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“DON QUIJOTE”*
POR
ADOLFO DE FRANCISCO ZEA * *
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La historia de la psicología médica, y el análisis de las formas de pensar y
razonar de épocas anteriores a las nuestras, revisten importancia para el estu-
dio de fenómenos de tanta significación humana como son los relacionados
con las enfermedades de la mente, cuya trascendencia se refleja no sólo en el
campo de lo psicológico y lo social sino también en el de la cultura. Lo que
puede ser verdadero en el campo de la historia de la psicología, lo es también
en el terreno de la literatura y de la narrativa; es por ello que pienso que las
concepciones e ideas de las gentes del siglo XVI, y sus formas de razonar
acerca de la cordura y la locura, se reflejan admirablemente en la espléndida
ficción literaria de Cervantes: la epopeya de don Quijote.
En “El Quijote” se encuentran los elementos necesarios para explorar sin
timidez los terrenos de la cordura, la prudencia y el buen juicio del hidalgo
manchego, a la vez que aquellos que nos permiten investigar las perturbacio-
nes de la mente que llevaron a don Alonso Quijano a transformarse en un
En la segunda mitad del siglo XVI, tiempos antes de que las disciplinas de
la psicología y la psiquiatría se establecieran como ciencias formales, Piso, un
pensador iluminado de aquellos días, describió una forma leve de melancolía
que bien hubiera podido corresponder a los desvaríos del ingenioso hidalgo.
Le dio el benévolo nombre latino de “amabilis insania”, al que agregó más
tarde como segundo nombre el de “mentis gratissimus error”. La “amabilis
insania” de ese autor históricamente casi desconocido, perdida en las páginas
del antiguo tratado sobre las enfermedades mentales de Robert Burton, era
concebida como la disposición de algunos melancólicos a “melancolizar y cons-
truir castillos en el aire, a andar sonrientes y a desempeñar con gracia una gran
variedad de roles que suponen o imaginan que están representando o que han
representado antes”. Para Piso, la amable locura transcurría como una mezcla
de estados fantasiosos alternados con periodos de lucidez plena, que no repre-
sentaban para las gentes peligro alguno ni significaban rechazo por parte de
ellas. Se trataba simplemente de un estado mental que fluctuaba entre la reali-
dad y la fantasía, que evolucionaba lentamente sin sobresaltos ni desquiciamiento
de las facultades espirituales. Al final, la amabilis insania de Piso dejaba en el
ambiente en que se presentaba apenas el recuerdo afectuoso de episodios o
sucesos intrascendentes (Burton, 1620-1988).
Pienso que antes que empeñarse en establecer diagnósticos de posible
locura en Don Quijote, es de mayor lógica y sentido reflexionar sobre los
distintos aspectos que marcaron de manera indeleble su manera de ser y de
obrar en la vida corriente, es decir, meditar sobre su identidad, entendida
como su integridad absoluta; sobre su personalidad, enfocada desde las dife-
rentes facetas de su obrar; y finalmente sobre su verdad, entendida desde el
ángulo psicológico de su realidad interior más que desde el punto de vista de
lo que significa en la filosofía.
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La identidad de Alonso Quijano fue trazada borrosamente por Cervantes
en la primera parte de su magna obra. Tan sólo representa la imagen de uno
de tantos hidalgos de una aldea española del siglo XVI: un hombre sencillo,
bueno por antonomasia, “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador y amigo de la caza” (Quijote I, 1), y un lector fervo-
roso en sus horas de ocio y hastío que sólo llega a alcanzar con plenitud su
identidad absoluta cuando, como lo señala Castilla del Pino (1989), tiene el
vigor de transformarse en un caballero andante de otros tiempos, en el Caba-
llero de la Triste Figura como le llamó Sancho, en el valiente Caballero de la
aventura de los leones, o simplemente en Don Quijote.
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La identidad de Don Quijote es, desde luego, más firme y más compleja
que la de Alonso Quijano y se va consolidando paso a paso a medida que
avanza la novela. Es así como después de acontecidas sus primeras aventu-
ras, Don Quijote regresa de nuevo a su aldea; llegó burdamente cargado
sobre el jumento de un humilde aldeano, que después de llevar una carga de
trigo al molino, y apiadado de su penosa situación, le condujo
desinteresadamente a su casa, desvencijado y quebrantado. Muy débil, y sin
otras fuerzas que las apenas necesarias para hablar con escaso vigor, Don
Quijote le dijo al labriego unas pocas palabras con las que afirma la identidad
que en su locura no ha perdido: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo
lo que he dicho sino los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la
Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí
hicieron, se aventajarán las mías” (Quijote I, 5).
Para las ciencias de la mente, la identidad se relaciona con la integridad
misma de la persona humana, identidad que se estructura paulatinamente a
todo lo largo de la vida; su desaparición, como ocurre en el curso de las
psicosis más severas, implica la desintegración definitiva del ser como perso-
na. Cuando un enfermo penetra insidiosamente en los dominios de la locura
o de la insania puede continuar siendo todavía un ser humano pero nunca
una persona humana en toda la plenitud de la palabra, como lo ha señalado
con acierto el psiquiatra Víctor Frankl en un famoso estudio titulado “Diez
tesis sobre la persona”, que forma parte de uno de sus más importantes li-
bros: La Voluntad de Sentido (1994).
El fenómeno de la pérdida de la identidad personal no le ocurrió jamás a
Don Quijote, que paso a paso a lo largo de su vida fue dejando constancia
inalterable de su identidad como persona. Y excluye, de hecho, la posibili-
dad de que el hidalgo hubiese padecido de aquello que desde los estudios del
psiquiatra vienés Emil Kraepelin, a mediados del siglo XIX, conocemos con
el nombre de psicosis o insania. Don Quijote podía presentar frecuentes ex-
travíos en sus actos, y confusiones notables en su mente de caballero andan-
te, pero no era en modo alguno un personaje que mostrara con claridad la
desintegración completa de su identidad personal. Don Quijote, puede afir-
marse sin ambages, no era un psicótico.
A diferencia de la identidad, entendida como la integridad de la persona
humana, la personalidad puede comprenderse como un conjunto singular y
único constituido por la integración de diversos componentes de la organiza-
ción psicobiológica del ser humano, como son el temperamento, la inteligen-
cia, los rasgos de carácter, las creencias, los deseos y las tendencias adaptativas.
La personalidad puede mostrar diferentes aspectos o facetas que se definen
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sobre los hombros de aquella verdad escurridiza que siempre busca con ahínco
y casi nunca encuentra.
El hidalgo partió de la idea de la existencia real de Amadís de Gaula,
antes de decidirse a restaurar por su cuenta la caballería andante. Esa verdad,
en la que creía a pie juntillas, era de tal manera auténtica en su mente, que le
permitía afirmar ciegamente: “La cual verdad es tan cierta que estoy por
decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula” (Quijote II, 1). La
imitación de aquel caballero de las gestas antiguas, el hecho mismo de imitar
sus hazañas, sustituía en la mente del hidalgo al pensamiento y la conciencia
de su capacidad para ejecutar el bien. Le era preciso a don Quijote mantener
la fingida idealidad propiciante de la acción, a la vez que imaginarla practica-
ble en el servicio del bien. La ilusión de “verdad”, en su psiquis confusa,
conducía lógicamente a una discrepancia entre lo que decía y lo que hacía,
entre sus palabras y sus acciones: “Lo que hablaba era concertado, elegante
y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto”, afirmaba Don
Diego, el Caballero del Verde Gabán (Quijote II, 17).
La historia de Don Quijote, que se condensa en el esfuerzo de las armas al
servicio del bien, se inspira en un sentimiento reverencial ante una verdad
establecida, una realidad que se transforma, sin embargo, en sinrazón en su
mente de caballero andante. Para Don Quijote, el pensamiento y las acciones
tenían por fin salvaguardar esa verdad. Es por ello que afirma que el caballe-
ro andante debe ser “mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el
defenderla” (Quijote II, 18). En el ánimo del hidalgo, esa verdad, su “ver-
dad” de caballero andante de otros días, sólo podía suscitar su activo y deci-
dido afán por defenderla.
Hacia el final de su existencia, disipadas ya las “sombras caliginosas”
de la ignorancia y recobrado el “juicio libre y claro”, abandona Don Qui-
jote su desvariada adhesión a la verdad de la caballería andante. Derrota-
do por el Caballero de la Blanca Luna, cesa su defensa activa de la
“verdad” caballeresca y se transforma su disposición anímica frente a la
realidad: “Perdóname, amigo, le dice noblemente a Sancho Panza, de la
ocasión que te he dado de parecer tan loco como yo, haciéndote caer en
el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el
mundo” (Quijote II, 74).
Lo que sigue, de allí en adelante, son las vivencias melancólicas de sus
últimos días narradas en el espléndido capítulo final de la novela, y su extin-
ción de ese plano existencial que había iluminado con el brillo pleno de su
identidad, su personalidad y su verdad.
180 BOLETÍN DE HISTORIA Y ANTIGÜEDADES – VOL. XCIII No. 832 – MARZO 2006