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Carta Cuarta

Has visto, mi querido Cabanis, que simpatizamos con los dolores


y los placeres físicos en proporción al conocimiento que tenemos de
sus fuerzas y efectos a través de nuestra propia experiencia. De manera
similar, simpatizamos en general con placeres y dolores morales, por el
hecho de que somos susceptibles de ellos; digo en general, porque no
hay duda de que hay suficientes corazones sensibles para ser tocados
por dolores que no querrían experimentar bajo las mismas circunstan-
cias; dolores producidos sobre otros, o sea, dolores que la imaginación
por sí sola puede aprehender. Y por tanto, en cuanto no tenemos ex-
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periencia de dolores físicos, la simpatía es excitada por la vaga idea del


dolor.
Esta opinión es contraria a la del ilustre Smith y aquí, de nuevo,
voy a combatir algunas de sus aserciones. Quizás puedas encontrarme
excesivamente temeraria, pero mientras estoy de acuerdo en la idea de
que justamente se considera a Smith como uno de los filósofos más
importantes de Europa, me parece que en asuntos pertenecientes me-
nos a conocimientos profundos que a las observaciones sobre uno mis-
mo, todo aquel que reflexione al respecto puede reclamar su derecho a
discutirle.
No creo que Smith haya indicado la verdadera razón que nos hace
sentir compasión hacia los reyes destronados:1 si compartimos sus des-
dichas más intensamente que las de otros hombres, es solo porque los
reyes nos parecen exentos de infortunios por su elevación. Juzgamos
que deben ser más sensibles a las desdichas y no (como piensa Smith)
porque la idea de la grandeza, que en la mayoría de los espíritus se en-
laza con la felicidad, nos dispone para cierto tipo de afección y com-

1
 Smith escribe al respecto: «¡Vida eterna al gran Rey! Tal el saludo que, en el estilo
oriental de la adulación, estaríamos prestos a pronunciar si la experiencia no nos advirtiese
sobre lo absurdo que resulta. Cada calamidad que les sobreviene, cada injuria que sufren,
excita en el corazón del espectador diez veces más compasión y resentimiento que los que
habría sentido si las mismas cosas les hubiesen acaecido a otras personas». TSM, parte 1,
sección segunda, capítulo 2.

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SOPHIE DE GROUCHY

placencia por su felicidad, para simpatizar más particularmente con


ellos. Me parece que este sentimiento es poco conocido en el imperio
británico, que es desconocido en el resto de Europa y podemos decir con
certeza que es absolutamente opuesto al sentimiento de igualdad natural
que nos conduce a contemplar todo lo que está por encima celosamente
o, al menos, con severidad.
Nuestra simpatía hacia los dolores físicos es más fuerte, más general y
más dolorosa que hacia los sufrimientos morales; la exposición ante sufri-
mientos físicos es también desgarradora e inoportuna para aquellos que su
educación, o más bien los errores de su educación, les han alejado de la
imagen del dolor. La razón de esta circunstancia reside evidentemente en
la naturaleza de los sufrimientos físicos, que casi siempre nos conducen
hasta la muerte, donde los signos son más notables y ciertos, y la imagen
de los cuales es finalmente más dolorosa y afecta a nuestros órganos de
manera más simpática.
Smith establece la proposición contraria, y cree que la justifica di-
ciendo que la imitación de dolores corpóreos difícilmente nos conmue-
ve; este tipo de imitación es un hecho ridículo y contrario a la compa-
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sión, mientras que la imitación de sufrimientos morales despierta


impresiones más intensas en el alma. Esto es debido a que la simpatía es
más débil con un hombre cuya pierna ha sido cortada que con otro
hombre que ha perdido a su amante; ¿por qué uno de esos acontecimien-
tos puede ser sujeto de una tragedia mientras que el otro no?2 Uno pue-
de dudar al respecto; es solo porque la imitación de los dolores físicos
necesarios para éxitos teatrales hace la ilusión más difícil de alcanzar; y
esta imitación necesita también ser acompañada por dolores morales
para producir un justificado y variado interés. Y es, finalmente, porque
el interés de la tragedia reside claramente en el talento de hacer compa-
siva la simpatía hacia las desgracias de otros por medio de una progresi-
va excitación de nuestra sensibilidad, y no ofreciéndonos de repente una
descorazonadora imagen de un sufrimiento físico, una imagen de la que
no podemos dejar de pensar si nos invade, y que se transforma en ridí-
cula si no se piensa en ella. Además, sabemos que para el pueblo, el es-
pectáculo público de dolores físicos es una tragedia innegable; un espec-
táculo que a veces es seguido por una curiosidad estúpida, pero donde la
contemplación, a veces, simpatía, llega hasta el punto de tornarla en una
pasión temible.

2
 Smith afirma: «La pérdida de una pierna puede generalmente ser considerada
una calamidad más real que la pérdida de una amante». TSM, parte 1, sección segunda,
capítulo 1.

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CARTAS SOBRE LA SIMPATÍA

Es absolutamente falso que la causa de la firmeza y el coraje en un


rostro impasible ante dolores físicos sea algo que inspira solo un cierto
grado de simpatía en los otros (como remarca Smith).3 La necesidad de
sufrir, incluso la utilidad de ciertos sufrimientos y la inutilidad de que-
jarnos, son las causas de la resignación en los males ordinarios. En medio
de dolores que consumen todas las fuerzas de nuestra naturaleza, la fir-
meza proviene, ya sea del deseo de ser admirado, o de la amable satisfac-
ción que le sigue con gran coraje; esta satisfacción puede con frecuencia
extender nuestro coraje y a la vez ser un placer vivo para las almas fuertes
y elevadas.
Smith pretende que simpaticemos muy poco con los placeres del
amor.4 Si por ello quiere significar que contemplamos sin interés las de-
licias que un profundo y puro sentimiento se guarda para dos jóvenes
amantes y el misterioso refugio en el que se resguardan, por ese motivo,
podríamos comprender sin interés los detalles de la felicidad, frecuente-
mente el objeto de nuestros deseos secretos, y en tal caso, su opinión será
contradictoria a la opinión de todos los hombres cuya imaginación es sen-
sible y cuyas vidas han sido entregadas a esta pasión. Siempre que la con-
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templación de un amor satisfecho se ofrece a nuestros ojos o nuestra ima-


ginación, no excita ni celos ni envidia, y de ningún modo ofende nuestra
modestia o nuestros principios de honestidad; el amor nos agrada y des-
pierta visiones de placer en nosotros. Esta contemplación también nos será
placentera cuando estimule nuestros recuerdos, porque para aquellos que
han sentido esta pasión y se han visto inspirados por ella, los recuerdos
dulces e, incluso, los dolorosos, permanecen largamente como fuente de
placer. Puesto que la simpatía por los placeres de los otros es un sentimien-
to anterior a los celos y a las ideas de honestidad y de pudor, no debemos
concluir que esta simpatía no sea natural si dichas ideas o un movimiento
de envidia nos previenen de una plena simpatía con las alegrías del amor.
Pero, obsérvese que simpatizamos en mayor o menor medida con esas ale-
grías dependiendo de que nuestros principios en esta consideración sean

3
 En este punto, De Grouchy interpreta mal a Smith, pues el pensador escocés afir-
ma: «La magra simpatía que experimentamos ante el dolor físico es el fundamento de la
propiedad de la constancia y la paciencia para sobrellevarlo. La persona que sometida a
los más atroces suplicios no deja asomar ninguna flaqueza, no exhala ni un gemido, no
se entrega a ninguna pasión que no podamos asumir por entero, convoca nuestra máxi-
ma admiración». TSM, parte 1, sección segunda, capítulo 1. Esta confusión se debe,
probablemente a un problema con la traducción del inglés al francés, realizada por la
propia De Grouchy.
4
 Smith afirma: «Como nuestra imaginación no ha fluido por el mismo canal que la
del amante, no podemos incorporar la vehemencia de sus emociones». TSM, parte 2, sec-
ción segunda, capítulo 2.

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SOPHIE DE GROUCHY

más o menos severos o complicados; y también, dependiendo de con qué


facilidad enfatizamos con placeres que nos son desconocidos, y de los que
estamos frecuentemente privados.
Es sorprendente cómo la pasión amorosa parece tener siempre un to-
que ridículo para un filósofo cuyos trabajos demuestran lo que ha obser-
vado sin prejuicios, tanto sobre el hombre natural como sobre el hombre
en sociedad.5 Podríamos pensar que ese tipo de opinión se alcanza solo
por una frívola juventud que juzga el amor antes de haber amado, y que
cree alcanzar por sí mismo la verdadera felicidad, esperando obtener satis-
facciones sin pagar ningún precio.
Nuestra simpatía por pasiones asociadas al odio, como la envidia, la
venganza, etc., no es común. Es frecuentemente modificada por nuestras
relaciones personales con la persona que experimenta esas pasiones; por la
simpatía individual que tenemos con él, y que puede corromper nuestro
juicio; por la ecuanimidad de sus sentimientos, que nos conmueven o nos
son conocidos en mayor o menor grado; y por el balance entre la causa que
los excita y nuestros propios intereses, opiniones y la naturaleza de nuestra
sensibilidad. Cuando la simpatía no es excitada por ninguno de esos mo-
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tivos particulares, cede a la dulce afección de la piedad, y lejos de simpati-


zar con pasiones ligadas al odio, nos dirigimos inmediatamente a lo opues-
to, a interesarnos en la persona que se ve afectada de esa manera. La razón
está afortunadamente en la naturaleza. Simpatizamos con el deseo de ha-
cer bien al otro porque un sentimiento en nosotros nos inclina a hacer el
bien para todos, y encontramos un placer personal en hacerlo; no alberga-
mos en nosotros una inclinación hacia el odio, de ninguna manera; y por
tanto, no simpatizamos con el odio porque un motivo particular debería
justificar la simpatía hacia el odio y de la misma manera, hacia el odio
mismo. Si esta observación es cierta, podrás preguntarme, mi querido Ca-
banis, ¿por qué hay seres que sienten placer en atormentar a sus semejan-
tes?, ¿quién necesita vengarse de la felicidad de los demás?, ¿y quién no
descubre los padecimientos de otro sin una alegría secreta? ¿Por qué? Su-
cede que en la sociedad, un vicioso sistema de legislación, en vez de unifi-
car los intereses de los individuos, hace mucho tiempo que los separa y los
enfrenta entre ellos. El deseo de placer ha conducido al hombre hasta el
punto de que no puede satisfacer esas fantasías sociales al mismo tiempo;
fantasías sociales que, convertidas en hábitos, han usurpado el nombre de
necesidades. Desde la infancia, esos hombres tácitamente adquieren el há-

5
 Smith: «[…] y el amor, aunque es excusado en una determinada edad, porque sabe-
mos que es natural, es en todo caso motivo de risa, porque no podemos asumirlo». TSM,
parte 1, sección segunda, capítulo 2.

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CARTAS SOBRE LA SIMPATÍA

bito de percibir la desdicha y los bienes de los demás como una concesión
que la fortuna ha otorgado en ellos para su propio disfrute. El hombre
civilizado, si está gobernado por prejuicios y leyes perversas, es constante-
mente envidioso y celoso, situación que va a más, ya que los vicios de las
instituciones sociales le separan de la naturaleza, corrompen su razón y
hacen que su felicidad dependa de la satisfacción de un gran número de
necesidades.
Esta opinión es muy cierta para los hombres a los que se les puede
acusar de disfrutar con el mal de los otros y de lamentarse por su felicidad,
teniendo sentimientos solo ante las desgracias, envolviendo la vanidad o la
suerte, ya sea hacia una sensibilidad que consideran ficticia o exagerada, y
dejan de tener este sentimiento cuando no se prolonga el efecto de un odio
personal, o cuando se trata un problema de dolores físicos y de verdaderos
padecimientos. Las excepciones a esta observación son muy extrañas y solo
afectan a un número reducido de individuos; este tipo de personas son
monstruos cuya existencia puede ser explicada por las circunstancias par-
ticulares de su crecimiento y de su situación en la sociedad. La civilización,
tal y como permanece todavía en la mitad de las naciones europeas, es el
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enemigo de la bondad humana, y también de su felicidad. ¡Qué inmenso


trabajo tiene que ser introducir en la educación, no ya desarrollar o dirigir
la naturaleza, sino tan solo conservar las inclinaciones benevolentes, pre-
servar los sentimientos naturales de ser absorbidos por los prejuicios, tan
acreditados y tan comunes, que corrompen en sus fuentes los sentimientos
de humanidad e igualdad, en cuanto al mantenimiento de la igualdad y la
seguridad en todos los vínculos del orden social!
La inclinación que tenemos a imitar a aquellos que se divierten gracias
a los defectos y los ridículos de los otros, nace sin duda alguna de la sim-
patía. Pero, ¿cuál es la causa que excita nuestra risa ante la contemplación
de algo ridículo? ¿Es el placer ocasionado por esta contemplación que
nuestro orgullo considera como una idea de nuestra superioridad? El or-
gullo que sentimos puede ser en el fondo una de las causas de esta risa,
pero no es la principal. A veces notamos que una sonrisa tranquila es el
signo más común de un orgullo satisfecho; tememos, parece, perder la dig-
nidad que poseemos cuando esta sensación es positiva, si la contemplación
de unas causas ridículas nos conduce a reírnos a carcajadas. Por otra parte,
la idea de nuestra superioridad nos produce un placer totalmente dife-
rente que el producido al ver algo ridículo; y esta idea nos hace parecer
ridículos con más frecuencia que cuando nos centramos en el ridículo de
los demás.
Podemos decir que los movimientos orgánicos que constituyen la risa
son agradables por su naturaleza, aunque a veces puedan ser cansados;

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SOPHIE DE GROUCHY

aquellos que nos provocan el llanto son dolorosos, aunque en ciertas cir-
cunstancias las lágrimas son fruto de la alegría. Esta observación explica
bien, en parte, la causa de nuestra simpatía hacia la risa ante una situación
ridícula; pero no explica por qué objetos ridículos hacen nacer los movi-
mientos que producen la risa y el placer que la precede.
Los niños se ríen desde muy corta edad; se ríen tan pronto como tie-
nen un conocimiento distinto y suficientemente amplio como para com-
parar los objetos; se ríen de las mismas cosas que nosotros, desde el mo-
mento en que en sus juegos se ríen de todo aquel al que le hacen sus
engaños. La causa de este fenómeno no debe ser muy complicada y no
debe depender de ideas muy elaboradas; en efecto, los imbéciles también
ríen, y también ante lo que les sorprende, de la misma manera que la gen-
te racional ríe ante lo que les parece agradable.
Así, es entre los niños donde uno debe buscar la causa de la risa por-
que los niños, al tener menos ideas y más limitadas, nos permiten tener
menos causas posibles que examinar y más esperanza para encontrar la
causa verdadera. Esta manera de observar los hechos desde su origen (de
lo cual John Locke6 nos ha proporcionado el mejor ejemplo) es el más
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seguro para descubrir las leyes encubiertas que gobiernan los hechos.
Parece que la causa ordinaria de la risa en los niños es la contempla-
ción de un acontecimiento inesperado que les impacta y les ofrece nuevas
imágenes e ideas, ejercitando con vigor sus facultades nacientes. En adi-
ción, todo lo que excita una sensación de placer o anticipación en los ni-
ños, también produce risa, porque la risa es la expresión natural de todo
lo que les afecta con agrado. Pero, al hacernos mayores, la reflexión más
satisfecha y la risa más intensa quedan reservadas para cosas verdadera-
mente inesperadas que centran nuestra atención sin que necesariamente
nos inspiren gran interés. La razón de esta situación es simple: el ligero
espasmo provocado por la risa y esa especie de placer que acompaña esta
convulsión cesa ante la más ligera contención del intelecto; y los eventos
inesperados que nos producen placer, pero que no están seguidos de nin-
guna reflexión, se convierten en algo extremadamente raro tras la infancia.
Es por esta razón por lo que el hecho de que la risa tenga cabida en la
vida (excepto para los imbéciles) es casi algo exclusivamente reservado para
cosas extrañas, inesperadas o contrastadas, incluyendo el ridículo.
La causa primera de la risa se encuentra en el placer que adquirimos
por un sencillo e inesperado ejercicio de nuestras facultades y el acompa-
ñamiento de un disfrute interno o contentamiento. Así, está claro que
cuando nos vamos haciendo mayores, la risa y la burla deberían unir fuer-

6
  John «Loke» en el texto original.

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zas porque el placer de sentir nuestras ventajas y puntos fuertes nos con-
duce hacia el malicioso placer de hacernos sentir superiores, un placer
análogo que proviene del ejercicio de nuestras facultades.
Me perdonarás, mi querido Cabanis, por retroceder de causa en causa
para alcanzar la causa primera; y después de haber observado que la causa
de la risa, hablando en general, depende en gran medida del placer ligado
al ejercicio de nuestras facultades, podrás como yo querer investigar el ori-
gen de este placer.
Quizás, para encontrarlo, será suficiente observar que el ejercicio de
nuestras facultades lo perfecciona, y que esta perfección es por sí misma una
fuente de placer y de evitar el dolor, y que esta observación no está por en-
cima de la comprensión de los niños. De este modo, es más fácil para ellos
que sus facultades se desarrollen rápidamente, y que sean además muy im-
portantes para su bienestar. Un sentimiento de placer se une mecánicamen-
te a todo ejercicio de nuestras facultades, y tiende a desarrollarlas.
Este placer, que es el mismo que la sensación de nuestra propia forta-
leza, recibe el nombre de poder o capacidad, y parece débil a primera vista
porque el hábito lo disimula con frecuencia; pero sin duda alguna es muy
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vivo; los niños son la prueba evidente. La sola existencia de sus facultades,
independientemente de todo el placer que puedan encontrar en ellas, es
acompañada por signos de alegría. Este sentimiento de su propia fuerza
basta durante largo tiempo para asegurar su felicidad. Mientras más lo cul-
tivan, más preparados están para su felicidad posterior. Inicialmente, es
más importante restringirles estas sensaciones el mayor tiempo posible; a
continuación, es muy importante no permitirles adquirir una exagerada
opinión de su propia fortaleza. Si, comparándose ellos mismos con los de-
más, la opinión que desarrollan no es extremadamente justa y correcta, ese
amor propio en la infancia, ayudado por toda la ciega atención recibida,
se convertirá en el foco de todos los defectos de nuestro intelecto y todos
los vicios del corazón. Pero el placer ligado al ejercicio de nuestras faculta-
des tiene otras causas.
El ejercicio de nuestras facultades corporales no es solo saludable,
también suele producir una sensación de bienestar; y hay que decir que la
sensación que acompaña la existencia en un estado de salud, si no es un
placer positivo, al menos es la inmediata y agradable sensación del cese de
las sensaciones desagradables. No solo existe esta sensación para la totali-
dad de nuestros órganos; pero reflexionando un poco, podemos reconocer
que esta sensación es diferente en cada órgano. Adquirimos placer en ca-
minar tras un largo reposo, y al reconocer este placer, sentimos especial-
mente en las piernas una agradable sensación que se extiende por todo el
cuerpo.

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SOPHIE DE GROUCHY

Esta observación, cierta para nuestras facultades corporales, puede ser


también cierta para los órganos que se ven afectados cuando pensamos y
cuando experimentamos un sentimiento.
Si nos aplicamos en exceso, nos cansamos, y es posible que si perma-
necemos largo tiempo sin recibir nuevas ideas, surja en nosotros una fatiga
más desagradable; si emociones excesivamente vivas, incluso con alegría,
nos hacen sentir una sensación dolorosa en el diafragma, ¿por qué debería
la exclusión y el cese absoluto de todo sentimiento no verse conducido,
siguiendo su debido curso, a un doloroso entumecimiento?
De este modo, parece que el movimiento y la acción contribuyen
esencialmente al bienestar e, incluso, a la preservación de los seres anima-
dos; y lo que completa la prueba de esta observación es que el movimien-
to y la acción son necesarios en la infancia para el desarrollo de los órga-
nos, y en la vejez, para la conservación y la vitalidad.
Desde el momento en que el movimiento y la acción son necesarios
para nuestro bienestar y conservación, se sigue que el ejercicio de nuestras
facultades debe estar acompañado por placer, incluso antes de que la re-
flexión nos haya permitido aprender en qué medida el desarrollo de esas
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facultades nos provee; y el perfeccionamiento necesario para alcanzar este


grado de reflexión es el placer ligado a la acción, el movimiento, y el ejer-
cicio de nuestras facultades.
Pero retornemos a la simpatía.
No puedo pensar, como hace Smith, que no simpaticemos ni con
grandes alegrías ni con pequeñas tristezas;7 me parece, al contrario, que
simpatizamos con dolores y placeres morales, independientemente de cuál
sea su grado o fuerza. Esto es consecuencia de lo que hemos observado
hasta este punto acerca de nuestra sensibilidad moral. Nuestra sensibili-
dad, ya sea hacia las grandes alegrías de los otros, como ante sus problemas
menores, es especialmente viva cuando es un asunto de personas con las
que hemos establecido una fuerte simpatía individual, en cuyo caso, obe-
decemos a nuestra naturaleza. Por el contrario, a veces nos sentimos afli-
gidos al ver hacer una fortuna extraordinaria a alguien que nos era indife-
rente, por diversos motivos: porque esta fortuna rompe la igualdad que
había entre nosotros, porque destruye nuestra posición sobre él, o porque
aspirábamos a lo mismo. Un hombre bastante inferior a nosotros puede
entrar en una clase social más alta, aunque todavía lejana a la nuestra; la
simpatía puede elevarse por encima del orgullo, lo que prueba que la sim-

7
 Smith: «Existe asimismo una diferencia entre el pesar y el gozo: estamos general-
mente más dispuestos a simpatizar con pequeñas alegrías y grandes pesadumbres». TSM,
parte 1, sección segunda, capítulo 5.

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CARTAS SOBRE LA SIMPATÍA

patía existe incluso cuando es asfixiada por el interés personal; esto señala
con verdad que, oprimida por este sentimiento tardío y solamente capaz
de ser estimulada, seguimos mostrando la simpatía como una respuesta
natural y apropiada.
La simpatía por los sufrimientos morales es más fuerte que ante los
placeres morales, y por la misma razón, es más fuerte ante los daños fí-
sicos que ante los placeres físicos. Sin duda alguna, podemos observar
que, aunque los dolores de este tipo son bastante más intensos que los
placeres, la diferencia entre los dolores físicos y los placeres físicos es mu-
cho menor, y que los placeres morales tienen una mayor influencia sobre
nuestra felicidad.
Podemos sumar, entre los efectos de la simpatía, el poder de una gran
multitud para excitar nuestras emociones, y el poder que unos pocos hom-
bres poseen para inspirarnos en nuestras opiniones. Aquí están lo que me
parecen ser unas pocas causas de ese fenómeno.
Para empezar, la mera presencia de una multitud de hombres actúa en
nosotros a través de las impresiones despertadas por su aspecto, su manera
de hablar y por el recuerdo de sus acciones pasadas. Más aún, su atención
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atrae nuestra atención, y su excitación alerta nuestra sensibilidad hacia las


emociones que va a recibir, iniciándolas.
También hay placer al escuchar decir lo que de otra manera no osaría-
mos decir, lo que uno quizás ha buscado en vano, o lo que uno ha vislum-
brado solo de manera confusa.
Hay placer adicional al adquirir una idea o un sentimiento sobre el
terreno; cuando es muy intenso este placer, a veces nos conduce a aceptar
una idea o sentimiento sin reflexión, y de repente desarrollamos una ad-
miración por la persona que nos despierta interés. ¿La persona que te pro-
porciona una idea, mi querido Cabanis, no parece poseer un aura de poder
sobrenatural?
Las dos últimas causas de las que acabo de hablar también actúan,
aunque con menos fuerza, como durante una lectura solitaria.
La incertidumbre de nuestras ideas y de nuestros sentimientos
también lo hacen, como cuando a veces necesitamos verles disfrutar
por otro antes de que tengan nuestra aprobación. Una idea nos golpea
como verdadera, bella y conmovedora, pero tememos adoptarla con
ligereza; los aplausos de los otros nos tranquilizan, deciden por noso-
tros, y le damos confidencia de nuestra primera inclinación. En otras
situaciones, esos mismos aplausos nos alertan sobre algún pensamiento
admonitorio que escapa de nuestra atención; nuestras propias contri-
buciones producen el mismo efecto, y todo el mundo agradece los pla-
ceres alcanzados.

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SOPHIE DE GROUCHY

Un hombre solo, ya sea por miedo o ridículo, por verse comprometi-


do, o por simple timidez, nunca se atrevería a entregarse ante un impulso
violento. Se atreve cuando este sentimiento es compartido.
Finalmente, desde el momento en que simpatizamos con las pasiones
de otros, los signos de esas pasiones nos mueven y bastan para hacernos
sentirlas. Luego, cuando las sentimos con cierta fuerza, la contemplación
de esas pasiones debe aumentarlas, y tan pronto como actuamos recípro-
camente sobre otra gente, elevan el ímpetu de las pasiones originadas, has-
ta el máximo grado colectivamente posible. Tal es la causa que hay tras la
energía presente en los crímenes y en el valor en los tumultos populares.
El imperio que ciertos hombres con gran magnetismo personal ejer-
cen sobre aquellos que los escuchan o los leen y que se sienten inspirados
por el carácter de sus intelectos, también está envuelto por la simpatía;8
este poder es el resultado de un arte, más peligroso que difícil, y que deja
de ser único cuando es divulgado.
Esos hombres saben que la duda cansa; saben que hay quienes en-
cuentran reposo en el apacible regazo de la fe, ya sea respecto a unos po-
cos asuntos o sobre todos. Y, finalmente, saben que para casi todos los
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hombres, la necesidad de creer vence a la razón, razón que prescribe el


creer únicamente lo que sea probado. Así, solo hace falta proponer una
opinión por la fuerza, y de manera persuasiva ocultar habilidosamente
todo lo que pueda convertirla en incierta; y satisfecha de haber discutido
sobre la duda, la gente abraza esta opinión más ardientemente, sintién-
dose más empujados por ella en la medida en que les proporciona una
mayor tranquilidad.
También nos puede inspirar confianza y verdad una persona a través
de su manera de pensar, eligiendo ciertas opiniones populares que son re-
cibidas ansiosamente porque inspiran un deseo secreto de someterse a
ellas. Este acercamiento explica el éxito de escritores que chapotean en pa-
radojas; la vanidad prende, no para dominar las opiniones comunes y para
ver incluso a través de los ojos de otros lo que escapa a la marcha común
de los hombres, sino que es una atracción oculta de escritores influyentes
para manipular a los lectores. Sobre la misma base, podemos tener éxito
renovando viejas opiniones; en este caso uno tiene de su lado a toda la
gente que se vio forzada a abandonar dichas opiniones a su pesar y que no
se atreven a abrazarlas de nuevo. Sienten placer en deshonrar la gloria de
aquellos que intentaron destruir prejuicios y establecer nuevas verdades.

8
 A continuación, claramente afectada tanto por el poder despótico de Luis XVI,
como de los embaucadores y demagogos que triunfaron con la Revolución francesa, la au-
tora alerta de los peligros de verse seducido por la palabra fácil e interesada.

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CARTAS SOBRE LA SIMPATÍA

Este proyecto, el orgullo de los hombres mediocres, es acusado siempre


por una temeridad sospechosa que jamás debe ser perdonada, ya que un
proyecto así anuncia una superioridad humillante.
Otra manera de ganarse los espíritus (y quizás la más eficaz de todas)
es abrazar los principios generalmente reconocidos y aceptados, especial-
mente las opiniones adoptadas con entusiasmo. Estas opiniones van acom-
pañadas de una escolta que les proporciona legitimidad. Como apoyo,
adoramos al escritor que está de acuerdo con nosotros en asuntos impor-
tantes y que profesa nuestra opinión. Este hecho es muy cierto cuando
somos persuadidos a veces, simplemente, a través del uso de ciertas pala-
bras sagradas que inspiran una cierta veneración y entusiasmo, señalando
con fuerza el gran mensaje que evocan. El arte de sustituir esas palabras en
lugar de la razón y el pensamiento produce en los espíritus de los lectores
y oyentes un efecto que les priva de la capacidad de examinar, y este es uno
de los secretos más ciertos de la falsa elocuencia, y que en nuestros días se
ha convertido en una efímera reputación en más de un orador político.
Los éxitos del verdadero talento, siendo casi en su totalidad fruto de
la naturaleza, son más fáciles de explicar. Si un escritor u orador se ex-
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presa de una manera apasionada, necesariamente sentimos la emoción


despertada por la contemplación de alguien agitado por un intenso y
profundo sentimiento; y esta emoción se constituye automáticamente, y
nos predispone a participar de ella el tiempo que sea suficiente. El im-
perio que esos hombres ejercen sobre nosotros no se limita a hacernos
abrazar ardientemente visiones que de otro modo contemplaríamos fría-
mente; se extiende también a todas nuestras opiniones. Si analizamos
cuidadosamente nuestros motivos para creer algo, uno de los motivos
más fuertes y usuales que encontramos es nuestra tendencia natural e
involuntaria a juzgar como permanente lo que hemos visto en repetidas
ocasiones, y esta tendencia es una consecuencia de nuestra constitución.
Generalmente, juzgamos que siempre ha existido aquello que hemos ex-
perienciado como normal; y cuando no reflexionamos sobre la cuestión,
confundimos la impresión de algo que nos golpea con fuerza con el sen-
timiento que asociamos con nuestros hábitos y costumbres. Y de aquí
nace una gran facilidad para creer en lo que nos mueve y en adoptar las
opiniones de autores apasionados.
Semejante es el arte de Rousseau,9 nuestro modelo. Penetra desde su
propia persuasión, y en un momento excita tu corazón, dominando la
9
 De Grouchy muestra en este texto su preferencia por Rousseau, a diferencia de
Condorcet, más inclinado hacia la pluma mordaz de Voltaire. En las cartas enviadas a sus
allegados, De Grouchy se decanta por el pensador ginebrino porque considera su moral
más exigente y ambiciosa que la de Voltaire.

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Grouchy, Sophie de. Cartas sobre la simpatía, Editorial CSIC Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2017.
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SOPHIE DE GROUCHY

emoción a favor de la opinión que desea que impacte con contundencia,


y que ordinariamente la justifica. Uno de sus contemporáneos, quizás,
haya tenido mucha más influencia en este siglo, al menos, si no nos limi-
tamos a Francia; pero sus formas, igualmente recompensadas con el éxito,
no eran las mismas. Rousseau hablaba más hacia la conciencia, Voltaire,
hacia la razón.
Rousseau ha establecido sus opiniones a través de la fuerza de su lógi-
ca y de su sensibilidad; Voltaire a través del mordaz encanto de su intelec-
to. El primero, ha instruido a los hombres emocionándolos; el segundo,
ilustrándolos y divirtiéndolos a la vez. El primero, llevando unos pocos de
sus principios demasiado lejos, desprende un gusto por lo exagerado y lo
singular; el segundo, se contenta con demasiada frecuencia con luchar
contra los más desagradables abusos usando solo la espada del ridículo,
pero no incita lo suficiente esta indignación saludable que, aunque menos
eficiente que el desprecio en castigar el vicio, es sin embargo, más firme al
combatirlo. La moral de Rousseau te llama con severidad, y arrastra al co-
razón incluso cuando lo reprime; Voltaire es más indulgente, pero quizás
nos afecte menos porque, imponiendo sacrificios menores, nos proporcio-
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na una idea más limitada de nuestras capacidades y de la perfección que


podemos alcanzar. Rousseau ha hablado de la virtud con tanto encanto
como Fénélon,10 y con el imperio de la virtud de su lado. Voltaire ha com-
batido los prejuicios religiosos apasionadamente, como si fueran los únicos
enemigos de nuestra felicidad. El primero renovará el entusiasmo por la
libertad y la virtud en generaciones futuras; el segundo despertará en cada
siglo los siniestros efectos del fanatismo y la credulidad. Sin embargo,
como las pasiones humanas durarán por siempre, el imperio de Rousseau
sobre nuestras almas acompañará a nuestras costumbres por mucho tiem-
po, mientras que el de Voltaire destruirá los prejuicios que evitan la felici-
dad de las sociedades.

10
  François de Salignac de la Mothe (1651-1715), más conocido como François Féné-
lon, fue un célebre teólogo, poeta y pensador francés. A finales del siglo xvii publica Las
aventuras de Telémaco, donde ataca a la monarquía francesa y, en concreto, a Luis XIV. Su
pensamiento fue considerado como un claro antecedente de la Ilustración francesa.

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Grouchy, Sophie de. Cartas sobre la simpatía, Editorial CSIC Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2017.
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