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cuadros de

la naturaleza

JOAQUÍN
ANTONIO
URIBE
ciencias
naturales
cuadros de
la naturaleza

joaquín
antonio
uribe

ciencias
naturales
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Uribe, Joaquín Antonio, 1858-1935, autor


Cuadros de la naturaleza / Joaquín Antonio Uribe ; presentación, Óscar Hincapié. –
Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto PDF (210 páginas). – (Biblioteca Básica de
Cultura Colombiana. Ciencias Naturales / Biblioteca Nacional de Colombia)

ISBN 978-958-5419-49-0

1. Historia natural – Colombia - Ensayos, conferencias, etc. 2. Libro digital I. Hin-
capié, Óscar, autor de introducción II. Título III. Serie

CDD: 508.861 ed. 23 CO-BoBN– a1011993


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ISBN: 978-958-5419-49-0
Bogotá D. C., diciembre de 2017

© 1936, Editorial Minerva – Selección Samper


Ortega de Literatura Colombiana
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Óscar Hincapié

Material digital de acceso y descarga gratuitos con fines


didácticos y culturales, principalmente dirigido a los usuarios
de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta
publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con
ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la
autorización expresa para ello.
índice
Presentación9
§§

Cuadros de la naturaleza

Sensibilidad de las plantas21


§§
Las plantas carnívoras25
§§
Las plantas dioicas29
§§
Los gigantes de la selva33
§§
La guadua37
§§
Las pulgas41
§§
Las hormigas arrieras45
§§
Las hormigas agricultoras49
§§
Una república en un árbol53
§§
Los nidos57
§§
El perico-ligero61
§§
Los tardígrados65
§§
La gran bestia69
§§
Un congreso en la selva73
§§
Paisajes de los Andes77
§§
El murciélago81
§§
Un mundo invertido85
§§
Las hojas89
§§ Las Estrellas153
§§
El maná del desierto93
§§ Los Cometas157
§§
El castillo de oro97
§§ Las Montañas161
§§
Los ojos101
§§ El Mar165
§§
Palingenesia105
§§ La Isla Flotante169
§§
Memorias de una oruga109
§§ El sapo173
§§
Los peces113
§§ Gusano y Compañía177
§§
Los faquires de la nieve117
§§ Los loros181
§§
El elefante121
§§ Amor maternal185
§§
El Agua125
§§ El llanto189
§§
El Fuego129
§§ La opinión193
§§
El Aire133
§§ ¡Conque monja!197
§§
La Tierra137
§§ Los negros blancos199
§§
El Sol141
§§ Beelzebub203
§§
Una noche de dos minutos145
§§ La risa207
§§
Viaje a la Luna149
§§
§§ Presentación

El hombre no tiene alas; no puede volar como lo haré yo un día.


Me da lástima verle tan pesado y adherido al suelo como una piedra.

Joaquín Antonio Uribe

El libro Cuadros de la naturaleza de Joaquín An-


tonio Uribe presenta un mundo que ya no existe. Cierto
tipo de lector dirá que ese mundo nunca existió, que fue
sólo una bella utopía que ocurrió una vez en la imagina-
ción de su autor. Sea cierto o no, quienes se acerquen de
manera desprevenida a esta obra no negarán que en lugar
de la ruidosa vida moderna, don Joaquín prefirió poner el
soplo de la brisa perezosa, los ecos del rumoroso torrente,
el canto de los pájaros enamorados, el zumbido de los in-
sectos y el suave revoloteo de las mariposas. En vez de la
polución citadina, Cuadros de la naturaleza optó por re-
velar detalles acerca de los perfumados limoneros, los fra-
gantes jazmines, las albahacas olorosas, el aromático efluvio
del chirimoyo y las emanaciones de los árboles nativos de
los Andes colombianos.

9
Presentación

Más que una disertación sobre el progreso, Joaquín


Antonio Uribe quiso explicar cómo viven las hormigas
arrieras, cuál es la estructura social de las abejas y por qué
las bacterias son floras semifantásticas que, vistas a través
de un microscopio, parecen los engendros de una ilusión
(1916, pág. 18). En lugar de exponer un manual de agricul-
tura, nuestro autor optó por revelar su amor hacia las lla-
madas «flores tristes». ¿Por qué? Porque estas «son como
manantiales de aromas que, sólo en la sombra, cuando la
naturaleza duerme, los vierten, silenciosas y castas, como
un río de afectos» (pág. 34). Así que ni el ruido de la vida
moderna, ni la contaminación, ni el progreso, ni el desa-
rrollo están presentes en Cuadros de la naturaleza. Esta
es una obra para saborear con tiempo, pues el mundo que
revela parece sacado de otro tiempo.
Un detalle que los lectores del libro observarán es la
confluencia de, por lo menos, tres géneros de escritura.
En primer lugar está la prosa científica. Joaquín Antonio
Uribe, al respecto, asume la clasificación en latín para in-
dicar que, por ejemplo, la familia de las palmeras colom-
bianas se divide en: Ocnocarpus iriarteoides, propia de las
selvas caucanas; Alfonsia oleifera, ubicada en las riberas del
río Sinú; y Mauritia flexuosa, de los Llanos Orientales. Lo
propio hace con los animales, para lo cual recurre a Linné
(1707-1778) a quien, por cierto, llama «pontífice supremo
de la ciencia» (1912, pág. 51). Apoyándose en él, nuestro
autor anota con autoridad que la pulga es Pulex irritans;
la nigua, Pulex penetrans; la hormiga arriera, Oecodoma
cephalotes; la abeja, Apis mellifica; el pájaro azulejo, Tanagra

10
Presentación

cyanaea; y el turpial, Icterus melanopterus. Además de estas


nominaciones, Cuadros de la naturaleza enriquece la prosa
científica exponiendo los hechos como si se tratara de una
visita emprendida por un científico viajero a algún sitio
lejano. He aquí un ejemplo:

Si de América avanzamos al Oriente, se acrecientan las


maravillas, que por todas partes hallaremos; las de Persia,
de Arabia y de las Indias, son muy pobres al compararlas
con las de aquel extenso y casi ignoto mundo [Australia]
que se despliega rodeado de archipiélagos de madréporas
y coral, y arrullado por brisas saturadas de las esencias
embriagadoras de los árboles de especias: la canela, la
pimienta, el clavo, la nuez moscada, que excitan, ador-
mecen y alucinan (1912, pág. 136).

El segundo género de escritura utilizado en esta obra


corresponde a la prosa narrativa. Para lograrlo, el escritor
hace que la prosa científica sea interrumpida de forma cons-
tante por una voz en tercera persona cuya función es la de
relatar en tiempo presente un cuento corto, ya macabro,
ya aterrador. En estos pasajes de Cuadros de la naturaleza,
el lector notará que el científico se calla para darle paso al
cuentista y viceversa. Esta estrategia literaria ha sido uti-
lizada desde la Odisea. Por eso llama la atención que, pese
a su antigüedad, este recurso no haya tenido el protago-
nismo que se merece en los estudios sobre la obra escrita
de Joaquín Antonio Uribe. Para saldar un poco esta deuda,
he aquí un par de relatos breves extraídos de Cuadros de la
naturaleza. El primero hace parte de un cuadro titulado

11
Presentación

«El murciélago», el segundo de uno llamado «Las plan-


tas carnívoras».

i
Según una leyenda, popular en Hungría y Grecia,
es vampiro un muerto que abandona a media noche el
cementerio y, silencioso y voraz, va en busca de los vivos,
que duermen a esa hora, les abre las venas y sorbe su san-
gre hasta quedar saciado; luego regresa a su lecho de tierra
y permanece en su condición de cadáver hasta la noche
siguiente.(1912, pág. 132).

ii
Oíd ahora lo que sucedió una mañana transparente de
primavera. El sol era brillante, el césped estaba húmedo,
los pájaros cantaban.
Un insectillo —quizás un turista soñador de esas pra-
deras pantanosas— llega volando; contempla absorto
aquellas flores blancas como la inocencia y, enamo-
rado, se posa sobre una hoja abierta y perfumada de
la desconocida hierbecilla. Lo que sigue es espantoso.
Repentinamente los lóbulos de la hoja se cierran con sor-
prendente rapidez y el pobre viajero queda aprisionado
vigorosamente; en vano forcejea y se debate colérico
en medio de aquellos puñales que se encajan como una
trampa; la muerte no se deja esperar.
Mas no creáis que todo está terminado. La [planta car-
nívora] Dionaea empieza a embeber tranquila la sangre
del difunto insecto; a digerirle lentamente, como un boa,
y a poco tiempo, satisfecha y ya vigorosa, abre de nuevo
la hoja insecticida, deja escapar el esqueleto descarnado
del infeliz amante, y sigue sonriente esperando nuevas
víctimas, con toda la perfidia del crimen.
¿No es esta la locura del delito?

12
Presentación

Los comentarios me aterrarían. Las magnolias y aza-


leas se estremecieron de pena y hubo un largo rumor de
espanto en la pradera (1912, págs. 20-21).

El tercer género de escritura corresponde a la prosa


poética. Cuando el científico y el cuentista callan, apa-
rece el poeta. No el versificador, ¡que quede claro!, sino el
constructor de imágenes y ritmos. Para demostrarlo van
dos ejemplos: «mi alma divagaba y se perdía en la noche
de lo desconocido: estrella errante, cocuyo solitario en lo
sombrío de las tinieblas» (1920, pág. 1). «Hoy encuentro,
de repente, un ser superior, cuerpo de mujer y alma de se-
rafín; flor que no es de nuestros jardines, insecto ignoto,
ave escapada del cielo» (1916, pág. 135). ¿Qué tipo de
texto es, entonces, Cuadros de la naturaleza? ¿Un libro
de ciencias naturales? ¿Una colección de cuentos breves?
¿Un poemario? Esta obra, al parecer, es todo aquello; no
se inscribe en un solo género. Quizá por esto los bibliote-
carios encuentran problemática su ubicación. ¿Botánica?
¿Cuentos? ¿Poesías? ¿Ciencia? ¿Literatura? El lector, no
obstante, podrá sacar sus propias conclusiones. Por ahora
conviene formular otra pregunta: ¿cuál es el origen de este
curioso libro?
En la segunda década del siglo xx, un grupo de edi-
tores decidió publicar un libro con las notas que el natu-
ralista Joaquín Antonio Uribe (Sonsón, 1858-Medellín,
1935) venía escribendo para varios periódicos y revistas de
Antioquia como La Miscelánea, Capiro y Sábado. La sec-
ción en que aquellas aparecían solía titularse «Cuadros de

13
Presentación

la naturaleza», nominación esta que don Joaquín utilizó


desde un principio para encabezar sus apuntes y que los
citados editores tomaron al pie de la letra para nombrar
el libro que, a la postre, se imprimió en tres volúmenes.
El primero apareció en 1912, el segundo en 1916 y el ter-
cero en 1920. ¿De dónde obtuvo Joaquín Antonio Uribe
este título? Posiblemente lo tomó prestado de una obra
de Alexander von Humboldt (1769-1859) que Bernardo
Giner de los Ríos tradujo al idioma español en 1876 como
Cuadros de la naturaleza.
Tal vez nuestro autor sabía de la existencia de esta y de
otras obras de Humboldt mucho antes de que apareciera
la traducción española de Cuadros de la naturaleza. He
aquí algunas pistas sobre este punto. En febrero de 1876,
Joaquín Antonio Uribe comenzó a ejercer su carrera como
docente en un colegio público de El Retiro, Antioquia, des-
pués de haber recibido el «diploma de maestro de escuela
superior el 20 de noviembre de 1875» (Robledo, 1935,
pág. 10). Este título fue otorgado por la Escuela Normal
de Medellín, la cual fundaron y dirigieron Christian
Siegert y Gustav Bothe, dos profesores alemanes que,
probablemente, le enseñaron las obras de su compatriota
Humboldt, uno de los botánicos más famosos del mundo.
Cabe anotar que en los tres años que duró su forma-
ción, y por disposición del director Siegert, el aprendiz de
maestro tuvo que tomar dos clases semanales de Ciencias
Naturales, además de Aritmética, Matemática, Geografía,
Física, Química y Dibujo, entre otras materias (Siegert,
1872). Este plan de estudios y la presencia de los dos

14
Presentación

profesores alemanes sugieren que Joaquín Antonio Uribe


pudo haber recibido por «interpuesta persona» el influjo
de Humboldt. Quizá por este camino también obtuvo la
metodología y los conceptos adecuados para emprender
la escritura, veinticinco años después, de Cuadros de la
naturaleza.
Volviendo a la primera década del siglo xx, la tarea de
los editores consistió en reunir todo el material disperso
que Joaquín Antonio Uribe ya había publicado. El obje-
tivo era componer un libro que resultara agradable a los
lectores, especialmente a los jóvenes y los niños. El primer
fruto de esta labor apareció el 20 de marzo de 1912. Gra-
cias al trabajo de edición e impresión de Antonio José
Cano, el público pudo disponer de un pequeño libro, casi
de bolsillo, protegido por una cubierta rústica en la que
aparece escrito, en letras grandes de color rojo, Cuadros
de la naturaleza y, en letras más pequeñas de color verde,
Primera serie.
Si bien no hay un sólo comentario dentro del texto
que justifique tal diseño, al leer el contenido de este primer
volumen se deduce que el rojo simboliza la vida que, como
el mismo autor señala, «se agita sin cesar en nuestro pla-
neta, embelleciendo y transformando el mundo con in-
cansable actividad» (1912, pág. 5). El verde, por su parte,
alude al prado, a los vegetales, a las plantas y a las hojas de
los árboles. Estos, según su poético y científico parecer,
constituyen un inmenso banquete en el que «el hombre
encuentra manjares y licores, preparados por manos invi-
sibles y dadivosas, tan ricos y fragantes...» (1912, pág. 11).

15
Presentación

La primera entrega de Cuadros de la naturaleza consta


de 26 textos breves. En ellos, don Joaquín no sólo mani-
fiesta palabras de amor hacia la capa vegetal que cubre
toda la superficie de la Tierra; también construye un ale-
gato ideológico contra los botánicos que, como Philippe
van Tieghem (1839-1914), no aceptan que las plantas y
los árboles sientan dolor. Además confronta a los filóso-
fos como Descartes (1596-1650). Estos, a su juicio, ven
«en los animales sólo máquinas o autómatas con cuerda»
(1912, pág. 8). Su alegato no termina aquí. En algunos cua-
dros presenta con enojo a los carnívoros. Por eso cuando
señala que el Homo sapiens es el más carnicero de todos
los animales, se torna irónico y pesimista: «el hombre […]
en su múltiple faz de civilizado, cazador o caníbal, juró la
guerra a cuanto tiene carne» (pág. 17). Al mismo tiempo
pone a sus congéneres a la cabeza de una lista que deno-
mina «animales malvados de la naturaleza» (pág. 18).
Editada por Lázaro Gómez y aparecida en 1916, la se-
gunda serie de Cuadros de la naturaleza consta de 32 textos
breves. La tercera serie, editada por la imprenta de «Ci-
vismo», vio la luz pública en 1920. Su tabla de contenido
señala 33 cuadros, los cuales fueron escritos con la misma
prosa científica y literaria de las dos series anteriores. No
queda más que desear un feliz viaje a través de uno de los
libros más interesantes de la cultura colombiana. Dejemos
que sea Joaquín Antonio Uribe quien diga las últimas pa-
labras, pues a ellas me suscribo.

16
Presentación

Antes de dejar la pluma, me pregunto desconsolado:


¿qué es lo que sabemos? ¿Cada día no nos salen al camino
más misterios? ¿Cómo será la vida en Marte, en Júpiter,
en los planetas más distantes, si aquí cerca, bajo nuestros
pies, en los antípodas, se observa ese cambio de formas
que no podemos explicar, esa tendencia a una variedad
infinita…? (1912, pág. 140)

Óscar Hincapié Grisales

§§ Referencias bibliográficas
Robledo, E. (1935). «Don Joaquín Antonio Uribe». En J. A. Uribe
y D. S. Ortega (ed.), Cuadros de la naturaleza (3.ª ed.). Bogotá,
Colombia: Minerva.
Siegert, C. (1872). «Plan de la Escuela Normal que propongo al
Gobierno del Estado soberano de Antioquia». En El monitor
(pág. 222).
Uribe, J. A. (1912). Cuadros de la naturaleza. Primera serie (1.ª ed.,
vol. i). (A. J. Cano, ed.) Medellín: Imprenta editorial.
Uribe, J. A. (1916). Cuadros de la naturaleza. Segunda serie. (1.ª
ed., vol. 2). (L. Gómez, ed.) Medellín, Colombia: Imprenta de
«La Patria».
Uribe, J. A. (1920). Cuadros de la naturaleza. Tercera serie. (1.ª ed.,
vol. 3). Medellín, Colombia: Imprenta «Civismo».

17
Cuadros de la naturaleza
§§ Sensibilidad
de las plantas

La vida se agita sin cesar en nuestro planeta, embe-


lleciendo y transformando el mundo orgánico con incansa-
ble actividad. La circulación, la respiración, las secreciones
diversas de las plantas —así como de los animales— son
hechos conocidos de todos, ya aceptados e indiscutibles.
Pero, ¿sentirán los vegetales?
Al solo enunciado de esta pregunta, se presenta ante
nosotros —ante el hombre— el fantasma del misterio;
nos hallamos atónitos y sobrecogidos en presencia de las
oscuridades de lo ignoto y postrados ante la grandeza de
la sabiduría creadora.
Los antiguos filósofos, que disertaban al frescor de
los bosquecillos de olivos, tan gratos a Minerva, o a la
sombra del plátano sagrado, dádiva del piadoso Brahma;
que estaban en intimidad con la naturaleza, como que aún
pendían de su seno caluroso y palpitante; que no habían
vislumbrado siquiera las maravillas de nuestra prosaica
civilización materialista, no sólo creían que son sensibles
los vegetales, sino que les concedían un alma capaz de pa-
siones y de afectos: alma que ama y odia, que se alegra o

21
Joaquín Antonio Uribe

entristece. Anaxágoras y Empédocles —genios de la vieja


Grecia— consideraban las plantas como animales imper-
fectos, impotentes para trasladarse de un lugar a otro, pero
provistos de voluntad y sensaciones.
Hoy todavía, el tuareg habitador del Sahara, respeta
con religioso instinto las palmeras de sus oasis, y asegura
que cuando el hacha del extranjero abate uno de esos ár-
boles venerables y desgarra sus tejidos ricos en savia, deli-
cados e intactos, el tronco lanza gritos como un niño que
llora de dolor; lamentos que conmueven al verdugo y es-
pantan al hijo del desierto.
El ilustre Laplace escribió: «Aunque exista una gran
analogía entre la organización de las plantas y de los ani-
males, no parece suficiente para considerar a las plantas
como dotadas de la facultad de sentir, pero nada autoriza
a negarles esta cualidad».
Los botánicos del día —me complazco en citar como
excepción de estos a M. Louis Crié— con taimada seriedad
niegan que el sueño de algunas plantas y los movimientos
especiales de sus hojas o de ciertos órganos florales, sean
muestra de verdadera sensibilidad. Mas ¿cómo saben ellos
experimentalmente eso que nos enseñan tan orondos y
tan graves? ¿Han interrogado eficazmente al trébol que
engalana los prados, al espino de oro de las cordilleras, a
las batatillas de los campos? ¿Qué han contestado ellos?
¿Cómo saben que la oruga, que vegeta inmóvil en una
roca, siente, y no siente la Mimosa pudica?
Van Tieghem explica todos esos movimientos como
resultados mecánicos de un trabajo físico de los órganos.

22
Cuadros de la naturaleza

Me satisface tanto esta como la peregrina idea de Descar-


tes quien veía en los animales sólo máquinas o autóma-
tas con cuerda, fabricados por el Artífice Supremo. Para
más era Linné que, con humildad científica, consideraba
estos fenómenos como una maravilla de la naturaleza,
miraculum naturæ.
Francamente, los señores sabios suelen obsequiarnos
con excelentes tonterías.
Consideremos la dormidera de nuestros campos, de la
familia de las mimosáseas. Es una tarde serena de verano;
ya se hundió el sol en el ocaso; los céfiros retozan en los
matorrales; reina el silencio propio de esa hora melancó-
lica de recogimiento y meditación. De repente, crujen las
hojas secas en el suelo al paso de los lagartos que buscan
los agujeros de las peñas; zumban las abejas que vuelven a
su casa después de la ruda lucha en las colinas; se estreme-
cen a intervalos los ramajes con la llegada de los pájaros
al nido; la dormidera cierra castamente sus hojas, que se
inclinan en silencio sobre el tallo. Y todos, insectos, rep-
tiles, aves, mimosas, se duermen hasta que luce la aurora
del siguiente día.
¿Por qué se entregan esos seres al sueño reparador,
espontáneamente? Yo lo interpreto con toda claridad.
Porque sintieron la aproximación de la noche con sus som-
bras negras y sus vientos fríos; el apagamiento del sol; el
cansancio por el enérgico trabajo de sus órganos. ¿Quién
lo duda?
Pero hay más: si durante el día, algún animal pisa o
sacude nuestra primorosa dormidera; si un insecto o un

23
Joaquín Antonio Uribe

volátil cualquiera que ronda entre las malezas roza contra


su follaje delicado; si pasa una nube y se oscurece transi-
toriamente el cielo, entonces «la hermana mimosa» se
conmueve, se resiente del ultraje de los agentes exteriores,
deja caer sus hojas ruborizada, se entristece, se marchita,
parece que se muere. ¿Quién no la ha visto? ¿Y qué hombre
pudiera explicarnos el fenómeno y dejarnos satisfechos?
¡El Homo sapiens! Parece que Linné hubiera querido
burlarse de sus pobres semejantes; de la inmensa muche-
dumbre humana. Mejor se expresó el autor del Eclesiastés
cuando escribía: Stultorum infinitus est numerus.
El hombre sabe muy poco, y eso que sabe no lo sabe
bien.

24
§§ Las plantas
carnívoras

Los animales carnívoros… ¡qué horror!


Ora es el hombre que, en su múltiple faz de civilizado,
cazador o caníbal, juró la guerra a cuanto tiene carne.
Ya es el león, monarca autócrata del ardiente Sahara,
quien olfatea de lejos su víctima y luego se lanza sobre ella
con sin igual ferocidad.
O el jaguar que, a la claridad temerosa de la luna, dis-
curre silencioso por el bosque virgen del inmenso llano y
apresa y devora la indefensa res que pacía soñolienta.
O el oso blanco, que aparece gigantesco y fantástico
entre los icebergs de las árticas regiones y extermina los seres
vivientes que olfatea en la vasta soledad helada.
O el cocodrilo, de acerada armadura, que en los pla-
yones del salvaje Magdalena calienta sus escamas al sol de
fuego de nuestra zona y se apercibe a la lucha y la matanza.
O el boa corpulento que dormita perezoso en un
recodo del majestuoso Yapurá mientras digiere espacio-
samente al robusto ciervo que ahogó entre sus elásticos
anillos.

25
Joaquín Antonio Uribe

O los tiburones y los buitres, las arañas y los pulpos…


¿Y las plantas?… No son los animales los únicos mal-
vados de la naturaleza. También entre las plantas —pací-
ficos ciudadanos de la feliz república de las flores— hay
algunas verdaderamente criminales. ¡Cómo se contrista
el ánimo y se abate la esperanza, al considerar que en los
alcores risueños que bordan arroyuelos cristalinos; en las
campiñas perfumadas donde retozan auras primaverales,
en compañía quizá de pudorosas violetas y encendidas
amapolas, viven hierbas asesinas que matan a mansalva!
Causa profunda pena contemplar esas delicadas cria-
turas, que cada mañana se coronan de rocío y todas las pri-
maveras de sonrientes florecillas, y saber que su ideal es el
crimen, el crimen a sangre fría.
Ahí están, miradlas. Llámanse Drosera, Nepenthes,
Pinguicula, Utricularia, y entre todas descuella Dionaea,
la traidora. Los archivos de la ciencia guardan sus aterra-
dores procesos, la historia detallada de sus aventuras que
espeluznan. ¡Tan niñas y tan malas!
La Dionaea muscipula es una guapa y lucida especie
americana, cuyo nombre mundano es atrapamoscas, una
Venus agreste, despiadada, que vive en las praderas deli-
ciosas de la Carolina del Norte, al pie de las magnolias y
azaleas; una linda hierba que inspira deseo de besarla, con
sus gracias infantiles. Es pequeña; sus hojas que son bilo-
buladas, se abren y cierran como las folíolas de la sensitiva
y están provistas de pelos cortos, purpurinos y erizados,
que segregan un líquido pegajoso y de olor aromático exci-
tante; las flores están dispuestas en corimbos y son blancas

26
Cuadros de la naturaleza

como lirios; el tallo es erguido, con la esbeltez que suelen


infundir la juventud y la nobleza.
Ya la conocéis. Oíd ahora lo que sucedió una mañana
trasparente de primavera. El sol era brillante, el césped
estaba húmedo, los pájaros cantaban.
Un insectillo —quizá un turista soñador de esas prade-
ras pantanosas— llega volando; contempla absorto aque-
llas flores blancas como la inocencia y, enamorado, se posa
sobre una hoja abierta y perfumada de la desconocida hier-
becilla. Lo que sigue es espantoso. Repentinamente los ló-
bulos de la hoja se cierran con sorprendente rapidez y el
pobre viajero queda aprisionado vigorosamente; en vano
forcejea y se debate colérico en medio de aquellos puña-
les que se encajan como una trampa: la muerte no se deja
esperar.
Mas no creáis que está todo terminado. La Dionaea
empieza a embeber tranquila la sangre del difunto insecto;
a digerirle lentamente, como un boa, y a poco tiempo, sa-
tisfecha y ya vigorosa, abre de nuevo la hoja insecticida,
deja escapar el esqueleto descarnado del infeliz amante,
y sigue sonriente esperando nuevas víctimas, con toda la
perfidia que puede sugerir el crimen.
¿No es esta la locura del delito?
Los comentarios me aterrarían. Las magnolias y aza-
leas se estremecieron de pena y hubo un largo rumor de
espanto en la pradera.

27
§§ Las plantas dioicas

No siempre residen en una misma flor los estambres


y carpelos; hasta sucede que viven en plantas más o menos
distantes. La naturaleza se vale, en este caso, de agentes
extraños que, instintivamente, la sirven y que salvan de la
muerte a especies que parecen destinadas a perecer, y al-
gunas, en efecto, sucumben con el trascurso del tiempo.
El viento, los insectos, algunas avecillas como el pá-
jaro-mosca, aún el hombre mismo, son los encargados de
la transmisión del polen misterioso desde las flores esta-
minadas a las pistiladas.
Los trabajos del naturalista alemán Konrad Sprengel
y del inglés Charles Darwin corroboran las observaciones
de los antiguos y esclarecen del todo esa maravillosa ope-
ración, rara y útil, propia tan sólo de las plantas.
De estas, son llamadas dioicas aquellas en que un in-
dividuo lleva sólo flores masculinas y otro, semejante a él,
femeninas solamente. Tales son —entre las de todos co-
nocidas— las siguientes: el datilero, la pereira, el sauce,
el yarumo, la zarzaparrilla, la raíz de China, el muelle,

29
Joaquín Antonio Uribe

el diomato, el olivo de cera y mil más. De estas, el sauce


y la palma de dátil son dos plantas que llevan consigo a
todas partes, con su romántica historia, la poesía de le-
janas y clásicas comarcas. A nuestra tierra la han traído.
Acerquémonos.

***

El sauce llorón (Salix babylonica) es planta hembra y de


patria desconocida; el individuo macho desapareció. Por
eso se le multiplica por estacas solamente.
Sauce, virgen desposada apenas y ya viuda, vaga in-
consolable por todos los continentes y las islas, por todos
los climas de la tierra. Perdió a su esposo, no sabe dónde,
y le busca desesperada y anhelante. Frecuenta los cemen-
terios; bajo su follaje, en las noches oscuras, se ven arder
los fuegos fatuos; su ropaje está desgarrado y largos jirones
cuelgan hasta el suelo; de sus ramos se ve destilar, gota a
gota, su savia ardiente que cae atropellada sobre los sepul-
cros fríos. Busca entre estos inútilmente, el de su amado,
desaparecido en ignoto lugar, quizá a orillas del Éufrates,
allá lejos, muy lejos.
En las orillas de los ríos, llora inconsolable y mezcla
sus lágrimas con el cristal de la corriente; se mira en ella y
se horroriza; su hermosura palideció ya; quiere arrojarse
al fondo, sus vestidos se empapan… Pero ¿y su esposo?
Entra en los jardines: allí están sólo el apio, la calén-
dula, la siempreviva y el ciprés; se doblega temblorosa sobre
las hojas secas; las humedece con su llanto, y se va…

30
Cuadros de la naturaleza

Va a los caminos; a su sombra juegan y ríen los niños:


nada encuentra y, desengañada, se vuelve al cementerio.

***

La palmera de dátil (Phoenix dactylifera) tiene los indivi-


duos macho y hembra entremezclados y vive indígena en
el norte de África y el suroeste de Asia.
Los datileros son, relativamente, felices. Los espo-
sos viven separados, es verdad; los divide una porción del
desierto calcinado y solitario, pero la naturaleza les dio
medios de comunicación eficacísimos.
Aquí está dekar —es su nombre árabe—. Alto y airoso;
su penacho de frondes soberbios se agita suavemente, y se
escuchan suspiros de amor al borde de la fuente del oasis.
Está agobiado de flores que van a producir una explosión
de estambres.
Allá se ve a Nahrla. Esbelta y melancólica, mira el Nilo
y se retrata en sus ondas; de su copa se escapan lánguidos
rumores que el viento lleva hasta la soledad del oasis. Sú-
bitamente aparece un paje aéreo: es un insecto que trae un
mensaje de amor del lejano amante; ella le contesta con
la brisa de la tarde.
Un día, se abren sus flores con voluptuoso estremeci-
miento; la alegría la enajena, espera ansiosa y palpitante.
A la mañana siguiente, llega el jaí primaveral: viene car-
gado de nubes de polvo de oro; es el polen…
Aún no ha pasado el otoño. Una caravana cansada
se detiene enhambrecida en la playa reseca; la palmera

31
Joaquín Antonio Uribe

derrama entonces sobre ella una lluvia de frutos perfuma-


dos, fortificantes, de carne azucarada. Y huye el hambre
de la tienda, del aduar y del desierto.

32
§§ Los gigantes
de la selva

Las floras de las diversas regiones de la tierra son


variadísimas: la del océano se distingue notablemente de
las de los continentes y las islas; y en estos, las plantas ca-
racterizan los paisajes y dan aspecto especial a unos y otras.
Este polimorfismo vegetal es debido al calor, al fluido eléc-
trico, a la luz y a la humedad, principalmente; agentes que
no se manifiestan de un modo igual en todas las comarcas.
Especies cosmopolitas hay pocas, y las más deben el serlo
al esfuerzo o concurso del hombre; no a la espontaneidad
de la naturaleza.
Es propio de la especie humana estimar lo que sobre-
sale en su clase: en lo intelectual, los grandes hombres;
en lo material, los cerros excelsos, los ríos anchurosos, los
animales corpulentos, las plantas gigantescas. Admiramos
lo que se deshace de las medianías, desdeñamos lo vulgar.
Esto me recuerda ciertas plantas.
La flora de los mares es riquísima en especies propias y
hay algunas sorprendentes por su desarrollo vigoroso. Tal
es una alga de las regiones australes, la Macrocystis pyrifera,

33
Joaquín Antonio Uribe

que adquiere una longitud de más de 530 metros y forma


alrededor del continente antártico, entretegiéndose aquí
y allá, una trenza de esmeralda que le ciñe y adorna me-
ciéndose sobre las ondas.
El coloso de la vegetación en el antiguo continente
es el baobab (Adansonia digitata) que crece en el África
ecuatorial y que, aunque de moderada altura, es el más
grueso de los árboles. Su tronco tiene de circunferencia
hasta 30 metros y sus brazos se extienden horizontalmente,
proyectando una sombra que puede cubrir a centenares
de personas. M. Adansen, botánico francés, que lo cono-
ció y estudió en el Senegal, les atribuyó a algunos indivi-
duos de esta especie más de 4.000 años de vida. Sobre el
tronco de un baobab, cortado poco arriba del suelo, pu-
dieron celebrar un banquete los oficiales de un batallón
que recorría aquellas maravillosas comarcas.
En el continente americano, la mayor y más admira-
ble de las plantas, por su tamaño, es el árbol-mamut de la
América del Norte (Sequoia gigantea) que levanta su copa
majestuosa a tal altura, que las nubes ocultan su cima sober-
bia mientras jirones de niebla envuelven su follaje y brazos
desmayados. Se eleva hasta 150 metros y su grosor es tanto
que, en San Francisco de California, se exhibió hace algún
tiempo la corteza desprendida de la parte inferior de uno
de estos pinos, con asombro de todos: formaba una espe-
cie de retrete cilíndrico donde cabían, fuera de un piano,
cuarenta niños con sus correspondientes asientos. El piso
y las paredes estaban decorados artísticamente y se paseó
el palacio cortical, en tren por varias ciudades de la Unión.

34
Cuadros de la naturaleza

Pero, si no el más sorprendente, sí el más útil de la im-


ponente legión de los árboles gigantes es el gomero-azul de
Tasmania, llamado también eucalipto (Eucalyptus globulus)
que suele cultivarse en Medellín. Los árboles de ese género
abundan en Australia e islas vecinas, donde forman, ellos
solos, inmensas selvas. El cultivo en grande de estas plantas
en nuestro país sería de grande utilidad.La madera es durí-
sima y propia para toda clase de construcciones, especial-
mente navales, pues no se pudre con el agua del mar; y no
es extraño ver eucaliptos de más de 100 metros de altura,
con un tronco de algo más de 8 de diámetro.
Como este árbol absorbe la humedad de una manera ex-
traordinaria, tiene la propiedad de secar los terrenos húmedos
o pantanosos, como lo han logrado los franceses en Argelia.
Además, sus emanaciones constantes son aromáticas y
medicinales: en regiones donde las fiebres y epizootias eran
frecuentes y aún endémicas, las plantaciones del gomero-
azul han saneado el aire, hasta el punto de convertir esos
lugares en comarcas altamente salubres y colonizables.
Finalmente, las hojas son un poderoso febrífugo, como
también antirreumáticas, digestivas, cicatrizantes y no sé
qué más, en concepto de los médicos ingleses residentes
en Australia.
En las avenidas de nuestras ciudades, en las orillas de
las vías públicas, en las huertas de las casas, en los potreros
de las haciendas, deben sembrarse el Eucalyptus globulus y
otras especies, pues hay más de ciento.
Son excelentes inmigrantes, dignos de que se les mime
y aclimate.

35
§§ La guadua

Describiendo Linné las gramíneas, las calificó de


«plebeyas campesinas, pobres, enclenques, vulgarísimas»,
y muchos más adjetivos denigrantes que, con injusticia
científica, les prodigó muy seriamente. De seguro el in-
signe naturalista no tuvo noticia de la cañabrava esbelta,
el popo montaraz, el chusque dominante, la guadua majes-
tuosa. Sin embargo, estas plantas son verdaderas gramíneas,
soberbias, magníficas, de airoso tallo y riquísimo follaje.
Las guaduas —Guadua angustifolia, de los sabios—
son, en efecto, un prodigio de belleza, y el botánico turista
sabrá apreciarlas debidamente si las ve crecer espontáneas
en su propia patria, ya sea en los flancos inferiores de los
Andes, en forma de inmensas agrupaciones —a modo de
repúblicas vegetales— en los cuales lucen su pompa tropi-
cal y resisten victoriosas a los vientos desencadenados de la
cordillera; ora en las llanadas amenas de los valles ardientes,
a orilla de las aguas caudalosas, donde se levantan altivas
compitiendo en imponente gallardía con el circunvecino
bosque, o se inclinan y mojan su cabellera de esmeralda
en los remansos cristalinos.

37
Joaquín Antonio Uribe

A veces en el bosque derribado por el hacha del mon-


tañés, si cunde el incendio preparador de la roza, se las oye
detonar con retumbos que semejan descargas de cañón
entre el fragor de una batalla.
Frecuentemente, de ambas riberas de un riachuelo
se alzan guaduas que se inclinan, acercan sus cabezas y se
topan; las enredaderas silvestres trepan por las robustas
cañas y se forman graciosos arcos de donde cuelgan osci-
lantes racimos de flores.
Allí se instalan colonias de variadas mariposas; revo-
lotean las libélulas de alas de gasa, rojas y azules; fabrican
su nido millares de pájaros cantores, y corretean las ardillas
de color de fuego, que transitan audaces por aquel puente
fantástico de arquitectura inimitable.
Las emanaciones del guadual saturan el aire de per-
fumes cálidos y excitantes, apreciados apenas en lugares
como aquel y que sólo logran aspirar los hijos fieles de la
naturaleza, ya el minero intrépido que persigue el oro en
las arenas, o el cazador audaz que corre tras las nutrias y
los lanchos hasta sus cuevas de piedra. Los que aborrecen
el sol y el aire libre, que olvidan nuestro albergue primi-
tivo —el bosque— se embriagan, entre tanto, en retretes
asfixiantes, con el aroma afeminado de la rosa coqueta y
del soporífero jazmín.
Siempre suspiro por las selvas vírgenes de mis monta-
ñas. Sea este recuerdo el testimonio de que no las olvido.
La guadua es de los vegetales más útiles que ofrece al
habitante de estas comarcas la exuberante flora que nos
rodea, tan pródiga como opulenta. Imaginad un hombre

38
Cuadros de la naturaleza

solo, aislado en medio de los bosques donde quiere fijar


su morada. Sus miradas y su esperanza se fijarán instinti-
vamente en el vasto guadual, donde rumores misteriosos
le embelesan e incitan al trabajo.
Ante todo, necesita habitación. Allí está el material
para la casa, para los postes, las paredes, el piso, el techo,
las tejas, las puertas, las ventanas, los cercos, los zarzos y
mucho más.
Le faltan el moblaje y muchos utensilios caseros de
que no puede prescindir. Pues fabricará armarios, camas,
asientos, mesas, bancos, escaleras, y luego, según su habi-
lidad y gusto, tarros, platos, vasos, ollas, cuchillos, tene-
dores, pipas, canastos, cajas, etcétera.
¿Con qué adornará su casita rústica? Tiene material
a propósito para construir jaulas para aves, macetas para
plantar las hierbas preferidas y un hermoso surtidor en el
patio del jardín; y ¡qué floreros tan artísticos ejecutaría su
hija, con dibujos de colores extraídos de la selva!
Todo es de guadua. Con ella construirá también arcos,
flechas y lanzas, que utilizará en sus frecuentes cacerías;
puentes comunes y arqueados, para salvar arroyos y pre-
cipicios; balsas para recorrer el río; canoas para conducir
el agua a través de las colinas. ¿Puede pedir más?
Con tarros de esta caña fabrican los negros de nuestra
costa del Pacífico un instrumento músico, la marimba, a que
arrancan, en sus noches de jaleo, ayes tristísimos de salvaje
melancolía; quizá reminiscencias de sus chozas africanas.
Los turiones o yemas que se desarrollan del rizoma de
la guadua, son alimenticios y se les come en encurtido; su

39
Joaquín Antonio Uribe

cubierta aterciopelada suele emplearse como pantalla entre


gentes campesinas. Los cañutos contienen, con frecuencia,
agua potable y suave al gusto: único refrigerio, a veces, del
sediento viajero en las vargas ardientes de nuestros valles.
El labrador inteligente debe ver en el guadual de su
cortijo un vasto taller donde se forjan los artefactos de pri-
mera necesidad, y como un depósito inagotable del cual
puede extraer cuanto es preciso para vivir, si no con lujo,
al menos con la modesta holganza y la tranquilidad del
patriarca primitivo.

40
§§ Las pulgas

Coetáneas del pecado original y del pudor —que


fue consecuencia precisa de aquel— son las pulgas. Debie-
ron de hacer su estreno en el teatro de la sociedad humana
en compañía de las tentaciones, sonrosadas y malignas,
resguardándose juntas en las túnicas de pieles de nuestros
primeros padres.
Desde el edén sostienen las pulgas guerra sin tregua
ni cuartel contra el hombre. En ambos beligerantes abun-
dan las condiciones que requieren los pueblos guerreros:
constancia, estrategia, intrepidez. Conozcamos nuestros
enemigos.
El nombre de pila que le impuso a la pulga Linné, pon-
tífice supremo de la ciencia, es Pulex irritans.
Consta en maravillosos pergaminos, sacados a luz del
misterioso archivo de la naturaleza por Fabricio, de Bainville,
Van Beneden, P. Gervais y algunos otros, que el cuadro
genealógico de la pulga es como sigue: tipo de los artró-
podos, clase de los insectos, orden de los dípteros, familia
de los pulícidos.

41
Joaquín Antonio Uribe

Entre los secretos del códice de su raza, que cono-


cemos, gracias a la indiscreción de los zoólogos citados,
llama la atención el ser tan singular insecto díptero áptero;
paradoja anatómica, sin duda, porque tal expresión equi-
vale a esta: es un animal provisto de dos alas y que carece
de ellas. Lenguaje apocalíptico pero propio de la ciencia.
Cuatro transformaciones o estados diversos constitu-
yen la metamorfosis del Pulex irritans, a saber:

1.° El de huevo. La madre pulga pone diez o doce


huevos, que oculta cuidadosamente en el polvo, la ropa
sucia, las hendeduras de los pisos, los nidos de las aves do-
mésticas, etcétera.
2.° El de larva. Los huevos se empollan en pocos días
y nacen unos gusanillos blanquizcos, escuálidos, cilín-
dricos, con sus anillos adornados de pelos. Las hembras
cuidan de estas larvas con solicitud y cariño maternales,
que recuerdan el esmero de las palomas con sus pichones.
3.° El de ninfa. Las larvas hilan y tejen sendas envol-
turas sedosas o capullos en que se encierran y permanecen
cierto tiempo, no adormecidas propiamente sino como
muertas.
4.° El último estado es el de imago. Rompe la pulga su
féretro de seda y aparece trasfigurada, altiva y triunfante;
viste luciente y metálica armadura, y su aspecto osado y
agresivo. Llena de coraje e impulsada por atávico rencor,
empieza desde luego su ruda y arriesgada campaña contra
el hombre. A esta guerra, sostenida ya por sus mayores,
consagra la pulga sus energías y tesón característicos.

42
Cuadros de la naturaleza

La evolución orgánica a que me refiero dura en nues-


tros climas como una quincena.
La pulga es, en razón con su tamaño, el animal cono-
cido que tiene más fuerza; es también prodigiosa su apti-
tud para saltar, y parece que vuela cuando recorre de un
salto algo más de un metro en un plano horizontal. Un
caballo, en la misma proporción, tendría que saltar como
un kilómetro: como del atrio de San Ignacio al de San Juan
de Dios en Medellín, próximamente.
Como inteligentes y educables, las pulgas sobrepasan
lo que nuestro orgullo se digna conceder a los animales
que llamamos con desdén irracionales. Se les enseña, con
provecho ejercicios complicados que se prestan para in-
teresantes espectáculos en el viejo mundo; porque, dicho
sea de paso, tales exhibiciones sólo se conocen en países
civilizados, como Francia, Alemania, Inglaterra, donde
hay ingenio, riqueza y gusto por lo extraordinario; en esta
tierra que nos tocó en suerte, las pulgas sólo nos escue-
cen, nos muerden y nos sangran; aunque sabias, no nos
enseñan.
Una pulga educada, saca agua de un pozo en una vasija
pequeñísima, suspendida de un hilo, mediante un juego de
poleítas, artísticamente dispuestas; una partida de varias
decenas, armadas con lanzas de madera apenas percepti-
bles, se dispersan en guerrilla y hacen variadas evoluciones
militares; dos o más de ellas arrastran con destreza y ga-
llardía una diminuta carroza en que viaja de recreo alguna
señorita pulga con su séquito de amigas, todas presumidas,
pomposas y contentas.

43
Joaquín Antonio Uribe

A pesar de su soberbio árbol genealógico y de sus


humos de aristócrata, emparienta la pulga con un insec-
tillo de ruines antojos y de hábitos plebeyos: la nigua, a la
que denominó Linné Pulex penetrans. Mientras la pulga
se pasea por los hombros condecorados de los sabios y de
los príncipes, o se adormece ebria de sangre sobre el tibio
y albo seno de las reinas, la nigua se establece en los talo-
nes o los dedos de los ociosos, los vagabundos y los pillos.
Mas no seré yo quien la desprecie. Debémosle, los
patriotas, un recuerdo de cariño, y la historia una línea
siquiera en sus páginas de oro. Sabido de todos es la in-
quina de aquel animal por los extranjeros de raza blanca
no aclimatados, y la situación miserable a que estos llegan
invadidos por tan importunos parásitos.
Cuando la causa de la independencia colombiana se
vio, en 1818 y 1819, casi perdida en los Llanos que riegan
el Orinoco y sus caudalosos afluentes, las niguas se decla-
raron contra el rey e incapacitaron totalmente gran parte
del ejército de este para batirse con los bravos insurgen-
tes en la pampa desierta, áspera y caldeada por el sol de
nuestra zona.
Aquellos pequeños enemigos de la tiranía merecen,
pues, nuestra gratitud y un saludo de quien lea estas líneas.
¡Hurra por el Pulex penetrans!

44
§§ Las hormigas
arrieras

En el orden maravilloso de los himenópteros, se cla-


sifica cierto insecto, muy común en las tierras calientes y
templadas, llamado comúnmente hormiga arriera. Perte-
nece al género Oecodoma, de los zoólogos, y se hace notar
por sus devastaciones, ruinosas a veces para el agricultor.
En ellos hay, como en otros artrópodos de la misma
familia, cuatro suertes de individuos: los machos, provis-
tos de alas, encargados solamente de la fecundación de las
hembras, y que, terminada la época de los amores, perecen
todos; las hembras, también aladas, cuya misión es poner
los huevos, concluida la cual se despojan de sus arreos de
insectos voladores y mueren pronto; gran número de obre-
ras, ápteras y sin sexo, que son la inmensa mayoría de esas
hermosas agrupaciones de animales pequeñísimos que
dan ejemplo al hombre, de actividad, constancia y armo-
nía social, y un verdadero ejército de soldados prontos a
sacrificarse por el bien de la colonia. Las neutras son las
que trabajan incansables, las esforzadas y tenaces; las que
mantienen muy alto el honor nacional en el gran rol de los

45
Joaquín Antonio Uribe

insectos; son, en fin, los inteligentes y probos ciudadanos


de esa prodigiosa república que se agita silenciosa bajo las
hierbas perfumadas de los campos, entre las ramas de los
árboles floridos y en la sombra de sus oscuras y subterrá-
neas mansiones.
Elevados y pintorescos montecillos de tierra arcillosa
denuncian, bajo los árboles, la morada artística e impo-
nente donde la Oecodoma cephalotes reside de ordinario,
y que es una vasta ciudad escondida bajo el suelo y defen-
dida por poderosas fortalezas que, con esfuerzo heroico,
construyeron los titanes de ese pequeño pueblo diligente
y valeroso.
El Homo sapiens —así se ha llamado presuntuosamente
el hombre— ha excavado los laberintos antiguos, las cata-
cumbas de Roma, las profundas galerías de las minas de
carbón en Inglaterra, los túneles de los Alpes, y otras obras
de esta clase que son la admiración de la historia; pero es
preciso que sepa que esas construcciones de que tanto se
envanece, al lado de las de los ingenieros himenópteros,
son bagatelas o juegos de niños, si se atiende al tamaño y
la fuerza relativos.
Si abandonamos ahora los encantados palacios de
esa nación viril y enérgica, veremos al través de la pradera
herbosa y húmeda, sus caminos bien trazados, cómodos
y limpios, que conducen al lejano bosque, a la plantación
de algún colono o al jardín de fértil granja.
Por esa senda transitan, ordenadas, las arrieras en
busca de las hojas que constituyen su alimento. ¡Qué dis-
ciplina, qué silencio! Unas mandan, y las demás trabajan

46
Cuadros de la naturaleza

con ardiente afán, porque obedecen a la ley de su raza: el


cumplimiento del deber. A su paso, apenas se estremecen
las florecillas de los lados del camino; unas vienen con la
carga, otras van en su solicitud, y, al encontrarse, se salu-
dan obsequiosas; si una no puede con el fardo que con-
duce, otra más fuerte le presta su ayuda con espontánea y
generosa intervención. Mientras tanto, el rey de la crea-
ción —verdadera bestia hominiana— asesina a su amigo
por arrebatarle una nonada o hacer alarde de valor.
Pasado aquel día, ¿qué habrá sido del frondoso naranjo
o del oloroso limonero, orgullo del huerto y de la arboleda,
donde las hormigas encontraron abundantes provisiones?
El labrador, a la oración, de vuelta a su cabaña, mira su
árbol favorito con despecho y con tristeza: sólo quedaron
el tronco y las ramas, pero ni hojas ni yemas; su silueta es-
queletuda se dibuja melancólica en la semiclaridad del cielo.
El hombre declara entonces guerra a muerte al hor-
miguero, lo arruina, lo destruye. Sin embargo, ese pueblo
modelo, virtuoso y abnegado, sólo ha cumplido con su
deber: la lucha por la vida.
Y en esa lucha batallan, como las hormigas, las abejas,
los buitres, los leones; los seres de la creación, desde la
célula al cetáceo. Todos trabajan armónicamente para llevar
a cabo las altas miras de la naturaleza. Sólo el hombre es
una nota discordante en el sublime concierto, una mancha
en el inmenso cuadro de la vida universal: el rencor, la so-
berbia, la pereza, le apagan en sus sienes los resplandores
de la razón y le hacen odioso ante todos sus hermanos de
la gran familia edénica.

47
§§ Las hormigas
agricultoras

La república de las hormigas es la más perfecta y


maravillosa agrupación de seres animados conocida, como
también la democracia más bien consolidada. En ella de-
bieran ejercitar sus ojeos los que viven a caza de ideales
políticos con que calentar los cerebros de los patriotas
crédulos de ogaño.
Son las hormigas un pueblo de titanes liliputienses que
construyen edificios ciclópeos de la noche a la mañana; de
guerreros que tienen alta idea del honor militar, conocen
la estrategia y libran batallas en que no se sabe qué admi-
rar más, si la disciplina o el valor; de exploradores audaces
que invaden la arboleda y la selva, y vuelven a sus ciudades
cargados con el botín de su fructífera campaña con que
hinchen sus almacenes y depósitos.
Mas sus costumbres sedentarias y pacíficas sorprenden
y embelesan a sus amantes de la naturaleza. Sus industrias
hacen de esa nación, enérgica y laboriosa, el más acabado
modelo de una asociación democrática y altruista.
No desconocen, en efecto, lo que llamamos indus-
tria pecuaria. En sus correrías por los prados, sorprenden

49
Joaquín Antonio Uribe

debajo de las hojas, donde se resguardan de los ardores del


sol, rebaños enteros de pulgones, insectos que secretan un
líquido alimenticio que las hormigas chupan con deleite;
los conducen a las galerías de sus palacios y ahí los guardan
y cuidan en establos apropiados. Este es el motivo por el
cual Linné designaba a los pulgones con la denominación
de Aphis formicarum vacca. También en sus guerras con los
hormigueros vecinos, tras la alegría de la victoria y la humi-
llación de los vencidos, arrebatan a estos los ganados de sus
pesebres, los cuales van a enriquecer sus opulentas greyes.
Pero hay más aún. Las hormigas excavan amplias man-
siones subterráneas; preparan convenientemente el terreno,
que debe ser húmedo y suficientemente desmenuzado, y
luego siembran extensas sementeras de una especie particu-
lar de hongos que, abrigados de la luz que los molesta, pues
carecen de clorofila, y suavemente templada la atmósfera
por un calor vivificante, a los pocos días ofrecen el cuadro
seductor de un hermoso campo cubierto de blancos y se-
dosos filamentos que llevarán la alegría y la abundancia a
los hogares de los laboriosos himenópteros.
La naturaleza dotó a la hormiga de los instrumentos
necesarios para las labores del campo, los que lleva con-
sigo, adheridos a su cuerpo, y consisten en una provisión
suficiente de azadones, horquillas, tenazas, pinzas, tijeras
y algo más. Con estos recursos a la mano, la vida agrícola
es para esos insectos —que jamás conocieron la pereza—
una sucesión de goces, incomprensibles para los que, como
el hombre, han congeniado más o menos con aquel vicio
capital.

50
Cuadros de la naturaleza

Serios y escrupulosos entomólogos han escrito la his-


toria del pueblo labrador que ya conocemos. Pedro Huber,
«el Homero de las hormigas», describió con estilo sen-
cillo sus hazañas guerreras; Dupont de Nemours relató
sus novelescas aventuras; Carlos Bonnet dio precisos de-
talles sobre su astucia y habilidad en la caza de pulgones,
y últimamente, en 1908, G. Bonnier llamó la atención del
mundo sabio sobre sus faenas agrícolas e hizo notar con
especialidad que las plantaciones de hongos no fructifi-
can debido a que el ácido fórmico que dejan escapar las
hormigas impide el desarrollo del micelio o aparato vege-
tativo de aquellas criptógamas.
Todo lo que nos cuentan de las hormigas confirma el
elogio que de ellas hizo Salomón cuando escribió: «Anda,
perezoso, ve la hormiga y aprende a ser sabio».

51
§§ Una república
en un árbol

«¡Viva la república!». Este es mi grito y el de mis


hermanos de la manada, del aire y de las aguas; mamífe-
ros, aves, insectos, peces y zoófitos.
En la naturaleza —obra perfectísima de sabiduría y
de amor— no hay reyes. Monarquías sin soberanos ¿no
es un contrasentido? Más que anticuadas, son inexactas, y
empíricas las denominaciones de reinos animal, o vegetal,
o mineral que se leen en libros viejos o se oyen en boca de
profesores rezagados. ¿Será el hombre rey del primero de
esos grupos, el hombre que palidece ante el escorpión y
la serpiente, y ha deificado al buey y al cocodrilo? ¿Quién
será el rey del pueblo poderoso y pacífico que produce las
flores, encanto de la naturaleza? Y del mundo inorgánico
¿será dueño y señor acaso el oro, el corruptor, que se oculta
en los filones de oprimidas rocas?
En las abejas —que constituyen la más civilizada de
esas pequeñas nacionalidades que un niño con el pie pu-
diera destruir— el mando corresponde a la más sabia y
más valiente. Observaciones rutinarias hicieron creer a los
entomólogos que estos insectos tienen reina: es un error.

53
Joaquín Antonio Uribe

Son, no lo dudéis, republicanos ginecócratas, y es fácil


demostrarlo.
¿Veis aquellos montículos que se engastan en las tor-
tuosidades del viejo árbol del jardín, en medio de los cardos
y los líquenes? Son, nada menos, que una Suiza en minia-
tura: agrupación de ciudades habitadas por un pueblo
viril y enérgico, esteta y laborioso, cuyas costumbres han
preocupado seriamente, en todo tiempo, a los amantes del
saber. Los ciudadanos de esa maravillosa república son las
abejas, que Linné denominó Apis mellifica.
En una colmena —como si dijéramos, en un estado
soberano de la vastísima nación de los himenópteros melí-
feros— hay tres suertes de individuos, según consta de ase-
veraciones fidedignas que han inmortalizado a centenares
de observadores sagaces, desde el poeta de Mantua hasta
Réaumur, Rendu, Hubert y Bonnet.
Las abejas neutras forman la clase trabajadora, indus-
triosa o, propiamente, el pueblo. Ellas son las que recorren
los campos y extraen de las florecillas aromáticas, néctar,
polen y perfumes; las que cuidan y educan las larvas, es-
tudiantina dormilona pero de grandes esperanzas; las que
edifican, vigilan y pelean. Todas a cual más, son sobrias,
diligentes, valerosas; ostentosas de su valer, van y vienen
armadas siempre de dardos matadores.
Las abejas machos son la clase ociosa; útil sólo para
la fecundación; son glotones, inermes, bulliciosos. Inca-
paces de conseguir el afecto de las neutras, sólo aspiran
a una mirada de amor de la augusta presidenta a quien
todos solicitan, pero que no concede sus favores sino a un

54
Cuadros de la naturaleza

predilecto que, con sus compañeros morirá en poder de la


gran muchedumbre que les odia y desprecia.
La abeja madre es el alma de la nación y la que ejerce
el poder ejecutivo; es la única que pone huevos, fecun-
dada apenas una vez y productora durante mucho tiempo
—por partenogénesis— sin el concurso de los machos ma-
ridillos desamorados y fríos. Esta abeja también llamada
maesa, es respetada por todo el enjambre e incondicional-
mente obedecida, como que es la esperanza y orgullo de
la colonia, que se desarrollará precozmente en el jardín,
merced a los vientos tibios, a las auroras esplendorosas, al
calor vivificante.
¿Cómo llegó al poder supremo esa afortunada señora
de los aires? ¿Sería que lo heredó, como ciertos chiquillos
que en las escalas de los tronos juegan con la suerte de los
pueblos como con burbujas de jabón? No lo creáis.
Pasados los funerales de la maesa muerta, las nodrizas
que han dirigido y enseñado a las larvas, escogen algunas
de estas, que sobresalen por sus dotes físicas y quizá inte-
lectuales; les dan una alimentación apropiada y exclusiva y,
probablemente, lecciones de moral, virtud y patriotismo.
Estas larvas se desarrollan, no como neutras estéri-
les, sino como verdaderas hembras, fecundas, hermosas,
dominantes. La primera que se presenta ante sus conciu-
dadanos quiere asumir el mando del estado; pero otras
—condiscípulas y amigas— tienen la misma aspiración y
se declaran como verdaderos candidatos a la presidencia,
haciendo uso de legítimos derechos consignados en incóg-
nito pero tradicional pacto de unión de la nación apiana.

55
Joaquín Antonio Uribe

Nobles; generosas y justas, las rivales no provocan la


guerra civil en un pueblo que ama la paz y lo espera todo
del trabajo. Ellas solas entrarán en la liza, y decidirá del
éxito una lucha a muerte.
Prepárense a la lid, previenen los acerados aguijones
y empieza el combate.
Al fin, una queda victoriosa; alrededor están tendidas
en el campo sus competidoras; el pueblo hasta entonces
espectador silencioso prorrumpe en aclamaciones entu-
siastas, y la vencedora toma posesión del mando.
Esta es la verdadera república, sin imposiciones, sin
fraudes, sin promesas vanas: en la lucha de las aspirantes
deciden el valor y el mérito personal —¿quién les negará el
derecho de ser personas?— y nunca la astucia ni la mala fe.
Si las sociedades de abejas fueran monarquías, la
larva procedente del primer huevo de la madre común,
sería la heredera, la presunta reina, u otra quizá preten-
diente a la corona por su sangre real o —como dicen los
aristócratas— azul.
Este pueblo demócrata que, prescindiendo de la lucha
caballeresca y épica de las hembras que aspiran al poder,
jamás tiene guerras civiles; que en las internacionales, de
colmena a colmena, se muestra fiero, incontenible, he-
roico; que respeta y apoya el gobierno maternal y suave de
una hembra valerosa; que desconoce la ociosidad y tiene
por letra de su escudo este mote: laboremus; este pueblo,
digo, es, francamente, más civilizado y cuerdo que las re-
públicas humanas; más digno de admiración y de respeto.

56
§§ Los nidos

Un nido no es más, si se le considera bien, que la se-


ductora mansión que construyen dos aves que se aman para
vivir solas y más tarde cuidar, enamoradas, de sus pollue-
los. Ya sea en lo más escondido del rosal en flor, ora bajo
las amplias hojas del sonoro plátano, o bien en la espesura
del matorral perfumado, aquellas dichosas parejas fabrican
sus casitas aéreas con tal arte, con gusto tan delicado, que el
hombre se complace en admirarlas con estremecimientos
de anhelo, pero es incapaz de ponderar su mérito. Esos pa-
lacios en miniatura, sin sujeción a las leyes del dibujo, de un
orden arquitectónico, especial y fantástico, son la manifes-
tación explícita de los festivos devaneos característicos de la
naturaleza, que se enloquece con el amor, señor de lo creado.
Verdad es que el sentimiento estético no es igualmente
refinado en todas las aves: pero eso mismo hace que la va-
riedad casi infinita de sus construcciones proporcione las
más gratas sorpresas al hombre contemplativo.
Cada especie de aquella maravillosa clase de animales
tiene un estilo propio para fabricar su nido, y en ello se

57
Joaquín Antonio Uribe

ocupa cuando llega la época de la excitación genésica, con


todas las energías y constancia que tan seria tarea requiere.
Desde el más humilde y primitivo asilo para su prole,
hasta el más lujoso y complicado, el pueblo del aire exhibe
todas las gradaciones progresivas tendientes a un ideal
perfecto.
Veámoslo.
El avestruz —Struthio camelus, de los zoólogos— ave
corredora del desierto, es el constructor menos artista.
Grandullón y desgarbado, es también inhábil y tosco. Lle-
gado el tiempo de la reproducción, cava con sus patas en la
arena una cavidad donde deposita sus huevos, que el sol se
encarga de incubar mediante una atmósfera caldeada, casi
incandescente, pues la madre los abandona y casi siempre
los olvida.
El gorrión americano (Zonotrichia pileata) coloca su
nido en medio de las ramas, a modo de una semiesfera de
pajas entretejidas cuidadosamente con tallitos flexibles y
hierbecillas menudas. El mayo (Turdus ignobilis) común en
los alrededores de Medellín, hace el suyo de tierra húmeda
entremezclada con briznas de hierba y raicillas fibrosas, el
cual se endurece como un cacharro de arcilla. Ha dado el
ave ya un paso de progreso en el arte de las construccio-
nes caseras.
Un pajarillo tenuirrostro, verdadera maravilla de la
creación por su belleza, el colibrí (Amarilla piefferi) se
distingue por el esmero, delicadeza y buen gusto con que
edifica su retrete de amor en la extremidad de una hoja os-
cilante o en la penumbra misteriosa de un ramo florido. Es

58
Cuadros de la naturaleza

una copa realzada interiormente con la borra sedosa del


balso o la nívea del algodonero y, que cuando duerme en
ella la pareja de desposados, parece rebosante de piedras
preciosas, rubíes, topacios, granates, esmeraldas.
Hay pájaros que construyen sus nidos colgantes
como hamacas, y se deleitan en dejarse mecer pausada-
mente durante las noches de luna, soñadores y tranquilos.
Uno de ellos es el turpial de nuestras arboledas (Icterus
melanopterus) el cual suspende su vivienda casi siempre
bajo la umbrosa hoja del banano, entretejida de pajillas
finísimas; desde ella deja escapar, en las mañanas serenas,
melodías vehementes, de infinita ternura. Otros, son los
gulungos (Cassicus cristatus) que forman en los climas cáli-
dos verdaderas colonias, ciudades aerostáticas consistentes
en centenares de nidos suspendidos de algún gigantesco
carbonero: desde lejos se les mira en pintoresca agrupa-
ción como lámparas que cuelgan del techo de un palacio
de hadas montañesas.
Viven en los contornos del Cabo, en África, unas aveci-
tas particulares de esa región, que los franceses denominan
republicanos —científicamente Loxia socia— que fabri-
can sus casas de un modo excepcional. Se reúnen miles de
parejas y, de común acuerdo, eligen un árbol y construyen
alrededor de su tronco, con juncos entrelazados de hier-
bas y de pajas, una especie de parasol o techumbre en cuya
periferia se muestran las puertas de los cuartitos donde
mora aquella multitud de demócratas ciudadanos del aire.
Finalmente, es un prodigio de belleza el grácil nido
de un pajarillo del Asia, el Sylvia sutoria de los autores.

59
Joaquín Antonio Uribe

Como le persiguen ordinariamente enemigos voraces y


fuertes, le es preciso esconder su habitación a las miradas
de aquellos, ávidas, feroces. Vuela a un algodonero, recoge
cierta cantidad del vello textil, hila una parte valiéndose
de las patas y del pico; con estos, cose con precisas bastas
una hoja resistente con otra adherida a un árbol, y forma
así una especie de cucurucho cuyo fondo rellena con los
residuos de algodón. Es un eremo donde podrá entregarse
con su amada a los goces íntimos de sus etéreas bodas.
Paréceme que este artista volador ha llegado casi al
límite del ideal a que aspirarán los arquitectos de la gran
nación alada.

60
§§ El perico-ligero

Y ¿conoces el perico-ligero?
—Vaya si le conozco; le he observado con mucho in-
terés por cierta afinidad que tiene…
—Con los colombianos… ¿ibas a decir?
—Cabalmente, con nosotros.
Así discurríamos mi amigo, J. M. Mesa Jaramillo y
yo, y tal fue el origen de este corto boceto biográfico del
más peregrino, antisocial y digno de lástima de nuestros
mamíferos indígenas.
El perico-ligero es llamado también perezoso y, en las
colonias francesas, unau. Científicamente se le denomina
Bradypus, género en que hay dos especies, B. didactylus y B.
tridactylus, nombres, en verdad, tan revesados como ridículo
el bicho que designan. Pertenece al orden de los desdenta-
dos, agrupación de animales tan deslucidos y extravagantes,
que nuestro perico es, entre ellos, un antinoo que los pas-
mará con sus gallardas formas. Figuran en tal grupo: el oso
hormiguero, «el diablo» de los cuentos montañeses, que
carece en absoluto de dientes; el armadillo o gurre, envuelto

61
Joaquín Antonio Uribe

en una clámide inflada y córnea que le da el aire de un es-


pectro, que sólo tiene molares, y nuestro perezoso austero
monje de la selva, que está provisto de molares y caninos.
En épocas anteriores a la actual —durante el periodo
cuaternario de los geólogos— existieron en este continente
varias especies de desdentados, entre los cuales sobresa-
lió un gigante de ese monstruoso pueblo, el megaterio,
del tamaño del elefante y verdadero armatoste de huesos
raros, deformes e irregulares, ya que sólo su esqueleto nos
exhibe la naturaleza.
El perico-ligero es del tamaño de un gato y de color
castaño pardo; la cabeza es arredondeada y pequeña; los
miembros anteriores mucho más largos que los posterio-
res, y todos están terminados por dedos armados de uñas
fuertes y ganchudas; las tetas son pectorales como la de
los monos y murciélagos. Vive en nuestros bosques vírge-
nes, crónicamente atacado de basofobia y suspendido de
las ramas de los árboles, donde puede moverse con algún
desparpajo, pues cuando se halla en tierra, adonde suele
caerse, por cansancio de los músculos flexores de las ex-
tremidades, casi no puede variar de posición, y presenta
el aspecto más estúpido y grotesco imaginable.
El desdentado héroe de esta humilde historia es noc-
turno o, más bien, amigo de la sombra y del misterio del
boscaje; sencillo en sus costumbres y régimen alimenticio;
inofensivo como los demás representantes de su familia;
llorón como un niño, por lo cual lanza, repetidas veces,
dolorosos ayes que turban la soledad y la entristecen; un
buen sujeto sin duda alguna.

62
Cuadros de la naturaleza

Jamás falta al respeto —a sus compañeros y amigos—


pero tampoco adula o lisonjea a nadie; agradece las mues-
tras de deferencia y cariño, y corresponde con el desprecio,
arma de los impotentes y de los apáticos, al que se atreve
a ultrajarle. Lo que le interesa es no bajar de su rama ve-
nerada, de donde se colgaron sus mayores, y donde come
y come hojas y más hojas que tienen, para él, sean cuales
fueren, el sabor de las de laurel, el árbol sagrado de Apolo,
emblema de la gloria. Nada le mortifica ni le inquieta, y,
feliz en lo más hojoso del arbolado exuberante y opíparo,
espera tranquilo.
¿Espera qué?
¿Será que aspira, en su sueño perdurable, a suplantar
al cóndor en nuestro escudo épico, terrible?

63
§§ Los tardígrados

Natural repugnancia siente uno por aquellos que


son amigos de contradecir y exagerar. Los tales son bien
enfadosos y bastante frecuentes en el trato humano. Y te-
nemos el prurito —cuanto a mí, Dios me lo perdone—
de llevar las cosas a los extremos. No se escapan de ello los
naturalistas. Linné no tuvo inconveniente en colocar en
su orden de los primados o mamíferos superiores, a ani-
males tan distintos como el hombre, el mono, el murcié-
lago y el perezoso. Parece una paradoja de la ciencia: el
perico-ligero no sólo es nuestro amigo, sino también pa-
riente muy allegado.
Viene luego Cuvier, y considera que aquel melancó-
lico tardígrado es el ser más desgraciado de la naturaleza.
¿No es esto el otro extremo?
Yo que le amo; que le dediqué una página de mi libro,
y que tengo con él mis entronques por aquello de «un cai-
miento del ánimo en el bien obrar», no he podido olvi-
darle. Pienso que es un gran personaje y, francamente, soy
en esto más linneano que cuvierista.

65
Joaquín Antonio Uribe

Me afirma en mi opinión sobre la importancia de aquel


mamífero, la hermosa carta que recibí de mi distinguido
amigo el doctor Emilio Robledo, con la cual quiero cerrar
esta serie de mis Cuadros.
Perdóneme quien esto lea el atrevimiento de mezclar
con mi humilde prosa los sabios conceptos, en galano estilo
enunciados, del distinguido médico que, como yo, pero
con más erudición, estudia la naturaleza.
Prescindiré de algunos párrafos que me honran de-
masiado, y frases que no merezco.
«Fernández de Oviedo —dice el doctor Robledo—
que escribió la Natural Historia de las Indias, hace una
muy curiosa descripción del perico-ligero y, entre otras
cosas, dice lo siguiente: “Tienen de ancho poco menos
que de largo, y tienen cuatro pies, y delgados, y en cada
mano y pie cuatro uñas largas como de ave, y juntas; pero
ni las uñas ni las manos no son de manera que se puedan
sostener sobre ellas”.
«Para terminar, dice: “Y se está en el árbol ocho y
diez y veinte días y no se puede saber ni entender lo que
come; yo lo he tenido en mi casa, y lo que supe compren-
der de este animal es que se debe mantener del aire, y de
esta opinión mía hallé muchos en aquella tierra”.
«Como usted ve, nuestro naturalista le da cuatro uñas
para cada extremidad; pero supongo que no merece mucho
crédito quien asegura que ese feliz mortal se alimenta de
aire. Ya tendríamos para filosofar largamente si, en los tiem-
pos que corren, tan agitados para conseguir el pan nuestro
de cada día untado con manteca, se pudiese encontrar un

66
Cuadros de la naturaleza

cuadrumano que, con sólo inflar sus bofes de aire, le bas-


tase para vivir y perdurar.
«Mejor observador el padre Simón, el que escribió
las Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme,
dio del perezoso lo que, a continuación, me permito tras-
cribirle: “Consideré en él mil cosas en estos días que me
le trajeron a mi celda, aquí en Cartagena, porque acertó
a ser hembra y venir preñada, y habiendo parido un solo
hijuelo bien parecido a la madre, advertí no tenía tetas con
qué criarlo, siguiendo en esto la naturaleza de los micos
—de que hay también innumerables y de muchas suertes
en estos países—; dábale de comer con la boca frutas y de
lo que ella comía, a cuyo cuello estaba asido el melendri-
llo, ya por la parte del pecho, ya de las espaldas, con tanta
fuerza que parecía exceder a su edad la que en esto ponía.
Sube a los árboles frutales, donde es su ordinaria estancia,
por ser de que se mantiene, y nunca baja por donde subió,
sino se deja caer a peso para pasar a otro árbol, porque no
es de su naturaleza bajar sino subir, que esto hace muy bien
con su paso flemático y doce fuertes uñas que tiene, tres
en cada pie y mano”.
«En efecto, haciendo mejor recuerdo del que yo había
visto, puedo asegurarle que tenía tres uñas largas en cada
extremidad y una más pequeña que no le sirve para la
prehensión».
«Perrier, el director del muséum de París, hace la cla-
sificación completa de los perezosos, y al hablar de los bra-
dipodados, dice más o menos lo siguiente: B. tridactylus.
Son los perezosos con tres uñas en todos los miembros.

67
Joaquín Antonio Uribe

Las tres uñas amarillosas muy puntiagudas y arqueadas,


no tienen otra función que la suspensión. La forma típica
se encuentra en el río Uruguay y en el San Francisco. Exis-
ten variedades tales como las siguientes: B. torquatus,
con un collar; B. cuculiger, con un hermoso capuchón; B.
castaneiceps, o sea con cabeza de castaña, y B. infumatus.
No hay B. didactylus.
«Excuse usted que le haya molestado con esta larga
epístola, pero tenga por cierto que todo esto no tiene otro
objeto que el interés que tengo siempre por las cosas que
se relacionan con la naturaleza».
Hasta aquí el doctor Robledo.
En mi colección sólo conservo —número 8— el
cráneo del animal curiosísimo que tanto ha hecho diva-
gar a antiguos y modernos, y además, una de sus extremi-
dades, que tiene dos largas, ganchudas y fuertes uñas, y un
malísimo croquis que dibujé al conocer el interesante des-
dentado y en él figura con dos uñas. ¿Tendrá razón Perrier?

68
§§ La gran bestia

No es la que describe Juan de Patmos «semejante a


un leopardo, y sus pies como los del oso, y su boca como
la del león»; pero, a pesar de ello, tiene algo de apocalíp-
tico: el misterio ha velado también la historia de la gran
bestia de los Andes.
En un alto recuesto de la gigante cordillera, entre ma-
torrales descaecidos y enanos, se percibe la huta escueta
del cazador indio. Es de noche: el huracán de la montaña
aúlla lastimero en las grietas del resquebrajado granito;
alrededor se alzan los erguidos frailejones como espec-
tros escapados de un monasterio de neblinas; la hoguera
despide agudas llamas, cuyo resplandor centellea y se des-
vanece en el seno de la bruma; los cazadores, al amor del
fuego, cuentan historias asombrosas, que hacen erizar el
pelo, que hielan hasta la médula de los huesos.
De repente, escuchan un extraño ruido entre las en-
lazadas malezas: todos palidecen y ni aún se atreven a mi-
rarse; una sombra aparece entre los árboles, grande como
la silueta de un caballo inmenso; y sigue, sigue lentamente
hasta perderse allá muy lejos.

69
Joaquín Antonio Uribe

«¡La gran bestia!», dicen con terror los montañeses,


enmudecen y aguardan. Creen ver aún el hórrido vestiglo.
Mas no es la primera vez que se muestra este fantasma
en la soledad de los Andes: ya le vieron sus mayores desde
tiempo inmemorial. El mismo: negro, intangible, formi-
dable. Es, afirman, el alma de uno de sus antiguos jefes
que vaga inconsolable por la fuga de sus dioses, de aque-
llos que habitaban en los lagos azules de las cimas excelsas
y en las grutas ocultas de sus montes. Viene a anunciar las
desgracias que han de acaecer sobre la ya casi extinguida
raza india: las deidades de su nación, ofendidas, se recrean
en la maldición y la venganza.
Tal es la fantástica leyenda emanada del tapir o sea la
danta. El resentimiento de un pueblo humillado; el miedo
perturbador e ignaro, y la poesía salvaje, se aunaron para
hacer de este tapirio un ser sobrenatural y dañoso, cuando,
efectivamente, no es sino un cuadrúpedo del tamaño de
un asno y de genio sosegado y manso.
El Tapirus pinchaque —así le denominan los zoólo-
gos— es el más corpulento de los mamíferos colombianos,
pues tiene, próximamente, 1,50 metros de longitud, desde
el hocico hasta la extremidad de la cola, que es casi nula, y
0,80 metros de altura; el color es negro uniforme; tiene 6
incisivos y 2 caninos en cada mandíbula; 14 molares en la
de arriba y 12 en la inferior; los pies delanteros están pro-
vistos de 4 cascos o «uñas», y los posteriores, de 3; pero el
carácter dominante es la trompa, de aire borbónico, en que
termina la nariz, que le da cierto parecido con un lejano
pariente, el elefante. Habita la danta en las grandes alturas

70
Cuadros de la naturaleza

sobre el océano. El cráneo que conservo en mi colección


procede del páramo de San Félix, no lejos del de Herveo.
Entre otras tres especies conocidas —dos de América y una
de la India— es notable el Tapirus americanus, de mayor
tamaño y propio de nuestras llanuras ardientes.
Sabido es que el león, Felis leo, es el señor del pueblo
mamífero africano, por su valor y fuerza. Me parece que
el tapir, que carece de la ferocidad del jaguar, Felis onza;
de la testarudez del saíno, Dicotyles labiatus; de la gro-
sera mímica del mono, Mycetes seniculus: de la timidez
del venado, Cervus rufus y posee, por otra parte, humos
de grandeza e indiscutible seriedad, es el llamado a asumir
el mando como jefe de las vastas punas de los Andes; y,
probablemente, sería un presidente bonachón y honrado,
muy simpático a los ciudadanos peludos de aquella nebu-
losa y frígida república, quienes, casi por unanimidad, le
honrarían con sus sufragios.
También yo le daría mi voto, si no fuera por ciertos
escrupulillos que me asaltan, en mi calidad solariega de
Homo sapiens, que, decididamente, me lo impiden.
Pero el tapir es la gran personalidad de los páramos
andinos.
Lo que sí confiaré a mis lectores —pues soy ene-
migo de misterios— pero con la debida reserva, es que la
«uña de la gran bestia» es un específico médico sin igual:
cura de todos los achaques, aún de la muerte misma.
Así me lo aseguraron unos cazadores indios, en su
huta salvaje, al amor del fuego.

71
§§ Un congreso
en la selva

La civilización del siglo xx es problemática, a mi


ver. Si es cierto que los salvajes se dan a conocer, a natura-
listas y viajeros, en que viven desnudos, se pintan o tatúan
la piel, se adornan con pieles y plumas e imitan cuanto ven
hacer a los demás, no sé por qué rehuimos aquella deno-
minación que, francamente, caracteriza nuestra época y
costumbres.
Que entre nosotros —los civilizados— en estos
tiempos de megalomanía e intransigencia, hay personas
que tienden a andar en cueros, a pintarrajearse el rostro y
que parece gustan del estado primitivo en cuanto a toilette
y otras cosillas, no entraré a demostrarlo, porque no quiero,
pero ello es una verdad zoológica axiomática.
Y así también, los monos u hombrecitos de nuestras
montañas.
Los primados de la tribu de los cebinos —que son
nuestros compatriotas— no merecieron entrar, en la cla-
sificación de Linné, en el género Homo por varias razones,
en que son principales: tener cuatro molares más que los

73
Joaquín Antonio Uribe

antropoformos del antiguo continente y estar provistos


aquellos de cola muy larga y prensil. Sin embargo sobresa-
len en inteligencia, malicia y vivacidad; son, nada menos,
que unos pequeños salvajes, refractarios casi siempre a
la vida civilizada, pero amigos de imitar cuanto llama su
atención.
Mencionaré unos pocos.
El mico (Cebus tariegatus) es el más inquieto y tra-
vieso de nuestros cuadrumanos; es en extremo petulante
y remeda con gracia las acciones ridículas del hombre, del
cual se burla con sin igual descaro; es, además, bullicioso
y chillón.
El marimondo (Ateles belzebuth) es de color azam-
bado o negro sucio; sus brazos son muy largos, el cuerpo
delgado y ágil, y carece de pulgar en las manos anteriores.
El mono colorado o aullador (Mycetes seniculus) es de
aspecto seriote y respetable, barbado y con ciertos rasgos
que lo asemejan a un anciano de nuestra especie; su grito,
fuerte y retumbante, ha sido comparado al de cierto cé-
lebre griego que asistió al sitio de Troya, cuya voz, dice
Homero, equivalía a la de cincuenta hombres reunidos.
El mono aullador goza de indiscutibles dotes oratorias:
declamación dantonesca, modales arrebatados y dominan-
tes a lo Mirabeau, verbosidad y afluencia castelarianas. Es
el tribuno del pueblo cebino, espontáneo, fiero, incansable.
Sus asambleas son altamente recreativas. Es en lo más
agreste y tupido de un espeso guadual; el sol apenas deja
medio penetrar sus rayos ardientes por entre las gigantes
gramíneas; el bosque está silencioso y sólo los pájaros dejan

74
Cuadros de la naturaleza

oír suave canto y fuerte aleteo al despedirse de sus nidos


para ir a sostener la lucha por la vida en las florestas. Los
monos están reunidos y tranquilos; son varias decenas, y
va a empezar la sesión.
Uno de ellos, el decano de la tribu, avanza hacia el
medio y ocupa el puesto de honor: es el presidente.
Es tanta la seriedad de la manada y tal su aire de impor-
tancia, que nuestros hombres públicos se sentirían alelados
y sobrecogidos en su presencia. La arenga presidencial es
larga; parece que se trata de un asunto de mucho interés,
algo como una ley sobre la libre emisión del pensamiento
símico; su voz, sus gritos, sus aullidos, se oyen a cinco ki-
lómetros de distancia. El bosque está en expectación.
Los oyentes han permanecido callados, pero la elo-
cuencia del orador les conmueve, exalta y electriza. De
repente todos dan agudos y largos chillidos, se entusias-
man, y luego… sin más ni más, se disuelven silenciosos, se
pierden en la selva. No resolvieron nada.
¿Imita el mono al hombre o, al contrario, este toma
lecciones parlamentarias del vocinglero cuadrumano?

75
§§ Paisajes de los Andes

La naturaleza es una doncella de atractivos que


embelesan, seducen y enloquecen al que la corteja con es-
píritu contemplativo y corazón ardiente. Pero, a la vez, es
una maestra cuyas enseñanzas son altamente útiles, pues
llevan a la mente las ideas más nobles y despiertan o ex-
citan en nosotros sentimientos que dormían o estaban
aletargados.
El amor a Dios y a sus criaturas es consecuencia de las
enseñanzas de la maestra naturaleza. Para convencernos
de ello no es preciso sino abrir el corazón —sin rebeldías,
eso sí— al ritmo cadencioso que se escapa del universo,
el cual sentimos estremecerse, desde el centelleo de los
astros hasta la agitación del polen de las flores. Todo está
en movimiento, movimiento que engendra una explosión
de aromas y de himnos que sólo caben en el templo infi-
nito de la creación.
El convencimiento de que nada hay muerto en la na-
turaleza, nos hace amar los campos desiertos, los paisajes
agrestes, los animales, las plantas, los seres inorgánicos;

77
Joaquín Antonio Uribe

de tal modo que no hay nadie, dotado de alguna cultura,


que no guarde reminiscencias gratas de sitios —indiferen-
tes para otros— donde ocurrieron sucesos más o menos
dulces, tal vez dolorosos, de su propia existencia.
¿Quién no recuerda el lugar de su nacimiento, sea una
ciudad, una aldea, aún una barraca, abandonada o ruinosa?
Yo, por mi parte —y perdonadme que de mí trate: es
un corto desahogo— pienso cada día en el valle donde vi
la luz por vez primera: frío, alegre, tallado como un nido
de cóndores entre los riscos de una montaña andina; creo
ver su río bordado de robles, dragos y sietecueros, y las va-
cadas que pacen en prados perfumados que salpican vio-
letas blancas, salvias azules y ranúnculos de oro; oigo el
canto de las aves que escuché de niño: caseros gorriones,
festivos cucaracheros, melancólicos chilcaguas…
¿Quién ha olvidado esas noches estrelladas y serenas
de los climas cálidos cuando, al compás de cantares mon-
tañeses, soñábamos u oíamos en el fondo del misterioso
platanar rumores extraños que llenaban el corazón de so-
bresalto? La luz de la plena luna se refleja en las lustrosas
hojas del gigantesco plátano, cuya silueta se perfila en el
fondo azulino del firmamento y nos parece ver como un
bosque de palmeras. En la playa cercana se destacan los
totumos, de tronco retorcido, sinuoso y casi enano; se-
mejan ancianos decrépitos y abatidos bajo el peso de un
mundo de parásitas.
Más lejos se ve una agrupación de carboneros en la
orilla de un pequeño torrente que, después de descen-
der como una cinta de espuma por breñas casi verticales,

78
Cuadros de la naturaleza

abandona su rapidez vertiginosa y se entretiene saltando


y gritando en una playa.
Los erguidos árboles parecen pabellones de verdura
bajo los cuales se bañan a estas horas las ninfas que moran
en las cuevas de los peñascos y en lo más oculto de las fron-
dosidades de la selva. Hasta creemos escuchar, por entre
los murmurios del torrente, su alegre canto y argentina risa
que dejan escapar mientras descubren ante el misterio de
la soledad y de la luna sus desnudeces de alabastro, medio
veladas por sus cabelleras negras como las alas de los tur-
piales que ahora duermen en sus nidos.
¡Y qué hermosas son las mañanas en los mismos
climas! Soplan las brisas perezosas pero inquietas; escú-
chanse los ecos del rumoroso torrente en la quebrada de
la montaña; revolotean las mariposas y libélulas; cantan
bandadas de pájaros enamorados y artistas; calienta el sol
y zumban los insectos. Esta es la fiesta de la naturaleza. Al
lado de la casa se extiende el huerto; cerca al perfumado
limonero, en medio de jazmines fragantes y olorosas alba-
hacas, esparce en el ambiente el chirimoyo sus aromáticos
efluvios que rivalizan y vencen, en suavidad de sus esencias,
a todos los demás. Esa infinita variedad de embalsamadas
emanaciones unidas a las que se desprenden, en el cercano
rastrojo de los salvios y churimos, dan a la atmósfera que
se aspira en los pliegues profundos de los Andes, un aroma
especial, característico y deleitoso en sumo grado.
Es el aliento casto y dulce de la naturaleza.

79
§§ El murciélago

¡El murciélago! Camilo Antonio Echeverri me per-


done el desacato: un mismo nombre llevan su inmortal
artículo —gloria de la literatura de la montaña— y estas
pobres líneas que se deslizarán casi sin ruido, lentas e ig-
noradas hasta unirse con el torrente de las frases de aquel,
cristalinas y sonoras, despeñadas ya en espumosa cascada
desde las alturas de su genio.
¿Conocéis el sombrío quiróptero? Es un pobre ani-
malejo, especie de brujo cargado de hechizos y maldicio-
nes que le han conducido a la picota del ridículo. Ha sido
desde la Antigüedad, y continúa siendo, un problema in-
descifrable y, por añadidura, algo como una encarnación
satánica.
Moisés, que bebió la sabiduría primitiva en los tem-
plos egipcios, le consideraba como una ave, ave impura.
Aristóteles le miraba como pájaro nocturno; raro, por
no tener cola ni plumas y sí alas muy desarrolladas.
Plinio se asombraba al considerarle como ave vivípira
y mamífera.

81
Joaquín Antonio Uribe

Spallanzani suponía que el animal de que trato tiene


un sexto sentido que le guía en las tinieblas.
Y mil delirios más que llevaron el misterio en pos del
alado mamífero, ciudadano de la oscuridad, de las ruinas
y el espanto.
Con el trascurso del tiempo se desvanecieron las extra-
vagancias de los filósofos, de suyo estrambóticos y supers-
ticiosos. Carl von Linné vio el murciélago, le compadeció
quizá y creyó conveniente encumbrarle, nada menos, hasta
el grupo de los antropomorfos. Allá está el fantástico vo-
lador pilífero en la clasificación linneana, al lado de los
hombres de la selva y del mismísimo animal implume bipes
de Platón. A nuestro altísimo asiento le condujo con su
pluma el gran naturalista. Allí se le vio tranquilo.
Es, pues, el murciélago, un remedo de hombrecito
enano, liliputiense; peludo y sin cola como los monos su-
periores; con manos perfectas con que pudiera manejar el
lápiz y escribir su historia sombría y misteriosa. Su hembra
es una mujercilla grotesca, de arredondeados senos con que
amamanta su hijuelo, a quien abraza estrechamente como lo
haría una nodriza; sus alas elásticas la cubren como amplia
mantilla negra, de pliegues característicos y undosos.
Mas no permaneció largo tiempo en su puesto de honor
el extraño, semidiabólico avechucho. Jorge Cuvier, el pri-
mero, le degradó hasta el escalón de las fieras; pero hoy se le
puede clasificar así: tipo de los vertebrados, clase de los ma-
míferos, orden de los quirópteros, familia de los vampiros.
Se conocen más de trescientas especies de murciélagos
esparcidos por toda la tierra. Se les halla hasta en regiones

82
Cuadros de la naturaleza

que, como la Nueva Zelandia, carecen en absoluto de otros


mamíferos.
Entre las muchas especies que enriquecen la fauna co-
lombiana, es notable el Phyllostoma spectrum o vampiro
cuyo distintivo especial es un apéndice en forma de hoja
lanceolada que lleva sobre la nariz. Es frugívoro y abunda
en nuestros valles ardientes. Una costumbre le ha hecho
célebre: ataca de noche a otros animales y aún al hombre,
y les chupa la sangre, líquido a que es en extremo aficio-
nado. A esta circunstancia debe su nombre de vampiro.
Según una leyenda, popular en Hungría y Grecia, es
vampiro un muerto que abandona a media noche el cemen-
terio y, silencioso y voraz, va en busca de los vivos que duer-
men a esa hora, les abre las venas y sorbe su sangre hasta
quedar saciado; luego regresa a su lecho de tierra y perma-
nece en su condición de cadáver hasta la noche siguiente.
¿Será esta conseja sólo travesura de la imaginación de
los antiguos pueblos? ¿Será, más bien, representación sutilí-
sima del avaro, del agiotista que exprime al desdichado que
apresan sus uñas y absorbe hasta la médula de sus huesos?
No podré decirlo. Sólo sé que en nuestras oscuras ten-
duchas, en escondrijos tenebrosos, hay vampiros de dos
géneros: unos que chupan la sangre y otros el trabajo de
las víctimas que adormecen con su fúnebre aleteo.

83
§§ Un mundo invertido

Australia es una comarca semifantástica sin duda;


es una creación al revés.
Si de América avanzamos al oriente, se acrecientan las
maravillas, que por todas partes hallaremos; las de Persia,
de Arabia y de las Indias, son muy pobres al compararlas
con las de aquel extenso y casi ignoto mundo que se des-
pliega rodeado de archipiélagos de madréporas y coral, y
arrullado por brisas saturadas de las esencias embriaga-
doras de los árboles de especias: la canela, la pimienta, el
clavo, la nuez moscada, que excitan, adormecen y alucinan.
Hasta el descubrimiento mismo de la Australia lleva
el sello de lo extraordinario. Se la vio por primera vez re-
flejada en la luna, a modo de ninfa novelera que se mira a
hurtadillas al espejo y se esconde luego a las miradas in-
vestigadoras que la buscan; sólo muchos años después, los
viajeros la encontraron, coquetamente recostada entre es-
pumas en las soledades del Pacífico.
Aquella tierra es un mundo de contradicciones.
Cuenta S. Arago, que «cuando graniza, los granos no son

85
Joaquín Antonio Uribe

redondos, cuadrados ni poligonales: son placas de hielo,


a menudo anchas como la mano, que caen con la rapidez
de una piedra tirada por robusta mano» («Viaje al rede-
dor del mundo», pág. 466).
Su vegetación es aún más extraña. En sus selvas se ven
árboles en que el plano de las hojas es siempre vertical, no
horizontal como es la regla que rige la vida de esos seres:
abundan acacias sin hojas —figuráos un pisquín sin ellas—
en que las innumerables folíolas se han reducido a un fi-
lodio o lámina sencilla, estrecha y larga; se hallan árboles
cuya madera resiste a la acción poderosa del fuego y no se
carboniza nunca; también se encuentran plantas cuyos
frutos, parecidos a cerezas, tienen interiormente la carne,
suave azucarada, y al exterior el hueso; las flores, general-
mente, son bellísimas y cargadas de néctar delicioso, pero
carecen de perfume ¿Quién explicaría tamaño desconcierto
con la flora del resto de la tierra?
De las plantas más interesantes, son los Eucalyptus, que
pueblan casi todo el continente. Hay más de cien especies y de
ellas citaré las que más me llaman la atención; el E. globulus,
árbol de adorno, de madera excelente, reconocidamente
medicinal; E. gunei, produce una especie de cerveza me-
diante la fermentación de su savia; el E. piperita, da un
aceite esencial análogo al de la menta; el E. resinífera, es
famoso por una gomo-resina que deja exudar su tronco; el
E. robusta se distingue por la buena calidad de su madera
y por una especie de maná que se escapa de su tallo.
Si examinamos los animales, la sorpresa irá en au-
mento. Al contrario de lo que pasa con los nuestros, los

86
Cuadros de la naturaleza

perros australianos (Canis dingo) no ladran nunca y son


de color rubio dorado; los demás mamíferos son o mar-
supiales, en número inmenso, mientras que en el antiguo
mundo son desconocidos y sólo hay contadas especies en
el nuevo, o monotremos, propios sólo de esa región excep-
cional; los pájaros tienen espléndido plumaje, pero no
cantan; el cisne es muy común y, en contraposición a los
de todo el mundo, negro; los cacatoes, semejantes a loros,
son también negros, al paso que las aves de este género son
siempre de brillantes colores en las demás comarcas donde
habitan; las águilas son blancas. La naturaleza es antité-
tica y refinadamente amiga de burlar nuestras previsiones
y los procesos pseudocientíficos que inventamos tan cam-
pantes y sabihondos.
Entre los animales indígenas de la patria de los euca-
liptos y las acacias afilas, el más notable, por su originalidad
anatómica, es el ornitorrinco (Ornithorhynchus paradoxus)
llevado por primera vez a Europa por José Banks, compa-
ñero del capitán Cook. Es un mamífero, pequeño como
un gato y de piel muy estimada; carece de dientes y está
armado de un pico parecido al del pato; los pies son cortos
y palmeados; el macho está provisto de un espolón que se-
creta veneno; la hembra es ovípara y dotada de glándulas
mamarias bien desarrolladas. Vive este casi inverosímil
animal a orilla de los ríos, donde es perseguido por los ca-
zadores, que solicitan su piel.
A estos deben los naturalistas la explicación de cómo
maman los pequeños ornitorrincos. Las tetas de la madre
carecen de pezón y, por tanto, el pequeñuelo no puede

87
Joaquín Antonio Uribe

hacer el vacío, para absorber la leche, con su pico de palmí-


pedo. La hembra se lanza a una corriente y en su superficie
va dejando escurrir la leche, que es en extremo grasosa y no
se mezcla con el agua; su hijo la sigue, nadando, y va tra-
gando tranquilamente el líquido que le sirve de alimento.
No os puedo decir más —por no alargarme— de aque-
lla tierra encantada que inspeccionamos desde lejos, y cuya
naturaleza es el reverso de la nuestra.
Antes de dejar la pluma, me pregunto desconsolado:
¿qué es lo que sabemos? ¿Cada día no nos salen al camino
más misterios? ¿Cómo será la vida en Marte, en Júpiter, en
los planetas más distantes, si aquí cerca, bajo nuestros pies,
en los antípodas, se observa ese cambio de formas que no
podemos explicar, esa tendencia a una variedad infinita en
los fenómenos biológicos?

88
§§ Las hojas

Las hojas son la fisonomía de las plantas; constitu-


yen sus facciones características por las cuales las distin-
guimos unas de otras. Las flores son órganos más bellos,
es verdad, más atractivos; pero su fin misterioso en la re-
producción las rodea de pudorosos encantos, íntimos y
secretos, que no siempre no es dado analizar.
Las hojas, al contrario, son un conjunto de caracteres
que nos hacen conocer los vegetales por su aire de familia.
Por su follaje se conocen muchas veces las plantas útiles,
las dañinas y hasta las solamente sospechosas. Hay hojas
que engalanan y aderezan las plantas y les dan el aspecto de
seres tiernos, alegres, bondadosos; otras que nos las hacen
aparecer como crueles, hurañas y malignas.
Las plantas medicinales, que curan las enfermeda-
des, tienen siempre hojas finas, aromáticas y elegantes. Lo
vemos en el naranjo, el limonero, el cidrón, la manzanilla.
Las que matan, están cubiertas de hojas grandes, en-
cubridoras, oscuras. Tal se ve en el manzanillo, el mismiá,
el mil-pesos.

89
Joaquín Antonio Uribe

Hay plantas alevosas y asesinas. Muestran con des-


envoltura la belleza de sus flores y esconden en sus frutos
espantosos venenos; su follaje es sombrío y deja escapar
olores repugnantes. Así se denuncian, ellos mismos, el bo-
rrachero y el estramonio.
Las palmas —vegetales majestuosos, altivos, sombríos,
generosos— levantan al cielo sus enormes hojas que en-
tonan con el viento el himno de la sinceridad y el amor.
Así, la palma real ostenta con casta desnudez sus formas
de diosa y se corona de hojas como inmensas plumas de
incomparable gallardía. Sólo una, la de corozo grande, es
de follaje vulgar y conserva los harapos de sus hojas viejas,
con aire de gitana graciosa, pero desaliñada.
El maíz, el trigo, la cebada, los cereales todos, visten
el traje campesino propio de seres dadivosos y buenos, y
gastan en frutos lo que habían de emplear en follaje; viven
casi desnudos, y sus hojas son pobres, angostas, modestas
y sólo alcanzan a medio cubrir su tallo enflaquecido.
Hay plantas de hojas manchadas, de colores abigarra-
dos y de estructura artística, como muchas aráceas y bego-
nias. Son los arlequines de la comedia vegetal; las actrices
de los jardines y los bosques.
Los cardones y nopales, desprovistos de hojas, alzan,
en los sitios áridos, sus tallos escuetos, como los cuellos
de dromedarios echados en el desierto. La fisonomía de
aquellas plantas es dura, áspera, seca, inspira como sed.
Hay hojas que duermen. Cuando llega la noche, cie-
rran sus hojas tímidamente, como entregadas a la oración,
y sólo abren sus folíolos a la salida del sol. La zarza, que

90
Cuadros de la naturaleza

crece en los vallados; la dormidera o sensitiva, y muchas


más, tienen esta propiedad. Se las conoce por su follaje
delicado, su sensibilidad exquisita y sus flores en forma
de borla o penacho.
Tal, como las plantas, es el hombre. Aquellas en las
hojas y este en el semblante, se dejan conocer, estudiar y
clasificar.
Nuestra fisonomía nos delata; los gestos, las sonrisas,
las miradas, hablan más claramente que los labios. Lleva-
mos nuestra historia escrita sobre la frente, y en ella lee
quien quiere hacerlo.
Con hojas cubrieron su desnudez nuestros primeros
padres en el edén. Linné creyó que hubiera sido con las
gigantescas y brillantes del plátano, y por eso llamó una
de las especies —el hartón— musa paradisiaca.
En las páginas satinadas y amplias de las hojas del cha-
gualo —especie de Clusia— aprendían antaño a escribir
las doncellas de estas montañas, y de tales se servían para
grabar sus billetes amorosos, pues sus padres, escrupulosos
y desconfiados, no les permitían el uso del papel.
Una planta de nuestros bosques, la Besleria sanguinea,
Pers. tiene las hojas manchadas como de gotas rojas. Los
labriegos dicen que es sangre del Redentor que cae, como
rocío, la noche del Viernes Santo.

91
§§ El maná del desierto

Todos conocéis los líquenes. Son una familia de


plantas del tipo de las talofitas, semejantes a pedazos irre-
gulares de papel, arrugados y sucios, o a manojos de fibras
con aspecto de barbas largas y canosas. Generalmente se
adhieren a los barrancos, las rocas y los troncos de árboles.
En 1731, Nadir-Shah, general persa, sitiaba a Herat,
ciudad del Afganistán. Las fortalezas parecían inexpugna-
bles y el asedio era cada día más penoso, pues los víveres,
al principio escasos, faltaron al cabo. La situación para el
jefe sitiador llegó a ser insostenible. Más allá de los cam-
pamentos se extendía el desierto arenoso, seco, inmenso,
cruel; el cielo era blanquecino con nebulosidades polvo-
rientas hacia el horizonte; la atmósfera, tranquila y calu-
rosa con emanaciones de horno.
Un día, de repente, sopló un viento vivísimo, una
ráfaga prodigiosa. Venía cargado el aire, en cantidad in-
calculable, de globitos, como pequeñas rosas secas, que
fueron amontonándose en el suelo. Esa lluvia singular,
que duró varias horas, era de un liquen que los botánicos

93
Joaquín Antonio Uribe

conocen con el nombre de Lecanora esculenta, Eversm.,


sustancia conocidamente nutritiva. Los guerreros ham-
breados dieron gritos de alegría: «Glorificado sea Alah,
Señor del universo»; recogieron el misterioso maná y lo
devoraron agradecidos como un manjar caído del cielo.
Pudieron continuar el sitio, y pronto Herat cayó en poder
de Nadir-Shah.
El thallus de aquella prodigiosa planta no se adhiere
al suelo, ni a las arenas, ni a las piedras; se desarrolla en el
aire en forma de motas crustáceas, duras en el interior y
foliáceas exteriormente.
¿Cuándo cae este maravilloso pan en aquellas tierras
calcinadas e infecundas? No lo sé: probablemente todos los
días en las diferentes regiones del desierto. En 1828 cayó
en varias comarcas de Persia como un verdadero diluvio;
el suelo se cubrió de él hasta una altura de veinte centíme-
tros; los hombres, los camellos, los caballos lo comieron
con avidez, hasta saciarse.
Y así seguirá cayendo, no sólo para nutrir a los habi-
tantes de la parte yerma del planeta, sino para preparar en
las comarcas occidentales de Asia el advenimiento de una
futura flora que adornará magnífica algún día las riberas
de los grandes lagos donde hoy se estrellan las olas contra
arenales estériles, y los inmensos pedregales azotados ac-
tualmente por vientos inclementes y quemadores, donde la
vida no ha hecho aún su estreno de opulenta dominadora.
¿Cómo podría la naturaleza dejar perecer el tártaro
desvalido de la estepa sedienta, o al kirghiz de los rese-
cos arenales, o al persa, o al afgano, o al beluche? Aquella

94
Cuadros de la naturaleza

buena madre que le ofrece al pobre agua purísima en los


ascidios del Nepenthes distillatoria, Linn.; que le guarda
el vino, el azúcar y la sal en los astiles de las palmas; que le
prepara leche en los vasos ubérrimos del Galactodendron
utilo, Kunth.; que atesora drogas en la corteza o el fruto
de mil plantas; la naturaleza, digo, generosa y rica, confía
a los vientos del arenal inmenso la comisión de llevar por
todos sus ámbitos el pan sustancioso, compañero de la
alegría y del amor, para nutrir a todos sus hijos que vagan
inciertos de oasis en oasis.
Pero no creáis que la Lecanora esculenta es el único
liquen comestible. La familia es dadivosa. La Cenomyce
rangiferina, Ach., abunda en un parénquima feculento,
que sirve para la nutrición de los renos en los inhospita-
larios campos de Laponia; la Cetraria islandica, Ach., es
empleada por los habitantes de los climas fríos del Norte
para preparar una harina sustanciosa; la Sticta pulmonacea,
Ach., reemplaza, en Siberia, al lúpulo en la fabricación de
cerveza… El catálogo completo sería larguísimo.
Es lamentable que nuestra ignorancia extienda sobre
la flora indígena un velo espeso que nos impida conocer
sus tesoros. ¡Cuántos dones con que Dios quiere favore-
cernos permanecen —y permanecerán— ignotos en el
fondo oscuro de nuestras selvas, en la soledad tranquila
de las montañas!
Mientras no estudiemos, no nos será posible pasar
de seres sin ideales, incipientes, desagradecidos e inútiles.

95
§§ El castillo de oro

¡Qué bien lo recuerdo! Era un diminuto jardín de


una alegre casita en que viví, hace muchos años. En medio
de muros blancos, en cuyas grietas fabricaban redes las
arañas, crecían con libertad casi montés, numerosos ro-
sales de aspecto señoril, agobiados de voluptuosos boto-
nes, y de remilgadas rosas de coquetas formas y estudiada
desnudez; un naranjo rendido por redondas pomas y ra-
cimos de albas flores de olor virginal, era como el señor
del plantío; por ahí, veíanse claveles encendidos y apasio-
nados; allá azucenas cabizbajas y devotas; bajo las hierbas,
violetas simpáticas y humildes… En un rincón se erguía
florido un arbusto, propio de nuestras altas montañas, el
Berberis glauca, H. B. K.
Mientras el sol penetraba en rayos tibios y vivificantes
por entre el tupido ramaje, sorprendí una mañana tantos
secretos, tan singulares historias, que no puedo resistir a la
tentación de hacerlos conocer de los lectores de este librito.
Cada ramo del Berberis —familiarmente, espino de
oro— termina en elegantes panojas de flores doradas,

97
Joaquín Antonio Uribe

verdaderos castillos habitados por seres que yo, hasta en-


tonces, desconocía en absoluto. Por todas partes se alcan-
zaban a ver, detrás de las hojas, haces de espinas punzantes,
que me parecían las lanzas de guerreros aéreos que se es-
condían en el follaje misterioso. Eran innumerables los
aposentos aristocráticos, velados por cortinas de corolas
de oro, tejidas por hadas invisibles.
Esquivando poco su belleza a las miradas profanas —las
mías solamente— se veían en las doradas salas hermosas
damas guardadas por apuestos caballeros y por gentiles
trovadores que dejaban oír, con el estremecimiento de los
ramos, canciones aprendidas en lejanos mundos, quizá en
las lunas llenas.
Era de verse cómo los galantes mancebos —llamados
estambres, según me lo reveló un insecto amigo, aquella
mañana— defendían a las encantadoras doncellas, a quie-
nes dan el nombre amoroso de carpillo. Cuando sienten
algún peligro se levantan a un tiempo y, con sus escudos
de esmeralda, las protegen y amparan.
Ese día apareció de repente un gallardo lepidóptero
con clámide bordada de rubíes y zafiros. Cometió la in-
discreción de acercarse a besar a una hermosa castellana,
y entonces los estambres se irguieron altivos, la cubrieron
con sus armas, y el atrevido doncel voló corrido y silen-
cioso. Lo mismo sucedió con un esforzado coléoptero,
de armadura negra y luciente; parecía ebrio, y lo estaba
seguramente; venía golpeándose contra los muros y mur-
muraba cantares obscenos, con zumbido asqueroso de ta-
berna; era un cucarrón magnate, de los más encopetados

98
Cuadros de la naturaleza

de los alrededores. Se lanzó, descomedido y atontado, al


salón de una carpillo, pero los caballerosos estambres su-
pieron cumplir con su consigna. Siguió luego la tranqui-
lidad en el castillo, donde sólo se oyeron ya los cantos de
trovadores amantes.
Entre las lecciones que nos dan las flores no son las
menos interesantes las de cultura: nos enseñan a respetar
y proteger a la mujer.
Si creéis ahora que este peregrino relato es un sueño
mío, os ruego que hagáis personalmente una experiencia
muy sencilla. Escoged un espino de oro de flores sencillas
y, con un alfiler, tocad delicadamente el pistilo de una de
ellas, y veréis seis estambres que se agolpan, como movi-
dos por un resorte, alrededor de aquel órgano floral, y si,
más que curioso, sois amante de la naturaleza y os deleitan
sus misterios, podréis también sorprender muchos secre-
tos e historias singulares, como lo hice yo cierta mañana
en el humilde jardín de mi casita alegre donde viví hace
muchos años.

99
§§ Los ojos

Hay animales ciegos. ¡Cómo compadezco a los desdi-


chados que no ven! Amo a Milton, no tanto por su poesía
que encanta, como por la densa oscuridad que velaba sus
ojos. ¡Pobre bardo de la noche! Cantar al sol y no poderlo
mirar; describir escenas primaverales, y no ver las flores y
la luz, los pájaros y los nidos…
Los ojos son la manifestación o exteriorización del
alma, de la vida; los que carecen de vista no tienen fiso-
nomía espiritual, parecen muertos.
Muchísimos animales artrópodos están privados de
órganos de la visión, como ciertos coleópteros que viven
en lo más hondo de profundas cuevas, y los helmintos,
que pasan su vida en las espesas tinieblas de los intesti-
nos humanos. Hay otros animales que sólo tienen un
ojo: tales son los monóculos, crustáceos de singular as-
pecto que moran en las aguas detenidas. Otros tienen
dos, como son las especies más elevadas en la clasifica-
ción, el hombre entre ellas, si bien en este se descubre en la
parte superior del encéfalo un apéndice, llamado glándula

101
Joaquín Antonio Uribe

pineal, que es considerado por algunos fisiólogos como


vestigio de un tercer ojo. Tienen tres de estos órganos la
mayor parte de los insectos, y algunos miriápodos poseen
veinticuatro.
Fuera de los ojos ordinarios, tienen muchos exápodos
otros compuestos o facetados, de forma hemisferoidal, que
equivalen a densas aglomeraciones de ojos sencillos. Se-
mejantes órganos permiten a esos animales la visión pa-
norámica, siendo sorprendente el número de facetas. Se
observan 50 en las hormigas, 4.000 en las moscas comunes,
más de 12.000 en la libélula, 17.000 en varias mariposas,
25.000 en algunos escarabajos.
Según el género de vida, es de variada la pupila de los
animales; en el hombre es redonda; trasversalmente oval
en el caballo y los rumiantes; larga de arriba abajo en el
gato y sus congéneres.
Son muy comunes los animales sin párpados, como
la serpiente; el hombre y los mamíferos están provistos de
dos; las aves tienen tres, uno de ellos a modo de una banda
que se descorre y cierra como una cortina.
El iris —y por tanto, el color dominante del ojo— es
blanco en muchos reptiles; verdoso en el caimán; casi ama-
rillo en la rana; manchado a veces en la serpiente.
En el hombre varía de color según las razas, el clima y
las disposiciones atávicas; es azul en los pueblos del norte
y negro en los meridionales; los matices intermediarios,
como garzos, verdes, castaños, se observan por todas partes
y en sujetos muy diversos.

102
Cuadros de la naturaleza

Los ojos constituyen, propiamente, la fisonomía


humana; en la pupila parece asomarse el alma y, por tanto,
en la mirada es en donde podemos hallar caracteres decisi-
vos para conocer moralmente a los hombres.
Los ojos de los niños son limpios, húmedos y serenos;
la pupila resalta sobre una esclerótica nívea, inmaculada,
cándida. Cuando el muchacho no es ya inocente, las pu-
pilas pierden su brillo prístino, la mirada es desconfiada,
rodea los ojos una zona pálida y amoratada, que les presta
una tristeza incierta y muda.
Los de las mujeres son su principal adorno, y el estu-
dio de ellos, el más difícil que el hombre pudiera empren-
der, reflejan la luz de infinitos modos y, en general, son
brillantes, dominadores, ardientes y capaces de inspirar
las pasiones más desastrosas.
Los ojos del hombre benévolo, cualquiera que sea el
color, son tranquilos, de mirada suave, inalterable, que no
se deja dominar; los del iracundo son insolentes, extravia-
dos e inquietos; parece que quisieran salirse de la órbita,
impulsados por la hiperemia del cerebro.
La mirada más fea, más odiosa es la del atormentado
por la envidia; es indecisa, inquieta y árida; despide cen-
telleos como dardos matadores y negros. Esa mirada es el
destello luciferino de una alma oscura y calcinada.
La más hermosa y dulce es la de la madre que se inclina
sobre la cuna de su hijo. ¡Que diálogo más primitivo e in-
genuo! Ella le grita o le canta palabras extrañas, que des-
conoce el diccionario, que ella inventa delirante; él agita
las manecitas y los pies, ansioso de volar a los brazos que

103
Joaquín Antonio Uribe

le llaman. Mientras tanto, la madre le baña con la luz de


sus pupilas amorosas como en un torrente de cristalina
ternura. Esa mirada tiene resplandores de divina.

104
§§ Palingenesia

No temáis —en vista del título— que os vaya a


tirotear a mansalva con hipótesis o concepciones de filó-
sofos abstraídos y soñadores. Trataré de un hecho bioló-
gico muy natural: de la vuelta a la vida después de muerte
aparente; el hecho es curioso en demasía y digno de nues-
tra atención. Además, seré breve.
Lázaro Spallanzani, naturalista italiano del siglo xviii,
tuvo el capricho, acompañado de buen éxito, de verificar
una experiencia inaudita, inverosímil en su tiempo. Un
día colocó en un receptáculo de cristal varios animalillos
microscópicos, llamados rotíferos, que nadaban con viva-
cidad en una gota de agua.
Tales seres son unos artrópodos crustáceos de organi-
zación muy sencilla, pero que, a pesar de esto, están pro-
vistos de músculos, nervios, glóbulos sanguíneos, etcétera.
Su longitud es de 0,2 de milímetro aproximadamente, y
viven en los musgos húmedos.
Spallanzani, en seguida, hizo evaporar el agua en que
estaban sumergidos los pequeños crustáceos, y quedaron,

105
Joaquín Antonio Uribe

al fin, unos corpúsculos, semejantes a polvo finísimo, in-


visibles a la simple vista, que eran los cadáveres de aque-
llos animales. El sabio los cubrió cuidadoso y, por mucho
tiempo, siguió observando pacientemente sus momias
secas, inmóviles, iguales.
Pasaron algunos años. Otro día, el sabio observador
tomó el cristal y vertió sobre los difuntos rotíferos una
gota de agua, y cuál sería su sorpresa al ver que aquellos
seres muertos se estremecieron en su lecho de cristal, se
animaron sensiblemente y empezaron nueva vida acuática
en el fondo de la gota. Perplejo y sobresaltado los miraba
el naturalista. La resurrección era patente: habían pasado
de la muerte a la vida.
Para descargo de mi conciencia, os aseguro que esto
no fue un milagro, por más que Spallanzani se nos mues-
tre con apariencias de un poderoso taumaturgo. El hecho
no tiene la más leve afinidad con la vuelta a la vida de la
hija de Jairo, o del mancebo de Naím, o de Lázaro el de
Betania. En estos casos intervino intencionadamente el
Creador con un prodigio sobrenatural para mostrar su
poder a las multitudes ignaras e incrédulas; en el otro dejó
obrar las fuerzas naturales a que están sometidas las cosas
creadas. Ante su suprema voluntad la naturaleza se agita
tímida y obedece humilde.
Esa suspensión de las facultades vitales y luego su con-
tinuación más o menos tarde, es uno de los fenómenos más
maravillosos e inexplicables de la existencia de los seres or-
gánicos. Fuera del rotífero experimentan semejante palin-
genesia varios animales, entre ellos, otro crustáceo llamado

106
Cuadros de la naturaleza

tartígrado, y un helminto conocido en la ciencia con la


denominación de anguilula.
Los tartígrados habitan entre el polvo y ciertas vegeta-
ciones criptógamas que se ven sobre las tejas de los techos.
Están vivos o muertos, según la humedad o sequedad de
los lugares donde moran, y pueden volver a la vida después
de una desecación producida a una temperatura de 100°
del termómetro centígrado.
¡Oh! ¡Si así fueran las ilusiones que secó el desengaño!…
¿Con qué pudiéramos empaparlas para que revivieran ri-
sueñas y alegres como jugueteaban en nuestros ensueños
juveniles?
Es en vano: las he regado con lágrimas y… permane-
cen muertas.

107
§§ Memorias de
una oruga

Una oruga literata, es decir, un insecto imperfecto,


un gusano. ¡Qué noticia más maravillosa os pudiera yo
dar! Hace días encontré en las hojas de un arbusto de mi
jardín —el jardín diminuto del castillo de oro— una diser-
tación pintoresca, a guisa de diario, escrita por una mari-
posa niña, no metamorfoseada aún, y quedé sorprendido
ante trabajo tan hermoso pues aparte de su intelectuali-
dad, la dicha oruga era una excelente calígrafa.
Los caracteres estaban delineados con arte exquisito,
pero su interpretación presentaba dificultades desconso-
ladoras. Nunca había hecho yo estudios de esta clase y,
por otra parte, las letras que dibujan los jóvenes lepidóp-
teros son más complicadas y misteriosas que los jeroglífi-
cos egipcios y las inscripciones cuneiformes.
Transcribo a continuación lo que pude leer, con la na-
tural desconfianza del que pisa por primera vez una senda
ignota y ardua; por eso temo que algún erudito del pueblo
de los insectos tache de incorrecta mi traducción, que
no es sino un ensayo: para hacer una versión correcta se

109
Joaquín Antonio Uribe

necesitaría el genio atrevido de Champollion o Grotefend.


A la simple vista, no se notan en esta clase de documentos
sino líneas un poco gruesas, de aspecto serpentino, algo
así como el desarrollo taquigráfico de una serie de frases.
Para estudiarlas con provecho se hace uso de una lente
poderosa. Un lepidóptero casero del género Pavonia, vul-
garmente bruja, fue mi colaborador; para él mi expresión
de gratitud.
He aquí la versión a nuestra lengua de las enigmáticas
memorias de la oruga, en que resaltan el espíritu de obser-
vación, una amable sinceridad y una graciosa franqueza.

***

«Lunes. —Ayer no más vi la luz por la primera vez y ya


me siento fuerte, libre y repleta de esperanzas. Empezaré
esta relación con una palabra de gratitud al Creador de
todas las cosas, que, así como hizo las estrellas, y dio vida
al árbol que me alberga, me trasformará a mí en esplén-
dida mariposa.
«Martes. —Yo no nací para arrastrarme, como lo hago
por necesidad, sobre la corteza de esta planta. Mi destino
es volar y brillar con las joyas que me promete como obse-
quio la madre naturaleza. ¡Qué buena es! Presiento goces
que ahora no puedo comprender, pero que llegarán, se-
guramente, alegres y puros.
«Miércoles. —Hoy ha estado un animal extraño, uno
de los más seriotes que conozco, examinándome con cu-
riosa insistencia y tratando de leer indiscretamente, pero

110
Cuadros de la naturaleza

en vano, mis apuntes; también él hace los suyos en una


hoja blanca. Me ha parecido muy presuntuoso y feo. Una
mariposa, que vino a visitarme, me dijo, con cierto sobre-
salto, que tal animal es un hombre, y agregó que este nos
estima porque nos considera tan versátiles como él. En-
tiendo que no tiene razón; dicen mis amigas que él es el
tipo de la inconstancia y la veleidad.
«El hombre no tiene alas; no puede volar como lo
haré yo un día. Me da lástima verle tan pesado y adherido
al suelo como una piedra.
«Jueves. —No me gusta que me observen. Me he
puesto muy seria y estoy un poco triste. No quiero que el
hombre contemple con tanta detención este cuerpo mío,
que no considero digno de mi alma altiva, libre y dotada
de aspiraciones infinitas. Tengo ganas de llorar.
«Viernes. —Mañana voy a empezar la fabricación
de mi capullo. ¡Qué gusto! Pasarán pocas noches y una
mañana despertaré como soberbia mariposa; viajaré mucho
por los campos de esta linda comarca, olorosos a rosa y a
jazmín; me prometo gozar cuanto más pueda en medio
de las flores, los perfumes y la luz.
«El señor hombre decía hoy a un amigo que le acom-
pañaba; Como la oruga, somos nosotros: si al presente nos
arrastramos por el suelo, al traspasar el sepulcro —aludía a la
crisálida— nos transformaremos en seres superiores, perfectos
y por siempre felices. Cómo me pareció hermoso ese pensa-
miento, pero probablemente no es original del dueño del
jardín, a quien considero escaso de entendimiento y de corta
imaginación; un coleóptero anciano y con fama de sabio,

111
Joaquín Antonio Uribe

que suele venir por acá, me aseguró que eso es una imagen
muy antigua y conocida. Así tiene que ser.
«Sábado. —Son estas las últimas líneas que escribo.
Mañana tendré la apariencia de un insecto muerto y en-
vuelto en una mortaja de seda; pero dentro de pocos días
seré muy bella, quizá el ser más hermoso de este jardín;
beberé sol, mucho sol, y, ebria de vida, me lanzaré al cielo
en busca de un ser a quien amar y que me ame…».

***

Algo más había escrito, pero en caracteres que ya no pude


descifrar. Las esperanzas enloquecían a la oruga y entor-
pecieron su habilidad para el dibujo. Las hojas, habiendo
amarillecido, se cayeron en tropel y el viento las llevó muy
lejos.

112
§§ Los peces

La campiña se estremecía, sobresaltada y risueña, a


los primeros rayos del sol; aromas de flores apenas medio
despiertas saturaban el aire tibio; mariposas elegantes gi-
raban al acaso sólo por ostentar su descoco y hermosura;
toda la nación de los insectos vagaba rumorosa con apa-
riencias de jolgorio.
La quebrada saltaba límpida, velada en parte por iris
vagos, indecisos en la sombra del boscaje, y en un remanso
cristalino despedían reflejos metálicos los peces… no, uno
solo, una sabaleta. Era la única linda con su uniforme de
plata con franjas rojas sobre su mórbido talle de sirena.
La naturaleza estaba —me parecía— ansiosa de más
sol, excitada y voluptuosa. Quería que el hombre la viera
tal como fue creada. Sin embargo, en él entretenía yo mi
pensamiento y no en la admiración estudiosa y científica
de aquel pequeño mundo que murmuraba por lo bajo pre-
ludios de un himno a la belleza eterna.
Un recuerdo extraño y melancólico se había apode-
rado de mi cerebro: los peces —me decía— no aman.

113
Joaquín Antonio Uribe

Y, entre tanto, todo es amor en la naturaleza.


Las mariposas lucen su tenue vestidura, bordada de
escamitas de topacio y de zafiro, con la intención de sedu-
cir a sus amantes fugaces y soñadores.
Las flores se acicalan, se perfuman y visten sus indis-
cretos trajes corolinos, con el fin de atraer a los insectos
—casamenteros y curiosos— que llevarán el polen geni-
tor a otras que, no lejos, se agitan en la extremidad de los
tallos hojosos y húmedos.
Los cocuyos encienden en las noches serenas y oscu-
ras sus antorchas animadas para anunciarse a sus hembras
que, enamoradas, los esperan entre las cañas de las vegas.
Las aves cantan, como el poeta, para llorar penas ocul-
tas o decir a sus amadas estrofas de ardorosa ternura.
El jaguar ruge en la floresta inmensa, porque quiere
hacer llegar hasta las cavernas más lejanas su solicitud de
macho poderoso.
Y así todos los seres del mundo orgánico; pero los
peces, no. La sabalera, Chalceus rodopterus, A. P. A., de la
quebrada, no sentirá jamás las caricias de un dueño; sus
encantos se perderán ante la apatía de una aglomeración
innumerable de animales que se odian, que se hacen la
guerra hambrientos y feroces.
Un día la hembra abandona su yermo de algas y deja,
entristecida, sobre la arena abandonados sus huevos. Poco
después un macho, frío y callado, pasa al azar, los fecunda
y sigue indiferente, receloso de sus hermanos del agua, que
le espían voraces. Los huevos empollarán; nacerán pece-
cillos desdichados, y se desarrollarán en su inclusa acuátil,

114
Cuadros de la naturaleza

pero jamás oirán de boca de un viejo pez la historia de sus


padres, quienes jamás se conocieron entre sí.
Sin duda estos vertebrados branquíferos son los en-
tenados de la naturaleza. Por eso, aquella mañana olvidé
mariposas y libélulas, eritrinas y eupatorios, me puse a
contemplar la sabaleta de virgínea veste y sospeché que
estaba triste. Mas no era verdad: se ocupaba en defenderse
de unos y atacar a otros; no en asuntos de su imperfecto
corazón venoso y frío.
Estas reflexiones —que escribí enseguida— quisiera
dedicarlas a la pobre sabaleta de mi historia. Pero la blanca
doncella no se impresionará con ellas; si no la melancolía,
la conturba el odio. Aborrece al pescado corpulento, que
la persigue con anhelo de caribe; atisba ansiosa al peque-
ñuelo, también por razones de bucólica.
Peces, asimismo, somos los hombres, habitantes de un
océano de ázoe, oxígeno y argón. El más grande de nues-
tra especie sólo piensa en engullirse al que le sigue, este al
de más allá, y, en indefinida cadena, todos nos odiamos y
queremos devorar al más pequeño. Esa serie inmoral de
verdugos y víctimas, es la gran vergüenza de la naturaleza.
Pero amamos… Los peces son consecuentes.

115
§§ Los faquires
de la nieve

Es la Saboya una pequeña región incrustada entre


los nevados de los Alpes, hermosa comarca de espléndi-
dos paisajes y patria de los pobrecillos saboyanos y de las
dormilonas marmotas.
Va a llegar el invierno. Empieza a caer la nieve en copos
de purísimos prismas cristalinos; los árboles se despoja-
ron de sus hojas y se proyectan en el fondo blanco de la
montaña como esqueletos negros; los vientos silban en las
cañadas y en las hendiduras de las rocas; allí se divisa el
Mont-Blanc, cobijado por el hielo como un gigante oculto
bajo su manto de tristeza.
Es tiempo de que la marmota prepare su albergue para
pasar la estación helada. Dicho animal —Arctomys alpina,
de los zoólogos— es un mamífero roedor del tamaño de
un conejo pequeño; su color es gris amarillento; los miem-
bros muy cortos, provistos de uñas fuertes y cortantes a
propósito para cavar la tierra. Los muchachos saboyanos
la domestican y educan por entretenimiento y para exhi-
birla en los lugares donde es desconocida, como animal

117
Joaquín Antonio Uribe

curioso, de carácter dulce y tímido, de costumbres román-


ticamente extrañas.
Cuando empieza a lloviznar nieve, la marmota excava
diligentemente una cueva apropiada, especie de sepulcro,
donde determina enterrarse, a estilo de eremita hindú.
Tapiza el interior con una capa de hierba seca; se encierra
tranquila en su agujero y cierra herméticamente la entrada
con tierra que había preparado con anticipación. A esa
tumba no puede entrar el aire porque pronto la nieve forma
una capa espesa. La marmota queda completamente sepa-
rada del mundo de los vivos. Sigue durmiendo; los rigores
del invierno convierten el campo en un vasto cementerio
blanco; la muerte es dueña de aquellos valles desolados.
Pasan meses. Un día se ven llegar de los climas meri-
dionales bandadas de golondrinas y algunas cigüeñas que
se detienen en los campanarios de las aldeas. Es la prima-
vera. Vientos tibios soplan vivificantes y los rayos del sol
derriten la enorme mortaja que cobijaba los campos. De
repente se estremece la puerta que tapó la marmota, y esta
aparece sobresaltada pero gloriosa: ha resucitado; aban-
dona su sepulcro y corre a buscar alimento en las partes
bajas de la montaña donde ya brotan las yemas nutritivas
de los árboles; donde la vida se agita triunfante y generosa.
No es sólo la marmota: los murciélagos, el topo, el
erizo, el castor y muchos otros animales están sometidos a
ese largo sueño, en el cual permanecen con los ojos cerrados
y en casi completa suspensión de las funciones orgánicas.
También ciertos santones de la India o pobres —esto
significa la palabra árabe faquir— suelen enterrarse y pasar

118
Cuadros de la naturaleza

largo tiempo, semanas y aún meses, en un letargo com-


pleto, llevando vida de muertos en profundos hoyos, sólo
comparables a verdaderas tumbas.
El hombre y la marmota pertenecen a la misma clase
zoológica, la de los mamíferos; y tienen la respiración, la
circulación, la digestión análogas. ¿Por qué, pues todos
creen en la existencia de los faquires que he llamado de la
nieve y dudan de que haya faquires bimanos en la India?
Aún hay una tercera clase de faquires: los de la igno-
rancia. Duermen bajo una densa y pesada capa de preo-
cupaciones e insipiencia.
¿Cuándo llegará la primavera que haga vivir sus almas,
que yacen hoy en cubiles callados y negros adonde no pe-
netran el aire y la luz de la verdad?

119
§§ El elefante

Según los geólogos, en cierta época de la historia


de nuestro planeta —que ellos denominan cuaternaria—
el continente americano estuvo vestido de una maravillosa
flora, que albergó bajo su espléndido follaje numerosas ma-
nadas de una especie de elefante que Jorge Cuvier bautizó
con el nombre de mastodonte, Mastodon angustidens, G.
Cuv. Ello hace ya buen número de años.
Os advierto que, tratándose de las edades de la tierra,
los señores sabios son derrochadores locos de los millones
de años. Como nada les cuestan, los malbaratan con una
prodigalidad aterradora. Así, no os alarméis si os dicen que
el mastodonte existió hace algunos centenares de miles de
siglos, y creedlo si os parece.
Debió de ser un espectáculo magnífico la marcha lenta
y estruendosa de los ejércitos de proboscidios que vagaban,
como una tempestad viva, arrollando selvas y devastando
praderas desde el cabo de Hornos hasta los confines de las
tierras de los esquimales; sus paseos salvajes por las vastí-
simas pampas llevarían el terror hasta los rincones más
agrestes, las cavernas y los nidos.

121
Joaquín Antonio Uribe

Carecemos de noticias sobre las costumbres del mas-


todonte, porque en aquellos tiempos no existía el hombre
actual; pero podemos formarnos una idea de aquel gigan-
tesco cuadrúpedo por los caracteres que hoy exhibe su cer-
cano pariente, el elefante, Elephas indicus, G. Cuv.
Este simpático servidor del hombre está al presente
recluido a las comarcas tropicales, húmedas y ardientes,
de Asia y África. Allá tendremos que ir a conocerle y a es-
tudiar su historia.
Estamos en la India. En sus bosques desiertos moran
esos interesantes cuadrúpedos en estado salvaje y libre, y
en sus populosas ciudades gimen muchos en el más duro
y humillante cautiverio a que el hombre puede someter a
aquellos nobles animales en cuyos cuerpos dizque habitan
las almas de los grandes príncipes indios.
No hablaré de sus caracteres anatómicos, de todos co-
nocidos; pero no dejaré de apuntar que hay algunos que
no tienen sino un colmillo y se llaman gunesh, mientras
que otros, denominados muchna, carecen de ese órgano
de defensa.
El elefante sobresale en el mundo de los animales por
su innegable inteligencia, y es, generalmente de buena
índole, abnegado y útil; pero suele haber algunos de ins-
tintos perversos, coléricos, malvados y de carácter impul-
sivo, los cuales son conocidos por los indios con el nombre
de rogue, quienes les temen y les huyen.
También es frecuente encontrar en los bosques y en
la espesura de los matorrales, otro tipo de elefante de ex-
traño aspecto y hábitos excéntricos: se le llama gundah

122
Cuadros de la naturaleza

y es un individuo que vive solitario y taciturno, aborre-


cido y despreciado, o porque desertó una vez de la manada
libre o porque, habiendo sido esclavo del hombre, sintió
nostalgia y volvió a los bosques; rechazado por los otros,
siente vergüenza y rencor, y acaba su vida en la soledad y
el abandono.
Hay todavía otro personaje proboscidio que llama la
atención, y es el mustof, que desempeña en algunos pue-
blos el oficio odioso de verdugo. El hombre —corruptor
y sin escrúpulos— hace de un animal generoso y libre, un
esclavo maligno y abyecto que se presta a ser, en las cárce-
les, el ejecutor de la pena de muerte, cuando aquel quiere
asesinar a sus semejantes en nombre de lo que él llama la
justicia.
El elefante es inteligente, como dije arriba: él y su
cornac o guía —que los indios llaman mahud— consti-
tuyen una sociedad reconocidamente intelectiva. Por eso
mismo —por sus dotes de sabio— no simpatiza del todo
con nuestras virtudes. Han dicho algunos que dicho cua-
drúpedo es tan honesto que sólo en la oscuridad y retiro de
los bosques más espesos acaricia a su casta consorte. Es un
error, que hay que rectificar, porque la historia natural no
se inventa: el pudor no existe en los animales irracionales.
Si el elefante no se reproduce en el jardín zoológico —lo
cual sucede raras veces— no es ciertamente por recato sino
por verdadero despecho, como el del siervo que no quiere
ser padre de hijos que han de crecer bajo el látigo del amo.
Bien podéis creerlo: las bestias que viven en la selva
o vinieron de ella, obedecen las leyes de la naturaleza con

123
Joaquín Antonio Uribe

fidelidad y cariño, porque no conocen la malicia humana.


En nuestra especie, el pudor procede de la coquetería y el
cálculo: la primera mujer se mostró al mundo envuelta en
su inocencia original y sin recelo, porque estaba conven-
cida de su soberbia belleza y de sus irresistibles atractivos.

124
§§ El Agua

Al doctor Alfonso Castro

La mañana estaba hermosa. Sobre la ciudad y los


campos se cernía como una polvareda de luz en la que
nadaban los aromas de los jardines y de las arboledas. Me
había desvelado y me levanté triste, meditabundo y tur-
bado por doloroso desconsuelo.
Mi alma divagaba y se perdía en la noche de lo des-
conocido: estrella errante, cocuyo solitario en lo sombrío
de las tinieblas.
La inmensidad del espacio me abrumaba; quise con-
cretar mis pensamientos y miré al suelo.
Sobre una hoja de achira, nítida y suave, brillaba una
gota de rocío que, por una ley de la Naturaleza, era per-
fectamente esférica.
¡Una gota de agua! Para los poetas podrá ser una lá-
grima de la bella Aurora; para las flores, preciosa joya o licor
suavísimo que alargará sus días de amor; para el labrador,

125
Joaquín Antonio Uribe

una esperanza; pero para el pensador, un mundo de mis-


terios, un océano de incógnitas ideales.
Una voz oculta y secreta —yo la oí— se escapó sonora
de aquel globito líquido. Si no era la brisa que cuchicheaba
entre las hojas y las flores, debió de ser una hada la que in-
fundía voz a la gota de agua. Lo cierto es que esta, con des-
pejo y claridad, hacía su autobiografía ante un auditorio
compuesto de decrépitos coleópteros y de una estudian-
tina de larvas perezosas y dañinas.
«Fui creada —decía— antes que la luz, y mi cuna se
meció en lo más obscuro de caos espantoso. Pasada apenas
mi ya olvidada infancia, fui, con millones de millones de
compañeras mías, destinada por la gravedad de una guerra
cruda y sin tregua contra el Fuego, que, como globo des-
lumbrador, se deslizaba por las inmensidades del cielo.
«Horrible fue la lucha. Pasaron a millares los años
y los siglos, y se contaban las batallas por las vueltas que
daba sobre su eje el ardiente astro que más tarde había de
ser la Tierra.
«En forma de lluvias diluviales asaltábamos en todas
direcciones al incandescente enemigo; pero, con una ra-
pidez vertiginosa, éramos rechazadas y, en forma de vapor,
volvíamos a nuestro etéreo campamento.
«Mas, después de tanto combatir, llegó el día de nues-
tro triunfo. Extendimos nuestro líquido imperio sobre las
ya solidificadas y cristalinas huestes, y el pabellón de la
gota de agua ondeó sobre las cúspides de granito y de sie-
nita, y quedó humillado el titánico enemigo bajo el peso
enorme del Océano.

126
Cuadros de la naturaleza

«De entonces para acá, pocas veces ha pretendido el


Fuego sacudir el yugo, y siempre en vano. Avergonzado y
en el colmo del despecho, ha vuelto a su subterránea, plu-
tónica guarida.
«Los hombres ignoraron mucho tiempo mi com-
posición química y me tuvieron por un elemento; pero
Lavoisier, tan sabio como desgraciado, la dio a conocer
en 1783. Me llamo Óxido de Hidrógeno y me firmo H20.
Mis padres son el Oxígeno, el elemento más esparcido en
la Naturaleza, y el Hidrógeno, el más ligero de los gases».
Al llegar aquí, las larvas hicieron apuntes cuidadosos,
quizá para sorprender a sus profesores de química.
La gota de agua continuó: «La luz blanca del Sol llegó
a nosotras, la reflejamos y la descompusimos en los siete
colores del espectro, y el iris se mostró como un arco co-
losal, tiñó de suaves colores las arquerías de la montaña y
pintó con dulces tintes los vaporosos tules de las cascadas.
Vedme ahora desempeñar diversos y sucesivos oficios
en el gran laboratorio del mundo. Por efecto del calor, a
veces hice parte de un fugaz jirón de niebla; ya de la pla-
teada cima del altísimo nevado, o bien me arrojé turbu-
lenta entre las olas estruendosas del torrente.
En la clepsidra del foro romano corrí tranquila mien-
tras Cicerón conmovía las multitudes con sus inimitables
oraciones. Mezclada con cal carbonatada, agregué una
partícula más a la estalactita de la gruta; y después de di-
solver sal, fósforo, alúmina y cal corrí en forma de lágrima
ardiente por las pálidas mejillas de Dido abandonada.

127
Joaquín Antonio Uribe

En esto, un erudito coleóptero empezó a recitar, por


lo bajo, aquello de la Eneida:

Mene fugis? Per ego has lachrymas


dextramquetuam te.

(¿Huyes? Por estas lágrimas te ruego,


Por esta mano tuya que me diste).

«A veces me vi sofocada en la palpitante caldera de la


locomotora y dejé escapar el grito varonil y agudo del pro-
greso; y también, mensajera de desgracia hice parte del gra-
nizo que destruyó las ricas esperanzas del pobre labrador.
«Tales de Mileto dijo que el agua era el principio de
las cosas, en oposición…».
Un estremecimiento repentino de la hoja causado por
el inquieto airecillo que retozaba en el jardín, hizo rodar
la gota y terminó la interesante conferencia.
Yo estaba como fuera de este mundo: lelo, sin fuerzas
y más turbado que al principio. Así se lo reirían los coleóp-
teros y las larvas: viejos bromistas y estudiantes de la tuna.

128
§§ El Fuego

«Tales de Mileto dijo que el Agua era el principio


de las cosas, en oposición…». Así decía una gota de agua,
¿recordáis?
Y en efecto, en oposición a la creencia da aquel célebre
sabio, otro —también insigne— Parménides de Elea, soste-
nía que el Fuego es el origen de la Tierra y el que la mueve.
No he oído hablar al Fuego, como oí al Agua; desco-
nozco, por tanto, su historia íntima. Lo que sí sospecho, o
más bien creo, es que su voz debe ser terrible, amenazante,
furibunda. No quiero oírla.
La escuchó Ilión, la divina, en los antiguos tiempos;
después Roma, mientras Nerón pulsaba su lira insolente;
más tarde París y Chicago; últimamente, los campos de-
vastados de Francia y Bélgica. Sólo os puedo decir: la ho-
guera no bromeaba.
El Fuego, hijo del noble oxígeno y el etiópico carbono
es, en pequeñas cantidades, un útil e inseparable compa-
ñero del hombre. Este ha llegado hasta adorarlo como a
una divinidad. Testigos de esto son los persas, los griegos,
los romanos y los incas.

129
Joaquín Antonio Uribe

¿Dónde y cómo se apoderó el hombre del Fuego? Es


difícil saberlo.
¡Un náufrago! ¿No era esto el hombre cuando fue
creado? Vedle que llega empujado por las olas y cobijado
por la espuma a las playas de una comarca desierta. Un
remo le ayuda a flotar cuando, cansado y triste, arrima a
la ribera lamentando su desgracia al son de las ráfagas ai-
radas y los estremecimientos de la resaca, aún más bravía.
Ya le veis. No necesita, por ahora, de alimentos espe-
ciales, pues abundan los mariscos, las aves acuáticas y mil
representantes más de una fauna y una flora ricas y gene-
rosas. Pero… carece de fuego: le falta lo que más necesita
para instalarse debidamente.
El rayo en las grandes borrascas incendia los árboles y
así se proporcionaron Fuego los novelescos Robinson, el
de Daniel Defoe, y Godfrey, de Julio Verne. Pero el rayo
no se presenta cuando se le necesita o se llama.
¿Esperará que la fuerte fricción de las ramas de los ár-
boles, unas contra otras, desarrollen suficiente calor para
producir una completa combustión? No siempre sucede
esto, ni aún en las grandes tempestades.
No tiene un lente, el cual le produciría Fuego casi ins-
tantáneamente. ¿Qué hará? El procedimiento de los salva-
jes de frotar un madero contra otro, es más que difícil. Se
da a la empresa: toma dos trozos de madera, los estriega
con fuerza, suda, se desespera: primero arderá él que los
pedazos de leña.
¡Qué situación la de un náufrago! Si tuviera un es-
labón: hay tanto cuarzo en la playa arenosa. El pobre

130
Cuadros de la naturaleza

hombre, incompetente ante la Naturaleza esquiva, se


duerme de cansancio.
Dejémosle tranquilo: quizá la casualidad le ayude.
Hay otros modos de encender fuego. Arquímedes
quemaba, en Siracusa, las naves romanas con sus espe-
jos ustorios; si en un tubo de vidrio cerrado por uno de
sus extremos, se comprime fuertemente con un émbolo
un poco de yesca, se incendia; las mercancías y el carbón
suelen incendiarse en las bodegas de los buques a causa del
calor producido por fermentaciones especiales; el aceite ha
llegado a encenderse cuando se vierte en él un ácido muy
concentrado. No lo he visto.
Hay últimamente, una combustión muy discutida por
los físicos. Es la que espontáneamente se verifica en los
tejidos humanos, en personas ancianas dadas a los licores
espirituosos, obesas y engrasadas. Se observa una llama
azulosa muy tenue, que el Agua logra sólo excitar y el or-
ganismo se consume dejando un poco de carbón.
¡Misterios caprichosos y propiedades los del Fuego!

131
§§ El Aire

Al doctor Braulio Henao Mejía

Lo que voy a referir ocurrió hace muchos años en


un lugar solitario de mi valle nativo. Estaba yo una tarde
de verano recostado sobre el suelo cubierto de hierba, bajo
un cielo sin mancha y en medio de salvias azules, violetas
silvestres y ranúnculos de oro.
Miraba el ocaso del Sol, que tembloroso, se escondía
tras las lejanas cumbres de los Farallones, que se perfilaban
en caprichosas y quebradas curvas delante del inmenso y
nítido horizonte como líneas trazadas por la mano indó-
cil de un niño.
El viento soplaba con suave cadencia en esa hora dulce
y melancólica que dedica el alma a la contemplación y a
los recuerdos.
De repente —no sé si sería efecto de alguna afección
nerviosa o algo parecido— escuché que quedo, muy quedo,
una voz casi imperceptible me llamaba por mi nombre.

133
Joaquín Antonio Uribe

Estremecíme y miré a un lado. Un ramo de ranúnculo,


agitado por el céfiro, se mecía rítmicamente cerca de mí y
pude percibir claramente la voz suavísima del aire, que se
desprendía de entre las amarillas flores de la planta.
Entretanto, las mariposas coqueteaban y lucían sus
trajes variados y galanos, y las libélulas servían de cabal-
gaduras a las hadas vestidas de amazonas.
«Soy hermano del Agua —decía el Aire— y nos que-
remos desde niños como lo exige nuestro parentesco. Siem-
pre juntos nos han visto, ya jugando apacibles en los lagos
tranquilos cuya superficie de cristal yo rizaba cariñoso; ora
levantando poderosas y temibles olas, espanto de los ma-
rineros en nuestros accesos de locura y alegría.
«Soy una mezcla de oxígeno y ázoe, como lo demostró
el ilustre e infortunado Lavoisier; más tarde, las propor-
ciones de tal unión fueron bien conocidas por los quími-
cos Dumas y Boussingault. Mucho he dado qué hacer a
los sabios. Hoy Raleigh y Ramsay han probado que soy
muy rico en componentes, tales como argón, helio, neón
y otros que me guardo de mencionar. No me gusta que me
analicen: al fin resultaré una mala persona.
«Mi papel en el desenvolvimiento sucesivo de la ma-
teria ha variado cada instante. Adormecido en el cáliz de
los lirios sorprendí los castos amores de los estambres y
carpillos, escuché sus misteriosas confidencias y presencié
sus éxtasis de dicha que el hombre jamás conocerá.
«Otras veces he llevado, conmovido, a la palma solita-
ria que vegeta en el oasis del arenal inmenso el polen fecun-
dador que le enviaba su compañero distante manifestando

134
Cuadros de la naturaleza

su ternura con el rumoroso movimiento de las hojas. El


árabe entonces me bendijo.
«En ocasiones, airado y turbulento, llevé el extermi-
nio y la desolación a los campos; destruí las sementeras
de los labriegos; rompí los esquifes y las barcas de los pes-
cadores y maté impasible los animales y los hombres. Yo
estaba loco: era el huracán.
«También en el Dahna rugí como una manada de
leones vengativos y hambrientos, y levanté montañas
de arena sepultando caravanas enteras. Los hijos del de-
sierto exclamaban espantados: ¡es el simún! El árabe esta
vez gritó de coraje a su ligero dromedario y me maldijo».
Suspendió por un momento el aire y entretanto se oía
el revoloteo de las mariposas coquetas y el rápido zumbido
de las cabalgaduras de las hadas.
Escuché de nuevo. Eran millones de millones de mo-
léculas de aire que pasaban atropellando, empujándose y
hablando todas a un tiempo. Yo dudaba: aquello era pro-
bablemente un sueño… ¡pero era verdad!
El Aire continuó: «No es mi solo placer y el fin de
mi existencia retozar en los jardines y arboledas o bramar
iracundo en los mares, las selvas y las pampas. También
soy útil al hombre.
«Desde luego, las tres cuartas partes del alimento ne-
cesario para su vida animal, las proporciono yo, sin que él
tenga más trabajo que aspirar el oxígeno que contengo; la
parte restante le cuesta sudor, fatigas y dolores.
«La mecánica ha empleado mi fuerza portentosa para
mover los barcos de vela y los molinos de viento. Los alisios

135
Joaquín Antonio Uribe

empujaron, por ignorados mares, las naves de ciento veinte


aventureros capitaneados por un inspirado navegante, y
la América apareció selvática y risueña como una nueva
creación. Todavía recuerdo a un valiente caballero que riñó
gallardamente con un corpulento molino que él tomaba
por un gigante, donde yo soplaba ese día con anhelo furi-
bundo: era de cierto lugar de la Mancha y estaba enamo-
rado de una dama de Toboso.
«Hasta hace poco no se me había visto sino en estado
gaseoso, pero el Hombre me ha transformado en cuerpo
líquido; este prodigio se debe a los físicos Cailletet y Pictet.
«Anaxímenes de Mileto trató de probar en una es-
cuela de la antigua Grecia, que todo nace del aire y vuelve
a él; la diferencia entre los sólidos…».
En eso anochecía y, sorprendido, volví en mí bajo un
cielo salpicado de resplandecientes astros y en medio de
salvias azules, violetas silvestres y ranúnculos de oro.

136
§§ La Tierra

A J. Tobón Quintero

«Anaxímenes de Mileto trató de probar que todo


nace del aire y vuelve a él; la diferencia entre los sólidos…».
Así decía el Aire cierta vez mientras mecía las arracachue-
las de flores de oro una tarde de verano. Bien lo recuerdo.
Creo que él pensaba continuar así: la diferencia entre
los sólidos y los gases depende de la condensación y dilata-
ción del Aire. Si la condensación es demasiada, se forman
las piedras, los metales, etcétera, y así se formó la Tierra.
Tanto al Agua como al Fuego, lo mismo al Aire que
a la Tierra, atribuyeron los antiguos filósofos la porten-
tosa génesis del Universo. Uno de ellos, Empédocles de
Agrigento, que creía con los pitagóricos en la suprema
perfección y carácter sagrado del número cuatro, dedujo,
con «lógica» sorprendente, que los expresados elemen-
tos, que él divinizó, fueron la causa primera o el origen de
todo lo que existe.

137
Joaquín Antonio Uribe

La historia detallada de la Tierra nunca la oirá el


hombre de boca de ella misma. Cuanto a mí, temo su
voz asordadora del volcán y me horrorizo al pensar en
su respiración entrecortada y estruendosa, presagio si-
niestro de erupciones y terremotos. Pero si jamás habló la
Tierra, dejó al menos escritas las memorias de su infancia
en las capas estratificadas de sus formaciones neptúnicas
y en los granitos y los pórfidos de su primitiva edad plu-
tónica. Los caracteres de esa escritura misteriosa son los
físiles y los bloques erráticos, las lavas y los filones meta-
líferos. Allí han leído, inspirados por el genio, desde Ber-
nardo Palissy hasta Cuvier, Lyell, Humboldt y Elías de
Beaumont; allí pueden leer, cuando quieran, los geólogos.
La Tierra hija del Sol, de cuyo ardiente seno se des-
prendió hace centenares de centurias, cae desde entonces
y seguirá cayendo en los abismos sin fin del Universo. Pri-
mero nebulosa, luego astro de fuego en estado líquido, al
presente globo fluído rodeado de una película sólida, y más
tarde mundo sin vida, estrella muerta y olvidada, rueda sin
descanso en el inmenso cielo.
Viaje es este que la humana inteligencia apenas puede
concebir. Los astros y los siglos se lanzan en vertiginoso vuelo
a través de los dos grandes infinitos; el espacio y el tiempo;
y, a su paso, las constelaciones se transforman; desaparecen
unas en la noche que se queda atrás, nacen otras, como re-
gueros de luz, en las lontananzas que se descubren adelante.
Y mientras tanto, se escucha en la vibración de las es-
feras y en los estremecimientos del éter el himno divino
de Pitágoras, la música de los mundos, ideal y sublime.

138
Cuadros de la naturaleza

En las estrellas de Hércules se acrecientan las distan-


cias relativas y aparentes; el trapecio de la Osa Mayor será
con el tiempo una gran cruz; el pentágono irregular de
Orión tendrá el aspecto de un simple cuadrilátero, Arturo
abandona hoy a Bootes, y, veloz como el pensamiento, se
encamina a la constelación del sexto signo del zodíaco.
Nuestro planeta —perdón por el tono didáctico y
bruscamente numérico de este párrafo— tiene 12.756 ki-
lómetros de diámetro ecuatorial; 40.070 kilómetros y 376
metros de periferia por la línea equinoccial; 510 millones
de kilómetros cuadrados de superficie; 1 billón y 83 mil
millones de kilómetros cúbicos de volumen; 5,5 de densi-
dad específica, y pesa 5.875 trillones de toneladas métricas.
Esa es la Tierra considerada desde el punto de vista
matemático. Mirémosla ahora en otro aspecto. Separémo-
nos de ella diez… ciento… mil… diez mil… cien mil leguas.
¿Qué veremos? Un astro luminoso como la Luna con un
diámetro cuatro veces mayor que el de esta; con partes
muy brillantes y otras obscuras, como manchas: estas son
los mares y las primeras los continentes y grandes islas.
Allá se muestra el Pacífico, salpicado de islas cubiertas
de lujosa vegetación, adornadas con paisajes admirables y
pobladas por caníbales en su última degradación.
Aparece en seguida el Asia, extendida entre los hielos
boreales y los mares del trópico; la caracterizan sus gigan-
tescas cordilleras, sus estepas despobladas y frías, sus nacio-
nalidades originales cuyo tipo son sus palmeras, elefantes
y mezquitas.

139
Joaquín Antonio Uribe

Ya se descubre Europa con sus costas artísticamente


recortadas, sus ciudades populosas, sus grandiosos monu-
mentos y sus anhelos de grandeza. Al sur el África, el con-
tinente de los negros, de los ríos y lagos misteriosos, de los
desiertos de fuego, de los escorpiones, leones y serpientes.
Por fin, se presenta América reclinada de sur a norte
entre los dos océanos glaciales; el fuego se desprende de
sus volcanes, de su heroica historia y del desborde de sus
democracias inquietas y fogosas.
Divisamos a Colombia, la hija de la Gloria y madre
de la Libertad. ¡Cómo se agranda al acercarnos! Llega-
mos. Ahí está Medellín: se siente el zumbido del enjambre
humano; se percibe el humo de los hogares y las fábricas;
se oye el grito del vapor y el estruendo del trabajo que
redime y consuela.

140
§§ El Sol

A José Solís Moncada

Plinio el viejo escribió una hermosa frase, que la


posteridad conserva con respeto, cuando se expresaba así:
«El Sol rechaza la tristeza del cielo y disipa las nubes que
obscurecen el corazón humano». Razón tuvieron los abo-
rígenes americanos y otros pueblos primitivos para haber
erigido templos más o menos suntuosos, en cuyas aras
rendían culto a aquel astro magnífico que da vida a la Na-
turaleza y nos infunde bienestar y alegría. Tales pueblos
desconocían el verdadero Dios.
¿Qué es, pues, el Sol? Diré algo sobre él, en lenguaje
sencillo y claro que pueda instruir algo a los lectores de
esta obrita.
El Sol es una estrella que hace parte del inmenso re-
guero de astros de fuego de aspecto nebuloso, que llama-
mos la Vía Láctea. Es el centro de una legión de cuerpos,
grandes y pequeños, llamados planetas, a los cuales sostiene

141
Joaquín Antonio Uribe

en el espacio infinito mediante las leyes de la gravitación;


es como un enorme cerebro del cual —como del Zeus saltó
Atenas— se han desprendido, en el transcurso de millares
de siglos, numerosos astros hijos de la substancia solar. Se
llaman: Mercurio, Venus, Tierra, Marte; los rapazuelos
nombrados Asteroides cuyo número pasa de 700; Júpiter,
Saturno, Urano, Neptuno y quizás otros hoy desconocidos.
De la familia del Sol son también otros cuerpos celes-
tes que pudiéramos llamar sus nietos. Tales son: la Luna,
hija de la Tierra; Dimo y Fobo, que lo son de Marte; Io;
Europa, Ganimedes, Calixto y cuatro más, de Júpiter;
Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán, Temis, Hipe-
rión, Japet y Febe, de Saturno; Ariel, Umbriel, Titania y
Oberón, de Urano, y uno sin bautizar, de Neptuno. Los
planetas son los hijos del Sol y los satélites sus nietos. La
familia constituye una verdadera tribu más de 734 astros.
El Sol es el patriarca poderoso de esa numerosa fa-
milia de astros resplandecientes, opacos en sí pero que él
hace brillar; que como una caravana misteriosa viaja por
el desierto infinito del Cielo. ¿A dónde se dirige? En los
tiempos actuales va en la dirección de una lejana agrupa-
ción de soles —tal nos parece— denominada Hércules y
la Lira. De allí continuará su marcha por regiones que la
imaginación no puede concebir.
El vivificante astro, padre de nuestro globo, es hoy
un poco conocido gracias al telescopio y al análisis espec-
tral. Sabemos que dista de la Tierra 29.600.000 leguas, por
término medio, pues tal distancia varía en las diferentes
épocas del año a causa de que la órbita que ella recorre no

142
Cuadros de la naturaleza

es circular sino elíptica; un telegrama nos vendría desde


una oficina solar en poco más de ocho minutos, pero tén-
gase en cuenta que la chispa eléctrica daría ocho veces la
vuelta al ecuador terrestre en un segundo.
Su volumen es enorme, casi inconcebible para el
hombre. Me valdré de una comparación: si en el plato de
una balanza se pusiera el Sol, habría que colocar en el otro
1.250.000 Tierras para establecer el equilibrio.
En el Sol hay hierro, níquel, cobre, calcio, sodio, po-
tasio, nitrógeno, etcétera; pero no se encuentra plomo,
estaño, mercurio, plata ni oro. Infeliz morada, por cierto,
para usureros, avaros y demás adoradores del histórico
becerro.
Sin el Sol, los hombres y sus hermanos irracionales,
las plantas, el mundo de lo infinitamente grande y el de lo
indefinidamente pequeño, equivaldrían a un imposible; la
familia solar —en caso de existir— sería una agrupación
de cadáveres que parecerían fantasmas en una noche obs-
cura y sepulcral.
Con el Sol, el universo se alegra; la vida se enseñorea
de los planetas y estos aparecen como hermosos mancebos
que entonan el armonioso himno heleno que conmueve
las estrellas; el Hombre se vigoriza, se levanta altivo, siente
los anhelos supremos de la gloria y las ráfagas sublimes de
la inspiración.
Por eso Plinio, bañándose en los rayos de un sol pri-
maveral, enunció este primoroso concepto: Cæli tristiliam
discutit Sol, et humani nubila animi serenat.

143
§§ Una noche de
dos minutos

Febrero 3 de 1916. El cielo ha estado, hace ya varios


días, brumoso y melancólico; inmóviles y persistentes
cirrus-estratus han encapotado la tierra y dado aspecto de
tristeza a nuestras auroras tropicales; las lluvias han sido
abundantes, incómodas, monótonas.
Sin embargo, necesitamos hoy o, más bien, necesita
Medellín, un día claro y brillante, lo más diáfano y azul que
sea posible. El solemne acontecimiento celeste que aguar-
damos no volverá a repetirse en muchos años; cuando una
generación futura contemple, desde este valle, un eclipse
total de Sol, ya nuestros nombres serán desconocidos por
los que nos sucedan en el ciego rodar de los siglos.
El día ha empezado sonriente y sereno; parece que
esperara algo grandioso; que presintiera escenas insóli-
tas, terribles.
Medellín se ha derramado por calles y caminos como
una inundación, incontenible. Ahora cubre ya las lomas y
colinas de los contornos, y se desborda por sobre las torres,
las azoteas y las techumbres de las casas.

145
Joaquín Antonio Uribe

De esa turba humana hago parte. Quiero también ob-


servar como uno de tantos; pero modestamente, sin pre-
juicios y ajeno a lo que digan libros y revistas. No son estas
líneas un estudio científico —de tanto no soy capaz— sino
una nota que me recuerde hechos e impresiones.
Una franca alegría rebosa en los semblantes; la curio-
sidad preocupa a la multitud ávida de emociones fuertes.
Son las 9 y 4 minutos de la mañana. El globo solar, es-
plendoroso y cálido, empieza a perder parte de su geomé-
trica redondez por la interposición de la pequeña Selene,
la bailarina pálida, venida de los hondos senos del espa-
cio. La temperatura es de 22 °C a la sombra: eso acusa mi
termómetro.
El espectáculo se va desarrollando lenta, grave y silen-
ciosamente. No hay manifestaciones aparatosas ni trastor-
nos de las leyes de la mecánica celeste. Es el drama sencillo
de la ocultación del abuelo Helios en el teatro inmenso de
los cielos sin decoraciones ni tramoyas.
Poco después de las 10, el paisaje comienza a experi-
mentar alteraciones extrañas e imponentes. Los montes
orientales se visten de sombras vagas que, poco a poco, se
van ennegreciendo; el cielo y la tierra visibles, se cubren
de una tristeza misteriosa que produce en mi ánimo no sé
si temor o admiración; la luz, reflejada en los muros de las
casas, en el follaje de los árboles, en la alfombra verde de
los prados, es como la de una lámpara sepulcral. La hija, la
Tierra, asiste a la desaparición momentánea de su radioso
padre, conmovida, silenciosa y triste.

146
Cuadros de la naturaleza

Próximamente a las 10 y 30 minutos, un delgado arco


de fuego —lo que llaman falce los astrónomos— es cuanto
queda del esplendoroso astro del día.
De repente, a las 10 y 31 minutos, el Sol deja de verse;
en su lugar aparece un círculo obscuro que lo oculta; un
resplandor maravilloso rodea instantáneamente aquella
placa colosal. La obscuridad es la de una noche mediana-
mente clara; no es completa, como se dice en descripciones
fantásticas y engañosas relativas a otros eclipses totales.
Siéntese un brusco cambio en la Naturaleza, tan rápido
e intenso que las multitudes permanecen en obligado si-
lencio, como abrumadas de estupor. La temperatura baja
a 17 °C: sobre un pedazo de vidrio colocado en la hierba,
se condensa abundantemente el rocío de esta noche excep-
cional. Los gallinazos abandonan la parte alta y se refugian,
allá abajo, en las arboledas que les sirven de asilo nocturno.
La Mimosa pudica cierra místicamente sus hojas delicadas,
y la Mirabilis jalapa abre con modestia sus rosadas flores.
Los gallos cantan, anunciando un próximo amanecer.
No veo ni estrellas, ni planetas: tampoco la gloria y
otros atavíos ópticos que describen, con lujo de erudición
y galanura, los libros astronómicos. Nada pierde con ello
mi entusiasmo: es tan sublime el espectáculo, la acción
divina tan acabada, que no necesita de los pobres adornos
de nuestra imaginación débil y pobre.
Inesperadamente, salta un torrente de luz, un chorro
de fuego como si se hubiera hecho un agujero en la placa
negra que oculta el Sol. Vuelve el mundo a la vida ordina-
ria y normal. Son las diez y treinta y tres minutos.

147
Joaquín Antonio Uribe

El eclipse continúa; las mismas peripecias del princi-


pio se desarrollan ahora en orden invertido, hasta termi-
narse a las doce y seis minutos.
¡Cómo olvidar jamás este día memorable! ¡Me siento
satisfecho, alegre y más amante que siempre de la gran Na-
turaleza! ¡Fue una lección de amor a Dios dada desde las
alturas del Cielo!

148
§§ Viaje a la Luna

Este viaje es, en verdad, inverosímil y extravagante;


pero tengo la debilidad de creer a los insectos y otros ani-
malillos de la laya y desconfiar un poco de los animales
de mi especie.
Hace algunos días contraje relaciones muy cordiales
con un taciturno lepidóptero, el Erebus strix, al que fui
presentado por mi viejo amigo Pavonia a quien los rapa-
ces irrespetuosos y las muchachuelas callejeras denomi-
naban «Bruja».
Erebus es considerado por la inmensa nación de los
insectos como un prodigioso mago o sabio meditabundo
y agorero, con sus ribetes de romántico, en mi concepto.
Prueba de ello es que una tarde un poco obscura, en el
último interlunio, se posó en mi escritorio sobre un viejo
libraco de entomología, y muy quedito —sólo yo le oí—
me dijo: «me voy para la Luna, a la que amo porque es
amiga de mi raza taciturna y noctívaga; quiero conocerla de
cerca». Yo, sorprendido, apenas pude contestarle: «Feliz
viaje, recuerdos a los selenitas y que vuelvas pronto».

149
Joaquín Antonio Uribe

Salió por la ventana produciendo un ruido sordo, casi


imperceptible, con sus enormes alas. Se me olvidaba decir
que Erebus es una mariposa seminocturna, la más corpu-
lenta entre las de nuestra Fauna pues suele tener hasta 30
centímetros de anchura, con las alas abiertas; es el duende
de los crepúsculos de Medellín. Las personas ignorantes
y supersticiosas le aborrecen y le temen, sin fundamento
alguno pues es un insecto inocente y bondadoso.
No digo que me olvidé del aventurero lepidóptero,
pero sospeché que hubiera muerto pues en varios días no
me visitó, como de costumbre, y la vida de estos insectos
es muy corta, según estadísticas fidedignas; por lo demás,
nunca creí en aquel viaje de exploración lunar, aunque no
dudaba de la intrepidez de mi amigo.
Era una noche hermosa de verano. La Luna estaba en
su primer cuarto y su luz bañaba el Valle del Aburrá, dán-
dole al paisaje tonos de honda tristeza y suave melanco-
lía. Inesperadamente, aleteó cerca de mí, casi en mi cara,
un volátil que pensé fuera una lechuza El atrevido visi-
tante a mi estudio era el heroico Erebus strix vuelto ya de
su audaz y misteriosa correría. Así me lo hizo saber, sin
rodeos, y tuve la debilidad de creerle pues estaba él tem-
bloroso y emocionado.
De la relación e impresiones de su viaje, un tanto largos
para transcribirlos íntegros en estos apuntes, entresaco lo
más interesante.
«No puedes figurarte —me decía— la fría tristeza y el
mortal desconsuelo que se siente al llegar a aquel pequeño
mundo. Allá el silencio es eterno; aunque se derrumbase

150
Cuadros de la naturaleza

Tycho, que es una de las mayores montañas de aquel suelo


volcánico y escarpado, nada se oiría porque no hay atmós-
fera. Le di varias vueltas al satélite y vi en el hemisferio
opuesto al que es visible de la Tierra, cosas sorprenden-
tes que jamás conocerán los astrónomos. Hay allí ciertas
figurillas que me parecieron hombres o más bien monos.
Hablan, pero no pude hacerme entender de ellos. La exis-
tencia de esos hombrecitos no es extraña porque en esa
región quedan restos de la atmósfera que envolvió a la
Luna.
«Este astro no es esférico; se asemeja a un huevo cuyo
diámetro mayor está dirigido hacia la Tierra. No hay agua,
y por consiguiente el nombre de mares que se da a las man-
chas obscuras que se dibujan en su disco, es impropio y
disparatado: son llanuras. Las montañas son tan elevadas
que, relativamente al tamaño de los dos astros, son supe-
riores a nuestro gigantesco Himalaya.
«No me entendieron tu saludo. Quise tomar una copa
a tu salud, pero no hallé flores que, como sabes, son las án-
foras que guardan el dulce licor de nuestros festines, el nor
nutritivo y excitante.
«En fin, me entristecí hasta el aburrimiento y por las
vastas soledades del éter, que un sabio cualquiera llama
almo, me volví presuroso. La Luna es un cadáver cuya fosa
es la inmensidad, cuyo corazón dejó de palpitar hace mi-
llones de años. No aseguro que este satélite esté inhabi-
tado; puede que lo esté, pues, cuando se mira la Tierra de
grandes alturas, parece un mundo muerto donde domi-
nan el silencio y la inercia. Algún día los hombres tendrán

151
Joaquín Antonio Uribe

mejores noticias de esa pequeña Tierra perdida en el es-


pacio… ¡Adiós!».
Calló. Poco después desaparecía como nadando en
los rayos de la Luna que estaba, bien lo recuerdo, en su
primera cuadratura. No he vuelto a ver el amable lepidóp-
tero, descubridor de mundos.

152
§§ Las Estrellas

Las Estrellas son astros semejantes al Sol o, más


bien, verdaderos soles situados a pasmosas distancias. Los
cálculos matemáticos, sólo han podido apreciar la lejanía
de unas pocas. Hoy se sabe que la luz —viajera que recorre
60.000 leguas colombianas en un segundo— gasta 3 años y
8 meses para llegar a la Tierra desde Alfa de Centauro que
es la estrella más cercana, de Vega viene en 21 años próxi-
mamente; de Sirio en 22, de Arcturo, en 26, de la Polar en
50; de Capela en 72 años. Según cálculos novísimos del
astrónomo inglés Walkey la luz de Canope no nos llega
sino al cabo de 489 años; este astro es 2.420.000 veces más
voluminoso que el Sol y es el centro del universo sideral.
Las distancias estelares expresadas por la velocidad de
la luz son tan poco comprensibles a nuestra escasa inte-
ligencia como las indicadas por leguas. Sirio, la más her-
mosa y brillante estrella de nuestro cielo dista de la Tierra
41.739.000.000.000 de leguas.
Da como miedo fijarnos en guarismos semejantes,
casi ilegibles y que insinúan magnitudes que sorprenden
e intranquilizan.

153
Joaquín Antonio Uribe

Con frecuencia, observan los astrónomos estrellas


nuevas, nunca vistas en el campo del telescopio. ¿Serán
creaciones modernas, manifestaciones del eterno poder
siempre fecundo de Dios? No: dicen los sabios. Esos astros
eran invisibles porque su luz no había alcanzado —quizá
en millones de años— a llegar a la Tierra. Esto es admira-
ble. Pero ¡cómo empequeñece al hombre!
No olvidemos otro prodigio de la luz. Es sabido de
todos que este poderoso agente es el que nos hace ver los
cuerpos al reflejarse en su superficie: una flor es invisible
en un aposento obscuro, pero enciéndase una lámpara y se
verá aquella con toda su belleza y frescura. Este fenómeno
óptico ofrece un hermoso tema al estudio del nombre
contemplativo.
Como ya dije, los rayos luminosos que emite la sobe-
rana Sirio nos llegan en 22 años. Podría haberse apagado
hace mucho tiempo aquel espléndido foco de luz y calor y,
sin embargo, estar todavía centelleando en el firmamento.
Si la estrella arroja luz, y por eso la vemos, la Tierra,
luminosa también por reflejar la del Sol, envía sus rayos
pálidos hacia los demás astros. Imaginemos un hombre
prodigioso, de 22 años, dotado de un poder visual en grado
supremo, casi infinito, y que se trasladase instantáneamente
a Sirio. ¿Qué vería? Vería sus campos nativos como el día
en que nació, las alegres escenas de familia, un niño que,
acabado de nacer, era la alegría de sus padres. Y ese niño es
él mismo. En el Universo nada se pierde, todos los acon-
tecimientos y paisajes están fotografiados en el espacio y
son perceptibles para siempre.

154
Cuadros de la naturaleza

Este pequeño mundo que nos tocó en suerte, para


servirnos de posada algunos años, fue una estrellita que
apagó el tiempo, pero de la misma alcurnia de las estrellas
que hoy nos deslumbran.
¿No son estas especulaciones astronómicas altamente
interesantes y supremamente bellas? Lo son en tal grado
que ellas solas dignifican al Hombre aunque pequeño, y
lo elevan hasta no ver ya el Homo sapiens de la manada de
mamíferos que se ha hecho notar por sus vulgaridades y
por estar dominado por instintos de bestia.
La imaginación de los hombres se ha preocupado con
las Estrellas. Lo comprueban los fantásticos símiles po-
pulares. Para algunos, aquellos astros son claros de oro
o juegos de pedrería preciosa que esmaltan la bóveda del
firmamento; para otros, semejan antorchas suspendidas
del palio celeste; los poetas las consideran como flores del
jardín en un mundo ideal, o como hermosas mujeres que
dirigen a la tierra sus miradas curiosas y ardientes desde
las alturas del Empíreo.
Me parece descubrir en esto un gran tesoro de poesía,
de la poesía que aletea bajo los cráneos de los enamora-
dos de lo bello.

155
§§ Los Cometas

A Baltasar Uribe Ruiz

La familia solar me es interesante, pues, jamás el


hombre estudioso debe olvidar que nuestro cuerpo tiene
origen cósmico; que el organismo humano debe su exis-
tencia a la Tierra, y esta buena madre procede del Sol.
Las partículas que componen los tejidos de mi cuerpo
—tejidos epitelial, conjuntivo, muscular, óseo, cartilagi-
noso y nervioso— estuvieron, hace unos cuantos millones
de años, en la masa misma del astro poderoso que ahora
nos vivifica y alumbra.
La familia solar está constituida así; el Sol, buen viejo,
generoso, consagrado con verdadero amor a sus deberes
paternales; los planetas, en gran número, son propia-
mente los hijos del padre Sol, quien los mima, los colum-
pia en los abismos del cielo y retoza con ellos; los Satélites,
hijos de los planetas, rapazuelos luminosos y benignos,
queridos del Sol, quien sabe —como Victor Hugo— «el

157
Joaquín Antonio Uribe

arte de ser abuelo»; y los Cometas, hermanos de los pla-


netas, solterones, rebeldes, amigos del jolgorio, la estética
y la vida errabunda.

***

¡Oh Cometas, calaveras del cielo, bohemios barbudos


del infinito! ¡Cómo corréis, aventureros, por las calladas
y obscuras avenidas del espacio, y deliráis estrafalarios y
elocuentes en las tabernas y castillos de la ciudad gloriosa
de lo Desconocido!
Magos de ignoradas leyendas que sólo interpretan los
astros que os encuentran en las vastas soledades etéreas, yo
os envidio, porque me parecéis muy felices y yo no lo soy.
Amigos, Cometas, que tenéis la dicha de no comer,
ni beber y os nutrís del fulgor de vuestro padre y de la
temblante luz de las Estrellas, os conozco un poco. No
me miréis con desdén de bardos guedejudos. Porque os
amo, quiero que sepáis que en esta mi patria terráquea no
se os quiere bien: no se os teme como a insignes vagabun-
dos que soléis traer acá desgracias sin número, tales como
hambre, pestes y guerras; que sois unos agoreros, a modo
de búhos fulgurantes y grandiosos. Yo os he defendido,
pues la opinión de mis paisanos es hija de la ignorancia y
la superstición; sois apuestos mancebos del mundo side-
ral que sabéis, en las sublimes noches, tañer la vihuela de
Pitágoras y recitar versos en idiomas ignotos.

***

158
Cuadros de la naturaleza

Hay cometas que abandonan sus viviendas celestes, viajan


atrevidos y reaparecen al cabo de un período de tiempo
más o menos largo; otros se marchan lejos, se comprome-
ten en aventuras increíbles y fantásticas, pero, al fin, como
el famoso Hijo Pródigo, vuelven a sentarse cerca al hogar
que abandonaron, es decir, al lado del Sol; pero muchos
son caballeros andantes, que se van por los caminos de
una Mancha celeste a «enderezar tuertos y desfacer agra-
vios», y no vuelven, jamás volverán, porque están hechi-
zados por princesas, magas o brujas, que los atraen y se los
llevan lejos, muy lejos.
Uno de estos astros bohemios vimos desde aquí hace
pocos años (1910), y se llamaba de Halley. Era un arro-
gante mancebo de rostro luminoso como una estrella tras-
nochada y enfermiza; tenía barba de monje descuidado y
holgazán, y llevaba sobre su frente un penacho luminoso
de millones de leguas de longitud.
Era y será aún, un viajero artista amigo de las emo-
ciones vertiginosas y horrendas; un turista original y ca-
prichoso encariñado con lo inexplicable y bello. Halley,
como el Judío Errante, ha pasado a la vista de la Tierra y
dejado constancia científica de ello, en 1531, 1607, 1682,
1759, 1835 y 1910, es decir, cada 76 años próximamente.
Aguardemos ansiosos y tranquilos, la próxima aparición:
será en 1986.

***

159
Joaquín Antonio Uribe

Dije arriba que no creo que los Cometas anuncien o trai-


gan consigo desgracia alguna al pobre Planeta que habita-
mos. Pero me vuelvo atrás: el día de mi nacimiento brillaba
fulgurante uno de esos hijos del Sol, el llamado de Donati,
y quizá las vibraciones de su luz estremecieron mi cuna y
envenenaron la corta herencia de felicidad que me corres-
pondía como nieto del Sol.
Mi tío, el cabelludo, me aojó siniestramente: no me
queda duda.

160
§§ Las Montañas

A Ricardo Zapata Álvarez

El viejo Hades, o Plutón como le llamaban los roma-


nos, hermano de Zeus, hacía millones de años que dormía
en su encantada cripta subterránea en un lecho de ébano
rodeado de cipreses, narcisos, adiantos y otras plantas cuyo
recuerdo se va de mi memoria, porque esto me lo contó
hace ya mucho tiempo una lechuza vieja amiga mía, que
sobrevivió, como por milagro, después de terribles cata-
clismos ocurridos en épocas ya muy lejanas.
Un día el airado hijo de Kronos sacudió su sueño so-
poroso y profundo, roncó soberbio, encorvó su dorso de
piedra y se levantó potente. De su casco de hierro forjado
por los Cíclopes se desprendía un penacho de humo negro,
y por sus flancos corrían torrentes de lavas volcánicas.
Esta tierra antioqueña —antes amena y surcada por
arroyos de sereno curso— se arrugó entonces como el co-
bertor de un titán que se levanta de su lecho. Alzáronse

161
Joaquín Antonio Uribe

el Paramillo, Romeral, San Miguel, los Parados, Las Pa-


lomas; abajáronse los valles e instaláronse los ríos, que si-
guieron corriendo limpios, algunos tranquilos, los más
alborotados y ruidosos. El Nibitá —hoy Guadalupe— se
lanzó desesperado a un abismo; le imitaron el Sonsón, el
Aures y numerosos torrentes que corren por los breñales
de los Andes.
Quedó así formada Antioquia. El hermano de Zeus
se sintió satisfecho: poco le importaban el suicidio de los
ríos, las grietas de las rocas, que llenó con oro, y las con-
vulsiones de las montañas.
Hasta aquí la parte trágica que me refirió la lechuza,
lenguaraz e hiperbólica.
Estas montañas hoy son el asilo de un pueblo que
labora intrépido a pesar de las inclemencias atmosféricas
y de la esterilidad de casi toda la comarca; que arranca a
los filones de su duro suelo el oro fortalecedor; que derriba
las selvas y construye aldeas que mañana serán ciudades.
Los antioqueños son descendientes de colonos vascos que
trajeron a nuestras montañas la fe y la energía caracterís-
ticas de su raza.
El hijo de la Montaña fue, y aún es, minero: hoy se da
con más confianza a la agricultura. Pero más que en las en-
trañas de los montes plutónicos, el oro está en el carácter
altivo y emprendedor de los hombres, en la virtud y belleza
de las mujeres, en el valor de los ciudadanos, consciente e
interesado; en el amor al trabajo que induce a los monta-
ñeses a llenar los valles y los montes de cortijos donde se
enseñorea la esperanza de mejores días.

162
Cuadros de la naturaleza

Y si no, ved como sube al cielo el airón del humo de


los hogares rústicos donde trabajan los hombres, sonríen
las mujeres y juegan los niños. El alma de Antioquia es el
hogar, caliente de afectos y perfumado con aromas de mon-
taña. Un jardinillo, fresco y limpio, rodea todas las casas o
las engalana en la parte fronteriza; allí hay rosas, azaleas,
azucenas, claveles y todos los representantes de esa flora
doméstica que alegra el ánimo y es antídoto de las pasio-
nes vulgares o malsanas.
En una casita de la Montaña es desconocida la tris-
teza: gritan la alegría y el amor a la vida; doman y labran
el terreno los hombres; oran y trabajan las mujeres; aman
y cantan las muchachas.
No me ciega el amor al terruño nativo. Cuando veo
esas cabañas montesinas como suspendidas de las rocas o
enclavadas en las cornisas de las faldas y recuerdo que allí
reinan la felicidad, el orden y el trabajo, no puedo menos
de bendecir este gran pueblo y gloriarme de ser antio-
queño. Angulus ridet.

163
§§ El Mar

El mar es hermoso, terrible, sublime… Mala serie


ascendente de adjetivos, en verdad. Pero ¿qué podría decir
yo, que no conozco ese hermoso espectáculo inspirador de
poesía y admiración al Creador del Universo? El no ha-
berlo visto será una de las mortificacioncillas que llevaré
en mi cholla de viajero impotente, al despedirme de este
amable Planeta, que tan mal ha recibido mi visita de hués-
ped obligado.
Y eso que no le quedo a deber nada: le he pagado con
todos mis haberes del corazón, con todos los recursos de
mi alma. El cambio de posada tiene atractivos infinitos
para mí.
El mar seduce, me parece. Atrae con sus corrientes, ma-
rejadas, resacas, fosforescencia, tempestades; con todo lo
que los marinos apasionadamente aman. Pero como no he
navegado ni aún en el «lago del Bosque de la Independen-
cia» desconozco esos atractivos imponentes y fascinadores.
Si estas líneas fueran un capítulo de un texto de geo-
grafía, me bastaría copiar algún erudito y disimulado autor

165
Joaquín Antonio Uribe

que tampoco conoce el mar. Pero hoy estoy de mala gana


para plagiar a plagiarios.
Me voy a viajar con la fantasía por aquellas mansiones
líquidas, donde habrá cuanto se quiera, pero no hombres.
¡Qué gusto! Si me mastica entre sus muelas un cocodrilo,
aunque sea el mismísimo Behemot, siquiera podré decir:
no lo hizo mi dentudo hermano el Hombre; si me traga el
pez de Jonás, o algún pariente suyo, quedo muy contento
porque no debo mi desgracia a algún usurero bimano, de
garras envenenadas con inteligencia y libre albedrío los
más letales de todos los tóxicos.
Vamos, amigos, al mar en alas de la imaginación. ¿Por
qué hallamos saladas sus aguas? Hay varias hipótesis. Pien-
san algunos que es debido a innumerables y ricas minas
de sal que hay en su fondo; otros lo atribuyen a erupcio-
nes de volcanes que a tiempo en que se consolidaba la cor-
teza terrestre, arrojaban, —como hay varios, entre ellos el
Puracé— enormes cantidades de cloruros que al caer en
el océano obraban física y químicamente sobre las aguas.
Calculan que dicho volcán vierte diariamente en la atmós-
fera 30.000 kilogramos de ácido clorhídrico.
La vida, tanto vegetal como animal, empezó a desa-
rrollarse en el mar; este fue —y puede decirse que es— el
gran laboratorio biológico de la Naturaleza. El plasma
o parte líquida de la sangre, con la linfa, es poco menos
que idéntico a la composición del agua marina en los
tiempos antiguos, y hoy los vertebrados que han conser-
vado este plasma, muestran un exceso sorprendente de
vitalidad.

166
Cuadros de la naturaleza

Los secretos más interesantes de la fauna y flora mari-


nas tienen en el día especial atractivo, y hasta se ha creado
una nueva ciencia, la Oceanografía. En Mónaco existe hoy
un hermoso palacio donde se están acumulando las antes
desconocidas riquezas importantes que produce la con-
quista del océano.
La flora, que se creía insignificante, forma hoy como
un nuevo mundo de plantas maravillosas que constitu-
yen inmensas selvas en los valles y montañas submarinos.
Casi todos esos vegetales son del tipo de las tolofitas, que
es muy pobre de especies en las islas y los continentes. El
Colón de este mundo marítimo es el teniente Maury, de
la marina americana, que fue quien presintió la riqueza
biológica del mar.
Cuando Jenofonte y sus «diez mil» compañeros di-
visaron el Ponto Euxino, después de su célebre retirada,
exclamaron alegremente: «¡Talhassaa! ¡Talhassaa!». Así
el montañés, que desciende de las crestas de sus cordille-
ras, gritará al percibir el océano, en el colmo del júbilo:
«¡El Mar! ¡El Mar!».

167
§§ La Isla Flotante

A mi hijo Lorenzo

Las aguas tranquilas del río empiezan a reflejar la


primera luz de la mañana y su superficie, que se estremece
ligeramente, se riza primero, se desenvuelve enseguida y
luego se pule como un espejo. Al frente se ven los delinea-
mientos caprichosos de los perfiles de altas sierras, y en la
ribera opuesta palmares inmensos y bosques de árboles co-
losales, cobijado todo por una capa de nieblas sonrosadas
y quietas. Los caimanes sacan a flor de agua sus enormes
cabezas; los peces dejan percibir sus cuerpos brillantes a
través de las ondas transparentes; las garzas, posadas en la
playa, parecen centinelas mudos de la soledad.
Acá, no lejos de una canoa atada a un tronco y recos-
tado en el suelo bajo el follaje de un árbol, está el natura-
lista, abstraído en la contemplación del solemne paisaje.
¿Qué es lo que alcanza a divisar arriba, muy arriba, en
un recodo del río? Aunque está claro a su alrededor, los

169
Joaquín Antonio Uribe

objetos lejanos parecen envueltos en una sombra vaga que


los indetermina y confunde. ¿Será una embarcación? Es
demasiado grande, pero se mueve, no hay duda. Va a salir
el sol; las sombras se desvanecen; la superficie del agua
parece incendiarse, los misterios del crepúsculo huyen.
Es una isla, una verdadera isla flotante; una tierra nueva
de hermosa vegetación que se acerca. El naturalista se dis-
pone a tomar posesión del florido mundo que acaba de
descubrir; sube a la canoa, suelta la amarra, navega algunos
metros y, al pasar majestuosamente la acuátil tierra, salta
a ella. Esta se mueve con tal lentitud que parece estacio-
naria. Viene de regiones ignoradas y va en busca del mar,
que quizá la aniquile con su despiadado oleaje.
La isla parece una gigantesca canasta de flores y follaje
donde se alberga la alegría de la naturaleza. El sabio va a
estudiarla. Acompañémosle. Las islas flotantes son un
poco comunes en los lagos, los pantanos y los ríos. Las del
Mississippi, están descritas poéticamente por Chateaubriand
en el prólogo de Atala; de las del lago Taguatagua, en Chile,
trata Carlos Darwin en el capítulo xii de Mi viaje alrededor
del mundo; otros autores mencionan las del lago Chelco,
en México y muchas más.
La nuestra tiene la forma irregular de una hoja de bego-
nia, con 200 metros de longitud y 75 de anchura. El coloniza-
dor naturalista le da el nombre pintoresco de La Peregrina, y
se propone estudiarla científicamente, tal como J. J. Rousseau
en la isla de Saint Pierre, en el lago de Bienne en Suiza.
Empecemos por su estudio geológico. Se hace una ex-
cavación. La isla está formada por un bosque de robustos

170
Cuadros de la naturaleza

árboles cuyas raíces, entrelazadas fuertemente, aprisionan


entre sus mallas piedras, arcilla, légamo y humus, los cuales
han llegado a consolidarse suficientemente hasta poder re-
sistir la acción de las aguas. Nuestro sabio queda satisfecho
de esta explicación que él llama una «verdad científica».
Y sigamos con la historia natural, no dando prefe-
rencia ni a la flora ni a la fauna, para evitar monotonía
en esta relación. Sólo hay en la selva insular tres mamí-
feros, característicos de los climas cálidos: un cuadru-
mano que los montañeses apellidan zambo, o sea el Ateles
paniscus de los zoólogos; es de color negro puro; un zorro o
Canis azarae, algo parecido a un perro negro y el Dicotyles
labiatus, cuadrúpedo con aspecto de cerdo, vulgarmente
saíno o cafuche.
Entre los árboles, llaman la atención unas Albizzia
corpulentas y de ramas extendidas, de las cuales cuelgan
sus nidos hábilmente tejidos, unos pájaros de la familia
de los estúrnidos, que solemos llamar gulumgos, Cassicus
cristatus. Otras especies vegetales son: el milpesos, Hura
crepitans, de frutos artísticamente conformados y que es-
tallan en su madurez; el coco de mono o Lecythis ollaria,
modelo que dio la naturaleza para las ollas de barro de las
chozas de las montañas; y algunos ejemplares de Peressia
aculeata, de aspecto extraño y original, planta conocida
con el nombre de rungumá.
Pocas aves viven bajo el boscaje de la isla. Algunas gua-
camayas de vestido rojo (Ara militaris) como soldados de
la selva; un carpintero o Campephilus malherbii, que ta-
ladra con su pico acerado los árboles añosos en busca de

171
Joaquín Antonio Uribe

orugas y una pareja de pájaros que llaman soledad, Trogon


virides, de plumaje espléndido una de las bellezas de la
nación alada.
Fuera de su pequeña agrupación de cocoteros y de las
especies vegetales arriba mencionadas, el resto de la flora
consiste en unas cuantas malváceas, arborescentes las más,
a las cuales trepan numerosas enredaderas, que visten los
troncos y los engalanan con sus flores blancas, amarillas,
rosadas, rojas y azules, dando al conjunto un aspecto sor-
prendente. El naturalista toma nota de sus observacio-
nes, especialmente botánicas, en un cuadernito que lleva
consigo, y da por terminados sus estudios. Escribirá una
obra sobre las plantas de la isla, la cual llevará el nombre
de Flora peregrininsularis.
Y allá va la isla, moviéndose con majestad y donaire
entre las augustas selvas de las riberas. En ella va nuestro
sabio, resuelto a seguir la suerte de su pequeño mundo, y
su alma soñadora se recrea al recordar que la vio por pri-
mera vez esta mañana cuando contemplaba el soberbio
paisaje del gran río, recostado en el suelo bajo el follaje
de un árbol.

172
§§ El sapo

A don J. M. Trespalacios

Los zoólogos clasifican el sapo de nuestras lagunas


así: tipo de los vertebrados, clase de los batracios, orden
de los anuros, familia de los ránidos, género y especie Bufo
typhonius, de Linné.
El sapo es un animal que no debemos desdeñar, como
lo hacen los lechuginos y damiselas, que no saben sino
hablar por hablar. Desgraciadamente, la naturaleza se portó
un poco mal con él. Ella, que dio brillantes colores y figura
esbelta a los pájaros y a las mariposas, que engalanó sin
asomos de cicatería a las flores y las hizo amables y sim-
páticas, dotó de vil presencia al pobre anfibio, le hizo feo,
—¡y lo decimos los hombres!—, atontado —¡y lo dicen las
mujeres!— repugnante —¡y lo dice el género humano!—
y hasta cierto punto despreciable. Hoy carga con el odio
de los ignorantes y la malquerencia de todos. En esto se
parece el batracio al hombre bueno.

173
Joaquín Antonio Uribe

La historia natural del Bufo typhonius es muy intere-


sante. Vamos a verla. No le describo porque de todos es
conocido y nadie se confundirá con otra especie animal.
Es amigo del agua, pero generalmente no vive en ella sino
en la época de la reproducción. La aproximación de los
sexos se verifica como en los peces. El macho no requiebra
a su hembra sino para extraer —con delicadeza y cortesía
batracias— los huevos que, en forma de rosario, pone la
última en las lagunas y pantanos, entre juncos y algas, y
los va fecundando exteriormente a medida que salen a la
luz. Es, pues, un animal virgen y frío por excelencia; fríos
son la piel, la sangre, el corazón. No tiene las pasiones que
arden en el organismo de casi todos los representantes del
mundo y que aún hacen estremecer de amor a las flores.
Sin embargo, son tantas las preocupaciones del que so-
lemos llamar vulgo y del que efectivamente lo es, que se
le ha considerado como animal lúbrico, desprovisto de
decencia y pudor. Me cae en gracia esto último: el pudor
no existe en la naturaleza; en la especie humana es asunto
convencional.
Esos collares de huevos que habéis visto, probable-
mente, sobrenadar en las aguas de arroyos y lagunas, dan
origen a unos animalillos semejantes a pescados, que luego
nadan con asombrosa actividad, provistos de branquias y
de costumbres idénticas a las de los vertebrados de esa clase.
Pero el cambio es asombroso: la metamorfosis, dicen
los zoólogos. A los pocos días, el joven batracio, por reab-
sorción de la cola y de las branquias y por la adquisición de
pulmones y patas, se transforma notablemente. El sapo es

174
Cuadros de la naturaleza

ya un animal de respiración aérea que lleva una vida seme-


jante a la de los reptiles, aunque se diferencia todavía de
estos en que tiene la piel desnuda y no cubierta de escamas.
Nuestro anuro anfibio se da entonces a la tarea de
amedrentar a las gentes ignaras con sus saltos nerviosos e
inesperados y a incomodarse seriamente cuando le faltan
al respeto y da a conocer su descontento secretando un lí-
quido lechoso, extremadamente tóxico, según la opinión
de algunos campesinos y de muchos habitantes de las ciu-
dades, aún de Europa.
Creo que el líquido que secreta la piel del sapo —lla-
mado bufina— no es un veneno muy activo, sino cuando
por inoculación se pone en contacto inmediato con la
sangre, como pasa con el de las serpientes. Pero creer que,
en sus accesos de mal humor, arroja a lo lejos «la leche»
y envenena a aquellos a quienes mira mal, es una simpleza,
una candidez lastimosa.
El batracio de que trato es objeto de horror para los
niños, las mujeres y los hombres pusilánimes, pero en mi
concepto es inocente y útil porque devora gran número
de animalillos dañinos, como orugas, insectos, babosas,
gusanos, etcétera.
Las gentes del campo le atribuyen virtudes extraordi-
narias contra varias enfermedades —erisipela, entre otras—
y sirve para ciertos filtros y específicos.
Me parece que amo el sapo. Quizá porque todos le
aborrecen, y soy un poco amigo de condolerme del des-
graciado, y también porque sus gritos monótonos, que se
oyen como eco de tamborcitos de guerra en las noches

175
Joaquín Antonio Uribe

calurosas de verano, producen en mi alma una suave me-


lancolía que me deleita.

176
§§ Gusano y Compañía

Al doctor Alfonso Castro

Con esta razón social gira en la zona intertropical


una fuerte casa —de liliputienses y entecos bichos— pa-
trocinada por el espectro siniestro llamado la muerte, hijo
de Satán y la culpa, al decir de Milton.
El gerente es el señor gusano, personaje odioso que se
harta diariamente en el fondo de las tumbas; gastrónomo
voraz que se alimenta de cerebros y de corazones huma-
nos y se revienta de gordo en los antros oscuros donde su
protectora prepara los manjares de un banquete abun-
dante y suculento.
El gusano es la larva de un díptero que Linné deno-
minó Musca. Hay muchos representantes de este género
que hoy está dividido en varios. Los más conocidos son:
Musca domestica, que es la mosca más común, pues más
del 95 % de las que se ven en nuestras casas y lugares cerca-
nos son de esta especie; es animal inmundo y perjudicial,

177
Joaquín Antonio Uribe

con la circunstancia agravante de que es muy amigo del


hombre, a quien acompaña en sus exploraciones y colo-
niajes lejanos, y es trasmisor de toda clase de substancias
dañinas, pues pasa de los estercoleros y otros lugares nada
limpios a nuestras mesas y alimentos.
Calliphora vomitoria, o mosca azul, insoportable en los
lugares donde se expende carne: zumba en las habitaciones
y se conoce en que tiene el tórax negro, el abdomen azul
metálico y todo el cuerpo cubierto de pelos negros y tiesos.
Lucilia coesar, o mosca dorada, es de color verde de oro
en el vientre, y azul en la cabeza y el cosolete. La llaman
algunos «mosca de los cadáveres».
Las moscas son animales temibles, verdaderos enemi-
gos de nuestra especie: pueden trasmitir muchas enferme-
dades graves, como la fiebre tifoidea, el crup, la disentería,
la diarrea infantil, la tuberculosis y algunas otras. En oca-
siones esos insectos se introducen en la nariz y ponen allí
sus huevos que, a poco tiempo, se convierten en larvas,
originando así accidentes muy peligrosos conocidos por
los médicos con el nombre myiasis. Esta enfermedad es
propia de la América Tropical.
Por lo expuesto se comprende que el socio gusano
cumple a contentamiento de sus consocios con sus com-
promisos de gerente de la casa patrocinada por la muerte.
Cuanto a nosotros, aunque es verdad que las moscas y
sus gusanos son destruidos en muchas partes por las aves
y algunos arácnidos que se alimentan de ellas, debemos
hacerles una guerra continua, so pena de ser vencidos
por ellas.

178
Cuadros de la naturaleza

En la sociedad regular colectiva de Gusano & Cía.,


figuran con diversos empleos, otros dípteros, fuera de los
mencionados, todos de mal agüero, con quienes no de-
bemos tener negocios, de los cuales citaré los más cono-
cidos sin determinar sus especiales ocupaciones, pues en
la casa se guarda severa reserva convencional, invencible
para los extraños.
Dermatobia noxialis, llamado vulgarmente gusano de
monte o nuche, el insecto perfecto es una mosca peluda,
de color azul y alas negruzcas. Las larvas se introducen en
la piel de los rumiantes que pacen en prados abundantes
en malezas, especialmente en los climas cálidos y aún tem-
plados. No ataca al ganado caballar, pero sí a los perros y
al mismísimo «Rey de la creación». El nuche es un anar-
quista o nihilista que considera el regicidio como acto na-
tural y necesario.
Stegomya calopus, por apodo «zancudo». Es más te-
mible que el anterior, pues produce la fiebre amarilla. Está
comprobado que tal insecto trasmite esta temible enfer-
medad que azota al hombre en los climas ardientes. Es un
díptero pequeñísimo que vive, de preferencia, en las aguas
estancadas; tiene las patas ridículamente largas y es de color
mezclado de negro y blanco con anillos en el abdomen.
Anopheles maculipennis, o zancudo de la fiebre pa-
lúdica. Este díptero al picar, inocula el hematozoario de
Laverán, que produce el paludismo. Tiene las patas muy
largas, las alas manchadas y vive en los pantanos y aguas
estancadas. Este insecto y el anterior hacen que algunas
comarcas de nuestro país sean inhabitables.

179
Joaquín Antonio Uribe

Por ser este tema un poco árido para lectores no muy


instruidos —y yo escribo de preferencia para esta clase
de personas— prescindo de otros datos que he obtenido
sobre la asociación industrial que gira bajo la razón social
de Gusano & Cía.
De los datos que me reservo, hay uno, sin embargo,
que debo dar a conocer a mi amigo el doctor Castro. Sé,
seguramente, que tanto el señor Gusano como sus detesta-
bles compañeros le guardan franco y audaz resentimiento
y aspiran a vengarse con sus armas emponzoñadas.
Ignoro la causa del odio insectil y miserable. Algo les
habrá hecho el sabio profesor.
Prevenirla contra el peligro es el motivo que me obliga
a honrar por segunda vez esta obrita con su ilustre nombre.

180
§§ Los loros

Este era un loro viejo, cacique del pueblo de los


Psitácidos. Se llamaba Caré. Nació y vivió muchos años
en el Chocó, según él refería, porque habéis de saber que
dicho volátil hablaba con precisión y gracia un poco de
español y mucho de emberabede, su lengua nativa. Era
medio polígloto, y hubiera aprendido muchos idiomas si
la suerte hubiera sido más benigna con él.
Leí, siendo niño, en un librejo que solía llevar a la es-
cuela, esta frase: «Los loros hablan pero no saben lo que
dicen». Disiento en absoluto de tan magistral concepto;
error ridículo que se ha propagado entre pedantes ensimis-
mados y jactanciosos. ¡Como si aquí no conociéramos los
loros! El hombre, el tal Homo sapiens, tan insubstancial
y enamorado de sí mismo, es quien habla, muchas veces,
sin saber lo que articula apenas y mecánicamente su apa-
rato vocal.
Verdad. Hay muchos hombres que no piensan, pero
hablan. Es un caso curioso el de un animal que habla y
piensa un poco. Es verdad que el loro no compondría una

181
Joaquín Antonio Uribe

obra como el Anarkos de Valencia, pero también lo es que,


relativamente, son pocos los amigos de los versos que reci-
ten ese poema y lo entienden. Cuántas personas de calidad
profieren indecorosamente palabras y frases pornográficas
sin saber su verdadero sentido.
Caré vino a Medellín y fue huésped de la ventana de
un ventorrillo, por frente del cual pasaba yo diariamente.
Simpaticé prontamente con el bípedo alado; poco con la
bípeda implume su dueña, mujerzuela de alarmante des-
cote, regañona y zalamera. «La vieja no me dio de comer»,
repetía Caré un día cuando yo, transeúnte curioso, me
detuve por oír algo del pico del cacique chocoano. ¿Quién
le enseñó tales palabras? Nadie, o las oyó quizá a algún mu-
chacho a quien la ventera trataba de un modo similar, o
dijo lo que él ya «entendía» —¡filósofos, perdón!— como
otros ni piensan ni dicen nada, a pesar de ser bautizados
e ir a la escuela. El ama del mísero prehensor no era vieja,
pero aquel supo que ese vocablo es un tanto despectivo.
No os alarméis. Un loro es una personita alada, de pico
corvo y más bien vestida que nuestros pisaverdes y damise-
las. Y mucho más inteligente. Aquellos inútiles miembros
de una sociedad atrasada, de corsé los primeros y enjalbe-
gadas de blanquete las otras, debieran pedir inspiración
al legendario loro de las montañas. Así serían originales,
ingeniosos y cuerdos.
Dije que Caré no gozó de los favores de la suerte: sufrió
no poco durante su cautividad y murió muy viejo, de modo
lamentable. En un rincón del jardín, duerme hoy al pie
de una azalea milflora. Su dueña —que le amaba, valga la

182
Cuadros de la naturaleza

verdad— le olvidó una noche tempestuosa en la cornisa


de la ventana, por oír los cortejos de un galán deslucido y
tartamudo, y el hermoso locuaz psitácido apareció por la
mañana muerto. Le escribí un epitafio en latín, quizá ma-
carrónico: «Hic jacet Care, psittacus chocoensis…».
¿Moriría el pobre Caré de frío, o más bien de nostal-
gia? No sabré decirlo; él fue en los frondosos sotos del
Atrato un prodigio de sabiduría selvática; por acá, un
mártir de nuestra informal y quimérica civilización. Quizá
esta lo mató.
John Locke, filósofo inglés, trató de probar que aves
como el loro sí se dan cuenta de lo que dicen. ¡Vaya si se
dan cuenta! El autor del «Ensayo sobre el entendimiento
humano» cree que «la fuente de todas las ideas es la expe-
riencia; en esta se halla el fundamento de todos nuestros
conocimientos». Pues bien, la experiencia nos enseña que
en muchos animales, llamados por el hombre irracionales,
hay más que instinto, «¡nada más que instinto!», dirá un
novel filosofador. Toléreme el lector que yo repita esta pre-
gunta, ya consignada en esta obrita y que no he podido re-
solver. ¿Dónde acaba la inteligencia y empieza el instinto?
Quisiera yo hacer un viaje con un escolástico. Iríamos
al África Meridional, a la comarca de los Boschimans y
Hotentotes, y le rogaría me probara con sus silogismos y
sorites especiosos que aquellos degradados bimanos son
más inteligentes que el perro, verbigracia.
El coronel británico O’Kelly fue dueño de un loro
maravilloso, que murió en Londres en 1802. Recitaba
con mucha propiedad varias composiciones poéticas, y

183
Joaquín Antonio Uribe

respondía a repetidas preguntas que le hacían; cantaba el


«God save the King» y otros himnos patrióticos; cuando
mudaba de pluma, permanecía callado y si le instaban que
cantase, contestaba con despejo y claridad: «Lorito está
enfermo». Esta no es anécdota de almanaque; varios pe-
riódicos ingleses dieron cuenta al público de las habilida-
des del tal loro (v. «El Instructor», revista londinense en
español, número 2, de febrero de 1834).
Los loros de la especie a que pertenecía Caré son co-
nocidos en la ciencia con el nombre de Chrysotis ochro-
cephala, familia de los psitácidos, orden de los prehensores,
y representan, entre las aves, el orden de los monos de la
clase de los mamíferos

184
§§ Amor maternal

A Lázaro Gómez

El amor maternal es el tipo perfecto de esa gran


pasión que hace estremecer toda la naturaleza viviente.
Ningún otro amor es comparable a él en la tierra, porque
«es el amor materno, amor del cielo»1, como dijo el poeta.
Los hombres creemos haber amado mucho: desde luego a
los padres; más tarde a la mujer que nos entregó su corazón;
a los hijos, verdadera bendición del cielo; a los hermanos
y amigos de la infancia. Pero todos estos afectos nobilísi-
mos palidecen ante el amor de madre, aunque este es una
inclinación impuesta por la naturaleza, pues le comparten
todas las hembras, desde la mujer hasta la alondra.
El amor común es un reflejo del egoísmo: el hijo ama
más o menos a sus padres según las atenciones y cariño
que estos le prodiguen; el hombre exige a la mujer una

1
Larmig.

185
Joaquín Antonio Uribe

reciprocidad de afectos franca y sin restricciones, sin lo


cual puede colocarse entre los dos el odio o la indiferen-
cia; solemos amar al prójimo pero —en contravención al
precepto evangélico— sólo si el hermano nos paga con la
misma moneda del corazón.
El amor maternal es desinteresado, no exige recom-
pensa: es un sol que calienta sin esperar retribución. Me
parece que es el sentimiento que más ennoblece a la huma-
nidad, bien que también eleva a nuestros hermanos infe-
riores: la gallina, símbolo de cobardía, es heroica cuando
defiende sus pollos. Por una madre que quizá no haya
amado a sus hijos, hay millares de hijos parricidas, de es-
posos infieles, de padres desnaturalizados.
Desde tiempos muy antiguos fue el pelícano el em-
blema místico del amor a los hijos, como la paloma lo era
del amor conyugal. Del primero se decía que se desgarraba
el pecho con el pico para sustentar con su sangre sus pollue-
los. Esto es hermoso; se acerca mucho a lo excelso. Desgra-
ciadamente, es un error. La observación desatenta unida a
fantásticos prejuicios, y por otra parte la confianza cando-
rosa de los hombres de ciencia, dieron origen a esta fábula.
El pelícano, del que hay muchas especies —la nuestra
es Pelecanus fuscus— tiene el pico muy largo provisto de
una bolsa grande y dilatable, suspendida de la mandíbula
inferior, que le sirve para depósito de víveres, especial-
mente pececillos, pues es un ave palmípeda que pesca en
las lagunas y los ríos. Cuando el pelícano siente hambre,
o quiere dar sustento a sus hijos, hace cierto esfuerzo y,
apretando el pico contra el pecho, impele hacia afuera las

186
Cuadros de la naturaleza

provisiones almacenadas en su despensa portátil, para que


caigan al suelo donde son devoradas o vayan a su propio
aparato digestivo. La posición y aspecto del ave al verifi-
car tal operación, hicieron creer a malos observadores, que
se rompe el pecho. ¡Cuántos de ellos no habrán visto la
sangre que mana de la herida!
Hay que tener mucho cuidado con esas narraciones
maravillosas para no ser engañados vergonzosamente. Por
otra parte, la naturaleza no necesita de adornos mentiro-
sos para ser supremamente bella.
No es otro el origen del entretenido símbolo del pe-
lícano, al que se ha tenido por emblema no sólo de la ter-
nura de su madre, sino hasta de la Santa Eucaristía.
Hay por acá un pequeño mamífero, muy común y
poco apreciado, que pudiera simbolizar ese afecto miste-
rioso de que trato en estas líneas, con lenguaje indigno,
por lo tosco y prosaico. Para hablar del amor maternal se
necesita del idioma de los ángeles. Tal animalejo se de-
nomina científicamente Didelphis colombiana aunque
hay más especies en nuestro país, como la D. azarae, D.
nudicaudata, etcétera. Sus hijos nacen informes y peque-
ñísimos, y desde ese momento se adhieren a sendas mamas
de la que le dio el ser, hasta haberse desarrollado un poco.
La naturaleza dotó a esta hembra con una bolsa situada
en el vientre y sostenida por dos huesos especiales articu-
lados con la pelvis. Cuando ya pueden los chiquillos se-
pararse del pezón materno, quieren lanzarse fuera, pero la
madre les contiene y guarda en su saco providencial donde
les entretiene con su calor y su ternura. Ya adolescentes,

187
Joaquín Antonio Uribe

consiguen los pequeños marsupiales que se les deje aban-


donar su abrigada estancia, pero la madre no los abandona
un momento y, al menor peligro, los deposita en su bolsa,
y este tratamiento continúa hasta que ellos suficientemente
educados en la caza, ya mayores de edad, pueden defen-
derse y alimentarse con su propio esfuerzo.
Todos los animales del género Didelphis son feos,
de mal olor y llevan nombres un tanto prosaicos, como
chucha, runcho, fara, zarigüeya y otros. Pero ¿será pre-
ciso ser hermosa, perfumada y llevar un nombre poético,
para ser buena madre? Creo que no. Si es mujer, siempre
será bella, por lo menos idealmente: en el templo de los
afectos es una diosa y merece la veneración de sus hijos y
el aprecio de la sociedad. Esta, si es cristiana y civilizada,
debe prodigar a las madres su respeto y rendirles culto,
admiración y aprecio.
Después de todo esto, ¿será, o no, digna de ser el em-
blema del «amor del cielo» la Didelphis colombiana?

188
§§ El llanto

Triste es el llanto, pero con él comprobamos nues-


tra condición de seres humanos, pues, como la risa, es un
carácter fisiológico de la personalidad bimana.
Sin embargo, algunos animales quizá lloran. Eso
ocurre con los monos, que pudiéramos considerar des-
provistos de afectos que no sean instintivos. Cuando un
cuadrumano ve que han herido a su consorte o a su hijo,
da muestras tan claras de su dolor con gestos y adema-
nes, que seríamos unos insensatos si no interpretáramos
como llanto aquel cambio repentino de acciones orgáni-
cas. Causa mucha tristeza el espectáculo que presenta una
hembra cuando le matan su hijo, y cazadores ha habido
que se han enternecido hasta derramar lágrimas, sienten
hondo remordimiento y no olvidan la desolación y amar-
gura que mostraba en su semblante el pobre cuadrumano
en presencia del cadáver del hijo o el compañero.
Lloran ¡quién lo creyera! los hombres más serios,
sabios y valientes. Salomón escribió en el Eclesiastés: Cor
sapientium ubi tristitia est. Me parece muy bien, porque

189
Joaquín Antonio Uribe

el llanto redime al hombre y es como una expiación de su


loca e indiscreta risa. Al sabio bíblico le harían llorar más
que las tristezas del alma, a que estamos sujetos todos, las
consabidas setecientas más trescientas egipcias, moabitas,
ammonitas, idumeas y heteas. Eran muchas cruces para
un solo marido.
El hombre debe reír o puede llorar. Pero frecuente-
mente abusa de las lágrimas. Llora desde que nace; al respi-
rar el aire por primera vez, prorrumpe en gritos lastimeros;
en eso se conoce el momento de su aparición o llegada a la
vida, donde hay más dolor que placer, más cuidados que
dichas, más que lamentar que glorificar. Llora más tarde
al despedirse para siempre de los seres que ama y frecuen-
temente llora también al morir.
El llanto se manifiesta por contracciones, un poco
cómicas, de los músculos faciales y por las lágrimas. Estas
son una solución alcalina que contiene cloruro de sodio
y fosfatos de calcio, aluminio y sodio; son transparen-
tes y límpidas como el agua, y tienen sabor más o menos
amargo y salado.
Todos lloramos, pero al decir de Byron, «las lágrimas
de la mujer enternecen, las del hombre son fuego derre-
tido que surca y mancha las mejillas; parece que han sido
arrancadas del corazón con agudo hierro; porque, para
decirlo de una vez, las lágrimas son para las mujeres un
alivio, para nosotros un tormento».
Aunque no he sido llorón, quisiera esta vez, como Je-
remías, lamentarme y llorar por motivos que pesan tortu-
rantes sobre mi alma: la suerte inestable de la Patria que

190
Cuadros de la naturaleza

desde la niñez es mi deidad, y el derrumbamiento de mis


esperanzas, ensueños e ideales. Me serenaré, sin embargo,
porque no quiero aumentar mi tristeza viril y abnegada
con desbordamientos mujeriles.
Como dije antes, de la risa, conviene que no lloréis
desesperadamente y sin tregua porque os puede ocurrir
lo que a Heráclito, ternísimo filósofo de Éfeso, que, abru-
mado de contratiempos y de pesimismo maniáticos, lloró
como un tonto inundando sus helénicas mejillas con lá-
grimas que no nos conmueven, y se dejó morir de pena,
inconsolable en su dolor.
Dicen los defensores del llanto —¿qué habrá que no
pueda defenderse?— que Jesucristo lloró muchas veces y
no rio nunca. Quisiera yo saber en qué evangelio o docu-
mento verdaderamente histórico habrán leído esta noticia
tan entristecedora para los cristianos. Pero sí me parece
muy natural el llanto del Salvador ante la tumba de Lázaro,
su amigo —como debió al menos sonreír cuando acari-
ciaba a los niños— pues conocía tan a fondo las miserias,
las penas y las dudas de los hombres por cuyo amor iba a
morir. Me lo figuro en el Sagrario siempre lloroso y triste,
al ver las profanaciones, desprecios e infidelidades de los
que redimió con su sangre. Somos una horda desatinada
y terca que, con el desencanto de la vida y la soberbia más
innoble, rehuimos la razón y seguimos tras los pasos de
la bestia.
Hay en nuestras selvas un mamífero, tímido y mal pa-
recido —el Acheusai— que parece el emblema de la hu-
manidad pesimista. Da grima oírle cuando en lo alto de

191
Joaquín Antonio Uribe

los árboles da de continuo su lastimero «¡ay, ay!» y llena


con tales clamores melancólicos las soledades de las mon-
tañas. Mientras tanto, el hombre ríe.
Los montañeses le llaman perico-ligero, y le aborre-
cen por llorón.
Pocas cosas desagradan tanto como ver u oír llorar. A
un niño que hacía poco queríamos acabar a besos, cuando
reía, ahora nos tienta el deseo de pegarle, porque llora.

192
§§ La opinión

A Bernardo Jaramillo Vieira, cordialmente

Me parece un poco desacretinado el hombre. Oíd


lo que se decía en un corro de animales, allá en los subur-
bios agrestes de una ciudad ignota, habitada por hombres
de todas las razas.
Se discutía el mérito de estos, y cada uno de aquellos
dio libremente su opinión.
Habló primero el elefante, el animal más sabio y dis-
creto de la selva. «El Hombre —dijo— es el más perfecto
de los seres de la Creación y sabe lo que nunca aprende-
remos…». Una tempestad de gritos de desaprobación le
impidió continuar.
El gato maulló: «dicho personaje es de lo más bue-
necillo, crédulo y atontado. Finjo que le quiero; le agasajo
con el rabo y con melindres hipócritas, y está creyendo que
le amo». (Profundo y desdeñoso silencio).
Un gorila, africano de origen y forastero en la comarca,
dijo o chilló: «Me disgusta ese animal por su vanidad

193
Joaquín Antonio Uribe

ridícula y sus humos de nobleza. La naturaleza no le ha


dado título alguno nobiliario: somos de un mismo grupo
zoológico. Yo soy Homo troglodytes y él Homo sapiens,
como lo asegura un tal Linné; pero ni el hombre sabe gran
cosa ni yo vivo en cuevas. El hombre es un ser anormal,
extrañamente pelón y en extremo lenguaraz. Su hembra es
coqueta y fría: esto lo digo, porque una vez me robé una
—“¡es falso!”, dijo recio uno de los opinantes— y mucho
me fastidió con su descoco». A pesar de su gesticulación
amanerada, el gorila no oyó un aplauso.
La pulga —también estos bichos chiquitines tenían
voto en aquella singular junta, como en nuestros Congre-
sos, al lado de eminencias políticas y científicas, pululan
las nulidades— la pulga murmuró con voz apenas percep-
tible: «Yo soy quien mejor conoce al bimano de que se
trata, hasta en sus reconditeces más íntimas, y os aseguro
que es por demás engañador y desvergonzado. Ojalá me
atreviera a decir lo que sé de sus mujeres; no creáis en sus
atractivos…». La pulga tiene fama en el pueblo de los in-
sectos, de cordura y rectitud de juicio.
«El hombre es un ser dócil y razonable —clamó un
búho que dizque fue consejero de Julio César— y acepta
candorosamente el dictamen de los que sabemos más
que él». Un pollo, que estaba presente y descendía de
los que llamaban sagrados los romanos, se adhirió al con-
cepto emitido por el ave amante de la noche y símbolo de
la discreción.
«No: es un ladrón vulgar e hipócrita; da con severi-
dad leyes contra el robo; finge honradez inflexible y luego

194
Cuadros de la naturaleza

saquea con descaro nuestras colmenas y almacenes. Cela


en esta materia a sus semejantes para poder hurtar a sus
anchas». Esto zumbó, muy quedo una abeja; no quiso,
aunque la invitaron con insistencia, permanecer en aquel
lugar donde imperaban la ociosidad y la pereza, y fuese a
fabricar más cera y miel.
Iba a relinchar el caballo y a defender, noble como es, a
su dueño ausente, cuando llegó el perro y ladró: «Lejos de
aquí, canalla estúpida y calumniadora. El hombre es buen
amo y amigo generoso. Me sacrificaría por él, como han
hecho muchos de mi especie. ¡Guau, guau!». Y enseñó los
dientes. Los del corro se dispersaron asustados, al son de
los ladridos burlones y amenazantes del caballeroso can.
Este episodio hace parte de las memorias de un Loro
que viajó mucho y se ilustró notablemente. Sabía muchas
lenguas y así pudo imponerse de todo lo que se dijo en
aquella siniestra conferencia. Él mismo me lo refirió una
tarde de invierno, en que llovía… llovía mucho.
Los loros, cuando llueve, se vuelven charlatanes.

195
§§ ¡Conque monja!

A mi amigo D. Benigno A. Gutiérrez

La linda flor del sendero se moría, sin duda. ¿De


qué? agonizaba, simplemente, de tristeza; de honda melan-
colía. Los pajarillos, pisaverdes de la selva, la galanteaban
desde las ramas hojosas y flexibles con melodiosos gorjeos;
las mariposas, sus camaradas mañaneras, la lisonjeaban, le
sonreían y le contaban chismes y graciosas mentirillas de
las otras flores, sus hermanas íntimas…
Empeño vano. La hermosa padecía una pena sin igual.
La noche anterior —contaba ella— una hada maligna,
celosa de que los silfos del jardín le besaban mientras
dormía y depositaban en su seno caricias y perfumes, ex-
tinguió en su casto organismo las células sagradas donde
reside el amor. ¡Y para qué vivir sin amor!
Tal decía Violeta, llorando. Pero yo, fiel narrador de
aquella historia, sé que fue una oruga la matadora cruel,
pues royó atrevida el santuario misterioso donde se ela-
bora la vida.

197
Joaquín Antonio Uribe

A poco llegó la tarde, una tarde nublada y fría. Los pé-


talos de la hechicera flor fueron cayendo marchitos, des-
coloridos, cadavéricos. Daba ganas de llorar.
¡Oh, almas jóvenes, víctimas del desengaño y del dolor,
no olvidéis a vuestra amiga, la amante y desdichada Vio-
leta, que murió de tristeza!

***

Pero tú florecilla humana, hembra de la especie a quien el


misticismo corroe y envenena la neurastenia; tú Betsabé
—o sea casa de abundancia— tú me pareces más desdi-
chada que la otra que expiró aquella tarde luctuosa de
invierno.
Te ciega el deseo de exhibirte grande, estoica super-
hembra; sacrificas tus excelencias más castas y desoyes los
mandatos supremos de la sabia Naturaleza.
¿Monja Tú, de anhelos luminosos y risueños ayer; sola
tú que naciste para semilla de la vida y del bien? ¡Dizque
vas a luchar con enemigos fantásticos, o sea contra tus
solos amigos!… ¡Da risa!
Asesinan a la flor las orugas aleves; a la mujer, los em-
belecos de la imaginación enferma, las picadas del his-
terismo cruel. El sublime Crescite el multiplicamini que
resuena por lo infinito de los mundos, tiene por enemigos
a la sucia oruga en el gremio de las flores y la rebeldía loca
en el de innúmeras mujeres. Sueñan estas acariciadas por
un idealismo morboso que desconsuela por antinatural y
extravagante.
Debieran hacer lo que la flor de esta historia: ¡morirse!

198
§§ Los negros blancos

Los que poseen algunas nociones de botánica, saben


que las plantas expuestas algún tiempo en lugares obscuros,
enferman de una especie de anemia, consistente en deco-
loración muy sensible de las hojas y demás partes verdes.
Esta novedad patológica se llama ahilamiento.
Los vegetales que se ahílan emiten tallos anormal-
mente alargados, débiles y pálidos, que terminan en hojas
blanquecinas, desmedradas y flacas. Se explica esta afec-
ción por la carencia de clorofila en los tejidos de la planta.
En los animales ocurre algo semejante. Los presos que
han estado largo tiempo en calabozos obscuros sienten
que sus órganos se debilitan y su piel descolorida denun-
cia que han carecido de la benéfica influencia del calor y
la luz solares. Las odaliscas de los serrallos orientales, re-
cluidas desde niñas, sin recibir un baño de sol, tienen una
blancura mortecina y carnes blandujas y fofas.
Pero existe en los seres vivientes otra afección mórbida,
denominada albinismo, más extravagante aún. Entre los
Elefantes, pardos de ordinario, hay algunos completamente

199
Joaquín Antonio Uribe

blancos, sin manchas ni coloraciones secundarias. Lo


mismo se observa en el conejo, el curí, el ratón, el cana-
rio, la mirla, el gorrión, la anguila, el cangrejo, etcétera.
Ni aún los vegetales se sustraen a este trastorno orgánico;
se observa el albinismo, por lo menos a manchas, en el
Coleus variegatus, el Agave variegata, algunos Anthurium
de nuestros jardines, etcétera.
En el hombre es más intensamente curioso ese fe-
nómeno, especialmente en la raza negra. Los individuos
albinos de esa casta tienen la piel muy blanca; el pelo algo-
donoso; los brazos muy largos, medio címicos; las pupilas
rojas; la coroide incolora y el iris blancuzco y amarillento,
condiciones —las últimas— que hacen que el albino no
soporte los rayos luminosos, que esté guiñando continua-
mente los ojos y que en estos se produzca un copioso la-
grimeo casi continuo.
Los negros-blancos tienen todos los caracteres domi-
nantes de su raza: cabellos crespos y lanosos, barba escasa,
nariz achatada, mandíbulas salientes, boca grande y promi-
nente, dientes oblicuos, etcétera. Pero son de color blanco,
muy blanco; parece que en vez de ébano, con el que suele
compararse su color, fueran de marfil.
Son un tanto comunes en África y aún en América.
Santiago Arango vio en el Brasil una mujer de color pío,
o sea blanca y negra por partes; las manchas eran todas
irregulares y de gran tamaño; tenía dos hijos, uno albino
y el otro completamente negro.
Entre los indígenas de Colombia suelen observarse
los albinos que, generalmente, no son bien mirados por

200
Cuadros de la naturaleza

sus compañeros de tribu. Refiere Lionel Wafer que en el


Darién se les considera como monstruos despreciables.
Al contrario, en el Continente Negro se les venera;
pues según creencia popular, los albinos se comunican
francamente con los dioses. Tal pasa en Siam con los ele-
fantes blancos, que reciben en suntuosos templos un culto
ceremonioso, lleno de novedad.
¿Son los albinos una raza bien determinada de la espe-
cie humana? De ningún modo; tal anomalía no se trans-
mite de padres a hijos; además los afectados de albinismo
rara vez se reproducen.
¿Será influencia del clima? Parece que no: se les ob-
serva en las regiones ardientes como en los climas más fríos.
Los sabios atribuyen esa rara decoloración de la piel
a la falta de pigmento, especie de tinta que ennegrece la
piel, los ojos y los cabellos, y produce otras manchas capri-
chosas, como los lunares, que dan gracia a veces, al rostro
de las mujeres.
Los viajeros que recorren hoy las selvas africanas suelen
sorprenderse ante la cómica aparición de un negro que
parece blanqueado expresamente para una fiesta carna-
valesca, o que acabara de salir de un baño de lechada de
cal. El extranjero se lisonjea de su hallazgo y describe en
su cartera los caracteres salientes del degenerado etíope;
el natural del país tiembla al temor supersticioso y mur-
mura por lo bajo una oración. Para el primero, el albino
es una curiosidad digna de un museo; para el otro; es un
santo que tiene coloquios con las deidades.

201
§§ Beelzebub

Al insigne maestro D. Tomás Carrasquilla

El odioso nigromántico Beelzebub o «Príncipe de


las Moscas» tiene su trono en medio de un cañar agreste,
rodeado de cortinas que tejieron las arañas más entendidas
en labores femeniles, y adornado de velos y franjas primo-
rosos, obra de las más hábiles orugas: orugas y arañas que
se mecen sobre las aguas, suspendidas de hilos invisibles.
Asisten al dosel real cuatro coleópteros, diminutos como
granos de arroz, con élitros de oro y armaduras de acero,
y algunas delicadas hembras dípteras, semejante a hadas
soñolientas, que son las odaliscas de aquel harem aéreo.
Cuando llega la noche, se escucha el canto de las chicha-
rras y se presienten las danzas de los Anofeles.
Jamás monarca alguno se creyó más poderoso. Sus
ejércitos son tan numerosos como las arenas de la laguna,
mucho más que las hojas de los árboles, matas y hierbas
de las orillas.

203
Joaquín Antonio Uribe

Una tarde había paz en el campo; las flores alegraban


los prados y los llenaban de aromas deliciosos; el viento
suspiraba voces de amor y de ternura. En el fondo del ca-
ñaveral no sucedía otro tanto.
Beelzebub pasaba revista a sus tropas al son del croar
de las ranas y la monótona algazara de las chicharras. Los
sapos batían sus tambores bélicos tocando generala, y todo
el mundo díptero se conmovía y se preparaba al combate.
Eran moscas, mosquitos, zancudos, gusanos y muchos más
cuerpos de guerra disciplinados u audaces.
Varias divisiones, clasificadas por el género de arma
que esgrimían, formaban el formidable ejército presididas
por jefes de reconocidos táctica y valor; Stegomya calopus,
Anopheles maculipennis, Lucilia caesar, etcétera.
Dirigióse el Rey a la falange de los gusanos, su guar-
dia de honor, y le arengó así, a la napoleónica; «¡Guerre-
ros! Os aguardan gloria y botín. Tremolad mis banderas
encima del corazón del Hombre y que las dianas de mi
triunfo resuenen bajo la cúpula de su cráneo, donde hoy
se albergan los ideales y la soberbia».
Dijo, y lanzó por el mundo sus escuadrones famélicos.

***

La niña, melancólicamente, se muere. Tendrá quince años.


De su lecho caen, en suave abandono, sus brazos robus-
tos, blancos, cubiertos de vello finísimo. ¡Brazos de diosa!
¡Parece que va a expirar, pero ahora duerme tranquila en
apariencia!

204
Cuadros de la naturaleza

De repente, solloza, tiembla, se incorpora, y pro-


rrumpe en llanto y gritos ahogados. Luego exclama, diri-
giéndose a su madre:
«Estoy muerta. Algo se ha deslizado por los contor-
nos de mi cuerpo. Es un ser frío, muy frío, que se retuerce y
muerde ¡ay! muy recio… ¿Estaré soñando? Ya son muchos.
Los reconozco: son gusanos; los que han de alimentarse
con mi carne. ¡Pobre madre mía!
«Dios grande, libradme de estos gusanos… Ya vienen
más; les veo que llegan arrastrándose, largos, flacos, iracun-
dos. ¿Qué van a hacer de mí? Yo soy vuestra, Señor. ¿Por
qué me entregáis a la hambrienta furia de estos miserables?
Ya rompen mi piel y llegan al corazón… A mi corazón que
es tuyo, madre mía.
«Por fin los siento en el cerebro. ¡Cómo roen, despe-
dazan y se tragan la sustancia blanda y nerviosa que pro-
movía mis ideas bellas, mis sueños de amor!».
Delira por última vez.
Se oye un grito de angustia y de dolor. Sobre el lecho
sólo hay ya un cadáver; una estatua de alabastro con venas
azules y palidez de lirio.

205
§§ La risa

¡Oh, qué científico es reír! Es como saber que el co-


razón de los mamíferos y aves tiene cuatro cavidades, tres
el de los reptiles y batracios, dos el de los peces, y es nulo
en el anfioxo. La risa es uno de los caracteres humanos. Los
naturalistas enumeran varios para establecer científica-
mente nuestra especie, muy bien. Yo me contento con reco-
nocer que río, y con esto hago saber a los seriotes zoólogos
que soy hombre, el mismísimo Homo sapiens de Linné.
Los desdichados monos, nuestros buenos y zalame-
ros parientes, aunque burlones y cómicos, no pueden reír,
porque carecen de ciertos músculos faciales indispensa-
bles para ejercer esa importante función que tanto realza,
honra y distingue a los payasos, los aduladores y los idiotas.
El único animal que puede y sabe reír es el hombre.
Salomón consideraba la risa como un desvarío: Rissum
reputavi errorem. No comprendo: sólo el hombre puede
reír, y yerra si lo hace. Me parece que hay un deseo antoja-
dizo, de sabios, moralistas y otros de la laya, de contrariar
o de invitar a que otros contraríen la Naturaleza. Vulga-
rizando, o poniendo al alcance de todos las máximas de

207
Joaquín Antonio Uribe

aquellos doctos señores, se pudiera decir: «El aparato di-


gestivo de Ud. le invita a comer, y para eso le formó Dios,
pero no coma, ayune Ud.; la naturaleza orgánica de su
cuerpo reclama que Ud. beba, pero no lo haga Ud., abs-
téngase de todos los líquidos; Ud. siente dolor y tiene lá-
grimas, pero no llore, aunque haya nacido llorando; en este
planeta, la especie humana es la sola que puede reír, pero
no lo haga Ud. porque eso es un disparate». Y así de todo.
Por mi parte deseo reírme, en primer lugar de los cua-
drumanos, que viven muertos de gana por satisfacer fun-
ción que también les cuadra, y luego de los hombres, que
fingen seriedad por alarde vanidoso y antinatural. Hay
otros motivos que me mueven a la hilaridad y quisiera reír
como Demócrito —el más risueño de los filósofos— pero
me guardo de ello por razones que callo: una de muchas,
sería que ello podría proporcionarme molestias sin cuento,
que desde ahora me imponen seriedad. Pero ¿qué sería del
Arte sin la risa de Cervantes y de Rabelais?
Consiste la risa en un movimiento especial de la boca
acompañado, a menudo, de cierto ruido brusco; con ella
manifestamos alegría. Sin embargo, puede ser producida
por la burla, el desprecio y hasta la cólera; hay además
gentes que se ríen sin motivo para ello.
Los fisiólogos explican esta humana función diciendo
que es producida por una serie de expiraciones, cortas,
rápidas, entrecortadas y, a veces, convulsivas, asociadas a
contracciones de los músculos faciales —maseteros, zigo-
máticos, etcétera— y de un sonido, más o menos estrepi-
toso, producido en la laringe y el velo del paladar.

208
Cuadros de la naturaleza

Conviene no reír inmoderadamente —y estas son


palabras de un autor— para evitar la asfixia, que suele so-
brevenir en ocasiones. No riamos, pues, con mucha fuerza
y sonoridad porque esto pudiera acarrearnos la muerte,
como le acaeció al infortunado Crisipo, filósofo griego,
—también ríen los filósofos; en este cuadro, ya figuran
dos— un tanto estoico y charlatán. Dicen las historias
que el espectáculo imprevisto de un burro que devoraba
unos higos que había en una fuente de plata, le produjo
tal ataque de risa que murió en seguida. ¡Funesto y desma-
ñado asno que da la muerte a un colega por satisfacer un
capricho tan simple! Pienso que hasta el autor del Ecle-
siastés se hubiera reído de este par de filósofos.
Como traté a Crisipo de charlatán y no quiero que
me tengan por uno de tales o se figuren que tengo inquina
por los filósofos, voy a dar algunas muestras de las ideas de
aquel sabio de Cilicia; creía que el mejor alimento para el
hombre es la carne humana; que la comunidad de mujeres
es la base del orden social; que el Sol bebe el agua del mar
y la Luna la de los río… Hay un pájaro en nuestros campos
que, de noche, cuando toda la Naturaleza duerme tran-
quila está él despierto y ríe a su modo con cortos intervalos.
¿De quién se burlará? Se llama Tammophilus multistriatus,
pero los campesinos le denominan «Carcajada»; se ríe
cuando los encargados de hacerlo duermen.
La naturaleza es alegre y quiere que se ría a todas horas.

209
Este libro no se terminó de imprimir
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Para su composición digital original


se utilizaron familias de las fuentes
tipográficas Garamond y Baskerville.

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de fortalecer los esfuerzos de
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