Cirugía “experimental”: así llamaba el jefe del departamento a la cirugía con
animales para entrenamiento e investigación médica. Al fin y al cabo cirugía para un cirujano, lo que Andrés había deseado ser desde aquel día en que vio a su actual jefe en su primera clase. A las cuatro de la madrugada, Andrés tenía las conjuntivas arenosas, estaba deprimido, aburrido incluso de leer. Se había empapado de todos los detalles sobre moléculas, ciclos bioquímicos, fármacos…hasta acabar anegando completamente su curiosidad. Recordó con nostalgia cuando, meses antes había ayudado a Moreno y a Pereira a realizar transplantes experimentales de páncreas en perros. Habían sido buenas enseñanzas y también buenos ratos: compartir bromas y anécdotas mientras operaban (y los almuerzos que les preparaba Juan, el celador que se encargaba del centro). La cirugía sobre animales vivos no era algo muy distinto de la que se hacía en humanos. Le recordaba sobre todo a la cirugía sobre niños muy pequeños. En cualquier caso, las operaciones con animales permitían no sólo la investigación sino un entrenamiento manual muy valioso. Siempre se preguntaba qué era lo que hacía que los cirujanos como él disfrutaran con la manipulación de las vísceras. Que se emplearan entre ellos términos como “elegante” o “refinado” para calificar una operación. Que hubiera una cierta autocomplacencia a la hora de colocar una aguja en un instrumento o una actitud tan sofisticada cuando se elegía una pinza entre todas las posibles. La cirugía seguía teniendo un aura artística dentro de la medicina. La tecnología no había arruinado probablemente el atractivo de lo artesanal. Cirugía experimental. Lo malo eran aquellos perros. Los traían de la perrera, de entre los que se iban a sacrificar. Perros abandonados por amos irresponsables. O perros que se habían vuelto demasiado agresivos, que quizá habían mordido al más pequeño de la familia. Muchos perros…simplemente viejos, o que seguramente se habían perdido. Los había de todos los tamaños, razas, edades. En el Centro siempre había tres o cuatro a disposición de los cirujanos, preparados para ser intervenidos. Se les cuidaba correctamente. Estaban limpios y bien alimentados. Quizá no se hacía por ellos, sino para aumentar las posibilidades de éxito de las intervenciones. Aunque se suponía que se realizaba investigación de primera línea, el Centro no estaba dotado de instalaciones demasiado modernas. La pintura de las paredes y gran parte del mobiliario, desechos de varios hospitales, daban al lugar un aspecto un tanto decadente. Como el de esas películas de serie B donde investigadores dementes diseñan al superhombre o elucubran sobre un arma biológica letal. Andrés intentó concentrarse, pero el frío lo incomodaba. El calefactor de incandescentes apenas si podía calentar la habitación anexa al quirófano, donde estudiaba y vigilaba la evolución de los animales intervenidos. Sin embargo, lo peor de todo aquello eran los perros. La mayoría de los animales mostraba un sorprendente buen carácter. Podía haber schnauzers enanos, pequeños basset y hasta chihuahuas: También traían algunos de mayor tamaño como pastores belgas o alemanes, pero la mayoría de los perros eran mestizos. Juan, el celador, siempre decía que eran un “terrier”, aunque ni se parecieran entre ellos. Precisamente, el distinto peso y anatomía de los animales que traían de la perrera ocasionaba dificultades para dosificar los fármacos anestésicos, la programación del respirador artificial o la propia operación que, en las razas pequeñas, se convertía en un alarde de virtuosismo. Pero lo peor –pensaba Andrés– era la mirada de los perros. Una mirada confiada, como si quisieran encontrar a alguien que de nuevo los cuidara. Perros que miraban directamente a la cara. Perros que movían el rabo antes de que se les inyectara y comenzara la intervención. Perros que probablemente morirían horas o días después. Perros mestizos hasta que la tantas veces estúpida necesidad de mejorar las cosas inspiró un día al Dr M., encargado del Area de Experimental del Departamento de Cirugía. Había que “normalizar” el animalario. Hacía falta una sola raza, de peso y talla homogéneos, de respuesta fiable a la anestesia. Una cirugía sin riesgos, sin variables, salvo las de la propia respuesta a la agresión quirúrgica. Y así comenzaron a llegar los beagle. Andrés nunca se había fijado en esa raza antes: unos perros probablemente pensados para que los niños los adoren. Unos perros inteligentes, encantadores. Gracias al Dr M., por fin los cirujanos tenían perros homogéneamente dóciles, manejables. Homogéneamente sacrificables. La investigación actual de Andrés iba a ser su proyecto para el fin del periodo de especialización. O, si los resultados acompañaban, quizá su tesis. “Efecto protector de P768-B sobre la isquemia-reperfusión hepática”. Andrés se lo había explicado a su madre por teléfono unos días antes: “Es algo así como intentar proteger con un medicamento al hígado del daño que produce la falta de aporte de oxígeno”. La teoría permitía suponer que, en el grupo “tratado”, morirían menos que en el grupo normal. Morirían menos beagle. Eso esperaba Andrés. Más de cien beagle sometidos a la intervención, mortal por encima de una hora de obstrucción arterial. Aquel día, cinco beagle habían recibido la intervención a manos de Andrés. Dos habían muerto. Andrés no sabía si habían recibido o no el fármaco previamente (era un experimento “enmascarado”, como lo denominaban técnicamente). Ya era de noche, pero pensó que todavía podía intervenir a otro más. Nadie lo esperaba en su pequeño apartamento. Elena lo había dejado a los pocos meses de comenzar en aquel Hospital a estudiar la especialidad de cirugía. Como a otros de sus compañeros, el trabajo lo absorbía demasiado. O quizá su carácter ya no era tan dulce como antes, como en la facultad. O como antes de operar perros. Sacó al sexto beagle de la jaula. Era un bonito ejemplar, de aspecto vigoroso. Alimentado y cuidado expresamente para la cirugía. Como otras veces, el perro se mostró alegre y confiado en cuanto le dio un pequeño trozo de queso (ese truco nunca fallaba). Lo recogió entre sus brazos y, casi automáticamente, le inyectó en el glúteo derecho. El animal apenas protestó con un leve gemido y comenzó al poco a tambalearse hasta caer inconsciente. Andrés, con movimientos precisos, canuló una vena en la pata del animal, comenzó la instilación del suero, colocó con facilidad un tubo en su tráquea y conectó éste al respirador. Rápido, perfecto, como siempre. A la mañana siguiente, en su casa, el teléfono había sonado en varias ocasiones, pero Andrés no se preocupó en descolgar. Probablemente en el trabajo querían una explicación por su insólita ausencia. Andrés sonrió al terminar de redactar su educada carta de dimisión. “Dr M., agradeciendo su generosidad y su amable trato…”. Crail le miraba desde la alfombra, en el rincón donde se había acomodado a lamerse la pequeña herida del catéter en la pata. Andrés pensó en llamar a Elena. Crail era un beagle precioso.