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José Watanabe: la increíble historia del poeta es revelada en TV japonesa

El hasta ahora misterioso árbol genealógico del poeta peruano quedó al descubierto: un pasado de
artistas y samuráis, de adopciones y fugas, que alimentan su leyenda.

José Watanabe fue uno de los 13 hijos de Harumi Watanabe y Paula Varas. Por su sensibilidad
artística, fue el preferido de su padre (Foto: Félix Ingaruca).

Juan Carlos Fangacio, 20.12.2017


Diario El Comercio

Todas las noches, José Watanabe se iba a dormir con la misma pintura colgada sobre la cabecera
de su cama: un paisaje de montañas que su padre, Harumi Watanabe, había pintado años atrás y
que él conservaba con afecto.

Harumi era un hombre que el poeta idealizó toda la vida. Era un fantasma que vino de lejos, uno
de los tantos japoneses que llegaron al Perú en las oleadas migrantes de entre 1899 y 1923. Él lo
hizo en 1919, se supone que a Lima, aunque luego se trasladó al norte (un movimiento común en
la época). Se casó con la peruana Paula Varas, se asentaron en la pequeña Laredo, distrito de
Trujillo, y pese a la pobreza tuvieron 13 hijos (dos murieron cuando apenas tenían meses de
nacidos). Dormían apiñados en unas pocas camas y se turnaban los zapatos, según solía contar
José; hasta que en un giro que parece sacado de la más inverosímil ficción, ganaron el premio
mayor de la lotería. A partir de allí sus condiciones de vida mejoraron parcialmente.

Todo esto, a rasgos generales, es lo que se sabe de la formación de la familia Watanabe Varas. Aun
así, la figura de Harumi siguió siendo misteriosa: hablaba japonés, dominaba el francés y aprendía
rápido el español, pero callaba en los tres idiomas. Un mutismo que compensaba con su afición
por la pintura, trazando paisajes del Japón de sus recuerdos, de un pasado sobre el que nunca
hablaba. Esa sensibilidad artística solo era compartida con José, su hijo predilecto, el único con el
que podía entregarse al ocio mirando las nubes o escuchando el río. “Hay mucho de leyenda en las
historias sobre mi abuelo –dice la ilustradora Issa Watanabe, hija del poeta–. Y siempre había que
dudar sobre todo lo que nos contaba mi papá”. José llega incluso a atribuirle un haiku apócrifo a su
padre en su poemario “El huso de la palabra”: “Entre la niebla / toco el esfumado bote. / Luego me
embarco”. Pero la escasa información que se tiene de Harumi tiene mucho de invención, como si
se tratara de una mitología construida con paciencia y complicidad entre padre e hijo.

Harumi murió en 1960, cuando José tenía solo 15 años, por lo que este último quiso en varias
ocasiones rastrear su pasado familiar: se interesó tanto en la historia de la migración nipona al
Perú, que en 1999 editó un libro sobre el tema: “La memoria del ojo”. Para ese proceso visitó
constantemente los registros de la Asociación Peruano-Japonesa, sumergiéndose en fotografías,
relatos y vidas ajenas. Sobre el origen de Harumi, sin embargo, no tuvo éxito.
Hasta su muerte en el 2007, el poeta nunca llegó a conocer todo lo que habría querido sobre su
padre.

* * *
Los hallazgos, sin embargo, llegan en formas inesperadas. El año pasado, durante una visita al
Japón, la artista visual Maya Watanabe –otra de las hijas de José– fue contactada por unos
reporteros de la cadena de televisión pública NHK, la más importante del país. Tal vez atraídos por
la curiosa hibridación peruano-japonesa del poeta, se ofrecieron a ayudarla en la búsqueda de sus
antepasados, con la condición de que todo sería editado y transmitido a través de la señal abierta.
La propuesta, además de insólita, parecía justa. Y tampoco había mucho que perder.

Harumi ( 1896-1960 ), el padre del poeta peruano, cambió su apellido de nacimiento (Hasegawa)
por el de Watanabe en 1916. Tres años después decidió migrar al Perú.

El resultado es una joya de la excentricidad: un informe televisivo con musicalización


melodramática, letras estridentes y un conductor que luce como sacado de un sketch cómico.
Aunque poco tenga que ver con la estética diáfana y sosegada de la cultura japonesa, y más bien se
acerque a la extravagancia de un 'reality', el programa sigue ciertamente un patrón bastante
reconocible de la TV local. Al margen de esos coqueteos con el ‘kitsch’, su investigación fue tan
exhaustiva como sorprendente. “Viajar con el equipo de la NHK abrió muchas puertas y me
permitió acceder a documentos que habría sido muy complicado conseguir de otra forma”, explica
Maya.

La búsqueda se sustentó, sobre todo, en los registros familiares oficiales que rigen en Japón y que
se denominan koseki. Se trata del documento de su tipo más antiguo del mundo, utilizado desde
hace más de 1.000 años, en el que se vuelcan todos los acontecimientos que marcan la vida del
japonés promedio: nacimientos, matrimonios, divorcios, incidentes policiales, defunciones, entre
otros. Un padrón minucioso que representa bien a una sociedad obsesionada con el orden.

Lo cierto es que el instrumento los llevó a un primer descubrimiento: que el verdadero apellido de
Harumi era Hasegawa, pues recién recibió el de Watanabe cuando tenía 20 años, al ser adoptado
por su nueva familia. Y es que en Japón era muy popular (hasta no hace demasiados años) que las
familias heredaran sus bienes solo a su primogénito varón, de modo que los demás hijos podían
ser acogidos por otras familias que, por ejemplo, solo tenían hijas mujeres. Un esquema
paternalista, pero sumamente enraizado y respetado.

Fue así como, por la fuerza de la tradición, su biografía dio un vuelco total: pasó de llamarse
Harumi Hasegawa a ser Harumi Watanabe en 1916, y se mudó de su natal Iwakuni a Takahashi
para convivir con su nueva familia. No era un desplazamiento extraño por entonces, pero quizá
sacudido por un impulso rebelde, Harumi no aguantó ni tres años con esa nueva vida y a los 23
decidió cruzar el Pacífico. El drástico cambio de entorno familiar –probablemente impuesto y
seguramente doloroso– lo motivó a zarpar hacia el Perú, un destino igual de distinto e incierto,
pero que al menos respondía a su voluntad.

* * *
Lo más sorprendente no queda allí. Los efectos sonoros de suspenso en el reportaje de la NHK y la
gesticulación exagerada de su conductor en realidad se justifican con cada descubrimiento
realizado. Al escalar en el árbol genealógico de los Hasegawa, se reveló que no fueron una familia
cualquiera, sino una compuesta por samuráis, que además sirvieron a los Kikkawa, un poderoso
clan asentado en Iwakuni, su localidad de origen. Al pertenecer a las clases superiores, también se
encargaban de cuestiones relacionadas a la política y el manejo de gobierno de su ciudad.

A esa estirpe guerrera y de élite se suma otro detalle que explicaría el talento especial para las
artes de un migrante como Harumi Watanabe –o Harumi Hasegawa, para ser precisos–: tanto su
padre, Tomonozuke Hasegawa, como su abuelo, Juzan Hasegawa, fueron también poetas muy
reconocidos en su época, instruidos en la literatura y la cultura japonesas, y encargados de darle
clases a la familia Kikkawa. Es decir, poseedores de la misma inclinación por los versos que, sin
saberlo, cultivaría 150 años después y a 16.000 kilómetros de distancia su nieto y bisnieto José
Watanabe: el vate nikkei, el guardián del hielo.
Motoharu Kikkawa, uno de los miembros más importantes del clan de samuráis que perduró
desde el siglo XII hasta el XX.

Por la importancia y el prestigio de los poetas Hasegawa, en el Museo de Iwakuni se atesoran unos
kakemonos, rollos de papel con poemas a mano –la bellísima caligrafía es un arte aparte en
Japón–, escritos por los propios Tomonozuke y Juzan. Del primero se guardan unos versos escritos
en chino antiguo (una muestra de erudición en la época), mientras de Juzan se encontraron
algunos poemas cortos como este:

Como nacido de una fragante semilla, / un cerezo silvestre florece / del nombre de un hombre
valiente.

También en excelente estado de conservación se encontró un texto de valor especial, uno que
Juzan debe de haber escrito muy cerca de su fallecimiento, pues existe una vieja tradición japonesa
que manda a los samuráis preparar unos versos para enfrentar la muerte. Dice así:

Confía en que el mundo después de la muerte será un lugar agradable / como a la sombra de una
montaña llena de flores y hojas coloreadas.
El trazo fino de la tinta, perennizado sobre un papel de asombrosa
resistencia aunque parezca a punto de deshacerse, guarda una
sensación demasiado antigua y poderosa. Provoca creer que fueron
escritos con la certeza de la posteridad, confiando en la poesía como
una misteriosa herencia que se traspasa por el espíritu o la sangre.

Rollo manuscrito o kakemono de Tomonozuke Hasegawa (1864-?),


hallado en Japón.

* * *
La señal regional de NHK Okayama transmitió a fines del año pasado
este reportaje sobre la hija de un poeta peruano-japonés en busca de
sus orígenes. Son 30 minutos que allá pueden haber pasado
desapercibidos o tomados como anecdóticos, o en el mejor de los
casos generado interés en algún televidente y otorgado un nuevo
lector a nuestro poeta. Quién sabe.

Por este lado del mundo, en cambio, la revelación tiene mayor relevancia histórica y es
especialmente conmovedora. “Mi padre vino desde tan lejos / cruzó los mares, / caminó / y se
inventó caminos”, escribió Watanabe Varas en “Álbum de familia”, su primer poemario. No quedan
dudas de que, de haber llegado a conocer esos vaivenes de su pasado, habría sido muy feliz.

Se habría ido a dormir, como todas las noches, con el mismo cuadro encima, pero sintiendo que ya
conocía ese paisaje de montañas.

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