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Como en la mayoría de las discusiones sobre el plan –y sobre la compleja situación en la propia Colombia–,
se da una desafortunada tendencia hacia la polarización. Para algunos, el Plan Colombia es la historia de un
gran triunfo, mientras que para otros ha constituido un fracaso estrepitoso. Como suele ocurrir, los hechos
demuestran que la verdad se encuentra en un punto intermedio.
Es incuestionable que las condiciones de seguridad en Colombia han mejorado considerablemente durante la
última década. Ya no se puede afirmar, como ocurría hace 10 años, que es un país “al borde del precipicio”
con verdaderas posibilidades de convertirse en un Estado fallido. Los datos sobre la caída drástica en los ni-
veles de masacres, homicidios y secuestros hablan por sí solos, al igual que la información sobre la presencia
policial, ahora establecida en todo el territorio nacional, y la merma de la capacidad operativa del grupo in-
surgente más sólido: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Lo que no está tan claro es en qué medida la ayuda estadounidense en el marco del Plan Colombia, unos
7.000 millones de dólares a lo largo de una década, ha contribuido al cambio. Metodológicamente, es difícil
determinar el peso relativo de la ayuda del Plan Colombia y otros factores, como el efecto de iniciativas loca-
les y nacionales para controlar la violencia y el delito que podrían haberse llevado a cabo con o sin el impor-
tante programa de asistencia. No obstante, es razonable concluir que el apoyo prestado dentro del Plan Co-
lombia ha sido al menos un factor importante que ha contribuido en cierta medida a la mejora de las condi-
ciones de seguridad. Aunque ese respaldo se canalizara de manera indirecta y fuese consecuencia de los fon-
dos destinados explícitamente a la lucha contra los narcóticos, ha conseguido ayudar a los colombianos a ins-
taurar una mayor seguridad en el país.
A su vez, los numerosos detractores del Plan Colombia señalan, y con razón, que no ha cumplido el propósi-
to fundamental por el que se desarrolló el programa: reducir la oferta de droga, en especial cocaína, en EE
UU (en torno a un 90 por cien de la que se distribuye en el país procedía de Colombia). La idea era que, al
proporcionar helicópteros, equipos y otros apoyos, el ejército colombiano podría erradicar el suministro de
coca, sobre todo en la zona sur del país, que en última instancia mantenía a los grupos violentos de izquierda
y derecha en Colombia. Esto finalmente redundaría en facilitar la gestión del problema de la droga en las ciu-
dades estadounidenses. En un principio, el objetivo era reducir en un 50 por cien el cultivo de coca en Co-
lombia. Sin embargo, en este aspecto concreto –meta reiterada y explícita del Plan Colombia– la política tie-
ne pocos defensores.
La realidad es que incluso los congresistas estadounidenses que hace una década se mostraban más entusias-
tas con el Plan Colombia reconocen ahora (al menos en privado) que la política antidroga ha sido un tremen-
do chasco y que deben explorarse otros planteamientos alternativos. Con todo, algunos estudios, como Back
From the Brink, realizado por el Center for Strategic and International Studies en 2007, siguen afirmando
que las iniciativas antidroga del Plan Colombia han dado unos resultados favorables: por ejemplo, frenar la
canalización de los beneficios derivados de la droga hacia la guerrilla armada y reducir la producción de
Una decada del Plan Colombia
amapola. Desde luego, se han registrado triunfos en determinados momentos y lugares. Pero si adoptamos
una perspectiva a más largo plazo, y sobre todo si observamos no solo Colombia sino toda la región, así co-
mo la actividad relacionada con la droga, rutinariamente modificada por grupos sofisticados y ágiles, es difí-
cil mostrarse optimista respecto a los resultados globales.
En 2008, la Oficina de Contabilidad General del gobierno de EE UU elaboró un riguroso informe para el Co-
mité de Relaciones Exteriores del Senado que revelaba los éxitos del Plan Colombia en lo tocante a la seguri-
dad, pero un relativo fracaso en la cuestión de las drogas. Una valoración así a veces se interpreta como que
el plan ha supuesto un triunfo para Colombia, pero un fracaso para EE UU. Sin embargo, esta perspectiva es
corta de miras. El hecho de que el gobierno colombiano, en parte gracias a la ayuda proporcionada por el
Plan Colombia, haya sido capaz de reafirmar con efectividad la autoridad del Estado y ampliar su presencia
en todo el país –evitando así situaciones precarias de seguridad plausibles en 2000– no solo constituye un
éxito para Colombia, sino también para EE UU y toda la región.
El proceso de toma de decisiones que precedió a la aprobación del Plan Colombia en 2000 puso de manifies-
to las diferentes motivaciones de los distintos actores políticos de Washington. Algunos miembros de la ad-
ministración de Bill Clinton se mostraban profundamente preocupados por el deterioro de las condiciones de
seguridad, en especial el hecho de que el ejército colombiano pareciese cada vez menos preparado para hacer
frente a los avances de las FARC. El crecimiento y la proliferación de las poderosas fuerzas paramilitares en
el país eran también una preocupación de suma importancia. Por otro lado, un grupo de congresistas de línea
dura (en su mayoría republicanos) se vio estimulado por la “guerra contra la droga” y creía sinceramente que
el Plan Colombia (aunque muchos preferían a la policía y no al ejército, al que consideraban corrupto) era lo
que se necesitaba para atajar un problema que afectaba a las familias y comunidades estadounidenses. Para
muchos miembros del Congreso, el plan era además políticamente ventajoso. El entonces presidente de la
Cámara de Representantes, Denis Hastert, era un defensor particularmente acérrimo de esa política e insistía
en seguir una estrategia de línea dura contra la droga.
Por cierto, en aquel momento, muchos gobiernos europeos, así como organizaciones no gubernamentales –
tanto en Colombia como en EE UU, Canadá y Europa– criticaron con dureza el planteamiento eminentemen-
te militar del Plan Colombia (un 80 por cien del mismo consistía en ayuda a la seguridad) y promovieron me-
didas alternativas que prestaban más atención a cuestiones sociales y de desarrollo. Según sus detractores, di-
Una decada del Plan Colombia
chas propuestas estaban estrechamente alineadas con la avalancha de medidas surgidas de la administración
de Andrés Pastrana tras llegar a la presidencia de Colombia en 1998.
Pastrana se había embarcado en un proceso de paz con las FARC que incluía conceder a los insurrectos una
zona desmilitarizada en el centro del país con unas dimensiones comparables a las de Suiza. La idea era que,
prestando más atención al programa social, el gobierno colombiano podría conseguir que las FARC negocia-
ran de buena fe y pusieran fin al conflicto. En efecto, la administración Pastrana había confeccionado dicho
plan de desarrollo, pero también había solicitado unos 600 millones de dólares en concepto de ayuda militar.
La administración Clinton combinó los elementos relacionados con la seguridad y el desarrollo social en un
solo paquete pero, sobre todo a consecuencia de la presión del Congreso, lo que predominaba claramente era
el énfasis en la seguridad dentro del plan antidroga. Aunque algunos miembros de la administración Clinton
concedieron a Pastrana el beneficio de la duda y estaban dispuestos a comprobar si el proceso de paz daba re-
sultados positivos, muchos congresistas que defendían el Plan Colombia eran sumamente escépticos.
El hecho de que el Plan Colombia no solo conllevara la provisión de equipamiento militar a Colombia, sino
también la presencia de personal del ejército de EE UU sobre el terreno, provocó fuertes reacciones y adver-
tencias. Los detractores se temían “otro Vietnam”, en el que EE UU se sumiría en una ciénaga en su propio
hemisferio. Con frecuencia se empelaban expresiones como mission creep (misión furtiva) y slyppery slope
(pendiente resbaladiza). El temor era que, con el pretexto de la guerra contra la droga, EE UU se viera arras-
trado al conflicto armado interno de Colombia que se había librado durante décadas. En aquel momento rei-
naba un escepticismo enorme entre los detractores, que no sabían si los límites legales impuestos al personal
militar de EE UU y los contratistas privados se respetarían plenamente. La diputada Jan Schakowsky (demó-
crata por Illinois) se mostró muy crítica con el uso de empresas privadas para llevar a cabo la política colom-
biana. Advirtió del riesgo de una “guerra secreta”, y comparó la situación con la época en que la Casa Blanca
burló la prohibición del Congreso de suministrar armas a los rebeldes de la Contra nicaragüense en los años
ochenta.
En realidad, parte del problema fue que EE UU desarrolló el plan sin realizar las consultas oportunas con los
vecinos regionales de Colombia, lo cual no hizo sino acentuar las sospechas sobre las motivaciones de Wash-
ington. La ausencia de un previo trabajo diplomático adecuado se repetiría en 2009, casi una década después,
con el acuerdo de cooperación en materia de defensa firmado entre Colombia y EE UU, y que permite a este
país la utilización de siete bases militares en el país suramericano. Cuando se filtró la información sobre el
pacto, se produjo una fuerte reacción en muchos países de la zona, entre ellos grandes aliados de EE UU co-
mo Brasil y Chile, que exigieron explicaciones sobre los fines y parámetros de dicho acuerdo.
Los temores generalizados a “otro Vietnam” en el hemisferio occidental, aunque tal vez comprensibles, ter-
minaron siendo muy exagerados e infundados. Un análisis minucioso de la aplicación del Plan Colombia du-
rante la pasada década arroja escasos signos de ser una mission creep. De hecho, el total de efectivos (800 de
personal militar y 600 contratistas privados) no solo se mantuvo dentro de los límites legales sino que, supu-
estamente, cayó por debajo de los niveles acordados. Juzguemos como juzguemos la efectividad y el éxito
del Plan Colombia, hay que reconocer que EE UU ha sido capaz de poner en práctica una política orientada a
la seguridad con apoyo militar y sin verse metido en un atolladero.
Como muchos observadores habían anticipado, ciertamente se produjeron graves problemas “de arrastre”,
como el movimiento de refugiados que huían de la violencia y las actividades relacionadas con la droga en
países vecinos, sobre todo en Ecuador. Pero ya había un arrastre considerable incluso antes de lanzar el Plan
Una decada del Plan Colombia
Colombia, y podría decirse que, de no existir dicho plan y las mejoras de seguridad derivadas de él, esos pro-
blemas transfronterizos habrían sido incluso mayores.
Asimismo, desde que se puso en marcha en Plan Colombia hace una década han surgido problemas muy
preocupantes. Entre los más graves se encuentra el denominado escándalo de los “falsos positivos”, en el que
el ejército disfrazó a civiles con uniformes de las FARC para ceñirse a los parámetros extraoficiales del ejér-
cito sobre el éxito militar. Este aluvión de asesinatos extrajudiciales es injustificable, sobre todo porque las
mejoras de seguridad del país estaban afianzándose. Por suerte, la destitución de varios altos mandos del
ejército colombiano en octubre de 2008 demostró que la administración de Álvaro Uribe reconocía la grave-
dad de estos crímenes y hacía frente al problema.
También ha sido objeto de mucha atención por parte de los medios de comunicación lo que ha dado en lla-
marse escándalo de la parapolítica de Colombia. Las constantes revelaciones sobre los vínculos entre las
brutales fuerzas paramilitares y algunos sectores de la clase dirigente política ponen de manifiesto una co-
rrupción que se ha convertido en algo endémico en Colombia. Por supuesto, y como ejemplo una vez más de
las paradojas de Colombia, cabe señalar que fue la Ley de Paz y Justicia de Uribe –que desmovilizó a más de
30.000 efectivos paramilitares entre 2003 y 2005– lo que permitió a la oficina del fiscal general investigar es-
tos casos. Aun así, varios grupos defensores de los derechos humanos han manifestado preocupaciones legíti-
mas, aduciendo que la campaña de desmovilización debería haber sido más dura e imponer castigos más se-
veros por los crímenes.
Lógicamente, es imposible saber a ciencia cierta cuál sería a día de hoy la situación de los derechos humanos
en Colombia sin la ayuda que EE UU ha prestado a través del Plan Colombia. No obstante, haciendo balan-
ce, es plausible afirmar que la influencia conseguida por el gobierno de EE UU gracias al plan antidroga y de
seguridad ha contribuido a contener los peores abusos, y también ha acentuado la presión sobre las autorida-
des colombianas para que procesen a los responsables de los mismos. Sin esa ayuda, es probable que las exi-
gencias que planteó EE UU al gobierno colombiano con respecto a los derechos humanos hubieran sido me-
nos efectivas. Además, desde el principio, el apoyo estadounidense ha actuado dentro del marco que estable-
ció la Enmienda Leahy de 1997, según la cual las unidades militares colombianas que reciben ayuda de EE
UU debían ser investigadas a fondo para garantizar su adhesión a las normas sobre derechos humanos. Aun-
que la aplicación de la enmienda tropezó con algunas dificultades, al menos existe una práctica establecida
que pretende asegurar el respeto por el Estado de Derecho.
Hasta agosto de 2002, la ayuda estadounidense del Plan Colombia solo podía utilizarse siempre que la opera-
ción tuviera una conexión con la droga o un componente de la misma. Debido a los orígenes del plan, se es-
tableció una distinción políticamente artificial y absurda en su vertiente práctica entre el apoyo estadouniden-
se destinado a la lucha contra las drogas y la ayuda que podía utilizarse con fines de seguridad más explíci-
tos, hubiese o no un vínculo con la droga. La distinción se estableció para reforzar la idea de que el Plan Co-
lombia iba destinado a la lucha contra el narcotráfico, y no contra los actores violentos de Colombia, con el
riesgo de quedar empantanados en un complejo conflicto interno. Desde el principio, los políticos creyeron
que tal distinción tenía poco sentido en vista de las condiciones que imperaban en Colombia, pero tenían que
actuar dentro de las realidades y las limitaciones políticas que prevalecían en aquel momento.
De hecho, merece la pena señalar que, transcurrida una década desde la puesta en marcha del Plan Colombia
–y a tenor de su éxito relativo en materia de seguridad y de las realidades económicas y financieras de EE
UU, ahora mucho más complejas– la administración de Barack Obama ha propuesto ofrecer a Colombia casi
600 millones de dólares en 2011. Aunque el paquete se ha visto reducido alrededor de un 10 por cien en rela-
ción con 2010, y refleja un cambio de equilibrio en la ayuda, que se inclina hacia un mayor apoyo social e
institucional, es una cantidad importante y expresa el compromiso permanente con los esfuerzos de Colom-
bia por abordar sus problemas de todo tipo.
El Plan Colombia podría haber estado mejor concebido y diseñado, con una mayor incidencia en el apoyo y
el desarrollo institucionales. Pero la política vino determinada por el contexto político que prevalecía en
aquel momento, y sus limitaciones deberían examinarse desde esa perspectiva. Lo que ahora resultaría espe-
cialmente valioso y necesario para Colombia –y en realidad para toda América– es un replanteamiento serio
de la política antidroga seguida desde hace tiempo, y cuyos resultados han sido decepcionantes en el mejor
de los casos.
Sería productivo partir de las propuestas sensatas e inteligentes que contiene el informe elaborado en 2009
por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia copresidida por los ex mandatarios Fernando
Henrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México). El informe muestra su ló-
gica preocupación porque la criminalidad continuada, gran parte de ella relacionada con las drogas, genere
problemas todavía más graves en la región, incluidos riesgos para el Estado de Derecho. Ese enfoque alterna-
tivo de la política antinarcóticos podría realzar la importancia de una cooperación internacional más eficaz,
una revisión exhaustiva de las leyes penales sobre varias drogas, así como modelos y estrategias de desarro-
llo viables. Ese es el principal desafío a la hora de avanzar.