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Leon Tolstoi

Fragmentos

El objeto de la historia es la vida de los pueblos y de la humanidad. Pero


aprehender de manera directa, captar con palabras, describir la vida no sólo de
la humanidad sino incluso de un único pueblo, parece imposible.

Todos los historiadores de la antigüedad han uso un único e idéntico


procedimiento para describir y captar este elemento que parece inaprensible:
la vida de un pueblo. Han descrito la actividad de sus dirigentes, tomada
aisladamente, y esta actividad expresaba para ellos la de todo el pueblo.

A las dos preguntas: cómo lograron individuos aislados forzar a los pueblos a
actuar de acuerdo a su voluntad, y qué es lo que dirigía esta voluntad, los
historiadores de la antigüedad respondían a la primera atribuyendo a la
voluntad de Dios la sumisión de los pueblos a la voluntad de uno sólo, y a la
segunda afirmando que esta misma Divinidad dirigía la voluntad del elegido
hacia un fin predestinado.

Por lo tanto, para los Antiguos, estas preguntas estaban respondidas por la fe
en la participación directa de la Divinidad en los asuntos humanos.

En primer lugar, el historiador [moderno] describe la actividad de ciertos


individuos aislados que, en su opinión, conducen a la humanidad. Un
historiador no incluye entre éstos más que a los reyes, los generales, los
ministros, otro ubica, al lado de esos monarcas, a los oradores, los sabios, los
reformistas, los filósofos, los poetas. En segundo lugar, el destino hacia el que
marcha la humanidad es bien conocido por el historiador: para uno, es la
grandeza del Estado romano, español, o francés; para el otro, la libertad, la
igualdad, la civilización de una especie determinada de esta parcela del mundo
llamada Europa.

En 1789 se produce una agitación en París; crece, desborda y toma la forma de


un movimiento de pueblos de occidente hacia oriente. Repetidamente este
movimiento se dirige hacia oriente, donde se choca con un movimiento
contrario de oriente hacia occidente. En 1812, alcanza su límite extremo,
Moscú, y, con notable simetría, vuelve sobre sí mismo de oriente a occidente,
llevando consigo, tanto a la vuelta como a la ida, a los pueblos del centro de
Europa. Este movimiento inverso vuelve a su punto de partida —París— y se
detiene.

Durante este período de una veintena de años, una enorme cantidad de


campos quedaron sin cultivar, se incendiaron casas, cambió de dirección el
comercio, millones de personas se desplazaron, se empobrecieron o se
enriquecieron, y millones de cristianos que practican la ley del amor al próximo
se mataron entre sí.

¿Qué significa todo esto? ¿De dónde proviene? ¿Qué es lo que llevaba a estas
personas a quemar las casas y masacrar a sus semejantes? ¿Cuáles son las
causas de estos acontecimientos? ¿Qué fuerza llevó a estas personas a estos
actos? He aquí las preguntas instintivas, inocentes y sin embargo las más
legítimas que se formula el hombre cuando se encuentra frente a los
monumentos y tradiciones del período pasado de este movimiento.

Si la historia se mantuviera en el punto de vista antiguo, debería decir: la


Divinidad, a fin de recompensar o castigar a su pueblo, le ha dado el poder a
Napoleón y ha hecho de él el instrumento de su voluntad para realizar sus
fines. Esta respuesta sería entonces clara y completa. Se puede creer o no en
la misión divina de Napoleón, pero para el creyente toda la historia de este
período se vuelve comprensible y no deja lugar a ninguna contradicción.

Pero la historia moderna no podría responder de este modo. La ciencia ya no


admite la idea antigua de la intervención directa de la Divinidad en los actos de
la humanidad, y, en consecuencia, debe proporcionar otras respuestas…

Una locomotora está en movimiento. Alguien se pregunta qué es lo que


produce este movimiento. Un campesino dice: es el diablo el que la empuja.
Otra persona dice que la locomotora avanza porque las ruedas giran. Un
tercero afirma que la causa del movimiento está en el humo que lleva el viento.

Es imposible demostrarle al campesino que está equivocado. Habría que


encontrar el medio de convencerlo de que el diablo no existe, o bien que otro
campesino le explicara que no es el diablo sino un alemán el que hace mover a
la locomotora. Únicamente la contradicción les hará ver que ninguno de ellos
tiene razón. Pero el que dijo que el movimiento proviene de las ruedas que
ruedan se contradice él mismo, ya que habiendo partido por el camino del
análisis, debería avanzar siempre más lejos, y explicar la causa del movimiento
de las ruedas. Hasta que no haya llegado a la causa última del movimiento de
la locomotora, la presión del vapor en la caldera, no tiene derecho a detenerse
en la búsqueda de las causas. En cuanto al que explicó el movimiento de la
locomotora por el humo abatido por el viento, se ha dado cuenta de que la
explicación por las ruedas no daba la causa y ha tomado el primer signo
aparente para hacer de él la causa.

El hombre, cuando actúa solo, lleva siempre en sí mismo un cierto número de


razones que, según cree, han guiado su actividad interior, que le sirven como
justificación para su actividad presente y que lo determinan en su elección de
sus acciones futuras. Las colectividades actúan del mismo modo, dejando a
quienes no participan de la acción la tarea de imaginar las consideraciones,
justificaciones e hipótesis que conciernen a su acción común.

Por razones conocidas o desconocidas para nosotros, los franceses comenzaron


a ahogarse o degollarse mutuamente. Y este acontecimiento se acompaña de
su propia justificación, hallada en las voluntades expresadas de los franceses,
que veían al hecho como necesario para el bienestar de Francia, la libertad y la
igualdad. Desde el momento que dejan de degollarse, el acontecimiento se
acompaña del mismo modo de su justificación: la necesidad de un poder único,
la resistencia a Europa, etc. Se ponen en marcha de occidente a oriente
matando a sus semejantes, y el hecho nuevamente se acompaña con discursos
sobre la grandeza de Francia, la ignominia de Inglaterra, etc. La historia
demuestra que estas justificaciones de los acontecimientos no tienen sentido
común, que se contradicen, como el asesinato de un hombre como resultado
de la proclamación de los derechos del hombre, y el asesinato de millones de
hombres en Rusia para la humillación de Inglaterra. Pero esas justificaciones
tienen un significado necesario para los contemporáneos.

Su fin es liberar a los autores de los acontecimientos de la responsabilidad


moral. Y estos fines temporales son parecidos a las escobas que se colocan
frente a los trenes para liberar las vías: despejan el camino de la
responsabilidad moral de los hombres. Sin estas justificaciones, la pregunta
más simple, luego del examen de cada hecho, quedaría sin respuesta: ¿cómo
pueden millones de hombres realizar de común acuerdo crímenes, guerras,
asesinatos, etc.?

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