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Bye Bye Buey

Fuga de Buey no es un libro, sino un continente: “el continente donde el zoom es


panorámico de lo fugado”, nos dice Karina, su primera habitante. Y si bien lo requerido es
un zoom, éste no amplifica la pequeñez referencial –como si entre lo finito y lo
infinitesimal no hubiera sino una simple diferencia de tamaño, como si la identidad al nivel
de nuestra escala perceptiva ordinaria se conservara, así nomás, en su traspaso al reino de lo
diminuto. Por el contrario, este zoom (y su onomatopeya de velocidad) nos dispara hacia lo
por-siempre-fugado del identikit y, por ello, nos instala en una zona de entidades inestables:
“pequeños nuevos continentes, contornos de pocos minutos”, “reflejos de constelaciones
instantáneas y aleatorias”.
Y dijimos dispara e instala, porque antes que traer esa dimensión hacia la
certidumbre de nuestro espesor, nos arrastra, transmutados, hacia su incierta irreferencia:
“Estrellas del tamaño de una lenteja”, “nada tiene foco en la alquimia de mudar”. Nada de
andar encontrando espejos por todos lados, como sucede en aquellos dibujos animados en
los que se anhela la exploración de personajes animales tan sólo para reencontrar
(proyectar) en ellos el mundo humano con todas sus miserias edípicas (no valía la pena,
realmente). O como en el Robinson Crusoe de Dafoe, en el que el náufrago, en lugar de
deponer el bagaje capitalista frente a la intensidad del llamado de la naturaleza en estado
salvaje (como sí lo hará Tournier en su inmenso Viernes o los limbos del pacífico, o acaso
Saint-John Perse en Imágenes para Crusoe), reconstruye en la isla desierta todo el
rebumbio mercantilista y calculador de la civilización a partir de los despojos del barco y
de su cabeza henchida de esclavismo.
Por el contrario, el continente de Karina es una microscopía de panículas
semovientes y comunicantes, mapa de figuras borrosas, desfiguras borrascosas: “Aire de
alamédula mimbra modulando dorado sol que madura”. Así, borrando las cosas y las
palabras, o poniendo sus bordes en mutua contaminación vibrátil, despunta todo un
contin(g)ente en plena fuga de sí, haciéndonos fugar con él. Y es precisamente en esa fuga
donde encuentra su consistencia de brasa caliente, de verso versátil: floraciones y
faunaciones continuas, que nunca llegan a la identificación completa, pero que tampoco
dejan, entrelazadas, de resonar y resoplar entre sí, tan animalianas ellas. Mejor mitad de
esto, mitad de lo otro, algo de eso, un poco de eso otro: “las branquias se mimetizan con los
pulmones”, “Y mi respiración mitad branquia. // Voy perdiendo algunas escamas, plumas,
ganando algunas raíces, perdiendo hojas, voy ganando algunos frutos”.
Así se cancela la condena hereditaria, la fijación a un género, a una especie, a un
linaje: “Partimos los juguetes y todos eran hijos y madres de todos”. Flor de promiscuidad
donde somos paridos instantáneamente por cualquier cosa, en siempre disímil matiz: “ser
un color un hijo del instante que gira y telescopia las estrellas”. Porque ese habitar inter-
especies es, a la vez, la clave para huir de la repetición claustrofóbica del mismo patrón al
infinito, como en las mamushkas llenas de preguntas que invoca Karina: “¿Por qué tantas
niñas adentro? / ¿Qué problema tienen con lo hueco? / ¿Qué pasa si una de las niñas es
claustrofóbica? / ¿Si una de ellas implosiona? (…) / ¿Siempre tienen el mismo tamaño?”.
Contra esta claustrofobia, Karina defiende la cavidad (“instantánea cavidad sin
memoria”), lo cóncavo (“mapas donde hay geografías cóncavas”), lo hueco (“huecos
mutantes de luz”)1, pero que también son vértices por donde verterse y enrularse a cada
evaporación tentacular que nos tiente: “El rulo de la pasionaria se enamora de la superficie
que toca”, “destejer los bailes, romper el círculo, mudarse a un punto, y abrirse un
vértice”. Porque en lo hueco se está siempre afuera: “me adentra en una casa que es
siempre afuera, una casa reversa”. Y el afuera está siempre en la concavidad: “el
crecimiento desmelenado vierte sus mieles en concavidades de silencio donde el eco es un
lugar para viajar”.
No, no estamos soñando. Pero tampoco estamos del todo despiertos. O quizá se trate
de un sueño tan profundo que alcanza un dinamismo muscular de embriaguez naturante. O,
mejor aún, de una claridad que, como diría Rûzbehân de Shîrâz, el místico sufí del siglo
XIII, ya no pertenece ni al sueño ni a la vigilia: el insomnio visionario, dimensión
intermedial en la que todo se vuelve inédito, reluciente, reluctante a la delimitación, viento
que ruge, pneuma leonino: “Por las grietas del insomnio, un tigre bonsái se afila las uñas”,
“El sonido del viento a veces se confundía con lejanos rugidos. Como si algo de los leones
viajara en la voz”. Te lo aclaramos, hipogrifo lector, estamos hablando del trance: “ese
estado flotante que escapa a toda organización” (Jean Duvignaud).
Por el mismo desfiladero, cabría agregar que si hay embriaguez, y si ésta es
visionaria, entonces también es celebratoria: “Se durmió entre las flores, entregó al suelo
retazos de su cuerpo, que cada tanto cambiaba de lugar. La humedad de las lluvias le
emborrachaba los pulmones y las raíces. Se lamía el tiempo en el cuerpo. Loma felina se
desperezaba y ronroneaba hasta la hipnosis. Recibía abrazos que la exprimían como naranja
dulce. Cuando escuchaba el murmullo de los brotes, pujando desde el útero de la tierra, o el
deslizar de los hilos enhebrando nuevas anatomías, ese era el día. El día del baile. Del baile
y la cosecha. Y ella era, su semilla”, nos canta Cartaginese en el poema “Licor brillantino”.
Porque Karina no se fuga del mundo, lo festeja en sus puntas de brote, en su
voluptuosidad desbordante (“sonidos de sexo electromagnético”, “se escuchan los
monstruos que embellecen la vulva”), donde todo deja de estar sujeto a la funcionalidad
hiposensual del trabajo humano, con su miseria y su envilecimiento. De ahí que cuando
dice: “Voy hacia el buey, tacho mi nombre en su fuga”, sea a su vez el buey el que huye,
del arado y de sí. Y nos-otros, plisados en un enigmático “origa-mí”, nos fugamos con él.

¿Juan Salzano?
¿7 de febrero de 2017?
¿7.47 a.m.?
¿Buenos Aires?

1
¿Y qué identidad tiene lo hueco en su modulación irregular?

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