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Ernesto Laclau

En la obra de Laclau encontramos explicitado un intento de enfrentar la situación de “crisis” del


proyecto socialista con una lectura, por el contrario, optimista, que caracteriza a la coyuntura presente
como más bien de apertura de posibilidades inéditas para la construcción de un proyecto social
alternativo. En este sentido, la tal “crisis” socialista, es decir, la que hace referencia al rol de la clase
obrera en la lucha por el socialismo, al propio lugar de la Revolución en la búsqueda de tal finalidad, y
por último a la meta misma de una sociedad “reconciliada”, “transparente”, es entendido como una
crisis tanto política como, fundamentalmente, teórica. Bajo esta caracterización se engloba tanto lo que
Laclau denomina el “imaginario político jacobino” (entendido como lucha por principios encarnados
por sujetos universales “pueblo” o “clase obrera” a lo largo de una Historia con mayúscula) como la
“dictadura racionalista del Iluminismo”, con su presupuesto de que la sociedad se constituye como una
estructura, en última instancia, inteligible, y por lo tanto, racionalizable (en los dos sentidos del
término).

Frente a esto, para Laclau lo que el clima de las últimas décadas nos muestra es una progresiva
conciencia de los límites de la razón, y por lo tanto de la necesidad de una renuncia al proyecto
racionalista de intelección de lo real. Es así que podemos considerar al “proyecto” de Laclau como una
síntesis de las principales corrientes filosóficas que, desde el inicio mismo del siglo, han contestado los
principios en los que descansan los intentos de racionalizar la realidad, principios englobados bajo la
categoría (proveniente de Derrida) de “metafísica de la presencia”, es decir, la asunción de que la
objetividad descansa, en última instancia, en una positividad cuyos fundamentos son “plenos”, en
cuanto no están erosionados por negatividad o diferencia alguna. Es alrededor de esta oposición
positividad (objetividad) vs. negatividad que Laclau intenta mostrar la inoperancia de los esquemas
racionalistas-metafísicos, y la necesidad de abandonarlos frente al principio de un “exterior
constitutivo” que daría cuenta de una positividad que, ahora, nunca es más que un intento de
constituirse nunca del todo acabado.

Como puede verse, Laclau opera aquí en lo que el mismo reconoce como el horizonte teórico
desde el cual abordar la tarea teórica: el de los fundamentos discursivos de la “realidad”. Este
“terreno” en el que se coloca lo emparienta con la gigantesca corriente que, desde perspectivas si bien
distintas (análisis del discurso, lingüísticos, semióticos, etc.) hermanadas por la común adscripción al
modelo del Lenguaje como herramienta (al tiempo que metáfora) viene dominando el panorama de las
Ciencias Sociales desde mediados de siglo. Desde el uso que Laclau hace de esta perspectiva, todo
análisis sobre las relaciones (sociales, políticas, etc.) entre los hombres parte de la manera en que sus
acciones, ellos mismos y los objetos con los que se relacionan son acciones provistas de sentido (y en
este sentido, discursivas), sean o no “lingüísticas”. La dimensión significativa de las acciones de los
hombres se convierte así en el terreno donde pueden analizarse sus prácticas.

Este punto de partida (que no debería confundirse con una perspectiva “subjetivista” del análisis
social, por razones que ya veremos) está claramente opuesto a la ambición “objetivista” del
racionalismo que cree poder encontrar una esencia “detrás”, o “más allá” de las manifestaciones
concretas de tales prácticas en la “realidad”. Puesto que tal reducción de lo concreto a lo abstracto
descansa en el supuesto de una positividad última “plena”, un “referente” de los signos que dan cuenta
de él, mientras que en la perspectiva aquí analizada, siguiendo la obra del Wittgenstein de los juegos
del lenguaje, lejos de aceptarse tal pretensión “descriptivista” del lenguaje, se asume su carácter
constructor de dicha “realidad”. En los términos del estructuralismo saussuriano, lo que tendríamos
sería un “sistema de diferencias” (es decir, de una negatividad constitutiva, como dirá Laclau) que
permite que un significante esté atado a un significado no por lo que es, sino por lo que no es.
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Nos encontramos aquí con un eje que nos permitirá desplazarnos de la dimensión teórica del
recorrido de Laclau a sus consecuencias políticas: el de las identidades, es decir, el del fundamento
que permita entender por qué un objeto (y sobre todo, un sujeto) es lo que es. Aquí Laclau rescata el
tratamiento que tiene este tema en la dialéctica hegeliana, bajo la conocida figura de las identidades del
“amo” y del “esclavo”. Pero si bien desde el punto de vista más ingenuamente “objetivista” se trata de
una definición innovadora por el negativismo en que descansa (ya que “amo” y “esclavo” se definen
mutuamente por sus relaciones de enfrentamiento, y no por lo que “son”), tal negativismo es en última
instancia (y esta es la limitación de su análisis) subsumido por una positividad última que da cuenta de
él, la “racionalidad de lo real”. De esta forma, la negación se manifiesta como “aparente” de un
“verdadera” objetividad trascendente. Esta tensión entre negatividad constitutiva y
positividad/objetividad trascendental se traslada de Hegel a Marx, bajo la forma de los dos principios o
dimensiones desde las que entenderá a la sociedad. Por un lado, el esquema negativista por el que “toda
la historia es la historia de la lucha de clases”; por el otro, la asunción positivista de una racionalidad
última que la “explica” (bajo la forma de la contradicción entre relaciones de producción y fuerzas
productivas).

El intento de Laclau en Hegemonía y estrategia socialista es el de construir una historia del


marxismo occidental desde fines del siglo pasado a partir del progresivo alejamiento de su matriz
positivista/evolutiva, hacia una mayor conciencia de la centralidad del papel de la lucha de clases en la
lucha por el socialismo. En otras palabras, el avance desde una concepción “objetivista” que “leería” el
destino de la clase obrera a partir de leyes prefijadas (y por lo tanto, necesarias) hacia una idea de
construcción (o, como prefiere decir Laclau, de articulación) de su identidad política a partir de los
elementos distintos que brinda la coyuntura (y por lo tanto, contingente). Siguiendo (y superando) a
Gramsci, Laclau da el nombre de “hegemónica” a esta tarea constructiva de redefinición de las
identidades de los sujetos políticos.

Si las identidades pueden ser redefinidas a partir de la acción política, esto es porque en la
perspectiva aquí desarrollada toda identidad (todo sujeto) es política, puesto que se apoya en una
decisión que se toma a partir de las estructuras (discursivas) que conforman la “realidad”. Para
entender esto hay que explicitar que en Laclau (y aquí la vinculación es con el post-estructuralismo que
se desarrollará a partir de la obra de Althusser, Derrida, Lacan, etc.) las estructuras son siempre
estructuras falladas, es decir, nunca completamente cerradas: de serlo, estaríamos en presencia de una
repetición constante, mientras que lo que caracteriza la vida del hombre es su apertura). Que las
estructuras sean falladas (dislocadas, dirá en Nuevas reflexiones...) implica que la objetividad de “lo
social” nunca se logra del todo, sino que siempre es un intento de resolución imposible de alcanzar
(Laclau dirá por esto que “la sociedad no existe”). Desde este punto de vista, tenemos que la oposición
sedimentación/reactivación (proveniente de Husserl) referida a esta objetividad pretendida se traduce
en sociedad/política: si “la sociedad no existe”, es porque esta sedimentación que construye a “lo
social” como objeto es siempre precaria, porque en la dimensión política el horizonte es siempre
abierto, y la falla (falta) de las estructuras siempre puede ser “suturada” en una dirección distinta.
Entonces, como se ve, es en esta propia dimensión política donde los sujetos son constituidos (y no
preexistentes) en su continua actividad decisoria a partir de las estructuras falladas (que son estructuras
indecidibles por cuanto es imposible separar en ellas una parte necesaria de otra contingente): de ahí
que el propio sujeto sea concebido como la distancia entre las estructuras y las decisiones.

La sociedad no es así entendida como un conjunto de “agentes” con existencia física empírica
(más allá de los cuales se extendería un principio racional que los reabsorbe). Lo social es en Laclau
ese espacio no-suturado (es decir, abierto) para el cual toda positividad (toda identidad) es subvertible.
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De aquí se desprende el juego político entre equivalencia y diferencia como subversión de lo social,
de su ambición de ser una “presencia” plena en la que cada posición esté fijada. La ambigüedad de las
identidades es lo que hace para Laclau preferir el término de identificación, para dar cuenta del
carácter en permanente movimiento de este proceso. El carácter diferencial de las identidades, las
“fronteras” que los separan del “otro” (y que de esta forma lo definen), se revela precario bajo la forma
de la amenaza. Es en este momento en que, bajo la forma del antagonismo, se experimenta la
definitiva contingencia de la objetividad pretendida: es el momento de la reactivación, es decir, de la
política. En este punto opera el principio democrático de la “lógica de la equivalencia” que subvierte la
positividad/objetividad, mostrando toda diferencia como contingente. El antagonismo es así el
momento en el que asume existencia real la negatividad de lo real.

Pero es central remarcar que para Laclau este antagonismo, esta negatividad, es siempre a partir
de un exterior constitutivo, no siendo inherentes a las propias identidades puestas en juego. De otro
modo, se correría el riesgo de caer en la “clausura” final de la sociedad en un principio trascendente
que “operaría” a través de sus “sujetos”. Este es, justamente, el elemento a expurgar del marxismo, que
supone al antagonismo entre el sujeto clase obrera y el sujeto burguesía como “producto” de la
contradicción entre las categorías (abstractas, objetivas) “relaciones de producción” y “fuerzas
productivas”. Por el contrario, para Laclau lo que genera ese antagonismo (si es que se genera) es
siempre un exterior discursivo en virtud del cual el “obrero” (o la “mujer”, o el “negro”, etc.) se siente
amenazado.

Es en estas condiciones donde debe operar la hegemonía, entendida como práctica articulatoria
de construcción de identidades (es decir, de identificación) en escenarios en los que los “elementos” no
han cristalizado en “momentos”, es decir, las posiciones diferenciales no han sido articuladas (o lo
están imperfectamente) por un discurso, las relaciones de subordinación no son relaciones de opresión.
La tarea hegemónica consiste así en subvertir el carácter diferencial positivo de una posición
subordinada (a partir de un exterior discursivo) para transformarla en posición antagónica

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