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Taylor Caldwell

Sólo Él sabe escuchar


Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

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EDITORIAL GRIJALBO. S.A.
MÉXICO. D. F. BARCELONA BUENOS AIRES

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

SOLO EL SABE ESCUCHAR


Título original en inglés: No One Hears But Htm.
Traducción: Amparo García Burgos, de la 1* edición de
Doubleday & Company, Inc., Carden City N.Y. 1966
© 1966, Taylor Caldwell
© 1966, Reback and Reback
© 1974, Ediciones Grijalbo, S.A. Déu i Mata 98, Barcelona 29
D.R. © 1985 por, EDITORIAL GRIJALBO, S.A.
Calz. San Bartolo Naucalpan No. 282 Argentina Poniente 11230 Miguel
Hidalgo, México, D.F.
Este libro no puede ser reproducido,
total o parcialmente,
sin autorización escrita del editor.
ISBN 968-419-491-9 IMPRESO EN MÉXICO

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ÍNDICE
Taylor Caldwell....................................................................................................................................1
Introducción..........................................................................................................................................6
ALMA PRIMERA...............................................................................................................................9
ALMA SEGUNDA............................................................................................................................24
ALMA TERCERA.............................................................................................................................39
ALMA CUARTA...............................................................................................................................51
ALMA QUINTA................................................................................................................................62
ALMA SEXTA..................................................................................................................................80
ALMA SÉPTIMA..............................................................................................................................94
ALMA OCTAVA.............................................................................................................................107
ALMA NOVENA............................................................................................................................121
ALMA DÉCIMA..............................................................................................................................137
ALMA UNDÉCIMA........................................................................................................................149
ALMA DUODÉCIMA.....................................................................................................................166

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Dedicado con toda veneración a la Bendita Madre del Hombre que


Escucha

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Introducción
Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los desesperados,
los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los agonizantes y
afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su carga, los viejos, los
jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el hombre que escucha, que
espera y escucha constantemente, pacientemente, las angustiosas historias que
van a relatarle en el silencioso ambiente de azul y mármol. No hay experiencia que
no haya escuchado ya. No hay dolor con el que no esté familiarizado. No hay
crimen contra Dios o el hombre que no haya sido visto con sus propios ojos. Ha
oído las blasfemias de los que se sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el
llanto de todos los padres, de todos los hijos. Ha escuchado todas las plegarias y
todas las excusas. Las experiencias de todos los hombres son suyas. Nada le
turba, excepto el odio y la violencia. Pero los conoce también.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John Godfrey
hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si se le busca, si
se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún hombre, por depravado que
éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha sido rechazado por él. Su
paciencia jamás se agota, su amor nunca se consume. Él escucha a todos, pues
dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis. Es un
sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala de espera y
otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a través de los años,
a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared de la sala de espera:
"Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos fuentes en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o aquellas que
no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido. A veces los
pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado. Algunos acuden al
hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole de "medievalismo".

Otros llegan llenos de desprecio, dispuestos a rechazarle, exclamando que


ésta es una época "ilustrada y moderna", y que no hay necesidad de un hombre que
escuche... a excepción del psiquiatra. Otros llegan seguros de que el hombre del
santuario es un clérigo, un doctor, un asistente social, un profesor o, simplemente,
alguien dispuesto a escuchar en un mundo que ha olvidado el modo de escuchar a
los demás... tan ocupado se halla hablando de sí mismo y lanzando sólo
incoherencias, temas sin importancia, teorías y blasfemias sin fin, y todo el
cúmulo de violentas y sangrientas trivialidades que no pueden satisfacer al alma.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Algunos en fin acuden con absoluta incredulidad, y con la misma incredulidad


se van.
Pero casi todos, cuando hablan al hombre, encuentran respuesta a su angustia
y desesperación, a sus pecados y sufrimientos. El mundo jamás les dio una
respuesta, ni en sus escuelas, ni con sus placeres, ni en la riqueza, ni en las
pequeñas satisfacciones, pues el mundo carece de respuesta para la necesidad
más terrible del espíritu humano: alguien que escuche. Alguien que se sienta
realmente interesado, realmente compasivo, auténticamente amoroso,
auténticamente fiel, auténticamente comprensivo.
A pesar de lo mucho que se habla de "amor" en el mundo actual,
permanece el hecho de que jamás ha carecido tanto el mundo de amor, este
mundo duro de corazón, asesino, cruel, egoísta, despectivo e indiferente. Jamás
tantos han sido traicionados como son traicionados ahora. Jamás tantos se han
sentido perdidos como ahora se sienten. Jamás el corazón del hombre ha
carecido tanto de fe como el corazón del hombre moderno, aparte toda esa
charlatanería de "involucración" y "preocupación por la humanidad". Jamás la
muerte ha amenazado a tantos, y nunca la libertad ha sido tan escasa; no, nunca
en toda la terrible historia del mundo. Ya no nos molestan las masacres, ni
escuchamos al hombre que nos pide ayuda en nuestra misma puerta. Nos aislamos
de todo ello mientras los cielos siguen oscureciéndose y se aproxima el Apocalipsis.
Estamos muy ocupados... con nada. Hablamos... de nada. Nuestro vecino, nuestro
hermano, nos suplica ayuda a gritos, y eso no nos preocupa. Peor aún, ni siquiera le
oímos, enfrascados en nuestra vida tan ocupada, tan vulgar y tan trivial. Es más,
ni siquiera nos escuchamos a nosotros mismos; jamás nos damos plena cuenta de
todo lo que decimos a lo largo de toda nuestra vida.
El odio, no el amor, invade el espíritu de la humanidad hoy en día. El triunfo de
la maldad está casi consumado en un mundo que desprecia el bien a cambio de las
"verdades científicas" de hoy, que son los errores científicos del mañana. El
relativismo ha reemplazado a la eterna y absoluta verdad. A nuestros niños, en
nuestras escuelas seculares, no se les enseña reverencia, fe, obligaciones,
responsabilidad, orgullo y conciencia de sus realizaciones y respeto a la autoridad.
Y no se les enseñan esas cosas porque sus mismos padres no lo desean.

Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que jamás ha
aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz verdadera, la serenidad,
la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que escucha
puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los pobres en verdad,
aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos dado amor, pero no el
auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y palabrería estúpida, pero no la
palabra viva. Les hemos abandonado en su desolación y por eso son violentos y
sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni por su país, ni por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos? Jamás ha
fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
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Este libro pretende, y con toda deliberación, enfurecer a muchos. Pero la


autora confía en que esa cólera les induzca a "escuchar" también, o al menos a
inspirar ese pensamiento, antes de que sea demasiado tarde.

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ALMA PRIMERA

EL CENTINELA

«¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?» ISAÍAS, 21: 11.

ALMA PRIMERA

Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes. Éstos
se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues respetaban a
los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de licenciado en Artes, su
trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias aplicadas les habían
impresionado favorablemente, aunque se sentían algo divertidos y desconcertados
ante las razones que el había aducido para elegir este trabajo actual, en particular
en esta ciudad. Como se trataba de hombres tan corteses, agudos y sofisticados,
él no les había dicho toda la verdad. Les había dejado creer que había sufrido un
período de romanticismo en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento
de levantarse y actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran
románticos, se decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y dos
años, aunque fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños. ¡Algunos de
nosotros incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de los caballeros, "¡O
maquinistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello implicaban, sin embargo,
que Fred se había dejado ir durante demasiado tiempo, y éste había enrojecido.
No le gustó aquel caballero en particular y eso fue lo que le impidió decir toda
la verdad. Temía que le juzgaran sentimental o un poco falto de ambición, defectos
terriblemente graves e indignos en un hombre de más de treinta años.

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Se habían ofrecido a asignarle a alguien que le llevara en coche a pasear por


la ciudad hasta que llegase la hora de ir al aeropuerto, tomar el avión y volar a
casa. Pero a Fred le gustaba pasear. Había enrojecido cuando todos se rieron
afectuosamente al oírselo decir.
—Iré a pie a todos los sitios que me dé tiempo —dijo—. Díganme, por favor,
algunos puntos de interés en particular.
—Bien, tenemos un magnífico museo de ciencias, de gran interés para usted; un
museo de historia, en el que podrá hallar datos para sus estudios de política, y
una galería de arte que también le resultará interesante. Están todos por aquí, a
un cuarto de hora a pie unos de otros. Después enviaremos a alguien a su hotel
para que le recoja y le lleve al aeropuerto.
Disponía de tres horas. Era un magnífico día de otoño, de la clase que a él le
gustaba, cálido, seco, brillante de sol. Empezó a caminar. Era realmente una
ciudad preciosa, aunque no era más grande que la mitad de la suya. Los
edificios eran más elegantes, y de piedra más ligera, y de ladrillo, y la ciudad
tenía cierto aire meridional, aunque no estuviera realmente en el sur. Las calles
eran más amplias y más limpias y la gente parecía muy enérgica.
A Connie le gustaría; vivirían en uno de los suburbios, en aquel que la Compañía
sugería especialmente para los hombres de la organización. Aquella misma
mañana había podido ver el barrio de pasada. Su propia ciudad no tenía suburbios
tan bonitos como éste, y todos tan bien comunicados con el centro vital de la
ciudad. Las casas eran muy atractivas y costaban mucho menos que la suya
actual, que ahora pondría inmediatamente a la venta.
La escuela más cercana le había parecido extraordinariamente agradable y
moderna, y su hijo mayor iría pronto allí. En resumen: todo era estupendo, incluido
el hecho de que sus ingresos serían el doble de lo que ya estaba ganando, por
no mencionar las pagas extras, los beneficios anuales, vacaciones pagadas y más
largas, excelentes disposiciones en cuanto a la pensión del retiro, seguro de
enfermedad, seguros familiares, pagos por enfermedad y una docena de otras
cosas agradables en las que ni siquiera podía pensar en su trabajo actual.
"He sido un idiota —se dijo mientras paseaba por la calle principal mirando los
escaparates de las tiendas, brillantes al sol—. Me alegro de no haber esperado
demasiado."
Se estaba muy bien al aire libre para pensar en visitar lugares de interés, así
que caminó al azar llevando el abrigo al brazo y pensando lo mucho que iba a
disfrutar de la vida en esta ciudad. Aquel vago sentimiento de depresión que
experimentaba en ocasiones se debía, naturalmente, a que estaba solo y al deseo
de volver a casa, con su familia. Además, nunca había estado lejos de casa antes
con la idea de abandonarla para siempre. Era un hombre gregario, se dijo. Pronto
haría amistades entre todos aquellos hombres que había conocido y con los que
congeniaba. Connie también se uniría a diversos grupos en la nueva iglesia, y los
niños pronto se sentirían a sus anchas con sus nuevos compañeros de juegos y
sus nuevas actividades. Además los inviernos aquí eran cortos, al contra-no que en
su ciudad, un auténtico infierno para un hombre que tenía que caminar mucho.
"Pero ya no caminaré así mucho más —pensó—, aunque no es que lo haya hecho
con frecuencia en estos últimos tres años..."
Era extraño, pero cada ciudad parecía tener su olor individual. La suya olía a
polvo, a goma, a acero y a electricidad —sí, electricidad, y no era su imaginación
—. Pero esta ciudad olía a piedra pulida y a aceras limpias —¡él era un técnico en

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cuestión de aceras!— y a ambiente cálido y, sí, era gracioso, a fruta. Decidió que
le gustaba.
El tráfico era muy rápido, observó con sus ojos experimentados, y la gente
parecía menos malhumorada que en su propia ciudad y menos beligerante,
aunque también había una gran multitud. Las ciudades estaban abarrotadas en
estos tiempos. El tráfico era un poco menos alocado y los peatones menos
groseros. En resumen, sería "más fácil" vivir allí. Vio un policía de pie en una
esquina, alerta, vigilante, y Fred, involuntariamente y por costumbre, se acercó a
él en seguida.
—Hola —dijo—. Soy un extraño en esta ciudad y...
El policía era joven pero se volvió inmediatamente a mirarle, y Fred vio en su
rostro lo que siempre percibiera en el rostro de la policía en su ciudad: intensa
vigilancia y una rápida sospecha, todo inconsciente, pero allí por desgracia.
Se sintió algo decepcionado, pues había pensado que esta ciudad no se
parecía a la suya. Dijo rápidamente:
—También yo soy policía. Me hicieron sargento sólo hace tres años. Fred
Carlson es mi nombre. Vengo de...
Extendió la mano. El joven policía aún parecía sentirse dudoso, pero aceptó
con rapidez la mano de Fred y, con la misma rapidez, la soltó.
—¿Sargento? —repitió.
Fred sacó la cartera y su tarjeta y se las mostró al agente con la misma
cortesía con que deseaba que se identificara cualquier ciudadano corriente. El
policía examinó las credenciales que se le ofrecían con una minuciosidad que
habría sido innecesaria hacía diez años y estudió la fotografía. Luego se la
devolvió, se llevó la mano a la gorra con aire juvenil y sonrió.
Y ¿qué hace aquí, sargento? ¿Buscando un criminal?
No —Fred vaciló—. Busco otro trabajo —añadió—, y lo he encontrado,
precisamente aquí.
—¿Trabajo policial?
—No. Voy a entrar en la industria privada. Con la Clinton Research Associates.
El joven policía le examinó con curiosidad pero no hizo comentarios.
—Un hombre ha de pensar en su futuro —dijo Fred.
—Sí.
—Además, ser policía en estos tiempos no es lo que era antes... ¿Cómo se
llama?
—Jack Sullivan.
—Un auténtico nombre de policía. No, ya no es lo que era, y lo que yo pensé
que debía ser.
Los ojos de Jack Sullivan se estrecharon.
—Alguien ha de ser policía —dijo—. Así es como yo lo pensé. Es lo único que
siempre deseé hacer.
—Yo también —dijo Fred.
Se miraron y luego Jack Sullivan añadió:
—He de seguir con mi ronda.

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Empezó a alejarse, tras un brevísimo saludo, pero Fred le siguió y caminó a su


lado. No le había gustado la expresión que tenían aquellos ojos azules e
inteligentes.
—Pero, ¿dónde le lleva este trabajo?
Alguien ha de mantener la ley y el orden —dijo el joven policía mirando
agudamente el rostro súbitamente desgraciado de Fred—. Para eso nacimos
algunos de nosotros, pero supongo que usted, sargento, nació para algo más.
"Será cierto", se dijo Fred. Pero era demasiado tarde para pensar en eso
ahora.
—¿Cómo anda el crimen en esta ciudad, Jack?
—Un infierno —repuso éste con elocuente brevedad.
—Así es en todo el país en estos días, ¿verdad? Me pregunto por qué. Todo el
mundo se pregunta lo mismo.
—Perdimos a cuatro de nuestros mejores hombres hace un mes —dijo Jack, y
su joven rostro se oscureció—. Y diez el año pasado. ¿Es que toda la gente se
está volviendo loca? Y ahora todo el mundo hablando de cámaras de revisión civil.
Ése será el momento —ahora hablaba con pasión— en que nosotros iremos a la
huelga y dejaremos que los criminales se hagan fuertes durante algún tiempo a
ver si así consiguen meterle algo de sentido común al pueblo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Fred deprimido. La "brutalidad de la policía".
Todos esos pobrecitos criminales acusándonos a gritos cuando se les ha cogido con
las manos en la masa. Y luego los asistentes sociales y los que creen que van
haciendo el bien, y los que se dedican a hacerles cariñitos y a mimarles lo
repiten también, y lo mismo los malditos jueces viejos que quieren ser reelegidos y
que tienen el corazón blando, y el cerebro blando también, y carecen de
responsabilidad pública. Nos hemos convertido en una nación de sentimentales
psicópatas sin el menor respeto por la autoridad y la decencia y sin dignidad.
Peor aún, somos una nación de criminales.
—Es cierto —dijo Jack Sullivan, con el rostro repentinamente endurecido.
Supongo que por eso es por lo que usted se sale de ello, ¿verdad, sargento?
Para olvidarlo todo, ¿no?
Miró de frente al sargento Fred Carlson y no había expresión alguna en sus
ojos. Vio un hombre alto y joven, delgado, fuerte y duro, con el cutis claro, ojos
castaños, pelo rubio y un aire de resolución, dureza y autoridad. Jack apretó los
labios.
Yo no diría eso —se defendió Fred—. Pero he de pensar en el futuro.
¿Qué futuro hay en el trabajo de un policía?
—Sargento —repuso el agente con una cortesía elaborada que era en sí
misma un insulto—, yo no puedo saberlo. Sólo soy un estúpido policía, de lo
contrario no me pasaría la vida tratando de hacer que se cumpla algo de lo que
todo el mundo se ríe. Sólo un estúpido policía. He de seguir mi ronda.
La despedida era demasiado evidente. Fred Cari-son, sargento, ya no era
importante. Era sólo otro civil que no comprendía la labor de la policía. Quedó solo
en pie, en la acera, observando la espalda muy erguida del policía que se apartaba
rápidamente de él. Finalmente dio media vuelta y caminó lentamente, con la
cabeza inclinada. Se forzó a pensar en su nuevo y brillante futuro en esta ciudad,
la apreciación de todo su trabajo, el salario duplicado, la seguridad y, ¡maldita

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sea!, el fin del temor, el fin de su sensación de rabiosa inutilidad y amarga


impotencia, el fin del desprecio.
Connie era hija de un agente. Su padre había sido asesinado sólo hacía un año
en cumplimiento de su misión y a manos de criminales que, después de
capturados, fueron dejados en libertad por un tecnicismo. Ella sabía bien lo que
significaba ser policía. Temía por su marido, aunque ya habían acabado sus días
de patrullero y por eso corría ahora menos peligro. Menos peligro... pero no
mucho. Había tenido muchos malos ratos desde que lo ascendieron a sargento,
algunos incluso peores que cuando había sido un simple Patrullero. Nunca le había
dicho a Connie lo cerca de la muerte que estuvo sólo hacía un mes. técnicamente
habría servido para asustarla. Ella vivía en constante temor por él. Pero era la hija
de un agente y para ella la labor de la policía era la cosa más importante del
mundo. "Como un centinela —decía— que guarda la ciudad." Connie era muy
poética en ocasiones, pero no había poesía en la labor de la policía, sólo
amenaza y violencia por parte de los criminales, y suciedad, un trabajo agotador y
muy mala paga, y, siempre, el desprecio y la burla de todos. Eso era lo peor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —murmuró Fred en su furia.
Llegó a un cruce de calles con un disco rojo y se detuvo. Pasó un coche
ante él. A los lados llevaba unos cartelones en rojo y blanco: "¡Apoye a la policía
local!" ¡Qué risa! "¡Apoye a la policía local!" Se echó a reír. Un hombre que
estaba a su lado se rió también.
—Vaya chiste, ¿no? —preguntó a Fred.
Éste le miró sombríamente.
—Sí, vaya un chiste —contestó.
Al hombre no le gustó la mirada de sus ojos. Se apresuró a alejarse. "Otro
sólido ciudadano", comentó para sí el sargento Fred Carlson, otro lector de
periódicos escandalosos que siempre estaban chillando sobre la "brutalidad de
la policía". Un hombre que creían lo que decían aquellos hijos de perra: que
los hombres se hacían policías porque eran demasiado estúpidos o demasiado
indolentes para ser cualquier otra cosa, y además porque eran sádicos por
naturaleza. No era de extrañar que tales "ciudadanos" ya no estuvieran
seguros en las calles de sus ciudades; no era de extrañar que sus hijos fueran
amenazados cada hora de cada día y que los tenderos fueran asesinados a tiros
tras los mostradores de madera de sus establecimientos, que las mujeres se
escurrieran en la oscuridad por temor a ser atacadas y que se robara en las
casas a la luz del día y se violara a las mujeres en sus hogares o
apartamentos de los suburbios. Ya no era de extrañar que el terror invadiera
el país y todas sus ciudades, desafiante y brutal, rojo desangre. El caos reinaba
en todas partes porque los proscritos y los psicópatas ya no eran lo que eran
realmente: criminales. Ahora eran "perturbados mentales", "víctimas de hogares
destrozados" o "individuos privados de cultura y de las ventajas y privilegios que
les correspondían".
"¡Y la gente espera que todo policía, trabajador y valiente, sea un estúpido
asistente social con nociones de psiquiatría y no un guardián de la ley y
protector del pueblo!", pensó Fred con su intensa y antigua amargura. "¡Maldito
sea, maldito sea!"
Sintió de nuevo la familiar desesperación, la frustrada cólera y el ultraje.
"Llorones —pensó—, nos hemos convertido en una nación de llorones, peligrosos
soñadores blandos y lacrimosos que repetimos cualquier imbécil perogrullada que
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

se les ocurra a los astutos enemigos de la sociedad con vistas a sus fines
definitivos. Nos hemos hecho afeminados y... ¿cómo dicen ellos en su jerga?,
alarmados. Todo es alarmante ahora, desde una amenaza de guerra o un show
de la televisión. ¿Qué clase de gente somos?... Imbéciles. ¡Afeminados imbéciles!
¡Invertidos en más de un sentido!"
Pensó en la última vez, hace un mes, en que asistiera al desayuno tras la misa
de la Sociedad del Santo Nombre de la que era socio. Había visto antiguos y
envejecidos policías retirados allí, hombres viejos a los que nadie confundiría
jamás con viejas. Tenían rostros firmes y resueltos, aquellos hombres que habían
guardado la seguridad pública y habían luchado durante más de cincuenta años, y
habían exigido y recibido respeto de su pueblo. Habían sido el terror de los
criminales.
—Dime, Tim —había preguntado Fred a uno de ellos durante el desayuno—,
¿cómo es que ahora la gente ya no respeta a los policías?
—La culpa es de las mujeres —repuso Tim con su rudo acento irlandés—. Nos
ha entrado miedo de las mujeres y de sus grandes bocazas, y de que metan las
narices en la política y en todo. Y hemos dejado que hagan mujeres de nuestros
chicos también. Dios se apiade de nosotros.
Fred hizo la misma pregunta a otro viejo patrullero retirado.
—Bien, te diré, sargento —había contestado el viejo—. Es la decadencia general
en la religión y la moral pública, y ¿a quién podemos echar la culpa? Durante los
pasados cuarenta años yo lo he visto por mí mismo. No digo que no hubiera gentes
malas en los viejos tiempos. ¡Claro que las había! Pero la gente trabajaba
demasiado tiempo y demasiado duro para oír las suaves mentiras de los
embusteros, y tenían mano dura con los chicos, y si era preciso los arrastraban a
la iglesia. Pero ahora mis nietos se ríen de la religión y siguen su camino. ¿Quién
tuvo la culpa? No lo sé, hijo, no lo sé. Creo que hay demasiadas mujeres en todas
partes, deseando demasiadas cosas para sus críos antes de que lo hayan ganado.
Eso los hace débiles y blandos, sin músculos en sus cuerpos ni en sus almas.
—Bien —dijo Fred con gratitud—, mi Connie les da una paliza a los niños si no
obedecen las normas de casa, y tiene razón. Nada de "democracia" en nuestra
casa, ni que los pequeños tengan "el mismo voto". ¿Qué saben los críos?
—Nada —contestó el viejo prontamente—. Pero oyendo a las mujeres y a las
maestras uno pensaría que cada vez que un crío abre su estúpida boca está
pronunciando palabras de la Sagrada Escritura en vez de m... Y por eso los críos se
creen los amos del mundo. Te digo, Fred, uno de estos días va a haber un
auténtico estallido... y no será demasiado tarde.
—Les siguen llamando "niños" cuando son lo bastante mayores para estar
casados y tener familias propias —intercaló otro viejo policía—. Por una parte te
dicen que los críos son más maduros estos días, que saben más de lo que
sabíamos nosotros a su edad, y por otra parte les llaman "nenes" y derraman
estúpidas lágrimas cuando alguna putita tiene un bastardo y dice que "no lo
sabía". ¡Qué demonios!, ¿cómo no había de saberlo con todo tan explicado en los
periódicos y revistas, y en los anuncios y en la televisión? Sólo que se figuran que
alguien les sacará del lío en vez de meterlas en la cárcel como solía hacerse antes
c u a n do se ha bía n c orrid o una jue rga a s í.
"Todo está permitido ahora", pensó Fred. ¿Qué había escrito Lenin? Quitad la
moral a un pueblo y no tendrá coraje para resistir. Bien, ¡la moral del pueblo
americano se había reducido ya todo lo que era posible! Una generación adúltera y

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sin fe. Estaban bien maduras para el duro totalitarismo y el látigo. E,


inevitablemente, eso acabaría por llegar.
Había estado caminando muy deprisa y se detuvo bajo el sol del día otoñal
para secarse el rostro. A su izquierda vio que se alzaba un suave terraplén de
tierra verde, en medio mismo de la ciudad, con árboles de tonos brillantes, rojo
y oro, y macizos cuajados de hermosas flores de otoño. Sobre la pequeña colina
había un solo edificio blanco, clásico, con tejado rojo y puertas de bronce que
relucían al sol. "Un pequeño y hermoso parque —pensó Fred—, y muy bien
conservado." Vio fuentes y bancos de mármol a la sombra de los árboles, y
ardillas que jugueteaban en la hierba, y niños que corrían entre los macizos de
flores mientras sus madres los observaban desde la fresca sombra.
¿Una pequeña iglesia, un museo? Fred empezó a caminar lentamente por uno
de los senderos de grava, excitado su interés. Los blancos muros, en la distancia,
brillaban bajo la fuerte luz. Nunca había visto nada tan hermoso y sereno. Vio a
una joven madre sentada bajo un gran roble observando a su pequeño que daba
de comer a una ardilla. La mujer tenía un rostro hermoso, grandes ojos negros
y una mata de pelo negro como la seda que le caía hasta los hombros. Sonrió a
Fred y éste se detuvo llevándose la mano al sombrero.
—Perdone —dijo—. Soy un forastero en esta ciudad. ¿Qué es ese edificio?
Con una voz clara y dulce ella le contó la historia del edificio y del viejo John
Godfrey, y Fred escuchó con profundo interés.
—El hombre que escucha, ¿eh? —dijo—. ¿Un doctor, un psiquiatra, un
trabajador social, un abogado...?
La muchacha sonrió y su rostro pareció iluminarse.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que cree la gente, pero no es eso.
—Entonces, ¿quién?
Ella quedó repentinamente grave. Estudió a Fred.
—Podría usted descubrirlo por sí mismo —dijo—. Al parecer, nadie se lo dice a
nadie.
—¿Usted le vio alguna vez?
Su voz era muy serena.
—Sí —vaciló—. Verá, hace cuatro años... bien, yo estaba bastante
desesperada. Iba a matarme...
—¿Usted? —la miró incrédulo—. ¿Dejando a su marido y a su hijito?
—No lo teníamos entonces, Tom y yo. Si no hubiera sido por... ese hombre...
de allá arriba, el pequeño Tom no estaría aquí ahora, ni yo tampoco, y odio
pensar en lo que le habría sucedido a mi marido. Y dónde habría estado yo...
Bueno, no quiero pensar en ello —estudió de nuevo a Fred con mirada
escudriñadora—. ¿Por qué no va y habla con él usted mismo? Si es que tiene
problemas...
—No tengo problemas —dijo el reticente sargento de policía—, por lo menos
ninguno que no pueda arreglar por mí mismo.
—¡Qué afortunado es usted! —dijo la muchacha.
Sus ojos eran sinceros. Llamó a su pequeño y Fred siguió subiendo hacia el
edificio. ¡Qué afortunado era! Iba a librarse de la maldición que suponía el
desesperante, el decepcionante trabajo de la policía y crearse un futuro para sí y
su familia en un trabajo que sería respetado por todos. Sí, era afortunado de
salirse a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Sólo era la idea de vender
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

el primer hogar que realmente había tenido lo que le hacía sentirse deprimido, y la
idea de dejar los lugares familiares, los viejos amigos. Sí, eso era todo. En un par de
meses sería feliz de nuevo, o al menos estaría contento, pues ¿quién puede ser
feliz en este mundo?
Se detuvo en el amplio y bajo escalón para leer las palabras doradas, en arco,
sobre las puertas de bronce magníficamente trabajadas: EL HOMBRE QUE
ESCUCHA. "Yo podría decirte muchas cosas, hermano", pensó Fred con tan potente
amargura que él mismo se sintió asombrado. "¡Pues claro que sí! Pero ¿me
escucharías tú? ¿O te limitarías a susurrar consuelos, como esos consejeros
neutros, para aplacarme con palabras imbéciles y con tópicos? ¿O me dirías que yo
estaba haciendo exactamente lo mejor... cuando sé que no es cierto?"
Quedó atónito ante aquella vehemente traición de sus propios pensamientos.
¡Pues claro que tenía razón! ¿Por qué había pensado por un segundo que no la
tenía? ¿Qué cosa, oculta en su interior, le había traicionado? Estaba tan turbado
que sintió odio por el hombre que esperaba en aquel santuario blanco, el
embustero de palabras suaves que probablemente carecía de virilidad y sólo
tendría la asquerosa y afemina-de "buena voluntad" que reemplazaba el
sentimiento auténticamente cristiano en estos días. Probablemente acariciaba
las mejillas y las manos de los desgraciados que acudían a él en busca de consejo
en su desesperación, y les lanzaba una jerga psiquiátrica al rostro y les decía
que la "sociedad" les había tratado mal, y que merecían y tenían su "compasión”.
"Compasión, "¡un cuerno!", pensó Fred Carlson. Lo que la gente necesitaba era
auténtica comprensión, la de hombres que les dijeran, como Dios dijo a Job, que se
sujetaran los lomos y fueran hombres y no pseudo hombres asustados.
"¡Hermano!", pensó mirando las puertas de bronce, "¡Apuesta a que jamás oíste
las quejas de un auténtico hombre en tu vida! ¡Me gustaría decírtelas!" No era
un doctor, ni un psiquiatra, ni un asistente social, ni un abogado, había dicho
aquella muchacha. Entonces debía ser un clérigo, uno de aquellos tan brillantes de
la nueva ola, llenos de sofisticación y muy preocupados por los "problemas
modernos, tan complejos" y por "nuestro deber para con el mundo", ¡y que
jamás tenían una palabra sobre los firmes deberes del hombre para con su Dios y
del imperativo de ser un hombre, y no una mujer con pantalones!
La furia hizo que Fred Carlson empujara bruscamente las puertas, tan
fuertemente que casi fue catapultado a la fresca sala de espera, en penumbra.
—¡Perdón!
Pero sólo había un viejo allí, en medio de mesas de cristal, lámparas de
agradable y tenue luz, y sillas cómodas. El viejo le sonrió. Tenía un rostro muy
oscuro, marcado por los años, y un casco muy viril de pelo blanco. Su aspecto y
sus ropas le revelaban como un hombre del campo.
—¡Muchacho! ¡Vaya si debes tener problemas —dijo con afectuosa sonrisa—
para entrar corriendo de ese modo!
El sombrero nuevo de Fred le había caído casi sobre la nariz en su prisa. Se lo
echó atrás.
—No —dijo—. No tengo problemas. Soy forastero en esta ciudad.
—Eso es lo que todos somos, hijo —asintió el viejo. Forasteros en la ciudad.
Siempre lo fuimos, siempre lo seremos. Recuerdo algo que oí una vez...
a mi esposa le gustaba mucho leer, y sobre todo poesía..."Forasteros que se
encuentran en una tierra extraña y a las puertas del infierno." Jamás pensé

16
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

mucho en eso hasta hace poco, pero ahora sé lo que significa. Sí, señor; ya lo
creo que lo sé.
Fred se sintió tan interesado por esto que descubrió que ya se estaba
sentando y quitándose el sombrero. El viejo le estudiaba con ojos cansados pero
muy agudos.
—Dijo usted que no tenía problemas. Hijo, si es así, es que no tiene mucho
sentido común, o muchos sentimientos. Cuando alguien me dice que es
"terriblemente feliz" siempre pienso: "O es usted un embustero, o un loco." No es
posible vivir en este mundo y ser feliz después de cumplir los tres años.
—¿Por eso está usted aquí?
—Exactamente. He llegado al fin del camino y no sé qué hacer. Me han dicho
que el hombre de ahí dentro puede darme algún consejo. Nadie más puede
hacerlo.
"Debe tener al menos setenta años —pensó Fred— y ha trabajado duramente
toda su vida, como hicieron mi padre y mi abuelo. Ha trabajado en la tierra y,
por el aspecto de sus manos, todavía sigue trabajando." Tenía un aire solitario!
Probablemente sería viudo también.
—Espero que ese hombre le ayude —dijo Fred cortésmente.
Se oyó una suave campanada y el viejo se puso en pie.
—Eso es para mí —dijo. Se detuvo, mirando agudamente a Fred—. Hijo, sería
mejor que usted también le hablara. Parece como si lo necesitara. Puedo oler los
problemas, lo mismo que huelo la lluvia y la nieve antes de que vengan.
Se dirigió a la puerta más alejada, agitando la cabeza. Fred se sintió enojado.
Vio como la puerta se cerraba tras el viejo sin sonido. Se arrellanó en la silla.
Era agradable estar allí, tan fresco, un lugar tan bueno como cualquier otro
para descansar antes de volver a su hotel. Cogió de la mesita una revista de
actualidad y empezó a pasar las páginas llenas de fotografías. Había una en color
de cierto famoso evangelista, de rostro fervoroso y excitado, el pelo blanco
flotante al viento y las manos alzadas, dirigiéndose a un numeroso público. Bajo
la fotografía, a doble página, se leían estas palabras:
¡CENTINELA! ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE?
Las inquietas manos de Fred se detuvieron. Miró las palabras impresas que
parecían saltar hacia él: ¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
De la Biblia, naturalmente. Las recordaba vagamente de hacía años. En la
antigüedad los centinelas patrullaban por los muros de la ciudad y por sus puertas,
con el farol, durante toda la noche, la espada al cinto y la trompeta de alarma.
Bajo la gran luna plateada o las lejanas estrellas, el centinela seguía su lenta y
resuelta ronda, guardando la ciudad mientras dormía, buscando con sus ojos a
enemigos y criminales, asesinos y ladrones. Ése era su deber, su sagrado deber.
Sin el centinela, la ciudad caería...
Fred lanzó la revista con furia vengativa al otro lado de la habitación y la rabia
de siempre le dominó de nuevo. ¡Oh, iba a mencionarle todo eso al santurrón y
mentiroso de ahí dentro!
Le preguntaría lo que pensaba de una nación que atacaba a sus centinelas y
se burlaba de ellos y los acusaba de brutalidad. "¿Qué opina de una ciudad —le
diría— que desprecia tanto a sus centinelas que no les paga un salario con el que
puedan vivir y los ataca y se burla de ellos con desprecio?" Y además, sí, le diría:
"¡Bien, pues yo dejo mi puesto, y sólo espero que un infierno de vándalos los
asesine a todos en sus sudorosos lechos y queme sus casas en torno a ustedes!
17
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Eso es lo que merecen. ¡Llévense su asqueroso puñado de dólares y cómanselo!


¡Que sus cámaras civiles patrullen por la ciudad y acaricien a cada asesino hijo de
perra que encuentren en la oscuridad! ¡Nosotros, los policías, ya los hemos sufrido
bastante! ¡Estamos muy hartos de todos ellos!"
Cambió de postura y meditó en su rabia e indignación. Luego escuchó el sonido
de la campana. Alzó la vista. La llamada era para él. Se puso en pie de un salto y fue
a la puerta más alejada, bullendo su mente con furiosas preguntas y furiosas
respuestas. Abrió la puerta de un empellón y entró a paso de carga, lleno de odio
y amargura.
No sabía qué había esperado, pero ciertamente no este lugar blanco y azul,
sereno, aquella paz sin ventanas, aquella distante alcoba cubierta por cortinas
azules, y el sillón blanco con su almohadón azul. Había supuesto que encontraría a
un clérigo serio, de mediana edad, ante una mesa, con archivos a sus espaldas y
un cuaderno y una pluma ante él. Había 'esperado un amable saludo:
—Buenas tardes. ¿Quiere sentarse y decirme qué le preocupa?
Quedó sorprendido y el calor de su mente se calmó un poco. No había allí nadie
más que él mismo. ¿Se había ido el hombre tras el último visitante? Fred miró en
torno viendo los muros suavemente iluminados y oyendo el débil susurro del
acondicionador de aire. Había un aroma de helechos en el aire, con la fragancia de
un profundo bosque.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó tentativamente.
Nadie le contestó. Dejó su abrigo en el sillón y el sombrero en el suelo. Luego
se sentó y contempló las cortinas de terciopelo azul. Era muy extraño, pero
parecían ocultar a alguien que estaba muy cerca, y que estaba escuchando. Fred
se inclinó un poco hacia adelante y dijo con cierta brusquedad:
—Soy policía.
No hubo respuesta. Fred se rió un poco:
—Un policía que se retira. Me voy. ¿Necesito decirle por qué? Es muy sencillo.
Estoy cansado de sentirme avergonzado de mi trabajo, de tener que disculparme
por él ante un puñado de imbéciles que piensan que los policías son estúpidos o
sádicos y que les gusta disparar y pegar sólo por el gusto de hacerlo. Bien, ahora
ya me han metido en sus propias filas y, cuando vea un policía en la calle a partir
de hoy, pensaré: ¡Pobre estúpido a quien nadie aprecia! Uno de estos días algún
loco te meterá un cuchillo en las costillas o te volará los sesos. Entonces tu
esposa tendrá que dejar a tus hijos y buscar un empleo, porque no habrá
suficiente dinero para que ella mantenga a la familia. No habrá justicia para ti
tampoco, ni lágrimas públicas.
Los jueces se abrazarán al cuello de tu asesino y sollozarán sobre su "hogar
destrozado" y lo muy "privado" que él se vio, y tu asesino será enviado a una
encantadora cárcel un par de años, o a esa especie de club campestre que es el
hospital psiquiátrico, y todo el mundo estará seguro de que se ha abusado de él.
Tú utilizaste la "brutalidad policíaca", ¿no? ¡Pues claro que sí! Estabas protegiendo
tu ciudad y tu vida. ¡Imbécil!
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
—¿Qué? —exclamó Fred—. ¡Oh, esa estúpida pregunta! Yo se lo diré. Cuando
llegue la noche, y seguro que llegará, las ciudades serán un caos de crímenes y
robos, y todo eso es lo que merecen. ¡Habla de alarmas! Pues yo me alegraré de
verlo, se lo aseguro, me alegraré de verlo. Yo seré el primero en reírme de los
rostros atónitos y asustados. ¿Mujeres y niños asesinados en las calles? ¿Las

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

tiendas robadas? ¿Las iglesias quemadas? ¿Los hombres escurriéndose a lo largo


de las paredes como ratas y llorando? Y ¿a quién le importa?
Su voz, casi violenta, resonaba desde las paredes con ecos desafiantes.
—Usted no lo cree así, ¿eh? Usted cree que los hombres son cada día más
civilizados, ¿no? "¡La perfección del hombre!" ¿Sabe lo que pienso de eso?... No
me importa que sea un clérigo; le vendrá bien oír unas cuantas palabras brutales
de un policía brutal, quizá por primera vez en su vida.
"El único modo en que la mayoría de los hombres pueden mantenerse
disciplinados es mediante el temor a la ley o el temo de Dios...
Se detuvo.
—El temor de Dios —repitió lentamente—. Y ¿dónde está eso ahora, en la
América de hoy, o en cualquier parte del mundo? ¿Qué han hecho algunos clérigos
para meter el temor de Dios en la gente? Nada. Ustedes deploran lo que llaman
"fuerza", ya sea la autoridad de los padres, de la ley, o de la divina justicia. Ustedes
creen en la persuasión y la educación y la ilustración. Lo mismo creyeron otros
hombres en el pasado, y ellos descubrieron, como descubriremos nosotros, que
ésas son sólo palabras, y además estúpidas. Déjeme que le diga unas cuantas
cosas que he visto por mí mismo en mi propia ciudad. No pasa un día sin que
algún policía no traiga a un gamberro que ha cogido robando, o matando, o
maltratando a alguien. Pero entonces, cuando se lleva al criminal a juicio, los
asistentes sociales entran en tropel con los llorosos padres y resulta que el policía
estaba equivocado y que el criminal fue el maltratado y que "jamás tuvo una
oportunidad en la vida". El juez escucha. ¿Cree usted que se vuelve a los padres
del criminal y les dice: ustedes son los que deberían ser castigados y ejecutaos,
pues ustedes hicieron esto a su hijo y a su país, y ustedes son los auténticos
criminales? No, él no dice eso. También él se seca una lágrima y empieza a hacer
agudas preguntas al policía sin creer prácticamente ninguna de las respuestas del
imbécil que arriesgó su vida para defender la ley y la sociedad. En ocasiones, incluso
le recrimina. Y el criminal queda libre y acaba por cometer otro robo u otro crimen.
Y entonces la gente pregunta: ¿Dónde está nuestra policía? Todo lo que saben
hacer es poner multas de tráfico.
—Le diré dónde están los policías —prosiguió—. Están haciendo sus rondas de día
y de noche, aunque saben que es inútil. La gente no va a apoyarles. En realidad la
gente es su enemiga.
El centinela, el "pies planos", como le llaman, está sirviendo desesperadamente
a los mismos hombres y mujeres que se ocupan afanosamente en destruir su
autoridad, en condenarle a él, en liberar a los criminales y asesinos para que los
ataquen de nuevo. ¡Todo en nombre del "amor fraternal"! ¡Por el amor de Dios! No
comprenden que millones de personas son, por su propia naturaleza, como Caín, y
deben ser "arrojados", como dice la Biblia, condenados al ostracismo y no
rehabilitados hasta que muestren arrepentimiento... y yo he sido policía durante
años y jamás vi arrepentirse a un criminal. Lo único que teme el criminal es la
firme justicia.
"El temor de Dios... ha sido reemplazado por lo que ellos llaman "amor". Hay
que amar a todo criminal, a todas las víboras que uno se encuentre. Y preguntan
muy serios y abriendo mucho los ojos: ¿Soy yo el guardián de mi hermano? No
saben, o han olvidado, que fue Caín, el asesino, el que hizo esa pregunta. Y cuando
Caín la hizo, Dios no dijo: ¡Seguro que tú eres el guardián de tu hermano! Sólo
dijo: La sangre de tu hermano grita desde la tierra contra ti. Y por eso Caín quedó

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

marcado y exiliado, y se convirtió en el padre de todos los criminales que han


vivido en el mundo desde aquel día. Pero ahora no los marcamos y enviamos al
exilio. Ahora les damos "amor", y ellos vuelven una y otra vez a los mismos
tribunales, y son abrazados por los mismos asistentes sociales... y salen libres para
hacer la misma tarea una y otra vez.
"He observado, y todos los demás policías lo han observado también, que la
mayoría de los crímenes son cometidos por criminales puestos en libertad una y
otra vez. Miramos el tipo de trabajo y casi siempre podemos nombrar al tipo que lo
hizo. Pero si le cogemos de nuevo nos enfrentamos con toda clase de absurdas
restricciones dictaminadas por los tribunales. Ahora los jueces casi nunca aceptan
las confesiones de culpabilidad. Creen que todas las confesiones son "forzadas" y
falsas, y que fueron obtenidas bajo la "brutalidad de la policía". Incluso cuando el
criminal mira al juez al rostro y le dice la verdad, el juez le sonríe
compasivamente. Es difícil conseguir un jurado decente y que se respete para que
dé en estos días un veredicto adecuado. Todos han sido corrompidos por ese
"amor" sin Dios del que se oye y se lee en todas partes.
—El amor de Dios es el principio de la sabiduría.
—¡Es cierto! —exclamó Fred. Entonces se detuvo.
¿Había oído esas palabras del hombre tras la cortina o sólo había pensado
en ellas? Una débil confusión oscureció su mente. En tan silencioso lugar, los
pensamientos de un hombre parecían ser externos a él, y no internos—. De todas
formas es cierto —dijo—, tanto si oí decírselo a usted como si sólo lo pensé.
“¿Quiere que le diga una cosa? Todo ese amor de que tanto se oye hablar en
estos días es sucio. Eso es lo que es: sucio. Uno mira a la gente que lo vocea y
tiene la sensación de suciedad moral y espiritual, no natural, indecente. Como...
bien, como el "amor" entre homosexuales y otros pervertidos. Tal vez sea
“amor” ¡Pero yo no lo llamo así! Y tampoco llamo amor auténtico a eso tan
dañino para el ambiente y espíritu nacional. Es repulsivo, nauseabundo. No es de
hombres. Es peligroso.
Hemos de tener piedad del desgraciado, sí, del auténticamente desgraciado,
como el enfermo, el inválido, el minusválido, el viejo y los que son víctimas
auténticas de sus maravillosos compatriotas. Pero no de los criminales, los
desarraigados, los pervertidos, los ladrones por hábito. No, no de ésos, los
verdaderos enemigos de la sociedad. Ellos eligieron ser lo que son. Yo me eduqué
hasta ser lo que soy en un barrio muy malo. Mi padre era un obrero. No recuerdo
haber comido bien durante la mayor parte de mi infancia.
"Pero ¡seguro como que hay infierno que yo tenía miedo del viejo! Él era el jefe
de la familia. Nos enviaba al colegio y a misa, y ¡que Dios tuviera piedad de nosotros
si faltábamos a la escuela o al catecismo! Nos enseñaba a ser limpios, mental y
físicamente, aunque tuviéramos que dormir los cuatro niños amontonados en un
pequeño dormitorio oscuro. Un paso fuera de la fila y lo sentíamos durante días.
"Ninguno de nosotros llegó a ser criminal, aunque fuéramos lo que llaman hoy
en día "privados de ventajas". Mi hermano es abogado. Mis dos hermanas se
casaron con hombres buenos y temerosos de Dios. Y todos tuvimos interés en ir a
la escuela superior y a la universidad, trabajando en vacaciones, durante la noche
y en los fines de semana para pagarnos los estudios. Nadie pagó por nosotros, y nos
sentimos orgullosos de ello.
"Pero en la casa de al lado vivía otra familia de seis personas. El padre
trabajaba con el mío. Pero ¡qué diferencia! Los niños se criaron en la calle. Fueron

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

expulsados de la escuela una y otra vez. Eran delincuentes antes de los trece años.
Jamás iban a la iglesia. Terminaron siendo unos ladrones, uno de ellos asesino
además, y el otro condenado por molestar a las niñas. Su padre jamás les dio una
paliza, jamás les enseñó disciplina. Hablaba a mi padre de "amar a los hijos” pero
¡si alguna vez un hombre odió a sus hijos ese fue él! ¿Cómo lo sé? Los informes de
la policía lo demuestran. Aquel hombre les dejó hacer cuanto querían les dio todo lo
que pudo sin pedir nada a cambio, V jamás les explicó lo que significaba ser un
buen ciudadano y un buen americano. No tenían otro deber que satisfacerse a sí
mismos a expensas de la sociedad. Si eso no es odio, me gustaría saber lo que es.
"Uno de ellos mató a un policía. E intentó matarme a mí.
Tembló con el recuerdo de aquella noche, sólo hacía un mes. Continuó:
—Recibimos el aviso de que estaba asaltando una joyería. Era un robo más de
toda una serie. Fui allí con cuatro de mis hombres. Acorralamos a tres ladrones,
pero no antes de que uno de ellos nos disparara, matara a uno de mis mejores
muchachos y casi me diera a mí. Pronto los llevarán a juicio. Pero el blando del juez
ya les ha designado a uno de los grandes abogados de la ciudad. Si los condenan a
cinco años a cada uno, incluido el asesino, me sorprenderá mucho. Pues el criminal
ha dicho ya que la confesión le fue "arrancada mediante la brutalidad de la policía".
¡Y le cogimos con la pistola humeante en la mano! Yo conozco a ese abogado.
Presume de que siempre consigue la libertad para sus clientes. Y esta vez también lo
conseguirá. Los asistentes sociales están ocupándose de ello. Han reunido
informes completos sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados
de cultura y de privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y
sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes la gente
escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la policía y
nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido ser policía.
Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la ciudad, de la paz y
seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más importante del mundo para él! Y
lo fue para mí. Me iba a pasear con los policías, jóvenes y viejos, que hacían su
ronda, y hablaba durante horas con ellos. Entonces se sentían orgullosos de ser
policías. La gente los admiraba y respetaba. A una madre le bastaba con decir: La
próxima vez que hable con Mr. Mullaney le hablaré de ti; y el pequeño se portaba
bien. El policía era la autoridad legal, después de Dios, y debía ser obedecido y
honrado. También el sacerdote nos lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a los
agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los miembros
despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía. Quiero vivir
un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el pueblo, no

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé que tiene razón.
Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto de la paga miserable
por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y el orden contra toda la
estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos y la tiranía. Pues que lo
disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir un poco, respetado,
razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar condenadamente
seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y mi farol solitario, v mis
armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil lo recoja, si quiere, y que le
maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada peculiar de
sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se había alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!
—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo aseguro! Ya
no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con rabia
creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por todos
los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué le importan
las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres indefensas, los ciudadanos
trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la alcoba,
vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al hombre.
Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió después que
había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos ocultos y un débil
temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que tú
jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los dejarás. Tú
no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos, dejándoles sin esperanza.
Tú patrullarás constantemente con tu luz, y nunca dormirás. Tú harás sonar la
alarma. Siempre estás haciendo sonar la alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti también,
y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la noche se
acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando para guardar al
pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Ahora recuerdo algo... Cuando dieron a elegir entre un criminal y tú, el


pueblo eligió al criminal. Siempre lo hacen, eso nunca falla. Pero tú se lo
perdonaste. Has estado vigilando a través de toda la noche, y estarás a nuestro
alcance cuando la noche llegue.
Fred Carlson se puso en pie y se acercó al hombre lentamente. Se arrodilló
ante él, se santiguó e inclinó la cabeza.
—Centinela —dijo—, no vas a estar solo. Yo voy a estar acompañándote,
seguro que sí. Patrullando en los muros y las puertas de la ciudad.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA SEGUNDA

EL SADUCEO

«Poderosa fortaleza es Nuestro Dios.»

ALMA SEGUNDA

—¿Es eso todo lo que puede decirme? —preguntó aquella mujer desolada.
"Y ¿qué es lo que quiere que le diga? —se preguntó el hombre a sí mismo—.
¿Quiere un canto anticuado y sentimental en el que no creo, y que resulta absurdo
en estos días ilustrados y sofisticados? Yo no soy un párroco, mi querida señora,
lleno de consoladores tópicos y suaves aforismos. Soy un profesor, un líder, un guía
para mi congregación. ¿Acaso espera que la tranquilice con alguna historia
evangélica, o que invoque a algún dios tribal? Los católicos no son los únicos que
han ido a buscar el "aggionarmento". Nosotros lo hemos estado procurando
desde Lutero. La religión es ahora intelectual y apela a los intelectuales y a la
razón moderna.
El doctor Edwin Pfeiffer miró desde lo alto del último piso del lujoso edificio
de apartamentos y vio el suave cimbrearse de los árboles bajo el viento
primaveral. ¡Aquel maldito "santuario" allá abajo! Podía ver el tejado rojo del
edificio, blanco y alargado entre la masa de follaje y flores, encantadores tulipanes
rojos y macizos de dorada forsitia, y aquellos grupos de lilas y capullos de
jeringuilla. Recordó un antiguo y estúpido himno de su infancia, en la iglesia donde
su padre era ministro. ¡La religión de la antigüedad! Vio a los fieles de su padre,
hombres y mujeres sencillos, que cantaban fervorosamente y de corazón, los
hombres con sus ropas de domingo, las mujeres con vestidos baratos de algodón,
sombrerito y guantes. Amaban los himnos algo tontos, apasionados y antiguos que
apelaban a las emociones y no a la mente, pero después de todo, eran personas
emocionales que creían con sencillez y aceptaban las cosas con sencillez y tenían
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

un ¿total? temor del diablo y de todas sus obras. El doctor Pfeiffer suspiró y
sonrió. Sí, ellos aceptaban todas las cosas, incluso su vida tan dura, con
mansedumbre. Pero sus hijos e hijas, gracias a Dios, creían en la perfección de la
naturaleza del hombre, y en una sociedad en transformación para adaptarse a las
nuevas necesidades y exigencias, con objeto de satisfacer el legítimo deseo del
hombre moderno de confort, satisfacción y algunos de los goces del mundo
material "¡Aquellas pobres personas que nada pedían, de los tiempos de su padre!
No tenían mucho en cuanto a placer y satisfacción mundanos, a excepción de su
religión que, aunque les enseñaba antiguos valores religiosos, también les
mantenía demasiado industriosos y demasiado dóciles ante las injusticias sociales.
De pronto le pareció ver sus rostros serenos, amables, fuertes y llenos de paz.
Una repentina inquietud le dominó. Se rascó la barbilla pensativamente. ¿Por
qué no veía rostros semejantes en su propia iglesia, en estos tiempos? ¿Por qué no
los veía desde hacía años? Bien, los hombres ahora eran más conscientes, más
exigentes. ¿No era mejor así?
—¿Nada en absoluto? —insistió la mujer, sentada tras él en el largo sofá de su
elegante sala de estar.
Pero el doctor Pfeiffer no la oyó. La ética, la razón, la conducta civilizada. Eso
es lo que nosotros enseñamos ahora, y no el sentimentalismo ilógico del
pasado. El hombre que avanza mental y espiritualmente hacia un estado de
supravirilidad, bajo la guía del maestro, un evolucionado supracristo.
Chardin. A él realmente le gustaba Chardin. Ahí había habido un sacerdote, un
auténtico místico, con una visión dé. mundo completo aquí en la tierra. Un
intelectual. Pero todos sus antiguos compañeros de sacerdocio estuvieron
firmemente en su contra, y la jerarquía no permitió que se publicaran sus libros
durante su vida. ¡Qué prejuicios, en verdad! ¡Y en esta época moderna! ¡Estatuas de
yeso y corazones sangrantes! ¿No se daban cuenta de que...?
Oyó un débil sonido a sus espaldas y se volvió, absorto aún en sus
pensamientos. Habló con auténtica preocupación, sin advertir cuan impotentes
sonaban sus palabras:
—Mi querida Susan...
—No tiene nada que decirme —dijo ella, con el rostro escondido entre sus
manos—. Sólo palabras sin consuelo ni ayuda.
Quedó aterrado. Había hablado con ella más de una hora, como una
persona razonable e inteligente a otra, tratando de inspirarle fortaleza y valor. La
mujer se había limitado a mirarle con un ansia desesperada. ¿Qué es lo que quería?
En nombre de Dios, ¿qué quería? Hacía más de quince años que conocía y trataba
a Susan Goodwin y a su difunto marido Frederick. Era miembro de su
congregación (uno no hablaba de "parroquias" en estos tiempos, como si fuera un
vulgar pastor a cargo de una masa de cerriles ovejas). Ella siempre le había
parecido la auténtica representación de la mujer moderna, controlada, cortés,
educada, segura de sí misma, intelectual. Conocía toda la historia del matrimonio
Goodwin. Habían sido jóvenes inteligentes y educados, aunque horriblemente
pobres. Pero, hacía unos doce años, Frederick había heredado de repente lo que
incluso en estos tiempos podía considerarse una fortuna de un pariente que apenas
conocían. Dos años después, a la edad de treinta y cuatro y treinta y dos años,
respectivamente, habían tenido su primer y único hijo tras una unión de diez
años. ¿Cuántos años tendría el chico ahora? Diez, naturalmente. Todavía no estaba
confirmado. Él había bautizado personalmente al niño, Charles Frederick Goodwin.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Un magnífico muchacho. Una pena lo del padre, que había muerto de un ataque al
corazón cinco años después. Ahora Susan sólo tenía al niño, al que vivía
consagrada. No era probable que se casara de nuevo. La muerte de su esposo la
había dejado muy alterada. Y a los cuarenta y dos años, aun cuando se volviera
a casar, no era probable que tuviese más hijos. Una desgracia, una desgracia.
Pero, después de todo, hay que tener coraje y fuerza de carácter y no caer en el
sentimentalismo llevado por la absoluta desesperación, y no exigir jamás de un
consejero espiritual lo que éste no puede dar con toda honradez... pero ¿qué
quería ella?
—Sólo diez años —dijo Susan, tras sus manos apretadas contra el rostro, contra
los ojos—. Y ahora debe morir. Si no mañana mismo, como mucho dentro de un
año.
—No debemos abandonar toda esperanza —dijo el doctor Pfeiffer mirando
furtivamente su hermoso reloj—. Ya sabe que ahora están avanzando y haciendo
progresos en lo referente a la leucemia. Consiguen que los niños vivan mucho más
tiempo del que era posible hace años. Y tal vez en cualquier momento se descubra
el remedio efectivo. Siempre hay esperanza...
Pero Susan le cortó:
—Ha tenido tres transfusiones esta semana. Quizá ni vuelva a casa del
hospital.
Dejó caer las manos. Su rostro, un rostro generalmente compuesto y
sonriente, estaba dominado por el dolor y el sufrimiento, de modo que parecía
mucho mayor que su edad real. Su cabello castaño claro estaba desordenado,
como si se lo hubiera revuelto repetidamente con dedos nerviosos; su cuerpo
esbelto había adoptado un aire de decaimiento desde que diagnosticaron la
enfermedad del niño, hacía un mes. Pero sus ojos —y en cierto modo esto animó al
ministro— no tenían huellas de lágrimas. Detestaba las lágrimas incontroladas
ante el destino, ante los hechos inexorables. Eso quedaba para las campesinas,
para las mujeres poco civilizadas.
Fue junto a ella y se sentó a su lado gravemente. Un hombre alto y erguido,
con un magnífico traje secular, un rostro inteligente y alerta, agudos ojos oscuros
y pelo oscuro y ondulado. No se sentía demasiado ofendido cuando oía decir a
ciertos jóvenes irreverentes que parecía una estrella de cine. Se sentía orgulloso de
su voz sonora y de su buena presencia. Insistió:
—Susan, hay que enfrentarse a las cosas con valor, ya sabe. Hay algunas cosas
que no pueden... evitarse aunque lo queramos, por muy deseable que ello sea.
Fortaleza. Resignación...
—¿Resignación ante la muerte absurda e inútil de mi hijo? —sus ojos azules le
miraron ahora ardientes, con total angustia—. ¿Por qué tiene que morir? ¿Por qué?
¿Por qué?
-—No lo sé —dijo el doctor Pfeiffer con genuina preocupación—. Son cosas que
suceden constantemente, irrazonables, inexplicables. Sólo podemos enfrentarnos a
ellas como seres humanos, con valor, sin dejarnos dominar en ningún momento por
una desesperación irracional. Eso no es digno de la humanidad. No pasa una
hora sin que alguien grite... ¿por qué? ¿por qué? Nosotros...
—Sí, ¿por qué? —insistió Susan.
—No lo sé —repitió, sintiendo aquella turbadora inquietud de nuevo, y cierto
resentimiento ante su insistencia infantil—. Pero uno debe ser realista.

26
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—No lo sabe —dijo Susan, y sus ojos azules le miraban con amargura—. ¡Y
usted se dice ministro!
Se sintió ofendido, pero también lleno de piedad. Por primera vez deseó que
toda aquella jerga viniera a su mente y pudiera decirle con honradez: "Todo
obedece a la misteriosa voluntad de Dios. Sus caminos no son nuestros caminos,
y algún día lo entenderemos; si no aquí, más allá de la tumba.” Pero era un
hombre honrado. Realmente no sabía más que los otros lo que había más allá de la
tumba, si es que había algo. La resurrección de Cristo, naturalmente, era sólo
simbólica. El espíritu de Cristo, naturalmente, había sobrevivido a su muerte, y
había persistido a través de los siglos y, era de esperar, persistiría siempre. Lo
mismo que el espíritu del hombre, el espíritu razonable, civilizado, ilustrado,
sobreviviría a través de sus hijos en todas las generaciones futuras. Uno buscaba la
inmortalidad a través de sus propios hijos.
Mientras tanto, antes de la muerte, vivía una vida ordenada y razona-blemente
disciplinada con ciertos placeres legítimos, gozando en la simple existencia y
haciendo el menor daño posible a los demás. Era la herencia del hombre lo que
sobrevivía, la herencia de un ser histórico, su influencia en el presente. ¿Qué más
podía desear o pedir un ser intelectual?
Todo lo demás eran conjeturas, y en esta época científica ya no se vivía de
conjeturas.
No era la primera vez que viera desesperación y angustia en un rostro
humano. Siempre había ofrecido las mismas palabras de consuelo: valor, fortaleza.
El tiempo sana todas las heridas. La vida sigue. Día a día disminuirá ese tormento,
créanme. Es preciso seguir viviendo y soportando el dolor. Hay que levantarse de
nuevo, alzarse del lugar donde la angustia nos ha hecho caer. Eso es lo que se
espera del hombre. Y el futuro encierra para todos nuevos consuelos, nuevos
placeres... Esperen y verán.
Algunos, por supuesto, eran criaturas poco razonables. Dos hombres y una
mujer se habían suicidado el año anterior, todos de su congregación. No habían
tenido paciencia para esperar el efecto curativo del tiempo, de una vida nueva.
Nunca les había perdonado por ser tan emocionales y por haber turbado así su
existencia ordenada y su misma razón. Pero, naturalmente, los pobres habían
estado psicológicamente enfermos; por tanto, era preciso compadecerlos. ¡Si
hubieran aceptado su consejo y acudido en busca de terapia a un psiquiatra, el
cual les hubiera explicado que aquella angustia terrible tenía sus raíces en alguna
frustración de su infancia y que ellos debían comprenderse a sí mismos y sus
conflictos interiores para poder seguir adelante con serenidad! Pero no habían
aceptado su consejo en su enfermiza angustia, en su auténtica locura. Se habían
limitado a suicidarse. Triste. Un poco molesto también, pero triste sin embargo.
Confiaba en que Susan Goodwin no fuera de esa clase. No, ella era una señora muy
sensata.
Se aclaró la garganta:
—¿Puedo sugerirle algo, Susan? Usted conoce al doctor Snowberry, el psiquiatra.
Acuda a él en seguida. Yo le arreglaré una cita si quiere, es miembro de mi
congregación. Él le explicará que su... tristeza e incapacidad de aceptación están
arraigados en sus frustraciones anteriores, en la época en que usted y Frederick
eran muy pobres. O que, por el hecho de haber carecido de muchos privilegios,
usted se siente profundamente rebelde contra las circunstancias y no quiere
aceptarlas. Él...

27
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—¿Un psiquiatra, cuando mi hijo se está muriendo? —la voz de Susan fue casi
un grito.
—Lo sé, lo sé. Le parece muy duro, ¿verdad? Pero créame, Susan, yo sé de lo
que estoy hablando. La experiencia, ya sabe. Usted es todavía una mujer joven
y...
Ella le miró; sus ojos eran como hielo azul.
—Por favor, váyase, doctor Pfeiffer —dijo. Se estrujó las manos. Seguía sin llorar
—. Por favor, váyase.
Ahora sintió él cierta cólera. ¿Qué quería ella? Todo lo que le había dicho
durante una hora había sido recibido con hostilidad, con un desprecio
desesperante... irrazonable en verdad.
Era como aquellas simples mujeres de la parroquia, no, de la congregación de
su padre. Deseaban respuestas sensibles para cosas que no tenían respuesta.
¿No era así? Se puso en pie secamente.
—Visitaré a Charles en el hospital mañana, Susan.
—¡No! ¡No quiero que vaya! ¡Tampoco a él puede decirle más de lo que me ha
dicho a mí! ¿O es que va a decirle al pobre niño, doctor Pfeiffer, que sea valiente?
¿Que se enfrente con los hechos y acepte las cosas de modo civilizado? ¿También
a él le dará una piedra en vez de pan?
¡Cómo se contagiaban los tópicos incluso entre personas modernas! En su
angustia no querían respuestas realistas, no querían que se les hablara valor.
Deseaban ser consolados...De nuevo aquella dolorosa inquietud y un renovado
resentimiento, dominaron al ministro. Hablaría de esto en su próximo sermón. Sus
sermones dominicales siempre se publicaban el lunes en el periódico más
importante de la ciudad, y eran muy admirados por su estilo, su contenido
intelectual y su serena comprensión. Algunos aparecían a veces también en
periódicos de otras ciudades.
—Es usted un fraude —dijo ahora Susan Goodwin—. Usted es un falso pastor.
—¿Porque no quiero mentirle? ¡Susan!
Ella no volvió a hablarle. En realidad dejó la habitación. Inmediatamente
entró la doncella con su abrigo y sombrero. Se sintió muy ofendido. Lo habían
despedido como a un vendedor inoportuno. Salió de la casa al alegre y brillante
aire primaveral. Un hermoso día. Inspiró profundamente. ¿Por qué a los
hombres les resultaba imposible en ocasiones disfrutar del presente, de lo que
tenían a su alcance, de todo lo que un hombre poseía? Porque el hombre siempre
buscaba... ¿qué buscaba el hombre ansiosamente cuando la calamidad le
azotaba? Superstición. Mentiras. A la mayoría de los hombres les resultaba
imposible aceptar lo simbólico. Muy primitivo. La vida tenía tantos encantos,
tantos placeres inocentes, tantos medios de satisfacción, en el trabajo y en la
vida sencilla... Sin embargo, aun después de la Ilustración, muchos corrían
todavía esforzadamente tras nebulosas locuras, insustanciales y míticas. "Yo no
soy un médico brujo", se dijo el doctor Edwin Pfeiffer, disfrutando del sol y del
ambiente cálido y el aroma de la tierra que parecía despertar. “Yo no tengo
encantamiento, ni incienso. Mi deber como ministro es predicar la disciplina, la
virtud y el sentido común a mi congregación, y la fortaleza. Todo lo demás se deja
a..." Miró el gran arco azul sobre el escándalo ensordecedor de la ciudad. ¿A
qué? Por supuesto, estaba lo desconocido, lo eternamente desconocido para el
hombre. Naturalmente estaban las parábolas de Jesús, destinadas a un pueblo
sencillo, en una época sencilla. Pero todo era simbólico. La doctrina estaba bien
28
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

para la Edad Media, pero no para estos días. Por supuesto, algunos ministros
hablaban de autoridad divina, y de tradición. ¡La autoridad divina tenía cierto
valor en una época atávica, Pero no en estos tiempos! ¡No en los días de la
Ilustración! Las Escrituras no eran superstición, naturalmente. Pero sólo eran
directrices para una conducta civilizada. En las peores circunstancias, mitos
poéticos. El hado del hombre estaba en el presente; su destino estaba en sus
hijos.
La reforma protestante, en su auténtica esencia era eso, protesta contra
el oscurantismo y el sobrenaturalismo absurdo, protesta contra los mitos de la
noche y afirmación de la intensa luz del día de la razón. Protesta contra las
injusticias sociales. Los católicos hablaban de la gracia, pero ¿qué era la gracia,
a no ser la conciencia de los deberes diarios, la responsabilidad para con los
demás y la obediencia a la autoridad civil? ¿Y la necesidad de ser un auténtico
hombre?
Hacía un día tan encantador que el doctor Pfeiffer no fue en seguida al
aparcamiento del lujoso bloque de apartamentos. Decidió pasear un poco. Aún se
sentía resentido contra Susan Goodwin. ¿Qué quería ella? Su iglesia estaba
dispuesta a dárselo todo, su hermosa iglesia moderna con la simbólica Cruz muy
elevada sobre la esbelta aguja. La cruz de la vida. Había que llevarla con fortaleza,
aceptando la existencia humana. Dejarla caer y llorar era indigno del hombre. ¿Y
no era acaso un hombre elevado y completo el animal racional? "La belleza es
todo lo que conocemos", se dijo el doctor Pfeiffer, y en cierto modo —en cierto
modo peculiar— se sintió consolado. Todo lo que conocemos y todo lo que
necesitamos conocer. Keats, sí. Resultaba consolador en cierto modo saber que no
podemos saber... Si existiera el imperativo de saber, ¡qué vida tan horrible sería
ésta, qué turbadora e inquietante! Al hombre no le quedaría tiempo para realizar
su deber en este mundo; estaría demasiado involucrado en abstracciones, deseos
vehementes, controversias. Ya no sería el protagonista de este mundo. Estaría
atrapado en el caótico mundo sobrenatural, una especie de espiritista. Locura.
Falta de realidad.
¿Por qué había reaccionado Susan Goodwin de un modo tan hostil cuando le
mencionara al doctor Snowberry? Una mujer enferma. Una mujer triste y
desgraciada también. Llena de hostilidades. Aberraciones. Era lamentable lo del
pequeño Charles, por supuesto. Sólo tenía diez años, y era su único hijo. Pero
esas cosas sucedían. Verdaderamente era algo absurdo el que Susan le hubiera
dicho ya a su hijo que iba a morir pronto. Cruel, cruel. Podía haberle evitado ese
dolor. Debía haberle dicho alegremente que pronto volvería a casa y estaría bien.
Hubiera sido una mentira compasiva. Las mentiras también tenían su lugar en
esta vida.
Mentiras. Mentiras.
"Yo sólo le dije la verdad", se convenció el doctor Pfeiffer. "¿Por qué se niegan
los hombres a aceptar la verdad? ¡Qué absurdo!" Pensó en Poncio Pilato y en su
cínica observación: "¿Qué es la verdad?
El pensamiento le resulto tan molesto que se detuvo y meditó. Vio grava ante
él, un sendero de grava. Sin querer alzó los ojos. Estaba en un sendero que llevaba
al maldito santuario. Aquello era un escándalo. Adhesión a la interpretación literal
de la Biblia. Un clérigo, en aquel lugar, predicando la religión de los tiempos
antiguos a los desgraciados, sin fe, que acudían corriendo a él en su
desesperación. Él mismo había firmado una petición para que el santuario fuera
entregado a la ciudad, para los niños, o para una escuela. Un escándalo, en estos
29
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

tiempos, en esta época. ¿Quién sería el clérigo que se escondía tras las cortinas
azules? Un gemidor. Una vergüenza. Un charlatán, un embustero.
"¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
“Bien se dijo el doctor Pfeiffer, ¡yo no me lavaré las manos! ¡Ya es hora de
que ese charlatán sea denunciado y avergonzado ante todos! Estoy harto de él, y de
todo lo que se ha escrito sobre él. ¡Sobrenaturalismo! ¡Milagros! Absurdo. Refugio de
las personas como Susan Goodwin, los que no quieren enfrentarse con la realidad,
cuando la realidad es todo lo que existe.” Imaginó el rostro de su padre, aquel rostro
sencillo, y sintió un estallido de pura rabia. Luego quedó atónito ante aquella rabia.
Nunca se había creído tan vulnerable ante pasadas indignidades, pasadas
simplicidades, pasadas aceptaciones jamás discutidas. Y la fe. Oyó la voz de su
padre: "¡Poderosa Fortaleza es nuestro Dios!" Nunca le había gustado su padre en
realidad. Un hombre sin cultura. "Nuestro Señor —le había oído decir en una
ocasión— nunca se graduó en las mejores universidades. Él sólo sabía decir la
verdad." Pero ¿qué podía esperarse de un ministro que había entrado en el
seminario sin más educación que la de la escuela elemental?
Siguió lenta pero decididamente por el sendero de grava. Vio la fuente y las
grutas, y la gran extensión verde de los cuadros de césped, y las masas de
árboles. "Hermoso, hermoso", pensó, aunque a disgusto. Pero ¿por qué no
utilizarlo como un parque público, para los jubilados por ejemplo, que podrían
sentarse en aquellos bancos de mármol y... esperar? ¿Esperar qué, al fin de su
vida? Bueno, de todas formas podían mirar las flores, ¿no?, y sentirse felices por
haber transmitido todos sus conocimientos a sus hijos y nietos. Era un lugar
pacífico. De pronto pensó: "¡Yo sólo tengo cincuenta años! No soy viejo, no tengo
por qué pensar en estas cosas". Se detuvo, asombrado ante la débil náusea que
sentía. Buscó su cajita de tabletas para la digestión. Digestión ácida. Se puso una
tableta en la lengua y la dejó disolverse. Se preguntó si no tendría una úlcera,
después de todo. Sonrió un poco. La mayor parte de su congregación padecía de
úlcera en estos tiempos. La tensión de la vida moderna, por supuesto. La prisa, el
apresuramiento, las constantes exigencias actuales... tanto quehacer.
¿Hacer, qué?, preguntó la nueva e incorregible voz en su mente. ¿Qué hace el
hombre moderno, ni la mitad de bien que lo hicieron sus padres y abuelos?
¿Qué ofrece a sus congéneres? Ahora dispone de interminables ratos de ocio,
pero... ¿qué da de sí mismo? ¿Actividades comunitarias? ¿Y qué son éstas? Sus
padres dieron trabajo, amistad, amabilidad —amabilidad personal, responsabilidad
personal— y auténtica hermandad de hombre a hombre. ¿Qué dan en esta época
tus gentes de sí mismos, de auténtico amor? Firman cheques, hablan de política, se
unen a las organizaciones de beneficencia y se sienten muy puros. La pureza del
fariseo.
Vivimos en una época urbana, se defendió la mente del doctor Pfeiffer.
Y ¿qué es eso?, preguntó la voz que protestaba en él. Siempre ha habido una
época urbana, desde Caldea a Alejandría, y a Jerusalén, y a Atenas, y a Roma, y a
París, y a Nueva York. ¿Qué hay de nuevo en una época urbana? ¿Qué habéis
descubierto vosotros que sea tan único? La desolación de la abominación. La tierra
calcinada.
"Debería haber tenido más sentido común y no pretender consolar a aquella
mujer tan rebelde", se dijo el doctor Pfeiffer. Avanzó por el sendero y su rostro
iba enrojeciendo de furia. Él tenía un deber que cumplir. Se detuvo ante las
puertas de bronce y de nuevo las admiró aun a pesar suyo. ¡No se había

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

escatimado aquí el dinero, desde luego! Un despilfarro. Todo debía haber ido al
fondo de la Comunidad Unida. O a los impuestos. Todo esto estaba exento de
impuestos, naturalmente. Un escándalo. Este mármol maravilloso, esta pacífica
extensión de tierra en medio mismo de la ciudad... Debía ser un parque público,
no administrado por individuos particulares. EL HOMBRE QUE ESCUCHA. Vio las
letras doradas sobre las puertas. Un charlatán, un clérigo que traicionaba su
vocación. El doctor Pfeiffer empujó curioso las puertas y se asomó al interior. ¡Lo
sabía! La sala de espera estaba llena de informes seres humanos, si es que se les
podía llamar así. Viejos. No. También había jóvenes, esperando en silencio. ¿Por
qué habían venido hasta aquí los jóvenes seguros de sí mismos, los jóvenes tan
astutos y llenos de conocimientos, que habían sido tan bien enseñados? ¿Qué
problemas tenían estos chicos y chicas que no podían resolver personas como él
mismo, o un excelente psiquiatra? La gente exigía demasiado estos día si ellos lo
tenían todo; por tanto carecían de problemas en esta sociedad opulenta que
tanto hacía por darles la felicidad. Quiso gritar a los chicos y chicas de la sala de
espera: ¿Qué Puede preocuparos, en realidad, en esta época?
Se sentó en una cómoda silla y contempló con disgusto a cuantos esperaban
con él. Entonces su mirada captó una placa de mármol, en la pared, también de
mármol: Todo lo puedo en Aquél que me conforta.
Bonito sentimiento, pero poco realista. Era preciso apoyarse en los buenos
oficios del gobierno y la buena voluntad por parte del gobierno y no en la caridad
casual. O en el esfuerzo individual. Eso quedaba bien para el pasado, pero no
para estos días. La sociedad tenía la respuesta a todas las cosas, sólo con que las
personas como Susan Goodwin quisieran escuchar, personas infelices y rebeldes
como Susan Goodwin, que exigían respuestas cuando no había respuestas sino
sólo la razón.
Observó con frío interés cuando sonó la campana y, uno a uno, todos
aquellos supersticiosos y pobres de espíritu se levantaron y cruzaron una puerta
al extremo de la habitación. No había el menor sonido. Todo sonido parecía
absorbido por el ambiente fresco y sereno, con una insinuación de aroma de
helechos. No se oía el tráfico, ni las voces. Naturalmente, estaba acondicionado a
prueba de ruidos. Tomó una revista de una de las mesas y se dejó absorber por las
noticias internacionales. Por primera vez pensó, repasando las páginas: "¿Por qué
hay tantos problemas estos días, cuando todo está planeado, cuando disfrutamos
de libertad, cuando tantas naciones emergen con entusiasmo?" Los hombres no
tenían ahora que luchar por la existencia, como sus padres habían luchado. En el
gobierno, en los pueblos del mundo latía la preocupación por todos. La ayuda
exterior. La asistencia pública. La responsabilidad social. El Cuerpo de Paz. Lo que
en tiempos fuera sólo tarea de la religión se había extendido a la vida secular, y
todo el mundo estaba involucrado en la humanidad. Misiones seculares. Era
maravilloso, realmente. Entonces, ¿por qué había tanta miseria y frustración
mental?
"Lo que necesitamos —se dijo el doctor Pfeiffer— es un firme programa de
psiquiatría, psiquíatras internacionales que atiendan, según las necesidades, a
todas las naciones; no misiones religiosas, pasadas de moda, que ya no están a la
altura de las demandas de la sociedad moderna, de la verdad moderna.”
“¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
El doctor Pfeiffer creyó contemplar todo un vasto mar de rostros: su
congregación, ante él, los domingos por la mañana. Personas agradables, bien
vestidas, tranquilas, atentas, silenciosas, escuchándole. Gentes que, con las manos
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

cruzadas, oían cortésmente sus sermones. No, sus conferencias. Que contribuían
adecuadamente a las diversas demandas de la caridad organizada, que se
interesaban por las obras de la iglesia.
¿Se interesaban en verdad? Aquellos tres suicidas... Y las deserciones. Los ojos
repentinamente irónicos de los jóvenes; los ojos interrogantes de los ancianos. Las
cabezas repentinamente apartadas. ¿Aburrimiento? ¡Qué ridículo! Él era famoso
por sus sermones. No, sermones no, conferencias estimulantes. Siempre había allí
al menos un redactor del periódico local, e incluso de periódicos de ciudades
distantes. Escribían a toda prisa en sus pequeños cuadernos. El tenía tanto
que dar...
"¿De verdad?", preguntó la incorregible voz. ¿Qué le diste hoy a Susan
Goodwin? Le di la verdad, contestó.
"¿Qué es la verdad?", preguntó Poncio Pilato, y se lavó las manos.
"Yo no soy un párroco", se dijo el doctor Pfeiffer.
"¿Y ¿qué eres?", preguntó la voz.
"Soy un hombre civilizado y razonable, consciente de la realidad."
"¿Qué significa eso?", insistió la voz.
"Significa", se dijo para acallar aquella voz terrible, "la Caridad".
"¿Oh, sí?", la voz era burlona. "¿No querrás decir Odium humani generis?

Se sintió horrorizado. ¿Odio por la raza humana? ¡No! ¡No! ¡De ninguna
manera! Él amaba la razón, y la buena voluntad, y la buena conducta, la
conducta adecuada, y la ilustración para todo el mundo. La perfecta hermandad.
Detestaba las emociones desenfrenadas, y la superstición, y el oscurantismo. Todo
podía explicarse mediante...
"¿Qué?", preguntó la voz.
Le pareció oír al coro de su padre que cantaba con profunda pasión:
"¡Poderosa Fortaleza es Nuestro Dios!"
"¡Oh, la fe sencilla, la fe sin exigencias, la fe de un niño! La fe total."
"¿Qué otra hay?", preguntó la voz.
¡Maldita Susan Goodwin! Ella le había turbado la mente, la razón, su
autodisciplina. Se puso en pie disgustado, dispuesto a salir. Escuchó una
campana y vio que estaba solo. Por tanto el clérigo de allí dentro había hecho
sonar la campana por él. Se sintió repentinamente confuso. Un pensamiento
irrelevante le acudió a la mente: "No preguntes por quién doblan las campanas.
Doblan por ti."
El sonido de la campana pareció despertar ecos en su interior, uno sombrío
y doloroso que apenas murmuraba; otro terrible y lleno de reproches. “Eres un
hombre sin convicción", dijo la voz, "y por tanto impotente ante la tragedia. Ni
siquiera sabes que tú mismo eres un ser trágico, tú, falso pastor".
Nunca, en sus cincuenta años de vida, había surgido una voz tan terrible y
acusadora de lo más hondo de su... ¿qué? Había vivido siempre bien y
virtuosamente, ¿por qué surgía ahora en él esta profunda turbación, este
reproche? Él no era un... pecador. ¡Pecador! ¡Qué palabra más anacrónica! Ahora
no había pecado. Una rabia aún más profunda se revolvió en él. Su padre había
hablado interminablemente de pecado. Sintió odio por su padre. Se dijo a sí
mismo: "Siempre lo odié siempre odié a aquel hombre ignorante.”

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Fue a la puerta del fondo y la abrió de par en par con potente cólera. La
puerta se cerró tras él silenciosamente. No se sintió sorprendido ante lo que vio
en la otra habitación, pues ya se la había descrito, pero miró curiosamente las
espesas cortinas azules que cubrían la alcoba alta, amplia. ¡Charlatán! ¡Idiota
fundamentalista! Era una vergüenza para el clero de esta ciudad. El doctor
Pfeiffer fue al sillón y quedó en pie tras él, uniendo nerviosamente las manos a su
espalda.
—Soy el doctor Edwin Pfeiffer —dijo con voz dura pero controlada—.
Probablemente podrá verme por algún agujero dispuesto para ello, o algo así, y
e
s posible que me conozca, y conozca mi iglesia. He venido para tener una
conversación sincera, de hombre a hombre, con usted, un colega del clero, y para
Pedirle que acabe con esta tontería. ¿Sabe lo que está haciendo a los clérigos, sus
colegas? Nos está poniendo en ridículo, nos está avergonzando. No tiene usted
respeto por sí mismo. Ya no estamos en la época medieval, ya sabe, ni en los días
de los pregoneros de la fe y de las guerras santas y del evangelismo. La mayoría
de nosotros no tenemos una opinión demasiado buena del concilio de Trento. Usted
habrá oído hablar del concilio de Trento, ¿no?
Sonrió con despectiva sonrisa. El hombre tras la
cortina no le contestó. De modo que ya le tenía cogi
do, ¿eh?
—Ya no creemos en Sola Escriptura, excepto como parábolas que refieren
cuentos sencillos y, naturalmente, nosotros... nosotros no creemos en las "fuentes
gemelas" de la verdad, la Escritura y la tradición. Ya no. No es que rechacemos la
idea de la Autoridad Divina, no. Creemos más bien que el hombre ha avanzado
tanto intelectualmente que puede desdeñar sus muletas místicas y sostenerse solo
en pie como criatura racional. No estoy negando la divina fuente; eso sería
absurdo. Pero la divina fuente, según estamos todos ahora de acuerdo, excepto
los católicos, está en el hombre, no externa a él en unas avenidas doradas del
cielo presididas por un patriarca. Ahora no miramos a un futuro sobrenatural, sino
al mundo y la perfección del hombre, pues esto es todo lo que podemos conocer y
con seguridad es el objeto más noble de la lucha del hombre.
Su voz se le volvía a él en sonoros ecos desde los muros de mármol, y se sintió
satisfecho con el sonido. Esperaba haber dejado bien clara la cuestión, aunque
dudaba que el idiota tras aquellas cortinas hubiera entendido una sola palabra. Al
menos debería sentirse condenadamente incómodo.
De nuevo se sintió furioso, ofendido y ultrajado por haber ido siquiera a este
lugar a enfrentarse con el clérigo iletrado de aquella habitación.
—¡He oído hablar mucho de usted! ¿Sabe lo que está haciendo? Dirige
equivocadamente al pueblo. Les engaña con promesas falsas de lo que no existe,
ni puede existir, ni jamás existió. Les habla de milagros, y hasta se supone que
usted los ha hecho. ¿Sabe lo que es blasfemia? Si lo sabe, entonces debe
comprender que es blasfemo además de santurrón. La vida en sí es un milagro,
no necesitamos nada más, y nunca hubo nada más. Usted, probablemente, ha
aprendido algo de psiquiatría y comprende la medicina psicosomática hasta cierto
punto. Mediante estas cosas sin duda consigue dirigir al ignorante e ilógico y al
histérico. Eso es inexcusable en estos días. Tiene que poner fin a este engaño, a
esta superstición, a este acudir y animar el fondo más oscuro de la mente
humana.

33
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Se oía hablar con calor, y reflexionó en lo que había dicho con tanta elocuencia.
Entonces se le ocurrió que en alguna parte, en algún tiempo, los hombres habían
dicho esto mismo a... ¿quién? No podía recordarlo. Pero sintió una extraña
angustia en su pecho, una curiosa sensación de que había traicionado... pero ¿a
quién había traicionado y por qué esta extraña sensación de algo familiar, algo
acosador, una especie de recuerdo de algo que había sucedido hacía mucho
tiempo?
"¿No lo recuerdas?", preguntó aquella nueva voz. "¡Tienes que
recordarlo!"
—En una época menos culta —siguió el doctor Pfeiffer, vagamente temeroso de
aquella voz interior y sintiéndose rechazado por ella— los hombres como usted
habrían sido arrojados de la comunidad religiosa. En días menos ilustrados y más
bárbaros, usted habría sido crucifi...
Algo le golpeó en el pecho como un puño gigante y él se apartó
involuntariamente del sillón. Pero no era hombre que dejara que la fantasía y los
temores extraños se apoderaran de él. Tras un momento continuó:
—Usted resulta absurdo en estos tiempos. Me disgusta llamar fraude a un
hombre, pero me temo que Usted lo es. Ahora le pido que deje este lugar y que
permita que lo cierren. Devuélvanos a nosotros a los que no tienen fe, pues ahí es
donde deben estar. Que vengan a nosotros si están necesitados...
"¿Como Susan Goodwin?", preguntó la voz interior.
—No debe animarse al pueblo a tener necesidades atávicas —siguió el
ministro—, pero usted les anima con falsas esperanzas, más allá de la realidad. Ahí
está la locura. Los hombres ya no viven en una era simplicista; ahora somos muy
complejos en el mundo. Pero cuando se induce al hombre a creer simple y
literalmente... las cosas que sólo son simbólicas y sólo se proponían ser
simbólicas, entonces él encuentra la confusión al verse enfrentado con la
realidad, pues ya no ve la realidad claramente, sino distorsionada y confusa. Y,
en su intento de ajustar estos elementos irreconciliables, puede incluso llegar al
fanatismo, y ya no hay lugar para los fanáticos, aparte, naturalmente, el
manicomio. La cristiandad es una religión verdaderamente sana...
"¿Y qué sabes tú de ello?", preguntó la voz interior, que ahora parecía externa
también y llena de poderosa firmeza.
—El evangelio social —dijo el ministro apresurándose en sus palabras para
alejar aquel temor totalmente irracional— no ha reemplazado exactamente a los
evangelios. Sólo los ha hecho más significativos para nuestros tiempos —se sentía
exasperado, tanto por aquello sin nombre que surgía en él como por el hombre
silencioso tras la cortina—. ¿Ha oído hablar alguna vez de Paul Tillich? ¿No?
Entonces le aconsejo que lo lea. Él habla de las trivialidades en las antiguas
interpretaciones. Pero usted no estaría de acuerdo con él, estoy seguro. Y hay
otros como él, a los que yo admiro mucho, que divorciaron la ética del misticismo y
la colocaron firmemente en el marco de referencia de la vida moderna y las
exigencias modernas. La ética secular, la base misma del buen gobierno y de
la buena voluntad y la responsabilidad. No es que yo sea un ministro
secularista, pero yo entiendo que el reino secular y el espiritual son el
mismo, no dividi dos por el sobrenaturalismo. Ya no somos medieva les,
comprenda. ¿O no lo sabe usted?
El hombre tuvo la astucia de no contestar, pues, naturalmente, no le
entendía.

34
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—¿Está usted ahí? —preguntó de pronto el doc tor Pfeiffer al ocurrírsele la


idea de que allí no había nadie.
Hubo un movimiento, como si asintieran tras la cortina, ¿o fue sólo el aire
del aparato de acondicio namiento? Luego se sintió convencido de que no
esta ba solo: tuvo la impresión de una poderosa presencia en la habitación,
una presencia que escuchaba. Que le escuchaba a él.
—Bien, si realmente está ahí. Le ruego que no enga ñe más a los sencillos.
Es realmente peligroso en estos días... —se detuvo. La horrible sensación de
revivir algo o de volver a oír algo que no conseguía recordar cavó sobre él
como un eco proveniente de una cadena de montañas, una cadena de siglos
—. Es peli groso en estos días —repitió— porque turba a los hombres, les
deja insatisfechos, les hace buscar el contento y la esperanza cuando no hay
ni contento ni esperanza. Superstición, en suma.
"Hoy visité a una señora cuyo hijo morirá pronto y muy cruelmente me
temo. Su hijo pequeño. Siempre pensé que era una joven muy sensata,
completamente lógica y perceptiva, consciente de lo inexorable cuando esto
ha de llegar. Sé que es algo horrible tener que aceptar la muerte de su hijo,
de su hijo único...
"Su hijo único", repitió la nueva voz, que de nue- v
o parecía ser externa
también.
—Sí, sí, su hijo único. Yo fui a consolarla, llama do por ella. Soy su
ministro, ella es miembro de mi congregación. ¿Qué podía decirle? Sólo la
verdad: que debía aceptar lo que no puede cambiarse, y seguir adelante con su
vida. Después de todo, éste es el siglo xx. Pero ella se puso... casi violenta. Estaba
amargada, ¡ella, una joven inteligente! Era increíble. Parecía pedirme algo...
"¿Qué?", preguntó la voz.
—¡No lo sé! —exclamó—.O más bien debería de-
que era imposible que yo se lo diera, pues hubiera sido una hipocresía, y
absurdo. No podía decirle que es la voluntad de Dios y Él sabe lo que es justo,
lo que nos conviene, pues, ¿cómo podemos estar seguros de eso? ¿Quién ha dicho
alguna vez que fuera así?
“¿Quién?", repitió la voz como un eco.
Agitó la cabeza con impaciencia casi desesperada.
—Ella esperaba de mí piadosos tópicos, la seguridad de que su hijo no se
perdería para ella sino que le sería devuelto en algún cielo bucólico. Si yo le
dijera eso a una joven normalmente inteligente me sentiría avergonzado de mí
mismo, y más tarde ella podría incluso reírse de mis palabras. Soy un hombre
compasivo, pero me fue imposible mentirle y decirle cosas en las que no creo
personalmente. Supongo que ella deseaba un milagro... la plegaria, ya sabe, que
nos arrodilláramos juntos...
"¿Sí?", dijo aquella voz interrogadora y ridícula
en su interior. Agitó la cabeza una y otra vez.

¡Díos mío! —gritó—. ¡Ojalá pudiera haberle mentido! Lo deseo honradamente.
¡Al menos eso le hubiera supuesto algún consuelo, por pequeño que fuera, al
pensar en la próxima muerte de su hijo único! Alguna tontería piadosa, como mi
padre podía exponer a la menor provocación. Como por ejemplo...
Se detuvo, pues la voz interior parecía ser totalmente externa ahora.
—¿"Yo soy la resurrección y la vida"?

35
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

¿Qué era lo que había dicho Pablo de Tarso? Si Cristo, en realidad, no ha


resucitado, entonces nuestra fe es vana. El doctor Pfeiffer quedó anonadado. ¿Por
qué tenia que acordarse de eso ahora? Había olvidado, movido a compasión por
Susan Goodwin, la razón de su visita a aquel lugar. Debía recordarlo, dejar de
imaginar tonterías. ¡Vaya, maldita sea, ya era como otro de los peticionarios en
este vergonzoso lugar! Dijo con firmeza:
—Me temo que me estoy apartando del tema. Creo que debería cerrar este
negocio, ya sabe, por el bien de todos nosotros.
"El gallo cantó tres veces."
No podía creerlo. Sus oídos estallaban con las terribles palabras. Sin embargo,
con seguridad que nadie más que él había hablado. Pero las palabras de traición,
de la más terrible traición, habían empezado a estallar en su corazón, no sólo en
sus oídos. Hipnotismo, pensó alocadamente, autohipnotismo en este lugar
condenadamente silencioso. Se movió paso a paso, alejándose de la silenciosa
cortina azul.
“¿Quién decís vosotros que soy?”
Se detuvo bruscamente. No, nadie había hablado. Estaba imaginándolo todo.
Entonces le dominó una emoción semejante a la más terrible desesperación, una
sensación de privación y desolación que sobrepasaba todo cuanto hubiera podido
imaginar.
Y gritó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá lo supiera!
Perdió todo orgullo, toda dignidad, todo lo que él admiraba en el hombre
civilizado. Se acercó de nuevo ala cortina, olvidando que estaba autohipnotizado,
olvidando que todo aquello era fantasía. Vio el botón junto a la cortina y la
pequeña señal que le informaba de que, si deseaba ver al hombre que le había
escuchado, no tenía más que apretarlo.
Vaciló. Todo en él era penosa y ardiente confusión, trastorno interior, total
desconcierto. Jamás en toda su vida había experimentado esto. Su mano se
acercó al botón y lo oprimió, y las cortinas se apartaron.
Vio al hombre que le había escuchado, a la gloria de la pura y brillante luz.
Vio la realidad de los siglos, y todo lo que él había negado mientras vivía
creyendo haberlo aceptado. Alzó su brazo al fin para ocultar aquel rostro, aquellos
ojos acusadores, aquellos ojos llenos de piedad. Y, tras el infantil refugio de su
brazo, habló:
No nunca te negué porque nunca creí realmente en ti. Tú eres un
hermoso símbolo para mí. Jamás me enfrenté contigo antes. ¿Fue, quizá,
porque nunca te busqué? ¿Porque estaba convencido que no había nada que
encontrar más que un código de ética, expresado en majestuoso lenguaje, pero
sólo un código secular y no un camino de vida espiritual? Te negué porque
me negué a mí mismo y a todo lo que yo instintivamente sabía. Me
avergonzaba de ti en mi corazón... porque me avergonzaba de mí mismo. Creí
que sólo aquello que podía explicarse encerraba la verdad, que sólo las
explicaciones racionales eran dignas de un hombre. Negué tu autoridad porque
no había autoridad auténtica en mí y por esa falta de autoridad personal,
basada en la tuya, mis fieles me miran rechazándome... y no tengo nada que
ofrecerles. Quizás por esto veo con frecuencia sus ojos irónicos, aburridos o
desesperados. ¡Sin embargo, mi iglesia es tan perfecta, tan moderna!

36
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Dejó caer su brazo y miró suplicante al hombre.


—Tan moderna —repitió, y rió amargamente—.
Pero entonces, ¿por qué vienen a mí si no tengo nada que ofrecerles? ¿No
son ellos tan culpables como yo?
El hombre no le contestó. Siguió esperando, como había esperado a través
de los siglos.
—No —dijo el doctor Pfeiffer—, sólo yo soy culpable. Hoy me llamaron falso
pastor. Y es muy cierto También soy un pastor estúpido. No, jamás fui un
verdadero pastor, ni una vez desde que fui ordenado. Una mujer que está a
punto de perder a su hijo único extendió hoy sus manos hacia mí y yo no tuve
nada que darle, ningún consuelo que ofrecerle, pues no había nada en mí, nada
de consuelo. No era mi hijo el que moría, por tanto no me sentía íntimamente
preocupado —se detuvo y miró al hombre—. El hijo de tu madre estaba a
punto de morir, y no hubo ninguno de sus amigos que la consolaran; se
apartaron de ella, lo mismo que yo me aparté de Susan Goodwin, la madre.
Ellos tenían una excusa: su cobardía. Mi única excusa, que es la peor de todas,
es que yo no tenía respuesta para el dolor de una madre. Y es la peor porque
yo no tenía fe. No tenía fe ni siquiera en un símbolo.
Fue al sillón porque se sentía exhausto. Se sentó y el hombre y él se
miraron en profundo silencio.
—No solo te traicioné. Traicioné a mi pueblo y al tuyo. Jamás les dije, como dijo
Pedro, que tú eres el Señor. Para mí, tú eras una idea sin cuerpo, una difusión
de buena voluntad y paz, una idea hermosa...pero sólo una idea. ¿Por qué,
entonces, me hice clérigo?
Extendió las manos.
—No lo sé. Pero no soy el único. ¡Qué pocos de nosotros saben, o se dan cuenta
siquiera, de que hay algo que no saben! Nosotros sólo somos guías, líderes,
oradores, eruditos..., imbéciles. Imbéciles teológicos que no creen en la teología y
la miran sólo como un ejercicio intelectual. Los profetas o Freud. ¡Dios mío! Los
profetas o el fraude. Nosotros decimos que tenemos el agua de la vida, pero
nuestros pozos están secos y sólo elogiamos el polvo. Hablamos sólo del
mundo y nunca preguntamos a las estrellas, pues el mundo es todo lo que
conocemos... y todo lo que queremos conocer. Nuestro pequeño y cómodo
rinconcito es suficiente para nosotros, pues en él podemos sentarnos y exponer
nuestras blasfemas y urbanas tonterías y pronunciar palabras de paz en un
mundo en el que no hay paz, y ofrecer plegarias bien ensayadas, tan vacías de
contenido como nosotros. ¿Quién nos perdonará?
El hombre le miró amablemente. El ministro repitió:
 “¿Quién nos perdonará?
Había tal angustia en él, una fe tan total, tan gran dolor...
—Sí —dijo—, aunque el gallo cantó tres veces, tú me perdonarás. Tú siempre
me has perdonado. Tomaré la vara y el cayado que me diste y que yo rechacé.
Buscaré el rebaño que tú me confiaste y lo llevaré a ti. Yo les diré que en ti
está el camino, la verdad y la vida, y que no hay otro en todo el mundo. Ahora
lo sé.
Se deslizó del sillón, se arrodilló humildemente ante el hombre e inclinó la
cabeza.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Hay una madre que me espera y cuyo hijo va a morir. Ven conmigo y
ayúdame a decirle tu verdad... que no hay muerte, que Tú eres la vida eterna
y que su hijo le será devuelto. Como tú fuiste devuelto a tu madre.
Se puso en pie y sonrió al hombre:
—En verdad, en verdad "Poderosa fortaleza es Nuestro Dios", en la que estamos
seguros y en la que estamos protegidos. Para siempre.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA TERCERA

EL AFLIGIDO

«Yo sé que mi Redentor vive.» JOB, 19, 25.

ALMA TERCERA

—No he venido aquí en busca de consuelo —dijo Francis Stoddard al hombre


oculto tras la cortina azul—. Ya estoy harto de todas esas estupideces. Cuando
perdí mi negocio hace quince años ¡debería usted haber oído a todos los que se
auto nombraron mis consejeros! Tenía que haberles escuchado a ellos, no debía
haber hecho esto, tenía que haber hecho lo otro, si hubiera tenido más prudencia
en aquel asunto, si hubiera andado con más cuidado en aquel otro... nada me
habría ocurrido. Después, cuando conseguí superarlo mi posición, casi se
sintieron ofendidos.
¡Ño les había pedido su consejo! ¡Lo había hecho todo por mí mismo! Mientras
me veían caído podían sentirse superiores y compadecerme... y también
evitarme, por miedo a que les pidiera dinero. Mi mejor amigo... empezó a cruzar
la calle repentinamente cuando me veía venir. Cualquiera hubiera podido pensar
que yo le había quitado algo suyo cuando empecé mi lucha de nuevo, pagué
todas mis deudas y llegué a ser más rico que él. Y con todos ocurrió lo mismo.
¿Acaso alguno de ellos respondió por mí cuando estaba cargado de deudas para
que pudiera seguir siendo miembro de los clubs a que antes pertenecía? No.
¿Acaso vinieron a mi casa cuando me amenazaba el embargo para adelantarme el
dinero que yo, de todas formas, no les habría aceptado? No. Parecía que Agnes y
yo éramos leprosos, o algo así.
"Y cuando me recuperé y me hallé de nuevo donde antes estaba, se sintieron
ofendidos o avergonzados. No tenían por qué preocuparse. Jamás volvimos a
verlos, ya me cuidé yo de eso. Agnes los llamaba "los consoladores de Job". No sé
qué quería decir con eso, tendré que averiguarlo en alguna ocasión. Si es que
todavía habrá "alguna ocasión" para mi, aunque espero que no.

39
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"Entonces perdimos a nuestra única hija, la única que hemos tenido —la voz se
hizo dura y lenta—. Y el mismo día en que iba a casarse. Diecinueve años. La
muchacha más bonita de nuestra comunidad. Eso fue poco después de perder mi
negocio. Pensábamos que al menos tendríamos un poco de alegría con Pat. Pero
supongo que el Dios de Agnes tampoco pudo soportar eso. Ella era todo lo que
teníamos. Una chica preciosa, graduada con honores en la universidad. Iba a
casarse con un joven que era todo lo que yo hubiera podido desear para mi hija.
Tal vez debería hablarle un poco más de Pat, pero supongo que Agnes ya se lo
dijo todo cuando estuvo aquí, hace un par de semanas. Aunque no sé por qué
diablos tuvo que venir.
"Pat no nos dio un disgusto ni nos causó ansiedad o tristeza a lo largo de
sus diecinueve años. Esto ocurrió hace doce años ya... cuando la mataron en
aquel estúpido accidente de automóvil junto con el chico con quien iba a casarse.
A él no le importaba que yo estuviera arruinado y luchando por levantarme de
nuevo. Un chico magnífico. Casi digno de Pat. Ella era como un rayo de sol en la
casa. Nunca vi a nadie más vivo que mi hija. Mi Pat... Cuando salía de una
habitación, ésta parecía más oscura. Cuando se oía su voz. bueno, era como si
alguien te trajera buenas noticias. Disfrutaba con todo y amaba a todo el mundo
Incluso conseguía hacerme reír en aquellos días terribles en que no sabíamos si
podríamos conservar la casa un mes más. No había nada que ella no pudiera
hacer. Pintar, cantar... Quería dedicarse a la enseñanza por algún tiempo, después
de la boda. Tenía muchos planes...
El hombre se detuvo. Hacía doce años. Y parecía ayer, cuando toda aquella luz,
amor, gozo y esperanza se habían borrado en un instante, dejando sólo un
agujero negro en su vida. Recordaba a su hija en el momento en que le enseñara
su traje de novia, fino, blanco, como una nube, y la larga mantilla de encaje que
Agnes había llevado en su propia boda. Recordaba el brillante nimbo de su cabello
en torno al alegre rostro, y el profundo azul de sus ojos, y la blancura de su
esbelto cuello. Él había sentido —aunque nadie lo creía ahora, excepto Agnes— una
repentina y horrible angustia en su corazón al verla vestida así; una espantosa
premonición, como si la hubiera visto con su mortaja. (Realmente la enterraron
con su traje de novia, incluso con el velo y el ramo blanco entre sus manos
inmóviles.) No, nadie lo creyó cuando lo contó más tarde.
—Era el vivo retrato de Agnes, vestida así ante mí, dando la vuelta y
haciéndome una reverencia —dijo al hombre tras la cortina—. Supongo que debió
ver algo en mi rostro, pues corrió hacia mí y me besó y dijo: "Papaíto, nunca me
separaré de ti, nunca." Pero sí me dejó, sí me dejó. Salió al día siguiente y ya
nunca la vimos de nuevo. No me importa lo que el sacerdote trató de decirnos.
Pat ya no existe. Hace doce años. Ahora ya no será más que polvo, nuestra niñita;
huesos y encajes comidos por los gusanos. Algunas veces, pensando en ello, no
puedo soportarlo.
Se llevó las delgadas manos al rostro, apretándoselo. Los había vencido,
pero ahora ya no podía más. Y venían a regocijarse con su dolor.
Los consoladores. No habían sufrido un desastre financiero que les privara del
trabajo de toda su vida, que les amenazara con la vergüenza, la penuria, la
pérdida total. Como si eso no fuera bastante para matar a un hombre. Y luego...
Pat.
—Resulta fácil consolar a un hombre como yo cuando uno puede irse a su
casa a dormir en paz y hablar con sus hijos. Pero, aparte sus palabras de
consuelo... bueno, el viejo Frank estaba siendo castigado por lo que fuera que
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

hubiese hecho por un Dios malvado, o al menos no debía ser bueno o no se


habría visto en aquella situación, perdiendo el negocio que fuera también el de
su padre. El viejo Frank no era muy inteligente además. Pobre Agnes, casada
con un fracasado. Sí, era una pena lo de Pat... pero esas cosas suceden todos los
días.
"Pero no les sucedían a mis queridos y viejos amigos. Ni les han sucedido aún.
Siguen con su vida plácida, rica, cómoda, serena y llena de complacencias en sí
mismos, haciendo planes para sus hijos, jugando con sus nietos. ¡Dios mío! —
gritó Francis Stoddard removiéndose furioso en la silla—. Me gustaría verles sufrir
un poco lo que Agnes y yo hemos sufrido, no sólo el desastre financiero... y lo de
Pat... ¡sino casi desde el día en que nací!
Su delgado rostro se contrajo con terrible resentimiento y cólera.
—Yo no nací en este país —dijo—. Nací en uno de esos antiguos y
desgraciados países. Y mi nombre verdadero tampoco es Stoddard. Era uno de
esos nombres que los americanos consideran impronunciables. Mi padre lo
cambió, no porque se avergonzara de él, sino porque lo estigmatizaba como
polac según decían burlonamente, haciendo las cosas más difíciles aún para él, si
eso era posible. Él llegó aquí con su hatillo a la espalda, todo lo que tenía. Mi
madre llevaba unas mantas viejas. Papá quería que las dejara allá, en su tierra,
pero ella dijo —y mi madre era una mujer muy sabia—: "¿Quién sabe? Tal vez las
necesitemos." ¡Y ya lo creo que las necesitamos durante cinco malditos años de
hambre, cuando mi padre trabajaba por doce dólares a la semana en una zanja o
en una fábrica! Eso fue antes de la primera guerra mundial. Yo era un bebé
entonces. Mis padres dejaron el viejo país porque sintieron en su sangre campesina
que algo horrible caería sobre ellos si no se marchaban en seguida. Y así sucedió...
a sus familias.
Se detuvo, luego sonrió con infinito disgusto y angustia.
—Agnes me dice que también la Sagrada Familia hubo de huir así, y por las
mismas razones poco más o menos. Supongo que aún lo recuerdo de la escuela
parroquial, en una parte miserable de la ciudad... de una ciudad que no era ésta.
Pero no prestaba demasiada atención. Pronto dejé de creer en un Dios
misericordioso al ver qué poca misericordia había en la vida que llevaban mis
padres. Tenían cuatro hijos más, aparte de mí. Todos murieron de tuberculosis,
prácticamente de hambre. Recuerdo a mi madre (siempre la recuerdo así) de
rodillas, blanca como la leche, rezando el rosario y hablando de la voluntad de
Dios. ¡La voluntad de Dios, por Cristo! ¡Cuatro niños muertos porque sus padres no
podían conseguir bastante comida para ellos, ni un lugar decente en el que vivir!
Con todo lo duramente que trabajaba mi padre, y trabajaba doce horas al día, seis
días a la semana, y estaba agotado e inclinado como un viejo a los treinta años,
no podía ganar suficiente dinero para mantener a su familia adecuadamente
vestida, alojada y alimentada. La parroquia (y era tan pobre como nosotros) ayudó
a enterrar a mis, hermanos...
Se detuvo, su rostro cambió un poco, luego se endureció de nuevo, marcado
por la angustia. Apartó el pensamiento de aquellos hechos.
—Sólo quedé yo. Mi padre quería ser un auténtico americano. Su hijo iba a
tener educación, aunque él se matara trabajando. Era un hombre orgulloso,
aunque sólo fuera un polac. Un hombre bueno, devoto, temeroso de Dios, confiando
en el Dios que mataba a sus hijos. Sí, yo iba a tener educación. Mi padre buscaba
una salida, pero no la encontró durante muchos años. La fábrica en que al fin

41
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

entró a trabajar manufacturaba limpiavidrios de parabrisas entre otras cosas. Él


inventó uno mejor, más sencillo, más eficiente. Nos hicimos moderadamente ricos y
yo fui al colegio, Pero ya había tenido antes que trabajar duramente cuatro años
en una fábrica. Era un hombre adulto para entonces. Aparte de los años de duro
trabajo en la fábrica había trabajado también en las clases en la escuela superior.
Mis manos —mírelas—. están llenas de callos y__retorcidas por todo el trabajo que
hice. Y la suciedad está en mi alma, y el frío, la miseria, el desprecio y el hambre.
Dicen que uno olvida. ¡Uno no olvida nunca! Yo jamás olvidaré los meses, de dolor
que sufrió mi madre antes de morir como resultado de las privaciones y la falta
de dinero para llamar al doctor cuando tuvo los primeros síntomas
de cáncer.
Su boca se contrajo en una mueca atormentada.
—Mi madre murió antes de poder disfrutar del éxito de mi padre. Éste no
pudo soportarlo. "María no llegó a tener nada", decía, Pero... ¡era la voluntad de
Dios! Mi padre murió dos años después de que yo me graduara en la universidad
y me ocupara de la pequeña fábrica. Realmente ya no estaba muy vivo des» de
que mi madre muriera.
Francis Stoddard miró sin ver la cortina azul. Había ido allí sólo porque Agnes
había insistido en que viniera. Había ido porque se negaba a acudir a un
sacerdote, o a hablar con él. La única vez que estuviera en contacto con los
sacerdotes, después de rechazar a Dios siendo aún un muchacho, fue cuando se
había casado con Agnes, cuando Pat había sido bautizada y confirmada. ¡Los
sacerdotes! ¿Qué sabían ellos de la amargura de un hombre, de sus ansias,
desesperación y terror, frente a frente con un mundo peligroso y cruel? A
excepción quizá del padre Nowaczysk, otro polac de ojos trágicos, oriundo también
del viejo país.
Él, Francis Stoddard, se negaba a recordar al viejo sacerdote que enterrara a
sus padres y a quien se había negado a escuchar, apartándose desesperado y
rencoroso.
Agnes había hablado de aquel "consolador". ¡Otro de los amigos de Job! Un
sacerdote. Otro que hablaría de "la voluntad de Dios". Otro que insinuaría quizá,
como habían insinuado los amigos de Job, que sus aflicciones eran, en cierto modo,
un castigo por sus pecados.
—¿Por qué fuiste tú a él, cariño? —le había preguntado a Agnes, aterrorizado de
que ella supiera la horrible verdad.
Su mujer le había sonreído tiernamente.
—Como no quieres escuchar al sacerdote de nuestra parroquia...
—¿Sobre qué? —había exclamado Frank, dominado por el horrible y amargo
terror.
—Bien... —le miraba negando la verdad que él temía que supiera, aunque los
doctores le habían asegurado que ella lo ignoraba—. Tú no quieres hablar con él.
Y pensé que podrías... ¿Por qué fui a él? Deseaba pedirle... por ti, Frank.
—Y ¿qué te dijo?
Sus labios pálidos habían temblado.
—Todo —repuso.
—¿Le viste?
Había suspirado.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Si. Le vi. ¡Oh, sí!


Y ¿qué dijo ... sobre mi?
—Él... bien, él parecía querer hablar contigo... de muchas cosas. ¡Frank, has
sido desgraciado durante tanto tiempo! Frank, ve a él por mí. Por darme gusto.
No podría hablar con ella mucho más tiempo. Por darle gusto, pues, había ido a
aquel estúpido lugar y estaba ahora hablando al hombre que astutamente se
escondía tras aquella cortina azul —¡por el amor de Dios!—, y hablando como
jamás lo hiciera con nadie, a excepción de Agnes. No conseguía entenderlo. Él
era un hombre reticente, taciturno como todos los polacos, reservado y orgulloso.
No, no podía entenderlo. Pero había empezado a hablar y a hablar... Además,
era todo tan sereno allí, tan blanco y azul, tan silencioso. Pero en el momento
en que el sacerdote de detrás de la cortina empezara con su santurrona
homilía, él, Frank Stoddard, nacido Stypcynzki, se reiría de él en sus nances y se
largaría. Se iría a casa con Agnes... ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
Gracias a su control, a su dominio propio, pudo volver la mente al momento
presente.
—¿Por qué ha de cambiar su apellido un hombre para ser aceptado por
personas que no son mejores que él, quizá ni siquiera tan buenas? ¿Por qué
tiene que ser despreciado a causa de su raza o de su acento... por
ignorantes que apenas pueden hablar su propia lengua con una sintaxis
decente y con una comunicación correcta? ¿Por qué ha de lamentar no haber
nacido donde nacieron —¡santo cielo!— sus "pares"?
"Supongo que usted será un sacerdote americano, nacido en América. ¿Acaso
se vio alguna vez despreciado por su familia, por su gente, usted que
probablemente sería más inteligente y más honrado y digno que sus vecinos?
¿Sabe lo que es que se burlen de uno en la calle y le llamen polac o polaski?
¿Tuvo que pensar dos veces antes de hablar para que su acento no
ofendiera a personas que no tienen ni la décima parte del vocabulario que
usted posee? ¿Vio alguna vez la burla en el rostro de los imbéciles por su
pronun ciación o por el acento del viejo país cuando les habló? ¿Sabe lo que
es trabajar entre bestias que imitan bur lonamente tu modo de hablar, o
que se apartan de ti, o te tratan como si fueras un cerdo o un chacal?
¿Sabe lo que es la risa de los animales? Pues es algo que hace que uno se
sienta como un animal también.
"Eso es sólo parte de la miseria que tuve que atravesar cuando era un
niño en América. Una vez los gamberros rompieron las dos ventanas de la
pequeña casucha en que vivíamos y el dueño hizo responsable a mi padre.
Y él también era polaco. Y, a propósito, ¿ sabe lo que es que un miembro
rico de su propio pue blo, de su propia raza, imite el desprecio de los demás
cuando habla con sus padres o con uno? "Estúpido polaco." Ése era el más
suave de los epítetos, de perso nas que habían nacido allí... y, ¡maldita
sea!, ¿no so mos todos europeos?
“Aunque viviéramos aquí durante veinte generacio nes. ¡Por lo menos mi
gente no fue deportada aquí desde las prisiones y los burdeles británicos!
"¡Oh, Dios mío! Todo eso no importa ahora. Ni sé por qué lo he
mencionado ante usted, que de todas formas no lo comprenderá. Ni
siquiera cuando me gra dué en la universidad, ni siquiera cuando entré en la
pequeña fábrica de mi padre, ni siquiera cuando me casé con una chica
americana... conseguí tener con fianza en mí mismo. Seguía siendo un
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

extraño, y siem pre lo seré. La amargura es demasiado profunda. Uno no


olvida las cosas que ha sufrido de joven. Tus padres te hablan de los
grandes hombres de tu raza... pero ¿qué importa eso entre gentes que ni
siquiera conocen a los grandes hombres del pasado de su propio país?
"Sí, eso es parte de toda la amargura que tuve que sufrir. Quizá yo sea más
sensible que la mayoría. No ignoro que casi se ha aceptado a mi raza en Detroit
y Chicago, hasta se nos han concedido unos cuantos alcaldes allí, y congresistas, y
un senador o dos. Pero todo el mundo lo comenta siempre muy sorprendido y lo
considera una excepción. ¡Por el amor de Dios!
Bueno, no importa.
Pero su rostro demostraba que sí importaba, que jamás lo olvidaría. Sin
embargo aquello era sólo una llaga en la enorme herida abierta que era ahora su
corazón. Y la herida le estaba matando, a él, que jamás había sido tan valiente,
orgulloso, desafiante y fuerte durante tantísimos años. Llega un momento en que
el hombre piensa que ya es merecedor de algo de paz... y entonces se la quitan.
No debería haberle hablado de Pat, pensó. Probablemente ahora se dirá que,
después de todo, eso fue hace doce años y que "el tiempo cura todas las
heridas". El tópico de siempre. El tiempo no cura. El hombre ha de seguir
adelante, pero marcha con muletas. Y esta vez ni siquiera seguiré adelante...
—Ya le he dicho que fracasé en mi negocio. No importan los detalles. Quizá
traté de expandir el negocio con demasiada rapidez. De eso se hablaba siempre
en aquellos tiempos, de la expansión. Así llegué a tocar fondo. Luego contraté
buenos ingenieros. Mejoramos el limpiavidrios del parabrisas, lo transformamos.
Y me recuperé. Pero no quiero, ni puedo olvidar a mis "consoladores" que
encontraron en mi fracaso una especie de vindicación de su propia virtud, de su
propia agudeza. No importa.
La suave frescura de la habitación parecía impregnarle.
—Creo —dijo— que eso es todo. Prometí a mi esposa que le vería, que le
contaría algunos de mis malditos problemas. Eso es todo.
Pero no había hablado todavía de lo peor. Sólo había hablado de ello con
tres doctores y nadie más, por temor a que llegara a oídos de Agnes. Ahora le
pareció como si pudiera ver en realidad la herida que iba extendiéndose, que
sangraba en él. Hablar de ello sería revelarlo a aquel hombre silencioso e
indiferente tras la cortina. No mencionarlo en absoluto lo hacía menos difícil de
soportar. No hablar de ello impedía que Agnes lo supiera. No hablar de ello
impediría que aquel desconocido tratara de impedir lo que él, Frank Stypscynzki,
se proponía llevar a cabo esa noche, mañana, o todo lo más durante el mes
próximo. Sólo el pensar en ello era como un alivio desesperado para él, como un
prisionero condenado a muerte en el cadalso dentro de ocho días y que se mata
una noche para escapar a sus ejecutores, a sus ceremoniosos y sádicos ejecutores.
Morir en privado, morir a solas, le permitía a un hombre conservar su dignidad.
Todos sus asuntos estaban en orden...
¿Lo están?
Casi saltó del sillón y su torturado corazón le golpeó en el pecho. Luego se echó
atrás. No había oído hablar al hombre. Era sólo su imaginación. Se oyó a sí mismo
diciendo apresuradamente, tartamudeando:
—Llega un momento en la vida de muchos hombres, como ahora en la mía, en
que uno no puede sencillamente seguir viviendo. Ya no se puede soportar más.
Es... es como una especie de horror. La mente... se niega aceptar el hecho de que
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

uno esté realmente vivo. Se niega a pensar en ello. No lo acepta. Ya ha sufrido


bastante. Lo ha perdido casi todo... y ahora se enfrenta con perder lo último, y lo
mejor. ¿Cómo es posible vivir?
"Agnes, perdóname, pero ¿cómo puedo vivir? ¿Cómo puedo vivir mirándote y
aguardando? Agnes, querida mía, mi amor, que tienes tanta fe en un Dios que no
existe. ¿Tendrías tanta fe si yo te dejara esperar? Pero yo no puedo esperar. Se
oyó, en su agonía, pronunciando las palabras que había jurado no decir jamás, ni
aquí ni en ninguna otra parte:
—Soy un asesino y suicida en potencia. No, no en potencia. Voy a matar a mi
esposa y a matarme después. Y muy pronto.
Escuchó su voz, su voz tranquila, indiferente, su voz de traidor. Se puso en pie
de un salto. ¡Aquel horrorizado oyente detrás de la cortina, que aún no había
hablado, llamaría a la policía! Haría que le vigilaran. Se lo diría a Agnes. Haría que
le arrestaran a él, por imbécil, por loco, y que lo metieran en un manicomio... y
Agnes moriría sola con toda la tortura de su enfermedad, e impedirían que su
marido se acercara a ella, el marido que se había propuesto no dejarle conocer esa
tortura, ni la suya propia. Entonces ambos yacerían uno al lado de otro y junto a
Pat, y toda la monstruosa abominación de la vida estaría ya tras ellos para
siempre, y sería casi tan bueno como si nunca hubiera nacido. "En la tumba no
hay recuerdos." No recordar los terribles años de la juventud, las luchas de los
años de madurez, la horrible agonía de la pérdida, el término final del tormento...
sería casi tan bueno como si nunca hubiera sucedido.
Ahora se marcharía antes de que el hombre pudiera salir corriendo de su
escondite detrás de la cortina a llamar a los que insistirían en que Frank
Stypscynzki soportara hasta el final una vida que jamás debería haberse vivido.
Pero la cortina no se agitó, no hubo movimiento tras ella. Probablemente aquel
tipo inteligente aguardaba a que él revelara su nombre.
"Pero yo te conozco."
—No —dijo Francis Stoddard—. Usted no me conoce. Hay media docena de
fabricantes semejantes a mí en esta ciudad. Además, no vivo aquí. Usted no me
conoce y yo no le conozco.
"Pero yo te conozco." Se llevó las manos a las sienes. "No, no", se dijo. "No
ha hablado nadie. Debo estar perdiendo la razón."
—No interfiera, en el nombre de Dios, si es que cree en Él. Lo único que me
ha mantenido vivo es Agnes. Llevamos casados treinta y dos años. Yo no tenía
a nadie antes de casarme con ella. Ni tengo a nadie ahora. Jamás hallé la vida
digna de vivirse excepto cuando me casé con Agnes, y luego cuando nació Pat.
Todos los años que trabajé... ahora veo que no valían la pena de ser vividos.
Todo era inútil, todo carecía de significado. Tengo dinero y un buen negocio.
¿De qué me sirve cuando Agnes se muere y nada puede salvarla? ¿Cómo vivir
cuando ella muera? Seguir trabajando, apilando el dinero, expandiendo...
¿para qué? No lo necesito. No lo necesitaré cuando muera Agnes. No lo
quiero.]Tengo cincuenta y nueve anos, casi sesenta.
"Los doctores me han dicho que Agnes tiene un cáncer inoperable, algo
terrible que no se ha manifestado hasta ser demasiado tarde. Nada pueden
hacer por ella. En poco menos de un mes empezará a sentir dolores. Pocas
semanas después le resultará insoportable. Entonces morirá sangrando,
sufriendo, pidiendo a gritos que la maten. Me rogará que la mate. Usted no
sabe qué ojos tan maravillosos tiene, qué ojos tan dulces. Serán como los ojos

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

de un perro torturado... ¿Puede imaginarlo? Ni siquiera será ya Agnes. Será


alguien distinto... un ser pidiendo a gritos que lo maten, que acaben con sus
sufrimientos.
"¿Cómo soportar eso? ¿Cómo puedo sentarme a su lado y verla sufrir,
borracha de drogas, medio muerta aun antes de estarlo del todo? Cuando
ella muera... ¿cómo podré vivir yo, y para qué?
No sabía cuan lastimosa era su voz, cuan destrozada y desesperada.
—No hubiera podido soportar todos estos años, después de la muerte de Pat,
de no ser por Agnes. Ella fue la que me mantuvo vivo. Agnes, que jamás se
quejaba ni se asustaba cuando el porvenir parecía tan negro hace quince... hace
doce años. No le importaba si nos veíamos reducidos a vivir en una sola
habitación, decía, mientras nos tuviéramos el uno al otro. Agnes era capaz de reír
incluso en los peores días, y cogerme de la mano y mostrarse optimista pensando
en el día de mañana. Ella... Agnes.. es toda mi vida. no hubo nada antes de ella.
No habrá nadad después de ella. Tenga piedad de mi, pues, intente comprender,
déjeme ir y olvídese de que estuve aquí jamás...
Se movió hacía la cortina, extendiendo las manos como un mendigo.
¿No comprende? Se lo hemos ocultado todo a Agnes. Les obligué a
prometérmelo. No lo sabe. Y cuando yo... cuando haga lo que debo hacer... no lo
sabrá jamás, ni en esta vida ni en la otra. Jamás conocerá el dolor.
Hacía ya tres meses que el sol parecía haberse puesto para él, tres meses que
llevaba contando los días, cuyas noches no habían sido horas de descanso a
menos que se atiborrara de sedantes, cuyos días habían carecido de luz, y de
sonido de voces, sólo un maldito silencio, y todo había sido como una horrible
pesadilla de la que no podía despertar, y todo cuanto se movía en el mundo en
torno a él se había hecho irreal, una sombra sin significado, y todos los momentos
habían sido como la renovación de una constante muerte. Hasta el olor, el gusto,
la vista de la vida era como de un cementerio lleno de muertos que se movían
espasmódicamente, carentes de volición. Había conocido la muerte en aquellos
tres meses en todo su cuerpo, en sus inquietos pensamientos, en sus locuras
repentinas, sus noches de terror, sus días ciegos, su anhelo de creer en Dios para
poder odiarle.
¿Qué te pasa cariño? le había preguntado Agnes con ansiedad. Pareces
enfermo. Apenas duermes por la noche.
Nada, nada había contestado. No debes preocuparte. Es que pasa algo en
la fábrica y...
Siempre pasa algo había dicho ella con una sonrisa, y lo has superado
docenas de veces. Bueno, quizá necesites un tónico. El que el doctor me dio hace
tres meses me ha ayudado mucho. Ya recordarás que delgada me había quedado
y que débil.
Pero ahora, día a día, enflaquecía y se cansaba más. Ahora le mentía par que
él no se preocupara por ella. Pronto empezaría el dolor, ese dolor mortal e
implacable que no mata, limpia y misericordiosamente, de una vez. Pero él no
deseaba que le ocurriera a ella.
“¿Quién te ha dado el poder de la vida o la muerte sobre otro, o sobre ti
mismo?”
en su angustia ya no se preguntó si había oído aquello o si sólo imaginaba que
lo oía. Dijo:
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Yo me lo di, pues tengo el poder de la voluntad y la decisión, que se reserva a


un hombre y yo soy un hombre. No me hable de moralidad o inmoralidad, de
pecado o de castigo. No existen. Yo no elegí nacer. Pero puedo elegir cuándo
morir.
“Entonces Agnes debería tener el mismo derecho. Tu no deberías tomártelo.
Quizá ella prefiera vivir todo lo posible... contigo. ¿Cómo sabes cuánto dolor podrá
soportar esa mujer valiente y amorosa? ¿Es acaso un animal sin inteligencia al que
tienes derecho de exterminar? Ella jamás te lo perdonaría.”
No lo sabrá nunca, porque en la tumba no hay recuerdos.
“¿Quién te lo ha dicho?”
Se puso en pie ante la cortina y alzó la mano como para golpearla en su
angustia.
Mi razón me lo dice.
“¿Y quién te ha dicho que tu esposa no sabe que pronto morirá?”
La terrible pregunta, o pensamiento, fue como una explosión de fuego en su
mente, un fuego ardiente y devorador.
—¡No lo sabe! Nadie se lo ha dicho. ¡Es imposible que lo sepa!
La blanca habitación estaba muy silenciosa. ¿Lo sabía Agnes? ¡No, no! Pensó en
ello frenéticamente. Empezó a recordar pequeños detalles que apenas había
observado en su momento. Agnes leyendo, luego dejando caer el libro en el regazo
y mirando al espacio con ojos muy quietos y soñadores. Agnes cogiéndole la mano
de pronto y sonriendo como si le pidiera algo. Él pensaba que estaba tratando de
"animarle" para algún problema "de la fábrica". Agnes arrodillándose junto al
lecho no sólo antes de acostarse, sino a veces en las oscuras horas de la
madrugada. Él pensaba que rezaba como suelen hacer las mujeres maduras en las
noches de insomnio... recordaba eso mismo de su madre. Agnes quejándose
silenciosa de pronto y mirándole, y, a pesar de su sonrisa, sus ojos se llenaban de
lágrimas. Él había pensado que recordaba a Pat. Agnes paseándose sola por el
amado jardín, sin pedirle que la acompañara como hacía generalmente, e
inclinándose a tocar una flor o alzando la cabeza para estudiar el cielo de la tarde,
perdida en pensamientos desconocidos para él. Agnes levantada al amanecer y
de pie en el césped viendo salir el sol en el cielo gris azulado de la mañana. Agnes
durmiera do con el rosario entrelazado en sus dedos. Agnes exclamando de pronto:
"Qué mundo tan hermoso! ¡Debe ser un reflejo del cielo!" Él había sonreído con
indulgencia al oírla, pues no había nada más que este mundo.
Y todo esto había comenzado apenas hacía tres meses. Alguien le había
traicionado, alguno de aquellos embusteros doctores...
"El alma lo sabe."
¡No existe el alma! —exclamó, dominado por el terror y el sufrimiento.
Le sobrecogió un horrible pensamiento. ¿Sería posible que Agnes lo supiera y no
quisiera amargarle permitiéndole saber que no lo ignoraba? ¿Quería que él creyera
que no sabía el horror que la estaba matando? ¿Cómo explicar, si no, tantas cosas
que le habían desconcertado? ¿Que le mirara con piedad y ternura? ¿Que su boca
temblara con palabras reprimidas? ¿Y sus incesantes sugerencias de la bondad de
Dios, de la voluntad de Dios? ¿Y su ansiedad por él? ¿Y su insistencia de que
asistiera a misa con ella. (Él siempre se había negado, aunque amablemente.) ¿Y los
besos tímidos y repentinos, el modo de abrazarse a él? ¿Y las manos en sus

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

mejillas, acariciándole con urgencia, como si estuviera tratando de comunicarle


con su carne las palabras que no se atrevía a decir?
—¡Oh, no! —gimió—. Puedo soportarlo casi todo menos que Agnes lo sepa.
Si lo sabía, entonces era posible que ya sufriera intensos dolores y no se lo
hubiera dicho porque, claro, no quería angustiarle. ¡Qué sola debía sentirse... si lo
sabía! Y entonces le acometió el devastador pensamiento de que estaba privando a
Agnes de su último consuelo, de la total comunicación con su marido, una larga y
amorosa despedida, una esperanza final. Él sólo había pensado en la terrible
desolación de su propia vida cuando ella muriera, el camino pedregoso, las horas,
las semanas, los días sin luz, los años sin significado que tendría que recorrer
solo...
"Sólo pensabas en ti mismo."
"Sí —se dijo con la vieja angustia de siempre—. Ni siquiera fue el dolor de
Agnes el que me destrozaba cuando murió Pat. Sólo mi propio dolor." Sin embargo,
ella era la madre de Pat. Él había creído que la fortaleza de Agnes se debía a la
locura de la fe; había pensado que ella, Dios le perdonara, era menos sensible que
él. Cuando después su esposa hablaba de Pat con cariño y serenidad, había
pasado por momentos de furiosa amargura creyendo que ella había amado a la
niña menos que él, y había experimentado cierto resentimiento. ¿Era posible que
Agnes creyera realmente que Pat estaba aún cerca de ellos, y segura con Dios, y
que su marido necesitaba el consuelo de su esposa y no sus lágrimas? Sí, era más
que posible. Era cierto. No lo dudaba, ni lo discutía ahora. Era muy cierto.
Entonces, le había privado de consuelo después de la muerte de Pat. Y la
estaba privando ahora del último consuelo de su vida con su silencio. ¿Qué
pensaría Agnes de él, un hombre sin fortaleza, sin fe, sin valor? Estaba seguro de
que ella no le despreciaba. Quería ayudarle como una madre ayuda a su hijo.
Pero era una mujer, y necesitaba a su marido.
Recorría sola las ultimas jornadas de su vida y en silencio, porque él había
creído que así la cuidaba mejor. Pero en el matrimonio no debe haber secretos; el
marido y la mujer son uno y deben compartirlo todo, la vida y la muerte, la
esperanza y el dolor, la reunión y la separación. Había condenado a Agnes a morir
sola. Tanto si él elegía la hora de su muerte como si al fin moría de su
enfermedad, estaría sola, entraría en la oscuridad sin la última amorosa
seguridad y fe. Para una mujer como Agnes, eso era peor que cualquier
sufrimiento físico. Estar sola.
—Yo pensé —dijo en voz alta, en la profundidad de su nueva humildad y
desesperación— que únicamente era yo el que marchaba solo, soportándolo todo.
Y, en estos treinta y dos años, Agnes ha estado sola también, porque yo nunca le
pedí que caminara conmigo. Yo sólo estaba tratando de evitarle un sufrimiento.
Sin embargo, nada le había evitado. Y Agnes había sufrido además el añadido
tormento de guardar silenció ante un hombre que no le hablaba... por su terco
amor y orgullo.
Que Dios me perdone —dijo en la habitación.
blanca y azul. Comprendía ahora por qué Agnes había ido allí. Había sido por
él, porque no quería hablar con el sacerdote de la parroquia. Había ido en busca
del valor y esperanza que su marido le negaba. Porque 1 le había negado una
parte necesaria de la vida: el olor, la lucha, la desesperación. Se había creído único
entre los hombres por la desgracia. ¿Qué sabía realmente él de las angustias
particulares de sus amigos y vecinos, a despecho de sus sonrisas y su conversación

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

casual? Les había juzgado únicamente por su aspecto. Y ahora comprendía que
todos los hombres son uno, y sufren lo mismo en diversos grados. Y los que
sufrían muy poco... ¿qué sabían de la vida, de la victoria y la exultación, de una
alegría extraordinaria y del vencimiento triunfante? Ellos eran los verdaderamente
pobres.
—He vivido una vida egoísta —dijo al hombre tras la cortina—. He vivido
amargamente, tercamente. Jamás permití que una herida se curara por sí misma.
La mantuve sangrante. Soy un cobarde_____
En una ocasión Agnes le había dicho, después de un cínico estallido por su
parte a propósito de la religión:
—Yo sé que mi Redentor vive.
Él se había reído y le había dado unos golpecitos en la mano, al modo que un
padre acaricia a un niño que afirma apasionadamente su fe en un lindo cuento de
hadas. ¡La fe de las mujeres! Que las pobrecitas la disfrutaran, si con eso
alimentaban sus sueños y fantasías. Ellas no sabían nada de la realidad.
—Yo era el que no sabía nada de la realidad —dijo—. Ahora sé que yo creía
durante todos estos años. Y pensé que... matando a Agnes y suicidándome, me
vengaría al fin de Dios. Arrojaría nuestras vidas a su rostro y le defraudaría.
Todos los hombres nacen con fe; es parte de nuestra naturaleza. Cuando la
rechazamos realmente rechazamos lo que somos. Insistimos con petulancia
infantil, en que no somos hombres, sólo animales. Estamos tratando de provocar
a Dios...
toda su vida pasó ante él, el hambre el frío, la rabia, la lucha, la impotencia, el
ansia, el dolor, la desesperación; ahora la vio como una vida rica, por la que
debía sentirse agradecido y feliz... pues se le había dado la fuerza necesaria para
vencer a la desgracia. Los que jamás conocían la batalla, jamás conocían la
victoria. ¡Qué vida tan vacía!
Que Dios me perdone rogó. Apretó el botón junto a la cortina. Padre
bendígame porque he pecado.
Las cortinas se separaron y vio al hombre que le había escuchado tan
pacientemente. No se sintió sorprendido ni asustado. Sólo se arrodilló y unió sus
manos, y por primera vez en muchos años se santiguó e inclinó la cabeza.
Sí, tú me das el valor para seguir, como siempre lo hiciste dijo
mentalmente a aquel hombre. Nunca me abandonaste. Yo fui el que te
abandonó, en mi resentimiento infantil. Tu me lo perdonaras todo.
“Ahora puedo volver a casa y a Agnes y decirle que lo sé. Puedo darle el
consuelo que jamás le di antes. Ya no estará sola. Va a ser terrible para mi
cuando ella sufra, pero estaré allí para ayudarla a soportarlo. Trataré de tern su
propia fe y su valor. No será fácil. Los hombres no se transforman en un instante.
Pero, con tu ayuda, perseveraré. Incluso podré vivir con cierta serenidad cuando
Agnes se vaya...contigo. Con tu ayuda.
“Pero tu tendrás que decirme una y otra vez que la separación no será para
siempre. Tu me dirás, como mi esposa trató de decirme, que mi Redentor vive.
Cuando salió a la luz del sol otoñal, quedó anonadado. Ni siquiera se había
percatado de que el verano había terminado ya. Vio los árboles brillantes, aquellos
tonos cobrizos bajo el sol, y la vida entró en sus oídos, y los hombres y mujeres de
la calle ya no le parecieron seres sin vida. Eran humanos de nuevo, parte de sí
mismo, y se preguntó con humildad cuántos de ellos serían valientes y ocultarían
la angustia, la derrota y el dolor bajo un aire enérgico y de seguridad, y cuántos
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sabrían que algunos de sus seres amados estaban a punto de morir, o incluso ellos
mismos...
Si podían soportarlo... si un hombre podía seguir viviendo con aquel horrible
conocimiento de sí mismo... entonces él, Francis Stoddard, lo soportaría también.
Y el hombre que le había escuchado... también había sido un extraño en tierra
extraña, con un acento que invitaba al ridículo. Se habían burlado de él, le habían
despreciado. La multitud se había apartado de él. Había conocido la pérdida
total, el dolor y lo que a muchos parecía la última derrota y humillación. Había
conocido todo lo que los hombres han conocido y conocerán en la vida. Y de su
derrota había venido la victoria... de su muerte la vida. Sobre todas las cosas
había sido valiente, y había perdonado.
"Pat no está perdida para mí —pensó Francis Stoddard caminando de nuevo
bajo el sol—. Y ¿quién sabe? Quizás, al morir tan joven, no tuvo que sufrir todo lo
que yo he sufrido, todo lo que su madre ha sufrido. Si es cierto que no alcanzó su
total realización, tampoco fue nunca traicionada, ni experimentó el dolor. ¿Qué me
dijo Agnes en una ocasión? Que esta vida es sólo como la obertura a la verdadera
vida, que su mejor sonido y armonía no son de este mundo. Pero, obertura o no, la
música es muy hermosa, aunque en ocasiones terrible. No, no estoy reconciliado
con la idea. ¿Cómo podría estarlo? Pero al menos no me siento desesperado
ahora. Soy un hombre completo como nunca antes lo fui. Pues en realidad mi
Redentor vive y, porque Él vive, todo lo que yo amo vivirá, y volveré a estar con
ellas y esta vez no habrá separación. Había pensado ir directamente a casa.
Pero subió a su coche y fue en él a la rectoría del sacerdote.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA CUARTA

EL DESTERRADO

—¿No soy un hombre, como tú eres un hombre? ¿Por qué me niegas mi


manifiesta humanidad? SÉNECA. "Ensayo sobre la humanidad"

ALMA CUARTA

Suponía que se habían ofendido cuando se marchara de la mesa el almuerzo


tan bruscamente. Había terminado su conferencia con una nota de desesperación,
pero ellos no habían escuchado esa nota. De eso estaba seguro. Jamás oían nada
más que el aplauso de su propia satisfacción y el aplauso de sus colegas por su
“tolerancia” y “liberalismo”. Cuando él había citado a Séneca preguntando: “¿No
soy un hombre, como tú eres un hombre?”, se habían limitado a asentir
solemnemente mirándose unos a otros con grave asentimiento. Pero seguían
ignorando lo que él quería decir.
Y él había citado aquella frase por ellos. No lo habían sabido, o eran demasiado
estúpidos, o estaban demasiado satisfechos de sí mismos para saberlo. Habían
estado aplaudiéndose a sí mismos, como de costumbre. ¡Ególatras! ¡Mezquinos
embusteros! Él, Paul Winsor, prefería a los que le despreciaban abiertamente que a
los que le “amaban”. Los que le despreciaban eran al menos honestos, podía hablar
con ellos y convencerles en ocasiones. Pero los embusteros aduladores eran un
peligro mucho mayor para él, y para todo lo que él era. Provocaban al violento que
no puede soportar la hipocresía, y él no podía soportarla. Que un hombre le
odiara; entonces había posibilidad de conciliación. Pero no podía haber
reconciliación con los que le "amaban", con los que perversamente ; insistían en
amarle a su propio modo... un modo que le daba asco, que le hacía sentirse tan
consciente de sí mismo. Y avergonzado, con una vergüenza que nadie debería hacer
sentir a ningún hombre. Había ocasiones en que ellos le ponían la mano en el
hombro y se sentía ultrajado. ¿Cómo se atrevían a tocarle como tocarían a un

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

perro al que no comprendían pero que deseaban aplacar, o peor aún, deseaban
seducir con un falso afecto? ¿Serían tan condescendientes con uno de los suyos?
¿Violarían la reticencia con los de su clase, como la violaban con él?
"¿No soy un hombre como tú eres un hombre?" ¡Ja! ¿Acaso era pedir
demasiado el desear que los seres humanos le trataran solamente como un
hombre, no con furioso odio y asco, ni con falso "amor"? Cualquiera de las dos
cosas era un insulto a la humanidad de un hombre, pero esto último era lo peor,
lo peor de todo con mucho.
Paul Winsor, Summa cum laude, Harvard, y la Administración de la Escuela
Comercial de Harvard. Hombre de negocios que, a los treinta y ocho años, valía
medio millón de dólares, cada dólar ganado con sudor y sangre. Cinco pequeñas
fábricas que empleaban a cien personas, más en plena temporada. Una linda
esposa, Kathleen, ejecutivo de su compañía. Dos maravillosos hijos, Timothy y
Ailsa. Orgullosos de él, orgullosos de sí mismos. Ellos no sabían cuánto se
despreciaba él en ocasiones, ni que hubiera algo que despreciar en él, excepto lo
que respondía a la actitud de los otros, especialmente los más patrocinadores.
A partir de hoy debía apartarse de ellos y permanecer entre su propia comunidad,
donde al menos era respetado como un hombre de negocios inteligente y
próspero, y no como un "problema", o una "causa nacional".' Estaba en el Consejo
de la Escuela también, y en el Consejo de su Iglesia, y era el encargado de recoger
dinero para las obras de caridad. Y pertenecía asimismo a los Rotarios. (Eso había
desconcertado a algunos de los Rotarios importantes en el almuerzo de hoy. Podía
verles tratando de discurrir furiosamente alguna salida, intentando mostrarse
complacidos. Tan forzadamente lo intentaban que no se les veía complacidos en
absoluto.) Su nombre figuraba en el Quién es Quién de América por su invento de
la máquina que hiciera posible su negocio. El año anterior, la compañía de la que
era presidente había ganado casi dos millones de dólares. Todo un logro para el
hijo de un pobre ministro.
Sólo el único judío del grupo de invitados le había mirado con amarga
comprensión cuando él preguntara "¿No soy un hombre, como tú eres un
hombre?" Sólo el judío no había asentido con ojos solemnes, la boca torcida hacia
abajo y aire de mansedumbre. El judío había sonreído débilmente, y también con
cierto sarcasmo. Paul Winsor se arrepentía ahora de haberse marchado tan
bruscamente después del almuerzo en el hotel; quizás hubiera podido tener una
conversación irónica y confidencial con el judío. Y probablemente, lo mejor de todo,
alguna amarga risa entre miradas de complicidad. También había habido allí otro
que quizá hubiera tenido algo que decir en privado: un viejo sacerdote irlandés
con un acento que cortaba como un cuchillo. Había pronunciado la oración inicial.
Los miembros del Club del Almuerzo eran muy tolerantes. Traían a un clérigo de
distinta fe para cada almuerzo. El sacerdote, un hombre viejo, grande y rudo, con
rostro de luchador y ojos de místico, tampoco se había sentido demasiado
cómodo. Ante la pregunta de Paul había fruncido el ceño, como si la frase fuera
un desafío y el sacerdote creyera que, en aquel caso, no debía haber un desafío en
absoluto. Pero lo había.
Justo antes del almuerzo se había asomado a la ventana y había visto, en medio
de aquel congestionado vecindario, varios acres verdes de césped
maravillosamente cuidado, a la sombra de unos árboles en sus gloriosos colores
otoñales, dorado, castaño, rojo fiero, pálido amarillo. Un parque encantador. Había
distinguido caminos serpenteantes de fina grava, y grutas, y bancos de mármol
repartidos aquí y allá, y una fuente o dos de agua saltarina. En el mismo centro,

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

en una pequeña colina se alzaba un magnífico edificio blanco, bajo y alargado, como
un templo griego. Había preguntado a otro individuo qué era aquello. "¡Oh!", había
contestado éste con despectiva indulgencia, "lo llaman santuario. Una especie de
capilla o ermita, construida por un viejo abogado fanático de antes de mi época.
Creo que mi padre le conoció. Yo nunca le he visto de cerca. Es una especie de
vergüenza para la ciudad, aunque se supone que es algo religioso. Resulta
sorprendente que el clero no ponga objeciones. Podría preguntar al sacerdote que
estará en el almuerzo hoy, ¿cómo se llama?... No lo sé. Siempre traemos un clérigo
distinto. Quizás él pueda decírselo".
Paul había interrogado al sacerdote justo antes del almuerzo. El viejo le había
mirado con sus ojos grises, pequeños, pero muy brillantes. Pareció vacilar. Al fin
había dicho: "No es una ermita, ni una capilla. Nuestra ciudad se enorgullece de él.
Hay unas palabras doradas, en arco sobre la entrada. EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
Se alza ahí desde hace muchos años, incluso antes de que yo viniera a esta ciudad.
Creo que hay... un hombre... que escucha a la gente, sus problemas, sus
preocupaciones. A los desarraigados, también a los que tienen miedo. Gentes
que viven fuera de la religión organizada, algunos de ellos. Muchos han venido a mí
después de visitar el santuario." De nuevo había vacilado. "Algunos habían estado a
punto de suicidarse. Él... el que está ahí... les había ayudado. Luego habían acudido
a mí, o a otro clérigo." El sacerdote se alejó.
El hombre que. escucha. ¿Quién escuchaba en estos tiempos, en estos días
ruidosos, satisfechos, prósperos, opulentos, dinámicos? Todo el mundo hablaba
ruidosamente, pero nadie escuchaba a nadie. Paul Winsor se sentía
intrigado. Había seguido mirando hacia el santuario hasta que llegó la hora del
almuerzo. El hombre que escucha. ¿Un clérigo, un doctor, un psiquiatra? Debe
ser un tipo raro en realidad, si puede dejar de hablar el tiempo suficiente para
escuchar a alguien. Porque en estos tiempos nadie escucha a nadie, sino a sí
mismo.
Paul se había olvidado por completo del santuario cuando empezó el
almuerzo. Se había sentado a la derecha del presidente, un hombrecito
delgado, huesudo, con ojos fríos y acuosos, una boca viciosa, modales
impecables, mirada alerta, cabeza gris y voz aguda y penetrante. Un caballero
muy cortés en todos los aspectos. Paul era el orador del mes. Su tema había
sido "Los problemas del hombre de negocios en una economía controlada". El
presidente había dicho:
—Sí, eso es muy importante, teniendo en cuenta la burocracia de
Washington. Pero, y espero que no se sienta ofendida por ello, nos ha
decepcionado un poco su elección del tema, pues habíamos confiado en que
nos daría una charla sobre la intolerancia racial y los derechos civiles. Desde
su punto de vista, naturalmente.
Paul había fruncido el ceño:
—¿Mi punto de vista? Es un punto de vista humano, eso es todo, con un
amplio marco de opiniones diferentes. ¿Por qué mi punto de vista ha de ser
distinto del de los demás?

El presidente le había mirado con asombro:

—Usted es de Georgia, ¿no?

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la frente le
ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como de color, por
supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy poco.

Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le habían
devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se enfrentaran en mortal
combate.

Había continuado amargamente:

Hasta que los agitadores profesionales trataron, de arruinarlo todo. Gentes que
tienen su propia misión siniestra. _____
El presidente había dicho, con hielo en la voz:
—Yo no la llamaría siniestra. Permítame un consejo: No se meta con eso en su
conferencia. Limítese a su guión —y la sonrisa que acompañó a sus palabras
había sido sencillamente malévola.
Pero Paul, sintiéndose enojado como pocas veces en su vida, no se había
limitado al guión, y había iniciado la conferencia con las palabras de Séneca
dirigiéndose a todos aquellos defensores del amor fraternal: "¿No soy un
hombre, como tú eres un hombre! ¿Por qué me niegas mi manifiesta
humanidad?
Hacía la mitad de su apasionada y furiosa disertación era ya obvio que
sólo el judío, y probablemente el sacerdote, habían absorbido realmente lo que
les había estado diciendo. Los otros, como de costumbre, habían ido
reinterpretando rápidamente sus palabras mientras él hablaba para adecuarlas
a sus propios prejuicios, ideas y convicciones... ¡sus mentirosas, hipócritas y
egoístas convicciones! Sus astutas convicciones. Ni siquiera le habían oído
porque estaban muy ocupados tratando de adaptar sus palabras a su propio y
férreo marco de referencia, para poderlo digerir y aceptar personalmente en
el contexto de sus creencias adquiridas, tan populares en estos días y tan
ensalzadas en los periódicos y revistas más "liberales".
¿Qué le había dicho su padre en una ocasión?:
"No hay nada que resulte tan odioso como ver su hipocresía públicamente
denunciada, o denunciada incluso sólo ante sí mismo. Evita a los hipócritas,
Paul. Te sacarán los ojos y el hígado sino, andas con cuidado"
Algunos hombres, en aquel almuerzo, habían comprendido al fin lo que él quería
decir. Y le habían mirado con odio, el odio del fariseo que intentaba ocultar su
fariseísmo bajo el espejuelo del amor fraternal y la igualdad. Pero los otros que
habían asentido solemnemente..., ¡malditos sean!, no le habían comprendido en
absoluto. Eso aún le resultaba peor que lo de los fariseos.
No había habido solicitud de coloquio. Incluso los idiotas habían comprendido
con cierta inquietud que las respuestas podían ser demoledoras. Por tanto él se
había separado de ellos con una vaga excusa. Probablemente aún estarían
esperando que volviera del lavabo de caballeros.
Pero allí estaba, caminando lentamente por un sendero de grava hacia el
santuario. El hombre que escucha. Otro hipócrita de charla dulzona y vacía, de
dulces palabras de consuelo y vagas respuestas: "Hijo mío, entiendo tu problema y
lo lamento. Pero recuerda. Todos somos uno en Dios."
"Con que sí, ¿eh?", se dijo Paul, odiando ya al hombre que escuchaba. Si eso
es verdad, entonces hay algo que va terriblemente mal. Con seguridad que Dios
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

prefería a sus santos —si es que había Dios, después de todo—, a monstruos en
forma humana, sin importar la raza o el color, o la religión. Con seguridad que
Dios, aunque su padre había dicho que Dios no era un aceptador de personas,
sentía un amor es-
pedal por aquellos que le servían con generosidad y esperanza. ¡Con
seguridad que Él no habría mirado a Hitler o a Stalin o a Khrushchev con el
mismo amor con que miraba a los hombres sanos y justos!
¡Sin duda que Dios habría mirado a un hipócrita con odio! Sí, Él les había dicho
con ira y repulsa: "Mentirosos, hipócritas". O al menos su padre se lo había dicho,
cuando les leía la Biblia a sus hijos cada noche.
Paul quedó ahora en pie ante las puertas de bronce del santuario.
—Hola, hipócrita —dijo—. Te conozco, a ti y a toda la especie de clérigos. Me
darás amor instantáneo y comprensión para acabar, como casi todo el mundo,
demostrando odio y animosidad. Me ofrecerás los mismos tópicos antiguos y
repugnantes, la misma vieja jerga liberal. No me mirarás como a hombre, sino sólo
como un problema. Y arrojarás tu aceite aromático sobre mí hasta que...
Abrió de par en par la puerta. Un viejo con un bastón entre las manos era el
único presente en la sala de espera, un viejo con gafas oscuras, hundido en la
tristeza. La hermosa sala de espera resultaba fresca y acogedora, en contraste
con el cálido día otoñal del exterior. Paul se sentó a distancia del viejo, pero éste
le miró a través de sus gafas de sol. Paul se enderezó. Sabía que era un hombre
joven, alto, delgado, de buen aspecto, de rostro erudito aunque fuera de hombre de
negocios. Pero eso no contaba. Nunca contaba. El viejo dijo:
—Espero que él pueda ayudarme. ¿Cree que lo hará? —su vieja voz temblaba.
Paul quedó sorprendido. Esperaba una observación (siempre escuchaba alguna
observación), pero no aquella. Sintió un estallido de gratitud y contestó:
—Espero que sí.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Por eso estoy yo aquí también —quedó sorprendido ante sus propias palabras.
El viejo inclinó la cabeza.
—Todos tenemos nuestros problemas —dijo.
"Una observación carente de toda originalidad", pensó Paul.
—Ahora bien, mi problema —siguió el viejo— es que estoy casi ciego. Voy a
perder incluso la poca vista que me queda, según dicen los médicos. ¿Cómo podré
soportar el quedarme ciego?
"De modo —pensó Paul—, que ésta es la respues-ta. Ni siquiera me ve."
—Puede haber ceguera de la mente, aparte de la del cuerpo. ;Cuál es la
peor?
El viejo le sonrió amablemente.
—Ya comprendo. Puedo verle, ¿sabe? Aún no he perdido la vista del todo. Y creo
que sé por qué está aquí. No importa. No me parece justo interferir en los
problemas de los demás. Eso es lo que hace todo el mundo en estos tiempos. No
hay forma de que le dejen a uno solo.
Paul no era un hombre emocional. Había heredado una serena reticencia de
sus antepasados ingleses, una helada independencia, un cortés distanciamiento.
(Uno de sus antepasados había luchado con George Washington, y fue más tarde
Secretario del Tesoro.) Pero se sintió profundamente conmovido ante las palabras
del viejo. Ésa era la misma raíz del problema. "En estos tiempos no le dejan a uno
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

solo." Interferían, hundían sus dedos descarados en las úlceras más sensibles del
espíritu que sufre todo hombre; curioseaban y curioseaban, exigían, con
insistencia grosera, que uno les contara sus pensamientos más secretos. Se
sentían insultados si uno se reservaba las cosas para sí e insistía en su
aislamiento. Todo el mundo debía compartir en estos días. Había que exponer
indecentemente toda intimidad a los ojos más desvergonzados. Había que ser
acogedor y extrovertido. Especialmente si uno era como Paul Winsor.
El viejo seguía hablando:
—Verá, soy un artista. Yo creo, si se puede llamar así, modelos para alfombras
y tapices. ¿No es eso ser artista, en su opinión? Pero he ganado mucho dinero, de
modo que no tengo que preocuparme por verme en la miseria y sometido a
todos esos que tanto se ocupan en amar a todo el mundo, los asistentes sociales.
Lo que me molesta es que ya no podré ver el color del mundo, ni sus formas.
Cada mañana —confesó con hermosa sinceridad— contemplo el amanecer. Una
mañana vi surgir el sol, en invierno, contra un cielo frío y oscuro. Una corona de
fuego escarlata, una auténtica corona, como la de Titán. Era... bueno, era la
corona de Dios sobre la completa oscuridad. Y, por primera vez en mi vida, dije al
verlo: "¡Buenos días, Padre!" No soy un hombre religioso. Sinceramente, soy
agnóstico, siempre lo fui. Pero algo me sucedió entonces, cuando vi aquella corona
escarlata de fuego. Creo que empecé a creer. Me sentí completamente feliz por
primera vez en toda mi larga vida. Y ahora, con toda seguridad, voy a quedar
ciego y ya no veré nada más.
Paul no recordaba la última vez que había sentido
acudir las lágrimas a sus ojos. Se alegró de que quizás
el viejo no las viera. ¿Qué podía decir? ¿Qué era su
problema comparado con éste, un hombre que amaba
el color y las formas y que jamás los vería de nuevo?
¿Qué podía decirle?
—Me avergüenzo de mí mismo -—fue lo único que se le ocurrió.
¡Qué cosa tan ridícula! Pero el viejo asintió gravemente:
—Supongo que todos podríamos decir eso, si fuéramos honestos.
Sonó una campana. El viejo empezó a levantarse.
luego vaciló. Paul acudió a él inmediatamente, le ayudó y le puso el bastón en
la mano.
—Gracias —dijo el otro—. Aunque no me gusta que me ayuden. Y supongo que
nunca me gustará.
—Miró a Paul con ojos agudos—. Ni a usted tampoco. Pero ¿qué importa? Voy a
entrar allí para preguntar a ese hombre cómo podré vivir cuando quede ciego.
¿No cree que un hombre como yo debería elegir la hora de su muerte en vez de
aguardar sin esperanza?
Paul se había hecho la misma pregunta mil veces con amargura y cólera.
—No lo creo —dijo, sin embargo—. Si hay alguna razón en el universo, entonces
tenemos una razón para estar aquí.
"Embustero, hipócrita —se dijo a sí mismo—. Sólo estás echando sobre él el
mismo ungüento que han arrojado sobre ti."
El viejo se rió brevemente y agitó la cabeza. Pero no puso objeciones cuando
Paul le dirigió hacia la puerta de la otra habitación.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Buena suerte —dijo a Paul, y sin saber por qué éste se acordó de la irónica
sonrisa del judío en el almuerzo. La puerta se cerró tras el viejo y Paul se sentó de
nuevo. Experimentaba ahora una curiosa agitación, una agitación sin nombre, una
turbación del espíritu con la que no estaba familiarizado. Como hombre controlado,
como caballero, se sintió enojado. Cogió una revista y empezó a leer. Pero todo lo
que conseguía ver impreso en la página eran las palabras del viejo: "En estos
tiempos no le dejan a uno solo." ¡Oh, malditos, malditos]
Tras un rato la campana sonó suavemente y Paul alzó la vista de su
ensimismada contemplación del suelo. Se levantó y fue a la puerta del fondo. Se
detuvo, vacilante, con la mano en el tirador. ¡Qué estupidez todo esto! Se
preguntó qué palabras de consuelo habrían ido a caer sobre la trágica cabeza de
aquel viejo.
¿Habrían sido tan pobres que ya se había ido a su casa a matarse por puro
disgusto, o se hallaría ahora más sereno? Pero, vamos a ver, ¿para qué había
venido el mismo Paul Winsor? Soltó el tirador de la puerta y casi giró en
redondo. La campana sonó de nuevo como una voz, de modo que abrió la puerta y
entró en la habitación.
No había señales del viejo. No había allí más que blancas paredes de mármol,
un sillón también de mármol, blanco, y una alcoba cubierta con cortinas. Muy
teatral. Fue hasta el sillón y quedó en pie tras él, sus manos sobre el respaldo.
Miró la cortina azul.
—Buenas tardes —dijo con su suave acento meridional.
Nadie contestó. Las cortinas no se agitaron. El blanco silencio de los muros y el
techo le rodeaban. ¿Es que el ministro, o el psiquiatra, se había tomado un
descanso para beberse una taza de café, o quizás una copa a fin de recuperarse
de todas las tonterías que habría dicho al viejo? Bueno, era comprensible. Y
humano. Por muy hipócrita que fuera un hombre habla fomentos en que tenía
como una revelación de sí mismo y le dominaba el asco. O traducía el odio hacia
sí mismo en odio hacia los demás. Paul meditó en el incontable número de
hombres que se habían odiado a sí mismos en él.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
¿Había escuchado un susurro o era sólo el murmullo del acondicionador de
aire? Pero inmediatamente sintió que un hombre aguardaba allí, tras la cortina.
Entonces continuó:
—Soy forastero en esta ciudad y, lo siento, pero no voy a decirle mi nombre,
ni en realidad voy a hablarle mucho acerca de mí. A propósito, ¿puede verme?
Nadie le contestó realmente, pero en su interior pareció que sonaba una
voz, una voz varonil, infinita- mente amable y grave, que decía: "Sí, pequeño".
Ridículo. Sólo se trataba de su imaginación. Kathleen le decía constantemente
que tenía demasiada imaginación. Pero Paul, aunque había anticipado una
respuesta afirmativa, a pesar de la pesadez de las cortinas que lo ocultaban
todo, había imaginado de antemano un patrocinador: "Sí, hijo", o lo que era aún
peor: "Sí, muchacho".
Pero nunca "pequeño". Sólo sus padres le habían llamado así en tono cariñoso,
o cuando le reñían, o cuando se impacientaban con él. "Pequeño". Un niño
pequeño es algo universal, que sufría dolor y ultraje. El ultraje. Eso era peor que
el sufrimiento. De cualquier modo siempre era peor que el dolor, una ofensa a lo
que uno realmente era.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Mi problema —dijo Paul sintiéndose a la vez estúpido al hablar de aquel modo
formal— no es realmente nada comparado con el de ese viejo, el que acaba de
salir. Espero que pudiera consolarle.
Sintió una afirmación y una ternura. ¡Oh, aquella imaginación suya! Dejó el
respaldo del sillón, pasó ante él y se sentó. Colocó sus manos, hermosamente
formadas, sobre sus rodillas como si estuviera a punto de dirigirse a su cámara
de directores y, mientras tanto, evitara los ojos divertidos de Kathleen.
—Verá —dijo con aire pedante, escuchando sus palabras mesuradas y
creyendo ver la mirada burlona de su esposa—, nadie me trata como hombre
estos días. En tiempos, algunos lo hicieron. Pero ya no. Ahora me miran con
odio, o con su infernal "amor". Yo creo que prefiero el odio. Al menos es
honrado, y en ocasiones puedo vencerlo. Cuando yo era más joven y estaba en
el colegio, mis profesores me trataban como a todos los demás. Si fallaba en
alguna prueba me reñían. Si pasaba otras, y a la cabeza de la clase, me
felicitaban. Estaba en el equipo de la escuela superior en Georgia, en atletismo, y,
si actuaba bien, pues de acuerdo, era bueno. Si actuaba mal, entonces me
maldecían en términos muy claros.
"Ahora todo ha cambiado. Voy al norte, y cualquier estúpida observación que
salga de mis labios —y yo no soy aficionado a las observaciones estúpidas, puede
creerme— es recibida como si fuera la Sagrada Escritura. Pero no es eso lo que
quería decirle.
Se detuvo, miró la cortina, sin advertir la profunda desesperación en sus
ojos.
—¡Soy un hombre! Es cierto que soy hombre de negocios y que tengo éxito.
¡Pero soy hombre por derecho propio! Eso es lo que se me niega en estos tiempos.
No soy sólo un hombre de negocios. Ésa es mi vocación, pero me interesan
además miles de cosas. Soy músico amateur, toco el piano, estudié música entre
otras cosas. Y mi esposa Kathleen tiene una hermosa voz. Ella canta cuando yo
toco. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedo hacérselo entender?
Apretó las manos con fuerza, aquellos puños impotentes que tan a menudo
apretaba.
—Amo la escultura. Incluso he probado a esculpir en ocasiones. Amo la
arquitectura. Yo mismo diseñé nuestra casa en Georgia, aunque no soy
arquitecto. Amo los clásicos. Amo el arte antiguo y el teatro, especialmente la
tragedia —se detuvo—. Vengo de un pueblo trágico. La tragedia no es intrínseca
en nosotros, ¿sabe? Son los demás los que nos han hecho trágicos.
"No importa. Verá; yo viajo mucho. No se pueden conseguir vendedores
decentes en esta época de riqueza, así que realizo muchos viajes personalmente.
Conozco personas interesantes —hizo una mueca—. Pero ¿cree que puedo hablar
con ellos de música, de literatura, arte, ciencia, teatro, ballet, los sucesos
humanos, la historia? ¡No! ¡Maldita sea, no! Intento hablar con ellos de hombre a
hombre. ¡Pero no me dejan! O me miran con impaciencia, o se sienten
desconcertados.
Todo lo que quieren discutir conmigo es... la raza. Los problemas raciales. Me
niegan mi identidad de hombre, con las esperanzas y el amor a la belleza, y la
preocupación por la humanidad, y la historia del hombre, y mi futuro como hombre.
¿Se da cuenta de cuan terrible es esto¿.. que le nieguen su identidad de hombre?

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Un débil sonido llegó a él, como un suspiro, como una respiración. "Mi
imaginación de nuevo", pensó. Pero en seguida se sintió comprendido. Se removió
inquieto en el sillón.
—Soy un hombre, con la naturaleza humana del hombre. Pero me niegan esa
naturaleza humana, no aquellos que me odian por ignorancia, sino los que simulan,
o creen, que me aman. Pero no me aman como Paul Winsor, un hombre, con sus
propios órganos y sangre, y huesos y espíritu, y esperanza y desesperación. Me
aman como símbolo. ¡Un símbolo de su propio odio, pervertido o invertido!
"Eso es lo que es en verdad: odio. Usted y yo sabemos que hay poca diferencia
entre el odio y el amor, la divisoria es muy delgada. ¡Pero yo no quiero ser odiado
ni amado! No quiero ser el chivo expiatorio de aquellos que James Baldwin llamó
los "bastardos blancos liberales". No quiero ser su lindo sacrificio por el perverso
odio a sí mismos que llevan en sí, y a través del cual desean purificarse. Amontonan
sus perversidades sobre mí, sus mentiras, sus hipocresías, me tocan con sus
manos obscenas como lo harían con los de su propia clase. ¡Manoseándome,
consolándome! No necesito ser consolado. Quiero que se reconozca mi
naturaleza humana, no con amor, sino con objetividad. ¿Es demasiado pedir?
"No", dijo la grave voz en su oído. Se sobresaltó. ''Pero a casi todos los
hombres les parece demasiado en estos horribles días", siguió la voz de su
imaginación.
"¡Señor, mi imaginación!", pensó Paul Winsor. Miró sus hermosas manos, sus
negras manos, las manos de un artista sensible, firmes, fuertes y bien
formadas.
—¿Por qué resulta tan terrible que en estos tiempos la mayoría de los
hombres tengan que simular que aman a otros? —preguntó—. Nunca careció tanto
el mundo de amor como ahora, nunca estuvo tan degradado, tan lleno de odio.
Sin embargo, no se puede ir a ninguna parte sin oír hablar de amor, amor, amor.
Como si viviéramos inmersos en un baño de vapor de
amor. Una miasma. Algo que resulta especialmente sofocante para mi pueblo. Se
están ahogando en él, especialmente en el norte. Pero no es amor realmente,
¿verdad? Es odio. Es el convencimiento de la propia virtud del cruel fariseo.
Volvió la cabeza como si se ahogara, su fuerte y hermosa cabeza de brillante
piel negra, el pelo crespo, la barbilla hendida y los pómulos brillantes.
Y añadió con voz ahogada:
—Pero ¿quién es. mi pueblo? Toda la humanidad es mi pueblo. Yo soy un
hombre. Si otros son hombres, entonces son hombres conmigo. Los que niegan
mi naturaleza humana, que comparto con ellos, me niegan mis derechos como
espíritu, como mente, como hombre con aspiraciones.
Se puso en pie en creciente agitación.
—¡Pero usted no comprende! ¡Usted me niega, como su propia raza, mi
naturaleza humana, mi naturaleza humana como persona, que es algo precioso
para mí! ¿Qué importa si mi piel es más oscura que la suya, o que yo tenga un
remoto antepasado africano? ¿No soy un hombre, no sangro como usted sangra,
no amo como usted ama y sufro como usted sufre? Soy un hombre. Hasta hace
muy poco fui conocido como hombre. Ahora soy sólo un problema, un símbolo
para aquellos que me aman y que tratan de explotarme y relegarme fuera de la
humanidad por sus propios secretos y perversos objetivos. Como hombre blanco,
¿cómo puedo comprenderme a mí, comprender el ultraje de que se me niegue mi
naturaleza humana?

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Corrió a la cortina y la golpeó con el puño. Le produjo la impresión, a pesar de


su suave textura, de que era de hierro. No sabía que sollozaba secamente.
Entonces vio junto a ella el botón y las palabras que le informaban de que si
deseaba ver al hombre que le había escuchado sólo tenía que oprimirlo.
—No deseo ver su blanco rostro y oírle llamarme hijo ni escuchar sus mentiras
—dijo con voz amarga—. No quiero su dulzón amor. Usted no me hablará de
hombre a hombre. No está interesado. Me hablará gravemente de racismo hasta
que yo me estremezca de vergüenza por usted y por mí mismo. No dirá una
palabra sobre nuestros mutuos intereses humanos ni sobre nuestra común
humanidad.
Tenía el puño cerrado de nuevo. Golpeó el botón con él. Las cortinas se
corrieron pesadamente, como si un gran dolor se ocultara tras ellas. Y entonces,
a la luz de la suave y pura luz, vio al hombre que le había escuchado, el hombre en
agonía, el hombre amoroso que le miraba con dolor y apasionada comprensión.
Paul alzó lentamente la mano y se cubrió con ella la boca, la temblorosa boca.
—No —susurró—. No creía en ti. No creía una palabra de lo que dijiste. Mi padre
sí creyó. Él murió de hambre, y murió lentamente. Él te amaba. Decía que tú
fuiste un hombre, como lo era él. ¿Es así como le pagaste?
Se volvió y se dirigió de nuevo al sillón. Quedó en pie tras él apoyadas las
manos en el respaldo. Sus ojos se cruzaron con los del hombre que le había
escuchado en su angustia. Durante largo tiempo se contemplaron en silencio. Al
fin, Paul apartó la cabeza.
—No, no, no...
Sentía una presencia en la habitación que le envolvía, fuerte, poderosa,
varonil, la presencia de un padre.
—También a ti te negaron la naturaleza humana, ¿verdad? —dijo—. O bien eras
un símbolo para su amor sensiblero o no eras hombre en absoluto. O te
apartaban enteramente de la humanidad o no existías. Lo mismo que yo, en estos
tiempos, me veo apartado de la humanidad, o negada mi existencia como legítimo
americano de piel negra. Un símbolo o nada. Un objeto de insano amor, lo que
supone un insulto a mi inteligencia, o una señal de desprecio.
Era el frescor de la habitación, naturalmente, lo que hacía que sus ojos se
humedecieran. Se los secó sencillamente con el dorso de la mano, como un niño
herido.
—Mi esposa Kathleen y mis hijos. Mis hijos especialmente. ¿Qué va a pasarles?
Jamás fueron tratados en sus jóvenes vidas como yo fui tratado en Georgia; como
ser humano. Quizá se trasladen al norte, donde serán glorificados como algo
superior hasta que su flagrante naturaleza humana se asegure... ¡y entonces serán
odiados por atreverse a ser humanos! Tampoco en el sur ahora, ni en el norte,
serán aceptados simplemente como hombres, buenos o malos, inteligentes o
estúpidos, interesantes o aburridos. Sólo aceptados. No serán hombres a los que
se castiga si obran mal, o se les premia si obran bien. No serán apreciados por sí
mismos, sin que se les concedan privilegios especiales o se les escuche
abyectamente, para verse luego rechazados cuando muestren lo que hay de
humano en ellos, lo que es común a todos los hombres.
Miró de nuevo al hombre que le oía y que le miraba con angustia y poderoso
amor.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Tú y yo tenemos mucho en común, ¿no es cierto? Tenemos un espíritu


inmortal y nuestra naturaleza humana estrechamente unidos. La humanidad
rechaza una parte de nosotros para siempre, ¿no es verdad? ¿Por qué no pueden
aceptarnos? ¿Sencilla y honradamente?
"Algún día, quizá", dijo la voz profunda y varonil.
¡Su ridícula imaginación! El hombre que le escuchaba no se había movido en
absoluto, ni había hablado. ¿O sí?
Pero inmediatamente sintió Paul Winsor que algo surgía en él, un don de
hermandad, una luz del espíritu, una comunidad de ser. Se puso en pie
lentamente y fue al hombre. Era muy alto, pero tuvo que alzarse de puntillas
para tomar la mejilla del hombre.
—Hermano —dijo. Aguardó. Los grandes ojos le sonrieron—. Hermano —repitió
—. ¡Hermano!
Por primera vez en su vida Paul sintió que aquella palabra tenía auténtico
significado, que no formaba parte de los tópicos usados por todos al dirigirse a él,
que no era una mentira humillante, ni una aseveración falsa nacida del odio
vergonzoso, ni una condescendencia de la boca del hombre blanco que simulaba
¡igualdad y amor fraternal porque era un mentiroso.
Aquí había uno que le aceptaba con amor, como de hombre a hombre, digno
de amor como ser humano, como alma humana. El hombre le amaba. No como un
Caín disfrazado de Abel para sus propios propósitos. Le amaba por lo que
compartían juntos en cuerpo y espíritu, con destino inmortal.
—Mi Dios —dijo Paul—. Mi Dios al que amo. Con tu ayuda lo soportaré. Nosotros
juntos venceremos el falso amor y el furioso odio, y las mentiras e hipocresías. Lo
soportaremos juntos por toda la eternidad. Y quizás, en algún siglo lejano,
nuestros hermanos nos hablarán como a hermanos y, finalmente, seremos
conocidos por lo que somos.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA QUINTA

SOLO UN MUCHACHO

«Cíñete los lomos y respóndeme.» JOB, 38: 3.

ALMA QUINTA

Entró sonriendo alegremente en la sala de espera, caminando con su


habitual insolencia juvenil, esperando que todos los ojos se volvieran a él con
indulgencia y, sobre todo los de las mujeres, con aprecio. Pero nadie pareció darse
cuenta de que había entrado. Su sonrisa se desvaneció e hizo una mueca. Lo que
él había sospechado: viejas aburridas y viejos decrépitos... excepto aquella joven, al
fondo, con el elegante traje de verano. Se sentó junto a ella, dispuesta la sonrisa,
humedeciéndose los brillantes dientes de los que se sentía tan orgulloso. La
muchacha ni le miró. Y no es que no le hiciera caso deliberadamente, pensó con
asombro. Es que, sencillamente, nadie se preocupaba de volver la cabeza en su
dirección. Miró a las mujeres y pensó: "Asquerosas". Miró a los hombres y pensó:
"Cerdos". Varias muchachas le habían dicho que él tenía magnetismo, que atraía
inmediatamente la atención. Si eso era cierto, su encanto no funcionaba hoy.
Estaban todas dominadas por los nervios, eso era lo que les ocurría. Animales
egoístas. Animales viejos y egoístas. Cuanto más pronto murieran, mejor. Que
dejaran sitio para los muchachos como él. ¿Qué había escrito un famoso autor
sobre los asilos de ancianos?; "Me gustaría coger una ametralladora y acabar con
todos ellos, en beneficio de los muchachos." De acuerdo.
Cruzó las rodillas y dobló los poderosos brazos sobre el pecho, mirándose con
agrado en el espejo de sí mismo. Un gran muchacho, de poderosos hombros y
caderas estrechas, muy bien vestido con una magnífica chaqueta deportiva de
cachemira, de un profundo y lustroso azul, con pantalones azules de un tono más
claro. Y calcetines de seda azul, de artesanía, una camisa deportiva a rayas azules
y blancas, y sin corbata. Tenía un rostro ancho y sonrosado con pecas, que él
simulaba deplorar, una nariz fuerte y beligerante, la boca llena y los ojos del color
de su chaqueta, y todo coronado por una masa de brillante pelo rubio. Todo su
cuerpo estaba tostado por el sol. Sentíase encantado consigo mismo en calzones
de baño y sobre la pala de surf. Se amaba a sí mismo cuando nadaba
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

vigorosamente. Se amaba a sí mismo cuando se vestía y desvestía, cuando comía


y dormía, cuando jugaba y reía. En resumen, que se amaba a sí mismo. Lo sabía. Y
no veía razón alguna para negarlo. Después de todo era un hermoso joven, y el
mundo había sido hecho exclusivamente para los jóvenes. Juntó los labios sin
emitir sonido alguno, como si fuera a silbar. Un ritmo rugiente de música moderna
sonaba agradablemente en su cabeza mientras él marcaba el ritmo con el pie
sobre la espesa alfombra azul que cubría el blanco suelo de mármol. Un lugar de
chiflados, pensó divertido. Un lugar de chiflados. Escuchó una campana y vio a un
hombre viejo que se levantaba e iba a otra puerta. La puerta se cerró tras él.
De modo que ahí era donde estaba el oyente, tocando aquella idiota campanilla
para llamar a los asquerosos que entraban allí a hablar de sus complejos,
inferioridades y frustraciones. Gracias a Dios que el no tenía ninguno. Pero le
había dado palabra a Sally de que iría allí. Era la única forma de conseguir que le
concediera el divorcio. Y no podía mentirle a ella tampoco. Sally había estado allí
también y sabía exactamente cómo era, y conocía al chiflado que escuchaba allí
dentro, de modo que no podía engañarla.
Tampoco era un precio tan alto por un divorcio. Después de todo él sólo era un
crío y Sally casi le había seducido para que se casara con ella. Era una mujer
madura y él prácticamente un adolescente.
Se abrió la puerta exterior y entró una jovencita con traje verde, una
muchachita encantadora, de apenas más de veinte años, si es que los tenía, con
una masa de magnífico cabello negro sobre sus hombros, un rostro pálido y
sonrosado y ojos negros grandes y hermosos. Johnnie Martin la miró con intensa
admiración. Una nena. Ahora bien, ésa sí que era un plato de su gusto. La observó
francamente cuando se sentó y cruzó delicadamente sus pies y puso las manos
enguantadas en blanco sobre su regazo. Esta chica hacía que Sally pareciera tan
vieja como su abuela. Podía percibir la frescura de su juventud mirando aquellos
labios jóvenes, llenos, redondos. Ahora bien, ¿qué demonios habría hecho ir allí a
esa chiquilla, una criatura como él mismo? Quizá tenía un marido viejo e imbécil y
también quería librarse de él. La muchacha alzó los pálidos párpados y le vio
admirándola. Le estudió. Después, ¡increíble!, su labio superior se alzó en
desdeñoso gesto y, adelantándose hacia la mesa, cogió una revista.
Johnnie quedó atónito. ¡Las chicas jamás le desdeñaban así! También se sintió
furioso. Entonces se puso deliberadamente en pie, se acercó a la muchacha y se
sentó junto a ella, que leía la revista. Inclinó la cabeza y susurró:
—¿Qué está haciendo una muñeca como tú en esta casa de locos? No le
contestó por un par de segundos; luego dijo sin mirarle:
—Y usted, ¿qué hace aquí?
Sonrió.
—Busco consejo para librarme de una vieja.
—¿De tu madre? —preguntó ella, mirándole intensamente.
Se sintió complacido. Sonrió y sus blancos dientes brillaron deslumbrantes,
como él bien sabía. Había esperado esa pregunta.
—Créalo o no, de mi esposa —dijo, y aguardó su expresión de incredulidad.
Pero no fue así. En cambio, ella se limitó a estudiarle pensativamente.
—Es mucho mayor que yo —siguió él, con ligera petulancia en su hermosa voz.
La muchacha sonrió. A Johnnie le resultó difícil digerir aquella sonrisa. Era muy
extraña.
—Sólo era un chiquillo cuando me casé con ella —dijo.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

La habitación era fresca y agradable; empezó a relajarse y a pasarlo bien. No


observó, ni le preocupó, que los demás ocupantes de la habitación le miraran con
aburrido disgusto.
La muchacha sonrió de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados?
Vaciló, y ella pudo advertir su vacilación.
—¿Con Sally? Tres años.
Los ojos negros, que habían parecido tan distantes y tristes cuando entrara,
comenzaron a sonreír. Su boca parecía ahora una cereza.
—¡Ah! ¿Pretende conseguir la anulación? ¿Por no ser mayor de edad?
Le sonrió encantado. Se rascó la cabeza para que su cabello quedara aún más
alborotado que antes.
—Bueno, ¡podríamos decir algo así! Pero no del todo.
La muchacha dejó de sonreír.
—Eso me figuré —dijo, y poniéndose en pie le abandonó para trasladarse a otra
parte de la habitación.
Él la observó ir mientras se alejaba. La felicidad que había en sus ojos fue
reemplazada por la furia y el odio. ¡Pequeña puta! Probablemente había cometido
un error y ahora quería saber el nombre de un médico que la hiciera abortar.
Pero si no podía negarlo, con el vestido tan apretado en los muslos. Y las piernas
demasiado gordas además. Odiaba a las chicas de piernas gordas. Vacas. En pocos
años sería una vaca vieja, como Sally. Algunos en la habitación habían observado
todo lo sucedido, a pesar de sus propios problemas, y no pudieron evitar el sonreír
un poco como comprendiendo. Esto hizo que Johnnie se sintiera más furioso que
nunca. Su rostro enrojeció hasta quedar escarlata y sus cejas color paja se
fruncieron sobre sus ojos, ¡Se iría de allí en aquel preciso instante!
No, tenía que ver al oyente de allí dentro. Debía ser un tipo algo chiflado para
escuchar gratis a todos los llorones que irían a verle. ¡Sin cobrar nada! Entonces,
¿qué hacía? ¿Es que escribía informes sexuales? ¿Sobre aquellos viejos desechos,
sentados por allí, esperando? La idea le hizo sonreír con una fea mueca. ¡Podía
imaginar los informes que aquellos asquerosos viejos serían capaces de referir si
tuvieran el valor suficiente! Con descarada insolencia les observó ponerse en pie
uno a uno al sonar la campana y dejar la habitación. Quería que ellos le miraran
aunque sólo fuera una vez, para hacerles saber lo que pensaba, lo que sabía de
ellos. Pero no le miraron. La muchacha seguía ojeando la revista. Él estaba seguro
de que no leía, pues no pasaba una página. Sus ojos parecían fijos en las letras,
pero no se movían, y apenas parpadeaban. ¿Una buscona? Probablemente. Tenía
todo el aspecto, tan pálida, sin salud, sin vitalidad... sin una patente
sensualidad. Luego vio algo que le encantó todavía más. No era tan joven como
había pensado. Ya se insinuaban débilmente unas patas de gallo en los ángulos de
los ojos. Una vaca vieja. Por lo menos veintiocho años. Una vieja.
La muchacha trataba con todas sus fuerzas de conservar la compostura. "Debo
estar tranquila", se decía. "Debo dominarme. Esto mismo les ocurre a millones de
personas cada año, a personas más jóvenes que yo. A chicas mucho más jóvenes.
Tengo que conservar la cabeza por Tom. ¡Querido Tom! Debo llevar mucho cuidado
y no decírselo hasta el mismo final. ¡Pobre Tom!..." Sólo con que los dos pudieran
tener una auténtica conversación... pero ¡se habían divertido tanto en sus seis
años de matrimonio! Nunca había habido tiempo para una conversación seria. De

64
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

todas formas, la vida de Tom siempre había sido demasiado seria. Confiaba en
haberle dado con su presencia toda la alegría, toda la risa y gozo que él merecía.
Pero ahora...
En su dolor alzó involuntariamente la cabeza y vio que Johnnie Martin la
observaba con patente disgusto. No se sintió turbada. Sólo pudo compararle con
Tom, que debía ser más joven. Este hombre tendría por lo menos treinta años, si
no más. Pero se vestía y 'actuaba como un crío, un crío sonriente, tontorrón,
indigno. Era un género que ahora abundaba mucho, y ella siempre los comparaba
con Tom. Otoñales aniñados, perpetuos adolescentes, hombres que se negaban a
madurar. ¿Es que no se daba él cuenta de la edad que tenía. Sea quien fuera
Sally, supondría para ella todo un triunfo el librarse de aquel marido. Esperaba
que el hombre que escuchaba allí dentro aconsejara a aquel idiota, que, más
que ir corriera a toda prisa al tribunal de divorcio más próximo por el bien de Sally.
"¡Uf!", pensó, "¿cómo pudo la pobrecilla llegar a casarse con él?"
Johnnie Martin no podía creer lo que veía: ¡los ojos de aquella vieja vaca le
miraban con franco desdén y disgusto! Sus labios estaban entreabiertos y él pudo
ver ahora cuan pequeños y blancos eran sus dientes. Detestaba los dientes
pequeños; en una mujer le gustaban los dientes grandes, húmedos, brillantes.
"Dientes de caballo", había dicho Sally en una ocasión. También ella tenía los
dientes muy blancos y pequeños, como ésta. Se preguntó por qué no lo había
observado antes de casarse con Sally. Tal detalle debía haberle desilusionado desde
el mismo principio. Nada había en Sally de lo que a él le gustaba. No era alta, ni
delgada, ni fascinadora, ni sexy, ni siquiera bonita. Su cabello era sólo castaño, y
sus ojos también. Tenía un rostro sobrio y redondo, con un pequeño hoyuelo en la
mejilla izquierda, y la nariz chata. Había sido muy buena amiga de la madre de
Johnnie, y él estaba convencido de que había sido su madre la que consiguiera
arreglar aquel desastroso matrimonio... su madre, ahora muerta.
—Sally es una chica tan maravillosa —le había dicho en su lecho de muerte—.
Será lo más conveniente para los niños; para ellos será la madre que nunca han
tenido.
Echándole así en cara sus dos matrimonios anteriores, ¡como si hubieran sido
culpa suya! Él sólo era un chiquillo, y ellas le habían forzado prácticamente a
casarse. Sólo un adolescente cuando se casó por primera vez, apenas veinticuatro
años, apenas recién salido de la cuna, y el segundo matrimonio a los veintiocho,
todavía un jovencito, aún no mozalbete, ¿no es eso lo que ahora llamaban los
jueces a los chicos de su edad? Mozalbetes. Algunos de ellos solicitaban Tribunales
de Menores para que se ocuparan de los chicos y chicas hasta la edad de treinta y
un años; comprendían que, después de todo, eran sólo chiquillos. Papá lo había
comprendido muy bien; su padre, tan bajito. Aun cuando su hijo le había
sobrepasado ya en muchos centímetros y estaba ya en segundo año de
universidad, se ponía muy tieso y alzando el rostro para mirar a su hijo a la cara y
le decía riñendo a su esposa; "Es sólo un crío, Ana, sólo un crío. ¿Qué otra cosa
puedes llamarle? Sí, ¿qué otra cosa? Pero su madre había sido como Sally. ¡Vaya
pareja!"
Cuando se librara de Sally y pusiera las manos en todo aquel dinero,
entonces se compensaría realmente del tiempo perdido. Dos años en Hawai. Un
año. en Roma. Quizás una temporada p dos en el sur de Francia y un invierno en
París- Sonrió, y su corazón saltó con la dicha de la anticipación. Lo único que se
interponía entre él y los placeres necesarios a su juventud era Sally, y ella le había
prometido el divorcio si él iba a aquella casa de locos y hablaba con el hombre que

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

escuchaba. Bien, pues le escucharía. Y luego la libertad, otra vez un muchacho


libre de trabas,
Vagamente escuchó el sonido de una campana, Pero estaba hundido en sus
dichosos sueños anticipativos. Un instante después la muchacha le decía desde el
otro lado de la habitación con su voz dulce y culta:
—Le toca a usted ahora.
Alzó los ojos asustado y la miró- Estaban solos. Guiñó descaradamente, todo su
rostro una sonrisa. Ella volvió a su lectura. Johnnie se puso en pie, bostezó, se
estiró la chaqueta, se dirigió a la puerta... Tenía un modo de caminar fácil, juvenil,
que sabía resultaba muy atractivo a las mujeres. Evidentemente la muchacha no
quedó impresionada, pues ni siquiera alzó los ojos. Abrió de par en par la puerta
con innecesario vigor y entró en la habitación blanca y azul. Miró a su alrededor.
No había nada allí más que muros de mármol, un sillón de mármol con
almohadones azules y una especie de alcoba cubierta con cortinas. Sonrió con
superioridad. Lo mismo que esos investigadores sexuales, el Informe Kinsey, o
algo así. El interrogador oculto tras una cortina, de modo que el entrevistado no
se sienta apurado y hable con entera libertad. Se sentó en el brazo del sillón de
mármol y sintió que recuperaba su habitual buen humor.
—Hola —dijo con voz insolente y fuerte—. Estoy aquí. Yo.
Nadie le contestó. No hubo el menor sonido en la habitación. ¿Es que no habría
nadie?
—¿No hay nadie? —preguntó.
Tampoco hubo respuesta. Se levantó y fue a las cortinas y tocó cuidadosamente
sus pliegues de terciopelo e intentó moverlas. Pero parecían de acero. Vio el
botón que le informaba que podía ver al hombre que escuchaba si así lo
deseaba. Con una nueva sonrisa y un floreo de sus dedos dio al botón. Las cortinas
no se movieron.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo con indulgencia—. Si quiere seguir oculto, es
cosa suya. ¿Ética profesional? De acuerdo. En realidad, no me importa. Lo prefiero
así. Usted no me conoce y yo no lo conozco. No podemos vernos... —se detuvo—.
Oiga, ¿puede usted verme desde ahí? ¿Hay como un agujerito para que usted
pueda mirar, o algo así?
El hombre guardó silencio. Pero con cierto inquietante temor Johnnie se sintió
seguro de que el otro podía verle claramente. Volvió deprimido al sillón, cruzó las
piernas y los brazos y miró sombríamente la cortina.
—Acabemos con esto —dijo—. Yo no soy como todos esos viejos, desechos y
basura, que ha estado entrevistando. Yo sólo quiero un divorcio. Sencillo, ¿no? Es
cierto. Mi esposa me envió a hablar con usted. Luego me concederá el divorcio.
Por eso estoy aquí.
Como el hombre no contestara dio un golpe en el brazo del sillón con aire de
determinación.
—De acuerdo —dijo con énfasis—. Ya he hablado con usted. Eso es todo lo que
prometí hacer. Así que, ¿para qué quedarme más? Ya he visto el aspecto que tiene
esta habitación, y puedo contárselo a Sally. Eso es lo que ella quiere. De modo que
hemos terminado. Toque la campana para la chica que viene ahora. La mujer,
quiero decir, con todas sus arrugas. Adiós.
Se puso en pie. Esperaba un murmullo de protesta. Nada escuchó. Por lo visto a
aquel hombre le era indiferente que se quedara o se fuera, que hablara o no. Y

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Johnnie Martin no estaba acostumbrado a la indiferencia, ni a verse ignorado.


Vaciló.
—No me habría importado hablar con usted —dijo. ¿Era su imaginación la
que le hacía sentirse repentinamente seguro de que el hombre le miraba
intensamente tras las cortinas?—. No, no me habría importado nada hablar con
uno que arregla cabezas faltas de algún tornillo a ver si me daban cierta medida
de comprensión. Y no es que yo ande mal de la cabeza; la que sí lo está es Sally,
una vieja frustrada que consiguió pescarme cuando yo sólo era un chiquillo y no
sabía de qué iba —se sentó de nuevo, lentamente, como sin volición—. Entre ella y
mi madre. Sally fue incluso peor que las otras que también me pescaron, peor que
las otras... bueno, si eso es posible. Pero, aunque sea joven soy justo. Mamá no
tuvo nada que ver con mis dos primeras esposas. En realidad intentó impedirme
que me casara con ellas, y ojalá la hubiera escuchado. Ahora no tendría todos
esos críos colgándome del cuello.
Se rió afectuosamente de sí mismo, y se acarició con satisfacción el mechón
rubio que le caía sobre la frente. Incluso se tiró de la oreja, como un padre.
—¡Yo, con hijos! ¿Se lo imagina, a mi edad? Tres críos, y yo sólo soy un
muchacho. Una vergüenza, ¿no?
Pero ahora ya no sonreía con satisfacción, pues de pronto había recordado
algo. Sally era la única con quien se había casado en la iglesia; por tanto, según
la ley natural, ella era su única esposa y no las otras con las que se casara
apresuradamente ante jueces de paz en otras ciudades. Sally era piadosa. Tenía
una voluntad de hierro, como su madre, de modo que, para evitar que se pusiera
demasiado pesada, Johnnie iba a veces a misa, con Sally, los domingos y los días de
precepto. El jueves pasado había sido la Asunción, y ella le había dado la lata
hasta conseguir que la acompañara a la última misa de la tarde. La gran iglesia
estaba abarrotada hasta el vestíbulo, pero él y Sally habían llegado bastante
pronto y conseguido sentarse en los dos últimos asientos libres de un banco.
Esto le había irritado. A veces, si se las arreglaba para que llegaran un poco tarde,
tenían que quedarse de pie en el vestíbulo y entonces, durante un momento
especialmente solemne, cuando todo el mundo estaba de rodillas, podía ponerse
silenciosa y cuidadosamente en pie —¡aquel maldito suelo de piedra!— y deslizarse
al exterior a fumarse un cigarrillo. Incluso en ocasiones le era posible volver sin
que Sally llegara a saber que había estado ausente; siempre estaba rezando, de
todos modos, dándole vueltas al rosario, toda su devoción fija en el magno
suceso que tenía lugar en el altar, y sin darse cuenta de lo incómodo de su
postura.
Pero el jueves pasado se había visto atrapado, pues alguien les indicó con un
gesto los asientos vacíos. Y después siguió entrando el resto de la multitud, bajo un
ardiente sol de agosto, y ya no pudieron moverse, pues la gente ocupaba incluso
el pasillo central y los laterales, contra las paredes. Gruñó. No sólo estaba
atrapado, sino que tendría que luchar para salir cuando la misa hubiera
terminado. Vio que el viejo padre Houlihan estaba ya en el altar, alcanzaba a verle
sobre las cabezas inclinadas de la gente. El viejo padre Houlihan, al que algunos
irreverentes llamaban el Pelmazo de Houlihan, no sólo porque su voz era casi
inaudible y por tanto la homilía resultaba una pesadez., sino porque además era
muy lento y detallista y la misa no terminaba nunca. Johnnie había gruñido allá
en lo más profundo de su garganta. Por lo menos pasarían cuarenta y cinco
minutos antes de que pudiera salir de la iglesia. Bien, al menos tenía un pequeño
cojín de piel para arrodillarse, no el suelo de piedra de los pasillos y el vestíbulo.
67
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

El sol de agosto entraba a raudales por las altas vidrieras del fondo y los lados.
Todas las puertas estaban abiertas de par en par, pero el aire era sofocante allí y
olía a incienso, a piedra y a cera. El padre Houlihan se volvió, alzó y extendió las
manos. Sus vestiduras blancas y magníficas colgaban sobre su delgado cuerpo.
—Dominus vobiscum —gritó.
—Et cum spiritu tuo —respondió debidamente el pueblo.
Algunos niños lloraban por el sofocante calor. Johnnie cerró los ojos. Odiaba las
duras y agudas voces de los niños, especialmente las voces de los suyos. De pronto
oyó un gozoso gorgoteo infantil, una risita. Volvió la cabeza hacia la izquierda.
Ocupaba el último asiento. El pasillo estaba abarrotado de gente. Junto a él, tan
cerca que casi podía tocarle, había un jovencito esbelto, de apenas más de veinte
años, vestido con ropas bastante pobres y con pesadas botas de trabajador.
Llevaba una camisa blanca muy almidonada y una corbata de color azul oscuro.
No era muy alto, y sus ropas, mal cortadas, le sentaban como si hubieran sido
confeccionadas para alguien mucho mayor. Tenía el pelo rubio, muy abundante, y
un perfil infantil. Parecía un monaguillo. Tenía en brazos a un niñito de menos de
dos años, un chiquillo sonrosado de alegres ojos azules. Era el niño que había
soltado aquella risita feliz e inocente. Ahora le tiraba de la oreja a su padre y de
pronto exclamó gozoso: "¡Papá! ¡Papá!", y besó al joven que lo tenía en brazos.
Éste enrojeció un poco, trató de erguirse, luego miró el rostro de su hijito y
sus ojos se suavizaron, brillando de orgullo y amor. Johnnie se sintió atraído por
aquel orillo, que daba a un perfil vulgar cierta luz santa, tierna. Aquel muchacho
ordinario, poco distinguido, parecía envuelto en un airé de exultación. Johnnie
jamás había sido piadoso o reverente, ni siquiera de niño, los santos le habían
aburrido, nunca había admirado las imágenes, ni se había unido fervorosamente a
las plegarias. Su imaginación jamás había sido extraordinaria. Sin embargo, al
mirar a aquel joven trabajador, con sus ropas limpias y vulgares y su hijo en
brazos, había pensado atónito: "¿Por qué todos los cuadros y estatuas que he visto
sólo muestran mujeres con niños en los brazos? ¿Por qué no un padre joven, como
éste, con su hijito? Pues... ¡hay algo heroico en todo esto, algo bueno, noble, algo
básicamente hermoso! Algo conmovedor, algo insoportable".
Se sintió conmovido por el mismo hecho de sentirse conmovido. Cuando las
lágrimas acudieron a sus ojos sé dijo que realmente era muy bueno, ya que tan
fácilmente se sentía conmovido por la belleza. Sin embargo, a pesar de ello, a
despecho de su orgullo, pudo sentirse honestamente emocionado y un poco triste
y humilde. Se había olvidado de aquel joven trabajador y de su hijito en cuanto el
sacerdote anunciara el fin de la misa, y no había vuelto a pensar en él desde
entonces. Hasta aquel momento, en aquella habitación blanca y fresca, ante las
cortinas azules.
Como si otra vez lo tuviera ante sus ojos, creyó ver a aquel padre con su niño
y de nuevo se sintió profundamente conmovido, y volvió a experimentar aquella
tristeza sin nombre, aquella tristeza mezclada con compasión y con un anhelo
inexplicable. "¡Qué demonios!", se dijo frotándose la mejilla. "Supongo que será
porque resulta algo penoso ver a un jovencito así, casado ya, y con un hijo suyo.
Cuando sólo es un muchacho. Apenas un niño. Pobre infeliz, atado ya a alguna
mujer que le había cargado con un hijo cuando apenas tendría veinte años.
Trabajaba mucho, eso se veía claro por sus manos ya muy gastadas. Sin
embargo, aún tenía toda la brillante inocencia de un niño. Y ¿por qué no? Si no se
hubiera dejado arrastrar al matrimonio por una mujer, si sus padres hubieran
tenido dinero, ahora estaría haciendo sus estudios para graduarse en alguna
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

universidad, divirtiéndose y jugando con las chicas y haciendo deporte por todo el
país. Pobre chico. Sólo un chiquillo.
"¿Lo es?"
Johnnie alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué?— tartamudeó—. ¿Qué dice? ¡Pues claro que era un chiquillo I Debería
haber una ley...
Se detuvo en seco. ¿Había oído realmente una voz llena de firmeza, de profunda
serenidad? No. Todo era cosa de su imaginación. El hombre tras la cortina no
podía haber oído sus pensamientos, y él no había pensado en voz alta. Era todo
cuestión de imaginación. Sally decía que él carecía de imaginación, ¡pero no era
más que una embustera! Lo acababa de demostrar ahora, no sólo contemplando
de nuevo tan vividamente a aquel chico con los ojos de su mente sino sufriendo la
extraña alucinación de que el hombre había contestado a sus pensamientos.
—Le hablaba de mis tres hijos —dijo ahora al hombre—. Una vergüenza. Es
ridículo. A veces, ni yo mismo puedo creerlo. No quiero creerlo. Después de todo
soy muy joven y no hay derecho a estropear así mi juventud. Uno no puede vivir
la vida dos veces, y la juventud es todo lo que uno tiene. Sólo tengo treinta... —se
detuvo. Cerró los ojos ante la terrible palabra.
Tenía más de treinta y dos, pero no hallaba vergonzoso insistir en que era
más joven. Se sentía como un chiquillo, como un hombre muy joven. Y lo mismo se
sentía todo el mundo a su edad, y tenían razón. La adolescencia continuaba en
estos días hasta los treinta y cinco por lo menos. Incluso los doctores lo insinuaban
y, fundamentalmente, ellos deberían saberlo. Un hombre no era ni siquiera
maduro ahora hasta que se acercaba a los cincuenta. Y los cuarenta estaban aún
muy lejos de Johnnie Martin, a siglos de distancia.
—Sally, mi esposa, dice que todo es realmente culpa de mi padre. Eso es otra
mentira. ¡Oh!, el viejo no era muy inteligente, excepto en lo que se refería al
dinero, pero él sí que comprendía que la infancia y la juventud son las partes más
importantes de la vida. Él no las había disfrutado realmente. Tenía veintitrés años
cuando se casó con mi madre, y ella diecisiete.
"¿Sólo unos niños...?"
—Era diferente en aquellos tiempos —dijo Johnnie en voz alta y enfática—. La
gente nacía ya vieja y responsable. Mi misma madre lo decía. Aún no había
cumplido dieciocho años cuando nací yo. Papá tenía una ferretería; había sido
suya desde los dieciocho años. Cuando yo tenía como un año, mi padre inventó no
sé qué tipo de herramienta y cuando empezó la guerra —la segunda quiero decir,
¿eh?— vendió la patente a alguna compañía que fabricaba material de guerra, y
de la noche a la mañana se vio rico con los derechos de inventor. Y los derechos no
cuentan como ingresos del trabajo a efectos de impuestos; son como ganancia de
capital. Así que papá lo consiguió rápido y de una vez.
"Ahorró la mitad y se gastó la otra mitad. Desde el principio, antes de que las
cosas se pusieran tan caras, lo tuvimos todo: una casa maravillosa, criados,
coches, todo. Yo fui al parvulario más caro de todos. Papá llenó mi habitación de
juguetes maravillosos. Tuve todo lo que quise. Sólo tenía que chillar un poco y ahí
estaba, y lo más aprisa que pudieran traérmelo. Decía a mamá: "Tú y yo lo
pasamos muy mal, pero el pequeño va a tener todo lo que quiera, todo, para
compensar por lo que nosotros no tuvimos". ¡Y vaya si lo tuve.
Frunció el ceño amargamente, mirando la cortina.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Mamá nunca dejaba de interferir. Refunfuñaba y se quejaba cuando papá


venía a casa con los brazos llenos de paquetes para mí, y ropas nuevas, y dulces.
Puedo recordarlo como si fuera ayer... bueno, casi lo es en realidad. Mamá decía:
"Le estás malcriando ahora, y lo estropearás para el resto de su vida." Estúpido,
¿no? Yo me lo pasé en grande. Papá me adoraba, el pobre tipo. Era ya viejo
cuando nació, y mamá también. Pero, al menos, papá me comprendía.
Se frotó la frente, muy roja ahora.
—Sí, él comprendía. Fui a un colegio católico privado. Eso fue idea de mamá, no
de mi padre. No podía soportarlo, con todos aquellos sacerdotes tan solemnes y
los hermanos tan secos. Cuando me despidieron al acabar el primer año papá se
echó a reír, pero mamá lloró. No consigo recordarla nunca riendo y divirtiéndose
como nosotros. Ahora comprendo que debíamos haberla enviado a un psiquiatra, a
alguien como usted. Estaba mentalmente enferma: Siempre estaba hablando de
responsabilidad y de respeto propio, y de madurez, pero cualquiera que sepa algo
de todas esas cosas comprendería que ella era totalmente irresponsable y que le
faltaba madurez en su opinión de la vida. No comprendía que las cosas son
distintas en estos tiempos y para todo el mundo. ¿Qué derecho tenía de hablar de
madurez, por ejemplo, a un crío de sólo dieciséis años? ¡Vaya, si en realidad llegó
a decirme que yo ya era un hombre... a aquella edad! ¿No es una imbecilidad? Sólo
porque a los dieciséis estaba en el primer curso de la escuela superior pensaba
que era algo escandaloso o así. A los dieciséis, decía, ella ya se había graduado.
¡Pero mire las escuelas de aquellos tiempos, de antes de la guerra! Tenían la idea
de que las escuelas eran sólo lugares para aprender, no centros de felicidad. Se
suponía que uno había de encorvarse sobre los libros durante horas, a estudiar y
estudiar, sin distracciones, sin cursos de diversión, sin divertirse. Se suponía que
uno había de llenar su mente de erudición y malgastar toda la infancia en las
bibliotecas y en el pupitre.
"Sí, mamá estaba mentalmente enferma. Solía decir: «No existe el camino
fácil a la instrucción.» ¡Como si el estudiar en los libros lo fuera todo! Nunca
hablaba de jugar, de ser feliz, de estar libre de preocupaciones. Lo juzgaba
pecaminoso. Pero es que la habían educado las monjas. Ahora, en estos tiempos,
nosotros sabemos más. Nosotros, los jóvenes, sabemos que la vida es todo lo
que uno tiene, y que si se pierde el disfrutarla, se ha perdido para siempre.
"¿De verdad?"
Johnnie alzó los ojos asustado de nuevo.
—¿Qué? —exclamó.
Pero sólo el suave susurro del acondicionador de aire le contestó. "Ya estoy
hablando solo —se dijo tristemente—. Y no me extraña, con todas esas malditas
mujeres."
—Bien —dijo, sonriéndose a sí mismo con afecto—. Me expulsaron de aquella
escuela preparatoria después del primer año. Mamá lloró como si estuviera
enferma, y probablemente lo estaba. Así que me pusieron un profesor particular.
Era un viejo también, aunque no por la edad, pues sólo tendría unos veintidós
años. Literalmente me retorcía el brazo para que estudiara. Esta vez papá no
interfirió mucho. Tenía miedo de que no consiguiera ingresar y salir adelante en la
universidad oficial, y ésa era su meta. No lo conseguí —dijo Johnnie Martin con
toda sencillez ahora— pero, ¿qué demonios importa? Sólo se es joven una vez.
Entré en otra universidad, una de esas particulares que dan énfasis a los
deportes. No tenía un auténtico sistema de graduación. No les importaba

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

demasiado. La mayoría de los chicos eran críos como yo que tenían padres como
el mío. Que se ocupaban de todo. Teníamos buenos coches, apartamentos
encantadores fuera del campus, todas las chicas que queríamos, ropas
estupendas y todo el dinero que podíamos gastar.
Johnnie suspiró recordando aquellos gloriosos años de vida fácil.
—La graduación supuso un shock para mí. Mamá no vino a los ejercicios. Dijo
más tarde que mi diploma no significaba nada. "No hay verdad en él", dijo. ¿No es
una observación estúpida? Yo lo conseguí, ¿no? ¿Qué importaba que aquella
universidad no fuera oficial? Un diploma es un diploma, ¿no? Papá pensó que era
maravilloso. Me compró un coche extranjero estupendo para celebrarlo. Yo tenía
veintitrés años entonces, sólo un crío.
Sonrió ampliamente.
—Papá me hizo otro regalo: un viaje alrededor del mundo. Todo un año. No
me perdí nada —dejó de sonreír—. Dos años después de mi regreso murió papá.
Se inclinó ansiosamente hacia la cortina.
—¿Comprende lo que quería decirle? Papá se había estado ganando la vida
desde que era sólo un niño de unos quince años. No es de extrañar que su
corazón estuviera agotado. Murió de un ataque al corazón, ¿sabe? Bueno, ya era
viejo: tenía cuarenta y nueve años.
Un dedo frío como el hielo pareció posarse en la base de su cuello y tembló.
—Demasiada refrigeración —murmuró.
Cuarenta y nueve. Su padre sólo había tenido cuarenta y nueve años al morir y
cuarenta y nueve, en estos tiempos, sólo estaba a... Su madre tenía cuarenta y
dos a la muerte de su marido, sólo diez años más vieja de lo que él era ahora. El
dedo frío pareció oprimirle más el cuello. ¡Y ella había sido una vieja! Cuando él
tuviera cuarenta y dos años (le faltaban siglos) aún sería más joven, casi un
adolescente.
"¿De verdad?"
Alzó su voz para no oír tan horrible pregunta.
—Creo que mamá perdió realmente la razón cuando murió papá. ¡Me acusó de
haberle causado la muerte! Dijo que yo nunca había conseguido realmente engañar
a mi padre. "Él había comprendido", dijo. Y, ¿qué había hecho yo? Nada, sino lo
que papá había querido que hiciera: disfrutar de mi infancia. ¿Es eso un crimen?
No. ¿No es ése acaso el papel de la infancia? Realmente, pensando y recordando
ahora, creo que mi madre estuvo mentalmente enferma toda su vida, con
aquella peculiar y distorsionada visión de la realidad. Lo demostró más tarde. Y
lo que me sucedió después fue culpa suya, no mía. Me refiero a mi primer
matrimonio. Verá, papá me había dejado la mitad de su fortuna, y la otra mitad a
mamá. Eso fue una grave equivocación, considerando el estado de su mente, y
sus ideas extremadamente conservadoras que ella trató de obligarme a
compartir. Aunque yo todavía era sólo un crío cuando papá murió, debía haber
conocido mejor sus síntomas. Debía haber insistido en que se sometiera a
tratamiento. En una ocasión se lo mencioné. ¡Y ella llegó a cruzarme la cara de
una bofetada!
"Entonces, en aquel mismo momento, yo debí consultar con los abogados de
mi padre a fin de que le obligaran a someterse a tratamiento psiquiátrico. La
menopausia y todo eso, ¿sabe? Francamente, había perdido la cabeza.
Constantemente me gritaba, diciéndome que el pobre papá había sido un loco por
dejarme la mitad de su dinero para que dispusiera a mi antojo. No podía

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

soportarlo. Soy un chico paciente, de buen carácter, ése es realmente mi defecto.


Así que me marché de casa, poco después del funeral. Me fui a dar otra vez la
vuelta al mundo. Cuando regresé tomé un apartamento en Nueva York y busqué
a los viejos amigos de los días de universidad. ¡Qué divertido! Excepto que algunos
de ellos habían preferido establecerse ya... ¡a su edad! Sólo unos críos. ¡Qué
pena!
"No sé, en verdad, cómo sucedió. Estaban aquellas chicas, ¿sabe? Modelos.
Debra era la más bonita de todas las que conocimos. Yo debía haber sabido que
era una fulana, pero, después de todo, sólo era un chiquillo. Creyó que yo era
multimillonario y me la jugó. Un día me dijo que estaba embarazada. Bueno, y
¿qué se suponía que tenía que hacer yo? También me dijo que aún no tenía
dieciocho años, de modo que según la ley del estado de Nueva York ¡yo era
culpable de violación! ¿No es una vergüenza? Acudí a los abogados y ellos trataron
de comprarla. Pero no, quería casarse conmigo. Hizo venir a sus padres y a todo
el resto de su estúpida familia desde Nueva Jersey. Tenderos. ¡Yo, casándome con
la hija de un tendero! Luego pensé: "Bueno, ¡qué diablos!, siempre me puedo
divorciar después." Así que me casé con ella. Para darle un nombre al crío, ¿sabe?
Aunque no es que me importara mucho.
De nuevo, con repentina claridad, creyó ver al joven padre de la iglesia, con el
niño en sus delgados brazos y la brillante mirada, mezcla de amor y gozo en su
rostro.
"Un padre y su hijo."
—Ésa es culpa del pobre chico —dijo Johnnie en respuesta.
Pero la curiosa tristeza, que parecía encerrar una sensación de insoportable
pérdida, le cubrió de nuevo como unas alas oscuras.
—Nos casamos en el ayuntamiento. Yo pensé, con toda justicia, que mamá
debía saberlo, y vinimos aquí en nuestra luna de miel, aunque, para entonces, yo
ya estaba más que harto de Debra. Para mamá fue todo un shock. Ella es del tipo
de gente de granja, anticuada, ¿sabe? Fácil me resultaba ver lo que pensaba de
Debra, y en cierto modo sabía que tenía razón. Pareció curarse de su extraña
enfermedad mental durante algún tiempo, aunque volvió a recaer cuando
insistió en que nos casásemos ante un sacerdote. Debra se negó, y yo también.
Pero no podía decir claramente a mamá que me proponía divorciarme de Debra en
cuanto pudiera. Ella ya juzgaba bastante escandaloso que no estuviéramos
"válidamente" casados. Dijo que yo estaba excomulgado, y no se le ocurrió otra
cosa que llamar a los sacerdotes, los cuales me dijeron lo mismo. Aquello era
insoportable. Además, ¿a quién le importaba?
"Bien, Debra pidió doscientos mil dólares para devolverme la libertad. La envié a
Reno en cuanto nació el niño, que quedó al cuidado de mamá. Entonces ésta me
preguntó cuánto dinero me quedaba. ¡No podía creerlo! ¡Sólo me quedaban
doscientos mil dólares... de todo aquel dinero! Y lo peor era que había una
cláusula en el testamento de papá que decía que, a partir de su muerte, todos los
derechos de su invento se habían de guardar en depósito para sus nietos. Mamá y
yo no podíamos tocarlos. Él había pensado que, con lo que nos había dejado
limpio, bastaría para nosotros... para mí. Estaba equivocado. ¿Cuánto pueden
durar seiscientos mil dólares en estos tiempos? Nada. Mi parte era de seiscientos
mil, y la de mamá también.
"Ella no comprendía lo aprisa que se va el dinero en esta generación. Se puso
pesadísima. ¿Cómo podía haberme gastado ya medio millón de dólares, y tan
aprisa? Muy fácil, le dije. Viviendo bien, como papá me había enseñado. ¡No viví
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

como un maestro en su año sabático en Europa, puede estar seguro! Y las


mujeres cuestan dinero, y los coches y apartamentos también, y la buena ropa, y
el ingreso en clubs decentes. ¿Qué quería ella que hiciera?
"¡Quería que yo me estableciera e hiciera algo! Figúrese, yo, sólo con veintiséis
años, sólo un muchacho, y ella insistiendo en que fuera un viejo como mi padre. Le
había dado a Debra doscientos mil, le recordé, y aún quedaban doscientos mil
más, y me gastaría el resto. ¿No era mío? Mamá dijo que, por el bien del niño
tenía que hacerme un hombre. ¡A mi edad! ¡Con toda mi juventud por delante!
Quería que volviera a una buena universidad y consiguiera un auténtico título, y
luego estudiara leyes o algo. Yo pensé en papá, y no pude más que imaginarlo
riéndose de ella. ¡Pobre viejo!
Su padre. Su padre habría tenido poco más o menos la edad del chico de la
iglesia cuando él, John-nie, había nacido. ¿Le habría sostenido alguna vez en brazos,
o sobre sus rodillas, y le habría mirado en alguna ocasión con tal orgullo y
ternura?
"Sí", pensó Johnnie. Era de esa clase de hombres; bueno, de chicos. Recuerdo
bien cómo me miraba cuando estaba en el parvulario, con aquella misma
expresión. ¡Y aún no tenía treinta años entonces; era más joven que yo!
Aquel pensamiento impulsivo le desazonó, le dejó atónito. Siempre había
pensado en su padre como en un hombre viejo. ¿Es que sus propios hijos, a su
edad, pensarían que él había sido siempre viejo? ;No, no! Le recordarían como
un chiquillo igual que ellos, y tan divertido y animado. "Pero", pensó Johnnie, "yo
nunca paso con ellos el tiempo que mi padre pasaba conmigo. Nunca me he
sentado con ellos, ni he hablado con ellos, ni he cantado con ellos, como papá hacía
conmigo. Ni una vez. ¿Por qué? Supongo que será por sus madres. Además,
siempre tengo alguna otra diversión para entretenerme mirándoles. Siempre
estuvieron en el departamento de mi madre, que ahora es el de Sally. Los críos
en estos tiempos.., sus padres están demasiado ocupados."
"¿Lo están?"
—Yo todavía soy joven —dijo Johnnie en respuesta, y hablaba con
desesperación—. No quiero ser viejo antes de que me llegue la hora, ¡maldita sea!
Agotado, como mi padre. Muriendo de un ataque al corazón antes de los
cincuenta años. ¿Para qué?
Recordó que su abuelo había sido granjero y se había casado muy tarde. Había
vivido casi hasta los ochenta y hasta el mismo día de su muerte había trabajado la
tierra desde el amanecer hasta la puesta del sol, y había muerto al fin de un
accidente. Rechazó el pensamiento casi físicamente, como si le hubiera golpeado.
Empezó a hablar con toda prisa:
—Mamá decía que estaba enferma, ¡como si yo no lo supiera! ¿No le pagaba
yo para que se cuidara de mi hijo, y no contraté una niñera para él? Sí, es cierto
que me fui a Europa de nuevo. Después de todo, había quedado muy destrozado
por mi matrimonio. Y en París conocí a Justine y a su "padre". Habían estado
navegando en su yate, pasándolo bien. ¿Cómo podía saber yo que él era un tipo
contratado, y tan padre de Justine como mío? El caso es que nos engañamos
mutuamente y fue algo muy divertido. Luego me casé con Justine en París, y
estalló toda la historia. Pero claro, para ese momento Justine había conseguido
quedar embarazada y yo estaba casado con ella y el otro había desaparecido con el
yate. Intenté conseguir un divorcio en París, pero allí son muy pesados para estas
cosas, y por tanto nos volvimos a casa y Justine fue algo estupendo durante algún

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

tiempo. Luego pidió cincuenta mil de lo que me quedaba por concederme el


divorcio, después que nacieron las gemelas, y yo se las llevé a mamá.
Miró fijamente la cortina. El tipo de allí atrás debía decir algo, un sonido
al menos que indicara su comprensión y simpatía, ¿no? Pero nada dijo.
—Bien —siguió Johnnie, furioso de nuevo—, mamá perdió por completo la
cabeza a partir de ese momento. ¿Qué esperaba que yo hiciera? Ella se guardaba
su dinero, ¿no? y vivía como hacen esas viejas de la Seguridad Social, contando
todos los peniques, y yo casi estaba arruinado. ¿Qué otra cosa tenía ella en el
mundo? ¿No comprendía que era ella misma la que me había traído tanta mala
suerte? ¿Es que no le importaba? ¡Pues no! Todo lo que sabía hacer era mirarme y
llorar. Pero al menos aceptó los críos, y yo le ayudé lo que pude a mantenerlos. No
mucho. ¿Cree que yo bebía o vivía mal, como muchos chicos que conozco? No, nada
de eso. Sólo quería ser feliz, como papá había deseado que lo fuera, pero al
parecer todo el mundo se había confabulado para privarme de mi juventud y mi
felicidad. ¡Maldita sea, no voy a dejarles que lo hagan!
Estaba sudando, de temor ante el futuro, de indignación ante su presente
apuro.
—¡Eh, oiga! —gritó a la cortina—. ¿No cree que debería tener alguna felicidad en
la vida, y no verme forzado a la vejez antes de tiempo?
No se escuchó el menor sonido tras la cortina, pero Johnnie creyó sentir que
el hombre se había movido.
—De nadie debe esperarse que se "enfrente con la vida" —siguió— como decía
mi madre, a tan temprana edad. No es justo. Es ridículo. Resulta anacrónico en
esta época. Yo supongo que siempre lo fue, para ser sincero, sólo que los adultos
rehusaban reconocerlo. De todos los problemas del mundo tienen la culpa los
adultos que no comprenden a los jóvenes. ¿No está usted de acuerdo conmigo? Pues
muchos educadores lo están. Ellos creen que los niños deben disfrutar de su
infancia, y no ser lanzados a la vida cuan-
do aún no son suficientemente maduros. Eso es lo que me sucedió a mí;
mi madre fue en realidad la causa de aquellos dos desastrosos matrimonios,
cuando yo era sólo un crío y no sabía realmente lo que hacía. ¿Qué significado
podía tener el matrimonio a mi edad? ¿O incluso ahora? ¡Soy demasiado joven!
"Y yo también."
¡Demonios, estaba perdiendo la cabeza! Lo había oído, y, a la vez, no lo había
oído. Se inclinó hacia adelante:
—¿Dijo que usted es joven también? ¿De mi edad? Entonces tiene que
comprenderme. No cumpliré treinta y tres años hasta dentro de todo un mes...
—se detuvo, casi se encogió. Luego habló con tono desafiante—. ¿Qué son treinta y
tres años en estos tiempos? Nada en absoluto. Nunca lo fue, al menos no para
un hombre. ¡Seguro que también usted se lo pasa bien cuando no está
escondido tras esa cortina! —sonrió al lustroso terciopelo, tan inmóvil ante él, y
guiñó un ojo.
Luego se sintió triste de nuevo.
—¿De qué sirve que siga hablando y hablando? Quedé arruinado, después de lo
de Justine. Le pedí a mamá una pensión; yo quería tener mi propio apartamento.
Pero ella se negó. ¡Figúrese, se negó, mi propia madre! Podía vivir en su casa, con
ella y los críos —¡y vaya una casa ruidosa!— o ponerme a trabajar. En realidad
intentó conseguir que fuera a una "auténtica universidad", según la llamaba. Jamás
en mi vida había querido que yo disfrutara y me viera libre de cuidados, como papá
74
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

se había propuesto. ¡Oh, sí!, me dio dinero para mis ropas. Yo le dije que me
dejara ir, que me diera algo de dinero y que más tarde, al cabo de unos años, me
establecería para siempre. Pero ella era como un muro de piedra, sumida en su
enfermedad mental. Me fui a los abogados y hablé de recluirla y de que me dieran
poderes para manejar sus asuntos, pero ellos se me rieron en la cara! Así que
estaba harto. No es justo. La vida nunca fue justa conmigo.
"Ni conmigo."
—¡Eh! Ahora sí que le oí, ¿no? —se sentía muy excitado—. ¿Comprende
entonces que esté harto?
"Sí. El mundo está harto de ti también."
—¡Espere un momento, espere un momento! —dijo Johnnie, herido e
indignado—. ¡Si ni siquiera me conoce!
Pero el hombre guardaba silencio.
"Lo oí, ¿no?", se preguntó Johnnie. ¿O es sólo cosa de este lugar
condenadamente silencioso, sin nada a que mirar, ni nada que oír más que tu
propia voz y tus propios pensamientos? Encerrado conmigo mismo... Me está
dando claustrofobia. Me está haciendo ver y oír cosas..." El corazón empezó a
latirle violentamente, como si estuviera a punto de presenciar una terrible
revelación que no podía soportar ni imaginar siquiera. A fin de retrasarla, pues
tanto temor sentía, siguió hablando a toda prisa.
—Mamá tenía una amiga; la había conocido toda la vida. Y esa amiga tenía
una hija, Sally, mayor que yo. Bueno, un año mayor, pero treinta y cuatro años
es mucho para una mujer. Cuando esa amiga murió, mamá invitó a Sally a que
fuera a vivir con ella y le ayudara con los niños... mis hijos. ¡Santo cielo!,
estábamos abarrotados en aquella casita, ¡la pequeña casa que mamá comprara
después de morir papá! Vendió nuestra antigua y maravillosa casa. Demasiado
cara, decía. ¡Ja! Mamá empezó a decaer de modo alarmante poco después que
Sally se viniera con nosotros. Me llamó a su dormitorio una noche y me dijo que se
moría. Le sugerí llevarla a un sanatorio para enfermos mentales; si conseguía
meterla allí, lo habría arreglado todo. Tendría poderes y podría coger al fin
todo aquel dinero que era realmente mío. Pero ella me sonrió de modo
desagradable, enfermizo en verdad. Y me dijo que me iba a dejar exactamente
veinte mil dólares, y el resto a Sally.
Esperaba un sonido de incredulidad del hombre tras la cortina. Pero sólo le
respondió la serena y fresca quietud del muro y el suelo de mármol.
—Acudí entonces a otros abogados y les conté toda la historia y ellos dijeron
que podía impugnar el testamento si quería, pero que los abogados de Sally
lucharían conmigo y tendrían muy buenos argumentos a su favor. Después de
todo, dijeron, yo había derrochado el dinero que papá me dejara, y podrían
presentar eso en mi contra. ¡Diablos! También dijeron que yo no contribuía en
nada al sostén de mis... de los críos. Todo eso ocurrió después que mamá
muriera, ¿sabe? Murió un mes después de haberme dicho aquello tan insultante, lo
que había hecho con su testamento. Los críos tenían el fondo de mi padre, y yo
nada más que aquel asqueroso legado. No me duró ni un año.
Se pasó las manos patéticamente por el pelo, cerrando los ojos.
—Antes de morirse, mamá me sugirió que me casara con Sally, esa vieja vaca.
No podía soportarla. Bueno, esto no es del todo cierto, al principio era atractiva, al
estilo serio, con lo que yo creí que era un gran sentido del humor. Parecía un ser
humano bastante cálido y acogedor... antes de que me casara con ella. Dulce y
75
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

amable también. Cariñosa. Buena con los niños. Evitaba que me estorbaran y
que me los tropezara a todas horas. Pero a veces —antes y después que nos
casáramos— intentaba acercarlos a mí, como si a mi edad yo pudiera sentir un
afecto paternal.
De nuevo, como una candente visión, contempló a aquel padre joven con su
hijo en brazos, y se removió inquieto.
—¡Oh, son bastante atractivos, el chico especialmente! Todos se parecen a mí. A
veces juego con ellos, cuando no están chillando o pidiendo algo. Pero que me
cuelguen si voy a actuar como un padre con ellos, a mi edad. Ya sabe lo que es
eso. Casado demasiado joven, demasiada responsabilidad antes de ser un adulto.
Sally insiste en decirme que el chico ha hecho ya su primera comunión, y que yo
tengo ciertos deberes con él. Ella, como mamá, quiere que busque un empleo o
que vuelva a la universidad y aprenda algo. Bueno, ella tiene el dinero y yo no.
Pero no voy a dejarle que eche a perder mi juventud, como lo intentó mi madre.
Ahora le subieron a los ojos lágrimas de cólera y desesperación. Sacó un
espléndido pañuelo de magnífico hilo y se sonó. Y dijo con voz ahogada y vengativa:
—He hecho un infierno de la vida de Sally. Ahora llevamos tres años casados.
Estaba decidido a que ella pagara por lo que me había hecho, utilizando indebida
influencia sobre mi madre y robándome mi propio dinero. Durante los últimos
meses no le he hablado apenas, y me niego a hacer cualquier cosa por los niños,
sólo para enojarla. Me mantengo alejado de aquella asquerosa casa todo lo que
puedo... que no es mucho. No tengo dinero, aparte de cien al mes que Sally me
da para dinero de bolsillo. ¿Es justo eso? ¿Con mi propio dinero?
Se sonó de nuevo.
—De todas formas, esto es todo. Hace unas noches Sally me dijo: "Eres
desgraciado porque te niegas a crecer, y casi eres un hombre maduro." ¡Un
hombre maduro yo! Entonces siguió: "Y me estás haciendo horriblemente
desgraciada también. Me casé contigo porque te amaba, a ti y a tus hijos, y no
porque tu madre lo quisiera así. Pensé que podía hacer que te enfrentaras con la
vida antes de que fuera demasiado tarde para ti. Pensé que podía convertirte
en el padre adecuado para tus hijos, que te necesitan. Después de todo, de
haberlo querido, yo podía haberme limitado a heredar el dinero de tu madre y
marcharme después, dejándote con tus hijos para que te ocuparas de ellos como
quisieras. Como su guardián te habrían concedido una pensión de los fondos del
depósito para mantenerlos hasta que llegaran a la edad de veintiún años y
heredaran su propio dinero. Quizá debiera haberlo hecho así. En cierto modo no
ha sido justo para ti el que yo asumiera la responsabilidad de tus hijos, sin exigir
que tú fueras responsable también. Naturalmente no hubieras recibido ni un
penique en cuanto tus hijos heredaran. Creo —dijo— que si he soportado esto tanto
tiempo fue movida por un sentimiento de responsabilidad hacia ti."
—¿Ha oído alguna sarta mayor de estupideces? Yo le dije: "Dame al menos la
mitad de mi dinero y quedaré satisfecho. ¿Qué te parece?" Lo meditó
cuidadosamente. Luego dijo: "Sí. Pero sólo si vas a ese santuario y hablas de ello
con el hombre que escucha allí. Yo lo hice una vez, cuando mi madre murió. Pensé
que no podría soportarlo. ¡Habíamos estado tan unidas! Pero él me hizo
comprender. Bien, haré lo que quieras, incluso dejaré que te divorcies de mí, si
hablas con él."
—Y por eso estoy aquí —acabó Johnnie Martin. De modo que ya he hablado con
usted. Ahora puedo volver a Sally y describírselo todo, y entonces seré libre otra
vez.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Sonrió, con la repentina y volátil felicidad de un niño que espera ansioso la


Navidad. "¿Y tus hijos, los pequeños?"
—Los enviaré a algún colegio. El chico puede ir a una academia militar. Y las
niñas a un convento. Conozco el sitio justo, y yo estaré libre.
"¿Para qué?"
—Para disfrutar de mi juventud, como quería mi padre.
Volvió la cabeza, y, aunque no había ventanas en la habitación el mármol
pareció transparentarse y, a través de él, vio de nuevo al joven padre con su hijo, el
padre joven y responsable, las manos destrozadas por el duro trabajo. ¡Pobre
imbécil! ¿Qué haría tras su jornada de trabajo, él, sólo un crío? Ayudar a la mujer
con los pañales y los platos, ocuparse de la lavadora, o darle el baño al bebé y
quizá cortar el césped... si podía permitirse tener césped. ¿Qué harían él y la
mujer que lo había atrapado, pues seguramente no habría sido él el agresor, en
su tiempo libre, si es que tenían tiempo libre? ¿Hablarían del porvenir y del futuro
de su hijo? ¿Qué futuro?
"Un futuro de hombre, pues ese niño tiene un padre que es un hombre."
—¿Y cree que yo no soy un hombre? —exclamó Johnnie. Se puso en pie—. Pues
claro que no lo soy. Sólo soy un muchacho. Tengo aún muchos años para crecer,
muchos años. Mientras tanto, voy a disfrutar de mi juventud.
"Treinta y tres años."
—¡Sólo un muchacho! —protestó Johnnie—. Sólo un joven.
Miró desafiadoramente la cortina, pero no se movió. Se sentó de nuevo. Sus
manos descansaron en los brazos del sillón. Pronto treinta y tres años, y
arruinado. Ni siquiera un trabajo. Un padre que no era realmente un padre. Un
extraño sentimiento de pesar le dominó, como la oscura premonición de un futuro
desolado y solitario. ¿Qué sería de él dentro de diez, de quince años? ¿Habría
desaparecido su dinero para entonces? ¿Habría desaparecido todo lo demás?
Mujeres, coches, apartamentos, lujos, viajes, magníficos restaurantes, ropas
maravillosas... El dinero no tenía una auténtica cualidad en estos días. Se
desvanecía literalmente. Y ¿qué le quedaría después que todo se hubiera ido?
¿Sus hijos? No le conocerían, a él que los había abandonado. No le querrían. No
dirían "mi padre" como el niño de aquel pobre imbécil diría probablemente de su
padre. Él sería viejo... ¡viejo!... y no habría nada. Sólo recuerdos... ¿de qué?
Se puso en pie de un salto, sintiéndose prisionero, ahogándose.
—¡No es justo! —gritó—. ¿Por qué tengo que envejecer? ¡Yo soy joven, joven!
Corrió a la cortina, vencido por una desesperación que jamás había conocido
antes y apretó el botón dándose cuenta sólo a medias de que lo hacía y, mientras
las cortinas se corrían, repitió:
—¡Soy joven, se lo digo, soy joven! ¡Aún no soy un adulto de verdad!
Y entonces vio al hombre que le había escuchado. Le miró estupefacto, abriendo
y cerrando los ojos con angustia, tragando saliva a duras penas. Empezó a retirarse
lentamente, paso a paso. Llegó al sillón, tanteó con la mano y se aferró a él. Un
horrible temor se apoderó de nuevo de Johnnie y otra emoción que todavía no
reconocía como una profunda y horrible vergüenza, pues jamás en su vida había
experimentado tal vergüenza.
No podía apartar los ojos de aquellos ojos sombríos que le miraban tan
firmemente. Estaba seguro de que le miraban con firmeza, amonestándole... Si
bien el hombre no le despreciaba en realidad; sí, le comprendía perfectamente.

77
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Yo sólo tenía treinta y tres años cuando completé mi obra, parecía decirle
aquel hombre. Sólo en años tenía tu propia edad. Yo no era un niño, ni un joven,
ni siquiera en mi carne humana. Yo no había sido niño desde que cumpliera los
doce años, aunque estuve sujeto a mi familia como tú no lo estuviste jamás. Yo
era un hombre, y tú jamás has sido un hombre.
—Que Dios me ayude —murmuró Johnnie—. No fue sólo mi culpa. Fue la de mi
padre también. No es que le juzgue, no es que le condene. Sólo estoy diciendo la
verdad, como jamás la dije antes. Él estaba equivocado. Él debía haberme
ayudado a ser un hombre y no haberme animado a ser un crío eterno. Pero mi
padre no estaba más equivocado que muchos otros millones de padres en este
país. Están haciendo niños eternos de sus hijos. Les están negando la virilidad y
sus responsabilidades como hombres...
Miró suplicante al hombre, pero los ojos firmes
no parecieron suavizarse ni mostrar simpatía.\
—De acuerdo —dijo Johnnie con una humildad totalmente desconocida antes
en él—. No voy a seguir mintiendo. Creo que yo lo supe siempre, y que fue
culpa mía, aún más que de mi padre. ¡Yo lo quería así! Yo quería ser un
muchacho toda la vida, y divertirme. Sí, creo que lo sabía. Los sacerdotes
intentaron decírmelo, y mi madre, y Sally. Pero... yo tenía miedo. Tenía miedo —
repitió, maravillándose ante el asco que sentía de sí mismo—, tenía miedo de
ser un hombre.
Se contempló tal cual era: grande, maduro, un poco demasiado pesado,
asquerosamente juvenil, peinadito como un bebé de dos años, manicurado,
bañado, sano... e inútil. Un mozalbete de mediana edad, estúpido, de pies
grandes, siempre joven y sonriendo, negando su madurez, negando que llevara
dieciocho años de ser adulto. Pensando en sí mismo como en un adolescente.
¿Quién había inventado aquel término realmente cruel y repulsivo? Después de
la pubertad, un niño ya es un hombre, con todo el poder corporal de un hombre
y con la madurez de un hombre. Después de la Confirmación él había sido
responsable de sus propios pecados y su propia vida... ¿No le habían dicho eso
los sacerdotes? Él sólo era responsable. Y había rehusado la patente
responsabilidad. ¿Por qué? Porque había tenido miedo de ser un hombre. Su
padre debía haber adivinado su terror y, en su amor, había tratado de calmarle y
tranquilizarle. Él se equivocaba, dijo John Martin. Era su deber de padre el
conducirme a la virilidad, el haberme liberado. No fue amable conmigo en
absoluto. Él y yo... entre los dos hicimos lo que soy ahora.
Pero él murió al ver lo que yo era realmente. Sí, ahora lo sé. Lo mismo que mi
madre.
Pensó en sus propios hijos, en el chico, Michael, con su rostro joven y firme,
las pequeñas gemelas, alegres, de ojos azules, siempre de buen humor. Nunca las
había visto antes como las veía ahora, a plena luz de la horrible revelación de sí
mismo. ¡Eran unos chicos estupendos! Necesitaban un padre, no la clase de padre
que él había tenido, sino un hombre que les guiara, enseñara y dirigiera, no que
jugara con ellos como otro crío más, como hiciera él mismo, y con juguetes que
tan pronto le aburrieron. Podía recordar ahora cierta reserva, cierta fría
especulación en los ojos de su hijo. ¿Qué habría llegado a pensar su hijo de él?
John Martin cerró los ojos. Bien lo sé, pensó. Me considera un imbécil, grandote y
estúpido, y eso es lo que soy. Eso es todo lo que soy. ¡Que cosa tan terrible, que
un chico piense así de su padre!

78
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Y Sally. La paciente, la amable y cariñosa Sally, su esposa. ¿Porqué demonios


había querido casarse con él? Hermosa Sally. Jamás había comprendido lo muy
hermosa que era en realidad, con sus brillantes ojos castaños, y su ternura con él
y con sus hijos, y su bondad. “No la merezco pensó. ¿Me despreciará ella? Ni la
mitad de lo que yo me desprecio. ¿Será demasiado tarde? Quizá no. Sally me
envió aquí. ¿También ella... le vería?
Contempló al hombre silencioso que le miraba. Ahora sí aparecían lágrimas
en sus ojos, lágrimas de adulto. Fue lentamente hacia él, y lentamente dobló las
rodillas e inclinó la cabeza y besó los pies del hombre. Y dijo:
Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad...
Siguió de rodillas largo tiempo, rezando como jamás antes había rezado en
su vida. Poco a poco le fue abandonando el asco de sí mismo, y supo que había
sido oído y perdonado, y que ahora había abandonado para siempre su infancia y
su juventud. Cuando se puso en pie, se sintió revestido de virilidad.
Por favor, no me abandones nunca susurró. Esto no ha terminado. Aún
me queda un largo camino que recorrer.
Cuando se halló de nuevo bajo el cálido sol de agosto se le ocurrió de pronto
que estaba contemplando un mundo que jamás había conocido, un mundo de
hombres y deberes, de fieras responsabilidades y de lucha. Aún no estaba seguro
de que le gustara, ¡pero tendría que gustarle!. Era su mundo. Era el mundo de él y
de sus hijos. “¡Dios mío, Michael! pensó. Mi hijo. No puedo perder ni un solo
minuto...”
Entonces vio a Sally que subía por el largo sendero de grava hacía él. Sally,
con su rostro pálido y ansioso, los ojos interrogándole en silencio. Empezó a corre
hacía ella como un niño corre hacía su madre, pero luego se detuvo. Caminó
firmemente por el sendero hacía su esposa, con pasos rápidos pero controlados.
Ella se detuvo a esperarle. John Martin le cogió las manos.
Hola Sally dijo, y sonrió. Vamos a casa con los niños.
En el femenino rostro brilló un nuevo gozo. Él vio sus ojos húmedos, la boca
temblorosa. Sin importarle la gente sentada a la sombra, en los bancos de
mármol, se inclinó hacía ella y la besó.
Vámonos a casa repitió.

79
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA SEXTA

EL JUBILADO

«E/ justo florecerá como la palma... Fructificarán aun en la senectud.»


(Salmo 92, 12-14.)

ALMA SEXTA

El crepúsculo de tono malva descendía sobre la nevada ciudad, y las lámparas


de la calle empezaron a encenderse como suaves bolas doradas. Un viento frío e
implacable alzaba la nieve y la lanzaba al aire en polvorientos remolinos. Era la
hora de la cena para la mayoría de los trabajadores de la ciudad, pero en los
grandes edificios de apartamentos los hombres llegaban precisamente ahora de sus
despachos y se disponían a tomar un cocktail que les ayudara a relajarse. Ahora,
uno a uno, los pisos de despachos en los edificios comerciales fueron
iluminándose mientras las limpiadoras los recorrían todos, y una a una también se
encendieron las luces en los apartamentos particulares y se corrieron las cortinas
contra la noche invernal. Un tiempo tan crudo era algo extraordinario en la
ciudad, y sus habitantes, los jóvenes, disfrutaban con él. Los viejos temblaban.
Excepto Bernard Carstairs, que, a sus sesenta y cinco años, estaba aún en la
calle a la hora del crepúsculo, volviendo a pie desde el Centro de Jubilados a su
casa, en uno de los edificios de apartamentos cercano. Caminaba con paso recio y
juvenil, aunque era algo pesado para su altura, que apenas sobrepasaba lo
normal. Había aumentado estos kilos extra desde su forzado retiro, hacía seis

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

meses, y ni a él ni a su doctor les gustaba demasiado. "Aunque es mejor que


arrugarse y encogerse, como suele pasar a la mayoría de los jubilados", le había
dicho el doctor. "Bernie, biológicamente tiene menos de cincuenta años. Una
maldita vergüenza, una maldita vergüenza." En eso habían estado de acuerdo.
"Será mejor que busques algo que hacer", había añadido el doctor mirando
compasivamente a su amigo, que apenas tenía unas hebras grises en su
magnífica cabeza de cabellos castaños. Los azules ojos de Bernard eran firmes,
jóvenes, alerta, y sólo necesitaba gafas para leer la letra pequeña. Sus rasgos
parecían agudamente recortados, las mejillas eran tersas y de buen color, los
labios firmes y resueltos, la barbilla desafiante, aunque ahora tenía un rollo de
grasa sobre el cuello debido al aumento de peso, rollo que no había tenido hacía
un año. Todos sus movimientos eran vigorosos y definidos, y jamás había tenido un
dolor o enfermedad en la vida, hasta ahora. A veces se sentía tan cansado que
apenas podía moverse, y para ese cansancio el doctor le había prescrito un tónico.
"Aunque me temo que no te servirá de nada", había añadido. "Tienes una mente
activa que ahora se ve obligada a reducir la marcha, y no le gusta, y por eso lo
refleja en tu propio cuerpo, y éste se queja."
—Bien, ¿y qué puedo hacer? —preguntó Bernard—. Yo sólo era un ejecutivo
sin importancia en la compañía. Si hubiera sido más importante quizá me habrían
conservado en el puesto. Pero el caso es que yo nunca tuve demasiada ambición.
Soy de los que se contentan con su trabajo. No me gusta esa guerra de ratas que
es la competición por un ascenso, jamás me gustó. Yo hacía mi trabajo mejor que la
mayoría, pero Kitty y yo, al no tener hijos, podíamos vivir muy bien con lo que yo
ganaba, ahorrando, saliendo con amigos, asistiendo a reuniones sociales,
formando parte de algunos buenos clubs, durmiendo bien, comiendo bien,
teniendo una bonita casa, ropas buenas, un coche nuevo cada tres años y
tomándonos buenas vacaciones en verano. Era suficiente para nosotros... para mí.
No es que me gustara especialmente mi trabajo, pero era todo lo que sabía
hacer. Me casé joven y acepté el primer empleo bastante bueno que pude
encontrar: tenedor de libros, y me figuré, ¡qué diablos!, que aquello era toda mi
vida, y así fui subiendo lentamente toda la escala hasta mi último cargo, en el
que me pagaban 12.000 al año, con un plan de pensión, Seguridad Social y
beneficios extra, y yo pensé, ¡diablos!, que los que tenían puestos más importantes
constantemente se morían de algo del corazón, o tenían úlcera y no lo pasaban
bien, mientras que yo estaba contento y tranquilo, con un futuro asegurado tras
el retiro... ¿Por qué debía preocuparme? ¿Para qué desear más paga que, de
todas formas, se me iría en impuestos? No, no me gustaba mucho el trabajo, pero
lo hice bien. Monótono, pero cómodo. Supongo que sólo soy un tipo corriente.
—Y ¿quién no lo es? —dijo el doctor.
Bernard le miró agudamente, y sus ojos azules no eran los de un tipo corriente.
—Algunos no lo son, doctor —dijo—. Demasiados hombres aceptan un trabajo y
se establecen sólo para sentirse tranquilos... como yo. No es bastante.
—Aunque el hombre exterior perezca, sin embargo el hombre interior se
renueva día a día —dijo el doctor—. San Pablo.
—Y ¿qué se supone que significa eso?
—Es mejor que lo descubras, Bernie. Nadie puede descubrirlo por ti. Sólo tú
mismo.
La esposa de Bernard tenía cincuenta y cinco años, y se ocupaba en muchas
cosas agradables. Amaba a su marido. Pero después de los primeros meses de
euforia ante el retiro a los sesenta y cinco años y el primer viaje al extranjero,
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

halló agotadora la constante presencia de su marido. Éste no era del tipo de los
que se disponen a envejecer ante el televisor, ni de la clase de los que se
encierran en "actividades de la comunidad", ni se dedican a remendar y hacer
chapuzas por la casa. No tenía un hobby, ni siquiera jugaba al golf. Nunca le había
interesado el alcohol en exceso, pero ahora bebía demasiada cerveza y bostezaba.
Durante sus días activos y ocupados en la oficina, y las reuniones sociales por la
noche, nunca había sido un gran lector. Había declarado en ocasiones: "Cuando me
retire, leeré todos los buenos libros que me he perdido". Pero era esencialmente
un hombre volcado al exterior, y leer constantemente, durante semanas, le había
cansado. Su educación no había pasado de la escuela superior y muchas de las
alusiones de los mejores libros le resultaban desconcertantes, totalmente
desconocidas para él. Empezó a rebuscar en la biblioteca pública. Pero su cuerpo
muscular se rebelaba ante tanta quietud e inactividad. Además, las obras
clásicas le resultaban desfasadas para la vida moderna. Se trataba de libros
escritos para gentes contemplativas, y Bernard no era contemplativo en absoluto.
Escritos para aquellos que disponían de largas horas de crepúsculo... y Bernard
odiaba los crepúsculos profundamente. Habían sido escritos para aquellos que
serenamente aceptaban la vida, y la vivían serenamente. Pero Bernard no estaba
entrenado en una actitud fatalista, ni era básicamente sereno. No, no le había
gustado su cargo de ayudante del director de personal de su compañía; pero
tampoco le había disgustado. Era un modo de ganarse el pan. Durante la mayor
parte de su vida había considerado eso suficiente; él sólo era un tipo corriente.
Ahora que estaba jubilado no podía protestar de que echara de menos a la vieja
pandilla de la oficina. No los echaba de menos en absoluto. No había vuelto allí ni
una vez de visita.
Económicamente podía vivir bien. Él y Kitty siempre habían ahorrado una suma
fija de sus ingresos, y además le pagaron tres anualidades completas en sus
sesenta y cinco cumpleaños. También tenía su cheque de la Seguridad Social, y su
pensión, que llegaba al cincuenta por ciento de su sueldo. A veces, él y Kitty
hablaban vagamente de tener "una casa en el campo, o en los suburbios, donde
podamos trabajar un poco en el jardín y cultivar rosas de concurso o algo así".
Pero tanto él como Kitty eran gente de ciudad, y ella tenía allí todas sus amigas, y
él también. Además, la misma idea del traslado, del desorden, de las decisiones
que tomar con respecto a los muebles viejos, y la compra de los nuevos, les repelía
a los dos. Eran dueños del agradable apartamento donde vivían y que habían
ocupado durante veinticinco años. Conocían todos sus rincones y puertas. Se
sentían nostálgicos sólo con pensar en dejarlo por un lugar extraño y nuevo en
los suburbios.
Lo que ocurría es que el apartamento se había convertido últimamente para
Bernard menos en un hogar que en una prisión cómoda y abrigada. Mientras
Kitty estaba fuera almorzando con sus amigas él se sentaba en el living e
intentaba leer, pero se sentía consciente de todo el silencio en torno, de la falta de
movimiento, del vacío. Entonces salía de casa y caminaba nerviosamente, mirando
los escaparates, visitando el zoológico en los días de buen tiempo, paseando por la
biblioteca pública, comprando comida, metiéndose en un cine...
Por primera vez empezó a pensar en los años que le esperaban. ¿Cuánto
viviría? Luego se interpuso otro pensamiento: "No mucho. Uno de estos días voy a
morir, tal vez en un par de años, quizá diez, quizá quince. Y ¿siempre va a ser así,
sin más que quedarme sentado, y esperando morir? ¿Qué se ha hecho de mi vida?
Y ¿qué haré con el resto?"

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—¿Por qué no vas a ver si puedes hacer algo útil en el Centro de Jubilados? —
le dijo Kitty hacía una semana.
Había sabido infundir entusiasmo en su voz, y Bernard lo había captado en
seguida. Ya estaba poniendo nerviosa a su mujer, y no la culpaba por ello. También
él se estaba poniendo nervioso. Su cuerpo fuerte y aún joven parecía querer
estallar las costuras. Nunca se había sentido demasiado consciente de sus
pensamientos en todos los años de trabajo. Sin embargo, ahora, en estos días,
dominaban su mente toda clase de inquietas y turbadoras preguntas. Para dar
gusto a Kitty había ido al Centro de Jubilados aquella mañana, y se había quedado
a pasar el día. ¡Qué equivocación más terrible! Bernard no era un hombre de
emociones violentas, pero hoy, contemplando y hablando con hombres y mujeres
de su propia edad en el Centro, o mayores aún, había sentido el primer regusto de
una desesperación activa y poderosa. Lo que fuera simplemente una vaga
inquietud mental durante los pasados meses se había transformado en pánico y
terror. No es que la vista de los ancianos le asustara, sino la complaciente
aceptación de su inutilidad, y la vacía espera de la muerte que parecía
esconderse en las sombras de las muchas habitaciones cómodas del Centro.
Algunos, sentados en mecedoras, charlaban en grupo ante una linda chimenea con
las manos cruzadas en el regazo. Hablaban de sus hijos y nietos, y de los viajes
que hicieran el verano pasado. No hablaban de futuro para ellos mismos;
plácidamente aceptaban ya el hecho de que no tenían futuro. Algunos peroraban
de modo interminable sobre los cargos importantes que habían tenido en el
pasado, y lo mucho que sus superiores lamentaran su retiro. Otros se dedicaban
ahora a pequeños trabajos de artesanía, creando objetos mediocres y torpes que
nadie compraría jamás, ni apreciaría, ni utilizaría. Otros, en fin, jugaban al
pinacle, o al bridge. Había una pequeña biblioteca y mesas cubiertas de revistas.
Cada día, acudían allí jóvenes entusiastas a dar charlas sobre jardinería o cualquier
otro hobby, sobre la salud y el ejercicio, sobre libros de interés, y Bernard supo que
también los clérigos acudían allí una o dos veces a la semana para animar a
"nuestros maravillosos jubilados" y decirles cuan importantes eran aún para el
mundo. "¿Cuánto?", preguntó Bernard a uno de los viejos que había conocido. El
otro no había sabido contestarle. Por supuesto, y esto demostraba mucho tacto
por parte de los clérigos, no se hablaba de la muerte ni de la vida eterna.
Algunas de las jubiladas más jóvenes se dedicaban a trabajos voluntarios en
hospitales, pero pronto lo hallaron fatigoso a su edad. Preferían sentarse allí y
sacar los portarretratos plegables de sus nietos, y presumir de sus hijos e hijas, y
mostrarse ligeramente despectivas para con las nueras y yernos. Nadie las
escuchaba, naturalmente. Las otras señoras también tenían sus portarretratos
plegables y querían hablar de ellos. Algunos jubilados se ocupaban de caridad y
visitaban las casas. Conocían gente tan interesante... Cada mañana acudían al
Centro las asistentes sociales, jóvenes ardientes de rostro intenso, con ayuda
solícita para aquellos cuyo cheque de Seguridad Social era lo único de que disponía
y con su jerga psiquiátrica sobre adaptación, tratando de animar a los indolentes
para que hicieran algún trabajito de artesanía como hobby, o más ejercicio.
"Después de todo", dijeron aquella misma mañana, "han de Continuar Teniendo
Interés en la Vida".
La mayoría asistieron muy complacidos y se volvieron a su siesta, o a sus
cartas, o a las conversaciones sobre los nietos. Unos pocos, muy pocos, miraron
cínicamente a las asistentas sociales que les atendían y suspiraron.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Yo creo —dijo el vigoroso Bernard a una de las asistentas sociales— que lo
que la mayoría de nosotros necesita es un empleo.
Recibió aplauso de unos pocos, una mirada de horror de la mayoría y cierta
mirada de desconcierto de las jóvenes.
—Vamos, Mr. Carstairs —dijo una de ellas—. Usted sabe muy bien que, en estos
tiempos, ningún jefe de empresa va a contratar a un hombre de su edad o mayor.
Hay que tener en cuenta los planes de pensión, y la Seguridad Social y las
enfermedades naturales de los viejos, que hacen algo insegura la constancia en el
trabajo, y los beneficios de los empleados que ningún jefe quiere pagar en el caso
de los... bueno, de los viejos. Y luego están los formularios del gobierno, que
exigen...
—¡Ya está bien de tanto maldito gobierno! —había exclamado Bernard,
asombrado de sí mismo, pues siempre había pensado que, en estos tiempos, a
todos les resultaba consolador el saber que el gobierno se cuidaba de sus intereses
—. Quizá si no tuviéramos la Seguridad Social y todos los planes de pensión, y
beneficios extra, la mayoría de los que estamos aquí tendríamos un empleo y
seríamos útiles al mundo, y no una basura que se echa a un lado. Peor aún;
somos una carga para los jóvenes maridos y padres que tienen que pagar nuestros
cheques de Seguridad Social en forma de impuestos.
—Ustedes mismos pagaron por la Seguridad Social —le informó la chica
pacientemente.
—No, en absoluto. Un día me entretuve en sumarlo todo. Supongo que voy a
recobrar lo que pagué en unos seis años. Y ¿quién paga el resto? Los jóvenes, y yo
pienso que es una maldita injusticia.
Su rostro firme y lleno enrojeció ante su nueva indignación. La muchacha
sonrió amablemente:
—Bueno, sus hijos pagarán así por ellos también.
—Y ¿por qué han de hacerlo? ¿Por qué una generación ha de ser mantenida por
otra? Mientras podamos movernos y tener alientos deberíamos mantenernos a
nosotros mismos, y no esperar que los jóvenes nos carguen sobre sus hombros.
Un clamor de ultraje de la mayoría de los viejos había ahogado su voz. Uno de
ellos dijo:
—¡Yo también trabajé mucho tiempo y luego me retiré, y ahora cojo mis buenos
cheques y me voy corriendo al banco a cambiarlos! Y ¿por qué no había de
hacerlo? ¿No lo merezco?
—No —dijo Bernard—, claro que no. No merecemos nada que no hayamos
ganado.
—Yo creé una familia —dijo otro viejo—. ¿No es eso hacer algo por mi país?
—Sí, y por eso sus hijos deberían mantenerle, en vez de permitir que lo hagan
los hijos de otros. ¿Es que ellos no han oído hablar del cuarto mandamiento?
La asistenta social les había interrumpido amablemente, pues, para ese
momento, ya muchos viejos estaban demasiado acalorados y agitados.
—En estos tiempos —añadió— todos nos preocupamos por todos. ¿No es así
mucho mejor?
—No es eso lo que me enseñaron cuando yo era joven —insistió Bernard—. A
mí me enseñaron que cada uno había de sostenerse sobre su propio trasero. Que
no había de ser nunca una carga para nadie. ¿Sabe lo que voy a hacer mañana?
¡Voy a irme a la oficina de la Seguridad Social y voy a decirles lo que pueden hacer

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

con sus malditos cheques, y que no me los envíen! Únicamente lo que yo pagué
en realidad.
—Pero es que usted es un hombre afortunado, Mr. Carstairs, muy afortunado
—dijo la joven con tristeza. Parecía haber cierto reproche en su voz por el hecho
de que él fuera afortunado, como si hubiera cometido algún crimen contra la
sociedad y por ello debiera sentirse culpable—. Aquí hay otros que no tienen nada
más que su cheque de la Seguridad Social.
—Y ¿por qué no? —preguntó él descaradamente—. ¿Por qué no ahorraron un
poco? Yo ahorré un dólar a la semana a veces, y eso era todo lo que podía
permitirme cuando era joven, pero ¡por Dios que ahorré! Seguro, tuvimos nuestras
enfermedades, es decir, mi mujer las tuvo. Pero yo me las arreglé para pagarlas, y
encima ahorrar dinero. Era muy poco al principio, luego fue más. Nunca gané
mucho dinero, pero ingresé lo que pude en anualidades, y ahora las he cobrado, y
he pagado más del veinte por ciento de mi fondo de pensión, y quizá deje de
cobrar eso también cuando haya recobrado el dinero que pagué. Después de todo
un hombre ha de sentir respeto por sí mismo, y no puede sentirlo si permite que
alguien le mantenga en la ancianidad. Es uno mismo el que ha de preocuparse de
eso. Cuando uno es joven no debería tener más hijos de los que puede mantener,
de modo que consiga ahorrar dinero durante sus días de trabajo. Mis propios
padres jamás me pidieron un céntimo. No lo necesitaban. Habían ahorrado su
dinero.
Definitivamente a la joven le disgustaba Bernard para este momento, así como
a la mayoría de los jubilados.
—Mr. Carstairs —dijo con reproche—, sus padres vivían en una época muy
sencilla, cuando la gente no tenía tantas exigencias y necesidades, necesidades
legítimamente sentidas, y no había impuestos.
—Exactamente —dijo Bernard—. ¡No había impuestos! Ése es todo el problema.
Los impuestos. Y la gente que exige más de lo que vale, más de lo que ellos
pagaron.
Ahora había caído completamente en desgracia ante la joven. Ésta apartó los
ojos de él como si hubiera pronunciado una blasfemia contra la naturaleza y la
sociedad. Y contra el gobierno. Se lanzó contra él con briosa malicia:
—Y ¿quién es usted, Mr. Carstairs, para decir lo que vale una persona?
—Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron. ¿Oyó hablar alguna vez de la
cigarra y la hormiga? La hormiga trabajó todo el verano, preparándose comida,
pero la cigarra cantó y bailó constantemente y, cuando llegó el invierno nada
tenía. Y se quejó, ¡ya lo creo que se quejó! Y ¿cuál fue la respuesta que Dios le dio:
"Mira la hormiga, perezosa, trata de imitarla." No hubo simpatía para los que no
hicieron planes por sí mismos para el futuro.
La joven tosió delicadamente.
—Espero que esta discusión no va a caer en una controversia religiosa.
Bernard se sentía agradablemente consciente de la vida, que ahora latía en
su cuerpo.
—Y ¿por qué no? ¿Por qué todo el mundo evita aquí discutir de religión? ¿Es
que tienen miedo de que les haga pensar en lo que les espera a la vuelta de la
esquina? La muerte, sí señor.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Ésa fue la peor obscenidad de todas. Los viejos temblaron. La chica quedó
muda. Los ojos de Bernard eran un puro brillo azulado. Miró lentamente en torno a
la cálida habitación y vio los rostros decaídos.
—La muerte —repitió—. Eso es lo que todos esperan, eso es lo que todos temen.
Y ¿para qué quieren vivir, después de todo? Son inútiles, no tienen esperanza.
Prefieren tener este Centro y sus ridículas tiendecitas de hobby que enfrentarse
con la vida, ¿no es verdad? Quizás ese sea su problema, que nunca se enfrentaron
a la vida en absoluto, ni cuando eran jóvenes.
Como era un hombre terco y resuelto se quedó todo el día observando y
haciéndose comentarios a sí mismo. Muy pocos le hablaron después de su
anacrónico estallido. La joven le había llamado "anacronismo", lo cual, en su
vocabulario, significaba cualquiera con respeto por sí mismo.
—Sí, ciertamente es una virtud anticuada —había aceptado él.
Pero su aceptación no logró convencer a la joven. Ésta insistió:
—En estos tiempos somos independientes, mís-ter Carstairs —pero no pudo
refutarle más que un desdén silencioso cuando él había comentado:
—Y ¿por qué? Yo no estoy en contra de la caridad. Los que son demasiado
viejos para trabajar, y no tienen dinero, los arruinados, los ciegos, los enfermos,
deben ser atendidos por la caridad particular, como lo fueron siempre, y no ser
una carga para la actual generación. Últimamente he leído muchas noticias de
jóvenes delincuentes que atacan a los viejos en las calles y les llaman inútiles y
quizá ahí tengan una queja legítima.
Esto aún le había rebajado más ante sus ojos. Finalmente la chica había dicho:
—Entonces usted juzga la delincuencia juvenil una protesta adecuada, Mr.
Carstairs...
Él había sonreído.
—Quizá. Quizá debiéramos leer esas pancartas que pasean ante nosotros... y
tratar de descubrir lo que realmente están tratando de decir.
Hacia el fin del día se sentía completamente desesperado en cuanto a sí mismo
y a los demás. Ahora volvía hacia su casa. ¿Qué hallaría allí? La querida Kitty,
naturalmente, con sus libros de cuentas, ya que era presidenta de tantos clubs; la
televisión, quizá las últimas noticias. Tal vez hasta la última película de todas
(estos días no dormía demasiado bien). Y luego la cama. Y luego mañana. ¿Para
qué? "Ya no formo parte de la humanidad", se dijo mientras la fría y acerada
tormenta de nieve le cortaba la cara. "Soy un auténtico anacronismo, y no de la
especie que decía esa chica. No soy de utilidad a nadie. Si me muriera mañana,
Kitty no tendría que preocuparse económicamente. Y tiene muchos amigos, y
actividades, aunque yo crea que la mayoría de esas actividades sólo son pérdida
de tiempo. Lloraría por mí, y luego me olvidaría. ¿No es eso todo lo que merezco?
No me necesita. Nadie me necesita. Y ésa es la horrible respuesta a toda esa
seguridad. Que nadie nos necesite. Que nadie dependa de uno."
La tormenta era realmente espantosa. Él siempre había controlado bien su
respiración. Ahora boqueaba. Se detuvo un momento en la calle vacía para
recuperar el aliento. Miró en torno, envuelto en su buen abrigo de Montenac. Vio
unos senderos de grava muy bien cuidados que llevaban a lo que la gente cínica o
piadosamente llamaba santuario. Sabía todo lo referente a él, y le dejaba
indiferente. Un clérigo allí arriba, o un estúpido asistente social, o un psiquiatra
de aire grave, repartiendo consejos baratos a los preocupados, desesperados e

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

inadaptados. Era un lugar muy bonito en verano. Después de su retiro había


entrado a menudo en el pequeño parque que rodeaba el edificio. Daba de comer
a las ardillas y disfrutaba del césped, del dulce aire libre, de los árboles y fuentes.
Jamás había pensado en consultar al hombre que escucha. No tenía problemas.
Pero hoy sí los tenía. Hervían en su mente, con ardiente inquietud. Sentíase
lleno también de una cólera sin nombre, acuciante. "¿Para qué he vivido yo?", se
preguntó. "No me gustaba mi trabajo. Tampoco es que me disgustara. ¿Qué tengo
que mostrar como fruto de mi vida? Todos esos informes de personal, todos esos
archivos. ¿Eran importantes para mí como hombre? No. Ahora todos están
cubiertos de polvo en los áticos de la compañía. ¿Quién se acuerda de Bernie
Carstairs? Mi vida: un montón de polvorientos informes en oscuros archivos. Jamás
hice una maldita cosa de utilidad en la vida. Jamás contribuí a ningún auténtico
trabajo. Sólo papeleo."
Algo halló eco en su mente. Trabajo manual. Sólo ese trabajo era algo
significativo, lo que aumentaba el tesoro del mundo, algo hecho con las manos de
un hombre, algo que viviría después de él. Pensó en las tiendas de antigüedades a
las que Kitty le había arrastrado. Hermosos muebles, nada de cosas hechas en
cadena que no valían nada. Chippendale. Sheraton. Duncan Phyfe. Algo auténtico,
algo con sello personal. Algo que perduraba después del hombre, sólido y con
belleza. Algo admirable. Recordó un arca antigua hecha por las firmes manos de
los granjeros Amish; magnífico material, sencillo, humilde... pero con un sello
personal.
Si un hombre no dejaba tras él nada con su sello personal, no dejaba nada. Él,
como escribiera Samuel Butler, sólo había dejado un plato lamido y un montón de
estiércol. Eso era lo que dejaba toda esta generación de trabajadores de cuello
duro: un plato lamido y un montón de estiércol. "Y —pensó con seco humor— ni
siquiera se usa el estiércol en estos tiempos. Utilizan fertilizantes químicos.
Sanitarios." Ése era el problema con el mundo actual, que era condenadamente
sanitario y estéril.
Todo en plástico. En estos últimos meses había acompañado a Kitty con
frecuencia al supermercado. No había fragancia en él. Las verduras, la carne y las
frutas, la mantequilla y las patatas, todo estaba envuelto en celofán, muy
sanitario, y todo olía a... papel. Sólo papel. Luces brillantes, música
estereofónica, cristal. Pero nada de olor a apio o a tomates, ni el áspero olor de la
carne cortada, ni el olor a tierra de las patatas, ni el aroma dulzón de los melones,
manzanas y peras, ni el cargado aroma del café y el té. Ni suelos de madera. Los
artículos en venta parecían artificiales también. Los pollos eran enormes,
hinchados, y no tenían el menor gusto cuando se guisaban, ni un perfume
vigorizante cuando se asaban o freían. Todo estaba desodorizado. Todo neutro e
insulso. Todo limpio y ordenado... y sin vida. Ése era el problema con la vida actual,
que no había vida en ella. Los viejos que acababa de dejar: no tenían vida. No
tenían frutos tras una vida de trabajo. Frutos del mar Muerto, llenos de polvo.
"¡Que Dios les ayude!", pensó Bernard, "¡que Dios me ayude!"
¿Quién había actuado tan violentamente sobre la naturaleza humana? ¿El
gobierno? Pero el gobierno era sólo el pueblo. ¿Qué generación hemos criado?
Jóvenes estériles, sin redaños, sin auténtica vitalidad, sin ambición honesta, sin
sudor ni trabajo. Sólo tenían voces agudas que exigían... ¿qué?
"Aquello de que les hemos privado", pensó Bernard Carstairs. "El derecho a
hacer algo honradamente por ellos mismos. Hemos sanitizado toda la comida que
coman, y les damos papel en vez del pan de la vida. Les damos formas de
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

gobierno que les garantizan la supervivencia en el mundo estéril que hicimos para
ellos. No es de extrañar que protesten, aun sin saber exactamente contra qué.
Quieren vivir y tener aventuras. Les privamos de la aventura... con unos ingresos
garantizados. Ellos no han tenido inseguridades, ni lucha, ni esperanza, ni victoria.
Como tampoco yo la tuve nunca. ¡Oh!, vivimos más tiempo porque hemos matado
todos los gérmenes. Pero ¿es que acaso la vida hoy en día sólo es cosa de
longevidad?"
Se encontró subiendo por el sendero de grava hasta el blanco edificio cuyo
tejado rojo estaba ahora cubierto de nieve helada. Empezó a apresurar el paso. ¡El
hombre que escuchaba allí tendría que oír ahora, por variar, lo que tenía que
decir un jubilado! Y que le sentara como le sentara. También los jubilados habían
sido traicionados, no sólo los jóvenes.
No había nadie en la sala de espera, pues ya era de noche y todos los
ciudadanos se hallaban tomando una insípida cena y corriendo a ver ia televisión
que tampoco les ofrecería autenticidad alguna. Apenas había cerrado la puerta tras
él cuando Bernard oyó una campana. ¡Cuánta eficiencia, como en el mundo
exterior! Tocaban una campana en el momento en que se abría la puerta
principal. Se quitó el abrigo, cubierto de nieve, y sacudió el sombrero. La campana
sonó de nuevo.
—De acuerdo, ya voy —dijo con impaciencia—. Aunque sólo Dios sabe por qué.
El hombre que escuchaba allí dentro estaría probablemente ansioso de irse a
casa también en esta desagradable noche invernal para tomarse una cena sin
sabor alguno, mirar la televisión, escuchar las últimas noticias e irse luego a la
cama... para enfrentarse con otro día igualmente carente de significado. Otro día
sin nada personal en él. "Lo mismo que yo", se dijo Bernard abriendo de golpe la
otra puerta y entrando en la habitación del fondo con sus cortinas azules sobre
la oculta alcoba y el solitario sillón de mármol con los almohadones azules. Se
sentó en él y se dio cuenta de su nuevo y agotador cansancio. Contempló la alcoba.
—He estado pensando todo el día —dijo secamente, sin saludar al hombre que
aguardaba para oírle—. Lo he pasado en el Centro de Jubilados. Un cementerio
vivo. Todo muy limpio, muy acogedor y pacífico, como una hermosa tumba. Los
cadáveres vivos se sientan en grupo y hablan del pasado como si ya no hubiera
futuro para ellos. De todas formas, ¡que me condene si lo hay! Pero yo... ¡yo
quiero un futuro! Yo no quiero aguardar la muerte como una oveja ante el
matarife. Hasta una oveja es más importante por-
que luego se la comen. Yo no soy comida para nadie, y menos para mí mismo.
El hombre no contestó. Había mucho silencio y paz allí, y una gran serenidad.
No había prisa, ni sonido de apresurados pasos que no iban a ninguna parte.
Decían que el hombre que allí escuchaba tenía todo el tiempo del mundo.
—Pues yo no —dijo Bernard—. Yo no tengo tiempo y, sin embargo, tengo
demasiado. No soy viejo, ni joven tampoco. Soy inútil. Un hombre retirado ya del
trabajo. He sido muy activo toda mi vida, y ahora no puedo contentarme con
juguetes. No quiero hacer trabajitos, ni pretendidas actividades. ¡No soy un
niño! Soy un hombre adulto. Pero ahora todo el mundo ha decretado que debo
retirarme... ¿a qué?
El hombre no contestó.
—Cuando yo era joven e iba a la iglesia —siguió Bernard— el ministro solía hablar
de "la cosecha de la ancianidad". Campos dorados rebosantes de trigo, árboles
cargados de fruta. El trabajo bien hecho. Pero, en estos tiempos, no hay trigo, ni
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

fruta, ni trabajo bien hecho. No hay satisfacción personal, pues no hay vida que
valga la pena vivir. Sólo archivos y papeles. Ni siquiera hay satisfacción para un
obrero en una fábrica, pues jamás ve el producto terminado en el que él sólo ha
tomado parte fabricando una de sus piezas. Dicen que eso es preciso en una
civilización industrial, pero ¿dónde hallar satisfacción personal en ella? ¿Dónde hallar
el gozo de la realización? Vamos, dígame.
El hombre no dijo una palabra. Bernard se agitó en el sillón.
—Quizá no tengamos una auténtica cosecha porque jamás aramos, ni
arrojamos la semilla. ¿Es eso?
Tampoco hubo respuesta.
—Ahora todo está dividido en compartimentos —continuó Bernard—. Usted
hace su trabajito y cientos de otros hombres hacen su trabajito. Jamás llegan a ver
lo que resulta al fin. ¡Hay tantos de nosotros! Quizá sea necesario que sólo
hagamos una parte, sin ver jamás el diseño completo, si la civilización industrial
tiene que florecer. ¡Pero somos hombres también! No nos satisface ser parte de
una máquina. No somos "unidades", aunque algunos oficiales del gobierno nos
llamen unidades. Eso no es tan malo cuando uno es joven. Tiene una familia que
crear, y con quien hablar, y ante los que simular que la vida tiene algún
significado. Pero cuando somos viejos y se nos arroja a un lado, como basura, no
tenemos nada que recordar que hayamos creado por nosotros mismos, nada
sustancial, nada con el sello de nuestras propias manos. Entonces quedamos
reducidos a simples jubilados, entretenidos con un hobby estúpido y tratando de
creer que somos importantes, que alguna vez fuimos importantes para el mundo, y
hablando sólo con seres iguales a nosotros, que fueron, y son, igual de inútiles.
Golpeó de pronto el brazo del sillón con extraordinario énfasis. Se inclinó hacia
la oculta alcoba.
—Si un hombre no puede decir: He vivido, y esto es lo que hice, entonces es
que jamás vivió en absoluto. Y toda la seguridad y los cheques del gobierno no
serán para él más que drogas que serenen su mente desesperada y le dispongan
a morir y dejar un lugar para que lo llene alguna otra "unidad".
El aire cálidamente uniformado de la habitación flotaba en torno suyo y, a
pesar de sí mismo, se fue relajando.
—Míreme —dijo con ansiedad—. La medicina natural, y mi buena salud natural,
me han mantenido vivo y joven para mi edad. Tengo sesenta y cinco años. No
estoy decrépito. Pero me han tirado a la basura, me han rechazado y enviado al
pasto. ¿Qué pasto? ¿Una serie continuada de días inútiles? Algunos se sienten
satisfechos con eso, no desean nada más. Pero muchos de nosotros no queremos
sentarnos y aguar-
dar la muerte en un lugar cómodo y agradable. Algunos buscamos trabajo. Y
no lo hay. Todos prefieren a los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes. No es culpa de los
empresarios. Éstos se sienten apresados por las normas del gobierno, y piensan en
los beneficios, y en los fondos de pensión, y todo eso les impide contratar hombres
como yo, que aún quieren ser útiles y tener alguna esperanza, que aún desean
creer que lo que hacemos es importante.
De repente alzó la voz:
—¿Por qué no nos matan simplemente cuando envejecemos? No hay nada peor
que dejarnos vivir sin tenernos en cuenta, sin más que esperar la muerte. Nos
harta tanto nuestra vida que primero vamos a parar a los sanatorios y luego
desaparecemos, y luego nos entierran. Nosotros, hombres, en la parte más vital

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

de nuestra vida... condenados a una muerte lenta. He oído decir que en Rusia se
limitan a matarnos; quizá no sea cierto. Quizá sea solamente que nos permiten
trabajar. Eso es mucho mejor que lo que aquí nos sucede. Cualquier cosa es
preferible a lo que aquí nos ocurre.
El hombre no habló, pero a Bernard no le importó nada. Se arrellanó en la
butaca de almohadones azules. Su mirada se hizo ahora un poco vaga y lejana.
Empezó a sonreír.
—Mi padre era carpintero —recordó—. Tenía su propio taller. Hacía muebles y
construía casas. A veces salíamos a pasear juntos y él me mostraba las casas
que había construido. No eran edificios notables, pero eran casas sólidas y
fuertes. Se sentía orgulloso de ellas. A veces la gente nos permitía entrar en ellas y
me dejaba ver los muebles que mi padre había hecho. Nada de fantasía, o
complicado. Sólo mesas sencillas y buenas sillas y armarios. Pero uno podía
apoyarse en ellas sin que vacilaran. Pulimentadas a mano por mi padre. Solía
construir graneros también, viejos graneros que todavía puedo contemplar cuando
llevo a mi esposa de paseo por el campo.
"Mi padre sólo fue cuatro años a la escuela. Pero dejó algo tras él. Vivió hasta
los ochenta y seis años, y aún seguía trabajando en su taller, haciendo muebles.
Y vendiéndolos también. Tenía más trabajo del que podía hacer. ¡Cómo recuerdo
el taller! Olía a madera sin barnizar, a barniz y a pintura, y el suelo estaba
cubierto de aserrín. Había sierras y martillos en los muros, y barriles de clavos, y
bancos y tornos. Podía ver cómo un mueble de madera basta iba quedando suave,
brillante... Era como un milagro. Los muebles de mi padre durarán casi para
siempre. Había verdad en ellos.
"Me gustaba tanto que sentía hambre de aquel trabajo. Mi padre solía dejarme
que le ayudara después del colegio. Los muebles habían de quedar así, bien
terminados. No se debían ver los clavos, sólo la madera satinada. Yo deseaba
vehemente ser carpintero también.
"Pero mi madre dijo que no. Tenía que ser un empleado de cuello duro. Debía
tener cierta instrucción, no ser casi un analfabeto como mi padre. Entraba en el
taller y me quitaba el martillo y la sierra, y le chillaba a mi padre. Yo sería un
caballero, ¡no trabajaría con mis manos! Y mi padre le decía: "¿Qué hay de malo
en un trabajo honrado? Es algo que se puede ver." Pero mi madre, con un gesto de
desdén, me obligaba a volver a la casa y estudiar. Yo no quería estudiar. Jamás fui
demasiado inteligente. Fui a la escuela comercial después de la secundaria, y
aprendí teneduría de libros. Lo odiaba. ¡Dios mío, jamás supe hasta ahora cuánto lo
odiaba!
"¿Sabe? Yo creo que las mujeres tienen demasiado que decir en estos
tiempos... y en los míos también, sobre el futuro de sus hijos. Quieren que todas
las cosas sean "fáciles" para sus hijos, y que jamás se ensucien las manos. No
piensan en el trabajo del mundo. Sólo piensan en el papel.
"Demasiados viejos de los que vi hoy tuvieron madres como la mía,
mujercitas pretenciosas que creen saber lo que es mejor para sus hijos. Por eso
todos los artículos que compramos en estos días, incluso en las mejores tiendas,
son mecánicos y carecen de personalidad. Nadie se siente orgulloso ya del trabajo.
Por tanto muchos nos vimos condenados a los escritorios, las oficinas y los
archivos, y a cubículos de aire acondicionado, y jamás se nos dejó salir al aire libre.
Sí, incluso en mi tiempo, cuando yo era joven... la gente empezaba ya a pensar
que el trabajo manual era algo vergonzoso.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"Incluso las fábricas de hoy en día, y las grandes tiendas, están


despersonalizadas. Quizá tenía que ser así. No lo sé. Todo el mundo habla tan sólo
del producto nacional bruto y no del terrible producto de las mentes de los
hombres cuando éstos se hallan privados de personalidad. Jamás piensan en los
viejos-jóvenes enviados a los Centros de Jubilados. A esperar la muerte.
Sintió el cansancio en él, cansancio de la mente, o de su sano cuerpo.
—¿Por qué no existe alguna salida decente para aquellos de nosotros que
queramos trabajar? ¿Por qué no olvida el gobierno sus formularios y planes de
pensión y beneficios marginales? ¿Por qué no nos dejan trabajar hasta que
fallemos en nuestro trabajo? ¡A esto le llaman bienestar social! ¡A esto le llaman
una vejez decente y protegida! Bien, hay millones de nosotros que no deseamos tal
cosa. Queremos trabajar en algo de lo que podamos sentirnos orgullosos, aunque
sólo sea un trabajo manual, ser carpintero, o albañil, o plomero. Necesitamos ser
útiles, no parásitos.
Sintió deseos de llorar.
—Yo quería ser carpintero, como mi padre —insistió—. ¿Qué hay de vergonzoso
en ello? ¿No fue Cristo carpintero, y trabajaba con José, su padre adoptivo? ¿Acaso
Él se avergonzaba del trabajo honrado? No. Eligió sus discípulos entre los
carpinteros y pescadores. Y ellos salieron al mundo sin el beneficio de la Seguridad
Social, ni pensiones aseguradas, y predicaron al mundo y trabajaron con sus manos,
y vivieron hasta ser muy viejos, llenos de años, como solían decir los predicadores,
y llenos de honores. Trabajaron hasta el día en que murieron y fueron a todas
partes a pie... viejos, no basura. Nadie les envió a los Centros de Jubilados, ni les
dijo: "Se han ganado el derecho a vivir de la caridad el resto de su vida, y a cobrar
cheques." Nadie se ha ganado el derecho a dejar la cosecha.
De nuevo golpeó el brazo del sillón con el puño.
—¡No estoy dispuesto a morir! Quiero seguir en la cosecha también. Quiero ser
útil. Necesito que otros me necesiten. Necesito que la gente diga: "Esto es lo que
Bernie Carstairs hizo por mí." Quiero volver a casa después de un honrado día de
trabajo realizado entre personas honradas, y no oficinistas. Quiero lavarme las
manos y verlas libres de una sana suciedad. Quiero... sudar. Quiero ser útil.
"Pero se me niega todo. Nos tratan como niños, niños seniles, ¡cuando estamos
llenos de salud y vida! Nos acarician, nos miman y nos privan del poco respeto
propio que nos queda. Nos hablan como a tontos. Me asquea hasta lo más profundo
de mi ser. ¿Por qué nos retiran cuando aún no ha terminado nuestra vida?
¡Contésteme a eso!
Miró la cortina.
—Lo sé. Quieren que muramos de prisa. Necesitan el espacio para los jóvenes,
que serán iguales a nosotros en unos cuantos años. Inútiles.
Esperó, pero no hubo respuesta. Sin embargo sintió que algo se liberaba en él,
como si alguien hubiera estado escuchando y comprendiera y simpatizara con
él.
—¿Sabe una cosa? La vida ya no tiene significado para nadie ahora. ¿Quién es
responsable? ¿El gobierno, los sindicatos? No lo sé. Pero todos estamos
urbanizados, sanitizados. Todo es mecánico, todo está ajustado, dispuesto. Hasta las
diversiones. ¿Es eso lo que queríamos realmente? No lo creo. Todo hombre tiene
derecho a ser un individuo y a vivir una vida plena de significado para él. Nos han
privado de eso. No es de extrañar que la gente pierda la cabeza.
"Y yo no quiero perder la mía. Pero ¿dónde iré? Dígame, ¿dónde puedo ir?

91
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Se puso en pie. Ya tenía bastante de aquel silencio, aunque comprendía que le


escuchaban. Fue rápidamente a las cortinas y las miró. Vio el botón que le
informaba que podía ver al hombre tras la cortina si lo deseaba. Apretó
rápidamente el botón.
Las cortinas se corrieron sin sonido y una luz brillante y cálida llenó la alcoba.
Vio al hombre que le había escuchado. Quedó en pie, y le miró; y no podía dejar de
mirarle.
Empezó a sonreír.
—Vaya, encantado de verte. Me había olvidado por completo de ti, y de lo que
tú hiciste. Fuiste carpintero, ¿no? Un carpintero honrado y trabajador como mi
padre. De la clase que yo mismo quería ser. Tu padre trabajó hasta el día de su
muerte, ¿verdad? Estoy seguro de que los dos construísteis buenas y sólidas casas,
y que hicisteis buenos y sólidos muebles. Y apuesto a que te sentías orgulloso de
ellos también. Apuesto a que tu padre no se retiró con la Seguridad Social, ni
terminó tampoco sus días en un Centro de Jubilados. Fue útil hasta el fin de su vida.
Y los hombres que trabajaron contigo... nadie los envió a una casa de reposo. No
lo necesitaban. Estaban demasiado ocupados trabajando para sentirse enfermos o
desamparados.
Bernard volvió al sillón y se sentó, sonriendo aún. El corazón se alzaba en su
pecho y sentía renovada energía y vitalidad.
—¿Sabes? El doctor me dijo que muchas enfermedades obedecen más a que
la gente no tiene bastante que hacer, nada que hacer, que a otra cosa. Se
enmohecen y ya no pueden seguir adelante. Y eso se supone que es la caridad
secular. No lo es. Es algo cruel. Es algo bárbaro. Nosotros, los viejos, aún
tendríamos mucho que dar al mundo... si nos dejaran. Pero todo está sujeto a
normas y regulaciones y planes de pensión y beneficios marginales. Supongo
que, en cierto modo, es agradable. Es agradable pensar que, si uno se pone
muy enfermo y viejo, no se verá obligado a ir a un asilo. Pero sólo resulta
agradable pensar en ello si uno aún es fuerte y está dispuesto a trabajar. Una
especie de cuenta bancaria, de las que no se usan a menos que uno se vea
forzado a hacerlo. Pero ¿por qué han de forzarnos a hacer uso de esa cuenta
de reserva cuando aún no la necesitamos?
Se inclinó hacia adelante ansiosamente:
—¡Ya lo tengo! ¡Voy a buscar un carpintero independiente que pueda
emplearme y me enseñe a trabajar bien! Si no puedo encontrarlo, estableceré un
taller por mi cuenta. Contrataré a hombres de mi edad, que sepan algo de
carpintería. Nada de cosas artificiosas. Muebles buenos, sólidos, bien hechos, a
mano, con buenas herramientas. Si los sindicatos intentan interferir, les diré:
Mirad, soy un jubilado, así que quitaos de mi camino y dejad que me gane
honradamente la vida. No entregaré nunca tanto trabajo como pueda hacerlo
una fábrica mecanizada. Estará hecho con amor, como solía hacerse. ¡Vaya,
incluso contrataré tapiceros retirados! No hay ningún límite a lo que puedo...
Su mente, revitalizada ahora, corría como el viento.
—Volveré a ese Centro de Jubilados y buscaré hombres como yo, que realmente
deseen trabajar y olvidar el trabajo burocrático o lo que fuera que hicieran. Les
sacaré de las tumbas en que ya están cayendo. Les diré: Hay un trabajo honrado,
trabajo auténtico, para usted, si lo desea. No se siente a sestear ahí hasta que se
muera y se lo lleven. Utilice las manos y el orgullo, y viva de nuevo.
Se puso en pie, feliz, renovado.
92
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Gracias, hermano —dijo al hombre que sonreía en la alcoba—. No viviste lo


suficiente para ser viejo en este mundo. Pero apuesto a que lo sabes todo de los
hombres como yo. Apuesto a que deseas que nos escupamos en las manos y nos
pongamos a trabajar de nuevo, y no nos echemos a murmurar y a pensar en el
pasado.
"Apuesto a que te gustaría que todo el mundo trabajara por la cosecha y
recogiera frutos de nuevo. Dios sabe que hay mucho trabajo que hacer todavía
y... ¿cómo era eso que recuerdo ahora? Los trabajadores son pocos... Sí, ya sé que
eso se dijo en un sentido más religioso, pero también recuerdo que mi padre solía
decir que trabajar era orar, y seguramente el dar a los viejos la oportunidad de
vivir de nuevo, y ser necesitados, y sentir orgullo de sí mismos y añadir algo al
tesoro del mundo, es un concepto religioso en cierto modo, y ¿quién sabe qué
cosechas y frutos aportará a todos?
"Alguien ha de empezar en alguna parte y yo voy a empezar... mañana. Me
pondré en contacto con los clubs de ciudadanos, y con esos centros en otras
ciudades también, y quizá podamos hacer presión sobre nuestros representantes
en el Congreso para que resuelvan algo sobre la situación, como conseguir por
ejemplo que los sindicatos reduzcan las restricciones para los que ya han
cumplido sesenta y cinco años, o incluso sesenta, y nos permitan renunciar a los
beneficios marginales también, ya que estamos metidos en ello, para que los
empresarios puedan permitirse el contratarnos.
"Que los viejos que lo deseen vegeten y se mueran. Pero todos aquellos que
queremos vivir... no debemos ser condenados a muerte. También nosotros
tenemos derecho a rezar y trabajar.
Sonrió al hombre que le había escuchado tan pacientemente y que, con aquella
paciencia, le había dado vida de nuevo.
—Voy a volver a la iglesia también —dijo— para llegar a conocerte de nuevo.
Tú siempre has estado esperando, ¿verdad? No tendrás que esperarme más.
¡Ya voy!

93
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA SÉPTIMA

EL PASTOR

«Alimenta a mis ovejas.»

ALMA SÉPTIMA

El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es así
como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de luz y
promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el reverendo
Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo como la muerte,
en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos modernos, sólo tenga
sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles jóvenes de la parroquia. No, no
estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un hombre muy optimista, hasta hace pocos
años. Ahora me hallo totalmente deprimido, camino deprimido, vivo deprimido.
¿Quién está equivocado, el mundo o yo? ¿Soy irremediablemente algo del pasado?
Estoy tan condenadamente confuso, tan desamparado... En tiempos podía hablar
con Dios, pero ahora sólo escucho el más negro y reprobador silencio, como si
hubiera cometido algún pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que
también Dios piensa que no estoy in? En ocasiones me gustaría que también
nosotros tuviéramos un confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué
confesaría? ¿Que en cierto momento perdí el paso y quedé retrasado con respecto
a todas las generaciones, o que algo anda mal con el hombre moderno, algo
demasiado horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es que soy culpable del

94
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

pecado de orgullo, por estar convencido de que Harry Blackstone tiene todas las
respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en estos
tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era cálido, claro,
lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja chaqueta
deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros, como toda la
ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia lo que la comunidad,
en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario. Un escándalo para algunos,
un orgullo para otros. El viejo John Godfrey... Deseó haberle conocido. Pero Godfrey
había muerto hacía muchos años, mucho antes de que él, el reverendo Blackstone,
hubiera llegado a la ciudad desde la pequeña y encantadora población donde
naciera, donde fuera ordenado y donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo
en el sendero. Midville. No había visitado Midville durante más de quince años,
desde que murieran sus padres. Se sintió dominado por una sensación de
nostalgia tan intensa que le dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá
debería volver a la paz, armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro
pensamiento: quizá Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría un
anacronismo allí si volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta ciudad.
Anacronismo. Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los hombres
maduros, y los de su propia generación. Cierta emoción surgió en su mente, pero
le pareció blasfemo y apresuradamente dedicó su atención al hermoso edificio
blanco al que se aproximaba y a los inocentes colores de los macizos de flores;
tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en lugares más retirados, estallantes arbustos
de lilas blancas, azules y púrpura. Una fuente dejaba caer el agua con rumor de
risas y la estatua de mármol en su centro alzaba un rostro ansioso al cielo y se
bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver los
pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su inocencia, en
su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de nuevo,
como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a Dios, que no
necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo que yo en particular
debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre las
doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he venido
aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los otros, mi
sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los aclarará en
verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero que pueda ayudarme.
Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder hacerlo. ¿Es que siempre hemos
de estar solos, especialmente cuando estamos tan necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se hallaban
sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de lámparas, pero sin
ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las mujeres y se sintió aliviado
de que le fueran desconocidas. Contemplaban con desgana unas revistas. Los
ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo fue como un dolor angustioso para el
ministro, aunque no supo por qué. La miró con intensidad. ¿Sufriría ella
también? ¿Qué habría llevado allí a aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas,

95
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

serenas y enguantadas? Ambas parecían bastante acomodadas, si uno había de


juzgar por sus ropas y su actitud casual. Sin embargo algún problema las había
llevado allí, alguna tristeza invencible. De pronto se sintió atacado de nuevo por el
dolor. ¿Es que no tenían ellas ministros en quien confiar, ni ayuda de ningún ser
humano? ¿Es que eran como las mujeres de su congregación que nada veían en
él, ni oían nada en su voz, y se veían obligadas a acudir a psiquiatras anónimos? ¿O
a un doctor? ¿O a un clérigo como él? Se sintió avergonzado. Sin embargo él, su
pastor, había ido allí también. ¿Estaría tan perdido como ellas?
Una de las mujeres alzó la mirada suavemente, como si hubiera escuchado un
sonido proveniente de él. un sonido de desesperación, de sufrimiento ahogado, o
una pregunta. Vio a un hombre alto y robusto, de mediana edad, con escaso
cabello entre gris y castaño, un rostro amable, a la vez firme y pensativo, y ojos
castaños algo mortecinos, como si estuvieran insoportablemente cansados.
Observó que las ropas le sentaban mal, ya que no parecía sentirse a gusto con
ellas, como si no fueran su vestimenta de costumbre. Pero la mujer se sentía tan
desgraciada que sus silenciosos pensamientos sobre aquel hombre pronto le
cansaron y volvió a pensar en sus propios problemas y a preguntarse si el
hombre que aguardaba y escuchaba en la otra habitación podría ayudarla de
algún modo.
El ministro cogió en silencio una revista y la miró. ¿Era sólo su imaginación lo
que hacía que el contenido pareciera confuso, con colores demasiado vivos, con
palabras demasiado excitadas? ¡Crisis, crisis, crisis! •Era todo falso, o el mundo
era realmente tan ávido, tan exigente, tan vehemente? ¿Es que el hombre
necesitaba verse reflejado en grandes mayúsculas negras porque ya no había
palabras sencillas en su alma? ¿0 eran las grandes mayúsculas negras la
expresión de algún creciente horror en el mundo que había que proclamar a voces
como gritan los cuervos a la vista de un horrible peligro? ¿Era todo como un
estúpido espantapájaros en un paisaje indiferente? ¿O era el espectro del horror,
visible incluso a los ojos más torpes? ¿Acaso lo imaginaba él? ¿O hasta los niños
parecían gritar de modo incoherente, sin hablar jamás con serenidad? Y todos los
hombres corrían sin aliento trasladándose con prisa exagerada... ¿hacia dónde?
Incluso las mujeres viejas ¿no daban siempre la impresión de hablar con
demasiada rapidez, febriles y temerosas a pesar de su risa vivaz, sus dientes
brillantes y dominadores y aparentando ser jóvenes, jóvenes, jóvenes, cuando era
obvio que cada día eran más y más y más viejas...?
¿O es que el reverendo Mr. Henry Blackstone sentía su propia edad y temblaba
como un caballo viejo ante fantasmas que no existían más que en su abrumada
existencia? ¿Fue el mundo siempre así? ¿O sólo la edad y las preocupaciones
hacían que un hombre se sintiera realmente agobiado cuando todo seguía siendo
igual que siempre y sólo sus propios ojos habían cambiado? ¿Cómo era el mundo
en su juventud, cuando él sólo era un muchacho, antes de todas aquellas guerras?
Sólo podía recordar un jardín bajo el sol de otoño, cargado con el aroma de las
manzanas maduras y la suave hierba, el sonido de un distante timbre de bicicleta,
el tranquilo abrir y cerrarse de las puertas, el ansioso grito de un niño, la risa
serena de las mujeres y el retumbar de la campana de la iglesia en una época
serena y sin prisas. Podía recordar el columpio en el que se mecía indolente, y la
parte trasera de la vieja casa blanca donde naciera, y el reflejo del sol en los
brillantes cristales de la cocina. Tan claramente acudía a su memoria que incluso
podía ver el joven rostro de su madre sonriéndole mientras trabajaba en la cocina
y su llamada por encima de las sombras y la hierba. Experimentó una intensa

96
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

felicidad y sonrió tiernamente. Ahora su madre sería para siempre joven para él, y
dulce y ardiente, y para siempre reiría con aquella suave risa, y aguardaría su
regreso con su padre.
¡Había sido todo tan pacífico entonces! Pero ¿había sido tan pacífico para sus
padres? ¿Era sólo una ilusión de su infancia, o había sido así en verdad? Rebuscó
en los serenos días de sus primeros años, los sonidos de la tarde del sábado, con
el cortador de césped y los silbidos de los muchachos, y el resonar de los
patines de las niñas, y las mujeres preparando a toda prisa las cestas de la
merienda, y el susurro de las mangueras cuando los hombres regaban sus
pequeños cuadritos de césped, y los ladridos de los alegres perros. ¿Era posible que
los niños sintieran hoy la misma serenidad y contento, y que los niños fueran
siempre niños?
¿Acaso sus padres habrían tenido alguna crisis en su vida, como al parecer
ocurría con casi todas las personas en este mundo moderno? Se hundió más en
sus pensamientos. Su padre había sido empleado del ferrocarril, con un pequeño
salario. Siempre se mostraba orgulloso de su visera verde y de los manguitos en
los brazos, que mantenían bien limpia la inmaculada camisa a rayas. Sus horas
de trabajo eran largas y pesadas. Su esposa no tenía un equipo moderno en la
cocina antigua e inmensa. ¡Qué bien recordaba ahora el rumor de la colada de los
lunes en el sótano, y a su madre que estrujaba las ropas cantando y las tendía
luego al sol! ¿Existía otro sonido más consolador? La familia no tuvo automóvil
hasta que ya su padre era de mediana edad, aunque muchos vecinos poseían
automóviles que sólo utilizaban en los fines de semana. Y luego estaba el cine,
naturalmente, películas salvajes y violentas que todos condenaban, en especial los
viejos ministros, que las juzgaban pecaminosas. Pero en todo ello había habido paz.
¿No?
Su padre nunca había mencionado los impuestos. Washington estaba tan lejos
que era casi un mito. El 4 de julio era simplemente la ocasión de reunirse en el
parque y escuchar la banda alemana y luego comer de los grandes cestos de la
merienda y escuchar a los oradores y ponerse en pie para entonar canciones
patrióticas y agitar las banderitas. Y luego el regreso a casa, alegremente cansados
y sobrealimentados con helados y pollo frito, en el cálido atardecer, los pájaros
reuniéndose ya a dormir en los árboles y las ventanas encendiéndose en toda la
calle, y una taza de cacao caliente y galletas en perspectiva, y luego la cama,
resguardadito para la noche. ¿De qué hablaban sus padres?
Del almacén. De los vecinos. Del sermón del ministro del domingo anterior. De
la necesidad de cortar la hierba, del nuevo niño que había nacido en aquella
misma calle, de los compañeros de trabajo, de sus esposas e hijos, de la
preocupación por sus propios padres, de sus esperanzas. Y, sobre todo, de su
inocente fe en Dios y la aceptación de todo lo que Él se sirviera enviarles, fuera
bueno o malo. Le parecía escuchar las voces de sus jóvenes padres con toda
claridad, aun a distancia de tantísimos años. Su madre se enojaba porque el
bizcocho no le había subido hoy y la leche se había agriado. Su padre se reía
cariñosamente de ella y la besaba. Hablaban de la subida de sueldo que él
esperaba para después de Navidad, y de lo que harían con el dinero, aparte de
ahorrar algo. Pero no se hablaba de impuestos ni deducciones, de delincuentes
juveniles en el vecindario, de muchachas incomprendidas que habían cometido
un error. (Uno no mencionaba a tales chicas. Él jamás había conocido a ninguna. No
es que no se pudiera comentar sobre ellas; es que eran inmencionables.) No había
conversaciones frenéticas sobre el nuevo electrodoméstico que un vecino

97
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

orgulloso mostraba altivamente a sus envidiosos amigos, ni su madre insistía en


tenerlo también. Su padre no hablaba de modo nervioso e hiriente, con envidia de
que los otros tuvieran más que él, ni resentimiento contra los compañeros de
trabajo, ni comentarios burlones sobre el jefe. Los planes para el futuro eran
seguros y serenos. Henry tendría la mejor educación que sus padres pudieran
permitirse. Se casaría y les daría nietos. Caminaría humildemente ante su Dios
en seguridad y paz. Mientras tanto había un techo firme sobre sus cabezas y los
viejos muros los resguardaban.
No había guerra. No había estruendo, ni voces histéricas, ni resonar de pasos
indisciplinados, ni slogans, ni la agotadora amenaza de los incontrolados, ni
anarquía, del cuerpo o del alma, ni ofensa de la ley por parte del espíritu. No había
seres desarraigados, corriendo de un lado a otro, sin ir a ninguna parte.
"¿Estoy seguro?", se preguntó el ministro. Y por primera vez en mucho tiempo
le vino la respuesta: "Estás seguro." Así era.
Entonces, ¿qué le había sucedido al mundo? ¿Por qué se había convertido en...
—¿cuál era aquella palabra tan gráfica?— algo baladí, en el antiguo sentido de la
palabra, barato, sin valor, endeble, charro, sin fuerza?
De pronto el ministro creyó oír a su joven madre que cantaba su himno
favorito, tan dulce y confiadamente como lo escuchara en su niñez:

"¡Mucho te he amado, Señor!


Durante toda mi vida.
¡Mucho te he amado, Señor!
En todos mis caminos.
Aunque las noches son oscuras a veces
y tristes y desdichadas,
¡mucho te he amado, Señor,
y he aguardado la mañana!"

"Mucho te he amado, Señor —pensó el ministro—, pero en algún lugar nos separamos,
¿no es cierto? ¿Fue culpa mía, como dicen ellos? ¿Será por eso por lo que ya no
te oigo?"
Escuchó una campana suave, pero como insistente a la vez. Alzó la cabeza y
miró en torno. Estaba solo. De modo que la campana había sonado para él. Se
puso en pie pero vaciló de nuevo, preguntándose con tristeza si el hombre que allí
aguardaba tendría alguna respuesta para él. ¿Y si era un clérigo también, aunque
de otra fe que la suya? Entonces sólo habría una nueva confusión, más problemas,
mayor inseguridad, más desesperación.
Entró en la otra habitación. No se sintió sorprendido por su austeridad tan
brillante y serena al mismo tiempo, pues alguien, ¿quién?, le había dicho lo que
encontraría: blancos muros de mármol con luz indirecta, un gran sillón de mármol
con almohadones azules, y una gran alcoba tras cuyas cortinas se hallaba el
buen hombre que escuchaba con tanta paciencia y que daba buenos consejos. El
cansado ministro recobró algo de confianza.
—Buenas tardes —dijo con su sonora voz, que no necesitaba amplificadores en
la iglesia.

98
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Nadie contestó a su saludo, pero él tuvo la seguridad de que podía sentir una
presencia tras las cortinas. Sin mostrarse dolido porque nadie le hubiera
respondido, se sentó en el sillón, los ojos fijos en el intenso azul que ocultaba la
alcoba.
—Me han dicho que es usted un clérigo —comenzó—. Así lo espero. Sólo uno de
nosotros puede ayudar al otro, ¿no es cierto? Deberíamos tener alguna clase de
sindicato, ¿verdad? —su voz era profunda y sincera—. ¡Oh!, ¿mi nombre?
Reverendo Mr. Henry Blackstone. O, como me llaman mis jóvenes fieles, "Harry,
fuego del infierno". ¡Sólo este nombre debe revelarle ya muchas cosas!
Se rió de nuevo, pero había más tristeza que alegría en su risa.
—Quizás usted mismo me llame así también. Y tal vez lo merezca. No lo sé, y
ése es el problema. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco... o es que está solo? Yo...
yo tengo algunos amigos en el clero. Inteligentes, agudos, interesados. No tienen
una opinión demasiado buena de mí. Si fueran mucho más jóvenes, o muy jóvenes,
lo entenderían. La juventud siempre es intolerante. Al menos eso es lo que la gente
me dice constantemente con indulgencia, como si la intolerancia fuera una
especie de virtud heroica en sí, cuado no es más que un aburrimiento ante los
hombres de mi edad. Bien, de todas formas, la mayor parte de los clérigos que
tienen mala opinión de mí son de mi edad, o un poco más jóvenes, algunos
incluso más viejos. Eso es lo que me preocupa. El que sean más viejos que yo y
sin embargo estén in, como dicen ahora. Una frase estúpida, ¿no?, pero
sintomática.
"Mire, mi problema es muy sencillo. Betty, mi esposa, está muy disgustada,
harta en realidad. Tiene cincuenta y tres años, y no es elegante, ni joven, ni
moderna, como las esposas de otros clérigos de estos tiempos, eternamente
jóvenes, ¡Dios tenga piedad de las pobrecillas! Ella y yo nos conocemos de toda
la vida. Ambos somos de Midville, a quinientas millas de aquí, casi en Nueva
Inglaterra. Llevamos siempre la misma clase de vida, y tenemos las mismas
opiniones. Durante largo tiempo fuimos razonablemente felices en esta ciudad, a
pesar del hecho de no tener hijos, y a despecho de todas esas malditas guerras
que nos impiden a todos llevar una vida normal, serena, sólida. Cuando las
guerras terminan nadie parece saber por qué comenzaron en realidad, después
de todo, y, lo que es peor, a nadie le preocupa al parecer.
"Pero, volviendo a mi problema. Ya no soy útil a mi congregación, ni a los
viejos, ni a los de mediana edad, ni, especialmente, a los jóvenes. En tiempos
tuve a mi cuidado quinientas almas. Ahora sólo tengo unas doscientas. Mi
congregación va disgregándose de año en año. Mi gente acude a ministros más
listos, que pueden satisfacerles y darles lo que desean. Yo no intento disuadirlos...
Hizo una pausa. De nuevo se sentía dominado por una gran inquietud. Tenía la
sensación de verse rechazado de nuevo, de verse censurado... pero, ¿por qué?
—Después de todo —siguió— hemos de ser libres en la religión, ¿no? A veces,
se lo digo con sinceridad, envidio la autoridad de los sacerdotes católicos. Aunque
quizás ahora ya no tengan tanta autoridad. No lo sé. He visto cómo algunos
sacerdotes viejos, amigos míos, se quedaban de pronto muy quietos y muy
silenciosos cuando hablábamos de nuestras respectivas congregaciones y en
ocasiones parecían perdidos también, como probablemente lo parezco yo. Tengo la
impresión de que muchos de ellos sienten sus dudas ante toda esa puesta al día
de que tanto se oye hablar, como si Dios no fuera el Eterno, que nunca cambia.
Sí, tenemos nuestros problemas, esos viejos y yo. Pero, en cierto modo, ése

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

parece ser un tema del que no se puede hablar con libertad. No sé por qué. Como
si algo demasiado poderoso... demasiado poderoso... ¡Oh, no lo sé! Como si
estuviéramos acosados, por usar una frase anticuada. Ya se dará cuenta de que yo
soy un hombre anticuado.
"En cualquier caso, Betty quiere que yo dimita de mi cargo y me vuelva a
Midville, o a cualquier otro sitio, mientras sea una ciudad pequeña. Creo que fue
Sócrates, ¿no?, el que dijo que los hombres no debían vivir en ciudades grandes
sino en pueblos pequeños; que las almas de los hombres se agostan en el
estruendo de las calles y en la superficialidad de sus vidas, y que la tranquilidad, la
contemplación y el conocimiento de Dios sólo pueden encontrarse en la tierra, a la
vista de los grandes bosques y las nobles montañas y el correr de los ríos. Y en
las pacíficas praderas al anochecer, a la sombra de los altos árboles, cuando ya
se ha acabado la labor del día.
"Mis superiores no me han dicho nada al respecto, pero sé que nadie lamentará
mi dimisión. Betty y yo ... viviremos de nuevo nuestra vida de siempre, en paz y
serenidad, entre pocos amigos, en compañía de los que nos conozcan y
comprendan. Algo que nos resulta imposible en esta jungla de piedra, esta jungla
ruidosa, esta jungla febril, frenética y acalorada donde no hay refugio en una
tierra cansada.
La sensación de reproche le golpeó el corazón tan pesadamente que fue como
un golpe físico. Retuvo el aliento.
—Esta jungla —insistió, y miró las cortinas cerradas. Estaba convencido de
que el hombre le miraba a través de alguna abertura, y ello le enojaba.
—Veo que no comprende —siguió el ministro—. Sin duda está de acuerdo con
mis superiores. Pero no me condene, por favor, hasta que haya terminado. Como
ministro, también debe esperar a oír mi parte de la historia. Repito que, según
dicen, no estoy in. No lo estoy, no. Ni puedo estarlo porque no formo parte de
ello. Jamás fui como ellos. Jamás lo seré. No, no hable todavía. Déjeme que le
cuente y luego lo discutiremos los dos de modo razonable, y quizá pueda darme
algún consejo. Dios sabe que lo necesito.
"¿Por qué no hablo con mis superiores? Ya lo he hecho. Están disgustados
conmigo, lo sé. Después de todo, un ministro no tiene demasiado éxito si su
congregación sigue abandonándole. Uno o dos de ellos han llegado a sugerir que
quizá fuera mejor para mí una congregación pequeña, en alguna ciudad como
Midville. Yo también lo creo. Y Betty está segura. De todas formas con el tiempo
habré de retirarme e irme a descansar. Quizá dentro de unos diez años, aunque hay
ministros viejos que todavía siguen en el pulpito a los ochenta. Si me quedo aquí,
hasta el momento en que me retiren, mi congregación todavía disminuirá más y
más, hasta no quedar nada de ella. ¡A la velocidad con que se están marchando, no
habrá que esperar mucho! Todos se habrán ido en un par de años...
"Sin embargo, sin embargo... Verá, Dios y yo caminamos juntos hasta hace
unos quince años. Yo estaba muy seguro de que Él me oía, y de que nos
comprendíamos. Pero ahora siento a Dios muy lejos de mí. Quizá sea porque ya
no satisfago a mi congregación como debería hacerlo, ni me he modernizado para
ser uno de ellos, como algunos de mis amigos clérigos me han aconsejado. Ellos no
se preocupan tanto ni se atormentan como yo. Viven bien, cómodamente, y hablan
con satisfacción de este mundo como del mejor mundo posible, cuando... —alzó la
voz hasta que ésta fue como un grito—, ¡cuando es obvio que éste es el más
terrible de todos los mundos, y el más perdido!
Se puso en pie.
100
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—¿No está de acuerdo conmigo? Casi nadie lo está, a excepción del viejo
padre Moran, y algunos otros clérigos. Usted cree que yo debería haberme
puesto al día, y ser como un muchacho más para todos los hombres de mi
congregación, y un confidente indulgente para las muchachas, mujeres y niños,
y que hablara de todas las malditas cosas del mundo menos de la única
verdad: que es el terror de todo inocente que vive en él.
"¡Escúcheme antes de juzgarme como un viejo anticuado que no puede, ni
quiere, comprender este mundo moderno! Se lo pido por favor, escúcheme.
¿Sabe en lo que se ha convertido fundamentalmente el cristianismo en estos
tiempos? En secularismo. No ya uno con el pueblo, como Cristo, sino mundanos,
ocupados en demasiadas cosas excepto en la fe sencilla y en la paternidad de
Dios. ¡Oh, hablan mucho, ya lo creo, sobre la hermandad del hombre, pero
sugiérales, intente sólo sugerirles, que no hay hermandad entre los hombres sin
el reconocimiento de la paternidad de Dios, y recibirán sus palabras con un
embarazoso silencio o con una sonrisa de superioridad!
"No soy sofisticado, lo confieso. No soy un hombre urbano. No comprendo este
mundo que cambia. Eso es lo que dicen ellos. Pero ¿cuándo ha dejado el mundo
de cambiar, desde el mismo instante en que salió de las manos de Dios?
Siempre estuvo en transformación, pero mis gentes no entienden eso. Ellos
creen que hay algo único en este momento, algo que nunca existió antes, algo
tan superior al pasado que éste debería ser olvidado por completo, con todas
las cosas heroicas del pasado. Incluido Dios, por supuesto. ¡Oh, sí!, están
dispuestos a hacer profesión de fe, pero no hay fe en ellos. Por más de un estilo
son en verdad una generación incrédula y adúltera. De clérigo a clérigo, tengo
que ser honrado: una generación incrédula y adúltera. ¿Es falta de caridad el
confesar esta verdad? En estos días se habla mucho de caridad, y del espíritu
del hombre moderno con aspiraciones, pero ya no hay caridad, y las
aspiraciones de los hombres modernos son las frívolas aspiraciones de un
niño eterno.
"¿De quién es la culpa? ¿Del clero? Pero ¿qué podemos hacer, cuando los
hombres se apartan constantemente de nosotros, ocultando una sonrisa? No
podemos prohibirles nada. Ya no tenemos la autoridad secular o espiritual que
tuvimos en tiempos. Ésta es la época de los laicos, dicen algunos clérigos,
abdicando con una sonrisa de su posición de pastores y contentos, incluso
orgullosos, de ser uno más del rebaño. jHermandad! Carencia de autoridad digo
yo, aunque se nos dio autoridad cuando nos ordenaron. ¿Es el pastor menos que
el rebaño? Si es así, ¿quién lo guardará de los lobos?
El sudor caía en grandes gotas de su frente. Agitó pesadamente la cabeza una y
otra vez. Se aferró con ambas manos al respaldo del sillón.
—No me condene todavía. Por favor, déjeme terminar. Contemplo el mundo y lo
veo lleno de cosas, sólo de cosas. Y ni una de ellas con verdad y solidez. Está lleno
de aparatos, de maquinaria, de casas automatizadas, de fábricas y oficinas;
produce un espantoso ruido. El peor ruido es el de las gentes que discuten, gentes
descontentas, sin raíces, exigentes, petulantes, insatisfechas, que desean, que
exigen, que claman simplemente.
"He vivido sesenta años —continuó— y jamás he conocido un mundo así. Viví la
Gran Depresión y fue mejor que esto, créame. Al menos la gente se enfrentaba con
la dura realidad, y no con el desagradable realismo de que hablan ahora. Conocían
las privaciones y el hambre, y el rostro horrible de la desesperación y el profundo

101
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

temor. Pero ésas eran cosas reales que era posible vencer, pues siempre hubo
esperanza.
"Pero, ahora, todo el mundo tiene de todo. ¿No fue Ibsen el que dijo que
cuando todos tienen de todo ya nadie tiene nada de valor? Nada es real, además,
cuando el hombre ya no tiene necesidad de luchar. Yo he conocido una pobreza
mísera. Pero le aseguro que la prefiero a la comodidad, el lujo y toda la
opulencia que Veo en torno. Al menos, en la miseria yo tenía certeza, y lo mismo
todos los pobres conmigo, Pero los que viven ahora a mi alrededor en medio del
lujo, del maquinista al hombre de negocios, del doctor al plomero, de la
secretaria al ama de casa, no tienen certeza en absoluto, ni raíces, ni calma, ni,
en consecuencia, esperanza...
"Y no desean lo que yo puedo darles. Me reprochan que no les hable de justicia
social y de problemas sociales o de lo que sea la moda estúpida del momento. Una
vez les cité al gran estadista y filósofo inglés, Edmun Burke, que dijo hace casi
doscientos años: "No debería escucharse más sonido en la Iglesia que el de | la
Voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la libertad civil y del gobierno civil
ganan tan poco como la causa de la religión con esta confusión de deberes. Los
que abandonan su auténtico carácter para asumir lo que no les pertenece son, en
su mayor parte, ignorantes por completo del mundo en el que tanto les gusta
mezclarse, y sin experiencia en los asuntos mundanos sobre los que se pronuncian
con tanta confianza, o tienen de políticos más que las pasiones que excitan. ¡Con
seguridad que es en la Iglesia donde debería permitirse la tregua de un día entre
las disensiones y animosidades de la humanidad! No necesitamos teólogos
entendidos en política, ni políticos con ideas teológicas."
"Pero ellos no tenían la mínima noción de ese gran hombre, Edmund Burke,
¡aunque la mayoría de los jóvenes saben todo lo que hay que saber sobre Marx!
"Bien, me acusaron de anticuado, ¡como si la verdad hubiera sido alguna vez
un anacronismo! Les hablé de las eternas verdades de Dios, les leí del Evangelio, y
les dije que, cuando los hombres caminan con Dios y su verdad y su justicia y las
practican humildemente en su vida diaria, la justicia social ha de llegar
inevitablemente, y los problemas sociales se resuelven por sí mismos.
"Además, en estos tiempos siempre están hablando de la búsqueda de la
propia identidad, cuando ni ellos mismos saben lo que quieren decir, como no lo
sé yo. Yo les dije una vez que todos tienen identidad desde el momento en que son
concebidos, y que su único deber en esta vida consiste en salvar su alma
individual e inmortal.
"¿Sabe cómo me respondieron? Ofreciéndome sus enfermizas sonrisas
indulgentes. Y recuerdo también un domingo en que les hablé de la sólida realidad
de Satán, y de su gran triunfo que consiste en persuadir a los hombres de que no
existe. Les hablé del pecado... ¡Imagínese, del pecado! ¡Los superiores me dijeron
más tarde que era poco realista al hablar así, que insultaba a la inteligencia de mi
congregación y que el pecado era sólo cuestión de una salud mental defectuosa y
no culpa del pecador! Me sugirieron amablemente que tratara de comprender estos
tiempos modernos, en los que todos tienen una mente tan científica y viven tan
conscientes de la sicología.
"Y estallé. Lo admito y lo lamento, pero me sentí acosado por todas partes.
"Dije a los superiores que sabía perfectamente todo lo referente a la
enfermedad mental, como llaman al pecado, y todas las estupideces que sobre ello
se escriben en la prensa, y todos los solemnes discursos de los que, sin saber de

102
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

qué hablan, han aprendido un nuevo vocabulario pseudo científico y desean


impresionar con él a los demás. Perdóneme, pero jamás- he conocido tantas
personas pretenciosas e ignorantes como ahora, ¡que Dios les ayude! No saben
nada de Dios, del alma humana y la mente del hombre, pero, de todo eso que
ignoran, hablan pomposa y constantemente. Cuanto más ignorantes, más ruidosos
e insistentes, hasta que uno se siente avergonzado por ellos... antes de sentir
miedo ante ellos. Son como una nueva clase de gentes... y muy vulgares.
"Sí, dije a los superiores, cuando yo era joven todas las ciudades pequeñas
tenían sus inocentes excéntricos y seniles, pero eran aceptados como parte de la
comunidad, y no necesitaban terapia. Pero ¿por qué hay ahora tantos
trastornados? Porque han perdido a Dios y la religión, les dije. ¿De quién es la
culpa? ¿De este clero, tan moderno y avanzado? ¡Pues yo no me uniré a sus filas!
Quizá no sea yo el mejor de los pastores, ni el más sabio, pero no traicionaré a mi
pueblo con modas intelectuales pasajeras ni con preocupaciones estúpidas y
febriles que el día de mañana serán sólo dignas de risa o de olvido.
Tuvo la impresión de que el hombre le escuchaba no reprobándole, sino con
tristeza y comprensión. Se sintió tan agradecido que se sentó de nuevo,
inclinándose hacia adelante con las manos firmemente apretadas sobre las rodillas
y el rostro cansado y ansioso.
—Ellos creen que yo no sé nada, que vivo en una especie de sencillo pasado.
Pero yo sé todo cuanto ellos saben, v más aún. Soy un hombre culto. Leo, y eso
es más de lo que hacen algunos de los charlatanes y sabihondos de mi
congregación. Conozco la desesperada enfermedad del mundo, y la depravación, v
la falta de paz, y el escándalo y odio, y la amenaza del holocausto. Sé del
homosexualismo, y de todos los vicios. Sé del terror en el que ahora vive la
mayoría de la humanidad. Y sé algo más que la mayoría no conoce: que han
dejado a Dios. No tienen marco de referencia. Aceptan el mundo de los débiles
sentidos y rechazan el mundo de su alma inmortal, que es la única realidad.
"Son ávidos materialistas, que se regocijan tontamente en su sentido de lo
que es relativamente cierto. Ya ve, creen en ¿i relativismo; la verdad no tiene una
certidumbre eterna para ellos. Es proteica para ellos. Cambia de hora en hora, y
nunca tiene el mismo rostro. Eso les encanta. En las nuevas verdades encuentran
excusas para sus excesos, para su falta de fortaleza, de valor y fuerza. Carecen de
honor porque no deben fidelidad a nada, ni a Dios ni a su país, ni a los demás, como
verdaderos hombres y hermanos, ni a la ley ni al orden. Son la generación más
cruel que ha maldecido este mundo, pues no se aman unos a otros como en
tiempos se amaron los cristianos de verdad, en el Nombre del Dios Todopoderoso.
Ahora simulan amarse en nombre de la justicia social o su falsa hermandad.
¡Embusteros! ¡Embusteros! ¡Sin vacilación alguna, le cortarían la garganta a un
hermano por cualquier estúpida razón!
"Y no sienten auténtica preocupación por los demás. Podría morirse un
hombre ante su puerta y no contestarían a su llamada, pues estarían
escuchando en ese instante algún guión de la televisión sobre el deber de
involucrarse con toda la humanidad. Atacan a una mujer ante sus mismas
ventanas, y ellos bajan las persianas y se ponen a leer un artículo sobre sus
obligaciones para con la comunidad y lo muy comprometidos que están en ella.
Hablan de responsabilidad, y son abyectamente irresponsables. No, no
abyectamente. Monstruosamente, pecaminosamente irresponsables. En tiempos
el hombre se sintió orgulloso de su trabajo, y de su competencia en él, por
humilde o importante que fuera. Ahora todo el mundo quiere que sus hijos
103
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

tengan educación universitaria, y como la mayoría son muy poco capacitados


intelectualmente —a veces no les importa, incluso lo admiten alegremente— sólo
un pequeño porcentaje de jóvenes son auténtico material universitario. Pero la
mayoría podrían llegar a ser excelentes trabajadores en distintas ocupaciones,
que ahora desprecian juzgando que están por debajo de su categoría. Yo les digo
que el mismo Cristo, el Todopoderoso, con el gobierno sobre sus hombros, fue
carpintero, duro y fuerte, y orgulloso de su trabajo. Pero me juzgan un imbécil.
Cristo es una sombra para ellos. Vivió hace tanto tiempo, ¿sabe?, en el pasado, y
¿qué tienen ellos que ver con el pasado?
"Si sólo fueran los jóvenes los que son tan tristemente estúpidos, tan
demoledoramente estúpidos e irracionales, uno podría tener paciencia y
aguardar, y enseñar pacientemente hasta que vieran la poderosa faz de la única
realidad por sí mismos. Pero no son sólo los jóvenes los que hablan
interminablemente, estúpidamente, constantemente. Son sus padres también,
sus padres tan modernos. Los padres que les dicen que lo que importa no es lo
que uno sabe, sino a quién conoce, y adelante con ello hasta que seas un hombre
rico y de éxito, y bien adaptado, y un líder. Sé una víbora; sé un embustero. Sé
exigente e implacable. Todo vale, mientras lleve al éxito material.
"Mientras tanto, naturalmente, les dicen, sigue con toda esa charlatanería
de amar a tu hermano y simular que te preocupas por él. Con eso parecerás una
persona agradable y civilizada. ¡Una persona tan agradable y admirable! Y a las
personas agradables y admirables se les aprecia, y cuando uno es apreciado los
otros se encargan de promover tu bienestar y tu futuro feliz...
"¡Dios mío, como si este mundo lo fuera todo! Pero el problema es que así lo
creen ellos, creen que este mundo es todo lo que existe, incluso mis fieles más
regulares que vienen tranquilamente a oírme cada domingo... sin oír jamás
realmente una palabra de lo que digo.
El cansancio se apoderó de todo su cuerpo hasta que le pareció que ya no
podría moverse nunca más.
—No me sorprende —murmuró— que tantos jóvenes actúen extraña y
violentamente en estos días. No me extraña que a las chicas les encante vestirse
y comportarse como jóvenes atrevidas, y a los chicos les guste vestirse de modo
dudoso y comportarse como débiles mujercitas. ¿Qué les han dado sus padres y
profesores sino falsedades, valores y falsas máximas? Son rebeldes, dicen. ¿Contra
qué se rebelan? No lo saben, pero de seguro que se rebelan contra la falta de
valores en sus vidas, contra la falta de autoridad y disciplina, y la falta de decencia
y honor en sus mayores. Yo les he visto desfilando o gritando ruidosa e
incoherentemente, y he visto a sus padres como sólo un ministro puede verlos:
locos estúpidos que jamás poseyeron autoridad en su vida, ni tuvieron valores en
su vida, ni fe, ni orgullo.
"Algunas veces se nos culpa al clero de todo eso. No le dimos al pueblo lo que
necesitaba. ¿Han de ser las ovejas las que digan al pastor lo que éste debe
darles de comer? ¿Han de ser las ovejas las que dirijan al pastor para que éste les
"permita con indulgencia meterse en el valle de las sombras de la muerte?
Se detuvo anonadado. Miró las cortinas azules. Se mordió los labios.
—Pero, ¿y cuando algunos de nosotros lo intentamos y sólo conseguimos que se
nos ignore, que se burlen y se rían de nosotros? ¿De qué sirve nuestra lucha? Si
alzamos la voz, se escandalizan y nos abandonan apresuradamente. Si les vamos
con admoniciones, simulan ocultar una sonrisa. Las ovejas han dejado a sus

104
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

pastores y ya no oyen su voz ni responden a ella. Mis propias ovejas me llaman


"Harry fuego del infierno" porque les hablo de la verdad y del horrible peligro en el
que ahora se hallan sus almas. Los viejos se ajustan los guantes, o se acarician
sus abrigos de Piel, nos miran con ojos muy asombrados y hablan de los jóvenes
de estos días, más sofisticados y más cultos. Y se supone que hemos de aplaudir
su ignorancia y su estupidez. Se supone que hemos de sonreí con aprobación.
De nuevo se puso en pie de un salto.
—¡Pues yo no puedo! ¡Yo no voy a ponerme al día y hablar de cosas seculares
en mi pulpito! ¡Yo no soy un mundano saduceo, como muchos de los de mi clase!
Me voy, ya no me quieren. Aquí no tengo ovejas. Debo ir donde tenga algunas,
donde escuchen a su pastor.
Respiraba acaloradamente. Estaba desesperado, y desesperado por la
impaciencia, porque el hombre tras aquella cortina no decía nada en absoluto.
Seguía esperando. Pero ahora ya no había más que decir. El ministro recordó que
alguien le había dicho que sólo tenía que apretar el botón junto a las cortinas
para ver al hombre que le había escuchado.
—¡Oh, Dios mío! —dijo—. No quiero verle. No quiero oírle decir que debo
modernizarme y poner a Cristo al día para una generación ciega, estúpida, débil,
degenerada, inmoral y malvada... la peor que ha contemplado este mundo. ¿Cómo
puedo ayudarles si se niegan a ser ayudados...?
Se detuvo. ¿Qué había visto escrito en el muro de la sala de espera? ¿Qué
había leído aun sin captarlo por completo. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta. En otro tiempo aquello hubiera alterado el ritmo de su corazón, y su alma
habría respondido. Pero ahora estaba demasiado destrozado, demasiado acosado
por la desesperación. Extendió la mano y apretó el botón, disponiéndose de
antemano a escuchar las suaves y corteses palabras del clérigo que se hallaría
oculto allí y que habría escuchado taimadamente a un anticuado.
Las cortinas se corrieron, estalló la luz tras sus silenciosos pliegues y, a aquella
luz, vio al hombre que escucha.
Se miraron profundamente. El rostro del ministro adquirió un tono ceniciento y
se retiró paso a paso, hasta quedar apoyado en la pared, en la puerta por la que
había entrado. Pero el hombre no apartó los ojos. Siguió mirándole profunda y
firmemente. Y el reverendo Mr. Henry Blackstone estuvo seguro de haber oído, en su
interior, una voz poderosa que le decía: "¡Alimenta a mis ovejas!"
Extendió sus manos ante él, como defendiéndose:
—No, no —dijo—. No me entiendes. Es que no quieren que yo les alimente. Ni
siquiera desean verme. Me han abandonado. No fui yo el que las dejé.
De nuevo escuchó la voz, más penetrante ahora y más inflexible en los
corredores de su mente: "¡Alimenta a mis ovejas!"
—¿Con un pan que no quieren comer? —imploró el ministro—. ¿Con un pan que
rechazan? ¿Con un pan que desprecian? Déjame ir. Déjame terminar mi vida en
algún lugar tranquilo, sin problemas, sin ruido, sin desprecio...
"¡Alimenta a mis ovejas!"
Lugares estériles donde se recogían y yacían las ovejas, cegadas por el polvo,
por la fiera luz de un sol del que no podían guardarse y defenderse. Una tierra
agostada. Una tierra de rocas y ríos de fuego, sin aguas vivas. Las ovejas yacían allí
y morían lejos de una vida de fe y certeza, y de auténtica seguridad. Y ¿dónde
estaba el pastor?

105
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Se volvía y las dejaba. Las ovejas se habían apartado de él, ya no quería


quedarse más con ellas y dirigirlas... porque le habían despreciado en su estupidez
animal. Si ese mundo había sido demasiado para él, ¡cuánto más terrible,
demasiado terrible, sería para ellas!
El ministro sintió que no se atrevía a acercarse de nuevo al hombre. Se arrodilló
allí mismo, donde estaba, y se cubrió el rostro con las manos.
—Ya comprendo —dijo— por qué me sentí tan separado de Dios en estos
pasados años. ¿Qué significó la burla y el desprecio para Nuestro Señor? Nada.
Él había alimentado a las ovejas hambrientas y ellas le enseñaron los dientes
en mueca burlona. Se rieron de Él en sus casas, gritaron contra Él en los
templos, vocearon su desprecio en la plaza del mercado y en las calles.
Intentaron apoderarse de Él y destruirle, y Él se deslizó suavemente entre sus
voraces manos...
"Pero siguió enseñando a sus ovejas. Despreciado y rechazado... siguió
enseñándoles. Y al fin, porque fue tan firme, algunas le escucharon.
"Sólo unas pocas, pero salvaron el mundo. E, incluso ahora, unas pocas tan
sólo pueden salvar al mundo.
Los mundanos saduceos que creían en la muerte pero no en la inmortalidad,
que apoyaban la ética y la conducta adecuada en el hombre, pero negaban su
Fuente, que hablaban con aire educado de la ilustración y la luz y vivían en la
oscuridad! ¡Y los fariseos que detestaban al pueblo y sólo honraban la letra de
la ley, y no al que les había dado la ley! ¿Quiénes eran peores? ¿Acaso él, Henry
Blackstone, tendría que verse contado entre ellos? ¿O era aún peor que ellos un
pastor que se disponía a abandonar a sus ovejas por su propia paz, por su
propia serenidad mental?
—Perdóname... —suplicó—. Señor, perdóname. ¿Acaso me importa lo que
me llamen, o que se rían de mí? Lucharé con ellos con más pasión, con menos
debilidad, sin sentirme tan consciente de mí mismo. No temeré su ira, ni
dejaré que su monstruoso mundo se inmiscuya de nuevo en mí. Nunca más.
"Podrán arrojarme, como te arrojaron a ti. Podrán aplastar lo que quede de
mi vida y pisotearlo. Quizá me envíen al exilio porque no puedan ponerme al
día.
"Pero jamás —si tú me ayudas— soñaré con abandonarlos y dejarlos
hambrientos.
"Y caminaremos juntos de nuevo, y, ¿quién sabe?, quizá las ovejas nos sigan
algún día. Sonrió con timidez al hombre que ahora parecía sonreírle tiernamente.
Y dijo:
—Mi madre solía cantar un himno... Ahora sé realmente lo que significa:

"A través de las noches de los tiempos,


triste y desamparado...
¡Pero mucho te he amado, Señor,
y aguardo la mañana!"

106
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA OCTAVA

EL GRANJERO

—...cuando todo lo que me recuerda


mi juventud y mi alegría,
me dice en el fondo de mi corazón
¡que yo he tenido mi mundo, como en mis tiempos!

"Esposa de Bath"

ALMA OCTAVA

—Bien, hola, párroco —dijo el viejo con gravedad al enfrentarse con la


serena cortina azul que cubría la alcoba—. Usted es un párroco, ¿verdad? En
cualquier caso, eso es lo que dicen todos. Usted escucha los problemas de la
gente y luego les dice lo que deben hacer. Eso es muy amable por su parte, en
verdad. No sabía que aún quedara gente de esta clase en el mundo; no,
señor. Todos diciendo que aman a todos sin que nadie ame a nadie; eso es lo
que se lleva ahora. Como todo ese patriotismo del que tanto se lee en los
periódicos, cuando al parecer nadie es ahora patriota. Bueno, yo recuerdo que
había un tiempo cuando, si alguien tenía problemas, incluso en la ciudad,
todos los amigos acudían con alimentos y fruta, y quizás un pollo asado, y
había auténtica comprensión. Ahora todo es mentira: los periódicos llenos de
amor fraternal y de los derechos de todo el mundo, y la gente sin parar de
hablar, y los párrocos diciendo en los pulpitos que hay que obrar bien con
todos, especialmente con seres desconocidos en países extranjeros... y sin
que a nadie le importe un pito el vecino de al lado. Es fácil mostrarse
107
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

comprensivo con personas que viven a mil mi- Has o más; a uno no le cuesta
nada alzar los ojos al cielo y hablar con voz profunda y engolada. Pero
tomarse la molestia de hacer algo por los vecinos, con su propio dinero y su
propio trabajo... ¡Oh, no! Eso no tiene el menor significado ahora. Eso no es
tener sentido... ¿cómo dicen esos bocazas con su estúpida jerga?... de
responsabilidad mundial. ¡Un cuerno!
Se retrepó cómodamente en el sillón y sacó la pipa. La había preparado
fuera, y llevaba el encendedor que le regalara Al, su hijo, y no creía que
importara en absoluto el fumar aquí, porque el acondicionador de aire se
llevaría el humo de todas formas. No se había sentido tan cómodo desde que
muriera Beth, relajado y en paz, hablando con alguien que comprendía.
—Por ejemplo, ese joven que vi ahora mismo, ahí fuera, con sus estrafalarias
ropas de la gran ciudad. Me dice que no tiene problemas. Bueno, ¡si ese joven no
tiene problemas, estoy dispuesto a comerme el sombrero! Porque tiene más
que pelos en la cabeza. Como todas las gentes de la ciudad, y algunas del campo
en estos días. Y todo ese "amor", y toda esa prisa, y el estar "alerta", y el meter
las narices en los asuntos del prójimo —especialmente si el prójimo está
exactamente al otro, lado del mundo—, ¡seguro que no está haciendo feliz a la
gente! Más bien miserable. Jamás vi personas tan tristes en mi vida como
puedo ver ahora, y gentes tan llenas de odio, y tan mezquinas como el mismo
pecado. Algo anda mal. Fumó un poco, reflexionando:
—Cuando Jesús hablaba de amar al prójimo, creo g que Él no quería decir
salir a toda prisa de su propio 1 país para ir a buscar al prójimo en Grecia o
Roma, 1 o donde fuera, para hacerle bien. Él se refería al tipo que vivía en la
casa de al lado, con sus problemas. Por ejemplo, Mrs. Campbell, que vive en una
granja junto a la mía, una granja grande, colectiva, como las de los chinos y los
rusos según he oído. Casi todos los días sale en los periódicos de Fairmont
pidiendo dinero para esto y lo otro, para personas que nunca verá, lo que
nosotros solíamos llamar la China pagana y la misteriosa África, y, trabajando por
las Naciones Unidas y todo eso; y al otro lado de mi casa, en una pequeña granja,
hay una joven viuda con tres pequeños que está luchando sola sin conseguir salir
adelante con una tierra tan pobre y sólo el mayor para ayudarla. Y yo le digo a
Mrs. Campbell: "Ahí tiene a Susy Trendall, que no puede comprar fertilizante este
año. ¿Qué le parece si se le ayuda un poco? Porque apenas recibe subsidios." Y Mrs.
Campbell me dice: "Todo el dinero que estamos recogiendo va a la Asociación para
las Naciones Unidas y las Naciones en Desarrollo, y Mrs. Trendall debería ir a la
Asistencia Pública, si tan pobre es."
"Bueno, vamos a ver, ¿es eso caridad cristiana, es eso ayudar al prójimo? No,
señor. Eso es una falsedad y una crueldad; eso es transformar la caridad en una
fiera. Así que yo voy a casa de Susy y la ayudo con el tractor, y le digo a Mrs.
Campbell que empiece a amar a su prójimo y no busque causas que la hagan
sentirse importante y buena. ¡Buena! ¡Qué hipócrita! Parece que todo el maldito
país está invadido por embusteros e hipócritas ahora, y no por personas buenas y
sensatas como las que yo he conocido siempre, desde que era un crío en la granja
que pertenecía a mi abuelo, y después a mi padre, y ahora a mí. Todos esos
"bienhechores" que vemos por ahí en estos tiempos tienen el corazón más duro
que una piedra y ojos de gatos salvajes. Me hacen sentir náuseas.
La pipa temblaba ahora en su mano.
—Siempre ha habido personas mezquinas que solían ocultarse bajo lo que
llamamos el "manto de la religión", lo que les permitía disimular su mezquindad y
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

avaricia y odio por su prójimo, a la vez que citaban las Escrituras y veían crecer
sus cuentas bancarias. Pero esas mismas personas ya no buscan el manto de la
religión para ocultar su dureza de corazón. Ahora buscan algo que los párrocos
llaman el evangelio social. Pero funciona poco más o menos igual: "Guarda tu
dinero, habla en voz muy alta del amor, consigue convencer al prójimo de que
tienes muy buen corazón y tendrás una maravillosa reputación de hombre bueno."
¡Tiene gracia! Cuando las gentes se escondían bajo el manto de la religión, todos
lo sabíamos y nos reíamos de ellos. Pero ahora no podemos reírnos de esos tipos
del evangelio social. Algunos incluso llegamos a creerles, y eso es sólo parte de la
locura general que hace que me duelan hasta los... bien, ya sabe.
Asintió vigorosa y amargamente. Tenía la extraña sensación de que el hombre
tras la cortina estaba de acuerdo con él.
—Y luego está el gobierno, que no deja de interferir en la vida privada de todos.
En otro tiempo habríamos sacado las armas y arrojado a los hombres del
gobierno de nuestras tierras y habríamos echado mano de la Constitución. Bien,
puedo decir, y me enorgullezco de ello, que jamás acepté uno solo de sus malditos
cheques, aunque me los han ofrecido una y otra vez. Acepta un cheque del
gobierno, y es como si te pusieras una cadena en torno al cuello. No, señor. eso
no es para mí. Yo tengo que pagar la Seguridad Social, o como sea que la llamen,
pero eso es todo; y mientras mis piernas me sostengan y pueda caminar, no
acudiré tampoco a la Seguridad Social; no, señor. Y tal vez ni siquiera entonces.
Yo tengo mi orgullo.
"Lo cual me recuerda el asunto que me trajo aquí, a abusar un poco de su
tiempo.
"En tiempos, cuando yo era muy niño, e incluso hasta hace veinte años, había
dieciocho granjas en torno a la mía. Ahora una sola familia las posee todas, ¡los
Campbell! Piense en eso. Los demás tuvieron vender su tierra a esos malditos y
ambiciosos Campbell, con su moderna granja industrial, y se fueron a vivir a la
ciudad, en una de esas cajas que ellos llaman viviendas del desarrollo. Las
ciudades siempre olieron mal. Y ahora huelen incluso peor. Y el olor no es sólo por
el aire sucio y la polución, sino por sus almas. Babilonia. No hay pecados
auténticos que cualquiera puede comprender, pecados del cuerpo; no, ahora son
pecados del alma, pecados enfermizos, demoledores, que le aterran a uno. Agitó
la cabeza.
—¡Maldita sea si no me alegro de tener setenta y cinco años y haber vivido
cuando el mundo era sólido y auténtico, como una buena cosecha de manzanas,
aunque todo el mundo, en la ciudad y en el campo, tuviera que trabajar diez o
doce horas al día! Todo el mundo habla de esta maravillosa era, pero es lo
mismo que esas funciones que se ven en el teatro: todos simulando y corriendo
de aquí para allá, y suspirando, y haciendo un gran espectáculo con sus sonrisas
y sus miradas, y hablando como imbéciles. ¡Qué ocupados están todos! Trabajan
ocho o nueve horas, incluso en las granjas. Y no tienen tiempo. ¡No tienen
tiempo! No tienen tiempo para hacer visitas a los vecinos, para sentarse en
el pórtico y hablar y observar las luciérnagas en el césped y escuchar el
viento. No. Se van rugiendo en los coches a la ciudad, y vuelven rugiendo, y
están exhaustos, y disponen de radios y televisores ruidosos, y jamás leen nada
en la vida después del colegio, pero, ¡maldición!, actúan como si fueran cultos
cuando sólo son estúpidos que nada saben' en absoluto, ni de ellos, mismos ni
del mundo. Si algo leen son libros sucios, y entonces guiñan un ojo y se sien-ten
muy modernos. ¡Demonios!, todas esas palabras se escribían en la parte
109
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

trasera de los graneros cuando yo era un crío, y alguien te azotaba el... si te


cogía allí. ¿Qué hay de tan moderno en las palabras sucias, de todas formas? Le
diré algo: el mundo está lleno de críos adultos ahora, con sus ropas extrañas, y yo
tengo la impresión de que nunca crecerán.
"Una era maravillosa. La era espacial. Y todo es tan sólido y real como la cara
de payaso que solíamos pintarnos cuando éramos unos niños en la Noche de las
Brujas. Todo el mundo tiene ahora cara de payaso, quizá para ocultar el hecho de
que no tiene una auténtica cara propia. Haciendo muecas, como Beth solía decir,
sin mostrar su carne tostada por el sol. Quizás es que ahora no tienen la piel
tostada por el sol. Todo lo que yo sé es que no tienen ni verdaderos ojos ni
auténticas almas.
"Bueno, a lo que iba. Los Campbell, el padre, tan importante, con su abrigo
sport comprado en Nueva York, sigue viniendo a mi casa y pidiéndome que le
venda mi granja, él, con su enorme granja industrial, como una fábrica. Y yo digo
que no, que no venderé. Y los impuestos sobre mi granja siguen subiendo
constantemente, y ¿sabe qué?, yo creo que es culpa de ese tipo Campbell, el que
tenía un padre honrado con honrada suciedad en sus manos, y no "experto en
agricultura", como los llaman ahora, con televisión en sus "unidades" y con agua
caliente y fría, y con sus coches grandes y brillantes. Quizás eso sea el progreso.
Pero yo le llamo apartarse de Dios y de la tierra, e ignorar lo que uno tiene que
hacer. Si eso les hiciera felices, no me importaría. Pero, como dije, todo eso les
hace miserables y mezquinos, con corazones como manzanas secas de las que se
encuentran en el fondo de los barriles en primavera. Sin zumo. Sin gusto. Sólo piel
seca y semillas secas. Ni siquiera sirven para los cerdos.
"A veces contemplo mis vacas, mis caballos y perros, y salgo a pasear por mis
campos y veo las mofetas y las ardillas y pájaros y les digo: Vosotros sois reales.
Sois lo que sois. Sois vaca, o caballo, o perro, o lo que seáis. No tratáis de ser lo
que no sois. Tenéis vuestra naturaleza y no engañáis a nadie. Y, en cierto modo,
eso eleva mi corazón, y entonces vuelvo a mi casa y siento que al menos allí las
cosas son lo que son y no actúan. Son como Dios quiso que fueran: honradas,
sólidas, buenas.
"Bien, Beth y yo teníamos sólo un chico, Al. Le enviamos a la escuela de
agricultura. Pero a él no le gustaba eso. Quería ser abogado, en la ciudad. No quería
saber nada de granjas ni de trabajos pesados, dijo. Quería ganar mucho dinero,
aunque fuese ese dinero falso de estos tiempos. Bien, era el único que teníamos y
queríamos hacerle feliz, si él deseaba vivir en la ciudad. De modo que ahora ya es
abogado en una gran ciudad, a ochocientos kilómetros de casa, y trabaja mucho, y
tiene su úlcera y tres críos llorones y tan infelices como los demás a pesar de
todas sus ventajas. Puedo asegurárselo. A veces vienen a la granja en verano. Las
chicas se sientan por allí y se quejan de aburrimiento, luego se arreglan y se van
corriendo a la ciudad, todas maquilladas, y eso que aún son pequeñas, una de
trece años y otra de dieciséis. Pero Roger es distinto. A él le gusta la granja; es
como si se serenara allí. Su rostro pierde ese extraño aire de inquietud que tiene y
camina lentamente, sin correr, como hace cuando llega. Y el último verano
recogió la cosecha por mí, y no le importó llenarse de sudor y polvo.
"Bien, tuve que pedir prestado dinero a Al el año pasado para pagar los
enormes impuestos a que me forzaron los Campbell para obligarme a dejar la
tierra. Y Al, que es un buen chico, ¿sabe?, y tiene una esposa encantadora, aunque
sea de la ciudad, me dijo: "Papá, vende la granja a buen precio y vente a vivir
con nosotros. Nosotros te queremos, y te haríamos feliz." ¡Feliz! Y aún dijo más:
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"Papá, yo soy todo lo que tú tienes desde que mamá murió, ¿por qué quieres vivir
ahí completamente solo, cuando tienes una fami- Lo peor de todo es que yo sé
que dicen la verdad. Me quieren, y a mí me gusta verlos cuando vienen, y es casi
como en los viejos tiempos. Pero no me gusta su maldita ciudad, con los coches
corriendo de acá para allá y sin un pedazo de tierra en que poner el pie.

Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era caprichosa.
Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente solía reírse de él.. No
me importa. La cuestión es que la presión de los impuestos es cada vez mayor y
quizá pierda mi granja. Al dice que me enviará el dinero para completar! lo que
no puedo pagar, pero no me gusta aceptarlo, aunque Al recuerda bien lo de
honrar padre y madre, seguro que sí. Siempre lo tiene presente. ¿Qué cree
usted? ¿Cree que debo vender y venirme a la ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que sólo sería
su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que el hombre tras
la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no soy
importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que conocí en
mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui demasiado a la
escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un infierno llegar hasta
ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis y siete años. Me levantaba
al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que ardía en verano y estaba helado
todo el invierno, y me acostaba en cuanto se ponía el sol y las vacas estaban
seguras en el establo y los cerdos y gallinas habían comido ya. Y me dormía como
un tronco, como si estuviera muerto. Y arriba otra vez, al trabajo, y luego
corriendo a la escuela, y luego corriendo a casa para hacer algo más. Quizás Al
tenga razón después de todo. No tuve la oportunidad de ser nada más que un
estúpido granjero en una granja que va no rinde, con los impuestos y las
restricciones del gobierno. No acepto sus cheques, pero ellos vienen amenazando y
diciéndome lo que puedo o no puedo cultivar. ¿Es que ya no es éste un país libre?
No, no lo es. Pero a muchos granjeros les gusta. Tienen seguridad, dicen. Seguridad
contra los años de mala cosecha, en los que hay que apretarse el cinturón.
Seguridad, dicen, contra los caprichos del tiempo, en los años buenos y malos.
Seguridad para comprarse coches y correr a la ciudad, a los bares y cines, y
comprarse televisores y llevar trajes de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo permitirme
contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo todo yo mismo. Y
aquello está horriblemente solitario por la noche y los domingos. No hay vecinos
con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya, recuerdo la época en que conocí a
Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su tierra.
Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para hacerlo todo.

111
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe de
Adán. (N. del T.)

Ya estaba levantada antes de amanecer dando de comer a las gallinas y


cerdos y ordeñando las vacas, y luego se ocupaba del desayuno de los ocho
chicos, y después trabajaba en la huerta la mayor parte del día y hacía conservas,
y tejía y cosía trajes, y luego daba de comer de nuevo al ganado, y aún tenía
tiempo para leer un poco la Biblia en su sala, rezar las oraciones, y al fin irse a la
cama Para disponerse a comenzar de nuevo al día siguiente. Y aún tenía tiempo de
trabajar en la Asociación de Señoras en la Iglesia, y en las cenas de la iglesia, y para
organizar tómbolas y ayudar a los vecinos que tenían niños pequeños, y limpiar la
gran casa y cuidar de todos sus hijos, y hacer mantequilla y recoger huevos y
leche para el mercado, y actuar de comadrona hubiera nieve o hielo en invierno, y
leer todos los libros que caían en sus manos o los que su marido le traía de la
ciudad cada semana. Todo el tiempo del mundo. La tranquila y serena Erna
Zimmer, con su rostro sonrosado y su amable risa. Todo el tiempo del mundo, al
contrario que la frenética Mrs. Campbell, con su tensión alta y sus causas vacías.
Y los muchachos Zimmer, grandes y sonrosados como sus padres. Su propia
madre solía envidiar aquellos hijos, pues él, Adam Faith, era hijo único. Bueno, los
Zimmer tenían una prima, Beth Steigel, que les visitó un verano. Venía del oeste,
de muy lejos, y era una chica que deseaba ser maestra de escuela. Se había
graduado en la escuela de magisterio, y era alta y de rostro alegre, con una mata
de cabello rubio como el oro, y un amplio seno, manos fuertes tostadas por el sol
y una boca como una manzana roja. Y grandes ojos azules también, azules como un
lago. Todos los jóvenes de alrededor se enamoraron de ella al instante y quisieron
casarse con ella inmediatamente.
Los Zimmer dieron una gran fiesta en su honor, invitando a docenas de
personas de muchos kilómetros alrededor, y Mrs. Zimmer y sus hijos guisaron
diez jamones, lomos de vaca, innumerables tartas, enormes cazuelas de patatas, y
zumos de frutas, sauer-kraut y salsa de coles y cazos de sopa, y pan caliente, y
litros y litros de café. Todo se colocó fuera, bajo el olmo gigante, en la pradera,
sobre la hierba y en mesas de madera, con auténticos manteles de lino, y no? de
papel como en estos tiempos, y un gran barril de cerveza fresca para los hombres.
Y todos los encurtidos y escabeches, y todas las tartas de cereza, olían a cielo, y
los jamones brillaban, acompañados de miel. Los niños corrían y gritaban. Luego
alguien empezó a tocar la guitarra y a cantar muy bajito, y el sol fue cayendo a
través de los árboles, en rayos de rápida y brillante luz, y el suave viento de
verano empezó a reír entre las hojas, y las colinas azules más allá parecían
curvarse como terciopelo contra el caluroso cielo, con el río brillando en la distancia.
Incluso los pájaros parecían excitados, cantaban como locos y volaban por todas
partes, y las vacas se tumbaban a observar en los verdes campos. No había más
sonido que la risa y las charlas de la gente, y el viento en los árboles y el
alboroto de los niños y el sonido de los platos. Era como un cielo. Era una paz que
no era realmente quietud. Era una paz viva...
—Me enamoré de Beth en el momento en que la vi —dijo Adam Faith. Todo su
rostro era ahora una sonrisa, su rostro curtido y marcado por los años, por el

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

trabajo y el sol—. Y ella se enamoró de mí. Nos casamos para la época de la


cosecha.
La pequeña iglesia del campo, blanca y brillante como la luna en el calor del
verano. Acudió todo el mundo, de muchos kilómetros alrededor, cientos de ellos,
vestidos con sus mejores trajes de almacén, los hombres con corbatas en torno al
cuello, tostados por el sol, las mujeres con volantes y velos, todos de alegres
colores, y los niños con zapatos brillantes y el pelo bien peinado. Todo gente de
las granjas, que olía a dulce heno y a tomillo. Dejaron los caballos a la sombra de
los árboles, en torno a la iglesia, inclinadas las cabezas y agitando las colas. Y las
campanitas sonaron en el campanario, y el coro entonó:

"¡Santo, Santo, Santo,


Dios Todopoderoso!
¡A primera hora de la mañana se alzará a Ti
¡Santo, Santo, Santo, [nuestro canto!
Poderoso y Misericordioso
Dios en Tres Personas. Bendita Trinidad!"

Daba el sol en los tejaditos del pequeño pueblo, se reflejaba en las ventanas y
hacía que las vidrieras de la iglesia lucieran como arco iris. Y la gente, en pie,
cantaba con todo su corazón mientras él y su padre esperaban en el atrio. El
párroco se detuvo un momento estirándose la chaqueta, y algunos hombres le
ayudaron a colocarse bien la corbata, a la sombra púrpura de la iglesia y con el
aroma de la hierba cercana. Y él, Adam, sudaba bajo su grueso traje negro de lana, y
le dolían los pies a causa de las botas nuevas, y aún sentía en el cuello el picor del
reciente corte de pelo. Y el corazón le latía como la lluvia de verano sobre un
tejado... Escuchaba los cantos del pueblo, y el laborioso latir del viejo órgano, y no
sabía si estaba asustado o no, y se preguntaba cómo se sentiría Beth.
El párroco entró en la iglesia y, cuando las puertas se abrieron, el sonido del
canto se convirtió en un estallido de gozo, las voces de la fe, de la gloria y la alegría.
Luego Adam escuchó una nota diferente en la iglesia. Un silencio, un silencio
impresionante. Y de pronto comenzó la música de nuevo, la marcha nupcial, un
poco vacilante todavía, y su padre, soltando una carcajada, le cogió el brazo y se
lo llevó a toda prisa al altar que estaba cubierto de crisantemos y helechos. Todos
los hombres entraron en tropel tras él y se apresuraron a colocarse en los bancos
de madera, recientemente barnizados y aún algo pegajosos, y hubo un estruendo
de abanicos entre la congregación, rostros alegres que le miraban con afecto, todos
tostados por el sol. Los niños observaban también. Y en el instante en que la
marcha nupcial sonaba al fin con toda fuerza entró Beth por el pasillo central
con su tío Zimmer, ya que ella era huérfana, envuelta en flotante blancura, un traje
encantador que ella misma se hiciera, y con el velo de encaje de su madre sobre el
rostro. La hermosa Beth, tan fuerte y noble como la tierra. Al contemplarla le
pareció a Adam que su propio cuerpo se expandía, crecía, se fortalecía, y que el
corazón no le cabía en el pecho, y deseó llorar.
Luego estuvo Beth junto a él, su mano cálida en la suya, los ojos mirándole
brillantes a través del velo, y la aureola de sus dorados cabellos enmarcándole el
sonrosado rostro. Tuvo la impresión de que las mujeres lloraban y sonreían, y que
los hombres reían, pero sólo se daba cuenta realmente de Beth y del guiño azul de
sus ojos.

113
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Queridos hermanos —empezó el párroco—, nos hemos reunido aquí hoy...


Reunidos allí con el corazón auténticamente lleno de amor y de ansiosos deseos
de felicidad y de regocijo, y de placer sencillo y fraternal. Vecinos en los que un
hombre podía confiar para hallar consuelo, ayuda, trabajo, una mano firme,
palabras de aliento, amabilidad, fortaleza, esperanza y sinceras plegarias. Saber
esto era como vivir en una ciudad fortificada, una ciudad amurallada; era tener la
sensación de auténtica seguridad, de seguridad contra las tormentas, el dolor y el
terror de la noche, y una fuerza familiar mezcla de fe en Dios y fe en la buena
tierra, y afecto y promesa, y aceptación varonil, y aceptación femenina.
Besó a Beth a través del velo, ya que la dama de honor fue un poco lenta en
levantarlo, y aún le parecía recordar el sabor de aquel encaje almidonado y sus
labios cálidos como el sol y dulces como la fruta, la mano de Beth en su hombro
y la visión del azul de sus ojos a través del velo, y su silenciosa promesa de que
nunca le abandonaría, y que era suya, y que él era suyo como un árbol pertenece
a la tierra en invierno e.n verano, y bajo todas las tormentas y rayos, y aun bajo la
nieve.
 Ahora ya no hay bodas así —dijo Adam Faith al hombre tras la cortina—. Lo
sé. He visto veinte o s en los últimos años. ¿Qué se prometen ahora mutuamente?
¿Trabajo, valor y fuerza, un trabajo común? ¡No! El hombre promete irse
corriendo a un despacho y ganar dinero. La mujer promete mantenerse bonita y
conservar la figura. Se prometen coches nuevos y una lavadora nueva, y muchos
electrodomésticos y vacaciones. Ya no se prometen mutuamente fe en Dios y en sí
mismo, y ayuda en el dolor. No, ahora ya no. Y era maravilloso entonces.
Sonrió mirando a la cortina, que pareció temblar a través de la neblina que
cubría sus ojos.
—Era bueno. Lo recuerdo.
Nació el joven Albert cuando la nieve llegaba a la altura de las ventanas, la peor
nevada que él podía recordar. A través de la tormenta fue a buscar a Mrs. Zimmer,
que se vino valientemente tras él con su hija mayor, ya casada, y con dos hijos
más que llevaban cestos de comida caliente y telas limpias y abrigadas. Al cabo
de una hora Beth daba a luz a su hijo, y pronto estuvo incorporada en la cama y
riendo con todos. Recordaba todo el jaleo en la cocina y la fragancia de nuevos
troncos de manzano en el fuego, mientras la tormenta azotaba las ventanas y las
hacía temblar, y él, Adam, abría el barril de cerveza que se había reservado para
esta ocasión, cuando llegaron los hombres que llamaron briosamente a la puerta
de la granja con más regalos y con las esposas que se sacudían la nieve de las
toquitas y abrigos. Era toda una celebración, pues había nacido un hombre de, y
para, la tierra. El mismo hielo de los cristales brillaba y relucía como si también él
fuera feliz. Beth se sentó en el gran lecho de postes, con su hijo en brazos, y el
primer beso fue para su marido y el segundo para el niño, y luego gritó a las
mujeres de la cocina que sacaran el pan que había hecho hoy mismo, de debajo del
mostrador de la bomba de agua, y la tarta de manzanas que estaba en la
fresquera.
—Era magnífico. Lo recuerdo... —repitió el aho-
ra viejo Adam Faith, pasándose la mano por el espeso cabello blanco y
sonriendo tiernamente.
También fue una ocasión de regocijo para toda la comunidad cuando bautizaron
al pequeño Albert Faith, pues todos respetaban al padre como buen granjero que
amaba la tierra, y todos querían a Beth, tan erguida y firme, y de voz tan suave y

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

amable. Regalaron al recién nacido una magnífica vaquilla y un joven ternero que
iniciaron una buena casta, y muchos otros regalos más, dados con alegría y con
gozo recibidos.
—Eso fue antes de la guerra, mucho antes de que entráramos en ella, en la
primera, quiero decir —dijo Adam a la cortina azul sobre la alcoba—. Una época
maravillosa, llena de paz. No había dictadores ni luchas, ni asesinos en el
gobierno, entonces. Vaya, había libertad en el mundo para todos; excepto en
Rusia, donde estaba el zar, y en algunos lugares de las selvas de África. Auténtica
libertad, en la que nadie molestaba a un hombre honrado y temeroso de Dios con
formularios del gobierno, y cada uno se ocupaba de sus propios asuntos,
trabajando toda una jornada de honrada labor y educando a sus hijos para que
fueran hombres y mujeres decentes que amaran a su país y a su Dios, y fueran
a la iglesia los domingos y se cuidaran del prójimo cuando éste estuviera enfermo,
o no pudiera trabajar, o cuando daba a luz, o cuando tenía hambre. No había
bandas juveniles, ni chicas que se metían en líos, ni asistentes sociales corriendo
de un lado a otro y metiendo las narices en los asuntos de los demás, excepto
en los suyos propios. Y no había lucha en las calles. La mujer que trabajaba de
firme en la huerta y en la casa era la que tenía los derechos de que tanto se oye
hablar estos días, y el hombre que se cuidaba de la tierra como nadie y cultivaba
el mejor ganado... era el que la comunidad admiraba. No se oía decir con
demasiada frecuencia que un hombre se diera a la bebida, o que una mujer se
echara a la calle en aquellos tiempos. Estábamos condenadamente ocupados
viviendo y disfrutando de la vida. Y trabajando, como Dios quiso que hombres y
mujeres trabajaran, bajo la limpia luz del sol y la lluvia. Sí, era un mundo libre
entonces, un mundo realmente libre, y no una sociedad acosada por todas
partes con ruidosos burócratas y gente que reparte dinero a costa del público.
Un hombre podía pasear erguido y orgulloso por sus acres de tierra, e incluso por
las calles, y sentirse seguro, y eso es algo que uno ya no puede sentirse en estos
días... seguro.
Suspiró.
—Me da la impresión de que el mundo está ahora lleno de llorones. Todos
tienen miedo de todo, a pesar de sus grandes sueldos y sus coches, y las casas
hipotecadas, y las cocinas llenas de brillantes estupideces. Viven en perpetuo
terror mortal, saltando al menor sonido y leyendo con miedo las noticias del
periódico. ¿De qué tienen miedo? ¿De morir? ¿Es que nadie les ha dicho jamás
que la muerte es tan natural como la vida, y que todas sus vitaminas y sanas
comidas, como ellos dicen, no los mantendrán vivos más tiempo del que
estuvieron sus padres o sus abuelos? Y si es que les mantienen vivos... ¿para qué,
de todas formas? ¿De qué sirven al mundo si son unos gallinas, como los críos
solían llamar a los cobardes? ¡Vaya, si ni siquiera son ya hombres libres! No
libres como nosotros.
De nada servía negarlo: la vida era muy dura en la granja, pero era una
dureza auténtica y maravillosa, I pues estaba relacionada con el viento y la
nieve, la tempestad y las inundaciones, las sequías y las tormentas.
—Recuerdo cuando se desbordó el río —dijo al hombre que le escuchaba—.
Muchos de nosotros quedamos arruinados, pues se llevó el trigo del invierno y
mató mucho ganado y llenó de barro los graneros y casas. Pero nos reunimos
todos y lo construimos todo de nuevo. Se podían oír martillos y sierras en muchos
kilómetros, mientras los hombres trabajaban al sol y las mujeres traían cestos de
comida y jarras de leche fresca, y hasta los pequeñines colaboraban como todos los
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

demás eligiendo clavos y trayendo agua. ¡Todo, quedó nuevo tras la tormenta y la
inundación! El río había arrojado tierra buena y fértil sobre los campos, y nunca
tuvimos cosechas como las de aquel año. Fue como una renovación. Recuerdo. Fue
bueno...
Luego se rió secamente.
—Ahora ya no se ven personas como aquéllas. Sólo gentes falsas. El verano
pasado mi nieto Roger, aquel de que le hablé, vino a quedarse dos meses
conmigo y lo pasamos estupendamente bien. Roger levantó uno de esos puestos
en la carretera y vendimos melones y zumo de fruta y mazorcas de maíz y leche
fresca, y algunas tartas que hizo Mrs. Trendall para vender, tartas muy buenas,
como las de mi Beth. Y pan de verdad. Les pusimos buen precio y lo vendimos
todo. Ella necesitaba el dinero.
"Bien, señor, pues un día aparece uno de esos grandes remolques con una
mujer con tacones altos y una gran mata de pelo ahuecado sobre la cabeza y
una falda corta y estrecha que era un escándalo, con dos chicos gruesos y
mayores que Roger y un marido asustado. "De paseo por el campo", dice ella, con
esa voz dura y descarada que las mujeres tienen en estos tiempos, y con esa
mirada dura y ambiciosa que se gastan, los ojos además todo pintados... Y señala
la leche y pregunta: "¿Es de una vaquería?"
—Bueno. La pregunta me deja desconcertado. ¿De dónde demonios se puede
sacar leche más que de una vaca en una vaquería? Pero ésos de la ciudad... Y va
Roger y le dice, suave como ]a seda: "Señora, está pasteurizada, naturalmente."
Pero ella dice, agitando mucho las manos: "No es eso lo que yo pregunto. ¿Es de
una vaquería?" Yo me rascaba la cabeza atónito, pero Roger estaba tan serio
como un párroco. Entonces dice: "No, señora. La han hecho en una fábrica." Y
entonces ella asiente como si lo supiera todo y grita: "¡Eso es lo que me figuré! No
podéis tomarla, chicos."
"Antes de que yo pudiera decir nada empieza a tocar los melones y a preguntar
si están limpios, y Roger le contesta, tan serio como un párroco: "Pues no, señora,
no tuvieron que ir al lavabo hoy." ¡Y aquí fue cuando oímos por primera vez al
marido asustado! Estalló en una carcajada, cacareando como una gallina, y su
mujer se enfadó con Roger y todos ellos se metieron en el remolque y salieron
zumbando.
"¡Qué gente más estúpida! Ni siquiera saben dónde o cómo crece la comida,
quizá creen que la hacen en las fábricas o sobre los rascacielos. Ni siquiera se
preocupan de dónde viene el agua, esa preciosa agua que mantiene sus indignos
cuerpos limpios y vivos. Creen que sale simplemente de los grifos, y no de las
corrientes, ríos y lagos, ahora todo polucionada con la suciedad de la gente y de
las fábricas, hasta el punto de que es peligroso bebería; no como la de mi pozo,
pura como un diamante.
"Cuando yo era pequeño, la mitad de la gente o más vivía en la tierra, e
incluso los de la ciudad estaban próximos a campos, bosques, ríos y lagos, y
podían salir a pasear sobre su verdor, y oler la buena tierra. Pero ahora apenas
nadie vive en la tierra, ahora todo son granjas combinadas, como fábricas, con tan
poca vida auténtica en ellas como en una lata de conservas. Granjas combinadas,
como la que tienen los Campbell. Quizá sea eficiente. Quizá sea cierto que nosotros
no podríamos seguir alimentando al país con nuestras granjas familiares. ¡Pero no
lo creo! ¡Claro que podríamos!
"De todas formas, ¿qué saben las gentes de la ciudad en estos tiempos sobre el
campo y la tierra? Nada. La mayoría de ellos jamás han visto una vaca. Una
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

mujer de la ciudad, que nos compró algo en el puesto junto la carretera, saltó
auténticamente asustada cuando vio a la vieja "Betsy", nuestra mejor vaca, y
me preguntó si estaba domesticada, y yo le dije, siguiendo a Roger, que no, que
era antropófaga, y la muy estúpida chilló como la sirena de una fábrica y se metió
en el coche como una ardilla. ]Y lo menos pesaba ciento cincuenta kilos! Se lo digo,
párroco, la gente que no conoce la tierra es peligrosa, gente mala, gente falsa,
siempre dispuesta a chillar, a asustarse y a correr como esos animales de los que
se oye hablar, lo leí en el Reader's Digest, que cada año emigran de Europa y se
arrojan al mar y se ahogan.
"Una vez oí esta historia: un científico le pregunta a uno de ellos por qué hacen
esto, y él le contesta: "Bien, señor, nosotros nos preguntamos por qué no lo hace
la raza humana." ¡Pues ya lo creo que tenía razón!
"Bien, de una cosa me alegro. Yo viví mi vida en un mundo de personas reales,
no falsas, con corazones de goma y cabezas de papel y bocas ruidosas, en vez de
sentido común. Viví mi vida en un tiempo de paz y buenos vecinos, de amor y
afecto, de duro trabajo a la luz de la chimenea y las lámparas, con el olor de las
manzanas que se guisaban en grandes vasijas de cobre bajo los robles, y el sonido
de las campanas de la iglesia resonando sobre las colinas, y el rumor del río en
verano, cantando para sí, y el estruendo del viento que arrastra a lo alto las
nubes del invierno. Viví mi vida con una buena esposa a mi lado, con el olor de
su buen pan cociéndose en el horno, oyendo sus plegarias e himnos por la mañana
y sus risas al ver a los chiquillos que jugaban en los campos. Viví mi vida con Dios y
la tierra, con raíces vivas en mis manos, y con el trigo verde en invierno, cuando
las nieves se derretían, y los campos llenos de flores y de abejas en primavera.
Viví mi vida con la vida y la muerte, y era todo tan real y auténtico como un
tazón de bue na leche. Y tan dulce como ella, y tan vivificadora.
"¿Sabe una cosa, párroco? Jesús sabía todo lo de la tierra? ¿Recuerda sus
historias sobre el sembrador y la semilla, y los lirios del campo, y las viñas y
olivos, y la higuera, y las colinas, y las aguas? Era un campesino como yo. Nos
hablaba en nuestro lenguaje! Nosotros le amábamos en el campo. Se necesitó una
ciudad para matarle. ¿Qué saben ellos sobre la vida, de Él, que fue la Vida? Nada.
¿Cómo iban a entenderle, a Él y a sus caminos? No podían. Esas gente siempre
matan la vida. Por eso son tan condenadamente peligrosos, con esas fulanas muy
listas que ellos llaman mujeres modernas, y sus estúpidos hijos llenos de pecado, y
sus hombres asustados. Quizás el gobierno tenga que vigilarlos en verdad.
Cualquier granjero podría decirle que una vaca asustada es una bestia muy
peligrosa, peor que cualquier toro o que una serpiente venenosa. Porque tiene que
matar, una vez está asustada. Como le ocurre a la mayoría de la gente. Están tan
asustados que casi siempre pierden la cabeza. Así que quizás el gobierno tenga que
vigilarlos constantemente, al modo que se vigila a los locos que se han escapado
del manicomio.
Agitó la cabeza una y otra vez.
—Pero no era así hace cincuenta años. Era bueno, recuerdo... Un hombre era
valiente de mente y de cuerpo. Siempre lo era, incluso en las ciudades, a la vista
de la hierba y los árboles.
"Bien, ni siquiera la muerte era tan terrible cuando yo era joven. Ahora le
llaman irse, en su estúpida charla, en su medroso modo de hablar, porque no son
capaces de enfrentarse con la verdad y definirla con palabras valientes. Nosotros
enterrábamos a nuestros muertos junto a sus padres y abuelos, bajo los árboles,
tras la iglesia, y sabíamos de corazón que no estaban perdidos para nosotros. Lo
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sabíamos con toda seriedad. gu amor estaba junto a nosotros para siempre, y un
día veríamos sus rostros de nuevo y habría un gran gozo en la Ciudad Dorada. Lo
sabíamos con toda seguridad. E íbamos a las tumbas con las flores que crecían en
nuestros propios jardines, grandes rosas rojas, calientes del sol, y puñados de
margaritas, y heliotropo, y lirios del valle, y ramas de manzano. Nos sentábamos
junto a las tumbas y hablábamos a nuestros muertos con el sol, y el Eterno Amor,
sobre nosotros. Las tumbas eran nuestros hogares, lo mismo que nuestras sólidas
casas; ambos nos abrigaban de la tormenta. ¡Oh, claro que llorábamos! Era una
despedida, y una despedida que duraría toda una vida. Pero no para siempre.
Todas las cosas nacen, florecen y dan fruto, y luego se mueren. Un campesino lo
sabe. Es natural, aunque sea triste. Llorábamos. Pero nos rodeaban los fuertes
brazos de nuestros vecinos, y ellos lloraban también, y uno se sentía confortado
pues sabía con seguridad que era amado, y que los muertos eran amados
también, y serían recordados siempre.
"Así ocurrió conmigo cuando Beth murió repentinamente hace diez
años, apenas entre una respiración y otra. Pero me sonrió cuando yo la
cogí y me besó, y luego se durmió como un bebé en brazos de su padre, en
paz. Hasta que Beth murió no empecé yo a mirar las cosas que me
rodeaban y a ver este nuevo mundo en lo que era, y casi morí yo también,
enfermo de corazón y alma.
Inspiró profundamente y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Es curioso. Nunca vi en qué lugar terrible se había convertido el mundo
hasta que Beth murió. Ella era como un tronco de árbol que oculta la vista de un
animal salvaje. Pero entonces lo vi. Sí, señor, rne enfermó, de corazón y alma. No
podría decírselo a Al, él no me entendería. Ahora bien, Al es un buen chico, un
hombre. Ahora tiene cincuenta y dos años y es lo que llaman un hombre de éxito,
y siempre amó a sus padres, y aún me ama, pero no me entendería. Algunos
veces dice que la vida es una carrera de ratas, y supongo que recuerda la granja,
pero realmente nunca la quiso demasiado y por eso no intentamos sujetarle a la
tierra. Parece más viejo a los cincuenta y dos años de lo que parecía mi padre a
los ochenta, y hay en sus ojos una expresión más vieja que la muerte.
"Y lo mismo ocurre con su esposa, una magnífica mujer, con el aspecto elegante
de las de la ciudad. Me dicen que se sienten atrapados. Bien, ¿por qué no se salen
de la cárcel? Que dejen su segunda casa en la costa, y los tres coches que tienen,
y la gran casa de la ciudad, y la criada, y sus clubs campestres. Que hagan menos,
y que vivan con menos. Pero Clara, ése es su nombre, dice: "No sería justo para los
niños. Los niños necesitan y merecen todas las ventajas que podamos darles."
"Bien, pues me gustaría saber —siguió Adam Faith, con su rostro moreno
ardiendo de exasperación y dolor— qué es lo que los niños necesitan, aparte del
amor de sus padres y de saber hacer una buena jornada de trabajo y sentir
respeto por sí mismos y temor de Dios. Y aprender a odiar el pecado y las deudas.
¿Qué necesitan con sus clubs campestres y sus colegios privados, si tienen
buenos colegios con la clase de maestra que era Beth, que sabía meter la
disciplina a los críos y enseñarles y mantenerlos en orden? ¿Para qué necesitan los
coches, y tantos? ¿Qué les pasa a sus piernas? ¡Oh!, podría hablar de eso horas y
horas, de los chicos que tienen ahora, con aire cansado, con aire mezquino,
ambicioso... Niñas vestidas como fulanas callejeras, niños con pantalones largos.
Viejos antes de ser jóvenes. Pero claro, es que no son jóvenes en absoluto ninguno
de ellos. Y sus madres dicen con la cabe-cita inclinada a un lado y una dulce
sonrisa: "Bien, los niños de estos tiempos..." Pero ¿quién ha hecho estos
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

tiempos? Eso es lo que me gustaría saber. ¡Fueron los padres! Y es un negro pecado
en sus almas, este mundo feo, vacío, de piedra, sin vida, lleno de ruido y temor.
Se rió un poco.
—Ahora bien, yo recuerdo cómo era cuando yo era joven. Era maravilloso.
Nadar en agua fría en la primavera, cuando el río era tan verde como la hierba,
corriendo alegre sobre su cauce. Ver salir el sol como una bola de fuego en el
borde de la pradera, como aquel ejército con banderas de que la Biblia nos habla.
Oír el silencio. Y ver ponerse el sol sobre las colinas del oeste, que parecían
encendidas, todo negro abajo, y la tierra callada y en sombras. Recoger las
nueces en otoño, con el aire dorado, humeante, lleno de especias junto a la casa
donde mi padre hacía salsa de tomate. Recorrer las colinas en trineo en invierno,
todo blanco y negro, y brillante como el acero...
Miró la cortina azul con ojos maravillados.
—Sí, lo recuerdo. Era algo espléndido. Usted me hace pensar en todo aquello,
párroco, sólo por el hecho de oírme. Me hace recordar un poema que Beth me
leyó la noche antes de morirse. Ella siempre estaba leyendo poesías. No recuerdo
mucho de él, sólo el final:

«¡He tenido mi mundo, como en mis tiempos!»

"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso significa
que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo amé, en todos
sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el dolor y la sequía, y el duro
trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo, como en mis tiempos." Lo tuve, y un
mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo y satisfacciones. El mundo no me debe
nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio todo, un cuerpo fuerte, el amor, unos
extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un hijo magnífico...
aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición. Intentaba
decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que estaba
completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como una labor
cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo, amarillo, verde,
blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que no podrían explicarse,
algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda una vida, reunida y siempre
útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor tenía una historia que contar, y un
lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a usted,
quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve una vida
maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con la que yo tuve?
Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le digo que me siento
avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice, como si el hombre no
estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos en los lugares adecuados, y
los huesos también, y los hombros firmes y fuertes. Debería pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió, y mi
padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el infierno o la
inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un obrero. Últimamente
no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y eso es por la edad. Mi abuelo
vivió hasta los noventa y seis, y todos los días en el campo hasta la hora de su

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

muerte. Sólo fue que me desanimé y empecé a pensar que Al tenía razón, y que
yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para mi
nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que yo. Y mi
granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con la muerte y el
terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo que va a suceder, y
quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será un lugar seguro al que ir a
ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No importa lo que el hombre haga, la tierra
permanece. Puede ser quemada y destrozada... pero vive, y luego es verde de
nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el mundo
para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante con la ayuda
de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la otra habitación:
"Todo lo puedo en Aquel que me conforta."
Adam Faith se puso en pie, medio sonriendo, medio llorando, e inclinó la
cabeza:
—Sí, es cierto. Hallaré un camino. Conservaré la tierra para el día de la
abominación, de la desolación, como dijo el profeta hace mucho tiempo.
"En estos tiempos un hombre ha de tener un auténtico refugio al que
dirigirse, al que correr, y no será en una ciudad, ni en unas viviendas del
desarrollo, ni en un gran edificio de cristal del gobierno. Será en las granjas en el
campo, bajo los árboles. Tiene que ser en un lugar honrado ante Dios, donde los
hombres Puedan aprender a vivir de nuevo como Dios y la naturaleza quisieron que
vivieran, y no como esos vegetales sintéticos que cultivan en laboratorios y en
agua artificialmente fertilizada. Cuando ese día llegue, no será una retirada. Será
un regreso. A donde el hombre debe vivir.
Recogió su sombrero del suelo, junto al gran sillón de mármol, y alzó vacilante
la mano, sonriendo hacia la cortina azul.
—Ojalá, párroco, pudiese hacer algo especial por usted, que ha sido tan paciente
y me ha escuchado tanto rato, y me ha mostrado exactamente lo que tengo que
hacer, y me ha hecho recordar todas las cosas maravillosas que había olvidado.
Pero supongo que usted tiene todo lo que quiere. Lo que yo pudiera darle, no sería
nada. Pero usted me ha devuelto mi mundo real, y el sol y los campos de nuevo y
toda la esperanza que siempre tuve. Párroco, todo lo que puedo decir es: Dios le
bendiga.
No tocó el botón que le hubiera revelado al hombre que escuchaba, pues no
había leído la inscripción sobre él, ya que no se había acercado a la cortina.
Tímidamente inclinó la cabeza en despedida, luego se enderezó, tan erguido como
un joven, y dejó la habitación.

120
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA NOVENA

EL HOMBRE MÁS RICO DE LA CIUDAD

«Tú dices: Soy rico, me he enriquecido.


y de nada tengo necesidad;
y no sabes que eres un desdichado,
un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo.*

Apocalipsis 3, 17.

ALMA NOVENA

Era ridículo, por supuesto, el que él estuviera allí. No podía comprender qué
le había traído a este absurdo... ¿cómo lo llamada el proletariado?... santuario.
Ése era el nombre que se hiciera tan popular en estos últimos años: santuario.
El hombre tenía ya bastantes santuarios a lo largo de toda su vida, agradables,
cómodos y, al final, la tumba. Primero una cuna encantadora y blanda; y la
transición de la cuna a la cómoda tumba, sobre un colchón de muelles, cortesía de
los enterradores de lujo, apenas era perceptible; no había apenas diferencia. De
la nada a la nada, con la intensa fiebre de la vida en medio, si es que la vida en
estos tiempos tenía algo de fiebre intensa en alguna ocasión, o la había tenido
alguna vez, aparte raros ejemplos en las historias o en las novelas. Del sueño al
sueño, sin más que unas ilusiones agradables y algunas actividades en medio,

121
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

pero nada que turbara a un hombre bien educado, cuyos padres y abuelos
habían tenido la amabilidad de ganar una fortuna para él.
Aun cuando uno fuera comparativamente pobre, especialmente en esta época
de opulencia, lo grato de la vida difería sólo en grados. Uno lo tenía todo
asegurado, de todo se cuidaban por él, y todo era gozo y alegría... excepto la
muerte, desde luego; pero, después de todo, no resultaba tan poco deseable, ya
que sólo era otro cómodo sueño más.
Lo bastante para que un hombre deseara matarse.
El, John Service, había estado pensando seriamente en ello durante seis
meses. ¿O más tiempo? No podía recordarlo. Estaba aburrido, mortalmente
aburrido de tantas cosas gratas, de la comodidad, la risa, la riqueza, los
cocktails, las oficinas, los hijos bien establecidos ya, los nietos gorditos y
sonrosados, la casa de verano, los inviernos en Florida o en el Caribe, o en
algún lugar lejano y exótico de México o de América Central, o París, o Londres, o
Madrid, o Mallorca. El mundo era realmente pequeño. Al final ya no quedaban
lugares que visitar y explorar. Además, el mundo entero se había hecho
americanizado y estéril, y sanitario, y envuelto en celofán, con excelentes cuartos
de baño, rápidos jet, comidas de gourmet y amables azafatas. Dulce y
encantador. Mientras esperaba en la serena habitación, John Service tarareaba
aquella antigua y popular canción de su juventud. Pero ahora no resonaba
alegremente en su cerebro, sino con una especie de horror y terror, burlona,
como un estribillo demoníaco, un estribillo del mismo pozo negro del infierno.
Dulce y encantador. Epitafio excelente para el mundo... y especialmente para
una vida humana.
La cuestión es que no podía poner exactamente el dedo en la llaga, en el
problema. Con seguridad que este siglo era, a despecho de las guerras y de las
voces que tronaban en las Naciones Unidas y de las pequeñas escaramuzas
aisladas, el sueño de los hombres muertos mucho ha, que habían luchado por la
existencia y dominado el salvaje y terrible ambiente, y navegado por oscuros
mares. Ellos habían soñado con todo esto tan... dulce y encantador. Este paraíso.
Una cuna que era una tumba en realidad, y una tumba que era una cuna,
perfumada y de color de rosa. Especialmente en América. Mientras aguardaba entre
hombres y mujeres desconocidos y silenciosos en la serena y callada sala de
espera, John Service se preguntaba acerca de Rusia, donde todo era aún
comparativamente duro y del color del acero. Pero Rusia contemplaba con envidia
el sueño perfumado y rosa de América y luchaba por conseguirlo para su propio
pueblo. Otros países europeos lo habían conseguido ya. ¿Qué había leído él
recientemente? Que el índice de suicidas crecía rápidamente en las naciones
"felices". En Escandinavia era la que daba mayor número de muertos al año, aparte
del alcoholismo... exactamente lo mismo que en América, si todo se supiera en
realidad. Porque había muchos modos distintos de cortarse el cuello, incluso
contrayendo a propósito una fatal enfermedad: O al menos eso decían los
psiquiatras.
Había venido a este lugar ridículo sin ninguna razón en particular que
pudiera recordar ahora. Pero era otoño, una estación de tonos ocres, dorados,
amarillos, y había un alegre fuego de troncos en la biblioteca en casa, y una mesa
con el té, y una hermosa y serena esposa presidiendo la reunión, y algunos
parientes que murmuraban amablemente entre alegres risas o masculinos
gruñidos. Una típica tarde de domingo en otoño, con la suave luz amarilla
filtrándose por los altos ventanales, y largos rayos de sol poniente sobre los muros
122
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

y el viejo tejado de pizarra de la casa donde él había nacido. Una especie de


felicidad que lo bañaba todo. Una especie de paz que parecía llenar las grandes
habitaciones de la graciosa casa, y se reflejaba en la planta antigua, con miles de
diminutas rascaduras debidas al uso. Fuego de troncos, el olor del té y el brandy y
las pastas, el discreto perfume de las damas, suave música clásica en el aparato
de alta fidelidad. caras y elegantes de las damas. Y murmullos: "Parece imposible
que Sally se ponga de largo este año. ¡Pero si es una niña, querida!" Risas
afectuosas. "¿Mas té, querido? Toma uno de estos napoleones. Son excelentes en
verdad. ¿Más soda, Bob? John, ¿qué haces ahí sentado, tanto rato callado? ¿Te
ocurre algo, querido?"
Él mismo se había quedado más atónito y desconcertado que los otros, más
horrorizado e incluso aterrorizado, al escuchar su propia voz que decía seca y
dura: "Sólo me estoy preocupando por qué demonios vivimos, cualquiera de
nosotros, todos nosotros, y en cualquier lugar."
Y entonces, en parte porque se sentía avergonzado de sí mismo, y en parte
porque pensaba en la muerte con un terrible y desesperado deseo, se había puesto
en pie y había abandonado aquella agradable tranquilidad, aquel fuego de troncos,
y la plata y el brandy y la porcelana, y había huido literalmente de la habitación y
de la casa... huido como si le persiguiera una horrible amenaza. Sus pisadas habían
resonado en el espacio de grava donde giraban los coches y en los senderos
bordeados de césped muy cuidado y verde y llenos de macizos de flores en los que
estallaba la salvia, a la sombra de los árboles con todos los colores del otoño. No
había pensado siquiera en uno de sus espléndidos coches. Simplemente había
corrido como un muchachito que huye, él, un hombre de más de cincuenta años.
Había corrido hasta llegar a la carretera, más allá de la casa, después de abrir de
un empellón las verjas de hierro. Y allí, sudando como si acabara de escapar de la
muerte, se había quedado en pie respirando agitadamente, la cabeza desnuda
bajo el sol aún cálido, y repitiéndose una y otra vez: "¡Dios, Dios, Dios!" Un autobús
—él nunca tomaba autobuses— había pasado ante él, jadeante y resoplando, y él
se había lanzado al interior, dejándose caer en un asiento, su respiración todavía
agitada. Tenía las manos y la frente húmedas.
Había recorrido un largo camino. El crepúsculo cubría ya la tierra para cuando
él alzó al fin la cabeza y miró por una empañada ventanilla. El autobús se había
detenido en uno de los paseos que llevaban a aquel absurdo santuario, y varias
personas bajaban ya, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y, en un impulso—
jamás supo exactamente por qué, excepto qUe había despertado cierto interés en
el autobús y ahora le pareció de pronto que todos le miraban hasta hacerle sentir
avergonzado— dejó el vehículo también y siguió el tupido grupito por el sendero de
grava hasta la brillante blancura del edificio, sobre la baja colina.
El grupo abrió las puertas de bronce... puertas realmente hermosas. Quedó
sorprendido ante su arte y valor, y su evidente antigüedad. Las puertas se cerraron
tras el grupo sin sonido, y él quedó solo en el amplio escalón de mármol,
mirando las puertas, italianas. Probablemente de alguna iglesia muy antigua
Pulidas por manos expertas, brillaban como oro a la última luz del día. Aquí y allá,
en los muchos senderos serpenteantes que llevaban al santuario, brillaban suaves
lámparas de gas, o electricidad, constante y fjr. me. ¡Qué afectación! Y, en
realidad, ¿cómo había llegado él allí, y por ,qué?
Dio la espalda a las puertas y observó los inmensos y silenciosos recuadros de
césped en torno al magnífico edificio bajo que carecía de ventanas, con un tejado
plano y cuyos muros parecían suaves como la seda y tan blancos como la leche. A
123
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

menudo había pasado en coche ante aquella área, cuatro acres de parque llenos
de capullos y árboles en flor y pequeñas grutas. Hacía unos cuantos años habían
colocado allí una fuente de mármol, con una estatua en su centro, castamente
desnuda, la cabeza echada atrás y alzada al cielo, una expresión de gozo en el
rostro noble y joven, y los brazos extendidos hacia atrás, como disponiéndose a
volar. Pagano, sí, pero un magnífico ejemplo del arte neoclásico. Las gotas de
agua que brillaban como diamantes saltaban hasta la cima de su cabeza, de
modo que la estatua parecía siempre rodeada de una neblina luminosa. John
Service había llevado allí en ocasiones a algunos amigos que visitaban la ciudad
para que pudieran contemplar maravillados aquel trozo de tierra como un
parque, aquella alfombra verde en medio de los edificios comerciales y de
apartamentos, rechazando el progreso con las ramas de sus frondosos árboles
y la frágil y brillante arrogancia de sus flores. Había mostrado el santuario a sus
visitantes, y éstos habían reído ante su humorístico relato del origen del mismo.
Y él se había reído también. En una ocasión había formado parte de un comité
que tomara una resolución al efecto de que era absurdo dejar que un lugar tan
encantador permaneciera en manos de un grupo particular. "Podríamos —
decía la resolución— establecer un pequeño zoo en beneficio de los niños, o
dejarlo como un lugar al que ir de merienda o construir un music-hall en él, o
asignarlo a las actividades de la comunidad. Incluso una escuela."
"¡Naturalmente, una escuela!", gritaron unos miembros de la P.T.A., que
formaban parte del comité y que nunca se hubieran quedado satisfechos ni aun
disponiendo de aulas de sólo cinco estudiantes cada una en todos los colegios
de la ciudad. Precisamente estos miembros del P.T.A., y el recuerdo de los
elevados impuestos de enseñanza, eran los que habían inducido a John Service,
con gran sorpresa de todos, a votar en contra de la resolución.
Pero siempre se había sentido consciente del hecho de que el santuario era
algo que le avergonzaba a él personalmente y a sus amigos. Era realmente
ofensivo. La gente acudía de todo el país a visitar el santuario, incluso de países
extranjeros. En una ocasión se rumoreó que un grupo de indios de las Naciones
Unidas habían ido allí, exóticos y con sus joyas. John Service siempre se hallaba
disculpándose ante los visitantes: "Es algo sensiblero, naturalmente. Sin gustó, por
supuesto. Fue un viejo, hace años... ¡qué tontería más sentimental! Cediendo al
gusto popular... En realidad resulta muy mortificante. No deben juzgar nuestra gran
ciudad en expansión, y nuestras opiniones realistas y modernas, por este
anacronismo, este absurdo. No, por desgracia no podemos hacer nada al respecto.
Lo dirige un grupo privado, con las rentas de un capital enorme. Ni siquiera
conocemos sus nombres. Sí, he intentado descubrirlos... pero nadie quiere
hablar."
Nunca había llegado hasta sus puertas hasta esta tarde. ¿Qué pensaría la
gente si se viera en aquel lugar al prominente John Service, aunque fuera sólo de
exploración? Podía imaginar la risa de sus amigos, el afectuoso ridículo. Empezó a
silbar suavemente de pie en el blanco escalón de mármol, observando los terrenos,
las manos en los bolsillos de su traje de Saville Row, los hombros echados atrás,
el rostro sin expresión, sus ojos azules muy serenos pero tan sabios y francos
como en su juventud; el pelo, ligeramente gris, removiéndose ligeramente a la
brisa de la tarde.
Luego se sintió consciente de algo terrible. Su mente no le decía nada en
absoluto; aquella mente activa y alerta que era su orgullo, que siempre estaba
discurriendo algo, y vigorosamente. Sentía tan vacío el cerebro como si todo su

124
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

contenido hubiera sido exprimido. Y en lugar de emoción y conjeturas, sólo un


.silencio oscuro y terrible, vacío; la nada. Algo demasiado impresionante,
demasiado silencioso para ser pura desesperación.
Intentó pensar en ello, meditar, preguntarse sobre ello. Pero todo
pensamiento era como una hoja de hierba aplastaba bajo un tacón,
desmenuzada al instante. Luchó mentalmente. Pero era la lucha de hombre
paralizado. Sólo un pensamiento acudía y permanecía en él, como un rayo
fulgurante en la negral oscuridad: la muerte. Todo sonido le había abandona-S do.
No escuchaba el suave murmullo de los árboles,| ni la música en la fuente. No oía
el estrépito de la gran ciudad más allá de aquel césped silencioso, y de la suave
luz de las lámparas. Era como si estuviera et el vacío. Estaba solo.
Sin saber cómo puso la mano en la manilla de bronce de la puerta; sin saber
cómo la abrió y miro en el interior. "Una habitación bastante agradable —
pensó vagamente—, bien amueblada." Libros y vistas sobre las mesas de cristal. Y
unas seis personas esperando. "¿Esperando qué?" Sí, recordó. Entraban en la
habitación de más allá, le había dicho alguien riendo, y un psiquiatra, o un
clérigo, o un asistente social, aguardaba allí tras alguna cortina teatral, o quizás
un biombo, y aquel desgraciado escuchaba las quejas de los analfabetos, los
problemas de personas de baja estofa, de amas de casa sin importancia,
trabajadores y adolescentes, y luego daba algún consejo adecuado a la
personalidad infantiloide que se acercaba a él. Humillante. Vergonzoso. Realmente
nada sofisticado. Se preguntaba por qué los padres de la ciudad y el clero no
habían hecho nada al respecto hacía tiempo, no habían puesto fin a una situación
tan medieval.
Los que esperaban ni siquiera alzaron los ojos hacia él mientras seguía en el
umbral sosteniendo aún la puerta abierta. Había oído decir que, una vez se
cerraba, ya no podía abrirse desde el interior. Allí estaban sentados los
bobalicones ridículos, los supersticiosos campesinos, hundidos en sus pequeños y
obscenos problemitas que iban a lanzar a los oídos del pobre sentimental que los
aguardaba. Miró sus ropas, sus zapatos, sus caras. Deseó reírse ante lo barato y
lo cómico que era todo. Probó a burlarse. Pero nada se le ocurría. Aquella sólida
negrura de piedra que era ahora su mente no se alteró.
Con gran sorpresa por su parte se halló tomando asiento en una de las sillas,
una silla tapizada de terciopelo azul y muy cómoda. Luego su rostro enrojeció
ardientemente. En pocos segundos aquellas gentes reconocerían a John Service,
líder de la ciudad, perito en arte, consejero de alcaldes y gobernadores, elegante
figura en los medios políticos, hombre familiarizado con presidentes, el Hombre-
Más-Rico-De-La-Ciudad, abogado, presidente de la cámara de directores de varios
bancos, el hombre cuyo rostro estaba constantemente en los periódicos. Entonces
le mirarían como lechuzas y murmurarían algo entre ellos y le señalarían
furtivamente. Empezó a levantarse, latiéndole en las sienes su sangre mortificada.
Pero nadie le miraba. Nadie se sentía siquiera consciente de su presencia.
Estaban inmersos en su propio dolor.
"Puede ser interesante", se dijo. Podría ser realmente interesante, de una vez
por todas, saber qué diablos ocurría tras la puerta de aquella otra habitación. Si lo
descubría, se aseguró desesperadamente, estaría en situación de poner fin a esa
mancha en la ciudad. De una vez por todas. Llamaría a todos los periódicos y haría
venir a las cámaras de televisión, y de modo oficial y juicioso explicaría por qué
ayudaba a librar a la ciudad de algo que era una vergüenza constante para sus
habitantes y un insulto a la inteligencia de la comunidad. ¡Vaya, sólo hacía unos
125
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

meses .el mismo Presidente se había burlado de él a propósito del santuario! Iba
a presentarse para ser reelegido el año siguiente, y había dicho a John Service: "He
oído que tienen un establecimiento, o santuario, en su ciudad, John, donde hay
alguien que adivina el porvenir. ¡Estoy pensando en ir allí personalmente para que
me lean la mano!" Debía acordarse de citar al Presidente. Pero no citaría al
arzobispo, que le había dicho algo groseramente: "¿Por qué diablos no se mete en
sus propios asuntos, Jack, o visita el lugar personalmente?" A John nunca le habían
gustado los clérigos. Ahora aún le gustaban menos.
Aquella maldita piedra negra bajo el cráneo que había reemplazado a su
cerebro... Sonó una campana y una mujer gruesa se levantó, recogiendo su labor
de punto, y fue a la puerta del fondo. Entró y cerró tras ella. Una vieja estúpida y
gorda. Sin duda iba a pedir consejo para reducir aquella masa grasienta. El
psiquiatra de allí dentro le diría probablemente que dejara de comer. ¡Gente
detestable, la clase trabajadora! Ahora bien, él, John Service, era liberal
naturalmente: pero en algún lado había que marcar un límite. "Marcar un límite,
marcar un límite, marcar un límite", dijo el demonio repentinamente despierto en
su cerebro, que inmediatamente empezó a cantar de nuevo Dulce y Encantador.
Tap, tap, tap... un rumor de pies bien calzados que parecían bailar al son de la
música en su mente. "¡Dulce y Encantador!", chillaba aquella voz demoníaca
entre risas escalofriantes. John Service se llevó las manos a las sienes y apretó.
Estaba seguro de que aquella risa estrepitosa golpeaba sus dedos. "Estoy
perdiendo la cabeza", pensó. "Debo ir a alguna parte. Pero ¿dónde? La muerte."
"Dulce y encantador", chilló la voz infernal en la cámara de su cráneo. Luego se
redujo a un dulce murmullo. Todo siempre tan agradable, tan pacífico, tan
regulado, sereno y satisfactorio... es agradable, ¿verdad? Así es como debe ser la
vida, ¿no?
Alguien le dio con el codo. Fue un codazo muy suave, pero a John Service le
pareció un golpe y se echó atrás en la silla. Una jovencita de rostro compasivo
trató de sonreírle.
—Le toca a usted —susurró con aire de sorpresa en sus ojos cansados ante
aquella extravagante retirada.
Perdone —contestó él con automática cortesía.
No se movió. Tras un instante de vacilación ella señaló la puerta del fondo.
—Es ahí —dijo.
Él miró la puerta.
—¿Yo? —preguntó.
—Sí —dijo la muchacha aún más sorprendida que antes.
Sólo con el fin de escapar a su inminente reconocimiento. John Service se puso
en pie y se dirigió a la puerta pasando ante otros que habían venido y entrado
después de él, sin él percibirlo. Abrió la puerta de modo vacilante, en parte porque
sus piernas temblaban violentamente. Se detuvo en el umbral. No sabía qué debía
esperar, pues nadie se lo había explicado jamás. Quizás una mesa alargada, sobre
un suelo alfombrado, y una tumbona esperando al cliente. Quizás un hombre de
negocios tras la mesa, con un rostro amable y sonrisa forzada; quizás un
psiquiatra. Pero no había nadie allí, ni siquiera el visitante anterior. Altos muros
de mármol blanco, suave y misteriosamente iluminados. Un sillón blanco con
almohadones de terciopelo azul. Y una alcoba totalmente oculta por una cortina,
también de terciopelo azul. Pensó, sin saber por qué, en la placa de mármol de la

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

otra habitación con su inscripción tan clara: Todo lo puedo en Aquel que me
conforta.
De modo que era eso. Un clérigo con conocimientos psiquiátricos. Deseó soltar
una carcajada. Se apoyó contra la puerta que había cerrado tras él y su risa
estalló terrible, ronca, horrorosa incluso para sí mismo. Pero era incapaz de
sofocarla. Surgía de él como algo envenenado, como un vómito. Como un vómito
acre, ardiente, lastimoso, horrible, que saliera de algún lugar secreto de sí
mismo, algún lugar desesperado y horrible. Escuchó el duro eco y se cubrió la
boca con las manos. Pero, tras los dedos, la boca seguía abierta y convulsa.
Finalmente, tras una horrible lucha, pudo dejar de reír.
En nombre de Dios, ¿qué pensaría de él el hombre que escuchara tras
aquella cortina teatral al oír un ruido tan perverso? Un ruido tan indecente. Y
¿de dónde surgía? Él jamás se había dejado ir así, ni siquiera en la infancia.
Dio media vuelta, vencido por la vergüenza, e intentó abrir la puerta por la
que había entrado. Pero no había manilla. Sintió el impulso de chillar como un
niño y golpear la puerta. Sólo se lo impidió el entrenamiento de toda su vida.
Dejó caer el puño, ya cerrado. Al menos no se oía nada en la habitación, ni un
murmullo de consternación, de piedad mortificante. Nada se oía tras la cortina.
El hombre que escuchaba esperaba simplemente. Pero al menos debía conocer
a su cliente, saber si era varón o hembra, y su edad aproximada. Debía haber
un espejo por el que no se viera desde este lado, o un agujerito para
curiosear. John se pasó automáticamente los dedos por el pelo y se enderezó.
"¡Dios mío!", pensó, "¡me reconocerá a mí! Naturalmente, la ética le impedirá
comentarlo. Pero ¡quién es él? ¿Alguien que yo conozco personalmente? Si es
así, entonces veré la burla en muchos rostros en la ciudad".
—Me gustaría —dijo con dignidad— hallar el modo de salir de esta
habitación. Yo vine a hacer una investigación personal, en beneficio de la
comunidad. Ya sabe que este lugar es un escándalo para las gentes de bien. Me
sorprende que un hombre de su categoría tenga que ser cómplice de esta farsa.
¡Oh!, ¿esa puerta al fondo? Muchísimas gracias. Buenas noches. Ya he visto todo
lo que quería ver y, créame, es suficiente.
Se dirigió a la puerta junto a la cortina y la abrió.
Una oleada del fresco aire del anochecer, perfumado con aromas de bosque,
llegó hasta él, aire pacífico, otoñal. Inspiró hasta que la brisa llenó sus pulmones.
Luego pensó en su casa, y en el té, y en la estúpida negrura actual de su mente, y
de nuevo oyó en insidioso susurro: "Muerte". ¡Dulce y Encantador!
La puerta se deslizó de su mano. Dio la vuelta. Sus ojos desconcertados
cayeron sobre el gran sillón de mármol frente a la cortina. Lentamente, paso a
paso, se acercó a él. El cansancio le dominó y se sentó.
—Probablemente le conozco —dijo mirando la cortina—. Puedo confiar en su
discreción, ¿verdad? Después de todo, si alguien supiera... ¡Le aseguro que no
esperaría a oír el final! Mary, mi esposa, ha intentado durante años librarse de este
lugar y de usted. Humillante. Puedo confiar en usted, ¿verdad?
Esperó. Luego se sobresaltó. ¿Había oído realmente una profunda voz,
masculina, que decía: "Si no puedes confiar en mí, entonces no puedes confiar en
nadie"? ¡Qué locura! En verdad no había oído nada. Pero la voz despertaba ecos
en los sombríos corredores de su mente.
Como era cortés por naturaleza, John dijo:

127
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Gracias. Naturalmente usted, como psiquiatra o clérigo, está ligado por la


ética de su profesión. En realidad a mí me encantan los psiquiatras. He pensado en
consultar uno últimamente... —se sintió de nuevo humillado por haber revelado
algo que sólo había pensado en lo profundo de su mente, y de lo que luego se
había reído. ¡John Service visitando a un psiquiatra! Era algo de risa. ¡Él, tan bien
adaptado, tan sereno y tranquilo; él, líder de la ciudad, que no había conocido un
momento de inquietud en toda su vida rica y ordenada'.
La cortina no se movió. Pero inmediatamente John se sintió consciente de una
presencia, de alguien que le escuchaba cortésmente, con amabilidad, con fría
impersonalidad, pero a la vez con preocupado afecto. ¡Ah, entonces era alguien que
conocía! O alguien, al menos, que le conocía a él.
No era confiado por naturaleza, aunque todo el mundo pensaba de él como
alguien totalmente sincero y noble. Siempre hablaba francamente, sin temer
nada, pues no había habido nada en su vida que le hubiera aterrado o herido,
nadie que le hubiera juzgado o criticado. Su vida había sido como... un río de
crema.
—No sé por qué —dijo—, pero deseo morir. Últimamente no he pensado en
otra cosa. El suicidio. Probablemente es el climaterio masculino —se rió
suavemente—, hormonas, o algo así. Le aseguro que iría al doctor, si no fuera
porque me siento vergonzosamente sano. A propósito, el doctor me conoce de
toda la vida. Precisamente la semana pasada me felicitó por tener una "vida de
ensueño".
Se detuvo. De pronto gritó:
—¡Una vida de ensueño! ¡Una pesadilla! ¡La peor pesadilla que un hombre
puede conocer!
Escuchó sus propias palabras. Luego se dijo a sí mismo: "¿Qué demonios
estoy diciendo? En nombre de Dios, ¿qué dije?" Tartamudeaba.
—Soy un idiota. No tenía intención de decir eso ahora. Nadie ha tenido
jamás una vida más feliz que la mía. Debe perdonarme. Ya sabe quién soy.
Probablemente se está preguntando qué es lo que quise decir. Y yo también. Fue
mi subconsciente. Como usted me conoce, se dará plena cuenta de que nada
me ha afectado jamás en la vida. Todo me fue dado desde el mismo momento en
que nací. Unos padres amorosos, devotos. Soy hijo único, como sabe. Los mejores
colegios. Las mejores amistades. La universidad Ivy League. La chica con quien
todos querían casarse, Mary Sherpherd. Los mejores amigos que un hombre
puede tener, gente que he conocido toda mi vida. Viajes después de la graduación.
Todo el dinero que quise. Salud. Siempre escapé a la guerra. Porque era un niño en
la primera... y por influencias en la segunda. Sí, influencias. Yo era un hombre de
los de un dólar al año en Washington. Consecución del acero. Una casa maravillosa
en Georgetown. Para mí fue una guerra espléndida, nunca disfruté tanto en la vida,
con tanta excitación en Washington, y el uniforme que llevaba, y los bailes. Y mi
boda. Asistió el Presidente. Él y yo teníamos mucho en común, ¿sabe? Nuestras
familias se conocían de siempre. Con frecuencia habíamos charlado íntimamente.
"Y luego mis hijos. John Júnior, vicepresidente del partido más importante de
aquí. Prissy, nuestra hija. Ha hecho un maravilloso matrimonio, incluso mejor que
el de Johnnie. Y Sidney. Consiguió todos los honores en su clase de Yale, y se casó
con una chica estupenda. Tengo siete nietos, como sabe. Cada uno más perfecto
que el anterior. Nadie pensó jamás en el dinero; siempre estuvo allí. Yo heredé diez
millones de dólares, ya recuerda. Mary heredó todavía más de sus padres y

128
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

abuelos. Todo el mundo ha querido siempre que me presentara a gobernador o


senador. Pero es demasiado jaleo, ¿sabe? He estado demasiado ocupado
disfrutando de la vida y de mi magnífica familia. Y Mary, usted la recordará, es
adorable. Nadie puede superarla. Jamás nos hemos dicho una palabra más alta
que otra en estos veintinueve años de matrimonio, excepto aquella vez que dirigí
tan mal el yate en el camino a Florida... ¿recuerda nuestra casa, en Palm Beach?
Justo al lado de la de los Kennedy. Nunca tuve muy buena opinión de ellos. Después
de todo, sólo es dinero de dos generaciones. El nuestro se remonta a siete
generaciones, o incluso más. Y hay algo en el dinero heredado. Le da categoría a
uno. Gracias a Dios, lo heredé y no tengo que intentar ganarlo ahora, con los
impuestos. Los impuestos impiden que los recién llegados se eleven hasta nuestro
rango. Así es como fue planeado, ya sabe. Hemos de tener alguna vez una
aristocracia de familia y dinero. Ya no estamos en la frontera.
Miró con sonrisa de confianza a la cortina. Ni un pliegue se movió. Resultaba un
poco desconcertante.
—Quizá debería haberme presentado al cargo —balbució—. Necesitamos
patricios en Washington, no plebeyos como los que hemos tenido, a excepción de
Roosevelt. ¿Qué cree usted?
No hubo respuesta. Pero tenía la aguda impresión de que alguien le escuchaba.
—Si hubo alguna vez un hombre con todas las ventajas, y soy el primero en
admitirlo, ése soy yo —siguió John—. Nunca he conocido un día de enfermedad o
dolor. Ni Mary. Ni mis hijos, ni los suyos. La salud es nuestra gran bendición,
después del dinero. No soy uno de esos que maldicen el dinero. Es el gran poder
del mundo. Yo lo tengo. Tengo de todo.
El gusto acre del vómito le subió de nuevo a la garganta y otra vez se llevó las
manos a la boca. Luego las dejó caer y gritó de nuevo:
—¡No tengo nada en absoluto! ¡No tengo nada, más que la felicidad! ¡Y eso no
es nada! ¡Quiero matarme! ¡No quiero volver a aquella casa donde nací! ¡Prefiero
estar muerto!
Una ráfaga de frescor pareció proyectarse hacia él desde detrás de la cortina,
pero estaba también mezclada con tristeza. John se cubrió el rostro con las
manos balanceándose adelante y atrás en la silla como si estuviera dominado por
una tremenda agonía física.
—Nada más que la felicidad —gimió—. Nada más que la felicidad.
De pronto se quedó rígido. ¿Había oído realmente que una voz decía: "No. Ni
siquiera eso"? Dejó caer las manos. Su rostro pálido, blanco bajo el bronceado,
enrojeció: -
—No sea ridículo —dijo—. Soy el hombre más feliz del mundo. Esto es sólo
cuestión de nervios, nervios de cierta edad. Tengo cincuenta y seis años. Ya veo
los sesenta muy cerca. Sesenta, luego setenta, luego ochenta... No. No puedo vivir
siempre, eso es lo más terrible. No puedo vivir siempre y por eso quiero morir
ahora —se detuvo—. ¿No es ésta la paradoja más estúpida que haya oído jamás?
Pero tengo miedo de envejecer, de dejar este mundo, y por eso quiero dejarlo con
todo mi corazón ahora.
No hubo respuesta. John murmuró:
—No quiero ser viejo y senil y perder toda mi felicidad. Es mejor morir ahora y
acabar con ello, en vez de aguardar todos esos años grises. Sin embargo, mi
abuelo vivió hasta los noventa y cinco, y disfrutó todos los momentos de su vida —

129
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

empezó a sonreír alegremente—. El buen anciano... el valiente anciano. No le


importaba morir. Dijo, y lo recuerdo muy bien: «Como decía Stevenson,
"Alegremente viví y alegremente muero. Entiérrenme con mi voluntad".» Una
locura, ¿no es cierto? El viejo bastardo fundamentalista... lo digo con afecto, en
serio. Él creía en algo que llamaba Dios. Jamás ganó un penique que no fuera
honrado en su vida.
Su voz cambió, se hizo ruda y áspera.
—¿Para qué vivimos? —preguntó a la cortina.
No sabía que era la voz asustada de un niño.
Nadie le contestó. El silencio era tan profundo que podía oír su propia
respiración. No había clamor de tráfico; podía hallarse sólo en el desierto. El
desierto... Recordó algo con claridad. Alguien había estado en un desierto durante
largo tiempo. ¿No había comido miel y langostas salvajes? Era extraño cómo
aquellos viejos mitos en torno a nombres ya olvidados, o a nombres ni siquiera
conocidos, volvían a uno en ciertos momentos. Pero así debe ser en el desierto por
la noche. El mismo pensamiento de una nada sin límites atemorizó curiosamente
a John Service y le hizo contraerse interiormente, como ante la amenaza de un
antiguo dolor demasiado bien recordado. La noche sin límites, sin fin en ninguna
parte, por muy lejos que uno fuera. Ahora el terror dominó su garganta. Tragó
saliva y agitó la cabeza.
Y habló en voz baja:
—No sé qué diablos me pasa. Le confesaré algo. Nunca fui lo que la gente
llama un intelectual, aunque todo el mundo cree que lo soy. Pertenezco a una
docena de comités culturales en esta ciudad. Se supone que soy un experto en arte
moderno. Soy responsable del Museo de Historia, o al menos de su expansión.
Ahora precisamente estoy en tratos para traer aquí los Mármoles Elgin, 1 para
una exhibición. Es una idea ambiciosa, pero no más que la idea de llevar la La
Piedad de Miguel Ángel a Nueva York. Todo el mundo me consulta cuando tiene
alguna idea genial para mejorar el clima cultural en la ciudad. Una idea cara.
Pueden confiar en mí para un buen cheque. Y ahí es donde entra mi "intelecto".
"Oh, no es que yo hiciera trampas en Harvard, pero siempre supe que me
habían aceptado por el nombre familiar, y por el hecho de que mi bisabuelo fuera
un alumno con honores, y mi abuelo y mi padre estuvieron en el Consejo. Yo lo
había pasado muy bien en mi escuela preparatoria, nadie esperaba que fuera más
inteligente de lo que era, y Dios sabe, mirando hacia atrás, que bien sé que mi
inteligencia era sólo la normal. Pero todo se me hizo fácil y delicioso en la vida. El
dinero, ¿sabe? Además, se me consideraba guapo, incluso de muchacho, y era
un atleta, y uno de los mejores. Y siempre sabía llevarme bien con la gente.
Conozco el arte de triunfar en sociedad. Lo heredé de mi madre, que era una
mujer encantadora se detuvo; frunció el ceño—. Los padres más amorosos que
un hombre pudiera recordar. Es curioso que justo ahora recuerde que su muerte
no me afectó demasiado. Me pregunto por qué. Sería porque siempre he vivido tan
resguardado contra la vida, desde la cuna. Murieron los dos en seis meses. Todos
mis amigos y parientes hablaron del shock que aquello supondría para mí. Y yo me
sentí aliviado. Nunca había sido un buen actor, así que les dejé que creyeran lo
que deseaban creer. Sí, me aliviaba que me creyeran anona dado por el dolor, o
algo así. Siempre he sido franco: su muerte apenas me alteró en absoluto. La

Los Mármoles Elgin son los frisos del Partenón que se conservan en el Museo Británico de
1

Londres. (N. del T.)


130
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

muerte jamás me alteró. Todo se llevaba a cabo tan discretamente que se


convertía en un acontecimiento social más, un poco más triste que la mayoría,
pero siempre artístico v exactamente adecuado. El cuerpo se entregaba a la
tumba entre una avalancha, una avalancha muy serena, claro, de flores, y uno
seguía viviendo tan agradablemente como siempre y con la misma serenidad. Los
abogados se ocuparon de todo. Yo tenía veintiún años.
"Nunca pensé realmente en lo que les había sucedido a mis padres; incluso la
causa de su muerte quedó vagamente misteriosa. Pero ahora creo que mi padre
murió de cáncer, y mi madre también. No recuerdo ninguna señal de enfermedad
de la casa. Jamás se habló de hospitales, ni llegaron a ir a uno tampoco. Mis padres,
sencillamente, habían muerto. Algo triste, pero así era. Luego estudié leyes.
Tampoco era demasiado brillante en este terreno, pero el río de crema me
arrastró hacia adelante y entré en el despacho de mi padre, y estuve a la cabeza
de su firma... seis de los mejores abogados del Estado. Ellos lo hacían todo. El río
de crema seguía serenamente adelante...
Sintió que sus brazos se apoyaban violentamente en el sillón y le obligaban a
levantarse. La bilis le subía de nuevo a la boca.
—¡La muerte de mis padres fue lo único que turbó mi vida, y yo ni siquiera me
sentí preocupado por ellos! Ni siquiera recuerdo que los amara. Ellos hicieron la
vida tan cómoda para mí... —Miró desesperado la cortina azul—. ¿Es eso lo que
está mal?
Como no hubiera respuesta empezó a recorrer de un lado a otro la habitación,
según tenía costumbre de hacer en los tribunales, serio, absorto, fruncido
levemente el ceño. Inevitablemente impresionaba a jueces y jurados. Nadie, sin
embargo, podía recordar que él hubiera defendido jamás un caso. Siempre había
un abogado competente empleado por él, o por sus socios, que se ocupaba de
tales asuntos sórdidos. Él, John Service, se limitaba a hacer el papel decorativo.
Pero a él le gustaba la imagen de sí mismo durante uno de "sus" casos
importantes. Le gustaba la imagen en los ojos del espectador. Pero la ley le
aburría; sólo el espectáculo público de él mismo le causaba, de tanto en tanto,
alguna diversión. Tenía demasiadas cosas que hacer.
—Yo tenía tantas otras cosas que hacer... —dijo en voz alta—, cosas mucho
más interesantes. Estuve ocupado siempre, desde mi primera infancia. Nunca
hubo un momento en mi vida que no estuviera lleno de risas, viajes, navegación,
juegos, diversiones, visitas a gentes como mi familia, bailes, coches de carreras, la
compra y la venta de excelentes caballos, la equitación, buenos conciertos,
aunque no es que me importaran demasiado, circular entre los de mi casa y
pasármelo condenadamente bien. Condenadamente bien. Condenadamente. ..
Dio media vuelta y se enfrentó a la cortina y medio alzó la mano como para
detener una pregunta. Pero no hubo pregunta. Dejó caer la mano.
—Esto resulta estúpido dicho por mí —murmuró. Luego su voz se agudizó—.
¡Pero es cierto! Fue una condenación; es una condenación. Y, paradójicamente,
quiero escapar de ello y tengo miedo de escapar de ello.
Se acercó rápidamente a la cortina, pero se detuvo cuando estuvo junto a
ella. Entonces vio el botón a un lado, que le informaba que, si deseaba ver al
oyente, sólo tenía que apretar el botón. Pero su mano se echó atrás, como si
hubiera estado a punto de tocar algo horrible. Tembló.
—¿Qué decía? —musitó—. Sí. No puedo soportar el envejecer, pues eso me
acercará al fin de mi vida... que quiero terminar ahora. ¿Por qué quiero que

131
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

termine? Mi vida dulce y encantadora, mi vida feliz, mi vida tan ocupada, siempre
llena de placer, y comodidad, y serenidad. ¡Mi vida tan ocupada!
Nunca me había sentido tan viejo y cansado como ahora, y en él creció una
alarma como jamás experimentara antes. Había pasado ya el chequeo habitual
del otoño, y los doctores le aseguraban que, biológicamente, tenía diez años menos
que su edad auténtica. Mary estaba aún enamorada de él, y él era tan apasionado
como en los diez primeros años de su matrimonio. Aún la amaba. Sin embargo
estaba tan cansado ahora y se sentía tan viejo y agotado como si hubiera corrido
una larga y ruidosa carrera, cayendo exhausto en la meta. Sí, había sido una
carrera larga y ruidosa, siempre llena de voces alegres y afectuosas, y siempre
aguardándole el premio al final, aunque a él jamás le habían interesado los premios.
Cada carrera había sido un gozo. Si hubiera sido realmente una carrera y no algo
arreglado de antemano con él como ganador inevitable.
—Jamás me he arrepentido de nada de lo que he hecho —dijo frente a la
brillante cortina azul, que le ocultaba al oyente—. ¿No fue Spinoza el que dijo que
era un signo doble de debilidad el sentir remordimiento o compunción? Amo a Mary,
pero he tenido también otras mujeres a lo largo de mi vida matrimonial y me he
divertido con cada una de ellas. Sólo tenía que extender la mano... Jamás le di
importancia... en lo que se refería a Mary, quiero decir. Si ella lo adivinó, nunca
me lo dijo. Es la mujer más serena que he conocido en la vida. ¿Había tenido ella
también algún asunto amoroso? Jamás lo sabré, y realmente no me importa. El
nuestro es el matrimonio más satisfactorio del mundo. Todo un éxito. Eso, al
menos, es lo que dicen ellos.
"Sin embargo, resulta gracioso, pero no recuerdo que Mary y yo hayamos
tenido alguna vez una serena conversación a solas, jamás, ni en la cama. Aunque,
si vamos a ver, no recuerdo haber tenido una serena conversación con nadie, ni
siquiera con mis padres. Ni con mis hijos, naturalmente. Son tan reprimidos y
están tan ocupados como Mary y yo lo estuvimos siempre, y seguimos estándolo.
Siempre ocupados, siempre yendo y viniendo, siempre rodeados por otras
personas, voces, música, acontecimientos sociales... Siempre felices y serenos.
El cansancio que pesaba sobre él era tan agotador que se sentó de nuevo en
la silla.
—Dios mío —murmuró—, ¿por qué estoy tan cansado?
Sacó el pañuelo y se secó el rostro, aunque la habitación estaba fresca y
parecía perfumada con el fresco aroma de los helechos. Recordó la placa de
mármol en el muro de la otra sala y sonrió débilmente. Todo lo puedo en Aquel
que me conforta.
—Bien —dijo—, todas las cosas las hice, v las hago, por mí mismo, y jamás se
me ocurrió que necesitara la ayuda de nadie. Después de todo, un hombre debe
bastarse a sí mismo. Eso es lo que hice... ¡No! ¡Jamás tuve necesidad de bastarme
a mí mismo, ni una sola vez en mi dulzona vida!
Empezó a hablar con tono rápido y desordenado: —La primera vez que me
sucedió fue hace cosa de un año. Ahora lo recuerdo. En estos días se habla
constantemente de la "era espacial". La gente siempre se siente excitada por
alguna "era". Recuerdo la "era del aire" y cómo se nos exhortaba a que
estuviéramos bien conscientes de ello. Luego fue la "era del jet", y antes la "era
atómica". Siempre hay alguna era en marcha. Uno pensaría que la gente debía
recordarlo, pero ellos creen que cada día, o cada acontecimiento, acaba de salir de
su limpia envoltura de celofán.

132
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"Sí, recuerdo cómo me sucedió. La era espacial, los astronautas. Tuvimos una
interesante conversación en el club sobre el cohete y los jóvenes en la cápsula. Y
luego, cuando me fui a dormir, no conseguía conciliar el sueño, sin saber por qué.
Generalmente me quedo dormido en un minuto o dos, cuanto más, jamás en la
vida me ha impedido el sueño un dolor de cabeza, ni una enfermedad. Pero de
pronto vi ese "espacio" del que siempre nos están hablando últimamente. Lo
exploré con mis ojos. Vi alzarse y caer los mundos, todos los colores del arco iris
contra el negro vacío del espacio. Y mis ojos seguían avanzando más allá de
sistemas y constelaciones, buscando los límites, buscando el punto en que el
espacio había de curvarse, según explicó Einstein. Pero, ¿sobre qué se curva? Sí,
ya he visto esas demostraciones con un trozo de papel que se dobla de cierto
modo, aunque, en realidad, nunca lo entendí, y, si uno sigue en la misma dirección
el tiempo suficiente, da la vuelta al espacio y llega al punto en que empezó sin
haber dado un paso atrás. No, nunca conseguí entenderlo. Después de todo, lo
mismo puede hacerse si uno da la vuelta al mundo. Pero más allá del mundo está
el espacio y otros mundos, y otros sistemas y constelaciones y galaxias...
"De pronto me encontré incorporado en la cama, mirando la oscuridad, y el
corazón me latía desordenadamente, hasta que llegué a sentir un auténtico dolor
en el pecho. No había fin en el espacio, aunque se curvara. Es posible seguir
corriendo a través de la eternidad, a través de interminables universos, y no existe
el fin. Se lo digo, ¡casi perdí la cabeza! Podía sentir cómo vacilaba y se me iba, y me
dominó una horrible sensación, como si me estuviera muriendo. Y supe que uno
no vuelve jamás al mismo sitio.
No sabía que se había puesto en pie, pero ahora se dio cuenta de que
estaba de nuevo ante la cortina, temblando, y que su sombra temblaba en el
muro blanco junto a él.
—El espacio interminable —susurró—, universos interminables, galaxias y
constelaciones interminables. ¿Cuál es el significado de todo ello? ¿Cómo vino a
la existencia? Y ¿a dónde va? Y ¿por qué? Jamás pensé en ello antes, pero
desde que lo pensé he deseado morir, matarme. Abismos y más abismos de
oscuro espacio, salpicado con esos malditos universos brillantes que giran
sobre sí mismos —abismo tras abismo— para siempre. Aun ahora, pensando
en ello, siento cómo mi cerebro vacila y teme. ¿Por qué?
Vio cómo su mano, involuntariamente, se dirigía al botón. Pero de nuevo la
retiró.
—¿Puede entender esto usted, el que está ahí? Un hombre como yo, que ha
tenido una vida serena y agradable, sin problemas, mi vida tan, tan llena, llena de
sucesos cómodos o deliciosos, y serena conversación, siempre superficial, ya sabe,
y viajes y visitas a los hijos y nietos, y visitas a los amigos... una vida
maravillosamente llena. Y de pronto mi vida importante, mi ciudad importante, mi
familia y mi esposa tan importantes, y mi importante lugar en la sociedad y en el
país, ¡se disuelven en la nada y carecen de la menor importancia! Resulta que
vivía en un mundo que apenas si era una chispa incluso en su propio sistema solar,
y ni siquiera una chispa en su lugar en la galaxia, y que nunca sería conocido de
billones de mundos que ocupaban ese maldito, ¡ese maldito!, espació interminable.
Fue el espacio, ya ve, el espacio interminable. Y nada de lo que lo llenaba era
importante tampoco. Todo carecía de significado, como no tiene significado mi
vida, ni lo tuvo nunca, mi vida tan llena, tan ocupada...
Había sudor en su frente y mejillas, y en sus manos. Se lo secaba sin saber lo
que hacía. Su respiración era rápida y alterada en aquella habitación totalmente
133
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

silenciosa. Había olvidado por qué había llegado hasta allí. Se le había olvidado
todo.
—Yo... yo he tratado de hablar de esto con otras personas. Pero se limitaron a
mirarme sin decir nada. No sabían lo muy asustado que yo estaba. Hablé con Mary.
Y ella dijo serenamente: "Bueno, de nada sirve, ¿verdad?, el pensar tanto en eso.
Podrías llegar a perder la cabeza. Nunca lo sabremos. Así que, ¿por qué no vivir lo
más agradable y serenamente que podamos cada día, y dejar que los científicos
piensen en todas esas cosas? Eso es mejor, ¿no?" Así fue como me habló Mary.
"Pero ahora, Dios me ayude, ¡estoy convencido de que eso no es lo mejor para
mí! No puedo dejar de pensar, y cuando lo pienso odio la vida, y luego me da
miedo morir y dejar todo lo que tengo, que es todo cuanto un hombre podría
desear. ¿Por qué no puedo apartarlo de mi mente y seguir divirtiéndome con mis
amigos y mi familia, con el trabajo tan agradable que llevo a cabo? Sería más fácil
si yo tuviera una religión, porque entonces los tópicos de un ministro quizá
llenaran ese vacío en mi mente. Sería más fácil si pudiera detener el tiempo y
seguir siempre donde .estoy. Pero ya ve, estoy envejeciendo. Dentro de cuatro años
tendré sesenta y... y luego, algún día, llegará el fin, y me iré a esa oscuridad. Ni
siquiera veré esos universos infernales.
Alzó las manos en un agudo gesto de desesperación.
—¡Y no seré nada, como nada es mi vida, tan llena y fecunda! Y ni siquiera
tendré conciencia para saber que no soy nada. Si por lo menos mi familia, en mi
infancia, me hubiera hablado de la religión... ¡Oh, claro! me llevaban a la iglesia
con ellos, por aquello de quedar bien, cuando era muy pequeño. Y,
naturalmente, siempre hubo matrimonios, confirmaciones, bautismos y
funerales a los que asistir, y un ministro muy correcto que decía las palabras
más adecuadas y felicitaba a su Dios por tener una congregación tan bien
organizada y educada a su cargo.
"Sólo eran palabras. Apenas recuerdo ninguna de ellas. Yo me sentaba muy
formal con mis padres, y luego con mi esposa, y más tarde con toda la
familia y amigos, en las ocasiones en que lo más correcto era ir a la iglesia.
Pero sólo eran palabras, y aburridas además. Siempre contaba los minutos
hasta que podía regresar a mi vida tan llena, tan organizada, feliz e
interesante. Una vida que no es nada en absoluto, porque jamás fue nada.
Extendió de nuevo las manos y una de ellas fue a caer sobre la cortina
azul. Ésta tembló como si un viento, un viento sin límites, soplara tras ella.
Quedó aterrorizado.
—¡Ayúdeme! —gritó—. No fui nunca un hombre erudito, un intelectual. Pero
usted debe serlo. Ha oído todas esas historias... Pero no me consuele, por el
amor de Dios, como Mary trató de hacer. No me diga que deje de pensar, que
deje de mirar al espacio y a las estrellas por la noche como hago ahora, y fije
mis ojos únicamente en lo que me rodea, día a día. ¡No me diga eso! Porque
no serviría de nada. No me salvará la vida ni la poca razón que me queda.
¿Quién fue el que dijo: "Mira las estrellas"? Quizá sea de la Biblia... o quizá de
Shakespeare. Si alguien más grande que yo animó a los otros a mirar las
estrellas, entonces no puede ser una tontería, ¿verdad? Debe haber razón, ¿no
es cierto? ¡Dios mío, debe haber una razón! Dígame que es un misterio y yo
creeré lo qué usted me diga, y me servirá de algún consuelo. Pero hasta los
misterios tienen un marco de referencia ¡y ante Dios que... ¿ante Dios?... que
yo necesito un marco de referencia!

134
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Lentamente su mano se acercó al botón y luego se apoyó en la fría plata. Pero


no pudo decidirse a oprimirlo todavía. Tenía miedo del rostro sereno que iba a
encontrar allí, de los ojos compasivamente burlones. Temía la voz plácida que le
consolara, diciéndole que volviera a sus juguetes, antes tan amados y que ahora le
parecían horribles.
—Con seguridad —dijo John Service, con una voz que hubiera considerado
vergonzosa hacía sólo un año— no estoy solo. Con seguridad que otros han hecho
la misma pregunta y sentido el mismo temor. Con seguridad que otros se han
sentido... desamparados. ¡Desamparados! Así es como yo me siento. Y si hay otros
como yo, ¿por qué no los he encontrado, para que podamos charlar juntos y
olvidar que estamos solos? ¿O es que los que sienten así... tantos de ellos... son los
que se suicidan?
Su dedo apretó el botón y las cortinas se corrieron silenciosamente. Una luz
suave cayó sobre su rostro como una ola de brillo. Y en aquel brillo se alzaba el
hombre que le había escuchado, y que escucha siempre.
John Service le miró y quedó al fin silencioso; empezó a retroceder,
lentamente, muy lentamente, Pero sus ojos no se apartaban del rostro del
hombre. Sentía los grandes ojos que la miraban, que escruta-can en su interior, y
veía la tremenda compasión en eUos. Lanzó un débil y agudo grito. Apoyó los
brazos en el respaldo del sillón y enterró el rostro en ellos. No sabía que estaba
llorando, no podía recordar que hubiera llorado jamás. Su cuerpo libre y
disciplinado temblaba violentamente y se encogía como si tuviera horrible frío.
Luego, al fin, recordó algunas palabras, ¿o es que alguien las dijo en la
habitación? "Serénate, y sabe que yo soy Dios".
"Serénate. Serénate. Apártate de todo el estruendo de la vida aunque sea
sólo por algún tiempo, un pequeño espacio de tiempo. Serénate lo suficiente para
no oír todas las voces agradables del mundo, ni las desagradables. Guarda
silencio. Serénate, y sabe que soy Dios. Y, en ese conocimiento, comprende que
todo está bien y que algún día te será explicado lo que no sabes.
"Serénate. Convéncete a ti mismo de que puedes soportar la vida, de que tu
vida tiene un significado claro y único que te pertenece sólo a ti, más importante
a Dios que incluso a ti mismo, y que para Dios es más valiosa que el sol o que un
billón de soles. Con esa importancia en su corazón, el hombre puede caminar sin
temor, feliz con un auténtico gozo, en paz con una paz que ninguna clase de placer
de este mundo pueda dar, con una satisfacción que no nace de las ocupaciones
de la vida."
—No, no —dijo John, con la cabeza hundida aún en los brazos—. No puedo
creerlo. No, aunque tú mismo lo dijiste. Pues no puedo creer que tú sepas nada
de ello, ni que lo supieras nunca. Fue tal tragedia... si es que sucedió...
Alzó la cabeza un poco y miró al hombre con ojos enrojecidos.
—Tú pensaste que era importante todo, ¿no? —dijo—. ¡Qué trágico! Porque
no lo es. ¿No lo descubriste por ti mismo más tarde, o es que realmente no...?
No era un hombre imaginativo. Pero inmediatamente creyó ver una gran
comprensión en aquellos majestuosos ojos, en aquel rostro atormentado y, sin
embargo, auténticamente sereno. Creyó ver que aquellos ojos se enfocaban en él,
y le veían sólo a él, y había una voz en sus oídos que decía: "No estás
desamparado, hijo mío. Todos tus pensamientos han sido ro is pensamientos, y tu
temor de ser olvidado ha sido mi temor también, pues, ¿no tengo yo tu carne y
tus heridas... aunque tú no sabías que eran heridas? Ven a mí y hablemos juntos,
135
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

unidos en nuestra naturaleza humana, y razonemos juntos. Y serénate, y sabe que


hay un Dios."
Más tarde estuvo seguro de que el hombre le había hablado así. Podía
recordar hasta el tono de aquella voz profunda y grave, aquella voz varonil, la voz
de un padre. Pero nunca pudo hablar a nadie de esto, pues era sólo su secreto.
Dio la vuelta al sillón y al hacerlo así, mirando al hombre, aquella agonía negra y
fría dejó su mente, reemplazada por la única y auténtica serenidad que conociera
famas. Todo lo que él había creído que era serenidad en su vida pasada se le
reveló como lo que realmente era: un sonido que nada significaba, un gozo que no
era gozo, una delicia que no era delicia, un contento que era sólo el contento de un
animal de lujo.
Y al final pudo decir, con una enorme humildad desconocida por él:
—Será muy duro para mí, en verdad. No me será fácil recordar lo que me
dijiste, y actuar de acuerdo con ello. ¿Cómo deberé actuar? ¿Me lo dirás tú? Sí,
estoy seguro de que me lo dirás. Pero, ¡qué extraña será mi vida!, ¡qué
misteriosamente extraña! Ni siquiera sé si me gustará.
"Pero una cosa sí sé. Tengo que hallar un camino distinto y una razón. Tengo
que creer en algo en que jamás soñé, ni una vez en mi vida. Pero va a ser
apasionante —sonrió como disculpándose—. Va a ser lo roas emocionante que he
vivido jamás. Una aventura. Una maravilla. Eso, al menos, hará que mi vida sea
digna de vivirse. Y, si consigo salir adelante con ello, entonces será todo el
mundo, y más. Tendré mi respuesta al final y ya no conoceré el temor, ni la
confusión, ni la desesperación.

136
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA DÉCIMA

LA NUEVA RAZA

« Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.»


JUAN, 20, 13.

ALMA DÉCIMA

Dónde vas, Lucy? preguntó una jovencita a su compañera mientras


avanzaban rápidamente hacia el aparcamiento del campus.
—Pensaba ir a dar una vuelta por ahí... a alguna parte —contestó Lucy
Marner.
Su amiga la miró inquisitivamente.
—¿Te ocurre algo? No pareces la misma desde hace un par de meses —
soltó una risita—. ¿No será nada raro...?
Lucy enrojeció.
 No —dijo secamente. No deseaba invitarla a que la acompañara-.
Pero... bien, me voy al médico para que me haga el chequeo de
primavera. No vale la pena esperar hasta el fin del semestre, cuando
empiezan los exámenes. Hasta luego, Sandy.
Se dirigió muy aprisa al aparcamiento. General mente se sentía muy
orgullosa de su descapotable blanco y lo examinaba a fondo para
asegurarse de que nadie había rozado su brillante carrocería. Pero hoy se
limitó a dejarse caer en el asiento de cuero rojo y salir a toda marcha del
137
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

campus. Unos amigos, chi cos y chicas jóvenes, la saludaron a gritos, pero
no contestó porque no los había oído. El calor de aquel día ya de verano caía
sobre su cabeza desnuda y su rostro pálido, y se reflejaba en sus ojos verdes. Era
una chica bonita, sólo de veinte años, pero la desesperación había marcado su
huella en su expresión, una desesperación que crecía en ella desde hacía más de
un año, así como aprendía más y más y cada vez sabía realmente menos y menos.
—Estúpida, estúpida, estúpida —parecía dirigirse a los grandes árboles en
arco sobre el camino del campus que llevaba a la calle.
Una ardilla cruzó el sendero y, sin quererlo, Lucy apretó el acelerador para
atropellada. Pero el animalito, aterrorizado, consiguió saltar a un árbol, y entonces
la muchacha dijo en voz alta, aunque débilmente:
—¡Oh, perdón! No quería hacer eso. Pero, Dios mío, ¿por qué te molestaste en
apartarte? ¿Por qué nos molestamos cualquiera de nosotros?
Estúpida, estúpida, estúpida, cantaban los neumáticos sobre la calle mientras
el coche seguía incansable su marcha. Todo es estúpido, estúpido, muy estúpido.
—Canta, brillante primavera —dijo—. ¡Canta hasta morir, imbécil!
"Imbécil tú", se dijo interiormente. "De todos modos, ¿por qué lo haces? ¿Por
qué te vas a ese refugio de chiflados?"
Llegó a un cruce de mucho tráfico y se detuvo ante el semáforo en rojo. Sus
ojos cayeron sobre los libros de texto en el asiento, a su lado. De nuevo sin
querer, pero con violencia, lanzó los libros al suelo y los pateó con el tacón, una y
otra vez, con creciente falta de control. Alguien apretó el claxon impaciente tras
ella y la chica le lanzó una maldición por encima del hombro. Luego salió de
estampida, sin preocuparse del tráfico ni de los alarmados bocinazos. Su cabello
rojo, largo y liso, flotaba tras ella como una bandera, y el pálido perfil tenía la
expresión de una estatua yacente.
—¡Oh, estúpida, estúpida! —gimió suavemente dando la vuelta a una esquina—.
¡Vete a casa, imbécil, vete a casa y sonríe, sonríe, sonríe, y muéstrate encantadora
con mamá y papá, y atiende a las invitaciones que te hacen por teléfono, y planea,
planea todas las excitantes actividades para este verano!
Sentía un dolor muy agudo en sus esbeltos hombros y en la nuca. Sentía dolor
en la espalda. Buscó en el bolso los tranquilizantes que le diera el doctor Morton
hacía dos meses. Luego lanzó el bolso al suelo del coche también, donde fue a caer
sobre los pateados libros. "No", pensó, "no quiero tranquilizarme por un rato. Esto
hay que afrontarlo alguna vez cara a cara. Pero ¿qué es esto en realidad? ¿Qué
me ocurre de todos modos? Quizá necesito un psiquiatra que me sonría
cortésmente y me diga que no quiero enfrentarme con la madurez, y que sólo
deseo ser una niña toda mi vida. Pero ¿con qué diablos he de enfrentarme?
Quizá sea sólo un exceso de hormonas, después de todo, pero yo no quiero ser
como Sandy y las otras, divirtiéndome y sudando por ahí, y preocupándose por si
Enovid les va a fallar este mes. Quizá no esté adaptada. Abuelita, ¿por qué diablos
me hablaste alguna vez de todas esas supersticiones? Lo que tú me hiciste..."
¡Eh, imbécil! ¿Por qué no mira dónde va?
Se dirigía a un hombre anciano y sereno que conducía su coche con
excesivo cuidado a lo largo de la ruidosa calle en que ella había entrado. El
hombre contempló a aquella joven furiosa en el lujoso deportivo y pensó para sí:
"No hay responsabilidad en estos días. Todo se les ha dado, sin el menor
esfuerzo por su parte. Todo es cómodo y fácil para ellos. No tienen problemas.
Lo que necesitamos es una buena depresión otra vez, que les dé un buen
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

susto y les sacuda, y les obligue a ponerse a trabajar. ¡Mira a esa chica, en su
lujoso coche! Un lecho de rosas, como solían decir".
Lucy, cuyos ojos estaban demasiado secos, pensó: "Podría dirigirme con esto
al río y seguir conduciendo hasta... ¡Oh, vamos! Eso no es una respuesta.
¿O sí?"
Pensó en sus alegres y amorosos padres, todavía jóvenes, e
involuntariamente dio media vuelta y se dirigió hacia el río. Luego, en la esquina
siguiente, se lanzó a sí misma un terrible insulto, giró de nuevo el coche y
prosiguió su marcha. "Es una locura", pensó. "No es posible que vaya allí. Pero
¿dónde más puedo ir? ¿Quién me dará la respuesta? ¿Un clérigo? ¿El doctor
Pfeiffer, con su cuello reluciente y sus conversaciones sobre el golf y el problema
racial, y nuestras responsabilidades para con la comunidad, y nuestros deberes
para con los menos privilegiados? De eso es de lo que habla cuando viene a
nuestra casa y se toma una discretita copa de jerez, o quizás un whisky muy
flojo. Sentado en nuestra sala, con todas las hermosas antigüedades a su
alrededor, y el aparato de alta fidelidad sonando suavemente, y los cuadros en
los muros brillantes bañados por el sol poniente, justo antes de cenar. ¿Qué
pasaría si yo le hablara de mí, y de esto que tengo en el pecho y en la mente?
Me diría: «Pero, querida hija, he estado hablando de eso en mi pulpito...» ¿De
verdad, doctor Pfeiffer, reverendo Pfeiffer? ¿De verdad, de verdad, maldita sea?
¡No, claro que no! Quizás usted piense que todo está arreglado, así que no
necesita siquiera mencionarlo. Pues tengo una noticia para usted: Nada está
arreglado. No existe un auténtico conocimiento en la joven generación. ¿Cree
usted que se adquiere por osmosis, reverendo Pfeiffer, o que respiramos en él,
en esta encantadora, dulce y tolerante civilización cristiana, toda llena de
ternura y compasión por los que carecen de ventajas? Doctor Pfeiffer, ¡es usted
un asno! Ha fallado en su trabajo, doctor Pfeiffer. Todos tan civilizados, ¿verdad?
Hoy en día lo que nos preocupa son los derechos civiles, la segregación, la
disgregación, la integración... Doctor Pfeiffer, ¿se le ha ocurrido alguna vez que los
negros no quieran ser amados por nosotros, maldito sea? Sólo quieren ser tratados
como hombres corrientes, reverendo, y ¡al diablo nuestro amor! ¡Al diablo con
todo, doctor Pfeiffer, ya puede volverse a su dulce y sofisticada esposa, y a su golf!
Repítase su himno dominical «Poderosa Fortaleza es nuestro Dios» sin saber nada,
como de costumbre; ¡ni sobre Dios ni sobre ninguna fortaleza en este mundo
maloliente, insensato y maldecido de Dios! ¡Oh, abuela, me gustaría cortarte el
cuello! Si no fuera por ti yo no estaría siempre pensando en el río."
Llegó al lugar del santuario, nombre que las gentes de la ciudad le habían dado
a través de los años. Había un amplio camino cortado por senderos más estrechos
en el inmenso césped verde. Dirigió su coche hacia aquel camino pero un viejo
jardinero que trabajaba allí cerca acudió corriendo.
—¡No puede llegar en coche hasta allí! —le gritó—. ¡No pueden entrar los
coches!
Ella le miró con ojos llenos de fuego verde y sintió el impulso de pasar por
encima de él con el coche, como había intentado hacer con la ardilla. Tragó saliva
con dificultad.
—¿Dónde está el aparcamiento? —preguntó.
—No hay ninguno —agitó la mano con aire vago—. Aparque en algún lado de
la calle.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—¿Quiere decir que tengo que venir a pie hasta aquí? —señaló incrédula el
brillante edificio blanco sobre la suave colina tras las doradas praderas y los olmos
y los manzanos silvestres en flor.
El viejo le sonrió.
—¿Está inválida? Entonces, ¿cómo puede tener ese coche de carreras?
¿Qué les pasa a sus piernas? Ustedes los jóvenes creen que caminar cien
metros o así les va a romper la espalda. Siga adelante, hermana. Aparque en
la calle, si puede encontrar sitio.
—¿Son ésos los modales que les enseñan en esa '
condenada capillita?
—Yo nunca he estado ahí dentro. Sólo trabajo aquí, en el parque —le sonrió
de nuevo—. Jamás necesité entrar. ¿Para qué? No tengo dolores, ni problemas.
¡Pero usted sí qué parece tenerlos, hijita! Siga adelante, antes de que llame a
los guardias.
—¡Vayase al diablo! —dijo Lucy Marner, a quien | toda la vida le habían
enseñado a ser cortés con los menos privilegiados. Hizo girar bruscamente el
coche y se alegró de que los neumáticos dejaran su huella en aquella hierba
hermosamente cuidada, haciendo chillar de furia al viejo. Siguió adelante. Dio
vueltas a todas las calles adyacentes durante algún tiempo, en aquella sección
comercial y abarrotada, llena de edificios de apartamentos y de tiendas.
Luego, al fin, halló aparcamiento, a un kilómetro por lo menos del santuario, y
se lanzó a él tan aprisa que casi chocó con un coche que salía. El vigilante llegó
corriendo y gritando. Ella bajó del coche sin una palabra, cogió el bolso y echó a
correr sin importarle el ticket que agitaban tras ella.
—Maldita perra —dijo el vigilante, mirando con simpatía a la señora asustada
del coche con el que Lucy casi había chocado.
—Cada vez están peor —respondió ésta—. Demasiado dinero, demasiado tiempo
libre, demasiada comida, demasiada diversión.
—Y que lo diga —contestó el vigilante metiéndose en el coche abandonado por
Lucy—. ¡Mire esto! Por lo menos debe haber costado siete mil dólares.
Lucy bajaba corriendo por la congestionada calle principal, esquivando a los
transeúntes que la miraban con extrañeza. Tenía en verdad un extraño aspecto. Al
fin se dio cuenta de que se reían de ella y redujo la carrera a un caminar rápido.
Gotitas de sudor aparecieron en la frente, el brillo del sol poniente en los edificios
le cegaba los ojos. Buscó sus gafas de sol, y como no las encontrara
inmediatamente empezó a sollozar de amarga frustración. Al fin las tuvo en la
mano y se las puso, y al instante se sintió calmada. Estaba oculta, ya no era
nadie, ya estaba protegida. Se alisó el pelo revuelto con manos temblorosas y alzó
la tela de su traje de lino rosa sobre los húmedos hombros. "Despacio, despacio",
se dijo. "Este hombre no va a echar a correr. ¿Cómo le llaman? El hombre que
escucha. Siempre está allí, de día y de noche. Me pregunto qué pensará su esposa
de eso. Y ¿por qué demonios vas tú allí, estúpida?"
Fue un largo paseo. No recordaba haber caminado nunca tan aprisa por la
ciudad. No tenía que preocuparse por la ansiedad de sus padres, por no llegar a
casa a la hora de costumbre... cuando lo hacía. Sus padres creían firmemente en
la teoría de respetar la intimidad de los hijos y jamás hacían preguntas. Ahora
tenía veinte años, pero sus padres habían estado respetando su intimidad desde
los diez. Y ¿qué significaba eso?, se preguntó. ¿Que realmente no les importaba
ella un pito, y que lo único que querían era que no les molestara? Sus padres y
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

todas sus contrapartidas contemporá-neas y sociales creían en la teoría de


respetar la intimidad de cualquiera excepto de los privados de cultura... que al
parecer ni querían ni merecían que los dejaran solos. ¿Quién les había degradado
de este modo? Sus padres y todos los de su clase. Y sus padres y todos los de su
clase, incluido el doctor Pfeiffer, eran los que la habían llevado a este terrible
estado, así como a millones de otros jóvenes iguales a ella. Esta horrible, vacía y
angustiosa situación. Sus padres se merecían que ella volviera a casa alguna vez
patentemente embarazada, o drogada, o al menos completamente borracha y con
"las ropas en desorden" como los periódicos decían delicadamente. Se preguntó si
no sería todo ello la razón, al menos en parte, de que los periódicos informaran
de un índice creciente de criminalidad, según sucedía recientemente. En nombre de
Dios, ¿qué les había dado realmente el mundo a los jóvenes como ella?
Diversiones, la mejor comida, educación, dinero, coches, vestidos maravillosos,
salones de belleza, lecturas refinadas, comprensión del adolescente y algo que
eufóricamente llamaban amor, y eso era todo. Hasta los llamados pobres tenían
todo eso también. Pero ¿qué más había que dar? "Realmente no nos han dado
nada", pensó Lucy, y de nuevo anheló hallarse en el río, el frío y oscuro río que
pondría fin a todas sus preguntas.
El cielo de verano era de un brillante escarlata por el oeste cuando llegó al
santuario. Los hombres que trabajaban el césped se habían ido ya. Ahora el
césped se extendía ante ella con sus macizos de flores y sus árboles, y los
senderos de grava, tan bien cuidados. El sol caía sobre el tejado rojo del edificio
en lo alto, como fuego. Lucy subió por el sendero; era realmente más empinado de
lo que parecía. Y suficientemente ancho para un coche; deberían tener un
aparcamiento. No. Se rumoreaba que el lugar estaba siempre lleno de llorones y
de enfermos que querían ver al doctor, o al psiquiatra, o al clérigo, o a quien
fuera que aguardaba allí para escucharles o entregarles un curalotodo. "Yo voy a
ser algo distinto para él", pensó Lucy con acritud. "Jamás habrá conocido a nadie
como yo. Juro por Dios que si me sale con esa estupidez psiquiátrica de
enfrentarme con la madurez le escupiré a la cara. ¿Qué hay de inmaduro en mi
cuerpo y mente? ¿Qué hay que yo no sepa?... Debería haberme ido a la otra
universidad", se dijo, sudando por el calor y el esfuerzo de la caminata. "Eso es lo
que papá y mamá querían. Nuevas experiencias, nuevos puntos de vista. Eso Es Lo
Que Nuestros Niños Merecen Estos Días. Sólo por fastidiarles insistí en ir a la
universidad aquí. Creo que últimamente siempre estoy pensando en el modo de
molestarles. No, les he estado hiriendo desde que era una cría. Ha sido el único
placer que he tenido en la vida: fastidiarles. Y ellos se quedan tan heridos y
confusos... pero jamás un bofetón en la cara, jamás la anticuada disciplina. ¡Jamás
me han dicho nada que valga la pena!"
Buscó en su bolso el portamonedas, el hermoso portamonedas de oro que sus
padres le habían regalado en su último cumpleaños. Estaba lleno de billetes, como
de costumbre. Apretó un billete de diez dólares entre los dedos, disponiéndose a la
colecta. ¡Eso le agradaría a la contrapartida del doctor Pfeiffer que estuviera allí
dentro!
"Juro", se dijo de nuevo, "que si me dice que tengo tantas ventajas, y que
debería dirigir mis pensamientos y acciones a la mejora de la humanidad, le voy
a dar una muestra de cómo habla la nueva generación. Voy a ponerle de punta los
cabellos, sin duda tan bien cortados". Se sentía llena de un odio nuevo, de una
nueva desesperación. No sabía a quién odiaba realmente con tal ferocidad, tan

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

desoladamente. Pero había en ella hambre de algo que no sabía qué era, un
hambre rabiosa, como inanición.
Abrió de par en par las puertas de bronce con furiosa impaciencia y entró
violentamente en la habitación, ansiosa sólo de enfrentarse con el hipócrita que le
mentiría como había mentido a multitudes de jóvenes, que le mentiría como le
había mentido toda su vida, con tanta amabilidad, con tan enfermiza
comprensión. Pero sólo vio a tres personas en la sala de espera, dos mujeres
viejas y un chico joven, con un rostro tan desolado e intenso como el suyo. Era
una habitación agradable, serena, hermosamente amueblada. Había una placa de
mármol en uno de los muros, de mármol también. Todo lo puedo en Aquel que me
conforta. ¡Qué estupidez! Y ¿quién era Aquél?
Se sentó en una silla. Nadie la miró, pero ella sí miró a los otros
desafiadoramente, en especial al joven, que llevaba una buena chaqueta sport. El
pelo era demasiado largo y exageradamente arreglado. Lucy estaba acostumbrada
a que los jóvenes la miraran con sonrisa de esperanza. Preparó una expresión
despectiva, pero el joven no se dio ni cuenta de su presencia. Esto la asombró. La
miró con mayor intensidad. ¡Vaya, si era uno de los suyos! Divertido. ¿Acaso se
sentiría también como ella? No, Lucy era un caso único. Tendría otro problema.
Pero sonrió amargamente. No podía ya soportar a los jóvenes de su generación.
Miró furiosa al chico. Era posible que tampoco a él le hubieran dicho jamás nada
de valor. En ese caso, eran iguales. Extraño que se odiara en él y que no sintiera
piedad, ni nada, excepto impotencia. "¡Hay tantos de nosotros!", se dijo. "Quizá yo
no sea única en absoluto».
Cogió una revista, esperando que fuera de tema religioso. Pero estaba llena de
fotografías, gentes entregadas a ocupaciones alegres y apasionantes, y diversiones.
La tiró a un lado. Vió el Wall Street Journal. De modo que también venían aquí
hombres como su padre. Estudió el informe de la Bolsa con vago interés. Su padre
le había regalado un buen bloque de acciones en su último cumpleaños. Luego la
dominó una oleada de asco y arrojó también aquella revista. ¡Ojalá se hubiera
llevado uno de los libros de clase, pues tenía un examen al día siguiente! No había
estudiado realmente desde hacía casi un mes. ¿Para qué?
Vagamente se había dado cuenta del sonido de una campanilla que apenas
llegaba a interferir con sus pensamientos, una suave campana y luego el rumor
de la gente al levantarse e ir hacia aquella puerta del fondo donde aguardaba el
clérigo, o el psiquiatra, o el doctor, o el asistente social, para hablar con los
intrusos. Se permitió el placer de pensar qué le diría al chiflado de allí dentro. Le
gritaría a su estúpido rostro. Estúpido, estúpido, estúpido. Todo el mundo era
estúpido.
Sonó la campana. La ignoró. Sonó de nuevo con amable insistencia. Alzó la
caída cabeza. Estaba sola en la habitación. Así que la campana era para ella.
Vaciló. Luego se levantó, alisó el arrugado vestido de lino y lentamente se aproximó
a la puerta. La habitación estaba fresca, pero ella sudaba de nuevo. A pesar del
delicado desodorante que usaba percibía su propio olor corporal, ácido e insistente.
Y, mezclado con él, el de la colonia que había utilizado esa misma mañana después
de la ducha. Sentíase repentinamente consciente de sí misma como jamás lo
estuviera antes, y aquello era como sentirse desnuda ante todos con sus
sufrimientos, como una niña asustada, una niña perdida que había sido privada sin
el menor remordimiento... ¿de qué? Pero, por extraño que parezca, también era
sentirse plenamente ella misma, algo que no podía recordar haber sentido antes.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Una personalidad patente, con responsabilidad hacia sí misma, sin responsabilidad


hacia ninguna otra persona, sin razón alguna para sonreír y hablar alegremente.
Abrió la puerta y, en el interior de la segunda habitación, no vio más que
blancas paredes de mármol y el suelo brillante y un gran sillón de mármol con
almohadones azules, y una alcoba cubierta por cortinas azules. La puerta se cerró
tras ella. Miró la alcoba. ¿Es que él prefería ocultarse? Quizás estuviera el doctor
Pfeiffer tras aquella cortina, el cortés y pulido doctor Pfeiffer, con su suave voz,
animando la responsabilidad social. Sintió un amargo regusto en la boca. Eso
tendría gracia... el doctor Pfeiffer. Pero no, en una ocasión le había oído hablar
con indulgencia de la "superstición" de aquella alcoba, y de uno de sus fieles, un
amigo de la familia también, John Service, que en cierto momento había intentado
que se aboliera aquel santuario. Y el doctor Pfeiffer había estado de común y
completo acuerdo con Johnnie Service. Y de pronto éste había dejado de ir a la
iglesia del doctor Pfeiffer, y había parecido un poco cambiado, menos locuaz sobre
las responsabilidades sociales cuando hablaba con papá. En realidad él y papá se
habían peleado sobre ese tema en una ocasión. Ojalá pudiera recordar lo que
habían dicho. Ahora le parecía muy importante.
Lucy se dirigió lentamente al sillón y tosió para informar al hombre tras la
cortina de que ya había entrado. Aunque, se dijo sorprendida, nada más entrar
comprendió que el hombre ya se había dado cuenta de ello. Debía tener un espejo
que desde aquí no se viera o algo así. Pero los muros junto a la alcoba eran muy
suaves. Sin embargo, la ciencia podía hacer cualquier cosa estos días, y nada era
lo que parecía.
Se sentó, el bolso correctamente colocado sobre las rodillas. Miró en torno
buscando un receptáculo, pero no vio nada. Bien, la colecta vendría más tarde,
o podía dejar el dinero sobre una mesa. Miró la cortina. No se agitaba, ni se
escuchaba la respiración de nadie. Sin 'embargo la impresión de una presencia se
hacía más aguda.
—Buenas tardes —dijo Lucy, la muchacha bien educada ante uno de sus
mayores. El hombre no contestó.
—No sé por qué estoy aquí —siguió, diciéndose que el hombre estaría
asombrado, pues todos los demás sabrían generalmente por qué habían venido
a este lugar. Sonrió—. Supongo que no recibe a muchas chicas como yo, chicas con
privilegios, de buena familia y con todo lo que hayan podido desear, y amor, y
todo eso. Eso es lo que soy. ¿Quiere saber mi nombre, o algo?
Era una locura realmente. De pronto tuvo la idea de que el hombre conocía su
nombre y todo lo referente a ella. Se encogió un poco. Entonces era un amigo de la
familia. Enrojeció de mortificación. La cortina seguía tranquilamente plegada, con
su sereno y brillante tono azul. Se levantó, fue a ella y vio junto a la cortina el
botón que le informaba que, si deseaba ver al hombre que escuchaba, sólo tenía
que oprimir el botón. Así lo hizo. Nada sucedió. La cortina no se movió. Por tanto, ¡él
había reconocido a Lucy Marner! ¿Y qué? Pues que escuchara y tomara notas, y que
supiera de una vez para siempre que todo lo que ella tenía, y tantos como ella, no
era nada, menos que nada, peor que nada. Le daría algo que pensar, y quizá hablar
en serio con sus estúpidos colegas, todos sin duda tan liberales como él mismo.
Quizás incluso podría discutirlo con papá y mamá. Sonrió despectivamente. Sí, que
alguien le dijera a sus padres lo que ella pensaba realmente de ellos, a ver si así
se sentían turbados de su maldita complacencia. Esperaba que se lo dijera también
a sus profesores, con su sonrisa de superioridad y su juvenil sentido de la realidad,
y sus sonrisas indulgentes cuando alguien como ella preguntaba: ¿Por qué?
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—De acuerdo —dijo furiosa. Volvió a la silla—. De modo que me conoce. ¿Qué
me importa? Dígaselo a todo el mundo. Dígaselo a todo el maldito mundo. Estoy
harta de los de su clase, harta de todo.
El hombre esperaba. Lucy no percibió que estuviera enojado. Se limitaba a
esperar.
—Se lo diré breve y claramente —continuó—. Yo soy lo que los profesores y
sociólogos y el clero llaman con admiración "la nueva generación". Los jóvenes
que hacen preguntas y disienten de todo e insisten en hechos y respuestas
inteligentes. La insatisfecha nueva generación a la que no se puede hacer
callar con viejos tópicos y antiguas explicaciones, y con la antigua teología y
las tradiciones. La generación que, quiere saber por qué. La generación que
quiere res puestas que satisfagan al nuevo mundo, y al mundo del futuro.
El sabor a bilis era más fuerte en su lengua. Se inclinó hacia la cortina.
—¿Sabe lo que ellos contestan ahora? ¡No contestan nada! Sencillamente nos
admiran, ¡malditos sean! Se ponen sencillamente en pie y dicen, asintiendo sus
estúpidas cabezas, "la nueva generación". ¡Y se supone que eso es una respuesta,
y se supone que vamos a admirarnos a nosotros mismos, y a quedar satisfechos!
Era una locura realmente, pero pensó que oía decir a aquel hombre: "Siempre
hay una respuesta para la vieja y eterna pregunta."
—¿Qué? —murmuró—. Pensé que decía algo. Pero no creo que dijera nada,
¿verdad? Sólo estoy hablando conmigo misma. Pensaba en mi abuela, e
imaginaba que ella me hablaba de nuevo. La madre de mi padre. El hombre
nada le dijo. Se limitaba a esperar. Lucy tuvo la impresión de que su rostro la
estudiaba alerta tras la cortina, y que estaba oyendo algo que había oído antes
miles de veces. ¡Qué locura!
Pero el rostro tenso de Lucy empezó a iluminarse suavemente.
—Me gustaría hablarle de mi abuela. Ella no era muy vieja cuando murió.
Menos de cincuenta años. Usted no pudo haberla conocido. Vivía en Cleveland, y
tengo entendido que usted es un hombre más joven y que nunca ha salido de
esta ciudad. ¿Joven? No, no, si dicen que usted es viejo, muy viejo. ¿Es cierto?
¡Oh, qué locura! Pensó que el hombre le contestaba que era mucho más viejo
que el tiempo. Se llevó la mano a la frente.
—Me estoy volviendo loca, sin duda —dijo-Ahora empiezo '¿. imaginar cosas,
cosas que pensé que me decía usted... locuras...
¿Qué había oído? ¿Un suspiro? No, era ella misma la que suspiraba.
—La abuela... —siguió, con voz joven y desesperada—. Yo tenía unos doce años.
Ella vivía en Cleveland. Eso fue el año en que mis padres se fueron al extranjero, y
todos andaban tan prósperos y sobrados de dinero que no pudieron conseguir que
nadie se quedara a cuidarme de modo adecuado aquí, en casa. Yo era una chica
mayor y muy madura. Pero, para mis padres, era una niña. La abuela se ofreció a
cuidarme en su casa de Cleveland mientras mis padres estaban fuera, así que me
llevaron con ella. Sólo la había visto antes en tres ocasiones. No era muy popular,
especialmente con mamá. Mamá decía que era medieval y que no quería que yo
estuviera expuesta a ideas absurdas. Mamá es muy moderna, ya sabe. Es mucho
más moderna que yo. ¡Mamá está ya en órbita!
Estalló en una carcajada. No sabía cuan desesperada sonaba aquella risa
juvenil.

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—En realidad —dijo cuando pudo controlarse— mamá odia lo que llama la
mística femenina. Tiene cuarenta y un años y es como mil años más joven que yo.
Ella cree que una mujer puede hacerlo todo. Si Washington no está alerta, un día
de éstos mamá va a marchar sobre la ciudad y a exigir ser la primera mujer
astronauta. Quizás estoy imaginando y exagerando todo eso, pero mamá es así.
Se enorgullece de ser agresiva y de hacerlo todo bien. Mirándola, uno pensaría
que sólo tiene unos diez años más que yo, y a ella le encanta que se lo diga
todo el mundo, y, claro, lo hacen. En cuanto a papá, parece un muchacho. Más
joven que los jóvenes. Como un crío. Jamás sospecharía que él es el corredor de
bienes raíces más próspero de la ciudad. Más joven que los jóvenes. ¡Y
moderno! ¡Dios mío! Son tan modernos que me hacen sentir más vieja que las
montañas. Y me revuelven el estómago. "Sí", dijo el hombre. "Realmente son
dignos de lástima."
—¿Cómo? —gritó Lucy, adelantándose en el sillón—. ¿Dignos de lástima? ¿Es
eso lo que dijo, o vuelvo a imaginar cosas?
El hombre no contestó, pero Lucy se sintió segura de que había dicho lo que
ella imaginaba que había dicho. Se echó atrás de nuevo en el sillón. Frunció el
ceño. ¿Dignos de lástima? ¿Sus padres tan vitales, jóvenes, animados? ¿Sus padres
tan alegres, serenos, sanos? ¿Qué había de digno de lástima en ellos? Estaban
adaptados en todos aspectos. Eran tolerantes con todo, serios con nada. Le
sonreían cuando ella intentaba hablarles de su desesperación. Le decían que era
una fase. Una tormenta de adolescente. Ellos no sabían que le habían quitado...
¿qué le habían quitado, ellos que se lo habían dado todo, incluido un amor sin
límites?
—La abuela... —empezó de nuevo, y ahora, por primera vez, sus ojos jóvenes
se llenaron de lágrimas—. Yo quería mucho a la abuela, aunque nunca volví a
verla después de los doce años, cuando mis padres regresaron de Europa. Su
casa era tan... tranquila. Es gracioso que yo piense que mi propia casal no es
tranquila como la de la abuela; sin embargo,! nuestro hogar es realmente
pacífico. Nadie levanta' jamás la voz. Todo es buen humor y sensatez, todo
puede discutirse razonablemente. Sin embargo, no es tranquila según lo era la
casa de la abuela. Parecía... parecía haber una presencia en su casa, lo mismo
que hay una presencia aquí. Vamos, ¿no es esto una absoluta locura?
Se estrujó las palmas de las manos fieramente. Las lágrimas le corrían
abundantemente por las pálidas mejillas.
—Yo... yo he hablado con el doctor Pfeiffer. Él es nuestro clérigo, ya sabe. He
intentado preguntarle... cosas. Sobre lo que la abuela me dijo. Y él se limita a
darme un cariñoso golpecito, y dice: "Eso estaba bien para la época de tu abuela,
Lucy. Pero tú eres de la nueva raza. Esta generación vieja os admira mucho.
Vosotros rehusáis aceptar las respuestas circunscritas. Hacéis preguntas más
amplias. Sí, os admiro mucho. Vosotros nos habéis dado mucho."
—¡Y la cuestión —gritó Lucy— es que no nos dan ninguna respuesta! Nos
hablan de la ciencia y de nuevos descubrimientos. Y de problemas sociales. ¡Como
si los problemas sociales se alzaran solos en el espacio, aparte de nosotros! ¡Como
si no tuviéramos ninguna identidad personal en absoluto, como si no estuviéramos
hambrientos de algo que... que diera algún significado a nuestra vida! Yo no creo
que la gente sea sólo como animales en colectividad, como un rebaño de vacas.
Con seguridad que vivimos individualmente, ¿no? Con seguridad que tenemos una
responsabilidad con nosotros mismos en primer lugar, antes de tener una

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

responsabilidad para con los demás, ¿no es cierto? Con seguridad que tenemos,
tenemos... ¿cómo lo llamaba la abuela?, ¡almas!
Enrojeció. Aquella tonta palabra. El hombre debía estar riéndose
silenciosamente tras la cortina. Le miró desafiadoramente. El dulce y fragante
silencio en torno a ella pareció envolverla más, como si no quisiera perderse una
palabra de lo que decía. Insensiblemente, su cuerpo, tan tenso, fue relajándose
con gratitud. Sonrió trémulamente y su rostro palideció de nuevo. Empezó a
buscar en el bolso hasta encontrar un arrugado recorte de periódico. Lo extendió
hacia la cortina.
—Tengo aquí algo que explicará mejor que yo lo que quiero decir. Apareció en el
Pravda, el periódico ruso, y fue recogido por nuestra prensa. La chica se llama
Svetlina, según el periódico, y vive en Moscú. De diecisiete años. Escribió al
Pravda. Le leeré exactamente lo que dice, pues es lo mismo que yo quiero decir:
"Considero al mundo estúpidamente concebido, y falto de significado.
Aprendemos y trabajamos toda la vida, y estudiamos, y luego, cuando somos
valiosos a la humanidad y a nuestro país, envejecemos y morimos. ¿Cuál es el
significado de todo esto? ¿No resulta algo indigno y carente de valor? Todo ese
esfuerzo que termina en la nada y la extinción... Nuestros científicos deberían
tratar de hallar la píldora de la inmortalidad para nosotros."
—Ahora bien —dijo Lucy, que no sabía que e taba llorando otra vez—, eso me
suena terriblemente patético. ¡Pero yo sé lo que ella quiere decir! ¿De qué sirve
que vayamos al colegio y escuchemos cuando no hay respuestas a la admiración de
esos idiotas que nos llaman "la nueva raza"? Nuestras preguntas frenéticas sólo
son recibidas con adulación, como si la pregunta fuera importante en sí y la
respuesta tuviera que ser forzosamente estúpida. Estúpida, estúpida, estúpida...
Pero mi abuela tenía una respuesta, aunque mis padres dijeran que era medieval.
No sabía que se había puesto en pie en su agitación extrema y desesperada.
—¡Aquellos cortos meses! No podría decirle lo maravillosos que fueron. Lo que la
abuela dijo puede que sea tonto, según mis padres comentaron, y anticuado, y
supersticioso, y Victoriano, y pasado de moda. ¡Pero significó algo para mí! Ellos,
ellos... bien... es como cuando uno tiene hambre y alguien le lleva a una
maravillosa cocina de suelo de ladrillo, y hay olor a pan cociéndose en el horno, y
se está disponiendo una deliciosa comida y alguien te da un plato y una lo llena,
y se lo come, y desaparece el hambre. Una se siente llena. Se siente satisfecha y
en paz, y maravillosamente feliz.
"¡Tan feliz! —repitió la pobre Lucy—. ¡Tan satisfecha! No recuerdo dónde está
en la Biblia, pero la abuela me lo leyó. "El Señor es mi Pastor, nada me falta. Él
lleva mi alma... mi alma... Él lleva mi alma a los verdes pastos. Tu vara y tu
cayado me confortan. El valle de las sombras de la muerte... No temeré a la
maldad." No lo recuerdo muy bien, ya lo ve. Pero, cuando ella me lo leyó, me sentí
tan tranquila, tan llena, como si alguien realmente me amara. Como si alguien me
escuchara realmente. Como si todo estuviera explicado. Creo que es del Antiguo
Testamento, pero no lo sé. Nunca he visto una Biblia, ni antes ni después.
"Y luego —siguió Lucy, llorando ya sin dominarse— otra cosa que Jesús dijo. La
abuela me lo leyó. Era sobre los niños. Dijo algo de permitir a los niños que se
acercaran a Él, de impedir que los rechazaran. Y había algo que una mujer dijo
después que Él fuera crucificado: "Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han
puesto." Cuando pienso en eso, pienso en mí. ¿Qué han hecho con mi Señor?
¿Dónde le han llevado que yo no sé nada de Él? Si es que hay algo que saber...

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Se llevó las manos unidas al pecho.


—¿Dónde le han llevado? ¿Por qué no oigo hablar de Él? ¿Por qué mis padres
se ríen con indulgencia cuando les pregunto? ¿Por qué mis profesores hablan
únicamente de ciencia social y de todas esas estupideces, como si los individuos no
tuvieran existencia ni esperanza más allá de esta simple vida? ¿Por qué el doctor
Pfeiffer habla de mezclarnos con la humanidad y perder nuestra egoísta
individualidad? ¡Pero nuestra individualidad es todo lo que cuenta! ¡Es todo lo
que tenemos! No somos almas de grupo, no somos animales que viven en
colectividad. Sólo nos conocemos a nosotros mismos y nuestros propios
pensamientos.
"Tenemos hambre. Queremos algo más, aparte de este mundo y nuestras
obligaciones sociales. Queremos estar satisfechos como personas. Si no estamos
satisfechos como individuos, no vamos tampoco a servir de nada a los demás. Si
sólo miramos a nuestros compañeros humanos como animales bípedos, ¿de qué
sirve eso? Entonces la vida humana no significa nada, ¡entonces yo, y millones de
chicas como yo, vamos a estar tan desesperadas como esa pobre chica rusa
Svetlina! E igualmente amorales, e igualmente carentes de significado.
Se cubrió con las manos el húmedo rostro y gimió débilmente.
—Sin significado. ¿Dónde se han llevado a mi Señor, que ahora no tengo la
impresión de estar viva, sino únicamente de formar parte de un grupo?
Apartó las manos.
—¿Por qué nos prohíben ir a Él? ¿Por qué nos bloquean el camino con
problemas que se supone que vamos a resolver en el mundo, este mundo que
siempre ha estado lleno de problemas? Y, si vamos a Él, ¿qué puede Él decirnos?
¿Dónde está mi Señor? Ellos se lo han llevado de nuestras casas y de nuestras
iglesias, de nuestro gobierno y nuestras escuelas. Se lo han llevado al campo, y le
han matado, y le han puesto en una tumba, y Él ya no puede hablarnos de nuevo,
ni darnos más razón para vivir.
El hombre no contestó. En su completa desesperación, Lucy corrió de nuevo a
la cortina y oprimió el botón. Las cortinas azules se separaron ahora
silenciosamente, como con aire cansado y triste, y la luz brilló, y a aquella luz se
alzó el hombre que escucha.
—¡Oh! —gritó Lucy agudamente, y se retiró— ¡Oh, Dios mío!
Luego gritó de nuevo una y otra vez:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Nunca se había arrodillado antes en una iglesia, ante un altar, o junto al
lecho. Pero se arrodilló ahora, lenta y penosamente, temblando. Unió sus manos
apretadamente como una niña pequeña y no una mujer de veinte años. Miró al
hombre bajo la luz con maravillada sorpresa.
.—¡Yo creo! —susurró—. ¿Qué fue lo que dijo mi abuela? Yo creo, yo creo. ¡Oh,
Señor, ayuda tú a mi incredulidad! ¡Sí, sí! ¡Ayuda tú a mi incredulidad! Dame...
dame algo que pueda alimentarme, que pueda contestarme. Tú no moriste después
de todo, ¿verdad? La abuela me lo dijo. Pero nadie más me lo dijo, nadie más.
Nunca me dijeron que no te habías ido, que estabas aún aquí, aunque ellos te
hubieran arrojado de sus vidas y se hubieran reído de ti. Jamás me habían dicho
que estabas aún en este mundo moderno, aunque ahora todo esté cerrado contra
ti.

147
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"¡Ayuda tú a mi incredulidad! Yo sé que tú me hablaste, porque jamás antes tuve


pensamientos como éstos. Nunca tuve nada más que el ridículo. Yo era suficiente a
mí misma... pensaban ellos. Ellos eran suficientes a sí mismos, también. Quizás eso
es lo que los hace sentirse tan asustados cuando están un poco enfermos o se ven
más viejos y temen que la vida ya no les resulte divertida. Quizá por eso estaba yo
tan... hambrienta, como esa chica Svetlina.
Se puso en pie. Se acercó al hombre lentamente. Extendió la mano y la dejó
sobre él. Sonrió, aunque aún estaba llorando. Había una gran paz en su alma.
—Ayuda tú a mi incredulidad. No, devuélveme sólo lo que mi abuela me dio y
todos se llevaron después. Mira, aún tengo que enfrentarme con el mundo, con la
universidad, con los profesores y con mis padres. Les llamaste dignos de lástima,
¿no es cierto? ¡Oh, cuan dignos de lástima! Ahora lo veo bien. Son como niños en la
oscuridad. ¿Por qué te llevaron lejos, y por qué te ocultaron de mí? Los pobres...
Pobre papá, pobre mamá. Quizá por eso sienten la frenética necesidad de seguir
siendo jóvenes, modernos y entusiastas. Parecen tan... febriles a veces. Tan
desesperados a veces. Incluso más desesperados que yo... lo estaba.
"Porque ahora ya no estoy desesperada. Hay una ñ Iglesia junto a nuestra
casa, con velas. Está siempre abierta. Y hay hermosas imágenes en ella. Y
una luz junto al altar. No sé por que.
"'Pero cada día voy a detenerme allí antes de ir a clase Voy a descubrir...
dónde han puesto a mi Señor.

148
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA UNDÉCIMA

LA TEJEDORA DE SUEÑOS

«Todo lo que tu error infantil imagina perdido, yo te lo he guardado en casa...»


El sabueso del cielo. FRANCIS THOMPSON

ALMA UNDÉCIMA
El dorado día de primavera no era más fresco que el aire en la sala de
espera de mármol blanco. Hombres, mujeres y jóvenes, inconscientemente
relajados, esperaban que la campana sonara para ellos, como si parte del peso
que les abrumaba, y el dolor y la desesperación, fueran disolviéndose ya en el
suave aire con su aroma de helechos. La mujer que entraba los miró tímidamente,
sus labios, exageradamente pintados, esbozando una sonrisa, sus ojos,
maquillados en exceso observándoles con cierta coquetería, el pelo muy ondeado
en torno a sus viejas mejillas. Era evidente que aguardaba una mirada de interés
de todos los reunidos allí, pero nadie alzó los ojos para mirarla, nadie pareció
darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se desvaneció, se transformó en
un gesto de desagrado. La puerta se cerró silenciosamente tras ella, que quedó
apoyada allí como jadeante y sin aliento, como la jovencita que fuera... hacía
cincuenta años. Suspiró provocativamente, pero nadie alzó la vista. Algunos leían,
hundidos en sus tristes pensamientos.
Sonriendo de nuevo, tras un instante de duda, caminó de modo ostentoso sobre
sus altos tacones hasta llegar a una silla vacía en la que se sentó. Era grande y
gorda, muy gorda, pero iba implacablemente encorsetada. Vestía como una
jovencita, con un alegre traje de seda verde, y una chaqueta verde también,
tensas todas las costuras. Una sarta de perlas, falsas a ojos vistas, rodeaban su

149
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

garganta, ya muy arrugada. Como había tenido la vaga idea de que se dirigía a
una especie de iglesia se había puesto sombrero, un sombrero bastante ancho de
terciopelo y paja negra adecuado para una chiquilla de catorce años. Sus manos
enguantadas de blanco sostenían un bolso de imitación de piel, que hacía juego
con sus zapatos, también de piel falsa, y los pies, muy gruesos, y enfundados en
medias de nylon, desbordaban de ellos. Exudaba un perfume que alguien
bautizara con optimismo Noches turcas, a un dólar la onza, pero que olía —como
dijera una de sus amigas más crueles— a sudor perfumado. Se suponía que
había de enloquecer a las señoras como Maude Finch.
Algunas de sus amigas más amables le decían que no parecía tener más de
cuarenta y nueve años, pero sus arrugas perfumadas y pintadas proclamaban
descaradamente sus sesenta y cinco años bien cumplidos, y ni un solo artículo de
todo lo que llevaba encima había costado más de veinticinco dólares. Entre las
gentes de su generación estaba considerada como "un tipo raro", pues podía jugar
al poker como un hombre, beber cerveza como un hombre, tenía una risa dura y
estrepitosa, y ganaba sesenta dólares a la semana como vendedora de ropas
en la sucursal de un almacén en el pequeño suburbio donde vivía.
Lo triste es que ella se consideraba muy elegante y estaba convencida —al
menos casi siempre— de que tenía estilo, eclat. (Había leído esa palabra en el
Harper's Bazaar y ahora la usaba a diestro y siniestro» aunque con mala
pronunciación. Nunca había aprendido a pronunciar la mitad de las palabras que
utilizaba dándose aire, pero al menos sabía su significado... hasta cierto punto.)
Llevaba el pelo teñido, y no por un profesional. Sus ojos, pequeños y azules,
parecían agotados de cansancio, a pesar de su eterna sonrisa. Su único rasgo
perfecto eran los dientes, sin fallos, grandes, blancos y sanos. Muy pocas veces
había necesitado al dentista, lo que era una suerte para ella. Cuando sonreía
alegremente, cosa habitual en ella, sus dientes brillaban, parecía más joven y, sin
embargo, mucho más patética que de ordinario.
Se sentó cuidadosamente, arreglándose el vestido y la chaqueta para que no
se arrugaran. Eran de pura seda, y de la talla máxima, y había podido adquirirlos
en la tienda por la mitad de su precio original porque ningún cliente los había
pedido. Se sentía muy orgullosa de su traje. Lo estrenaba hoy. Se tocó el
sombrero, abrió el bolso, sacó la polvera y echó una miradita al espejo. No vio el
cutis lleno de grandes poros. Vio la encantadora chiquilla que nunca había sido, ni
una sola vez en su vida. Sonrió generosamente a la soñada imagen, cerró la
polvera, la volvió a guardar, unió el broche del bolso y miró en torno a ella,
sonriendo.
Pero nadie le lanzó una sonrisa en respuesta. Así que buscó una revista. No
llevaba gafas en público; sólo se las ponía furtivamente tras la caja registradora,
en la tienda y en casa. Por tanto no podía leer nada, aunque simulaba hacerlo y
con profundo interés, la cabeza inclinada a un lado, los labios en gestito de
desprecio como si no estuviera de acuerdo con el escritor.
Aburriéndose de esta actuación, dejó la revista y miró a los compañeros que
aguardaban en la sala. No estaba nada mal el traje de aquella mujer de allí, debía
haber costado al menos cien dólares. ¡Pero negro, en un día tan encantador
como éste! Y la mujer debía tener cáncer o algo, tan pálida estaba. ¿Por qué no
se había pintado las mejillas y los labios? (Nadie iba ya con el rostro limpio estos
días). Era como una granjera. Debía tener unos cuarenta y cinco años. ¡Y tan
delgada! Talla doce todo lo más, pero sin estilo. Los ojos de Maude pasaban con
desaprobación de un rostro a otro, pero todos estaban absortos en su propio
150
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

dolor o angustia. ¡Qué grupo! Al parecer ella era la única de los reunidos allí que
tenía vida, color, animación. Agitó la teñida melena en torno a su cuello y mejillas.
Era una melena algo alambrosa, pero ella se sintió joven y vital al contacto.
Empezó a preguntarse cómo se le habría ocurrido ir allí a ella, a Maude Finch, con
tanto sentido común, con la vida tan maravillosa que había tenido, y todas las
cosas espléndidas que le habían sucedido.
Sólo era que se encontraba un poquito cansada, eso era todo. La noche
anterior la tienda había estado abierta hasta las nueve y media, y había habido
muchísimos clientes. Por lo menos se había ganado cinco dólares en comisiones.
Eso compensaba otros días, en los que apenas se ganaba el sueldo. Así que ahora
estaba cinco por delante de Nancy, su compañera de trabajo y su mejor amiga.
¡Pobre Nancy, con aquel terrible marido inválido que había de mantener! Maude se
alegraba de no tener que mantener a nadie, más que a ella misma, y de un
modo que apenas gastara dinero. Era mejor tener mucho en el banco, para vivir
como quisiera el resto de su vida. Sonrió generosamente otra vez e inclinó la
cabeza con complacencia, y los ojos azules volvieron a brillar con la luz de los
sueños, jóvenes de nuevo, llenos de vida. Al cabo de algún tiempo consultó su
pequeño reloj de oro y diamantes (sólo seis plazos más que pagar). ¡Las seis y
media! ¿Se habría quedado dormida? Había salido de la tienda a las cinco, había
corrido a casa para vestirse y salido hacia el santuario a las cinco y media, y
llegado aquí mucho antes de las seis... un viaje de sólo quince minutos en
autobús.
Jamás había estado antes en aquel parque, en aquel hermoso césped. Se
había trasladado de la ciudad al adyacente suburbio hacía veinte años, cuando
muriera el querido Jerry dejándola tan resguardada. Desde entonces sólo había
ido al centro de la ciudad un par de veces al mes, a visitar amigos, y siempre por la
noche, y aunque conociera la existencia del santuario desde que era mucho más
joven, nunca había sentido la menor curiosidad por él. "La iglesita de algún viejo
chivo", había dicho en una ocasión. "Metodista o algo así. ¿No? Entonces ¿qué? ¡Oh!
¿El hombre que escucha? Vamos, ¿no es eso idiota? ¿Por qué tendría que hacerlo?
Sí, ya sé que es un lindo lugar, ha estado aquí desde hace siglos... ni siquiera
recuerdo cuándo lo construyeron. Siglos, realmente. He oído decir que millones de
personas vienen a él, incluso del extranjero. Alguien dijo que el gobernador vino
una vez, pero, sinceramente, eso no me lo creo. Bien, al parecer hay más de un
modo de malgastar dinero, y ese viejo —su nombre era Goodwin o algo así— no
tenía hijos ni esposa, y construyó esto porque era católico y ya no podía aguantar
más a los católicos, ¡y se construyó su propia iglesia! Divertido, ¿no? Hay toda
clase de tipos raros en este mundo."
¿Por qué había venido? Porque se había sentido tan cansada anoche. Quería
preguntar al hombre de allí dentro si debía dejar su trabajo por otro menos
pesado. Quizá trabajar sólo parte del tiempo, para prepararse el retiro y una
vida cómoda. La mayoría de sus amigas trabajaban; eso les daba algo en que
ocuparse, ahora que los hijos habían dejado la casa. Todas las mujeres debían
hacer algo, ¡por el amor de Dios!, aparte de ir por la casa colgando cortinas
nuevas, ¿no? El trabajo mantenía a una mujer joven y en plena forma, aunque
realmente su trabajo no fuera muy importante. Sin embargo era divertido. Y no es
que lo necesitara. Jerry había sido muy bueno con ella. Dios mío, estaba cansada. Y
además tenía constantemente aquel extraño dolor, justo bajo el esternón. El
doctor de la Compañía le había dicho que estaba tan sana como el dólar, de modo
que no era el corazón, ni cáncer de los pulmones que era de lo que todo el mundo

151
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

se moría. Gracias a Dios que no fumaba, así que no tenía que preocuparse. Era
sólo el dolor y el cansancio que le sobrevino la noche anterior. No, estaba cansada
desde hacía mucho tiempo. Había oído decir que el hombre de ahí dentro era un
psiquiatra, y quizá todo lo que necesitara fuera un psiquiatra.
Soltó una risita infantil como una niña de diez años. ¡Maude Finch, que jamás
había tenido un dolor ni una molestia en su vida, ni un minuto de depresión,
acudiendo al psiquiatra! Pero bueno, muchas veces había oído decir que si algo iba
mal en la cabeza uno podía sentirse enfermo... no, cansado. No, enfermo. Seamos
sinceros, chica. A veces tienes dolor de estómago y en ocasiones ni puedes dormir,
y te pasas toda la noche mirando por la negra ventana. Tú... tú tienes ese dolor
ahí, ahí exactamente, exactamente debajo de ese broche maravilloso que
conseguiste en unas rebajas, sólo por cinco dólares, y nadie que lo viera pensaría
que es falso. Las piedras azules parecían turquesas auténticas, y las rojas rubíes.
Había estado en venta por veinte dólares, pero era demasiado grande para las
mujercitas muy femeninas, así que ella lo había comprado directamente del
mostrador, en la tienda, por cinco dólares. ¡Bien podía confiarse en Maude Finch
para encontrar una ganga! Aunque Dios sabía que ella no necesitaba gangas, con
el dinero que tenía. Pero las que tienen vista para las gangas lo hacen siempre. Se
rió cariñosamente de sí misma. Era tan mala como la vieja Mrs. Schlott, de quien
todo el mundo decía que tenía un millón de dólares. Bien, Maude Finch aún no
tenía el millón de dólares. Por lo menos aún no. Soltó una risita de nuevo. Si las
acciones seguían subiendo como ahora ¡ya lo creo que lo conseguiría! Quizá se
comprara entonces una de esas villas en la Ri...viera... ra... que había visto
fotografiadas en el Harper's. E invitaría a todos sus amigos. "Vamos, ¿qué importa
lo que cueste el Jet? Mira, cuando viva allí, te enviaré un billete de ida y vuelta."
Todavía no lo había dicho, claro; la gente era muy envidiosa y ella temía a los
envidiosos. Supersticiosa, eso sí que lo era Maude.
Un caballero anciano que entrara tras ella se inclinó a decirle:
—Creo que esa llamada es para usted, señora.
Alzó los ojos asustada. Aún había mucha gente en la sala, pero los que ella
viera al entrar ya se habían marchado.
—Gracias —dijo con gran cortesía, y se alzó majestuosamente haciendo un
gesto de despedida con la mano.
Había visto ese gesto de despedida en una película extranjera, francesa o algo
así. El viejo sonrió débilmente, tristemente. Con el aire de una modelo, Maude se
dirigió a la puerta del fondo, la abrió y entró en la habitación de mármol con los
almohadones de terciopelo, y una cortina azul sobre una alcoba o algo así. ¿Dónde
estaba el psiquiatra?
Se aclaró la garganta. No se oyó el menor sonido. ¿Se habría ido a tomar café?
Bueno, podía esperar. En verdad se sentía horriblemente cansada. Se sentó en
el sillón y admiró el terciopelo de seda azul sobre los brazos. Terciopelo auténtico,
no sintético. Ella era una experta. Se quitó los guantes, tras una furtiva mirada a la
oculta alcoba, y tocó el terciopelo. Justo como las sillas en casa, cuando ella era
niña, excepto que algunas de aquéllas habían sido de terciopelo rosa y amarillo.
Pero la calidad era tal como ella recordaba; quizá mejor. No. Nada podía ser mejor
que sus sillas y los grandes sofás Imperio que habían llenado el salón de su hogar
infantil. ¿Qué sabía la gente de salones en estos tiempos? Salitas de estar, ¡por el
amor de Dios! Baratas, vulgares. Y aquella gran chimenea de mármol blanco,
exactamente igual que la que salió en Harper's el mes pasado, en sus reportajes

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sobre el hogar de uno de los Rosemberg en París... no, no era Rosemberg. Era...
vamos, piensa un poco, a veces se te van las cosas de la cabeza. ¡Ya lo tengo!
¡Rockschild! No, no es así del todo. ¡Rothschild! Se sintió triunfante al recordarlo.
Miró con complacencia la enorme piedra brillante de su mano izquierda, su anillo
de compromiso. ¡Cómo se había reído Jerry y lo había besado cuando se lo
pusiera en el dedo para demostrarle lo pequeño que era el aro! Apenas entraba en
la primera falange de su dedo meñique. Nada era demasiado pequeño para Jerry
Finch, que Dios tuviera en su gloria su alma derrochadora. Todo el mundo le
envidiaba aquel anillo. "Tengo más en casa", decía ella alegremente agitando la
cabeza. Pero en seguida añadía: "No, quiero decir en la caja del banco, donde
tengo todas mis acciones y documentos y dinero extra. Nunca me cogerán de
nuevo como en la depresión, allá en la época de Roosevelt. Yo creo en el dinero."
Recordando aquellas observaciones, su rostro arrugado y pintado se abrió en
radiante sonrisa. A veces deseaba haber tenido un hijo o una hija para hacerles
felices. Bueno, sirven para presumir. Algunas los tienen, sobre todo los pobres, y
otras no, como ella. Pero a lo mejor sale mal. Uno nunca sabe.
Luego de pronto se dio cuenta de que todo el tiempo había habido una
presencia con ella en la habitación; que alguien estaba tras la cortina. Pero ¿por
qué no había hablado? ¿Habría entrado quizá por la puerta trasera? Se aclaró
musicalmente la garganta.
—Buenas tardes —dijo—. No le oí entrar. Confío en no haberle tenido
esperando. Dicen que tiene todo el tiempo que hace falta. Eso es muy amable
por su parte. Yo soy Maude Finch, viuda, de cincuenta años, aunque estoy muy
joven para mi edad, incluso más de lo que yo misma creo.
Sintió una dulcísima sensación, como si alguien le hubiera sonreído
comprensivamente. Se sintió tan conmovida que dijo de corazón:
—Oh, uno no debería decirle mentiras al doctor. Realmente tengo sesenta y
cinco años. Pero ¿sería usted capaz de creerlo?
Nadie le habló, pero más tarde hubiera jurado que un hombre había dicho:
"¡No, no lo creo! Eres solamente una niña." Eso lo recordaría siempre, siempre...
Incluso ahora sintió unas lágrimas repentinas en sus ojos. Abrió el bolso, sacó
el pañuelo perfumado con Noches turcas y se sonó.
—Sobre la puerta dice el hombre que escucha. Ése es usted —su voz había
bajado de tono—. Pero debe haber habido otros doctores, o lo que sea, a través
de los años, no sólo usted. ¿Cómo podría haber estado aquí el mismo hombre todo
ese tiempo? Por supuesto, eso es imposible. Habrá distintos tipos... quiero decir
doctores. Perdóneme.
Sin embargo experimentó la increíble impresión de que aquel hombre disentía,
de que trataba de insinuarle que él, y sólo él, había estado allí todos los años, nadie
más.
—¿En serio? —preguntó extrañada, y ahora su voz no era ronca, sino vivaz,
como la de una mucha-chita apenas pasada la pubertad—. ¿En serio? —repitió, y
no supo por qué se sentía tan aliviada.
Tras un instante siguió en un tono discretamente coqueto:
—En verdad no sé por qué vine aquí. Sólo por el cansancio de anoche. No, no,
tengo que decir la verdad. Desde hace mucho tiempo, quizás un par de años. Y
estoy... como enferma del estómago a veces. En ocasiones no puedo comer. Resulta
un poco triste comer sola, aunque se tenga una buena cocinera en la cocina, que te

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

sirve menús franceses. Yo compro Realites, ya sabe, con todas esas recetas
francesas, y Denise, ése es su nombre, siempre las está probando. ¿Sabe lo que
me hizo el mes pasado? Me pidió que le comprara azafrán un sábado, ¡un día que
yo tenía libre! Vaya, ¡si es tan caro como el oro! Compré una onza y Denise dijo:
"Oh, Mrs. Finch, yo sólo necesito un soupçon..." Eso es francés también. Ella quería
decir un poco. Pero lo necesitaba para el arroz con el pollo Mornie. Sí, es muy
triste comer esas magníficas comidas a solas, con una botella estupenda de vino
helado Chateau Two, ésa era la marca. Guardo los vinos en la bodega, como hacen
los Rothschild. Cerrados con llave. Hay otros inquilinos en la casa de apartamentos
donde yo vivo, y uno nunca sabe. A veces los que parecen más ricos son los
pobres. Eso me hace reír en ocasiones. Pero nunca dejo que me oigan. A mí me
educaron muy bien. ¡Queridos mamá y papá! —suspiró—. Bueno, no debería
quejarme —continuó alegremente—, y realmente no debería estar aquí, quitándole
tiempo, con todas esas pobres almas esperando para contarle auténticos
problemas. No como yo. Dicen que uno no debería jactarse, toca madera, pero yo
he tenido todo lo que he deseado en la vida. Nací, como dicen, con una cuchara
de oro en la boca. Y comí en platos de oro también; no, no quiero decir
exactamente eso, quiero decir que era porcelana de Ser... ves, con un borde de
oro como la que vi en el Vogue una vez. No en mi cuartito de juegos,
naturalmente; allí tenía sólida porcelana inglesa, blanca y azul. Pero en el comedor,
en las vacaciones, o para celebrar mis cumpleaños, y en Navidad, mamá y papá
solían usar la primera, con la plata de mamá, pesada como el hierro, que su
madrina le regaló. ¿Le dije que mis padres eran ingleses? Vinieron de Inglaterra
antes de que yo naciera. Mi padre se metió en algún problema con ese
Congreso inglés y a ellos no les gustó lo que les dijo. No, creo que no le llaman
Congreso como nosotros. La Cámara de los Lores.
"Papá no era un lord, aunque tenía derecho a estar allí. Bueno, como sea, no
es que yo esté presumiendo. Lo que ya no existe, ya no existe. No vivíamos en esta
ciudad cuando yo era pequeña, ni siquiera después. Yo sólo llevo en ella treinta
años, desde que Jerry y yo nos casamos. Él era de Nueva York. Pero bueno, usted no
se metió ahí para oírme presumir, ¡por el amor de Dios! Usted sólo quiere saber
por qué tengo este cansancio tan repentino, y este estómago raro, y por qué no
puedo dormir en ocasiones. No lo sé —agitó la muñeca—. Ce... st la guer... Eso
significa así es la vida. Francés. Yo puedo hablar francés como una nativa, y ni
siquiera los "dandies" pueden hablar igual de bien. Los "dandies" significa, ya sabe,
los de clase muy alta. Los tenemos constantemente en nuestro salón.
"¿Es que él nunca dice nada?", se preguntó. "Bueno, estoy segura de que ha
dicho algo. Lo recordaré más tarde, cuando no esté tan cansada."
—No sé su edad —dijo—, pero si ha estado aquí todos estos años debe ser tan
viejo como Dios. Y tan cansado —se rió como disculpándose—. Dicen que también
es usted ministro, además de psiquiatra, y yo espero que no haya... quiero decir
que no le haya insultado. Pero en ocasiones es que digo justito lo que se me
ocurre; todo el mundo comenta que siempre digo lo que pienso. Bien, uno ha de
ser franco, ¿no?, y no hipócrita. Yo no creo en eso de decir cosas que no sean
verdad.
De pronto su rostro se contrajo en cientos de profundas arrugas apretadas, y
las lágrimas estallaron de nuevo en sus ojos.
—¡Oh! —gritó—. Es que me siento enferma recordando mi vida maravillosa con
mamá y papá —que es como llaman a los padres en Inglaterra, y no mami y papi,
como hacen los críos americanos—. Y pienso también en mi maravillosa vida con
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Jerry. Nunca hubo nadie como Jerry, de verdad. Me lo dio todo, aunque yo no lo
necesitaba. Mis padres me dejaron mucho. ¡Mucho! Pero murieron cuando yo
tenía ocho años; no, siete. Y yo, y todo lo que tenía, quedamos bajo la tutoría de mi
tía. Tía Sim, así la llamaba yo. Supongo que su nombre era Simplicity, ¡qué
nombres más anticuados, eh! Y tío Ned. Él era un importante corredor de bolsa en
otra ciudad, no importa dónde, puesto que ahora vivo aquí. Me gustaría
muchísimo hablarle de mi infancia. ¿Puedo hacerlo, por favor?
¿Había oído "Sí"? Estaba segura de ello. Sonrió con cariño a la alcoba e inclinó
la cabeza a un lado.
—Quizás usted sea rico también, así que lo entenderá. Puedo recordarlo con
toda claridad, como si fuera ayer. Nuestra casa tenía un gran jardín a su alrededor,
como un parque. Con verjas. Yo solía columpiarme en ellas. Como esas verjas de
las mansiones ricas que veo en el Vogue y en Town & Country todos los meses, y
en el Harper's Bazaar. Nunca me canso de mirar esas casas y jardines tan
maravillosos como lo que yo tenía cuando era una niña, antes de que murieran
mis padres. Y habitaciones absolutamente fabulosas en el interior, con muros
blancos y cenefa dorada, como las de los Rothschild, y cortinajes. Papá los trajo de
Francia e Italia. ¿Sabe lo que quiero decir?, esas cosas de brocado, con cuerdas
para las campanas de brocado también. Y teníamos el viejecito más divertido del
mundo como jardinero. Leí una vez sobre eso, en una historia inglesa en una
revista: "Señora", decía él. "Usted no tiene que tocar mis rosas". ¡Como si yo fuera
a hacerlo! ¡Mamá me habría matado!
"Leí un libro una vez —y no es que tenga mucho tiempo para los libros, con
tantas obligaciones sociales— que se llamaba West Lynne. O quizás era East
Lynne. Bueno, como fuera, y decía que la protagonista, siempre olía tan dulce y
agradablemente como las sales de baño. Pues así es como olía mamá y toda
nuestra casa, y papá solía oler como el tabaco que anuncian en Squire. Varonil, y
con tweeds. ¡Querido papá! Solía sacarme a pasear en el pequeño cochecito por los
terrenos, y a veces a visitar a los tíos Sim y Ned. ¡Qué encanto! Y luego volvíamos a
casa a tomar el té del domingo, con todas las campanas sonando, y yo comía con mi
nurse.
"Bueno, ésa era la parte más buena, pero a mí me gustaba mucho el colegio.
Mamá quería que yo fuera a un colegio privado, pero papá era democrático,
después de todos aquellos lores... ¿sabe? Así que fui a la mejor escuela pública
de la ciudad, y los chicos envidiaban mis maravillosos vestidos. A mí no me
importaba. ¡Oh, Dios! —gritó con voz crecientemente desesperada—. ¡No me
importaba! ¡De verdad que no! ¿Qué importaba? Lo único que me hería mucho era
ver a las niñas riéndose...
Se detuvo aterrada. Se llevó las manos a la temblorosa boca y miró la alcoba.
Pero nada se movía tras la cortina. El hombre escuchaba. Ella sabía que le
entendía. Aquellas niñas celosas, porque ella tuviera tan lindos cabellos dorados...
Como una princesa, como la pequeña princesa Ana de Inglaterra, con una cinta
sobre la frente.
Al fin pudo hablar con voz temblorosa.
—Mi vida era como un cuento de hadas, ¿sabe? No hace falta hablar tanto de
ello, supongo. Sólo había felicidad, y el alegre sol y unos padres muy cariñosos.
Mamá era como una reina. Se sentaba la mayor parte del tiempo en su cha...
selong, con una manita sobre los pies, como algo que leí en una novela cuando era
pequeña. Pero ¡en cuanto a amor! Ningún niño tuvo jamás tanto amor como yo.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Y tanta diversión. Debería haber visto nuestras Navidades. Árboles que casi
llegaban al techo —techos de tres metros— y ángeles y bolas de oro, como el que
vi en la ventana de un hotel una vez que celebraban una fiesta para una
debutante. Le digo que me quedé en pie, allí sobre la nieve, soñando en cómo era
cuando yo era niña, con todos aquellos regalos de todo el mundo, un gran caballo
de balancín también y un guardapelo con un brillante en él, como el que vi en una
joyería una vez, y un perrito blanco. Yo le llamaba "Tim". ¡Era tan cariñoso! —
suspiró—. Se perdió un día. Papá ofreció cientos y cientos por él, pero era de
muy buena raza y no lo devolvieron. No era un poodle, como los que se ven en
Harper's. Algo mucho mejor. Tenía un collar de piedras del Rhin y hecho de plata.
"¡Oh! —exclamó; su rostro brillaba como el de una niña maravillada y gozosa
—. ¡No tiene idea de cómo viví cuando era pequeña! Todo tan lleno de paz, de
cariño, ¡todo tan fantástico! Como un sueño, como el cielo. Y los besos que
recibía... mamá y papá se me disputaban, se sentían celosos, ¿sabe? Mire, tengo
una cicatriz, y bastante fea, aquí junto al codo, como una quemadura. Tiraron de
mí tan fuerte que me caí al fuego. ¡Cómo gritaron ellos y me besaron! Tuve una
nurse extra durante un mes. Seguro, era una quemadura, no lo que el doctor dijo,
una especie de herida con algún instrumento. No era muy inteligente. Yo solía leer
mucho cuando era pequeña —dijo bruscamente. Y su rostro cambió—. A mamá le
encantaban las novelas de todas clases, era muy sentimental, ¿sabe? Y teníamos
una enorme biblioteca. Toda llena de novelas... Y supongo que libros de historia y
de poesía para papá. Yo leía toda clase de cosas, pero sobre todo historia de gente
como nosotros, ricos, cariñosos y amables, y que olían bien, y grandes jardines
verdes llenos de flores, y gente con lindos vestidos... tul y seda de China y
tafetán... como los nuestros. Y grandes pieles para envolverme en ellas cuando
salía en trineo en invierno, y a patinar en el pequeño lago cercano.
Desesperadamente gritó:
—¡A veces no puedo soportar el pensar en ello! ¡Dios mío, Dios misericordioso,
no puedo soportar el pensar en ello!
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó como si algo se hubiera roto en su
interior. Gemía una y otra vez:
—¡No puedo soportarlo!
Siguió llorando hasta quedar exhausta. No había ventanas en la habitación. La
luz que bañaba los blancos muros se hacía más y más suave y consoladora. Sus
sollozos fueron menguando; al fin pudo enjugarse los ojos enrojecidos. Su rostro
era viejo ahora, desaparecido el maquillaje y los polvos, y se acentuaban sus
arrugas y le temblaba la boca.
—No puedo soportar el pensar en ello —repitió en un tono más sereno—. Yo
sólo tenía ocho años. Entonces murieron papá y mamá. Nunca me lo dijeron. Creo
que estaba patinando. Nunca lo descubrí. Y entonces fui a vivir con tía Sim y tío
Ned.
"No es que me queje. Naturalmente, lloré mucho al principio. Pero ellos fueron
como mis propios padres para mí —tragó saliva—. Y ricos, o más ricos que papá.
No tenían hijos y me adoptaron y mi vida siguió igual que mi vida en casa —sus
manos se aferraron a los brazos del sillón—, ¡como mi vida en casa!
"Sí", dijo el hombre con pena (¿le había oído en verdad?)..., "como tu vida en
casa".
Asintió ansiosamente, con una fiera y terrible sonrisa.
—¡Sí! ¡Como mi vida en casa!
156
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Silencio. Profundo silencio. Después de algún tiempo se llevó la mano


rápidamente a la sien.
—A veces me da un dolor de cabeza horrible cuando las cosas se mezclan
en mi mente. Un dolor de cabeza muy raro. No quiero decir raro en el sentido que
la gente le da estos días —intentó reír—. Aunque, tiene gracia. Todo se mezcla allí y
empieza a desorbitarse y yo me asusto. Entonces me digo: "Vamos, Maude,
serénate. Tienes que enfrentarte con los hechos. Ya no vives con los tíos. Vives aquí,
en tu apartamento tan lindo y encantador, con todas esas antigüedades, y la plata,
y tienes mucho de que sentirte agradecida, aunque tu trabajo no sea gran cosa. Te
ganas la vida, ¿no?"
De nuevo se cubrió la boca con las manos y su rostro enrojeció.
—Yo... no sé lo que digo en ocasiones. Las cosas se me salen, quiero decir,
nunca se me salieron así antes. Eso es porque me está escuchando. Pero tiene
que excusarme. Parece que no hablo con claridad. Ha de tener paciencia.
"Bueno, como iba diciendo, no fui a ninguna escuela una vez estuve con mis tíos.
Tenía profesores particulares, y los mejores. Yo estaba como en un convento. Sólo
las mejores chicas venían a verme, todas iban a ser presentadas en sociedad,
como yo. Y los mejores chicos. No me gustaban mucho los chicos; me tiraban del
pelo y se reían de mí. Yo era más bien tímida casi siempre. Terriblemente tímida. Y
luego aún fue peor —las palabras salían desordenadamente—. Y, cuando tenía
diecisiete años, conocí a Jerry Finch. Era... abogado. Buena situación en una buena
firma, como Perry Masón, ¿sabe? Sólo que con más abogados. A él no le gustaban
mucho mis tíos, y, desde luego, ellos no le querían a él. No era muy rico, como
nosotros, pero sí de una familia maravillosa. Tenían acres y acres de tierra. Pero
nadie era como Jerry. Nosotros... nos fugamos y nos casamos. Yo aún tenía
diecisiete años. Vivimos algún tiempo en aquella ciudad y luego nos vinimos aquí.
Eso fue hace treinta años. Un nuevo comienzo, dijo Jerry. Él... había ganado mucho
dinero como socio. Como aquel viejo abogado que yo leí cuando tenía unos veinte
años. ¡Clarence Darrow! Un pico de oro. Así les llamaban en aquellos tiempos.
Dejó que la brillante piedra soltara algunos destellos en la habitación y gritó
con voz de triunfo:
—¡Mire mi anillo de compromiso! Jerry pagó diez mil dólares por él, ¡y eso fue
antes de la depresión! Ésa es la clase de hombre que era Jerry, nada demasiado
bueno para la pequeña Maudie, decía él. Así es como me llamaba. ¡Oh, Jerry bebía
demasiado! Había tenido... una infancia trágica. Yo sé mucho de eso de la salud
mental. Todo se remonta a la infancia. Era huérfano. Él fue a... bueno, era una
especie de internado para huérfanos, como el del príncipe Carlos de Inglaterra,
sólo que, claro, el príncipe Carlos no es huérfano, ¡ya sabe lo que quiero decir!
Pero era muy duro, eso es lo que Jerry dijo. Y eso le hacía beber mucho. No me
importaba demasiado. Me sentía incluso agradecida... quiero decir, yo le amaba.
Nadie fue jamás como Jerry. Cuando veo los maridos de otras mujeres me parecen
espantajos, no como Jerry. Sólo idiotas que se van a trabajar todos los días y
luego entregan los cheques de paga a sus esposas y juegan con los niños... todo
el tiempo, los domingos, y por la noche. Los veo en la calle, en lo que ellos llaman
un apartamento con terraza pero... bueno, quiero decir, es muy agradable así,
pero no es como el mío con Denise.
Inclinó la cabeza. No podía recordar cuándo se había quitado los guantes, los
dos. Pero ahora estaban húmedos y arrugados en su regazo, y un poco sucios.
Tendría que lavarlos de nuevo esta noche, para tenerlos listos mañana.

157
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Jerry —dijo con voz monótona— era muy sensible. Empezó a beber más y más,
ya sabe, en el departamento de bebidas. ¡Oh, la cuestión del dinero no ifl1"
Portaba! Teníamos mucho. Yo tenía el de mis padres desde que cumplí veintiún
años. No era demasiado malo. No teníamos hijos... de eso me sentía agradecida
en cierto modo. A Jerry no le gustaban los niños de todas formas, y Jerry era mi
vida. Yo casi le ponía la comida en la boca. Estábamos tan enamorados que
nuestros vecinos ricos se sentían celosos. Eso me daba risa —se echó a reír—. Yo
tenía cuarenta años cuando él... bien, tuvo una enfermedad del cerebro, así la
llamaron, reblandecimiento del cerebro o algo así. Y murió, después de aquellos
años tan maravillosos. En ocasiones no puedo soportarlo.
Su voz vaciló. Se cogió a la silla. Se retiró el pelo que le caía ahora sobre sus
ojos y se movió inquieta sobre su enorme trasero.
—No puedo soportarlo —murmuró—, no puedo soportar pensar en ello, ni en
nada. Supongo que me estoy volviendo loca. Quizás voy a tirarme al...
"Tranquilízate", dijo el hombre.
Alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué dijo? ¿Tranquilízate? No, supongo que estoy imaginando cosas de nuevo.
A veces imagino demasiado.
Suspiró y esta vez el sonido salió como un gran gemido de lo más profundo de
su alma angustiada. Sus labios estaban exhaustos y débiles cuando dijo:
—Pero Jerry me dejó muy bien arreglada, maravillosamente. No debería
quejarme. Un seguro. Es cierto que... quiero decir, nunca pensé en el seguro. ¡De
verdad! Sólo quería a Jerry. Él era como un niño para mí, tan indefenso. Incluso le
perdonaba cuando él... quiero decir, cuando se enfadaba y me hablaba con
frialdad. Pero no hablaba sinceramente.
"Y ahora estoy aquí hablando de todas estas cosas... Tengo sesenta y cinco años
y a veces las cosas se me amontonan y no se puede dejar de pensar, aunque una
se diga que de qué sirve, y no se puede dejar de recordar... No era tan malo
cuando era más joven y aún esperaba... pero ahora me miro y... quiero decir, ¡las
cosas deberían haber sido tan diferentes!, pero supongo que no son para personas
como yo. Yo... tengo que aguantar lo que venga...
Se puso en pie de un salto y extendió los brazos y casi chilló:
—Pero ¿por qué tuvo que ser de ese modo? ¿Por qué no pudo haber sido
distinto? ¿Era yo tan mala, tan mezquina, una niña tan repelente que tenía que
sucederme todo así? ¿Qué hice yo? No hago más que pensarlo. ¡Yo no hice nada en
absoluto!
Se volvió con un gesto violento y se lanzó al sillón. Enterró el rostro en el
respaldo y, aferrada a él, lloró como jamás había llorado antes, destrozada,
temblando, ahogando los sollozos, como si su cuerpo se derrumbara por instantes
y su corazón quedara expuesto y desnudo en su angustia. Era ahora una vieja, más
vieja que su edad. Era también una niña desesperada y sola, una niña
aterrorizada, angustiada, una niña que vivía hundida en el terror y la angustia.
—Vine aquí —dijo, con los labios apretados contra el respaldo del sillón, como
una niña aprieta los labios contra el seno de su madre— porque estoy tan cansada
y tengo esos dolores de cabeza y se me revuelve el estómago. Quizá sea la
antigua menopausia. Y pienso, y pienso, y miro a las mujeres en sus lindas casas
con los niños, y los buenos maridos, y un coche... yo jamás tuve coche, ni siquiera

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

una bicicleta... y me pregunto por qué ellas tienen cosas tan buenas, y yo... yo
nunca tuve nada... nada en toda mi condenada vida.
Sus labios se hundieron más profundamente aún en el terciopelo, hambrientos,
como si aquello fuera carne para ella, una carne amada.
—¡Si sólo tuviera algo bueno... algo bueno que recordar!
Dio media vuelta fieramente, desafiantemente, cogida aún a los brazos del
sillón, y miró a la cortina.
—¡Jamás tuve una sola persona con quien hablar, a quien decir nada, nadie
que se preocupara por si yo vivía o moría, nadie que se ocupara o se preocupara
por lo que pudiera sucederme! ¿Sabe algo, usted, el que está ahí detrás, el que
nunca dice una palabra? Le he contado un montón de mentiras. Y ¿sabe por qué?
Porque me obligué a mí misma a creerlas cuando la vida me iba mal, como me ha
ido siempre. Una persona necesita tener algo en que creer, aunque sean mentiras.
¿Sabe por qué? Porque no podría soportar el vivir si no lo hiciera. No podríamos
soportar la verdad de lo que hemos estado viviendo... me refiero a las personas
como yo.
"El único modo de conseguir que la gente me mirara siquiera y me viera como
una persona, alguien que fuera al menos una persona agradable y no una pobre
huérfana, era contarles todas esas historias fantásticas. Quizá no las creyeran, o
quizá las creyeran un poco, o quizá pensaran al menos que algo era verdad, o les
gustara algo.
"Es todo lo que he tenido, lo que yo me obligué a soñar leyendo algunos
libros que encontré y simulando que era yo. Y luego, hace tiempo, solía comprar
revistas, como ésas que le nombré, y soñaba que yo había nacido una Rothschild,
o quizás una Rockefeller, o quizás una princesa inglesa, o alguna chica rica que
tenía padres que la amaban y todas esas maravillosas cosas, y una infancia
encantadora. No era sólo ser rica al principio, sino tener unos padres como los que
veo constantemente a mi alrededor. Uno ha de tener algo de respeto propio,
¿sabe? Como tener parientes agradables...
"¡Míreme! —gritó poniéndose violentamente en pie e inclinándose adelante
sobre su gruesa cintura, en actitud de absoluto desespero y rabia solitaria—. ¡Yo
nunca supe quiénes fueron mis padres! Lo primero que conocí fue el asilo de
huérfanos, hace sesenta años. una porquería. Frío, hambre, y jamás ropas
decentes. La mayoría de los críos tenían a alguien en alguna parte que les
enviaba algunas cosas, aunque fueran de segunda mano. Yo no tenía a nadie. Yo
llevaba harapos que ya eran harapos desde el principio. Nunca estuve caliente, ni
un día en mi vida. ¡Usted, el de ahí! ¿Estuvo alguna vez sin hogar, y tuvo frío y
jamás tuvo una casa propia? ¡Apuesto a que no, usted, psiquiatra rico! ¿Vio en
alguna ocasión que la gente se apartara de usted porque no era guapo, o rico, o
porque estaba asustado, al modo en que yo siempre lo estaba? Todo lo que tenía
eran mis dientes. ¡Menos mal! De no haber sido así, ahora no tendría ni uno, ésa
es la clase de cuidados que recibíamos en aquel viejo y pobre asilo donde yo
estaba, donde Jerry estaba, aunque yo no supe que él había estado allí hasta que
tuve diecisiete años.
"¿Acaso alguien se rió alguna vez de usted, o se burló de usted como hacían
conmigo? Apuesto a que no, ¡no de usted, con toda su educación y dinero!
Cuando yo tenía ocho años una prima de mi madre, tía Sim y su marido,
vinieron por allí y dijeron que yo era propiedad suya y me sacaron. Tía Sim
quería que alguien trabajara por ella en la cocina, ¡la muy perezosa! El asilo de

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

huérfanos se alegró de librarse de mí. Estaba abarrotado. No sabe usted lo que


era, en aquellos tiempos. De todas formas, tío Ned, como yo le llamaba, era
camarero en un asqueroso salón, y yo solía fregar allí el suelo de noche después de
la escuela a que iba... con los escupitajos y todo. Y sólo recibía golpes, y cachetes,
y bofetadas de ellos. ¿Ve este brazo? Tío Ned estaba loco. Se enfureció con tía Sim
una noche y lo pagué yo, y como llevaba un cuchillo en la 'Rano me cortó en el brazo
con él. Apenas puedo levantarlo ahora, y ¿cree usted que eso es fácil, en la tienda
donde yo trabajo? ¡Pues está loco si cree que lo es!
"Y conocí a Jerry en el salón una noche que yo estaba trabajando allí. Me
hicieron dejar el colegio cuando tenía doce años, así era entonces, y trabajaba
lavando platos en la cocina detrás del bar, ganándome así la comida y limpiando
después. Jerry tenía treinta años, un hombre maduro, un "pregonero" que es como
llamaban a los vendedores entonces. Iba por las ciudades vendiendo cosas, como
linimento, medias y cacharros de cocina. Yo pensé que era magnífico de verdad. A
veces ganaba quince o dieciocho dólares a la semana, y eso era mucho dinero
entonces. Y era un tipo agraciado en cierto modo, y con los zapatos brillantes. ¡Oh,
demonios! Ahora dicen que los adolescentes son aún niños, pero yo sí que era una
niña de verdad, no con todo ese sexo y labios pintados y tacones altos que llevan
ahora. Yo sí que era una niña de diecisiete años.
"Y fea además. Puedo verme a mí misma con los harapos que llevaba, y las
botas todas remendadas, y el pelo cayéndome por la espalda. No, no era una
melena rubia dorada, aunque a veces me engaño contándolo así. Era sólo pardo y
liso, y yo me rizaba el flequillo los domingos. ¡Era una chica fea, de acuerdo! Pero
Jerry decía que yo le gustaba. Un día se metió a pelear con tío Ned que estaba
retorciéndome el brazo y yo me enamoré de él instantáneamente, aunque no
fuera un Errol Flynn ni ninguna de esas estrellas de cine de nombre tan gracioso
que ahora aparecen en las películas. Se lanzó a pegar a tío Ned y luego me dijo:
"Chiquilla, te he visto por aquí y me gustas, me das pena. ¿Qué te parece si tú y
yo nos vamos juntos?" ¡Le digo que me hubiera muerto de alegría!
Sollozó con un angustioso sonido que no podía controlar, que ni siquiera
intentaba controlar ahora.
—Diecisiete años, una auténtica niña, sin idea de nada. Jerry tenía una
habitación en una pensión, y me llevó allí, y un par de días después nos casamos.
Supongo —tartamudeó— que debería estarle agradecida porque lo hiciera, pues
en aquellos tiempos cualquier cosa podía pasarle a una chiquilla que
estuviera en un sitio como aquél. Y empecé a tomar tres comidas al día,
verdaderas comidas, por primera vez en la vida. Aquello llegó a ser como el
cielo. Jerry... bien, bebía un poco... ¡no! ¡Estaba borracho casi siempre! Yo
tuve que buscar trabajo en una pequeña fábrica y ga naba cinco dólares a la
semana, y trabajaba doce ho ras al día, seis días a la semana. Pero aún me
siguió pareciendo el cielo durante algún tiempo, después de haber estado
con mis tíos.
"Y entonces —tragó saliva varias veces, el rostro ardiente de dolor y
lágrimas— Jerry empezó a golpear me cuando estaba borracho, y luego
aunque no lo es tuviera. Yo creo que empezó a hartarse de mí. Yo seguía
siendo muy fea. Pero él era todo lo que tenía, y, bueno, yo me aferraba a él,
y le prometía que, si se quedaba conmigo, yo me cuidaría de él, así que él
dejó su trabajo, y sólo yo trabajé. Trabajaba hasta los do mingos, limpiando
despachos, para compensarle de que se hubiera casado conmigo y me
hubiera sacado de allí. ¡Oh!, él trabajaba en ocasiones, aquí y allá, porque
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

yo no conseguía ganar suficiente dinero para sus tragos, pero no con


frecuencia. Luego oí hablar de una fábrica más grande en esta ciudad, y nos
vini mos aquí y llegué a ganar catorce dólares a la semana para cuando tenía
veintidós años. No estaba mal, pero tampoco era demasiado. Yo no comía con
regularidad, si sabe lo que quiero decir.
"A veces me ponía a soñar que Jerry era un hom bre bueno y sobrio, con
buen trabajo y ganando dine ro, y que teníamos una linda casita en una calle
tran quila, con un coche, quizá de segunda mano y un par de niños. ¡A veces
era tan real que, cuando me desper taba por la mañana en el par de
habitaciones sucias que teníamos en esta ciudad, no podía creer que no lo
fuera! Le aseguro que podía oír a mi niñito, lo llamaba Tommie en mis
sueños, diciendo “Mamá, mamá!”. Así era.
Sus labios temblaron en una tierna sonrisa, y de nuevo hubo un brillo
soñador en sus ojos. Luego empezó a temblar violentamente.
 Y llegó a ocurrir que el único modo en que podía salir adelante,
trabajando constantemente y volviendo a aquellas horribles habitaciones
con Jerry borracho en la cama, era simular que yo era alguien distinto, y que
había tenido una vida maravillosa. Hablaba de ello en la fábrica. Las chicas
estaban todas celosas, y empezaron a llamarme mezquina por culpa de mis
ropas. “Lo mete todo en el banco”, decían hasta cuando yo podía oírlas, y
yo me sentía tan orgullosa de Jerry y de mi gran cuenta bancaria que
empecé realmente a creer que la teníamos. Compraba revistas viejas como
Bazaar y Vogue y miraba todas las fotografías, y poco a poco... ¡Ah, sí! Y el
Ladie´s Home Journal y otras revistas femeninas... empecé a soñar en tener
trajes como aquellos, y joyas así, y pieles. Pero sobre todo la casa y los
niños, y las sábanas suaves y los lindos platos y las alfombras. Y a veces, los
sábados por la tarde, me iba a mirar las tiendas verdaderamente buenas de
esta ciudad, y me paseaba por ellas mirando todas las cosas que tenían, y
las ropas, y poco a poco empecé a creer que yo estaba realmente
comprando, ¡yo, con solo tres vestidos baratos y un abrigo tan vejo que ya
había olvidado lo que pagara por él, y no era bueno ni siquiera cuando lo
estrené!
Se rió de sí misma, medio gimiendo, medio sollozando.
 Y supongo que es todo. Pero hace unos treinta y cinco años, mirando a
Jerry un día, me pregunté como lo enterraría si el muriera. Aún me sentía
agradecida a pesar de todo. Era todo lo que tenía. Así que un día le obligué
a estar un poco sobrio y le planché su único traje  ahora tenía un empleo 
y le envié a la compañía de seguros. No, yo fui con él. Ahora tengo que ser
sincera en todo. Le dije que yo era la que estaba asegurada. De todas
formas, en aquellos días, no importaba mucho; los tiempos eran prósperos y
todo el mundo estaba comprando seguros... ya sabe, los años veinte. No
hacían demasiadas preguntas, pero les gustaba la idea de que yo estuviera
trabajando por el seguro, y trabajando a diario. Lo comprobaron conmigo y
vieron que yo pagaba la renta todos los lunes por la noche... Así que, de
todas formas, conseguí que Jerry se asegurara por tres mil dólares, y luego
pude dormir de noche, sin preguntarme si le enterraría en un camino o algo
así. Era todo lo que tenía.
“Verá, doctor, él... pues era como un niño para mí, y había de cuidarle, y
lavarle la ropa por la noche, y darle de comer cuando ni siquiera podía

161
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

incorporarse después de haber vomitado por beber aquel licor tan bestial
que se tomaba en aquellos tiempos, ¿cómo le llamaban?, ¡ginebra de tina
de baño! No lo recuerdo, yo jamás lo toqué. Y me decía lo muy guapo que
era, y que estaba enfermo, no borracho, y que era todo lo que yo tenía.
“Unos quince años después, cuando ya vivíamos aquí, murió, y yo me
quedé sola de nuevo. Tuvo delirium tremens. Y era en la depresión. Yo aún
tenía mi trabajo, pero me recortaron la paga. No me importó demasiado, las
cosas eran mas baratas. ¡Y ahora disponía de tres mil dólares! Me gaste
ochocientos en el funeral de Jerry. Fue realmente elegante, aunque sólo
estuviera yo y la patrona de la pensión y un par de chicas de la fábrica. Y él
tuvo un nicho también, y una tumba donde los árboles son realmente
bonitos. Él ya estaba arreglado, pero yo estaba sola.
“El resto del dinero me parecía fantásticamente bueno! ¡Y lo era!
Especialmente cuando perdí el trabajo y no tuve otro en dos años. Viví de
ellos, muy apretada, pero me duró, y aún quedaba un poco cuando conseguí un
empleo en otra fábrica, cuando Hitler empezó a salir en las noticias y todo el
mundo pensaba en la guerra, y el gobierno deseaba el rearme para nosotros y para
otros países. Por eso conseguí un estupendo trabajo, treinta dólares a la semana,
y luego cuarenta, y cincuenta, y sesenta... hasta setenta cuando nos metimos en
la guerra.
Sonrió, y su ancha sonrisa cubrió todo el viejo rostro.
—¡Siempre se puede confiar en la pequeña Maudie! ¿Cree usted que perdió la
cabeza como lo hicieron las otras chicas? ¡Pues no, señor! Ahorró la mayor parte
del sueldo. Por eso tengo ahora siete mil dólares en el banco, y eso es bueno,
porque con la paga que tengo ahora y con los precios tan altos, no puedo ahorrar
un centavo. Verá, tengo un minúsculo apartamento en un viejo edificio en los
suburbios, sólo dos habitaciones, y comparto el baño con Nancy, la vecina, ¡pero he
de pagar sesenta dólares al mes por ello, y aparte la comida!
"En todos esos años leía todas las revistas de que le hablé, y soñaba, soñaba,
soñaba... Era el único modo de soportar la vida. Luego Nancy me dice un día:
"La guerra ha terminado, ¿por qué tienes que trabajar en una fábrica con
pantalones? Consíguete un trabajo decente con todo lo que sabes de estilo, y de
ropas y perfumes." Así que busqué por ahí, y, al cabo de algún tiempo, conseguí
trabajo en unos grandes almacenes por treinta y ocho dólares a la semana, que no
es mucho, pero aparte cobraba comisiones, y empecé a hacerlo tan bien con mi
sentido de la elegancia y lo que sé de ropas y cuándo ponérselas, que me subieron
a cincuenta dólares y comisiones, y todas las señoras, algunas de ellas ricas de
verdad, preguntaban por mí personalmente, porque yo siempre les decía la verdad
y a ellas les gustaba oír mis historias sobre mi maravillosa infancia y toda la vida
tan encantadora que había tenido.
Se detuvo, palideció su arrugado rostro y se llevó la mano al pesado seno,
dejándola allí. Suspiró profundamente, un largo suspiro, como un gemido sin
lágrimas.
—Jamás estuve en las casas donde las señoras vivían, las ricas quiero decir. Yo
caminaba por allí de noche, mirándolas y soñando que vivía allí. Me parecía que
podía ver el interior de las casas, y todas las costosas antigüedades, y los cuadros
y cortinajes, y la plata, y las alfombras orientales, y, a veces, de noche, me llegaba
hasta las mismas ventanas y miraba y, ¡ya lo creo!, ¡las habitaciones eran como
las que yo había visto en las revistas! Yo soñaba que vivía allí con un marido rico y

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

que tenía media docena de niños adolescentes, o quizá mayores ya, y casados y
con niños... ¡Era magnífico!
Dejó caer la cabeza y entonces sus ojos cargados advirtieron el anillo en su
dedo. Alzó la mano y dejó que la suave luz le arrancara destellos.
—Este anillo —dijo medio para sí y sonriendo como disculpándose— es sólo
una falsificación, aunque el oro es oro auténtico. Pagué cuarenta y cinco dólares
por él en unas rebajas, y en verdad no se puede distinguir que no sea un brillante.
Sólo un joyero lo haría. Es hecho a mano, de artesanía, ¿sabe? Todo el mundo
piensa que es bueno. Yo les digo que Jerry me lo dio cuando nos comprometimos.
Un repentino cansancio se apoderó de ella, que se echó atrás en el sillón y tosió
débilmente. Su cuerpo grueso parecía ahora cercano a la disolución y el colapso,
como si se empequeñeciera. Su voz apenas era ahora un susurro.
—Y eso es todo. Todo lo que tuve en mi vida, unos cuantos sueños. ¿Hice mal con
eso a alguien? No. Seguro, eran mentiras, aunque a veces pienso que eran
verdad. No me hizo daño a mí, y no sé si podría haber vivido sin ellos, doctor.
"Pero ahora estoy terriblemente cansada, aunque los doctores de la Compañía
dicen que tengo buena salud. Me pongo a pensar. Tengo siete mil dólares y un
empleo, pero no tendré el empleo mucho más tiempo. Querían que me retirara
este año, pero ¿cómo voy a vivir con ochenta y cinco o noventa dólares al mes
que me dé la Seguridad Social? Así que me van a dejar quedar algún tiempo
más, porque yo se lo expliqué. El psiquiatra de la Compañía me pregunta: "¿No
hay una tía, o prima, o una hija o hermanos con los que pudiera vivir, o una
amiga íntima?" Pero yo me río de él. Le digo que quiero ser independiente, y que
quiero conservar mi nidito. ¡Dios mío, supongamos que me pongo realmente
enferma durante un año o así! ¿Cómo saldría adelante?
"Mucha gente dice que debería haber ahorrado más, pero ahorré todo lo que
pude, y aún no es suficiente, y eso en todos los años antes y después de la guerra,
cuando sólo ganaba lo bastante para ir tirando. Y el dinero sigue haciendo
intereses en el banco. Yo espero que me dejen seguir hasta que tenga unos nueve
mil dólares, pero, según está subiendo todo en estos días, tampoco eso es mucho.
Alguien dijo que podría comprarme una anualidad, ¿sabe lo que quiero decir?
Usted pone todo su dinero y ellos le pagan tanto al mes, y creo que sería como
noventa o quizá cien, y eso en diez años o así de vida, y podría seguir adelante con
la Seguridad Social también, pero ¿y si vivo diez años más, y ya no me pagan? No
me preocupa el morirme antes, pues no hay nadie que quisiera que le dejara mi
dinero, y además la compañía de seguros se quedaría con lo que quedara.
"Pero he llegado a un punto, doctor, en que vivo preocupada constantemente.
Se necesita todo lo que gano para vivir en estos tiempos, y aún podría usar
más. Y luego, después de todos estos años, empieza a obsesionarme el que
realmente nunca tuve a nadie en la vida, y en cuanto me duermo sueño que
estoy de vuelta allí, en el asilo, y que soy una niña de nuevo,' o sueño con mis tíos,
y el modo en que me pegaban y me mataban de hambre, y sueño con Jerry y cómo
me golpeaba, y el asqueroso cuarto en que vivíamos, y todas las horas en la
fábrica, y el frío y el hambre que siempre tuve; y cuando me despierto,
sudando y temblando, estoy completamente aterrorizada. A veces me cuesta un
par de horas empezar a imaginarme que lo tenía todo, como le dije a usted, para
poder soportar otro día más.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

"Y entonces estoy tan cansada que apenas puedo esperar a dejar el trabajo y
volver a casa, y casi no puedo comer en ocasiones, y tengo miedo de acostarme
por los horribles sueños.
"¡Oh, Dios mío, si tuviera a alguien con quien poder hablar, alguien que le
importara yo algo, alguien a quien no tuviera que mentir y simular! ¡Alguien que
se interesara un poco por mí! Cuando tengo un resfriado me aterra morir,
pensando en el doctor, o en quién me cuidaría si no pudiera trabajar por algún
tiempo, o en quién me traería algo de comer, o se preocupara tan sólo... Sólo eso,
sólo que se preocupara. Pero no tengo a nadie, como jamás lo tuve.
Su voz se alzó en un grito débil y lastimero:
—¡Oh, usted puede seguir sentado ahí sin preocuparse! Dicen que escucha,
pero eso ¿de qué sirve? Le he dicho la verdad, y apuesto a que está sentado ahí
riéndose para sus adentros y pensando: "Desde luego que hay tipos raros..."
Seguro que sí, doctor, ¡hasta hay tipos como yo, maldita sea!
Se puso en pie, corrió a la cortina y la miró con ojos febriles. Vio el botón de
plata y recordó lo que había oído, que si uno quería ver al hombre que había
escuchando sólo necesitaba oprimir aquel botón. Nerviosa, sollozando con
profundos sollozos, dio al botón con la palma de la mano, como una niña
golpearía algo en medio de una rabieta.
Las cortinas azules se corrieron flotantes a los lados y la suave luz fue a caer
sobre el hombre que escucha, y Maude Finch, al ver su rostro y sus grandes y
agonizantes ojos, sus ojos amorosos y misericordiosos, se echó atrás con un sonido
ahogado cubriéndose la boca con las manos. Le miró con una mirada intensa,
húmeda, y él le devolvió la mirada amablemente. La mujer dejó caer lentamente
las manos y sus lágrimas fueron disminuyendo. Aún con los ojos en él tanteó con
la mano a sus espaldas y se dejó caer en el sillón, cerrando los ojos. Empezó a
hablar en voz muy baja:
—Nunca me dijeron que fueras así... Cuando oí hablar de ti dijeron que eras
una persona terrible, y eso me asustó. Dijeron que eras el Juez. Sólo oí hablar de ti
unas cuantas veces, y hace tanto tiempo que no recuerdo... pero pensé que tú me
odiarías, por todas las mentiras, y por todo. Dijeron que tú odiabas a los
embusteros o hipócritas, y supongo que yo he sido eso toda mi vida, y quizá no
signifique nada para ti que ése fuera el único modo en que podía vivir,
mintiéndome así a mí misma y a todo el mundo, y simulando. Después de todo, tú
eres el Juez, y eres terrible. Eso es lo que me dijeron hace muchísimos años, y
me asustó.
Abrió los ojos, pero el hombre seguía mirándola con amable sufrimiento y
amor, y ella empezó a llorar de nuevo, pero serenamente.
—Ya veo que me odias por lo que hice, ¿verdad? Y todo eso que pasó en mi
vida... ni siquiera fue tan malo como un día de la tuya, ¿no es cierto? Y tú no
tenías nadie a quien hablar, tampoco, ¿verdad? ¡Oh, sí! Te escuchaban, claro
que sí, pero ¿de qué servía? No te creían. Pero la gente me creyó a mí un poco, y
eso es algo. Ni siquiera ahora creen en ti. "No tuviste nadie con quien hablar
excepto contigo mismo. Y Dios.
Sus ojos brillaron repentinamente maravillados, y se incorporó.
—¡Eso es, tenías a Dios para hablar! ¡Y yo también! Eso es lo que quieres decir,
¿verdad? Puedo hablar contigo cuando quiera y en cualquier parte. Si sólo
hubiera sabido algo más de ti al principio... Ésa fue mi auténtica privación... el no
tener en verdad... el no tenerte a ti todos estos años.
164
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—"¡Pero ahora te tengo! —una maravillosa sorpresa brillaba en su rostro, y los


años la abandonaron, y fue de nuevo una niña esperanzada. Pero esta vez la
esperanza tenía verdad y certeza—. Eso es lo que estás intentando decirme, ¿no es
cierto?, que te tengo a ti, y que, si te tengo a ti siempre, me escucharás y
ayudarás, y que ya no debo tener miedo.
Unió las palmas como una niña que de pronto ha alcanzado una encantadora e
increíble verdad que inunda su corazón de gozo.
—Sé que es cierto. Sé que es cierto como ninguna otra cosa en mi vida, real o
soñada. Y en cierto modo sé que lo que yo soñé, todas aquellas cosas
maravillosas, tú las guardarás para mí en algún lugar, ¿verdad? Gente que se
preocupe de mí, pero sobre todo tú. Cosas encantadoras que mirar, un lugar
hermoso por el que pasear. ¿Cómo sé todo eso? ¡Pues lo sé, sencillamente!
"Y eso es todo el mundo para mí, y ahora no estoy cansada, y puedo
enfrentarme con lo que ha de venir, porque tú siempre estarás conmigo y me
escucharás, ¿no es cierto?
Se levantó, fue al hombre y tímidamente le tocó la rodilla. Le pareció que su
carne débil recobraba las fuerzas, y el ánimo su espíritu.
—Recuerdo ahora algo que oí cuando era una niña, en una ocasión en que
escuché a un ministro en el orfanatorio: "La bondad y la misericordia me
acompañarán todos los días de mi vida, y moraré en la casa del Señor para
siempre". Contigo, y eso es todo lo que me importa ahora...

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

ALMA DUODÉCIMA

EL ADVERSARIO Y EL HOMBRE QUE ESCUCHA

«...El menor de esos pequeñuelos...»

ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de que ella
le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído sobre el rostro
torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto. Sonrió. Supo en seguida
lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella dilatación de sus pupilas, y la
mirada fija. La conocía muy bien. No había piedad en él, ni dolor; sólo desprecio.
Una mujer débil, malvada. Un animal despreciable. Sólo tenía dieciocho años,
recordó, pero su alma estaba podrida, como un capullo que se hubiera secado
incluso antes de abrirse. Anatema, anatema, dijo para sí. No juzgaba un gran
triunfo el haber conseguido aquella alma débil con tanta facilidad. ¡Se había
necesitado tan poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos surgió
un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un gemido, como el
de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz que no
turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo que hacías, tú
no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar ignorancia, aquello
estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora de que fue culpa de tu
ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan pobre, tan falsa? Emily, vete a
casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase de
gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a lo que
ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble. Podía ver sus
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

rostros en montón, sus cuerpos amontonados. Ni siquiera él podía contarlos, ni


conocerlos a todos.
—¿Qué? ¿No te vas? —insistió. Todos los que se hallaban en la habitación se
movieron inquietos, turbados. La chica le miró, sus negros ojos brillantes como el
cristal. Pero no se movió. Aquello le resultó intolerable. Deseó cogerla por los
brazos, lastimosamente delgados, y sacarla de aquel abominable lugar y arrojarla
al arroyo. La muchacha adivinó su furioso deseo. Apartó de él los ojos, fijándolos
en la placa de la pared donde se leía: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
—No —insistió el joven—. Ni siquiera Él puede ayudarte ahora, Emily. Estás
sudando y temblando. ¡Mira cómo bostezas! Dentro de poco te resultará
insoportable. Yo lo sé. ¡Pobre Emily! Realmente te compadezco. ¿Recuerdas lo que
leíste en el colegio, Emily?: "La culpa, querido Bruto, no está en nuestra estrella...
sino en nosotros mismos, que somos seres bajos." Tú naciste un ser bajo, Emily, y
pronto morirás como tal. Estás perdiendo el tiempo aquí. Él... no puedo sentir más
que asco de ti. Vete a casa.
La chica no se movió. Seguía mirando la placa de mármol. Gruesas gotas de
sudor le caían por la frente. Sus labios se agitaron. Él se echó a reír en silencio.
¿De modo que se ponía a rezar, aquel pequeño monstruo? Que intentara
escaparse. La tenía bien segura. Había corrompido a otras dos chicas, más
jóvenes que ella, para satisfacer su vil apetito, su apetito mortal. Intentó obligarla
a que le mirase de nuevo, pero sus labios seguían murmurando su incoherente
plegaria.
Perdió interés por ella. No era nada. Se trasladó a la puerta de la otra
habitación, inclinó su hermosa cabeza y escuchó atentamente. Luego, sin que
hubiera sonado ninguna campana, abrió la puerta y entró. Se movía rápidamente.
La puerta se iba cerrando como una sombra tras él y nadie en la sala de espera, a
excepción de Emily, la había visto abrirse y cerrarse.
Las paredes blancas, el techo, la luz, todo estaba en el más profundo silencio.
Como si alguien en la habitación hubiera inspirado profundamente y retuviera el
aliento. Sonrió. Inclinó la cabeza hacia la cortina azul que cubría la alcoba. Y, tras
un instante, las cortinas se corrieron y vio al Hombre que esperaba allí, y que
escuchaba incansablemente.
Se miraron en silencio. El joven inclinó la cabeza con gravedad. Ningún hombre
de los que entraran en aquella habitación había poseído su hermosura. Nadie podía
compararse con su vitalidad, su energía y el poder de su espíritu.
—¿No estás cansado ya? —preguntó.
—No —repuso el Hombre que escuchaba—. Yo jamás estoy cansado.
—Una vez lo estuviste —apuntó el otro cortes-mente.
—No. Yo no puedo sentir cansancio, como no puedes tú. O... ¿será posible que
te hayas cansado al fin?
El joven meditó, o simuló meditar. Sus ojos le miraban con maliciosa diversión.
Luego agitó la cabeza. Los ojos del Hombre que escuchaba estaban llenos de
tristeza. Suspiró. Al oír aquel suspiro, el joven se apartó como agitado por un
dolor intenso.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—El sillón está aguardándote —dijo el Hombre.

167
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Pero no es éste el que yo quería —se sentó y unió sus blancas manos sobre
las rodillas—. Y tengo el mío propio —añadió—. Únicamente mío. Lo hice yo con
mis propias manos. Tú no tuviste parte en ello.
—No —dijo el Hombre, y su mirada era muy triste al contemplar al desconocido
—. Yo no lo hice para ti.
—Y aún soy su hijo.
—Es cierto. Y para siempre.
El desconocido quedó silencioso por unos momentos. La luz de la habitación
vacilaba como al compás de sus pensamientos. Luego la cólera se apoderó de su
rostro como una convulsión, y era cólera impregnada de sufrimiento.
—Ha pasado algún tiempo desde que tuvimos una de nuestras interminables
discusiones —dijo al fin—. Ahora que todo parece estar totalmente en mis manos,
pensé en visitarte de nuevo.
—No está todo en tus manos —dijo el Hombre—. Y tú lo sabes con certeza. Pero
habla. Confieso que nunca he olvidado tu voz, y que en tiempos le amaste.
—¿Crees que no le amo ahora?
El Hombre quedó callado por un momento. Al fin dijo:
—Le amas, y eso es lo peor de tu castigo. No puedes apartarte de ese amor.
Pero ambos sabemos lo muy estrechamente enlazados que están el amor y el
odio. Sin embargo, Él jamás te ha odiado.
—Lo sé. Pero los hombres le odian con todo su negro corazón, y eso también
lo sabemos los dos.
—No todos —dijo el Hombre, que sonrió con ternura—. Escucha. ¿Es que no oyes
a los que le hablan?
Escucharon juntos. Un confuso pero armonioso sonido pareció emanar de los
muros de la habitación, de todas partes; un murmullo de oraciones, de amor, de
piedad, de valor... Un murmullo fiel. Se escuchaba música, mezclada con las voces,
como hilos de oro y plata, palpitante, alzándose y cayendo. Eran voces de niños,
que oraban con sencillez; eran voces de jóvenes, de almas santas en los claustros,
de almas solitarias en sus luchas particulares, en su angustia secreta; de
ancianos, de gentes vencidas por el dolor... pero fieles. Las voces se alzaban y
caían como el mar, avanzaban y se retiraban, y volvían a avanzar como una
marea que estallara en rocas invisibles, bajo un arco iris también invisible. Pero
las rocas y el arco iris no eran invisibles para el Hombre que escuchaba ni para el
desconocido. Ellos los veían con claridad.
—No es una multitud —dijo el joven.
—Pero es de Él. No tuya.
—Pronto serán silenciados. Tú y yo... conocemos el futuro. Esas voces
inocentes serán silenciadas por silenciadores que, a su vez, serán silenciados para
siempre. ¡Qué pacífica será entonces la órbita de este mundo! Fragmentos que
captarán la luz de la luna y el sol, pero sólo fragmentos, muertos, oscuros y sin
vida.
El Hombre no habló. El desconocido aguardó pacientemente, luego, como no
hubiera el menor sonido en la habitación, dijo:
—Yo no lo elegí. Ellos lo eligieron por sí mismos. No lo planeé yo. Lo planearon
ellos mismos. ¿No estás orgulloso de la parte que tuviste en ello?
El Hombre parecía que sonreía ligeramente, pero con dolor:

168
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Ésta es la pregunta que siempre me has hecho, y has deseado la respuesta


con un deseo que sobrepasa a todos los demás. Tú no ves el futuro como yo lo
veo; sólo como deseas que yo lo vea. Nunca podrás conocer mi mente y mis
pensamientos. En eso no eres más sabio que cualquiera de los atormentados que
has seducido y destruido. Mis hermanos.
—Ellos no quisieron ser tus hermanos —dejó descansar el brazo en el del sillón y
ocultó su oscuro y hermoso rostro con la mano—. Yo no los aparté de ti. Ellos
vinieron a mí, y ansiosamente. Solicitaron mi ayuda. Luego cayeron como
vehementes copos de nieve en mis manos. Jamás vinieron a ti de ese modo. Los
pocos que lo hacen vienen de uno en uno, y casi a la fuerza. Pero los míos
acuden en manada a mi reino, hasta abarrotarlo día a día. Estoy ensordecido por
sus voces urgentes, sus exigencias, sus adulaciones. Lo que me ofrecen es
despreciable.
—Para mí no son despreciables —dijo el Hombre—. Derramé mi sangre por
ellos, y por ellos sigo derramándola.
—Y a veces, pero no a menudo, en medio de sus ansias, del deseo que les
arrastra hacia mí, escuchan tu voz. Y a veces —pero tan pocas que ni vale la pena
contarlas— se apartan de mí y caen a tus pies.
—Uno es uno, y uno es todo —dijo el Hombre—. Lo que tú desprecias, yo lo
amo. Lo que tú destruirías, yo podría salvarlo. Mis oídos jamás se apartan, jamás
se cierran.
—Pero sí están cerrados para mí.
El Hombre no contestó. Sus ojos torturados miraban larga y profundamente al
desconocido.
—Miento. Como siempre. Tus oídos no están cerrados para mí. Pero, ¿cómo sería
posible que me arrepintiera cuando sé lo que sé, cuando en mi corazón late un
odio que es lógico, aunque tú no lo llamaras así? —se rió secamente, y su risa fue
repetida por un débil eco de burla, lejano pero tumultuoso—. "¡Todas las estrellas
de la mañana cantaron a una, y los hijos de Dios gritaron de alegría!" ¿Recuerdas
aquella hora?
—Nunca la he olvidado.
—Fue la hora en que Él concedió el libre albedrío a todos sus mundos, cuando
ángeles y hombres —en todos sus mundos— recibieron el don de la majestuosa
libertad para vivir o morir, estar a su lado o retirarse de Él. ¿No fue ése un don
demasiado terrible?
—Tú eres todos sus hijos. ¿Crees que Él deseaba bestias sin razón que
obedecieran porque no tenían deseos de obedecer, ni la elección de hacerlo? El
libre ofrecimiento de un alma es de más valor para Él que las criaturas
sacrificadas mecánicamente en un altar que no saben que existe, ofreciendo un
sacrificio del que no son conscientes. La obediencia no es deseable cuando la
desobediencia resulta imposible. El amor no es amor si no hay otra alternativa:
el odio. La adoración no es adoración si no se halla presente la posibilidad de una
negativa. Lo que es su esencia, es la esencia de sus hijos. Él quería que todos sus
hijos fueran como los ángeles, que son mis hermanos también, capaces de
desobediencia y orgullo, pero también capaces de obediencia y humildad. Como Él
es espíritu, así sus hijos son espíritu también, y ¿han de verse separados uno de
otro, como un amo cruel es dividido por esclavos que no tienen elección? Pero ya
hemos hablado de esto antes, a través de los siglos.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa de
ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has utilizado. Sin
embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti por su naturaleza, que
tienen menos resistencia a la maldad. Detéstalos si quieres. Pero recuerda que
muchos se arrepienten y vuelven a Él. Los que se rebelaron contigo no vuelven a
Él, no le dicen: "Señor, ten piedad de mí pecador."
—Lo que elegimos es cosa nuestra —dijo el desconocido, alzando su orgullosa
cabeza.
—Y lo que elegiste fue tu orgullo. Tú aceptaste su don, pero lo consideraste
tuyo solo, y se lo hubieras negado al último de sus hijos. ¿Es que eres más grande
que Él?
—Jamás lo creí así, ni en verdad lo deseé realmente. Yo estaba a su lado, y Él
me amaba. Yo protegía su grandeza y su terrible majestad, no por odio, sino por
amor. Yo estaba celoso por Él. Yo no hubiera dejado que nadie se acercara a Él
con las manos sucias, y le llamara "Padre", como yo le llamaba Padre, ni le mirara
con mis propios ojos. Si yo era orgulloso, era orgulloso por Él, y detestaba a los
que se atrevían, en su arrogancia, a conocerle también. Pero tú sabes todo esto
desde hace mucho tiempo.
—Sí, desde hace mucho tiempo —dijo el Hombre con un suspiro.
El desconocido contempló las manos, la frente y el costado del Hombre.
—¿Acaso yo te infligí esa agonía? ¿Fui yo el que te escupió y se burló de ti? ¿El
que se burló de tu tortura?
—Te olvidas de algo. Yo lo elegí por mí mismo.
—Sin embargo, fue el hombre el que lo consumó, y no yo. Ellos siempre eligen
por sí mismos. Yo no hago elección por ellos.
—Pero tú has oído las voces de los que han venido a mí al fin. Ellos eligen por
sí mismo. Yo no elijo por ellos.
—Tú has perdido. ¿No es cierto?
—¡Ah, cómo te gustaría saberlo! Pero no te lo diré, pequeño.
Hubo silencio de nuevo en la habitación. Luego, lentamente, el desconocido
empezó a golpear con los puños cerrados en los brazos del sillón. Así como iba
creciendo su cólera se oscurecía la luz de los muros, pero la luz de la alcoba
aumentaba hasta casi cegarle.
—¡Yo venceré! —dijo—. ¿No soy el príncipe de este mundo? ¡Él habrá de
arrepentirse de nuevo de haberlo hecho! Como se ha arrepentido de otros mundos,

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

que se convirtieron en sangrientos holocaustos y se alejaron a la deriva con los


soles.
—Si estás tan seguro, ¿por qué hay lágrimas en tu rostro?
—Porque estoy tan seguro es por lo que lloro.
—¡Ah! —dijo el hombre suavemente—. Entonces no te causa placer.
—Me causa placer el hecho de demostrar que Él estuvo equivocado en el
principio.
—Fácil será confundir ese placer con la angustia. ¡Ojalá los hombres sintieran
tal dolor en su corazón!
El desconocido se puso en pie temblando, bañado en oscuro brillo, una
presencia atemorizada pero magnífica.
—Tus llorones y suplicantes, Señor, te esperan. Lamento haberte retrasado
una hora. ¿Quieres que me marche?
El Hombre meditó un instante. Luego dijo:
—Llama al que quieras y veamos qué ocurre aquí, en nuestra presencia.
El desconocido sonrió.
—Hay una mujer, joven en años, en esa habitación. Está más allá de toda
redención. Es mía. Yo la llamaré.
Alzó la mano haciendo un gesto imperativo, un gesto amenazador hacia
la puerta. Inmediatamente sonó la campana. La puerta se abrió un instante
después y entró Emily, la muchacha de ojos alocados y rostro bañado por las
lágrimas, suspirando con un sonido audible y desagradable.
—Entra, Emily —dijo el desconocido con voz que sonaba a burlona
amabilidad—. Me ves, ¿no es cierto?
—Sí, te veo —respondió ella. Parecía fascinada por su aspecto, por su
imponente esplendor, pues ni ángel ni hombre había poseído jamás tal
belleza. Era como una noche de fuego y mármol, brillante, ardiente, negra, y
su sombra flotaba y vacilaba en los blancos muros, subiendo hasta el techo
en oleadas alternativas de llamas y oscuridad.
¿Quién soy, Emily?
Ella se llevó las manos a las mejillas, luego se retiró lentamente los
desordenados cabellos, se humedeció los resecos labios. Brillaba el sudor en su
frente, en su labio superior.
—No lo sé —dijo—, pero creo que conozco tu voz —la suya era ahora débil
e insegura.
—Sí, conoces mi voz. La has conocido desde que eras una niña. Pero... ¿le
conoces a él, Emily?
Ésta obedeció al dedo que le señalaba y miró al Hombre que escucha. Se
sobresaltó violentamente. Echóse atrás hasta que el asiento del sillón golpeó sus
muslos y cayó involuntariamente en él. Pero ahora sólo podía mirar al Hombre
en la alcoba.
—No temas —dijo el desconocido con burlona amabilidad—. Como ves, sólo
es una imagen. Sólo fue siempre una imagen para las personas como tú, Emily, y
siempre lo será; un sueño, un mito, un tema para la burla y el desprecio, para
la negativa y el rechazo, para las acusaciones y las protestas; siempre lo será

171
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

para todos los hombres. ¿Entiendes lo que te digo, estúpida y malvada


mujerzuela, o estás perdida de nuevo en tus drogadas fantasías?
—Entiendo —susurró ella. Pero no se volvió para mirarle. Tenía los ojos fijos en
el Hombre de la alcoba—. Por eso vine aquí, en primer lugar.
—Y ¿sabías lo que ibas a ver?
—No. Realmente no —¿había desilusión en su voz, o sufrimiento?—. Yo...
pensé que quizás era...
—¿Un doctor al que podrías persuadir para que te diera más drogas?
La muchacha era pequeña y estaba horriblemente delgada, con un rostro
alargado en el que se marcaban los pómulos con aspecto enfermizo. Los ojos eran
enormes en aquel rostro hundido, las aletas de la nariz distendidas. Sus labios no
parecían tener color alguno; sólo una línea seca y atormentada. Sin embargo sus
ropas eran buenas, las manos delicadas y bien cuidadas. Sus cabellos castaños,
muy desordenados, caían sin brillo sobre sus flacos hombros.
—Yo... —dijo, y tragó saliva— no sé lo que esperaba. Ayuda quizá. —Aquellos
ojos alocados se alzaron, perdieron luz, cayeron.
—¿Qué clase de ayuda? —su voz era dura ahora, y ella se encogió sobre sí
misma—. Contéstame, Emily, y di la verdad. No puedes mentirme, pues yo conozco
la mentira instantáneamente. Como tú sabes, yo la inventé.
—Yo... pensé que las cosas... que todo sería diferente para mí si alguien me
escuchaba y me decía qué hacer.
—Pero tus padres y tus maestros te lo han estado diciendo toda la vida, ¿no?
Ella unió las manos y las miró.
—Ellos no te odiaban, Emily. Te amaban. Nada de importancia se te negó,
aunque tus padres no son ricos, sólo gentes amables y sencillas. Tus profesores
creyeron que tú eras extraordinariamente inteligente. También ellos te dieron
todo cuanto podían darte. ¿Qué excusa tienes, Emily, para lo que has hecho a tu
cuerpo, tu mente y tu alma?
Ella seguía estrujándose las manos incansablemente, hasta que quedaron
enrojecidas.
 No tienes excusa; no puedes decir que fueras huérfana, o abandonada, o que
no te quisieran, o que te rechazaran, o que te privaran de necesidades
fundamentales, o que fueras objeto de crueldad y odio. Se te dio demasiado hasta
que quedaste empachada, hasta que creíste que eras importante, y que incluso
merecías más. Llegaste a sentirte descontenta, y el descontento lleva a la
arrogancia y las exigencias. Tu padre contrajo deudas para comprar tus estúpidos
juguetes. Tu madre se olvidó de sí misma para darte todos los vestidos que
deseabas. Tus profesores gastaron sus agotadas fuerzas para pulir tu mente
magnífica. Pero tu siempre querías más y más, y te sentiste frustrada cuando ya
no fue posible que nadie te diera más. ¿Qué creíste ser, Emily? ¿Una princesa con
un mundo a sus pies, como tantos estúpidos millones de tu generación mimada e
indigna, piensan de sí mismos?
Ella no habló, pero lentamente inclinó la cabeza varias veces.
 Ya fue bastante malo que te destruyeras a ti misma, Emily. Pero has
destruido a otras dos chicas, más jóvenes que tú . ¿Por qué?
 Yo... es difícil explicar susurró. Tienes que saber lo que ocurre. Después
de algún tiempo ellos... te piden más dinero. Y una empieza a robar del bolso de

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

su madre, a coger cositas y venderlas, y a robar de las tiendas también. Luego


nunca hay bastante dinero para... para... Así que ellos te piden tragó saliva
desesperadamente. Es preciso obtenerlo, eso es todo. Es como algo que te
devora, y que hay que alimentarlo o te mueres. No sabes lo que es eso.
 Lo se demasiado bien dijo el desconocido. Fui el primero en sentirlo. Yo
fui aquel a quien tu acudiste, Emily, en busca de tu primer placer. El primer placer
que finalmente ya no es placer, sino sólo una salvaje necesidad. ¿Era la vida tan
horrible para ti que te sentiste arrastrada a ello?
Su rostro se alzó con astucia. La cabeza se alzó ansiosamente, dispuesto el
asentimiento en sus ojos, en sus labios. Pero su mirada no cayó sobre el
desconocido, sino sobre el Hombre, en la alcoba. El brillo malicioso se apagó
bruscamente de su rostro y cerró los ojos de nuevo.
 Es sólo una imagen insistió el desconocido. Sólo tu y yo somos reales.
Habla.
No. Mi vida estaba bien murmuró. Sólo... es decir, sólo quería algo de
diversión. Todo el mundo hablaba de ello. Era divertido, algo que yo no había
probado todavía. Yo ya lo había probado todo, ¿sabes?
 Sí, lo sé. ¿Acaso no fui yo el que te lo sugirió desde el mismo principio, a ti,
criatura estúpida, indisciplinada, egoísta, mimada y degradada? La vida había sido
generosa contigo, todo sin esfuerzo, todo fácil y seguro. ¿Es que no tienes una
acusación legítima que lanzar contra tus padres? Yo creo que sí la tienes, Emily.
Ellos te dieron todo lo que pudieron, y eso debería contar en contra tuya, como
una blasfemia. Debían haber pedido algo, debían haberte exigido algo a cambio.
Debían haberte dicho: “Hasta ahí puedes llegar, pero no más allá”. Pero no te
dijeron eso. Pensaban que privarte de cualquier cosa, aunque fuera por la
salvación de tu alma, era portarse injustamente contigo. Dime, Emily, ¿fueron
estúpidos o fueron crueles?
La chica meditó en sus palabras. Su rostro estaba ahora como hechizado; el
cabello le caía desordenado en torno. Agitó la cabeza como un muñeco animado y
no respondió.
 ¿Es que no había realidades en tu mundo para que tuvieras que comprar
sueños, o robar por ellos, o corromper por ellos?
Frunció el ceño vagamente, como lo frunce el que duerme cuando su cuerpo le
avisa de que se siente turbado por algo.
—Creo —murmuró al fin— que fue porque... porque era algo distinto. Algo que
aumentaba las sensaciones, algo que te hacía libre...
—¿De qué deseabas liberarte, Emily?
Sus labios se movieron como sin sonido, abriéndose y cerrándose. La luz de la
alcoba cayó sobre su rostro atemorizado y sus ojos sin vida. Luego susurró:
—Supongo que... de mí misma. No había nada en mí. No lo sé. No tenía nada
por qué luchar, supongo. Pero yo quería otras muchas cosas, ¿sabes? No puedo
explicarlo. Estaba inquieta siempre. ¡Todo era tan mortalmente aburrido! El
colegio, la casa, las diversiones... Había que hacer algo mejor.
—Hasta las relaciones sexuales te aburrieron al fin, ¿no?
Tembló.
—Mis padres nunca supieron eso. Ni esto tampoco.
—No. Fuiste muy lista. Pero pronto lo sabrán.
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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

Ella lanzó un grito y bajó la cabeza.


—¡Qué estúpida es la maldad! —dijo el desconocido—. ¡Qué vulgar! ¡Qué poco
distinguida y sin color! ¡Qué baja y rastrera! No tiene esplendor, ni siquiera
resulta impresionante, pues, si poseyera la cualidad de atemorizar, también
poseería el terror, y el terror aumenta en proporción a su abundancia. La maldad
aburre a todos los sentidos y reduce al hombre a menos que las bestias, pues a
éstas les falta la capacidad de ser malvadas. Y al fin priva al hombre de su
derecho al libre albedrío.
—Cierto —dijo el Hombre que escucha—, pero no siempre. Tú recordarás a
David el rey, por ejemplo. Y él sólo fue uno.
—Mira esta mujer, esta mujer degenerada, envilecida, que no tiene excusa
válida para sus crímenes contra ella o contra los otros, excepto el aburrimiento.
Ningún dolor la llevó a dar este paso, ninguna pena, ninguna desesperación
exagerada. Ella es la representación de la banalidad que es el mal. Por tanto, está
más allá de tu salvación. Ni siquiera puede declarar que el amor la llevó a ese
extremo en su existencia, como el amor arrastró a la Magdalena. Ni siquiera es
digna de ser apedreada. Es nada.
—Es un alma.
La muchacha había escuchado esta conversación en el latir de la locura
inducida por las drogas. Había alzado lentamente la cabeza y había escuchado, los
labios entreabiertos, sin color, pasando los ojos de uno a otro. Finalmente su
mirada se fijó en el Hombre de la alcoba.
—¡Yo te oí! —gritó—. No eres sólo una imagen, ¿verdad? Existes realmente,
¿no es cierto?
—Sí, mi querida niña.
—Sólo oyes tu propia imaginación, Emily —dijo el desconocido—. Por supuesto
que sólo es una imagen, un sueño, creado por el hombre, de material hecho por
el hombre o sacado de la tierra.
Emily miró al Hombre.
Vio una gran alcoba, de una altura muy superior a la de un hombre, y de
anchura proporcionada. Formaba un receptáculo como una cáscara de luz, y en
aquella cáscara se hallaba un enorme crucifijo de suave madera tallada, que
parecía temblar débilmente bajo el intenso brillo. En la cruz estaba clavado el Dios
Hombre, tallado en marfil, blanco como la luna, más grande que cualquier
hombre que hubiera vivido en este mundo, más musculoso, más masculino,
perfecto en todos sus huesos y músculos. Vivía. Parecía moverse en su agonía. De
la heroica y serena frente caían gotas de sangre brillante, y también de las
manos, y del costado herido, y de los fuertes pies cruzados. Pero sobre todo ello
estaba la majestad de la poderosa faz, la faz de un joven lleno de humanidad y, sin
embargo, con el impersonal y remoto esplendor de la divinidad.
Piedad y misericordia, contemplación y fuerza, parecían salir de él como los
rayos del sol e ir a caer sobre la muchacha temblorosa que contemplaba aquel
rostro, aquel poder y fortaleza. El sacrificio aceptado pendía de la cruz, doliente
pero resignado, ofrecido por sí mismo, a la vez un Rey y un Cordero, con el Reino
sobre sus hombres y la humillación estampada en su cuerpo.
Pero eran sus ojos lo que la muchacha contemplaba ansiosamente, los ojos
grandes y tiernos que brillaban en las órbitas, los ojos justos, atormentados pero
sonrientes.

174
Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

El desconocido se acercó más a la chica. Dos sombras oscuras, tenebrosas,


parecían alzarse de sus hombros y moverse como alas, pues era un arcángel, el
más poderoso de todos los ángeles, el más grande, aunque los ropajes que vestía
eran negros y la espada a su cinto se agitaba como el rayo. Sólo su rostro y sus
manos eran blancos, tan blancos como la muerte, y tan fríos. En los pliegues de sus
ropas había destellos de fuego. Su rostro era hermoso, y duro, y lleno de una
tristeza, dolor y cólera, más allá de la comprensión del hombre. Y la rabia y el
odio brillaban en sus ojos.
—No vive —dijo Lucifer—. Es una imagen. El hombre le rechazó hace mucho
tiempo, le apartó de su vida, del asqueroso camino de su existencia. Observarás
que sólo está hecho de madera, marfil y pintura. No tiene verdad. Tú y yo, Emily,
somos la única realidad. Aunque tú no tienes una realidad propia. Yo soy todo lo
que es, y todo lo que siempre será.
—Yo oí su voz —dijo la muchacha—. Oí lo que hablasteis los dos.
—Sólo oíste mi voz, no la suya, pues ¿no ha declarado tu generación que Él no
tiene voz y que no vivió jamás. Si Él perdura es en lugares ocultos, donde los
temerosos oran, o en los enfermizos cerebros de los poetas. ¿Qué tiene que ver Él
con tu mundo y el mío?
Por primera vez experimentó la muchacha un gran terror, superior a todo lo
que hubiera conocido en su breve existencia. Se cogió a los brazos del sillón, volvió
los febriles ojos a Lucifer. Abrió y cerró la boca sin poder hablar. Vio todo lo que él
era, y su alma se encogió de odio y de asco.
—Sí —dijo al fin—. Tú existes. No eres una fábula, una mentira. Tú tienes
realidad.
—Soy la realidad que tú has hecho, mujer, y las incontables miríadas de seres
como tú a través de incontables siglos, desde el principio del tiempo.
Una palabra se abrió paso en los frenéticos pensamientos de la muchacha, que
corrían por su cerebro como ratones aterrados:
—Yo... yo no soy una mujer, una adulta. Sólo tengo dieciocho años.
—Tienes el cuerpo y el alma de una mujer; puedes casarte, concebir y tener
hijos. Yo fui el que dijo a tus mentores que eras una niña, y por tanto
irresponsable de tus acciones, de tus deseos, de tus perversiones y degradación.
¡Qué ansiosamente me escucharon! ¡Qué ansiosamente escuchan todos, los que
traicionan al hombre! Pero, sobre todo, ¡cuan encantada me escuchaste tú, mujer!
Se apartó de él, como desnuda y sola, abandonada y temblando, con un frío
que jamás había sentido antes.
—Hija mía —dijo el Hombre en la cruz—, ¿por qué viniste a mí?
Había oído la voz de Lucifer, voz dura como el mismo acero. Ahora escuchó una
voz como la de un padre, no el padre débil, allá en casa, que ella sabía bien le
daba regalos en un ansia de afecto que era incapaz de satisfacer.
 ¡Él habló! gritó, señalando la cruz. Habló. Yo le oí.
 Me oíste porque me buscaste dijo el Hombre.
Se puso en pie porque el temor a Lucifer había caído sobre ella de nuevo como
una maldición y no sabía a dónde correr. Miró al Hombre, luego caminó hasta Él y
cayó extenuada a sus pies.
 Estás loca dijo Lucifer, que permanecía tras ella, cubriéndole el cuerpo con
la sombra densa y negra de sus alas. Has estado loca desde hace mas de un

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año, y el único alivio es tu droga, la droga de los sueños y la fantasía, de lugares


lejanos y hermosos, y de voces extrañas. Ése es el único cielo que nunca
conocerás. Ven conmigo.
Pero la muchacha se arrastró y se aferró a los pies del Hombre y, en su mente
calenturienta, creyó sentir que no eran de mármol, sino de carne viva.
 ¡Sálvame! gimió. ¡Oh, Dios mío, sálvame!
Él no existe dijo Lucifer. Sólo yo existo.
Dime, hija mía dijo el Hombre. Habla.
Ella apoyó la cabeza en sus pies. Su voz susurrante resonaba en la habitación.
Todo estaba tan vacío, sólo un día tras otro, de diversión, de comida, de
dinero y ropas... y de hacer lo que no debiera. Hacía que me sintiera sucia, pero
todo el mundo lo hacía. Por broma, por diversión. ¿Por qué no?, me dije. ¿Qué otra
cosa hay que lo que ya tengo? Sólo hacerme mayor, no ser ya una adolescente,
ser como mi madre, casarme como mi madre...
y tener hijos como yo, y vivir en un piso como el nuestro, lleno de
electrodomésticos, y suspirar por un coche nuevo cada año. Eso es...nada. y luego
seré vieja como mi abuela, y ya no habrá más diversión. ¿cómo soportarlo?
 Y ¿nadie te dijo que había algo más?
 No había nada más. ¡Oh!, algunos de mis profesores me dijeron que yo tenía
que adelantar la causa de la humanidad, pero ¿por qué? Yo tenía que pensar en
mí misma, ¿no? No iba a vivir sólo para otras personas. ¡Yo no quería lo que
ellos querían! —su grito era ahora de desesperación—. Así que encontré un
camino; era divertido y maravilloso y, cuando se llegaba a él, una era hermosa, y
más alta, y caminaba sobre nubes, y todo el mundo te admiraba y creía
maravillosa... Sólo eso importaba.
—Mírame, hija mía. Alza tus ojos hacia mí —dijo el Hombre.
El rostro de la chica estaba cubierto de sudor y lágrimas. Lentamente alzó la
cabeza y encontró de nuevo los oíos vivos del Hombre.
—No has oído nada —dijo Lucifer— más que tu locura y tus propios
pensamientos.
—Hace mucho tiempo que te conocía —dijo el Hombre—, mucho tiempo que te
buscaba, que veía tu vacío, y veía a los que te daban ese vacío y no el pan de
vida. Tú eres uno de mis pequeños, traicionado por la plenitud de dones indignos,
por falsas lenguas que os dijeron que erais importantes, más que cualquier otra
generación, y que erais más valiosos que todo lo demás sobre la tierra. Vi cómo se
acumulaba la degradación sobre vuestra alma inmortal por culpa de los que
debían haber sido vuestros protectores, los que debían haberos mostrado el
camino de la vida, y no el camino de una ruina material. Vi cómo construían
edificios magníficos para vosotros, donde no se os imponía la menor disciplina,
donde vuestra mente no era realmente ilustrada sino oscurecida con sofismas.
"Y, sobre todo, vi vuestro dolor.
—Tú nunca has conocido el dolor. Nunca has experimentado el dolor o la
desesperación. Nunca se te ha atormentado —dijo Lucifer—. Vamos, tienes tu
placer, y ese placer aún te aguarda. Deja de mentirte a ti misma, de imaginar
tus propios pensamientos, ya que no tienen realidad.
Pero Emily miró implorante el tierno rostro del Hombre.

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—No busqué otra cosa —dijo—. No quiero mentirte. Sentía que había algo más,
pero todo el mundo decía que era superstición. Yo... aquello me enfermaba. Tenía
que haber algún lugar donde pudiera ser algo más que Emily Hoyt, siempre a la
búsqueda de la diversión.
—Y viniste a mí. Yo soy el que tú buscabas.
Asintió con desesperada intensidad:
—Yo no sabía... quién o qué. Nadie me lo dijo jamás. Pero ayer, uno de mis
profesores... Todo el mundo se rió de él. Le llaman el "despistado", porque no es
como los otros. Me detuvo en el vestíbulo y me dijo: "Emily, no sé exacta-mente qué
te pasa, pero estás enferma. ¿Por qué no vas a ver al Hombre que escucha, en la
colina, allá en la ciudad?"
—Pensé que bromeaba —siguió la chica, aferrada cada vez más a los pies del
Hombre—, pero luego empecé a pensar. Allí estaba yo, perdiendo mi vida, ésa es
la verdad, matándome. Y luego... —le falló la voz— estaban Charlotte y Bette, más
jóvenes que yo. Era como si las viera por primera vez, seres humanos como yo,
enfermas como yo. Pero lo peor es que yo... yo les había hecho eso. Fue como
cuando una se quita las gafas de sol y lo ve todo con mayor brillo, y eso te quema
los ojos. Y recordé todos los sueños que había tenido la semana anterior. No sueños
hermosos y románticos, ni de diversiones, ni de sentirse importante. Sino sueños
terribles.
Apoyó de nuevo la cabeza en sus pies.
—Sálvame —pidió—. Ayúdame sobre todo a salvar a Charlotte y a Bette
también.
—¡Embustera y despreciable idiota —dijo Lucifer—, tan débil que tienes que
correr a la madera y al marfil a llorar tus pecados!
—Sálvame —rogó Emily, y sus manos temblorosas subieron por el cuerpo del
Hombre y tocaron sus rodillas.
Miró sobre su hombro a Lucifer, y chilló, y tembló.
—¡Dime que él no está ahí realmente, que le estoy soñando! —gritó al Hombre.
—Él existe —repuso éste tristemente— y siempre existirá. No es un sueño.
—Entonces ¡dime qué debo hacer para apartarme de él!
—Piensa en tu corazón lo que debes hacer.
Emily meditó, y la luz estaba en su rostro, pero sus hombros y cuerpo yacían
aún en las sombras del mal. Empezó a temblar de nuevo.
—No, ¿cómo puedo hacer eso? La policía... y hablar con mis padres. Ellos...
quizá me metan en la cárcel. Se lo dirán a todo el mundo. Seré expulsada, quizá.
Soy una criminal. Todos sabrán lo que he hecho, a mí misma y a las otras chicas.
No habrá un lugar al que ir...
—Tú has confesado tus pecados —dijo el Hombre—. Conoces tus pecados. El
camino será amargo y terrible, pero es el camino que debes seguir. Pues ya no
eres una niña, eres un alma humana, una mujer, y has acumulado
responsabilidades sobre tu cabeza. Si no tienes valor ahora, ni fortalezza,
entonces estás completamente perdida y entregada para siempre a la maldad, y a
la muerte, y a la agonía.
La muchacha se encogió como un niño herido.
—Ellos me quitarán la... me quitarán lo que yo necesito. Dicen que es horrible.
Que no puede soportarse.

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Taylor Caldwel Sólo El sabe escuchar

—Hay horrores peores que ése —dijo el Hombre—. Y tú ya los has


experimentado. Por eso has venido.
—¡Estúpida! —insistió Lucifer—. ¿Por qué hablas contigo misma? Nadie te
habla sino yo.
—¿Miente? —preguntó la muchacha al Hombre.
—Sí. Es el padre de la mentira. Hija, ¿seguirás el camino del dolor, de la
penitencia y el arrepentimiento?
Ella le imploró con todas sus fuerzas.
—¿Me ayudarás tú?
—Sólo tienes que llamarme y te oiré, y estaré junto a ti, pues soy tu guardián,
que no descansa ni duerme. Pero debes llamarme en las peores horas, en las
horas más desesperadas, pues habrá muchas.
—Se reirán de mí —dijo—, aunque todo sea tan horrible.
—También se rieron de mí, pero lo soporté.
—Sí... —murmuró—. Yo... oía hablar de ti, en Navidad, y en Pascua. Pero no
sabía mucho. Ni quería saber. Mis padres trataron de llevarme a la iglesia, o a un
consejero... sabían que me ocurría algo. Pero yo no quise ir. Tenía miedo.
—Pero ahora ¿harás lo que sabes que debes hacer?
Apoyó la cabeza en sus pies y quedó arrodillada allí.
—Sí, iré —dijo—. En verdad que iré.
—¿Por tu propia voluntad?
—Sí.
El Hombre miró a Lucifer y dijo:
—Ya estás rechazado de nuevo. Y por esta pobre niña. ¿Te hiere mucho?
Lucifer sonrió.
—¿Qué dicen de mí la tradición, los rumores, los hombres sabios? Que he
caído, pero que, cuando los hombres me rechazan, aunque sea sólo uno, me alzo
un paso hacia el cielo. ¿Debo lamentar eso?
La poderosa faz del Hombre le miraba con afectuosa diversión.
—Tú eres su hijo, y estuviste a su lado, y Él te llamó "Estrella de la mañana".
Lucifer se retiró de Él y alzó la mano como para ocultar su rostro a la gloria
de la luz. Y, al retirarse, fue haciéndose más y más débil, y al fin no hubo nada de
él en la habitación, cuyos muros estaban ahora radiantes.
La muchacha que sufría no se dio cuenta de la partida de Lucifer, sólo sintió
que un peso horrible parecía alzarse de su cuerpo y de sus hombros. Dijo al
Hombre:
—Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
Cayó en un breve desvanecimiento. Cuando se despertó vio que estaba echada
a los pies del crucifijo. Se sentía más fresca; el sudor aún corría por su rostro,
pero había serenidad y calma en ella, a despecho del dolor y de su temor, y del
temblor de sus músculos.
—Tuve un sueño —dijo al Hombre, callado ahora—, pero fue un sueño
maravilloso. Soñé que tú me hablaste —tembló—. Y soñé que... alguien más...
estaba aquí. ¡Yo estaba tan asustada!
Se obligó a ponerse en pie. Pero se sentía muy débil, las rodillas le temblaban.

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—Y, si fue un sueño, fue el mejor que he tenido en la vida. Debo creer en él.
Ahora me voy. Me voy a decir... a decírselo todo a mamá y papá. Será terrible. Pero
debo hacerlo.
"Y sé que tú me ayudarás.
La locura había desaparecido de sus ojos. Había paz en su desgraciado
cuerpo, como jamás la había conocido antes. Salió a la luz del verano y alzó los
ojos al cielo y, por primera vez, vio las estrellas.

FIN

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