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Síntesis y comentario de:

FRANKFURT, Harry G.: Las razones del amor

José Antonio López

El profesor Harry Frankfurt nos regala un ensayo lleno de lucidez e


ideas sugerentes sobre cómo pensar en la dirección de nuestras vidas y
el papel central que juega en ellas el amor. En este sentido, prolonga
esa larga tradición que aspira a poner la filosofía al servicio del buen
vivir.
El discurso es pulido y ordenado, aunque en algunas partes un
poco farragoso hasta lo abstracto. Se echa de menos el recurso a más
ejemplos, unos toques de poesía y sobre todo buen humor. El tema
daba para ello. Con su exposición de aire académico, indudablemente
rigurosa y precisa, el autor nos sumerge en una discusión espesa en la
que habríamos agradecido algún pequeño respiro de vez en cuando.

1. La pregunta: ¿cómo deberíamos vivir?

Por lo demás, el ensayo va desgranando las ideas casi sin tropiezos. Su


intención queda claramente definida desde el punto de partida: cuál es
la manera adecuada de afrontar la pregunta: “¿Cómo debemos vivir?” El
método que nos propone es el razonamiento práctico: “Cualquiera de las
formas de deliberación con las que las personas intentan decidir qué
hacer o bien evaluar lo que ya se ha hecho” (16). En definitiva, de qué
instrumentos disponemos para pensar mejor sobre lo que hacemos y lo
que nos conviene.
Para el autor, el punto de partida, en contra de lo que se han
propuesto otros teóricos, no puede situarse en la moralidad. “La
importancia de la moralidad como guía de nuestras vidas tiende a
exagerarse” (17). La discusión teórica sobre lo bueno y lo malo no
resulta, en definitiva, práctica, porque nos aleja de nuestras necesidades
y nuestros intereses. La moral pretende ser normativa, y no hay
prescripción consistente cuando se trata de la propia vida. Por tanto, no
es que no haya que tener en cuenta la moral, ni como instrumento ni
como propósito: simplemente, si lo que buscamos es una vida plena, tal
vez debamos dedicar más atención a otras cosas, ya que “incluso
personas bastante razonables y respetables pueden considerar y
defender que, algunas veces, hay otras cosas, además de la moral y de
ellos mismos, que les importan más” (19). La moral puede proponernos
unos principios, pero no puede decidir por nosotros “hasta qué punto es
importante obedecerlos” (21).
Entonces, ¿en qué debe basarse nuestro razonamiento práctico? En
aquello que deseamos, y a la vez nos parece importante y por eso nos
preocupa. Es decir, en aquello que amamos. Por mucho valor intrínseco
que atribuyamos a algo, eso no implica necesariamente que sea
importante para nosotros; por tanto, el valor que atribuimos a las cosas
no depende, en última instancia, de argumentos incontestables.
Tampoco el mero deseo es suficiente: hay deseos triviales. Por eso hay
que juzgarlos, tenemos la tarea de determinar lo que queremos querer.
En ese punto, puede servir preguntarse sobre lo que realmente nos
preocupa, ya que no siempre somos conscientes de ello. Lo que nos
preocupa, obviamente, nos importa y configura nuestra identidad, en el
sentido de que aporta estabilidad a las metas y a las conductas. “El
preocuparse por algo es una actividad fundacional indispensable que
nos conecta y nos vincula con nosotros mismos. Mediante esta
preocupación nos dotamos de continuidad volitiva, y así esta constituye
y participa en nuestro propio devenir” (30). La preocupación es la que
define nuestros motivos: “Nuestra forma de dotar de importancia al
mundo es preocupándonos por las cosas… El conjunto de cosas que
preocupan a una persona, más la valoración de la importancia que
tienen para ella, es lo que realmente le permite responder de manera
razonada a la pregunta sobre cómo vivir” (36).

2. Del amor, y sus razones

Un hombre ve a dos personas que se están ahogando; una de ellas es su


mujer. ¿A quién ayudará primero?
Resulta bastante obvio que ayudará a su mujer, y, de hecho,
pararse a pensar sobre ello sería demasiado pensar. ¿Por qué razón será
esa su prioridad? Porque la ama. “En sí mismo el amor es, para el
amante, una fuente de razones” (52). “Lo que amamos necesariamente
adquiere valor para nosotros porque lo amamos” (53).
Para Frankfurt, el amor hace que nos preocupemos de las cosas
por sí mismas: no como medios, sino como fines. Esto confiere al
amado un valor intrínseco que no busca ninguna otra justificación. “El
amor es, fundamentalmente, una preocupación desinteresada por la
existencia de aquello que se ama, y por lo que es bueno para él” (57).
Nos parece que en esa cualidad de “desinteresado”, Frankfurt incurre
en una contradicción; nada es desinteresado, o no habría interés. En
cualquier caso, es en esa preocupación por el amado en la que el autor
quiere hacer hincapié como característica esencial del amor, en lugar de
en las creencias o los sentimientos, como solemos pensar. Sin embargo,
no aclara cómo podríamos preocuparnos, es decir, amar, si no
sintiéramos amor previamente.
El amor es, por tanto, fuente de integridad y orientación a la hora
de dirigir nuestra vida. Pero, como todo lo humano, está sujeto a
inestabilidades y plantea inevitables aprietos. “Como cualquier estado
natural, es vulnerable a las circunstancias” (65). Nuestros amores
pueden resultar discordantes entre ellos. “Podemos querer algo y sin
embargo estar dispuestos a perjudicarlo para proteger alguna otra cosa
que queremos aún más” (62). También podemos amar a pesar nuestro.
Por consiguiente, el amor admite contradicciones y conflictos, y
cuando eso sucede puede ser fuente de desorganización interna y
afectar a nuestra integridad psíquica: “Los trastornos de este tipo
socavan la unidad de la voluntad y nos enfrentan con nosotros
mismos” (67). El suicida no ha dejado de amar su vida, lo que se
encuentra son obstáculos que le parecen insalvables para responder a
ese amor. Ante estos conflictos, ninguna razón objetiva puede dar
cuenta del valor de nuestro amor, “solo puede medirse frente a las
exigencias que nos imponen las otras cosas que amamos” (64).
Y esos no son los únicos peligros del amor. La preocupación por
los intereses del amado puede chocar con otros intereses nuestros.
Además, los objetos de nuestro amor hablan de nosotros y afectan a
nuestro lugar en sociedad. “Lo que una persona ama o deja de amar
puede contar en su favor. O puede desacreditarle, por ser algo que pone
en evidencia su mala naturaleza moral, o que es superficial, o que tiene
mal juicio, o que de una manera u otra revela sus carencias” (87). El
amor, en definitiva, no suele ser tan luminoso como podría parecernos;
también nos hace sufrir, y por eso procuramos controlar cómo y dónde
nos ponemos a su alcance.
¿Por qué anhelamos y necesitamos amar, entonces, si el amor es
algo incontrolable, inestable, conflictivo y peligroso? Porque el amor es
la única fuente de sentido. “Necesitamos objetivos que consideremos
que vale la pena lograr por sí mismos y no solo en razón de otras cosas”
(68). Sin amor, sin fines últimos, nada nos parecería lo bastante
importante. Nuestra existencia estaría vacía de orientación y de
contenido, presa tal vez de la incertidumbre. No habría nada que hacer,
caeríamos en el aburrimiento, que es la pérdida de interés y de
vitalidad. “El amor es la fuente originaria del valor último” (73); fuente
de libertad también, puesto que, al imponernos una llamada del
destino, nos libera de nosotros mismos.
3. El amado yo

¿Y qué sucede con el amor a nosotros mismos? Algunos moralistas lo


han considerado una debilidad o una iniquidad. Sin embargo, amarse a
uno mismo no solo es lógico, sino imprescindible. “Lejos de demostrar
un defecto de carácter o de ser un signo de debilidad, llegar a amarse a
uno mismo es el logro más profundo y esencial (y de ninguna manera el
más fácil de conseguir) de una vida seria y plena” (87).
Kant, por ejemplo, estaba preocupado porque las personas se
amen a sí mismas, ya que eso impedía establecer una moral rigurosa.
Quien guía sus actos de modo estrictamente moral, debería actuar
según lo adecuado, sin interferencias de sus objetivos o preferencias
personales. “No es fácil saber con certeza qué es lo que realmente
mueve a una persona” (95). “Kant sospecha que, en realidad, siempre
responden básicamente a las presiones del deseo, y que nuestros deseos
son lo que, en realidad, más nos preocupa” (97).
Estos límites que el amor a uno mismo le plantea a la moralidad
no son impedimento, sin embargo, para una vida satisfactoria. Es el
tipo de amor más básico y universal. Amarnos a nosotros mismos y a
los demás son dos procesos en el fondo indisolubles, que no pueden
darse el uno sin el otro. “Una persona no puede amarse a sí misma si al
propio tiempo no ama otras cosas… y parece también que, al amar
alguna cosa, las personas no pueden evitar amarse a sí mismas” (109).
Por otra parte, solo cuando amamos nos capacitamos para ser amados,
ya que quienes nos amen necesitan conocer a qué aspectos nuestros
dedicarán su preocupación y su desvelo. “El amor consiste,
simplemente, en el deseo de ser capaces de contar con que nuestras
vidas tengan sentido… En la medida en que los seres humanos no
pueden evitar sentir este deseo, estamos constituidos para querer amar”
(114).
Decíamos que el amor plantea no pocos conflictos. Si no somos
capaces de resolverlos, y por tanto de reunificar nuestra voluntad, es
probable que acabemos enfrentándonos con nosotros mismos. Por eso
es importante que procuremos restaurar la unidad en nuestros
corazones. Porque “el conflicto de la voluntad impide que nuestra
conducta sea eficiente, instándonos a actuar en sentidos contrarios al
mismo tiempo… Disfrutar de la armonía interna de una voluntad
unificada equivale a poseer un tipo fundamental de libertad” (121). Y es
el amor a uno mismo el que puede y debe instaurar esta coherencia
interna y esta libertad: “La vida de una persona que se ama a sí misma
es envidiable por su incondicionalidad, pero puede distar mucho de ser
admirable. La función del amor no es hacer que la gente sea buena,
sino simplemente que sus vidas tengan sentido, ayudándoles así a
enfocar sus vidas de la forma que les resulta más conveniente” (124).
Dichosos, pues, los que consiguen amarse a sí mismos de ese
modo armónico, conquistando la paz y el sentido. En el caso de la
mayoría, puesto que ese amor propio nunca estará exento de
vacilaciones y conflictos, el autor propone que procuremos tomarnos
menos en serio a nosotros mismos: “Al menos asegurémonos de poder
contar con el sentido del humor” (126).

Referencia bibliográfica: FRANKFURT, Harry G. (2016). Las razones del amor. Barcelona: Paidós.

El texto contenido en este documento, salvo las citas (página indicada entre paréntesis), es
producción de José Antonio López López (2016). Para contactar con el autor:
alfanui@hotmail.com

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