeja de precioso metal un enigmático rostro barbudo, sin cuerpo y con una
tristeza profunda en la mirada. Pronto estuvo a huir de semejante aparición, que
parecíale cosa de brujería o engendro de Satanás. Más, recordando su cristiana
misión y el poder la cruz, mantúvose erguido y dióles a dichos emisarios esta
respuesta cortante:
Nunca más se supo del rostro, ni de sus padrinos o conductores, ni del Príncipe de
Parabanó. Dicen que algún tiempo después murió el cura Vargas en una forma
extraña. Lo cierto es que Piraí ingresó en una lenta decadencia que acabó por
matarlo. Y como reza la maldición, sin duda que sus últimos pobladores, ancianos
decrépitos y enfermos incurables, fueron sacados por las fieras de sus moradas
deshechas. En la actualidad sólo quedan cuatro ruinas bajo un montón espeso.
La viudita
Hay jóvenes que al pasar los veinte años se sienten dueños del mundo y de nada
les sirven los consejos. Es así que mientras el cuerpo aguanta le dan como si fuera
ajeno. Un muchacho de esta laya era Victorino Suárez gran amigo de la juerga, de
la fortuna y de las mujeres.
Cierta noche, después de haber bebido hasta altas horas de la noche, luego de
despedirse de sus amigos, muy alegre se dirigía a su casa por las calles desiertas
de esas horas alumbradas sólo de trecho en trecho por las últimas velas de los
faroles públicos cuando de improviso se le presentó una mujer toda vestida de
negro.
Nadie quiso creerle lo que vio y sintió, pero desde ese día Victorino no volvió a salir
de parranda y si alguna vez se desvelaba buscaba quien lo acompañase hasta la
puerta de su casa, que era dos cuadras antes de llegar a San Francisco.
Mi abuelita solía narrarme con voz emocionada, cual si ella misma hubiera sido
testigo del cuento que les voy a referir ahora. Después de la merienda, mientras
temblaban las luces en altos candeleros, hacía el relato.
Era el atardecer. La luna había salido y parpadeaban las primeras estrellas. Por el
lado opuesto al occidente, el cielo parecía inflamarse.
—Es mejor que esperemos aquí. Para el carretón, Pablo, por favor...
—Mañana tenemos que estar en Magdalena —respondió él— ¿Perder yo una
noche de luna como ésta. No estoy loco.
Siguió avanzando el carretón... Días más tarde, se encontraron los cadáveres del
hombre y la mujer carbonizados, suspendidos de la rama de un tronco gigantesco.
Del carretón, sólo habían quedado las herramientas.
Desde entonces, cuando hace mal tiempo, los viajeros que tienen que pasar por
aquel sitio, oyen gritos desesperados, como de gentes que pidieran socorro. Y
escuchan algo parecido al estrépido de un enorme carretón que se estuviera
partiendo... Y parece que se revolcaran dos bueyes dando fuertes resoplidos de
agonía..."
Vieja carreta, símbolo de la época en que todo era bueno. ¡Cómo rodábamos
contigo, fuera de la órbita impetuosa de las estancias y de los tiempos abreviados!
¡Estamos muy lejos todavía de la perenne angustia de querer alcanzarlo todo, todo
en el loco correr de un solo día!
La Virgen de Cotoca
La efigie de la Madre de Dios que se venera en la iglesia parroquial de Cotoca,
distrito municipal de la provincia Andrés Ibáñez, es objeto de ferviente devoción de
parte de los pueblos de Bolivia llamados orientales. Ordinariamente colocada en un
regular baldaquino, hacia la parte alta del altar mayor de la iglesia, suele ser sacada
afuera y llevada en andas por las calles, a la expectación de los fieles. Es en esas
ocasiones cuando puede ser contemplada mejor y observada con ojos de curiosidad
no exclusivamente piadosa.
Una vez al año, por lo menos, la pequeña efigie es traída a la ciudad por
determinación expresa de su ilustrísima el prelado diocesano.
Ocurrió a mediados del siglo XVIII. Cotoca, la comarca que había aposentado
durante años a Santa Cruz en su peregrinaje de oriente a occidente, era por
entonces un predio perteneciente a cierto señor rural de horca y cuchillo que
respondía al nombre de Daniel Cortés de Miranda. Esta tenía establecida allí una
hacienda con cultivos de caña, arroz y bananas, que eran trabajados por hombres
de la tierra con la calidad de braceros y cuatro o cinco familias de negros y mulatos
en la condición de esclavos.
A buen seguro que el don Daniel dejaba sentir en el predio su autoridad de señor
feudal, acaso con mayor rigor y riendas más cortas que sus congéneres
hacendados de esta parte del país. Dizque por cualquier falta que cometieran sus
peones, y tanto más sus esclavos, el capataz o el amo en persona les propinaban
una ración de azotes cuya cuantía jamás era inferior a la bien contada veintena.
Cierto día la cuenta hubo de alargarse, medida sobre las espaldas y los glúteos de
dos de los esclavos.
La tradición ha conservado los nombres de ellos y aun el de su madre, que era
Elvira Barroso. Al enterarse ésta de la tremenda azotaina y ver en los cuerpos de
los suyos las huellas del flexible y a la vez inflexible instrumento, dizque prorrumpió
en anatemas y maldiciones contra el patrón. No mucho después, don Daniel
aparecía muerto a puñaladas dentro de la arboleda que rodeaba la casa.
Vista la cosa a la luz de sus precedentes, a nadie podía imputarse el homicidio sino
a los Barroso, y a su madre como instigadora y quizás actora. Conocedores de lo
que les esperaba en ese caso, madre e hijos se alzaron de la alquería para ganar
asilo y escondrijo en la floresta. Pero, devotos cristianos como eran, les asistía la
esperanza de que tarde o temprano su inocencia habría de salir a luz.
Habían recogido ya algunas ramas secas cuando avistaron un recio tronco que
parecía ofrecerles para el empeño pedazos de corteza semidesprendida. Unos
pocos golpes de hacha sobre el arrugado madero dejaron ver que el interior de éste
resplandecía extrañamente. Aunque el fulgor les ofuscaba la vista, los fugitivos
acertaron a advertir un rostro de tez morena que parecía sonreirles con ternura. Un
impulso de temor o de recelo les llevó a abandonar en ese momento el sitio, bien
que proponiéndose volver apenas rayara la aurora del día siguiente.
Así fue, en efecto, a la rubia luz del amanecer pudieron ver que en el descubierto
hueco del árbol yacía una pequeña talla policromada que representaba a la Virgen
María en su advocación de la Concepción Purísima. Tras de haberse prosternado
ante ella fervorosamente, procedieron a sacarla del vegetal cobijo para llevarla
consigo al poblado. Habían resuelto de improviso dar término a la fuga y volver a la
casa y hacienda del finado patrón, llevando a la bella imagen milagrosamente
encontrada. Alentaban la fe y la esperanza de que ella, con su gracia y su
misericordia, haría que se desentrañase lo de la muerte de aquél y probara la
inocencia de doña Elvira y de sus hijos.
Como se pensó se hizo seguidamente. Días después los de la suspendida evasión
entraban en Cotoca llevando a la Aparecida. Grande fue su sorpresa al advertir que
se les recibía con particulares muestras de agrado. No tardaron en dar con la razón
de ello. Algunos días antes, el verdadero autor de la muerte del patrón, había
confesado públicamente el crimen. Lo curioso, o más bien portentoso del hecho, fue
que tal confesión habría sido consumada a la hora misma en que los Barroso
encontraban a la imagen de la Virgen. Fue el primer milagro de la Virgen apuntado
por los buenos cotoqueños.