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LA MORAL

ERNST TUGENDHAT: ¿Cómo debemos entender la moral?


La palabra moral se refiere, sin duda, a un rasgo central de la vida humana. Pero, ¿en qué consiste? Esta
pregunta parece tan difícil, porque nos vemos confrontados con aspectos aparentemente contradictorios, y
esto en varios niveles. El primero es que moral es sólo una palabra. ¿Cómo podemos entendernos uno al
otro cuando usamos esta palabra sin negar dogmáticamente que puede ser entendida de otras maneras?
Segundo, aun cuando convenimos entenderla de una manera, como refiriéndose a una estructura, parece
que esta estructura formal puede ser llenada por diferentes contenidos. ¿Cómo podemos hablar de la moral
en singular a pesar del relativismo que existe entre diferentes sistemas morales? Tercero, por un lado, la
moral parece ser algo dado, por el otro, queremos poder preguntar: ¿cómo deberíamos entenderla?
Comienzo con la primera de estas tres dificultades. ¿Cómo debemos entender la palabra? Aquí tenemos
que comenzar con alguna propuesta. Después podremos preguntar cómo se relaciona con otras maneras
de entender la palabra. Yo tomo como punto de partida la manera como la palabra se usa en la etnología:
la moral de una sociedad consiste en aquellas regularidades en el comportamiento de sus miembros que
están basadas sobre presión social. Una moral es el sistema de normas sociales bajo las cuales los
individuos se ven por toda su vida. Digo "por toda su vida" para distinguir un tal sistema de normas de
aquellos otros sistemas normativos que constituyen las reglas de un juego. En un juego, el individuo puede
decidir libremente si quiere participar o no. Una moral en cambio restringe el ámbito de libertad de aquellos
que se consideran ser miembros de esta comunidad moral - ellos creen que tienen que someterse a estas
normas — pero ¿por qué? Un sistema de reglas morales existe solamente si aquellos que lo aceptan
consideran justificadas dichas reglas.
A cada moral en este sentido pertenece también un concepto de buena persona. Una persona es buena
en el sentido moral cuando se comporta de la manera en que esto es exigido recíprocamente por los
miembros de la sociedad moral. Esta exigencia recíproca se expresa en un tipo de oraciones de deber. ¿En
qué tipo? Para darse cuenta del sentido de un deber parece siempre útil preguntarse: ¿qué sucede cuando
la persona que debe actuar de esta manera no lo hace? En el caso de la moral, cuando alguien no actúa
de la manera en que es exigido recíprocamente, surge presión social, y lo que esto significa parece ser que
la persona se ve expuesta a la indignación de los otros miembros de la sociedad. Si la persona se considera
como un miembro de esta sociedad moral, ella también reaccionará _ con indignación cuando otros actúen
así, y esto implica que en su propio caso ella interioriza la indignación de los otros, se siente culpable. Este
tipo de deber, que consiste en exigencias recíprocas, no se podría entender si, cuando estas reglas son
violadas, no hubiera una sanción. Esta sanción consiste precisamente en los sentimientos complementarios
de indignación y culpa.
Así que el concepto de moral del cual yo parto contiene una serie de rasgos conectados entre sí. Para
resumirlo, una moral en este sentido, es un sistema de exigencias recíprocas que están expresadas en un
tipo de oraciones de deber. La obligación expresada en estas oraciones se basa en los sentimientos de
indignación y culpa. Cada tal sistema tiene un concepto de buena persona. Y el sistema tiene que ser
considerado por los miembros de la comunidad como justificado. Lo que llamo sociedad moral está definido
por el conjunto de personas que aceptan estas normas, es decir, están dispuestas a los sentimientos
correspondientes y consideran las normas como justificadas.
Empezar de esta manera como lo propongo tiene un sentido sólo si otras posibilidades en que se puede
entender la palabra moral no quedan excluidas. Aquí tiene que ser suficiente si muestro en el caso de una
o dos concepciones que no constituyen objeciones. Una primera objeción sería que mi propuesta parece
reducir la moral a una moral de conformidad. Pero esta objeción no tendría en cuenta el aspecto de
justificación. Una persona que es moralmente autónoma no se retira de la moral social si no cree que puede
mostrar que la moral como está socialmente dada debe ser cambiada para que se pueda decir que es
justificada. Un reformador (piénsese en Jesús) rechaza ciertos contenidos que son los objetos de
indignación y culpa en su sociedad, pero no rechaza estos sentimientos mismos; sólo mantiene que estos
sentimientos, para ser justificados, deberían ser dirigidos a otros contenidos. Si fuera más allá y negara que
las normas morales son normas sociales, las normas se reducirían a máximas privadas.
¿Podría un sistema de máximas privadas ser llamado una moral? por qué no, pero yo creo que la manera
como yo entiendo la palabra está más cerca del uso normal, sin embargo, no tiene sentido pelear sobre el
sentido verdadero de una palabra. Si alguien quiere llamar moral a un sistema de máximas privadas, yo
diría que moral en mi sentido es un significado de la palabra llamémoslo m, y el suyo un segundo significado
m, y m entonces podríamos reflexionar sobre cómo los dos conceptos m, y m, están relacionados uno al
otro y cuál de ellos corresponde más a lo que, por lo general, se entiende bajo moral.
Hay otros sentidos en que se usa la palabra moral. Hay los que la entienden en el sentido de
comportamiento altruístico. Si alguien prefiere partir de este concepto, el concepto que yo presenté podría
parecer demasiado estrecho, porque aparentemente existe comportamiento altruístico que no es normativo.
Ahora, aquí una vez más yo hablaría de m, y m, (o ahora m,). Altruismo y sistemas normativos de exigencias
recíprocas son dos diferentes conceptos que se solapan parcialmente. Hay un altruismo que no es
normativo y hay exigencias normativas que no se refieren a un comportamiento altruista.
Así que ahora nos debemos confrontar con esta exigencia de justificación. En primer lugar, será importante
entender correctamente cuál puede ser el sentido de hablar de justificación de normas. Parece obvio que
no tendría sentido hablar de la justificación de una norma, si esto tuviera un sentido análogo al que
hablamos de la justificación de una oración asertórica, de una proposición. Una norma es un imperativo
general y una norma moral un imperativo general recíproco. No tiene sentido hablar de la justificación de
un imperativo, pero sí tiene sentido justificarlo a una persona a la cual está dirigido, porque entonces tiene
sentido mostrarle que él tiene una razón para aceptarlo. Si es un imperativo recíproco, los individuos
tendrían que ser capaces de justificarlo recíprocamente uno al otro, y como no es un imperativo singular
sino una norma, la justificación tiene que consistir en mostrar que cada individuo tiene una razón para
aceptar la norma, y esto significa estar dispuesto a los sentimientos de indignación y culpa hacia ella.
Ahora, yo creo que hay y ha habido dos y sólo dos maneras en que sistemas morales han sido justificados
en este sentido: justificación por autoridad y justificación recíproca. En ambos casos la justificación consiste
en mostrar que cada individuo tiene una razón para aceptar el sistema normativo.
En el caso de niños chicos los padres son la autoridad. Ahora, cuando una moral tiene en su totalidad una
estructura autoritaria, la justificación tiene en general un sentido religioso. En el cristianismo, por ejemplo,
las normas morales son los mandamientos de Dios. En todos los casos de justificación moral nos podemos
ilustrar la manera de justificación por la manera como los padres contestarían la pregunta de su niño sobre
¿por qué debemos actuar de esta manera? Porque, contestarían los padres dentro de la tradición cristiana,
somos hijos de Dios, esto es parte de nuestra identidad y Dios promulgó estos mandamientos.
Ahora, una tal justificación religiosa presupone un acto de creencia. Además, el niño podría preguntar: ¿el
sistema moral es bueno porque Dios lo manda o lo manda Dios porque es bueno? Si los padres contestan
que Dios manda sólo lo que es bueno, esto significa que lo que define a una buena persona tiene que ser
justificado independientemente del mandamiento divino. En este caso la concepción religiosa conduce de
por sí a la justificación recíproca. Pero la justificación autoritaria nos ayuda a entender por qué en la historia
ha habido un número tan grande de morales diversas. Si la convicción de ser justificado es relativa a una
autoridad, todo lo que la autoridad manda es obligatorio. Los diversos sistemas morales que están
justificados de esta manera no se contradicen porque no tienen una referencia común.
Paso ahora a la pregunta que es en realidad la pregunta de esta conferencia ¿cómo la moral puede ser
justificada recíprocamente, es decir, de una manera no autoritaria? Sobre esta pregunta fundamental existe
hoy un acuerdo. Muchos dicen que el utilitarismo y el kantianismo son las tradiciones más importantes de
la filosofía moral moderna. Pero ni el uno ni el otro tienen un concepto de justificación recíproca. Al lado de
estas dos posiciones el contractualismo parece igualmente importante. En el contractualismo, así como se
lo entiende normalmente, la justificación de la moral es una que cada individuo tiene; que hacer para su
propia cuenta, de modo que aquí tampoco hay una justificación recíproca. Ya que la mayoría de la moral
contemporánea se encuentra en alguna relación con una de estas tres tradiciones, voy a hacer algunos
comentarios para de ahí llegar a mi propia propuesta.
Primero, el utilitarismo. Según él, una acción es correcta cuando aumenta la cantidad de bien en el mundo
más que cualquier alternativa que el actor tenía. En el utilitarismo esto es visto como evidente, a los demás
les parece extraño. ¿Podemos entenderlo si partimos, como yo lo hago, de la asunción que lo que se exige
moralmente es lo que exigimos recíprocamente? Yo podría aproximarme a la posición utilitarista si digo: de
cualquier manera, tiene que ser exigido recíprocamente que no causemos daño uno al otro, y, el utilitarismo
dice: causar bien, porque no distingue entre no causar daño y causar bien. Pero ¿cómo explicar que el
utilitarismo introduce además la idea de una maximación? Aquí puede ser una ayuda recurrir a los
precursores del utilitarismo, Hutcheson y Hume. Hume partió de una concepción formal que es semejante
a la mía. Él no pregunta qué es lo que exigimos los unos de los otros recíprocamente, pero si pregunta
cuándo aprobamos a una persona, es decir, cuándo decimos que es buena. Y Hutcheson añadió: siempre
cuando tenemos una alternativa donde podemos causar más o menos mal o bien, se requiere elegir aquella
acción que conduce a más bien o menos mal. Fue este pensamiento que llevó al principio de maximación.
El utilitarismo insiste en que en la acción moral nunca estamos confrontados con sólo una persona. Pero
los que están fuera del utilitarismo dudaríamos que una persona pueda cumplir sus obligaciones hacia otra
persona correctamente si ve lo que le debe como una parte del bienestar general. Además, dudaríamos
que, cuando tenemos obligaciones hacía más de una persona lo que cuenta es sólo la cantidad de bien y
no también su distribución igual, justicia. Y ¿no sería esto un aspecto importante cuando queremos justificar
lo moral recíprocamente?
Así que rápidamente tropezamos con las conocidas debilidades del utilitarismo como primero el no distinguir
entre hacer bien y no hacer mal, segundo que el utilitarismo no parece dar una respuesta justa a nuestras
obligaciones interpersonales y tercero que no toma en cuenta satisfactoriamente el aspecto de justicia.
Ninguno de estos defectos hubiera ocurrido, si la pregunta hubiera sido qué es lo que exigimos uno del
otro. Humé, por lo menos, preguntó bajo qué condición nosotros aprobamos a alguien, pero ¿quién es
nosotros? No parece haber un nosotros en un conjunto del cual se puede partir ni tampoco el objeto de la
acción moral es un tal conjunto. Si preguntamos, qué es lo que exigimos recíprocamente uno del otro, es
una pregunta en relación con individuos. Lo podríamos expresar de tal manera: para todo y todo y», qué es
lo que x requiere de y. Cuando ponemos la pregunta de esta manera nos vemos conducidos al punto de
partida del contractual ismo, pero así mismo nos encontramos en la vecindad del imperativo categórico de
Kant.
Más plausible parece la segunda fórmula del imperativo categórico en Kant, la fórmula que se refiere a
medios y fines. Pero el hecho que esta fórmula parece gustar a todos a primera vista no parece tener mucho
que ver con el concepto de razón pura, sino basarse en el hecho de que nadie quiere ser tratado como un
mero medio, esto es un hecho empírico, y es esto lo que conduce a la norma que todos exigimos los unos
a los otros que actúen así.
Verlo de esta manera es el punto de partida del contractualismo. La posición contractualista puede ser
ilustrada una vez más por la conversación de los padres con su niño. Después de que las normas
autoritarias resultaron ser injustificables, es improbable que los padres argumenten con la maximación del
bien o con el imperativo categórico. La única cosa a la cual pueden recurrir es a lo que el niño mismo quiere.
Podrían decir si las normas recíprocas basadas sobre los mandamientos de Dios no te parecen ser
justificadas ¿qué, entonces, propones tú? Fíjate bien si no hay ciertas exigencias que tú mismo quieres que
todos las. observen. Si así es, ¿no crees que probablemente los demás lo ven así igualmente? ¿Y puedes
creer que los otros van a someterse a lo que tú quieres si tú no te sometes a estas reglas también hacia
ellos? Y podrían añadir que es difícil pensar que jamás ha habido una sociedad humana sin estas normas
de las cuales cada uno quiere que los otros se sometan a ellas y que, por consiguiente, son normas que
deben haber formado el núcleo también de las morales autoritarias.
De modo que el contractualismo parece marcar un punto de partida plausible. Pero hay objeciones.
Una primera objeción se refiere al individualismo que está implicado en el contractualismo. ¿No es una
ficción, así va la objeción, que se puede partir de un estado de naturaleza de individuos aislados? ¿Acaso
los humanos no se encuentran ya siempre y desde su primera infancia en normas sociales? Pero esta
crítica es un malentendido. El contractualismo no niega que de hecho nos encontramos ya siempre en
condiciones normativas, esto lo presupone él también, pero su pregunta es: ¿son justificables estas normas
a los individuos? ¿son estas normas deseadas por los individuos mismos? Para poder contestar esta
pregunta se necesita la ficción de un estado pre-normativo, para tener un fondo desde el cual poder decidir
si todos, como nuestro niño, quieren estas normas de su propio arbitrio, autónomamente, con la única
condición que se tenga que aceptar que los otros las tienen que querer por igual.
Una segunda objeción dice que el contractualismo es erróneo porque reduce toda moral y altruismo al
egoísmo. ¿Acaso existe un altruismo espontáneo que está basado en la simple simpatía? Pero esto
tampoco lo niega el contractualista. Lo que el contractualista mantiene es simplemente que un altruismo
normativamente exigido, un altruismo obligatorio, si se quiere entenderlo como autónomo, tiene que ser
justificado por razones egoístas; esto no excluye que también existe un altruismo espontáneo. Según el
contractualismo una moral compartida, pero autónoma sólo se puede entender si se comienza desde una
base egoísta, pero esto no excluye el altruismo espontáneo sino al contrario, lo va a fortalecer socialmente
y así lo incluirá en la moral, una vez que ésta esté constituida.
La segunda objeción nos lleva fácilmente a una tercera. Aún si admitimos que debemos distinguir el
altruismo moral del altruismo espontáneo podríamos objetar que la base egoísta del contractualismo le
imposibilitará entender la formación de conciencia. ¿Cómo se puede entender la conciencia si la moral está
basada sobre motivos premorales? Esto puede haber sido una de las razones por las que Kant a pesar de
encontrarse tan cerca del contractualismo pensó que la moral se puede entender sólo a partir de algo
absoluto que llamó razón pura. Pero aquí nos debemos dar cuenta de que el objeto del acuerdo en la
constitución de una comunidad moral autónoma no es sólo observar las normas sino igualmente
sostenerlas por medio de las emociones morales de resentimiento y culpa y una correspondiente idea de
buena persona. No sólo exigimos uno del otro actuar de esta manera, sino también participar en la
indignación cuando alguien no actúa así y si alguien reacciona emocionalmente cuando otros violan las
normas, no parece fácil no tener una emoción correspondiente cuando el mismo las está violando. Una
persona que quiere pertenecer a la sociedad moral por lo menos tiene que pretender tener estos
sentimientos. La posibilidad de que no los tenga, es decir, que sea lo que se llama un parásito moral,
naturalmente queda abierta, pero esto es una característica no sólo de la moral autónoma sino de cualquier
moral.
Procedamos ahora a una dificultad que se encuentra dentro del propio contractualismo. ¿Podemos
entender el contrato moral en analogía a un contrato normal? Varios contrastes se presentan.
Primero, un contrato normal es un acto, mientras que el acuerdo moral es algo que persiste como algo
implícito a lo largo de nuestra vida intersubjetiva. Cuando una persona viola una norma moral, no la
regañamos por haber violado un acto en que se había comprometido.
Segundo, un contrato normal tiene la estructura de una promesa recíproca y queda abierto qué es lo que
hace que los partidos contratantes cumplan con su promesa. Entrar en la sociedad moral es más como
hacer una promesa de segundo orden, porque consiste en convenir con tener los sentimientos morales.
Tercero, un contrato normal se negocia, el acuerdo moral no. Ésta es la diferencia principal. La razón porque
un contrato normal tiene que ser negociado es que el acuerdo se basa en que cada uno tiene que pensar
que lo que el otro lado le está ofreciendo, es suficientemente bueno para consentir en el acuerdo. En
contraste, en el acuerdo moral, los partidos no se ponen de acuerdo sobre algo que es bueno para a y
bueno para b etc., sino sobre algo que es considerado por todos como bueno simplemente y lo cual, por
ende, pueden aprobar y así tener los mismos sentimientos morales

OBLIGATORIEDAD MORAL

... via Definicion ABC https://www.definicionabc.com/social/obligacion-moral.php

El ser humano es un ser que tiene conciencia, es decir, desde el punto de vista ético reflexiona sobre sus
acciones y se cuestiona si ha obrado correctamente o no lo ha hecho. Cada ser humano tiene valores
personales que se convierten en normas de actuación correcta, en una brújula para diferenciar entre aquello
que es correcto y aquello que no lo es. Dichos valores morales marcan el plano teórico de una acción, sin
embargo, la vida es práctica, y en ocasiones, el ser humano experimenta una oposición entre el plano
teórico y la acción práctica del día a día.

Obrigaciones que uno se impone en lo personal, en las que se cree

Las personas sienten que deben ser fieles a esas normas para poder ser felices de verdad. De aquí se
deduce la conciencia de la obligación moral, es decir, de la necesidad de ser coherente y consecuente con
esos valores personales. En la mayoría de las ocasiones, esta obligación moral no es impuesta de forma
externa sino que la persona es fiel a ese deber interno que se ha marcado.

El entorno de cada persona y cómo lo influencia

Lo que sí es cierto es que los valores de una persona también están muy influidos por el contexto social en
el que ha nacido y vive una persona, además, también deben sus raíces a la educación que ha recibido por
parte de la familia y de los profesores en el colegio. Aquello que para una persona es correcto puede no
serlo para otra, de ahí que incluso el plano ético, en algunos casos, parece susceptible a cierto relativismo
(aunque a rasgos generales existe un consenso general sobre aquello que es correcto o no lo es).

La importancia de la razón, y la convivencia en sociedad

Por otra parte, también existen normas sociales que propician la convivencia social y la armonía en el grupo.
En ese caso, el cumplimiento de esas normas sociales también responde a una obligación moral. De este
modo, la razón y el conocimiento actúan como una luz que ilumina la voluntad a través del razonamiento
del obrar correcto, es decir, del valor del deber. La obligación moral remite precisamente al peso que ejerce
la razón sobra la voluntad.
La obligación moral remite a las obligaciones que una persona tiene por el hecho de ser persona. Es decir,
un ser humano no solo tiene deberes sino también, obligaciones que cumplir. Dichas obligaciones remiten
a la práctica del bien y el cumplimiento de la justicia.

Problemas de la obligatoriedad moral


Fragmento seleccionado del libro de texto, Escobar, Gustavo, Ética, Introducción a su problemática
y su historia, 6ª. China, Mc Graw Hill Interamericana, 2008.
Una característica esencial de la moral es su carácter obligatorio, toda norma moral establece obligaciones.
El problema de la obligatoriedad moral consiste, por un lado, en determinar de dónde proviene el carácter
obligatorio de las normas morales; y, por otro, aclarar qué es la obligación moral, cuál es la fuente de la
que brota la conciencia del deber, qué estamos obligados a hacer (contenido de lo obligatorio).
¿De dónde proviene la fuerza obligatoria de las normas morales? ¿La obligatoriedad viene de una voluntad
extraña al hombre o, por el contrario, proviene de su propia voluntad? Dos son las corrientes que tratan de
responder a esta interrogante: la ética heterónoma y la ética autónoma.
ÉTICA AUTÓNOMA
Contrariamente a la ética heterónoma, la ética autónoma afirma que la voluntad se determina a sí misma
(autolegislación); aquí la conducta se rige por una libre y propia decisión del agente moral (autos, uno
mismo; nomos, ley).
“El principio de autonomía dice Kant es no elegir de otro modo sino de éste: que las máximas de elección,
en el querer mismo, sean al mismo tiempo incluidas como ley universal”
Según el filósofo de Königsberg, la autonomía de la voluntad es el principio supremo de la moral.
Un comportamiento autónomo es aquel que se rige por sí mismo de acuerdo con una ley universal o
imperativo categórico. En cambio, en un comportamiento heterónomo, la voluntad no se da a sí misma la
ley, sino que es un impulso extraño el que da la ley por medio de una naturaleza de sujeto, acorde con la
receptividad del mismo.
La autonomía no implica solamente obrar en concordancia con la buena voluntad, requiere un trasfondo de
libertad que le permita al hombre elegir tanto un buen comportamiento como uno malo. La autonomía es
posible dentro de un mundo de exigencias de normas sociales y jurídicas. “El verdadero acto moral implica
la libertad del individuo para obrar de acuerdo con su autonomía”.
La ética autónoma es la expresión más acabada del hombre moderno. La historia de la ética muestra que,
de la justificación del hombre ante Dios, se pasó, gradualmente, a la justificación del hombre ante sí mismo.
La ética kantiana expresa este ideal, en buena medida.
La ley moral es sagrada (inviolable). Sin duda, el hombre es harto impío, pero la humanidad en su persona
debe ser sagrada para él. En toda creación, cuanto se quiera sobre lo cual se tenga poder, puede emplearse
también como mero medio; solamente el hombre es el sujeto de la ley moral, que es sagrada, en virtud de
la autonomía o de la voluntad.
ÉTICA HETERÓNOMA
Afirma que la fuerza obligatoria deriva de normas impuestas por una autoridad exterior (heteros, extraño;
nomos, ley).
La heteronomía se establece, como dice Kant, cuando la voluntad es forzada conforme a la ley, por alguna
otra cosa a obrar de cierto modo; en la heteronomía la ley no surge como expresión de la propia voluntad.
En una moral de carácter heterónomo la obligación moral es impuesta desde fuera, ya sea por otros
individuos o por tradiciones, costumbres y leyes ajenas o extrañas al individuo mismo.
Kant define la heteronomía de la siguiente manera: Cuando la voluntad busca la ley, que debe determinarla,
en algún otro punto que no en la aptitud de su propia legislación universal y, por lo tanto, cuando sale de sí
misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, desde entonces prodúcese siempre
heteronomía.
En la heteronomía no es la voluntad la que da a sí misma la ley sino el objeto, por su relación con la
voluntad, es el que da a ésta la ley.
Un comportamiento heterónomo dirá: No debo mentir, si quiero conservar la honra‖; en cambio un
comportamiento autónomo (en el que la voluntad se legisla a sí misma), sostendrá: “No debo mentir, aunque
el mentir no me acarree la menor vergüenza”.
Entre ejemplos de la ética heterónoma tenemos los siguientes:
Cuando la obligatoriedad proviene de la tradición y la sociedad. Aquí el individuo adopta un comportamiento
irreflexivo, aceptando sin discusión los dictados de la sociedad, la costumbre o la moda, aunque éstos sean
absurdos.
Cuando la obligatoriedad emana de la fuerza del Estado. Los filósofos que defienden la supremacía y
glorificación del Estado por encima de los individuos serían los que apoyarían este tipo de heteronomía.
Por ejemplo, Hegel para quien el Estado no es sólo una parte especial de la vida política, sino su esencia
misma. El Estado no sólo representa, sino que es la encarnación del espíritu del mundo. El verdadero orden
ético no deriva de una ley moral individual, sino de la vida del Estado, que es el mismo espíritu absoluto y
verdadero, que no reconoce ninguna regla abstracta de lo bueno y lo malo, de lo vergonzoso y lo mezquino,
de la astucia y el engaño.
Otro ejemplo de heteronomía es la que descansa en la religión. Según la ética religiosa, la autoridad, la
obligación, proviene de Dios, garante y juez supremo de todo orden moral. Sólo en Dios se encuentra el
principio de la obligación moral. Cuando a Abraham se le aparece un ángel y le ordena sacrificar a su
primogénito, tiene que obedecer sin poner en tela de juicio el mandato divino.
TEORÍAS DEONTOLÓGICAS (DEÓN, DEBER)
Afirman que la bondad o maldad de una acción no depende de las consecuencias sino de una primacía del
concepto de deber. Entre sus representantes están W. D. Ross, A. C. Ewigin y H. Prichard. Según las
doctrinas deontológicas, es bueno cumplir una promesa porque cuando se ha hecho tal promesa ha
quedado uno obligado a cumplirla por la misma naturaleza del acto, sin tener en cuenta las inclinaciones ni
las consecuencias.
En general, el deontologismo admite la intuición a priori de las normas morales (intuicionismo). Según
Prichard, exigir que se pruebe la verdad de las intuiciones morales básicas es algo tan carente de sentido
como pedir demostraciones en el caso del conocimiento genuino. Cuando se goza de una intuición moral,
no cabe ningún género de dudas acerca de lo intuido; uno sabe que hay que portarse bien; que hay que
observar las promesas, a menos que una razón de peso exima de su observancia.
La teoría deontológica se divide en dos corrientes:
a. Teorías deontológicas de la norma
Sostienen que lo que se debe hacer en cada caso depende de una norma objetiva, universalmente válida;
en este caso está la ética de Kant, quien considera que el deber es la acción cumplida únicamente en vista
de la ley y por respeto a ella. “Una acción cumplida dice Kant por deber tiene su valor moral, no en la
finalidad (como afirma la teoría teleológica de la obligación) que debe lograrse con ella, sino en la máxima
que la determina; por lo tanto, su valor no depende de la realidad del objeto de la acción; sino únicamente
del principio de la voluntad que ha determinado esta acción, sin referencia a ningún objeto de la facultad
de desear”
En virtud de que Kant hace hincapié en el principio de la voluntad, en los motivos y no en los resultados de
la acción, su teoría del deber también ha sido llamada teoría motivista.
b. Teorías deontológicas del acto
Sostienen que, debido a lo concreto de cada situación, no puede hablarse de normas generales, por lo que
es necesario decidir por propia cuenta, ateniéndose a los sentimientos y convicciones, cómo debe uno
obrar en cada caso. Un ejemplo de los sentimientos y convicciones, cómo debe uno obrar en cada caso.
Un ejemplo de teoría deontológica del acto lo proporciona el existencialismo ateo de Sartre. Según éste,
no hay normas universales que guíen al hombre: “Ninguna moral general puede indicar lo que hay que
hacer; no hay signos en el mundo”, ni dioses que nos guíen. Según Sartre, el hombre inventa al hombre.
El hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre.
“Si los valores son vagos y si son siempre demasiado vastos para el caso preciso y concreto que
consideramos, sólo nos queda fiarnos de nuestros instintos” (Jean Paul Sartre, El existencialismo es
un humanismo, Buenos Aires, Sur, 1963.)
c. Teorías teleológicas
La segunda corriente de la obligación recibe el nombre de teoría teleológica (del griego telos, fin). Según
estas teorías, la bondad o maldad de una acción depende únicamente del efecto o consecuencia que tenga,
de ahí que también se les llame teorías consecuenciales.
El egoísmo y el utilitarismo son las principales expresiones de estas teorías. El egoísmo ético sostiene que
debe buscarse siempre la propia ventaja o el propio bienestar, haciendo siempre aquello que uno cree que
proporcionará el mayor bien posible; la satisfacción del ego es el único objetivo final de toda actividad.
El utilitarismo, en cambio, considera que el deber estriba en hacer aquello que beneficie,
fundamentalmente, a los demás o al mayor número de personas.4
CONSTRUCCIÓN DE LA VIDA ÉTICA
SITE 2017: Educación para la vida ciudadana en una sociedad plural
Las dinámicas sociales, políticas, culturales y económicas dibujan un escenario de sociedades
fragmentadas donde existe tanto la amenaza del triunfo de los perniciosos efectos de la globalización como
del enfrentamiento y la violencia generados por fanatismos comunitaristas. En este marco, se reclama
imperiosamente la formación de la ciudadanía como elemento esencial de cohesión, ante las patentes
carencias de la vida cívica. Esta demanda suele hacerse con tanta premura como superficialidad, no
alcanzando los niveles más profundos de los ciudadanos, vinculados a la dimensión ética. Se requiere, por
tanto, un replanteamiento del sentido mismo de la educación de la ciudadanía, sin duda con implicación en
la esfera pública, pero también en lo íntimo y privado, usualmente menos reconocido. Los diversos caminos
que podemos adoptar, en este sentido, acentúan necesariamente la relevancia del sujeto personal como
actor social, mediante la reconfiguración de las experiencias individuales y colectivas, capaz de recomponer
las polarizaciones que se han tipificado como consecuencia del despliegue de los distintos procesos de
modernización contemporáneos. La (re)construcción ética de la ciudadanía no admite ambigüedades en
torno al reconocimiento de la libertad de los sujetos que, no obstante, han de desplegarla en el marco de
los proyectos sociales y políticos compartidos interrogándose continuadamente por su significado y
pertinencia a la luz de los principios unificadores de civilidad que dieron lugar a la modernidad. Así pues,
precisamos una visión ética renovada y renovadora de la ciudadanía capaz de abrir nuevos horizontes
sociales y ensanchar identidades.
En este complejo marco de la construcción ética de la ciudadanía, la educación busca fundamento en la
señalización de los aprendizajes de libertad con los que contribuir a la formación de ciudadanos estables
en la "sociedad líquida". El conocido informe Delors puso de relieve la necesidad de una formación
convivencial entre personas muy distintas, dada la enorme movilidad social actual. Este nuevo reto, en
clave de ciudadanía, conlleva a su vez el que también indica ese mismo informe: aprender a ser. La
construcción ciudadana no invalida ni minimiza la construcción del ser personal de cada ciudadano o
ciudadana, sino que más bien reclama esa categoría del ser personal (Mauri, 2016), como principio y
fundamento sobre el que los intereses colectivos podrán construirse más sólidamente, aun en tiempos de
incertidumbre.
El tejido identitario personal no surge meramente de modo cultural, por inmersión en el contexto donde
cada quien habita. La genética está presente en nuestra carga identitaria.
La neurociencia identifica aquellos rasgos que conectan nuestras neuronas entre sí según los circuitos
hayan sido más o menos trazados, impulsados, conectados. La psicología estudia la construcción del ser
más genuino, tanto por interacción relacional con la alteridad, como por interacción social con
circunstancias vividas, ese bagaje identitario que también impregna circuitos y conexiones del tejido
biológico. Aun así, factores genéticos, neuronales, biológicos, psicológicos… no reducen la persona
humana en su construcción a elementos controlables o en todo caso susceptibles de conocimiento. Una
importante parcela de ese producto final que es el ser se explica por lo que será inexplicable: la libertad.
Esa temida área volitiva, educable, pero no controlable, que fue la que permitió a Frankl recoger las palabras
de Nietzsche en su experiencia en el campo de exterminio nazi: “quién tiene un por qué para vivir, puede
soportar casi cualquier cómo”. La razón, el sentido de la vida misma, remite a la persona a una mirada
interior, a esa construcción multidimensional del ser que, desde el frontispicio ateniense hasta nuestros
días, no ha dejado de confrontar la humanidad: el autoconocimiento, como esa invitación a rescatar los
rasgos identitarios más genuinos de cada quien.
Una vida cuyo sentido puede ser adquirido, prestado, impuesto, descubierto o creado, pero cuya finalidad
no será válida si no emerge de lo más interno de cada uno. A esto nos remite el estudio de la dimensión
interior, no como apología de la dualidad interioridad versus exterioridad, sino como apuesta de
integración, como contrapartida de división. El drama del hombre moderno no es otro que esta escisión,
este vivir fragmentado que la condición posmoderna parece resolver con un vivir hacia fuera y una gran
falta de interiorización. Las teorías del aprendizaje han vivido también esta dualidad entre aquellas que
sitúan el objeto de aprendizaje fuera del individuo y aquellas otras que entienden la construcción del
conocimiento como algo que es propio del educando. En este sentido, se ha puesto de manifiesto que el
conocimiento no sólo se construye en interacción, sino por introspección, habiendo extraído, sedimentado
y consolidado dentro el objeto de conocimiento, de modo que se trasluzca fuera.

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