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TEATRO CALDERONIANO
(a partir de un fragmento crítico de Antonio Regalado)
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CITA DE ANTONIO REGALADO:
Las alabanzas de Schlegel al gran poeta del honor, el invencible que, como resorte secreto mueve el aparato de
amor y la religión adquieren en la España de la relojería de nuestros juicios y valoraciones y que supone
Restauración un cuño de tinte nacionalista, imagen de una historia en la que se destacan como protagonistas
Calderón que ha llegado al gran público y que ha lectores y textos, representantes, papeles, directores de
determinado opiniones ya favorables o adversas escena y guiones dramáticos.
acomodadas a preferencias ideológicas y religiosas. El Entre las historias de la literatura barroca de amplia
encomio de Menendez Pelayo encapsula esa imagen: difusión que precedieron a la Segunda Guerra Mundial
descuella la de Ludwig Pfandl, Geschichte der
La gloria de Calderón puede decirse que más que spanischen Nationalliteratur in ihrer Blütezeit (1929),
gloria de un poeta, es gloria de una nación entera, y traducida al castellano en 1933. Pfandl, disparatada
mientras se hable la lengua castellana, mientras se personificación de la «Grundlichkeit», o tesón de sus
conserve el espíritu de nuestros padres; mientras la paisanos, propagó sin humor adobándolo
fe católica no huya de las almas; mientras en psicoanalíticamente el viejo tópico sobre la sociedad
Castilla quede un resto de honor de cortesía. De decadente de la época de Felipe IV en relación al
galantería; mientras el amor se estime como una supuesto estilo calculado y gélido de Calderón, cuyo arte
devoción y un culto, y no como mero placer de los cortesano y jesuítico le apartó de las «simples obras
sentidos, mientras late, en fin, aunque sea en pocas populares, en las cuales sobresalió tanto Lope», tópico
y selectas almas, el fuego que ardía en el pecho de que José Bergamín enunció de manera más divertida en
El príncipe constante, o la fervorosa devoción que Mangas y capirotes (1933) al acuñar el aforismo «El
animaba al Eusebio de La devoción de la cruz teatro nacional en Lope se hace nocional en Calderón».
tendrá Calderón admiradores, y será considerado Según Pfandl, Calderón orientó su arte hacia «aquella fría
siempre como uno de los más gloriosos ornamentos y rígida unilateralidad que tanto y tan desventajosamente
que Dios quiso conceder a la raza española. la distingue de la cálida y viviente diversidad de Lope».
En «sus dramas de historia y de sociedad, el amor ya no
La obra de Calderón, transformada en espejo fiel de las es una pasión, sino una enfermedad de moda, el honor no
virtudes y vicios de una nación y de una época, se ha es un noble sentimiento ético, sino una degeneración
prestado más que cualquier otra a cargar con los gustos y psiconeurótica, los celos, bárbara venganza y no un
disgustos, fervores y anatemas de sucesivas generaciones. sentimiento doloroso». (...)
Sin embargo, esa obra desdìbujada y desfigurada por Pfandl, quien dedicó cariñosamente su historia a
mediaciones y tópicos ha tenido como pocas en la historia Menéndez Pelayo, se sale con la idea de que Calderón es
de la literatura europea la virtud de inquietar a futuros autor «tendencioso›› que cuando le viene al caso utiliza
espectadores y lectores. (…) como «argumentos los más burdos episodios y
El teatro de Calderón plantea precisamente la ejemplos», índice no sólo de la «exageración ilusionista y
problemática que supone la coexistencia de este doble desenfrenada en ideas, hechos y sentimientos», sino
apetito de certidumbre en el primer siglo de la modernidad, consecuencia de circunstancias, en tanto «el nivel de
confluencia que no ha dejado de confundirse con las sentimiento colectivo había descendido
respuestas de los numerosos intérpretes que han impuesto considerablemente [...] y el idealismo del último
como un a priori el antiguo principio de autoridad como Renacimiento había caído hasta el naturalismo barroco,
determinante absoluto de la visión del mundo del que el desengaño ya no dominaba como elevado
dramaturgo, no sin dejar de expresar, en contradicción con sentimiento ascético sino como depresión moral, que el
las seguridades que le atribuyen el sentimiento de inquietud caballero se había convertido en pícaro». Calderón, «bajo
y desazón que les comunica su obra. Hoy día en que la el influjo de su inclinación, de su evolución intema y de
desconfianza carcome las entrañas de la humanidad las circunstancias externas, se convirtió en campeón de
occidental y la apuesta por un progreso fundamentado en el esta reacción sobre la escena». (...)
cálculo racional de todos los ámbitos de la existencia se ha Lo que quiso decir Pfandl sobre Lope y Calderón lo
vuelto problemática, quizás estemos más dispuestos a dijo con gracia barroca meridional José Bergamín en uno
dejarnos convocar por la voz de Calderón y a revisar las de sus aforismos de Mangas y capirotes: «Un pueblo se
opiniones que se han sedimentado sobre su obra desde la conoce cuando se verifica definiéndose por el teatro,
segunda mitad del siglo XVII, en tanto subrepticiamente cuando se teatraliza. Un teatro se verifica cuando se
han llegado a formar parte de nuestros juicios y define conociéndose por su popularidad, cuando se
valoraciones. Tendríamos así que empezar con un primer populariza”.
axioma, cuestionar radicalmente la ignorancia casi
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APOSTILLAS SOBRE LA RECEPCIÓN DEL TEATRO CALDERONIANO
El problema con el que nos hallamos al realizar un comentario crítico del texto que
nos ocupa es la escasez de argumentos propios del autor, Antonio Regalado, en el
problema de la recepción crítica de Calderón. Hemos de suponer que rechaza la tradición
crítica anterior al siglo XX, pues se muestra a favor de cuestionar esa historia de la
literatura movida por el resorte de la ignorancia, y además nos entrega dos joyas de esa
crítica impulsiva y tópica como son los testimonios de Menéndez Pelayo y Pfandl. Así, el
texto se articula sobre estas dos bases críticas, que se prolongan retrospectivamente
hacia el romanticismo alemán, con la mención a Schlegel, y prospectivamente hacia la
generación del 27, con los aforismos de Bergamín. Intercaladas, hallamos breves
opiniones del autor, que nos guían en el texto hacia una lectura crítica de lo expuesto,
hacia esa incógnita final que sería descubrir la obra de Calderón despojada de las
opiniones, prejuicios y valoraciones por lo general negativas sedimentadas sobre ella en
el transcurso del tiempo.
Acerca de las alabanzas de Schlegel, y en general de la recepción de Calderón por
los románticos alemanes, se ha escrito mucho y con un rigor aceptable. No es necesario
desarrollar en esta exposición los trabajos de Durán y González Echeverría (1976) o de
Martin Franzbach (1982) entre otros, en los que se explica de manera detallada la
recepción de Calderón en Europa, pero sí nos interesa rescatar algunas consideraciones
que serán útiles para aclarar conceptos que desarrollaremos más adelante.
En primer lugar los románticos alemanes reciben a Calderón en un momento clave
de su historia artística, del ámbito alemán, en el que se valoran ciertos elementos y se
desdeñan -o al menos se pasan por alto- otros quizá más importantes:
“Naturalmente son innegables los méritos de August Wilhelm von Schlegel en la asimilación de
Calderón en el ámbito alemán. Mientras que la anterior recepción se había realizado casi
exclusivamente en el teatro, Schlegel es el primero que intenta unir totalmente la actividad del
traductor con la de una determinación teórica y estética de la obra de Calderón. (...)
Con la cristianización de la mitología antigua, con el misticismo religioso y el proceso de
alegorización de Calderón realizados por los hermanos Schlegel y Adam Müller se inicia una
corriente de interpretación que no tiene ya nada en común con la interpretación de Calderón durante
los siglos XVII y XVIII.” (Franzbach, 1982)
Si Calderón es aceptado con tanto ahínco, primero por Tieck y luego por los
Schlegel, es porque se toma como ariete que ha de arremeter contra el academicismo
ilustrado que impregna con sus poéticas neoclásicas la Europa del “siglo de las luces”.
Calderón, poeta del claroscuro, de la ruptura de unidades, apologeta de una unidad
patriótica -que, como veremos no lo es tanto-, servirá a los románticos alemanes en su
catecismo nacionalista particular. Si alaban los dramas de nuestro dramaturgo porque
presentan y resuelven enigmas de la vida, o porque, a través del sufrimiento, el héroe
alcanza la transfiguración espiritual, están acatando unos condicionantes claramente
ideológicos, en detrimento de la dimensión teatral de conjunto en la que éstos se hallaban
insertos (Durán, G. Echeverría, 1976). Eichendorff, poeta romántico alemán y traductor de
los autos de Calderón, señala que la poesía cristiana tiene como finalidad la reconciliación
entre lo eterno y lo terrestre, y que para ello es necesario el simbolismo (Parker, 1983); los
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románticos alemanes han tomado la parte por el todo, la finalidad la han convertido en
objeto principal y han olvidado que el simbolismo religioso es orgánico en la obra de
Calderón, que no es tan importante la consideración religiosa del teatro de Calderón en
cuanto a su religiosidad como en cuanto a su teatralidad. Ferrater Mora (1983) lo expresa
de manera sencilla y eficaz:
“El mundo de Calderón es plena y casi exasperadamente teatral.(...) Para Calderón, si algo es
teatral, es ipso facto real, y viceversa.”
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barroca en general, y la de Calderón en particular, no se puede considerar un espejo fiel
de la sociedad de su tiempo. Alineaciones hay para todos los gustos: Desde Maravall
(1990) o Díez Borque (1975), que la suponen un elemento propagandístico dirigido desde
las capas altas del poder para ejercer un control de las masas por medio de la captación
extrarracional (Maravall, 1990); hasta Parker (1983, 1991), Salomon (1985), Bandera
(1975), Varey (1987), Rodríguez Cuadros (1987) o Bennasar (1983), entre otros, que
plantean un elemento distorsionador más profundo, que debe ser des-cifrado siguiendo
los silogismos racionales y la peculiar cosmovisión del autor que articulan sus dramas.
“V.M. no es rey, es una persona por cuya conservación mira el conde (Olivares) para usar del oficio
de rey; y es V.M. un rey por ceremonia”
De ahí que Parker extraiga como conclusión que, en esta obra, Calderón, por
analogía Inglaterra-España, está lanzando una clara advertencia a los discretos: “el
desastre se abate sobre el reino cuando el rey antepone sus intereses al bien común”
(Parker, 1991).
Cabría suponer también como indica Parr (VV.AA., 1991) la existencia de un doble
mensaje, a través del cual el autor se comunica con un público heterogéneo, o aceptar
una pluralidad de sentidos que dieran satisfacción al público diverso que conforma el
corral de comedias. Es innegable que en las obras de Calderón existe una vertiente que
agrada y convence a un sector no acomodado de la población, al cual se le entrega un
objeto, una ficción teatral, que le subleva por unos instantes; y que, aunque al final todo
se restablezca a su orden, siempre permanece en el espectador esa ansia de conquista
momentánea de libertad (Olson, Wardropper,1978). Así se explica el éxito de público de la
masacre antihidalgo, tipo don Mendo de El alcalde de Zalamea, o la conmoción trágica
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que producían los ataques sexuales a las villanas (Salomon, 1985), o esa identificación
temporal con la clase pudiente (Díez Borque, 1975). Como dice Ortega y Gasset (Amadei-
Pulice, 1990), en el teatro:
“somos, como público, hiperpasivos porque lo único que hacemos es el mínimo hacer que cabe
imaginar: ver y, por lo pronto, nada más. Ciertamente, en el teatro también oímos, pero...lo que
oímos en el teatro lo oímos como dicho por lo que vemos”;
“De sus comedias y autos se deduce con claridad que Calderón podía sentir la angustia de la duda,
pero lamentar que no se entregara a la incertidumbre, es tanto como lamentar, no ya que Calderón
no fuera Calderón, sino que no fuera un hombre de nuestro tiempo.”
“Ce Calderon me paraît un tête si chaude (sauf respect), si extravagante, et quelquefois si sublime,
qu’il est impossible que ce ne soit pas la nature pure.” (Lázaro Carreter,1985)
Así vemos que la idea que tenían de Calderón los neoclásicos, suena más a
divergencia de criterios estéticos que a rechazo o crítica negativa. La frialdad no la
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podemos achacar ni siquiera a los románticos alemanes, que de otro modo no se habrían
sentido atraídos con tanta fruición hacia un dramaturgo cortesano y jesuítico. Pero, si
seguimos un poquito más los razonamientos de Pfandl, encontraremos la base de esta
supuesta impavidez de Calderón. Dice a continuación que Calderón orientó su arte hacia
“aquella fría y rígida unilateralidad que tanto y tan desventajosamente la distingue de la
cálida y viviente diversidad de Lope”. Apareció, pues, el fénix como referencia
comparativa -en este caso con objeto denigratorio- de la obra calderoniana.
Si ponemos en dos columnas las calificaciones asignadas a uno y otro poeta, nos
encontramos con una malla antinómica de elementos que sirven de arrojadizos sobre el
pobre Calderón:
Calderón Lope
Arte cortesano y jesuítico Obras populares
Fría y rígida unilateralidad Cálida y viviente diversidad
Amor = enfermedad de moda Amor = pasión
Honor = degeneración psiconeurótica Honor = noble sentimiento ético
Celos = bárbara venganza Celos = sentimiento doloroso
Parece como si Pfandl hubiese acumulado todos los tópicos positivos sobre Lope, y
de ahí hubiese elaborado todo un sistema de oposiciones, con el único objeto de ensalzar
el prestigio del fénix a costa de hundir a Calderón en un légamo de insensateces.
Intentaremos brevemente desmontar esta cómoda falacia, analizando uno a uno cada
argumento.
Decir que el arte de Calderón es cortesano, es abusar de una práctica
reduccionista poco eficaz y fiel con la realidad. Calderón es dramaturgo de la Corte, pero
también conoce el éxito en los corrales de comedias, y, aún mucho después de su
muerte, sus obras se siguen representando con un interés inusitado, incluso sus
“jesuíticos” autos sacramentales, que gozaban de la exclusividad en las representaciones
madrileñas por exigencias del público (Parker, 1983). En cuanto al mérito de Lope, todos
los críticos coinciden hoy en destacar su labor sincrética con el fin de ampliar el público
teatral (Aubrun, 1968) (VV.AA.,1984); no es que Lope fuese más o menos popular que
Calderón, sino que tuvo que captar un público con el que Calderón pudo ya contar
plenamente:
“Cuando Calderón comienza su obra dramática se encuentra con una riquísima herencia teatral, con
una formidable máquina en pleno funcionamiento, con unos escenarios y unas compañías de
cómicos que trabajan sin cesar, con un público entusiasta e insaciable, con un sistema dramático
que deja una gran libertad de elección y de realización al creador(...) Calderón abraza esa tradición
teatral, la asume e, instalándose en ella, como en un bien propio y, a la vez, comunitario, lleva a la
perfección el sistema dramático asimilado, en tanto en cuanto que sistema.” (Ruiz Ramón,
1992)
Calderón no tenía que esforzarse en buscar lo que ya tenía desde los tiempos de
Lope, únicamente debía conservarlo y educarlo de la mejor manera que supiera, y es lo
que hizo. En cuanto a lo de “jesuítico”, bien conocemos hoy las diversas fuentes de
Calderón como para encasillar su arte en una de las múltiples tradiciones de las que se
nutre nuestro dramaturgo.
Tampoco vemos la oposición entre unilateralidad y diversidad, pues como ya
hemos explicado, esa unilateralidad es más aparente que real, y Calderón trata
prácticamente los mismos argumentos que Lope en sus comedias, prestando más
atención el primero a lo filosófico y religioso, pero en el fondo con la misma pluralidad de
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registros.
El amor es pasión en Lope, sí, pero también lo es en Calderón, y si no tómese
cualquier monólogo femenino de las obras de éste, y se descubrirá la profundidad y
sinceridad con que este sentimiento se manifiesta.
Tampoco se nos olvide que muchas veces ese amor -o incluso el incesto (VV.AA.,
1989)- es en Lope un mero vehículo de la acción, y que, en algunos finales, la pasión se
sofoca en aras del convencionalismo teatral. Imputar a Calderón tradiciones heredadas es
manifiesto desconocimiento de esa tradición. Lope posee, al igual que Calderón, plena
conciencia del artificio teatral que maneja en sus comedias (Froldi, 1973), y por tanto, la
retórica persuasiva de la comedia barroca no debe ser considerada como un manierismo
decadente de la época de Calderón, sino como la prolongación natural de un sistema que
alcanzaría su perfección con Calderón (Ruiz Ramón, 1992).
El honor es un noble sentimiento ético en Lope, y en Calderón; quizá más en este
último porque se atreve a extenderlo a estamentos sociales a los que pocas veces se les
había reconocido (Salomon, 1985). Pfandl mezcla aquí lo que más tarde se ha
diferenciado metodológicamente como honor y honra. Es este concepto, la honra -la
opinión- lo que Calderón trata como degeneración psiconeurótica, pues en el fondo lo era,
como lo es toda convención social que deposita un valor individual bajo custodia colectiva.
Si Calderón lo retrata de esta manera no es porque él así lo juzgase, sino porque así lo
juzgaba la sociedad. Como dice Wardropper, la comedia es:
“reflejo de la forma como el público entiende y malentiende los prejuicios, expectativas y mitos
sociales relativos a su sociedad” (Olson, Wardropper, 1978)
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de lo terreno, que regula y dirige las manifestaciones terrenas. No hay dobles sentidos ni
engaño: la obra calderoniana puede tener polifonía significativa, pero no trata de ocultar
nada reprochable. Recordemos el éxito de Calderón en su época, y veremos que si
hubiese existido manifiesta intención de engaño podríamos hoy rastrear en los
documentos críticas hacia Calderón en ese sentido, cosa bastante difícil de hallar. Si lo
vemos alineado en determinado bando, también lo están otros autores de la época a los
que no se les ha colgado el sambenito de reaccionarios, verbi gratia Quevedo.
Calderón emplea los argumentos y ejemplos que estima necesarios para su labor
como dramaturgo, como rey Midas que toca y convierte en teatro. Muy a pesar de
Menéndez Pelayo, Calderón efectúa una adaptación libre de los hechos históricos con
arreglo a un plan lógico, hasta llegar a la realidad modelada de sus dramas (Parker,
1991). ¿Qué argumentos son burdos? ¿Los de la comedia de fantasía? ¿Los de los
autos? ¿Los de capa y espada? Volvemos a la práctica reduccionista que pretende
encubrir tópicos bajo más tópicos. De igual manera Pfandl ataca la “exageración
ilusionista y desenfrenada” y, aunque no lo diga expresamente, podría oponerla a la
sobriedad y espontánea claridad de Lope; curiosamente esa misma exageración se
atribuía a Góngora, y casi el mismo artificio crítico se montó al respecto oponiendo
conceptismo y culteranismo, hasta que Parker -el mismo que se entregó a la salvación
crítica de nuestro dramaturgo- desmontó la falacia de tal oposición. Sólo podemos hablar
de exageración barroca si tomamos referencias extemporáneas, hacia el Renacimiento y
el Neoclasicismo; juzgar una obra en base a criterios que le son ajenos vuelve a llevarnos
a una falta de rigor inconcebible en un trabajo crítico serio.
Las referencias al “idealismo del último Renacimiento”, y a la caída en el
“naturalismo barroco” no hacen sino apoyar lo que hemos argumentado en las líneas
anteriores: Reducción de las manifestaciones estéticas de una personalidad deter-
minada, a una simple “ejemplificación documental” de periodos históricos más o menos
arbitrarios. Aun así Pfandl intenta salvar el tipo en sus descalificaciones, y arguye para
disculpar la denostada obra calderoniana una conjunción entre su “evolución interna”
-suponemos que se refiere a su inclinación hacia lo religioso- y las “circunstancias
externas”, verdaderas culpables de ese reaccionarismo de Calderón, con lo que nos
presenta la famosa máxima orteguiana de “yo soy yo y mi circunstancia” como explicación
final de cualquier desvarío -quizás en este caso más del crítico que del criticado-.
Y lo que también es grave es la incomprensión de Calderón por nuestra también
inventada generación del 27. Es cierto que en esos momentos se lava la imagen de
Calderón con los primeros estudios detallados de Valbuena Prat, y algunos ensayos
críticos de otros contemporáneos, pero quedan como un bienintencionado intento de
recuperación de la tradición sin una continuidad seria posterior, salvo en el caso de los
Valbuena (Abellán, 1981).
Antonio Regalado ha elegido a un personaje del 27 estrechamente ligado a la
crítica literaria, y también ligado en cierta medida al catolicismo de Calderón, salvando por
supuesto las distancias temporales que separan a ambos. Bergamín recoge la pelota
lanzada por los finiseculares y, quizás más por alarde de ingenio que por reflexión propia
-observemos si no, su más serena reflexión en Wardropper (1983)-, mantiene el tópico de
artificiosidad frente a espontaneidad, o como él dice, nocional frente a nacional. Max Aub,
que para nosotros tiene el interés de ser coetáneo suyo, nos dice de Bergamín:
“Quevedo, Calderón y Unamuno son sus maestros reconocidos y reconocibles a primera vista;
frente a lo gongorino general de la época, representa el conceptismo. Su afición a acuñar frases le
llevó primero por el camino del aforismo (...)” (Aub,1966)
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Bergamín sobre Calderón. No debemos tomar estas afirmaciones como punto de partida
para una argumentación completa sobre el punto de vista de Bergamín o de sus
contemporáneos sobre la comedia barroca. Lo que nos muestra Antonio Regalado es sólo
una píldora de pensamiento concentrado que reduce a una frase ingeniosa toda una
visión de un periodo complejo de nuestra literatura. Podemos adivinar por otros cauces
las opiniones de los del 27 acerca de Calderón, pero sería extenderse en variados puntos
de vista según autores, e incluso según épocas.
Con este honroso intento de reasumir los condicionantes del barroco, como base
preliminar del vasto proyecto de renovación cultural y pedagógica que empren-dieron los
del 27, se recuperaron Góngora, Quevedo, Cervantes y Calderón. Pero éste siguió
cargando con su pésima fama crítica -que le costaría un nuevo olvido al otro lado del
Atlántico- cuando la guerra civil llevara a gran parte de los intelectuales al exilio, y el
regimen totalitario de la España arraigada devolviera los fantasmas de un dramaturgo que
elogiaba el poder divino, que promovía el espíritu de la cruzada, y que hacía aparecer al
rey como símbolo del orden restablecido.
En fin, hemos podido comprobar que Calderón debe -o debía hasta mediados de
este siglo- removerse en su tumba, sintiéndose objeto de los más furibundos ataques de
personajes que, en el mejor de los casos, por su ignorancia, han vertido sobre su obra y
figura una serie de sinsentidos y tópicos negativos, de los que ha habido que despojar con
esmero en estos últimos tiempos. Tiempos que, como dice Antonio Regalado, por ser
también de desconfianza e incertidumbres, contribuyen a solidarizarnos con esas dudas
lanzadas al aire por nuestro eximio dramaturgo. No es extraño que los periodos de
valoración positiva de Calderón coincidan precisamente con momentos históricos en los
que se valora lo subjetivo; y viceversa, que los intentos de acercamiento desde la
exclusividad racionalista hayan conducido al rechazo de su obra.
Cerramos este breve ensayo pidiendo disculpas por la frivolidad con la que
hayamos podido censurar a grandes figuras de nuestra crítica, a los que, en el fondo, sólo
se pueda acusar de no haber podido compartir la capacidad ingente de información de
que disponemos hoy día; y pedimos disculpas también por la acumulación caótica de
juicios, datos, citas y demás, que sólo se justifican por la brevedad y premura con que han
de ser abordadas las cuestiones que aquí nos ocupaban. La reflexión de Ferrater (1983)
clausura esta exposición:
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