mucho saber dónde están, saber dónde empieza lo que se puede hacer y lo que no ¿Dónde empieza lo que está bien visto y lo que no lo es tanto? La permisividad moral y el relativismo existencial en la que estamos instalados hacen difícil compartir un código de conducta no escrito unánime, y lo que antes funcionaba sin necesidad de normas escritas ahora es objeto de reglamentación, control y sanción. Las limitaciones sociales son cada más prohibiciones explícitas que ahogan la autorregulación de la sociedad y la autonomía personal. Esta semana hemos comenzado la campaña electoral (deberíamos decir precampaña porque oficialmente comenzará el 12 de agosto) y los líderes de los dos partidos principales han hecho declaraciones a favor de una campaña limpia, sin entrar demasiado en detalles de qué es eso. ¿Qué es una campaña limpia? ¿Existen campañas limpias? ¿Alguien me puede citar un ejemplo? Con o sin ejemplo resulta muy difícil definir el concepto y más aún dónde están los límites de lo que se puede decir y lo que no se puede decir en un debate político. ¿Quién debe definir los límites? ¿Quién debe controlarlos? Si tuviéramos que definir un cuadrilátero a partir de unos límites aceptados por unanimidad, el campo de juego electoral podría tener las siguientes fronteras. Uno de los límites más claros, y compartido por todos, sería el respeto y la buena educación, sobre todo en cuanto al deseo compartido de echar al insulto del debate electoral. La otra frontera no traspasable es el respeto de las normas electorales. Romperlas es acabar con la convivencia y la democracia. La tercera frontera o límite que compartiríamos todos sería la honestidad, que permitiría un mensaje político libre de demagogia y de mentiras. Y en cuarto lugar, cerraríamos el espacio de debate político con la cordura o sentido común o sentido de la responsabilidad, que definiría la expectativa ciudadana de una auto- contención por parte de los actores políticos. Pero a pesar de que estas cuatro fronteras puedan ser compartidas por todos (izquierda-derecha, candidatos- electores, etc.), Están supeditadas a sistemas de valores ligeramente diferentes, a percepciones no coincidentes, que convierten estas supuestas líneas rojas en un borrón que difumina los límites, abierto a diferentes a escalas de valor o interpretaciones. Lo que para algunos será una transgresión para otros no lo será. Lo que para unos es una falta de educación, para otros será un desliz… Por lo tanto, pueden haber límites, pero con márgenes más o menos anchos de interpretación. Hay quien propondría otros límites para asegurar una campaña electoral limpia. Podríamos exigir un debate político con el máximo de racionalidad y objetividad posible. Pero esta exigencia raya la utopía, porque supondría una capacidad de abstracción equivalente en candidatos y electores que hoy por hoy no existe, por no decir que es imposible. ¿Quién es capaz de escuchar, dialogar, juzgar… libre al cien por cien de emociones, de prejuicios o de creencias? No nos engañemos, un discurso político libre de emociones deja de ser un discurso y pasa a ser una tesis doctoral, el estilo, el lenguaje y los argumentos de la que conforman un registro compartido por una minoría de los candidatos y electores, y excluiría a la mayoría. Hay quien pide una campaña en positivo. Lo que se supone que sería una campaña electoral sin crítica al adversario, sólo basada en la defensa de las ideas y proyectos propios, y con poco margen para establecer comparaciones y contra-argumentos respecto a las ideas y propuestas de los rivales. No nos engañemos. El discurso político, como el voto, apela por igual a la cordura y al arrojo, a la racionalidad y a las emociones. Por lo tanto, debe existir un espacio para la confrontación de ideas, para la crítica del rival, para la comparación, etc. que juegue tanto con el dato objetivo como con los prejuicios y las debilidades de electores propios y contrarios. Todo dentro de los límites del respeto, de las normas, de la honestidad y del sentido común, antes mencionados. La función del debate electoral es mostrar a quien ha de votar las fortalezas propias y las debilidades del contrario, las ventajas del programa de uno y las desventajas del del contrincante. Y para ello hay que generar controversia para llamar la atención, para generar una reacción, para estimular el receptor… Las respuestas no se hacen esperar con diversas declaraciones que censuran los argumentos empleados, pero que a la vez aprovechaban para calificar los convergentes de niños de papá que no hicieron nada. En ambos casos exageran. En ambos casos han tenido que recurrir a imágenes muy impactantes para atraer la atención del electorado. En ambos casos son conscientes de hacer un discurso no racional sino un discurso más emocional. Los candidatos son conscientes de todo lo que han dicho, ¿son unos mal educados? No ¿Han insultado? No ¿Son deshonestos? No ¿Son irresponsables? No ¿Han roto alguna norma electoral? No ¿Han generado un debate? Si ¿Han conseguido explicar lo que querían? Si. Por lo tanto, están dentro de los límites de una campaña electoral limpia y sus declaraciones son recursos y argumentos propios de la retórica orientados a convencer al electorado. La “limpieza” de la campaña electoral es difícil de definir y, aún más, de controlar. Depende de sus principales actores, los candidatos y los partidos. Nadie más puede intervenir o controlar. La reprobación debe ser compartida por todas las partes implicadas. Un desequilibrio en este sentido haría bascular una campaña electoral limpia hacia la vertiente más triste de la política.