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IDENTIDAD, PERSONALIDAD Y VERDAD EN

“DON QUIJOTE”*
POR
ADOLFO DE FRANCISCO ZEA * *

“El que no tiene algo de Don Quijote


no merece el aprecio
ni el cariño de sus semejantes”.

(JUAN M ONTALVO. Capítulos


que se le olvidaron a Cervantes.
Ensayo de imitación de un libro inimitable. 1988.)

1
La historia de la psicología médica, y el análisis de las formas de pensar y
razonar de épocas anteriores a las nuestras, revisten importancia para el estu-
dio de fenómenos de tanta significación humana como son los relacionados
con las enfermedades de la mente, cuya trascendencia se refleja no sólo en el
campo de lo psicológico y lo social sino también en el de la cultura. Lo que
puede ser verdadero en el campo de la historia de la psicología, lo es también
en el terreno de la literatura y de la narrativa; es por ello que pienso que las
concepciones e ideas de las gentes del siglo XVI, y sus formas de razonar
acerca de la cordura y la locura, se reflejan admirablemente en la espléndida
ficción literaria de Cervantes: la epopeya de don Quijote.
En “El Quijote” se encuentran los elementos necesarios para explorar sin
timidez los terrenos de la cordura, la prudencia y el buen juicio del hidalgo
manchego, a la vez que aquellos que nos permiten investigar las perturbacio-
nes de la mente que llevaron a don Alonso Quijano a transformarse en un

* Conferencia leída en la sesión de la Academia de Historia de Bogotá, Jockey Club, el 1° de marzo


de 2006.
** Miembro de Número de la Academia Colombiana de Historia.
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caballero andante de otra época, en un personaje heroico, si se quiere, tan


seguro de sí mismo que imitaba las famosas hazañas de sus predecesores sin
renunciar por ello a afirmar constante y permanentemente su propia identi-
dad de caballero andante: “Entiende con tus cinco sentidos [dice con certi-
dumbre Don Quijote a Sancho] que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere,
va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé
mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo”.
Para avanzar en este estudio, es necesario apelar a la imaginación y a la
fantasía y situarse en los años finales del siglo XVI con el fin de poderse
formar opiniones acertadas sobre lo que se entendía por “locura” en aquellos
días; y quizás entender, además, desde ángulos diferentes a los meramente
literarios las características peculiares de la notable personalidad que atribu-
yó Cervantes al protagonista principal de su magistral obra. Este tipo de gim-
nasia intelectual conduce, ante todo, a admirar la perspicacia y los
conocimientos psicológicos de Cervantes, adecuados sin duda y acordes con
los saberes de la época en que se concibió y desarrolló la obra. Ocuparse de
estos asuntos en los albores del siglo XXI, no es en manera alguna imperti-
nente o atrevido; refleja simplemente el deseo de contribuir a despejar la
incógnita planteada a los estudiosos cervantinos desde hace cuatrocientos
años: ¿Qué tanto de locura, y qué tanto de sensatez existe en la notable figura
de Don Quijote de la Mancha?
Los lectores corrientes de la magistral novela, especialmente mis cole-
gas en la profesión médica, están habituados a considerar a Don Quijote
desde ángulos tan contradictorios y opuestos como son los de la locura y la
cordura; sostienen a menudo puntos de vista respetables que se tornan
ambivalentes cuando se les toma en forma simultánea. No se percatan
muchas veces del hecho indiscutible de que nunca estuvo en el ánimo de
Cervantes dibujar el historial clínico de un enfermo trastornado mental o
de un demente al crear la figura de Don Quijote. Ello ha conducido a que
se formulen diagnósticos estructuralmente endebles que cambian con el
tiempo de acuerdo a los avances del conocimiento psicológico de las dis-
tintas épocas y escuelas; dictámenes que pudieran parecer periciales que
son rápidamente admitidos por los expertos en literatura. De allí que a todo
lo largo del siglo XIX los literatos y los médicos hubieran hablado al uní-
sono de la monomanía de Don Quijote; que a comienzos del siglo XX
discurrieran sobre su paranoia, y que en los años más recientes conduzcan
la atención de los lectores hacia los delirios sistematizados de la personali-
dad del hidalgo. Sin embargo, las afirmaciones científicas, admitidas innu-
merables veces por los cervantistas más consumados, no corresponden a
mi modo de ver a la intención creativa del gran escritor.
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Ilustración de Gustavo Doré


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En la segunda mitad del siglo XVI, tiempos antes de que las disciplinas de
la psicología y la psiquiatría se establecieran como ciencias formales, Piso, un
pensador iluminado de aquellos días, describió una forma leve de melancolía
que bien hubiera podido corresponder a los desvaríos del ingenioso hidalgo.
Le dio el benévolo nombre latino de “amabilis insania”, al que agregó más
tarde como segundo nombre el de “mentis gratissimus error”. La “amabilis
insania” de ese autor históricamente casi desconocido, perdida en las páginas
del antiguo tratado sobre las enfermedades mentales de Robert Burton, era
concebida como la disposición de algunos melancólicos a “melancolizar y cons-
truir castillos en el aire, a andar sonrientes y a desempeñar con gracia una gran
variedad de roles que suponen o imaginan que están representando o que han
representado antes”. Para Piso, la amable locura transcurría como una mezcla
de estados fantasiosos alternados con periodos de lucidez plena, que no repre-
sentaban para las gentes peligro alguno ni significaban rechazo por parte de
ellas. Se trataba simplemente de un estado mental que fluctuaba entre la reali-
dad y la fantasía, que evolucionaba lentamente sin sobresaltos ni desquiciamiento
de las facultades espirituales. Al final, la amabilis insania de Piso dejaba en el
ambiente en que se presentaba apenas el recuerdo afectuoso de episodios o
sucesos intrascendentes (Burton, 1620-1988).
Pienso que antes que empeñarse en establecer diagnósticos de posible
locura en Don Quijote, es de mayor lógica y sentido reflexionar sobre los
distintos aspectos que marcaron de manera indeleble su manera de ser y de
obrar en la vida corriente, es decir, meditar sobre su identidad, entendida
como su integridad absoluta; sobre su personalidad, enfocada desde las dife-
rentes facetas de su obrar; y finalmente sobre su verdad, entendida desde el
ángulo psicológico de su realidad interior más que desde el punto de vista de
lo que significa en la filosofía.

2
La identidad de Alonso Quijano fue trazada borrosamente por Cervantes
en la primera parte de su magna obra. Tan sólo representa la imagen de uno
de tantos hidalgos de una aldea española del siglo XVI: un hombre sencillo,
bueno por antonomasia, “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador y amigo de la caza” (Quijote I, 1), y un lector fervo-
roso en sus horas de ocio y hastío que sólo llega a alcanzar con plenitud su
identidad absoluta cuando, como lo señala Castilla del Pino (1989), tiene el
vigor de transformarse en un caballero andante de otros tiempos, en el Caba-
llero de la Triste Figura como le llamó Sancho, en el valiente Caballero de la
aventura de los leones, o simplemente en Don Quijote.
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Ilustración de Gustavo Doré


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La identidad de Don Quijote es, desde luego, más firme y más compleja
que la de Alonso Quijano y se va consolidando paso a paso a medida que
avanza la novela. Es así como después de acontecidas sus primeras aventu-
ras, Don Quijote regresa de nuevo a su aldea; llegó burdamente cargado
sobre el jumento de un humilde aldeano, que después de llevar una carga de
trigo al molino, y apiadado de su penosa situación, le condujo
desinteresadamente a su casa, desvencijado y quebrantado. Muy débil, y sin
otras fuerzas que las apenas necesarias para hablar con escaso vigor, Don
Quijote le dijo al labriego unas pocas palabras con las que afirma la identidad
que en su locura no ha perdido: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo
lo que he dicho sino los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la
Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí
hicieron, se aventajarán las mías” (Quijote I, 5).
Para las ciencias de la mente, la identidad se relaciona con la integridad
misma de la persona humana, identidad que se estructura paulatinamente a
todo lo largo de la vida; su desaparición, como ocurre en el curso de las
psicosis más severas, implica la desintegración definitiva del ser como perso-
na. Cuando un enfermo penetra insidiosamente en los dominios de la locura
o de la insania puede continuar siendo todavía un ser humano pero nunca
una persona humana en toda la plenitud de la palabra, como lo ha señalado
con acierto el psiquiatra Víctor Frankl en un famoso estudio titulado “Diez
tesis sobre la persona”, que forma parte de uno de sus más importantes li-
bros: La Voluntad de Sentido (1994).
El fenómeno de la pérdida de la identidad personal no le ocurrió jamás a
Don Quijote, que paso a paso a lo largo de su vida fue dejando constancia
inalterable de su identidad como persona. Y excluye, de hecho, la posibili-
dad de que el hidalgo hubiese padecido de aquello que desde los estudios del
psiquiatra vienés Emil Kraepelin, a mediados del siglo XIX, conocemos con
el nombre de psicosis o insania. Don Quijote podía presentar frecuentes ex-
travíos en sus actos, y confusiones notables en su mente de caballero andan-
te, pero no era en modo alguno un personaje que mostrara con claridad la
desintegración completa de su identidad personal. Don Quijote, puede afir-
marse sin ambages, no era un psicótico.
A diferencia de la identidad, entendida como la integridad de la persona
humana, la personalidad puede comprenderse como un conjunto singular y
único constituido por la integración de diversos componentes de la organiza-
ción psicobiológica del ser humano, como son el temperamento, la inteligen-
cia, los rasgos de carácter, las creencias, los deseos y las tendencias adaptativas.
La personalidad puede mostrar diferentes aspectos o facetas que se definen
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con claridad en el curso de la vida de los individuos. Para los seguidores de


las doctrinas psicoanalíticas, la personalidad estaría formada por elementos
funcionales específicos del Ello, el Yo y el Superyó.
Durante mucho tiempo se pensó que en ciertas condiciones patológicas el
ser humano podía escindirse en personalidades diferentes y en cierta forma
autónomas. La disociación de la personalidad, o escisión de la conciencia si
se quiere, es un recurso que se ha utilizado con amplitud en la literatura, el
arte y las producciones cinematográficas. Hoy, sin embargo, la tendencia a
considerar correcto el concepto de disociación de la personalidad en varias
entidades diferentes, ha desaparecido casi por completo del panorama de la
psiquiatría; se piensa en su lugar, en la existencia de los “estados alternantes
de conciencia”, para significar con ello la unicidad de la conciencia misma y
explicar además los extraños fenómenos que suelen presentarse en algunos
perturbados mentales (Carson, 1983).
En opinión de Edward C. Riley (2001), el conocido hispanista británico,
se podría pensar que la idea que tenía Don Quijote sobre su propia identidad
pudiera ser errónea, y asegurar que en su visión podía estar engañado sobre
lo que era; pero nunca sobre quién era. El hidalgo no tenía dudas sobre su
identidad: “Yo soy quien soy”, dice en varios capítulos de la novela. Incluso
en la cueva de Montesinos, como lo señala Riley citando el texto de Cervantes,
don Quijote afirma su identidad con certeza infinita: “El tacto, el sentimien-
to, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era
allí entonces el que soy aquí ahora” (Quijote II, 23). No le ocurría ciertamen-
te a Don Quijote lo que narra el literato mexicano Manuel Gutiérrez Nájera
sobre el poeta enajenado que en su delirio se expresaba así: “¿Quién soy? /
Ojalá pudiera / responder esa cuestión. ¿Tengo alma? /¿Tengo razón? / Si
tales cosas tuviera, / quizás entonces me fuera / más fácil saber quién soy...”.
La identidad de Don Quijote como persona humana permanece invaria-
ble a todo lo largo de la obra en tanto que su personalidad presenta diferentes
facetas de acuerdo a las distintas circunstancias de su vida. Para sí mismo, es
Don Quijote, el ingenioso caballero andante; aquel que dice a la sobrina sin
sombra de vacilación: “Caballero andante he de morir” (Quijote II, 1). Es
también don Alonso Quijano el Bueno, la persona que alguna vez fue y la
que volverá a ser al final de sus días; es para Sancho y para los demás, el
Caballero de la Triste Figura; es en algún momento de su vida Caballero de
los Leones, el guerrero arrojado que algún día quiso ser; y es, finalmente, el
sencillo pastor Quijotiz, la figura ideal en la que hubiera querido convertirse.
Sancho Panza, por su parte, mantiene invariable su propia identidad y
conserva casi sin modificaciones la única personalidad que posee, sin mati-
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ces ni aspectos diferentes: “Sancho nací, afirma, y Sancho pienso morir”.


Sólo en una ocasión adopta una identidad que en verdad no podía corres-
ponderle, la de gobernador de la Ínsula de Barataria. Una pseudoidentidad a
la que prontamente habría de renunciar (Quijote II, 53).
Carlos Parajon (1985), destacado filósofo español muy versado en la obra
de Cervantes, sostiene que las crónicas de las andanzas de caballerías pue-
den reflejar hechos reales o fingidos, hechos que admiten de antemano la
idea de verdad en los límites de su interpretación histórica. La idea de “ver-
dad” se refleja plenamente en la novela de Cervantes: unida a la decisión
inicial del ingenioso hidalgo de profesar la caballería andante se encuentra su
particular ambición de obtener “eterno nombre y fama” por sus hazañas ver-
daderas, a través de la crónica escrita de sus proezas.
La idea de verdad guarda en el caso de Don Quijote íntima relación con
su realidad interior, es decir, con su realidad psíquica, con lo que experi-
menta en el interior de sí mismo. Si en el plano de los psicológico habla-
mos de la realidad interior o psíquica, en el plano de lo espiritual, más
ajustado a la condición peculiar del ingenioso hidalgo, hablaríamos mejor
de la verdad, de “su verdad”, de la verdad caballeresca que le impulsaba
animosamente a llevar a cabo sus propósitos y a cumplir a cabalidad sus
nobles ambiciones.
La narración de las andanzas de Don Quijote pone de relieve una perma-
nente oposición entre apariencia y realidad. La lectura extensa y constante
de los libros de aventuras, que desde antaño se consideraba como una de las
causas capaces de producir locura, facilita en el hidalgo el trastorno mental
que le conduce a transformarse en caballero andante. Y es a partir de su
extravío cuando Don Quijote toma por reales las historias de las falsas cróni-
cas de los más conocidos romances de gesta de su época, y crece además que
algún día se escribirá la “verdadera historia” de sus famosos hechos, ambi-
ción que se logra finalmente en la vida real con la publicación de la novela.
Surge desde un comienzo la confusión entre apariencia y realidad en la
forma de percibir el mundo del hidalgo manchego; aparecen las desilusiones
o falsas ilusiones sobre el mundo exterior: ve gigantes donde sólo hay moli-
nos de viento y ejércitos donde sólo hay rebaños; en ocasiones, alucina ad-
versarios temibles y fantásticos que debe destrozar a golpes de su espada,
como en el episodio delirante de los odres de vino rojo del ventero (Quijote
I, 35). “Todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus
desvariadas caballerías y malandantes pensamientos”, se dice en el capítulo
21 de la primera parte de la obra.
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La realidad cotidiana existe y permanece invariable en toda la novela;


pero a ella se superpone la situación anómala que le da la alocada perspecti-
va de la caballería andante: los molinos de viento, por ejemplo, son en ver-
dad molinos, aunque las apariencias los tornen en gigantes a los ojos del
ingenioso caballero andante; al igual que la bacía del barbero se transforma
en el yelmo de Mambrino en el interior de su psiquis.
Hay, sin embargo, en Don Quijote, un cierto grado de incertidumbre en
cuanto a la realidad de las cosas del mundo exterior, y en relación también a
su propia condición humana. Es por ello que le dice al barbero: “Yo, señor
barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga
por discreto no lo siendo” (Quijote II, 1); la discreción, es preciso decirlo, era
en aquellas épocas, como lo es también hoy, sinónimo de sensatez y de cor-
dura. Estas palabras del ingenioso hidalgo coinciden plenamente en su senti-
do con las que le expresó al Caballero del Verde Gabán al terminar la aventura
de los leones: “Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra mer-
ced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería
mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra
cosa” (Quijote II, 17).
Algo parecido le ocurre a nuestro hidalgo cuando la duquesa le llama la
atención sobre el hecho de que nunca hubiera conocido a Dulcinea, y le
afirma que ésta no es sino una “dama fantástica que vuesa merced engendró
y parió en su entendimiento”. A lo que le responde un tanto dubitativo Don
Quijote: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no
es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar
hasta el cabo”. Pero en seguida agrega, idealizando a la mujer de sus sueños
y alejado ya de cualquier duda que pudiera asaltarle, las siguientes palabras:
“Ni yo engendré ni parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene
que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa
(...), como son, hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honesti-
dad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y alta por linaje, a causa
que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más gra-
dos de perfección que en las humildemente nacidas” (Quijote II, 32).
Los ideales de la profesión caballeresca que Don Quijote tomó como nor-
mas de vida, promueven las acciones que inexorablemente debe cumplir como
caballero andante a favor de todos los desvalidos del mundo y para honra de
doña Dulcinea, señora insigne de sus pensamientos. Para el psiquismo de
Don Quijote, era preciso posponer el reconocimiento de la realidad tal cual
es, y para lograr ese propósito, lo era necesario acudir a los encantamientos
como recurso psicológico indispensable para mantener el equilibrio estable
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de sus sistemas de pensar. Es importante señalar que las creencias en


encantamientos y filtros del amor y en la existencia real de monstruos y gi-
gantes, eran comunes en las gentes del siglo XVI; eran parte integrante de
una concepción mágica del mundo, de aquel “realismo mágico” al que se
han referido con acierto Van Doren (1962), Caro Baroja (1964) y Serrano
Plaja (1967).
Don Quijote, ese hidalgo “entreverado y loco, lleno de lúcidos interva-
los”, como lo calificara Lorenzo, el hijo del Caballero del Verde Gabán (Qui-
jote II, 18), no pone en duda la existencia de seres fantásticos que para bien
o para mal andan por el mundo ayudando o dañando a los seres humanos:
“Yo te aseguro, Sancho, le dice a su escudero, que debe de ser algún sabio
encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada
de lo que quieren escribir” (Quijote II, 2). Y al recordar lo acontecido en la
aventura de los molinos, razona melancólicamente sobre el hecho de que los
gigantes le hubieran quitado “la gloria de su vencimiento”; para añadir en
seguida, con un dejo de segura confianza: “Han de poder poco sus malas
artes con la bondad de mi espada” (Quijote I, 8).
En su confusa fantasía, Don Quijote atribuía su incapacidad de discernir
entre apariencia y realidad a los encantamientos que padecía en su propio
ser. En su psiquismo, los encatamientos le afectaban a él, mas no a los de-
más. Esta firme y honesta creencia suya le permitía creer en la indudable
realidad de los hechos insólitos que le ocurrían, que explicaba a los demás
con aparente sensatez: “Quizás por no ser armados caballeros como yo lo
soy [dice a propósito del yelmo de Mambrino], no tendrán que ver con vues-
tras mercedes los encantamientos deste lugar, y tendrán los entendimientos
libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verda-
deramente, y no como a mí me parecían” (Quijote I, 45).
La existencia de caballeros andantes era parte integrante de su realidad
interior, de su “verdad” caballeresca. Al cura que le dice: “Mi escrúpulo es
que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de
caballeros andantes que vuestra merced, señor Don Quijote, ha referido, ha-
yan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo,
antes imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por
hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos”, Don Quijote res-
ponde con mesura: “Este es otro error en que han caído muchos que no creen
que haya habido tales caballeros en el mundo, y yo muchas veces con diver-
sas gentes y ocasiones he procurado sacar a la luz de la verdad este casi
común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí,
sustentándolas sobre los hombros de la verdad” (Quijote II, 1). Es decir,
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sobre los hombros de aquella verdad escurridiza que siempre busca con ahínco
y casi nunca encuentra.
El hidalgo partió de la idea de la existencia real de Amadís de Gaula,
antes de decidirse a restaurar por su cuenta la caballería andante. Esa verdad,
en la que creía a pie juntillas, era de tal manera auténtica en su mente, que le
permitía afirmar ciegamente: “La cual verdad es tan cierta que estoy por
decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula” (Quijote II, 1). La
imitación de aquel caballero de las gestas antiguas, el hecho mismo de imitar
sus hazañas, sustituía en la mente del hidalgo al pensamiento y la conciencia
de su capacidad para ejecutar el bien. Le era preciso a don Quijote mantener
la fingida idealidad propiciante de la acción, a la vez que imaginarla practica-
ble en el servicio del bien. La ilusión de “verdad”, en su psiquis confusa,
conducía lógicamente a una discrepancia entre lo que decía y lo que hacía,
entre sus palabras y sus acciones: “Lo que hablaba era concertado, elegante
y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto”, afirmaba Don
Diego, el Caballero del Verde Gabán (Quijote II, 17).
La historia de Don Quijote, que se condensa en el esfuerzo de las armas al
servicio del bien, se inspira en un sentimiento reverencial ante una verdad
establecida, una realidad que se transforma, sin embargo, en sinrazón en su
mente de caballero andante. Para Don Quijote, el pensamiento y las acciones
tenían por fin salvaguardar esa verdad. Es por ello que afirma que el caballe-
ro andante debe ser “mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el
defenderla” (Quijote II, 18). En el ánimo del hidalgo, esa verdad, su “ver-
dad” de caballero andante de otros días, sólo podía suscitar su activo y deci-
dido afán por defenderla.
Hacia el final de su existencia, disipadas ya las “sombras caliginosas”
de la ignorancia y recobrado el “juicio libre y claro”, abandona Don Qui-
jote su desvariada adhesión a la verdad de la caballería andante. Derrota-
do por el Caballero de la Blanca Luna, cesa su defensa activa de la
“verdad” caballeresca y se transforma su disposición anímica frente a la
realidad: “Perdóname, amigo, le dice noblemente a Sancho Panza, de la
ocasión que te he dado de parecer tan loco como yo, haciéndote caer en
el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el
mundo” (Quijote II, 74).
Lo que sigue, de allí en adelante, son las vivencias melancólicas de sus
últimos días narradas en el espléndido capítulo final de la novela, y su extin-
ción de ese plano existencial que había iluminado con el brillo pleno de su
identidad, su personalidad y su verdad.
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