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TESIS CENTRAL DEL

SISTEMA DE LACUNZA
Artículo obtenido en la Internet

La obra de Lacunza está totalmente orientada hacia el fin de los


tiempos. Aquí es importante observar desde el inicio que para el
autor no es lo mismo "fin de mundo" que "fin de siglo". Por fin de
mundo, solo entiende "el fin de los viadores, o de la generación y
corrupción" porque no admite la idea de un fin de mundo como
una suerte de aniquilación. No acepta "que el mundo, esto es, los
cuerpos materiales, o globos celestes que Dios ha creado (entre los
cuales uno es el nuestro en que habitamos) haya de tener fin, o
volver al caos, o nada, de donde salió —y añade— esta idea no la
hallo en la Escritura, antes hallo repetidas veces la idea contraria,
y en esto convienen los mejores intérpretes" (10). En cambio, el
fin del siglo se refiere al término del día actual de la humanidad,
del actual tiempo histórico, o siglo presente. Luego, Lacunza
recuerda que en las Escrituras, especialmente en los evangelios, se
encuentra con frecuencia la expresión ‘consumación del siglo` y
jamás la idea de "consumación del mundo".

Es necesario señalar que la tesis central del sistema lacunzista es


que ha de haber un espacio de tiempo entre la Venida del Señor y
la Resurrección y Juicio universal, condición necesaria para el
establecimiento del Reino de Cristo en la historia. De un modo
general, el mismo autor describe la tesis central de su sistema
señalando que "Jesucristo volverá del cielo a la tierra, cuando sea
su tiempo: cuando lleguen aquellos tiempos y momentos, que puso
el Padre en su poder (Hch 1,7)… Vendrá no tan de prisa, sino más
despacio de lo que se piensa. Vendrá a juzgar no solamente a los
muertos, sino también y en primer lugar a los vivos. Por consi-
guiente, este juicio de vivos y de muertos, no puede ser uno solo,
sino dos juicios diversísimos, no solamente en la sustancia y el
modo, sino también en el tiempo. De donde se concluye (y esto es
lo principal a que debe atenderse) que ha de haber un espacio de
tiempo bien considerable entre la venida del Señor, que estamos
esperando, y el juicio de los muertos o resurrección universal" (11).
El juicio sobre los vivos tendrá entonces lugar en el espacio y el
tiempo donde se cumplirán las profecías de paz y justicia universal
que se anuncian en las Escrituras. Después de convertir en reino
propio de Dios a los diversos reinos sociopolíticos existentes,
después de desarrollarse en plenitud el plan de Dios para la

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historia, Jesucristo podrá ofrecer su reino en las manos del Padre
(1 Co 15, 23-26). En esto reside la principal diferencia con el
sistema ordinario vigente que sostiene que inmediatamente
después de la segunda venida del Señor se seguirá sin ningún
intervalo la resurrección universal y el juicio universal. Pero
Lacunza también advierte sobre las diferencias de alcance
cristológico implicadas en su tesis central. Por lo mismo, distingue
claramente dos tiempos y dos misiones en el único Mesías. El
autor piensa que todo cuanto hizo Cristo en su primera venida se
incluye dentro de los límites de su oficio sacerdotal y doctoral, y,
en consecuencia, no es posible interpretar sus dichos y acciones en
términos de la potestad real. Las referencias del Jesús histórico al
reino reciben en Lacunza una interpretación exclusivamente
futura (12). El autor no niega que Jesús se haya referido al reino en
términos de algo ya presente, pero puntualiza que en esos casos se
refiere al "evangelio del reino", y no al reino mismo. Ahora bien, el
evangelio del reino, "esto es, noticia, buenas nuevas, anuncio,
predicación del reino" (13), constituye una invitación al reino que
tendrá lugar en el futuro, la predicación de la fe y la justicia, la
exhortación a llevar una vida conforme a los valores del evangelio
y a vivir en la vigilancia que corresponde a quien espera
ansiosamente la venida del Señor. Estos mismos criterios afectan
radicalmente la visión eclesiológica de nuestro jesuita. En efecto,
dedica capítulos importantes de su obra a demostrar que la Iglesia,
siguiendo a su Maestro en su misión sacerdotal y doctoral, no
puede identificarse ni total ni parcialmente con el reino y subraya
que su misión ciertamente es ser fiel al Señor, preparando a los
hombres para el reino futuro de Cristo, para lo cual debe
consagrarse a su misión moral y espiritual, lejos de toda confusión
con los poderes políticos mundanos (14).

El reino mesiánico, el "milenio" propiamente tal, que podrá durar


un número indeterminado de siglos, es la penúltima época en la
concepción de Lacunza, ya que tras una crisis definitiva acabará la
historia y se dará paso a la última época: la vida eterna, después de
la cual no hay otra. En suma, es necesario distinguir fin de mundo
de fin de siglo y, a la vez, separar el Día del Señor, que debe
amanecer con su Venida (parusía), de la Resurreccion universal
que acontecerá al fin del mundo entendido por el autor como
transfiguración final y tránsito hacia la eternidad (15).

II. EL FIN DEL SIGLO PRESENTE

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2.1. Fin de la historia

La historia actual durará "hasta la consumación y fin: es decir,


hasta que se concluya y llegue a su fin el día presente y empiece a
amanecer el día del Señor" (16). Según Lacunza, los mismos
evangelios entregan una clara visión de lo que sucederá en todo el
tiempo que debe mediar entre la primera y la segunda venida de
Cristo. En efecto, aunque se predicará el evangelio por todo el
mundo (Mt 24, 14), en resumen, "habrá siempre una grande
oposición, y aun guerra formal, y continua entre la justicia y la paz
[...] y una casi continua adversidad contra ‘aquellos que quieren
vivir piadosamente en Jesucristo’ (2 Tm 3, 12)" (17). Al concluir su
análisis de la profecía de Daniel (Dn 2) el autor se expresaba de un
modo semejante: "por un espacio de más de 2.300 años, se ha
venido verificando, …lo que comprehende, y anuncia esta
antiquísima profecía [...] Lo formal de la estatua, es decir, el
imperio y la dominación", constituye la característica más propia
del tiempo actual y "no falta ya sino la última época, o la más
grande revolución, que nos anuncia esta misma profecía" (18).

En la historia hay una incesante lucha entre las fuerzas del bien y
del mal. El siglo (eón) actual designa "todo el aparato externo de
nuestro mundo [...] su fausto, su lujo, su engaño, su vanidad, su
mentira, su pecado. En suma: se llama ‘siglo’ el día actual de los
hombres, de su potestad, de su dominación [...] a distinción del
Día del Señor" (19). Este eón es un escenario donde se despliegan
fuerzas opuestas y donde triunfa, finalmente, la dominación y la
injusticia. En la interpretación lacunziana, la dominación es
política (el cuarto reino: las monarquías europeas absolutistas en
crisis al final del siglo XVIII) y es religioso-espiritual (las falsas
religiones y el falso cristianismo aliado de la nueva "religión" que
eleva la razón). En los últimos tiempos las potencias políticas y
religiosas unidas al Sacerdocio traidor y al Papado
condescendiente con el espíritu del siglo llegarán a constituir la
fase final del Anticristo. El Anticristo no es, según se decía en
tratados católicos de la época, un judío concebido por Satán que
nacería en Babilonia y que perseguiría a los cristianos en la etapa
próxima al fin, sino que es un cuerpo moral y colectivo, compuesto
por innumerables y diversos individuos unidos por su espíritu
contra Cristo y que viene creciendo desde los tiempos apostólicos
(20). Al fin del siglo, en medio de una intensa crisis, el
anticristianismo alcanzará su paroxismo. Pero también crece y se
mantiene el cristianismo auténtico; siempre habrá testigos que

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resistan y den testimonio de su fe en Cristo. El eón presente solo
puede manifestar ambigüedad. La parábola del trigo y la cizaña es
la más adecuada para expresar esta radical confusión que reina en
la historia. "En una palabra, habrá siempre cizaña, que oprima y
no deje crecer ni madurar el trigo" (21). Es interesante observar
que en Lacunza la dialéctica del trigo y la cizaña no afecta solo al
mundo, a la sociedad, sino también a todas las religiones y,
particularmente, a la Iglesia cristiana. El cristianismo no está
amenazado solo por fuerzas externas, sino también, y
principalmente, por una falsificación que viene desde dentro. Uno
de los rasgos esenciales del anticristianismo es que el mal toma la
apariencia del bien. Tampoco se puede asegurar con certeza que el
olivo silvestre, injertado en el legítimo, permanezca siempre en la
fe y la caridad (22).

El día de la Segunda Venida marca el término del siglo presente.


Concluidos los tiempos y momentos "que el Padre puso en su
poder" y estando la sociedad y las iglesias sometidas al misterio de
la iniquidad, con excepción de algunos individuos, llegará
finalmente, el día del Señor. Tras la resurrección de los santos, los
que han dado testimonio de su fe y justicia, y en medio de una
conmoción que habrá en la tierra, perecerá gran parte del linaje
humano que estuvo comprometido con el complejo anticristiano.
Terminado este primer acto del juicio, perteneciente a la justicia
vindicativa, comenzará el juicio o reino (el milenio) tan esperado
(23).

2.2. Sentido de los "cielos nuevos y tierra nueva" en la


Escritura: transformación cósmica

En palabras de Pedro (2 P 3,13) "esperamos, según sus promesas,


cielos nuevos y tierra nueva, en los que mora la justicia". He aquí
el anuncio de un aconte-cimiento fundamental que tendrá lugar el
día de la segunda venida del Señor. Es sumamente importante
precisar los alcances de este anuncio. Para Lacunza es una verdad
indubitable que con la venida del Señor se terminan los cielos y
tierra existentes y comenzarán otros cielos y nueva tierra donde en
adelante habitará la justicia. Empero, esto no significa, en ningún
caso, que el universo mundo que ahora es, dejará entonces de ser.
Bajo ningún concepto se puede aceptar una visión catastrófica que
implique inevitablemente una aniquilación del mundo-universo
que conocemos. En realidad no se trata de destrucción, ni menos
de aniquilación (de volver a la nada), sino de una gran

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transfiguración. Siguiendo esta perspectiva, Lacunza enfrenta las
interpretaciones que predican el fin del mundo, su reducción a la
nada.

En primer lugar es preciso interpretar correctamente las palabras


del autor de 2 P 3 que pudieran sugerir un concepto de
aniquilación del mundo, o de ruptura total entre el cosmos actual y
el nuevo que se inicia. Es cierto que 2 P 3,10 sugiere una
aniquilación, pero se hace necesario destacar que en el mismo
texto se relativiza abiertamente tal idea: en efecto, en los vv. 5-7 se
hace referencia al estado del mundo antes del Diluvio, al cual
sucedió el actual estado de la creación, y compara la futura
transformación con la que se produjo en tiempos de Noé. Lo
primero que se impone reconocer es que la transformación de
entonces (Diluvio) significó una mudanza accidental y no
substancial de cielos y tierra. Es decir, pereció todo cuanto había
en la superficie de la tierra (con excepción, claro está, de los pocos
que se salvaron) en lo que se refiere a animales y seres humanos.
Por otra parte, no perecieron los cielos, esto es, los cuerpos
celestes en general, sino el cielo atmosférico diversificado en
climas diferentes de acuerdo a las diversas latitudes de la tierra.
Lacunza precisa que dentro de los límites señalados, no perecieron
cielos y tierra, sino que solo "se alteraron, se deformaron, se
deterioraron, se mudaron de bien en mal" (24). En el pensamiento
de nuestro autor parece más verosímil imaginar que entre la
creación y el diluvio universal la naturaleza toda permaneció en un
mismo estado físico. De hecho no consta ningún suceso que
pudiese alterar la situación del globo y su atmósfera. Cuando se
habla de las vidas larguísimas (de los Patriarcas) se puede estar
entregando un indicio de la óptima disposición de la atmósfera,
por tanto, de la perfección climática que entonces predominaba en
la tierra. La alteración trajo el rigor de los climas. En definitiva, el
jesuita chileno propone una transformación análoga, aunque en
sentido inverso, a la que se produjo en tiempos del Diluvio
universal. Inverso, porque se mudará el estado del mundo para
mejor.

Al presentar su propio concepto del cambio cósmico futuro,


Lacunza profundiza un poco más sobre los efectos del Diluvio. Ya
ha dicho que es muy probable que la tierra se transformó
entonces, por tanto no está ahora en la misma forma en que estuvo
desde sus principios hasta los tiempos de Noé. Conjetura que esta
proposición se puede probar combinando los datos de la Escritura

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con las diversas observaciones de científicos, astrónomos y físicos.
Concordando con otros autores de su tiempo, Lacunza piensa que
antes del diluvio no había estaciones y que el globo gozaba de un
perpetuo equinoccio (25). Así como el mundo antiguo no pereció
en lo substancial (en el Diluvio) y solo se transformó de bien para
mal, así, también, el mundo nuevo que viene, el cielo y tierra
nueva, implicará una transformación del mundo actual de mal
para bien. A Lacunza le parece que este gran cambio debe
comenzar por donde comenzó el cambio cósmico anterior, es
decir, por la restitución del eje de la tierra a aquel mismo sitio
donde se encontraba en los principios de la creación. La
verticalización del eje provocará la unión de la eclíptica con el
Ecuador y así volverá el perpetuo equinoccio siendo desterrada la
malignidad de las cuatro estaciones. Solo así se podrá concebir una
felicidad natural digna de los cielos nuevos y nueva tierra, se
restablecerán las condiciones naturales para una buena salud, las
vidas serán más largas y perfectas como lo fueron al principio. La
idea de un tiempo uniforme es la manera concreta de salvar esas
óptimas condiciones materiales y físicas de vida y bienestar
conformes a la perfección del milenio (26). Aparecerá entonces
una nueva tierra y un nuevo cielo "y todo tan bueno a lo menos,
como lo fue en su estado primitivo: digo a lo menos, porque me
parece, no solo posible, sino sumamente verosímil, que por
respeto, y honor de una persona de infinita dignidad cual es un
Hombre Dios, por quien, y para quien, como dice San Pablo…
fueron creadas todas las cosas, se renueve, y se mejore todo en
nuestro orbe, dándosele a este, aun en lo natural (así como se le ha
de dar en lo moral) un nuevo y sublime grado de perfección" (27).
De ese modo vincula el milenarismo con la utopía cósmica.

2.3. La nueva sociedad donde habita la justicia:


transformación social

Sucede que los nuevos cielos esperados y la nueva tierra serán un


lugar donde también mora la justicia (2 P 3,13). Es decir, el tiempo
nuevo que se inicia implica una transformación no solo cósmica,
sino también política, social y religiosa. El reino de Cristo
comporta muevas estructuras sociales y nuevas instituciones,
nuevas leyes y nuevas formas de convivencia social. En general,
esta nueva sociedad se caracterizará por una experiencia universal
de justicia.

El autor de 2 P 3, 13 ha dicho que esperamos "según sus promesas"

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los nuevos cielos y nueva tierra donde habitará la justicia. Lacunza
se pregunta en qué lugar de la Escritura constan estas promesas de
Dios así formuladas y que han sido recogidas por 2 P y también
por Ap 21. Ahora bien, si se registran todas las Escrituras no
se encontrará otro lugar que Is 65 y 66. Por lo cual es fácil deducir
que a este lugar nos remiten los autores neotestamentarios.
Lacunza procede, entonces, a analizar Is 65, 17-25 para poder
continuar con la correcta interpretación de los cielos nuevos y
tierra nueva anunciados como nueva creación a partir del v. 17.
Revisando los aportes de los diversos doctores e intérpretes,
Lacunza no puede sino encontrar nuevos intentos de
espiritualización eclesiocéntricos. El texto de Isaías se resiste a
todo intento presentista porque, insiste Lacunza, está mirando
hacia el futuro, hacia otro siglo, otro tiempo en que sí se podrán
cumplir las promesas de liberación y restauración del pueblo de
Israel. Recalca nuestro intérprete que el mismo autor de 2 P
entendía mejor estas cosas al poner los nuevos cielos y nueva
tierra en un momento posterior a los actuales cielos y tierra, por
tanto, futuro. Por otra parte, la profecía tampoco se acomoda a
una situación posterior a la resurrección universal pues entonces
no habrá muerte ni pecado ni nuevas generaciones ni necesidad de
plantar viñas ni edificar casas, etc., cosas todas expresas en el texto
de Is 65 (28). En esta profecía de Isaías, Lacunza ve diseñados los
trazos esenciales del reino de Cristo, de los siglos indeterminados
de felicidad y armonía universal en que el hombre estará
reconciliado consigo mismo, con los otros y con la naturaleza. En
resumen, piensa Lacunza, "los nuevos cielos, y nueva tierra, o el
mundo nuevo que esperamos después del presente debe ser sin
comparación mejor que el presente; y esto no solamente en lo
moral, sino también en lo físico y material" (29).

III. FIN DEL REINO MESIANICO Y TRANSITO HACIA LA


ETERNIDAD

3.1. Crisis final del Reino mesiánico de Cristo

No obstante su perfección y la felicidad que ha significado para la


humanidad, el reino de Cristo no es la última etapa de la historia
de Dios con la humanidad. A juicio de Lacunza, este Reino
político-religioso del Mesías no durará eternamente. El milenio
entrará igualmente en una crisis final. A diferencia de los antiguos
profetas, solo S. Juan, en el Apocalipsis, acompaña hasta el fin la
cadena del misterio de Dios con la humanidad, esto es, hasta la

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resurrección y juicio universal. (Ap 20, 7-15). Dos son los hechos
relevantes que merecen ser reflexionados en este punto: el fin del
milenio y el fin de los viadores. Respecto al fin del milenio, el
Apocalipsis (20,7) afirma explícitamente que acabarán los "mil
años" y señala que entonces "será desatado Satanás". Sin embargo,
no se pronuncia sobre las causas de la crisis final del reino de
Cristo sobre los vivos. Lacunza no puede concebir que esto suceda
gratuitamente, sin que hayan precedido algunas culpas universales
y graves. Tiene que haber alguna responsabilidad humana previa.
Según él debido a diversos factores históricos se reinician las
persecuciones y las luchas entre el Bien y el Mal. Se abre un nuevo
ciclo histórico que desembocará en el fin total de la historia. Hacia
el final del milenio, pasado un número indeterminado de años
(cien mil o un millón de años) de felicidad, justicia e inocencia
vuelve la corrupción moral y sobreviene una nueva apostasía. Será
un proceso largo y gradual. La corrupción del corazón humano
siempre ha exigido un considerable tiempo, más aún en personas
que ya han participado de la inocencia y justicia del reino de Cristo
(30). No debe extrañar, piensa Lacunza, que esto suceda, porque
en el siglo venturo los hombres serán tan viadores como lo son
ahora y estarán dotados de su libre albedrío, entonces andarán
por fe y no por visión, al igual que ahora; por consiguiente, los
hombres del siglo que viene serán libres, capaces de bien o de mal,
de pecar o no pecar, de merecer o desmerecer (31).

Con más cautela se pronuncia respecto al modo y las


circunstancias de la resurrección y juicio universal. Reconoce que
ni en el Antiguo Testamento, ni en el Nuevo, se hallan claras y
expresas las circunstancias de tan importante acontecimiento. Lo
señalado en Mt 25, 31 ss es una mera parábola cuyo objeto
principal es motivar a la práctica del amor (32) y no ofrece
mayores antecedentes sobre el asunto, explica el autor de La
Venida del Mesías. Lo más evidente y expresivo es la inapelable
afirmación que se encuentra en Ap 20, 11-15, respecto a que habrá
resurrección universal y juicio universal, en el cual a todos, y a
cada uno, se les dará la última e irrevocable sentencia eterna.
Refiriéndose a este texto añade que, en todo caso, anuncia
solamente "la substancia del misterio, no su modo y circunstancias
particulares" (33).

3.2. Estado del orbe terráqueo después de la resurrección y


juicio universal

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Dos son los puntos fundamentales que retienen la atención de
Lacunza al plantearse el problema: ¿En qué estado quedará la
tierra después del juicio y resurrección universal? ¿A qué lugar
determinado deberán ir todos los que resucitan a la vida para
gozar en este lugar o en este paraíso, de la vida fruitiva de Dios?
Respecto a lo primero, Lacunza no admite la idea de quienes
siguiendo a 2 P 3,12 piensan que el orbe quedará cristalizado por
la acción de fuego, ni la concepción que sostiene una aniquilación
del universo (34). Conforme a su sistema, ajeno a toda visión de
aniquilación, nuestro autor no puede admitir semejante
destrucción total del mundo y por lo mismo se inserta en la línea
de pensamiento abierta por S. Gregorio Magno y S. Agustín en el
sentido de que no ha de haber jamás tal aniquilación, ni
destrucción total de la tierra. Lo que sí habrá es un cambio
notable, una transformación de mal en bien, o de bien en mejor.
Esta última opinión es la que suscribe Lacunza porque la halla
conforme con las enseñanzas de las Escrituras: "Aprendí que todas
las obras, que hizo Dios, perseveraron perpetuamente" (Qo 3, 14).
En este punto el autor es consecuente con su peculiar respeto y
admiración por la naturaleza, obra del Creador y Dios, y también
con su optimismo respecto al futuro de vida que Dios ofrece al
mundo y a la humanidad que habita en él (35).

Respecto a lo segundo, recuerda que concluido el juicio universal


se enseña que los justos irán a la vida eterna (Mt 25, 46).
Podríamos preguntarnos, entonces, ¿a qué lugar irán a gozar de la
vida eterna? Una primera y espontánea respuesta (aún hoy, por lo
demás) no dudaría en responder que irán al cielo, todos los justos
irán al cielo abandonando absolutamente esta miserable tierra o
este valle de lágrimas. Lacunza replica que no puede entender esta
respuesta y precisa que la palabra ‘cielo’ es en las Escrituras y en
todas las lenguas una palabra muy vaga y general: "cielo se llama
todo cuanto rodea nuestro orbe, y está fuera de él, no solamente
nuestra atmósfera, sino todo el espacio inmenso que lo circunda.
Así decimos con gran verdad, que la luna, el sol, los planetas y
todas las estrellas están en el cielo; y pudiéramos añadir con la
misma verdad y propiedad, que nuestra tierra, o nuestro globo
terráqueo está del mismo modo en el cielo, y si no está en el cielo,
¿dónde está?" (36). En un intento de satisfacer más a la pregunta
particular se podría responder, en segundo lugar, que los justos
resucitados irán al paraíso celeste. Según nuestro autor esto es
responder por la cuestión pues esta palabra ‘paraíso’ es tan
indeterminada como ‘cielo’. Para explicar y concretar las generales

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palabras anteriores se recurre a otro concepto y se afirma que irán
al cielo empíreo (ígneo o de fuego). Esto trae más oscuridad
todavía: ¿dónde está este cielo de fuego? Lacunza vuelve a la
Escritura y en ella no halla otra cosa que palabras muy generales:
cielo, cielos, cielo del cielo, cielo de los cielos, reino de los cielos.
Mas estas palabras se hallan explicadas en sus textos y contextos
(Ejs: 2 Cro 6, 30.39; Jr 23, 24; 1 Tm 6, 16; Hch 17, 27; Sal 139
(138)). A partir de estos textos, el autor observa que al decirse que
Dios está en el cielo, o que llena el cielo, se está expresando que el
cielo es la morada de Dios, por lo que concluye: "todo lo cual nos
enseña y predica aquel atributo de fe divina, esencial a Dios, que es
su inmensidad, o su presencia real y verdadera en todo el universo,
y en todas, en cada una de las partes innumerables que lo
componen" (37).

En definitiva, Lacunza niega que haya que "admitir algún lugar


determinado físico y real donde Dios se manifieste con toda su
Gloria a los Justos ya resucitados, y donde estos lo vean
eternamente con Visión intuitiva y fruitiva" (38). En fin, los que
han entrado en la vida y entrarán en adelante en la vida están
donde está Jesucristo, causa de su salvación eterna. ¿Y dónde está
Jesucristo?, se pregunta Lacunza, y responde que nadie lo sabe,
"solamente sé… que Jesucristo desde el día de su admirable
ascensión a los cielos, ha estado, está actualmente, y estará en
adelante donde quisiera estar… está, y estará eternamente ‘en la
gloria de Dios Padre, a la diestra del Padre’" (39).

IV. LA BIENAVENTURANZA ETERNA

Si no hay lugar determinado en el universo donde se deba


manifestar la gloria de Dios, ni ahora ni después de la resurrección
general, "luego deberá ser todo el universo mundo, y todos los
cuerpos innumerables que lo componen, sin excepción alguna, aun
entrando en este número nuestro [...] orbe terráqueo: luego deberá
ser indeterminadamente todo lugar". A partir de San Pablo,
Lacunza deduce datos esenciales sobre la bienaventuranza eterna:
Cristo está constituido por su Padre heredero de todo lo creado,
pues por él y para él se ha hecho todo lo creado (Hb 1, 2; 2,10; cf.
Jn 1, 3). Ha de llegar un día en que todo lo creado se sujete entera
y perfectamente al Hijo de Dios; entonces Cristo, "como cabeza de
todos los justos, y causa de su justicia, se sujetará junto con todos
ellos, y haciendo un mismo cuerpo, a su divino Padre, que sometió
a él todas las cosas, para que este sea eternamente todo en todos"

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(1 Co 15, 28; Hb 2, 8; 1 Jn 3, 2) (40). En fin, todos los hijos
adoptivos de Dios serán asimismo herederos de Dios y
coherederos con el Hijo mayor (Rm 8, 17). De donde se sigue que
siendo Cristo heredero y Señor de todas las cosas, deberán serlo a
proporción todos los coherederos. Y, no obstante la diversidad que
habrá entre los herederos, reinará entre ellos una caridad tan
perfecta que "no habrá, ni podrá haber entre tantos hijos de Dios
aquella fría palabra, mío, y tuyo, sino que será tuyo lo que es mío,
y mío lo que es tuyo; lo que es de todos será de cada uno, y lo que
es de Cristo, será de todos, y Dios será todo en todos" (41).
Lacunza distingue en la única experiencia de la gloria dos aspectos
esenciales: el que llama accidental, que corresponde a la
contemplación y gozo vital de la naturaleza, y el substancial, que
corresponde a lo que normalmente se entiende por visión de Dios,
la fruición de Dios.

4.1. Extensión y grandeza material del Reino de Dios o


Reino de los cielos: (gloria accidental) y comunión eterna
con Dios (gloria substancial)

"Para que podamos hacer algún digno concepto de la grandeza y


extensión del reino de los cielos, o del reino de Dios, y de su
felicidad (por ahora incomprensible), aun mirando solamente su
accesorio, accidental y material", Lacunza convida a que
contemplemos el cielo estrellado y apreciemos su inmensidad y
belleza admirable. Imposible retener una cantidad de estrellas
pues son infinitas y las que se han contado no son sino como tres
gotas en el inmenso océano del universo. Luego de observar
atentamente el universo no cabe sino concluir que estamos frente
a dimensiones incomprensibles e inconmensurables. Cuando
pensamos haber penetrado en lo profundo, quizás estamos solo en
la superficie y en el umbral de distancias prodigiosas e infinitas
(42). Expone que cada estrella es un sistema solar y planetario,
rodeada de muchos cuerpos que necesitan de su luz y calor.
Lacunza comenta que todo esto no se opone a nuestra fe en Dios,
ni a la razón natural; todo lo contrario, "hace formar un concepto
magnífico del Creador de todo" (43). Respecto a la posible
existencia de criaturas racionales en el universo piensa que
efectivamente los innumerables cuerpos celestes pueden estar
habitados por especies análogas al ser humano, y pueden estar
también absolutamente vacíos. "Entre estas dos cosas, ambas
inciertas, ¿quién es capaz de definir? [...] Lo que únicamente se
puede, y aun se debe definir, según las Escrituras, es esto: que si

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acaso hay en otros globos otras criaturas análogas al hombre (sea
las que fueren, y cuántas fueren y cómo fueren) todas ellas deben
pertenecer al Cristo Jesús, y sujetarse enteramente a su
dominación: pues todas ellas, no menos que nosotros fueron
creadas por él y para él" (44). En fin, la inmensidad del universo
que nos rodea, todo el espacio sideral, con sus cuerpos y orbes
visibles e invisibles, todo ello es la herencia eterna del Hombre-
Dios, Cristo Jesús y, por consiguiente, de todos sus hermanos
menores, los coherederos, especialmente después de la
resurrección universal (45).

Todo lo anterior, esa hermosa participación de la herencia del


universo material-natural se unirá a la bienaventuranza y gloria
substancial, esto es, a la visión fruitiva de Dios y posesión del
sumo bien (46). Ahora bien, esta visión fruitiva de Dios pertenece
solamente al alma en cuanto racional e intelectual; "mas —
puntualiza Lacunza— en cuanto es sensitiva por medio de los
órganos del cuerpo, para el cual fue creada (como ciertamente lo
es), se le añadirá la visión, la posesión y la fruición de todo lo
creado material" (47). De modo que, según el pensamiento de
Lacunza, "podrán todos ir corporalmente donde quisieren, y ver
por sus ojos, y tocar con sus manos, con plena inteligencia, todas,
y cada una de las infinitas obras del omnipotente, sin temor
alguno de que les falte tiempo para verlo y observarlo todo" (48).
Con la misma convicción advierte que la observación y fruición de
las obras de Dios no producirá distracción de la visión y fruición
del Sumo Bien, de Dios mismo, al que hallarán en todas partes.
Solo en el estado presente se puede pensar que un cuerpo
corruptible puede agobiar el alma (Sb 9, 15). "Mas en aquel estado
felicísimo el cuerpo, ya incorruptible, y glorificado, lejos de
perturbar al alma, ni de impedirle un solo momento la
contemplación y fruición, y amor íntimo del sumo bien, antes le
ayudará aun en esto mismo, pues participando de su gloria, le
servirá de instrumento para gozar de todo, y para alabar, y
bendecir en todo, y por todo al Creador de todo" (49). De este
modo, el autor de La Venida del Mesías integra en su visión de la
bienaventuranza eterna la corporalidad.

4.2. Nuestra tierra transfigurada constituida en centro del


reino eterno de Dios

Aun concediendo que el reino de Dios sea el universo entero, es


preciso admitir algún lugar determinado, físico y real, entre todos

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los innumerables orbes, donde resida normalmente el Supremo
Rey, de donde salga eternamente la luz hacia todos los lugares del
reino definitivo. Para Lacunza, el Rey Supremo y el centro de
unidad de un reino tan extenso estará en este orbe privilegiado
que ahora habitamos, es decir, en la tierra. Argumenta que
Jesucristo es de esta tierra, aquí nació, aquí se hizo hombre, aquí
enseñó su evangelio, aquí padeció muriendo en una cruz. Y lo
mismo se puede decir de los coherederos: aquí, en esta tierra,
padecieron por él y sufrieron por causa de la justicia, aquí fueron,
por lo mismo, atribulados y perseguidos. Luego aquí mismo
deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de todo lo
que supieron sembrar (50). Más adelante, el autor recuerda las
palabras del salmista: "mas los que aguardan al Señor, ellos
heredarán la tierra… Mas los mansos heredarán la tierra y se
deleitarán en muchedumbre de paz" (Sal 37 (36), 9-11), y luego
añade "a lo cual aludió el maestro bueno del monte, diciendo:
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra (Mt
5, 4)" (51). En definitiva, el fundamento último de toda Esperanza
es el amor del Dios Creador: "hay evidentemente —dice Lacunza—
un Supremo Ser, eterno e increado, de quien ha recibido su ser
todo cuanto es, él nos hizo, y no nosotros a nosotros. Hay un Dios
infinito en todo, Creador, y Señor del cielo y de la tierra, de todo lo
visible y de lo invisible. Este Dios vivo y verdadero, por suma
bondad, se ha dignado desde los días antiguos, de entrar en
sociedad, en alianza, en comercio con los hombres habitadores
de este grande orbe, y señores de todas sus riquezas. Se ha dignado
de revelarles a ellos, de revelarles su modo de ser inefable e
incomprensible, esto es, un Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la
unidad, de revelarles fuera de sí mismo otros muchos misterios, y
de hacerles millares de promesas. Se dignó después de esto de
unirse con nuestra naturaleza en la persona de su hijo de un modo
tan estrecho, e indisoluble, que podemos, y debemos decir con
suma verdad: Dios es hombre, hijo de Adán, y el hombre hijo de
Adán es verdadero Dios: Porque de tal manera amó Dios al
mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree
en él, no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16)" (52).

Lacunza termina con su descripción general de la Bienaventuranza


eterna reconociendo que es imposible —en el estado presente—
imaginar un digno concepto de la felicidad de entonces: "debemos,
no obstante, suponer como una verdad indubitable, que así en
unas, como en otras ideas (y aunque todas ellas se unan entre sí)
nos es imposible en el estado presente llegar a formar un digno

13
concepto de la felicidad de entonces (aun accidental) de los justos
ya resucitados de que vamos hablando: pues como está escrito en
Isaías (Is 64, 3): ojo no vio ni oreja oyó, como lo repite S. Pablo (1
Cor 2, 9), ni en corazón de hombre subió, lo que preparó Dios
para aquellos que le aman" (53).

Lo significativo es que se subraya que la tierra en su estado actual,


despojada de algunas imperfecciones, es ya como un paraíso y que
en el milenio será una especie de "paraíso al doble mejor", como ya
se ha visto. Quizá sea hasta mejor que el paraíso descrito en el
Génesis (2,8). Todo el universo participa del tránsito hacia la
bienaventuranza eterna: si ya el eón futuro conocerá la perfección
"¿qué pensáis que será después de la resurrección universal,
cuando acabada toda generación y corrupción, cuando concluido y
consumado perfectamente todo el gran misterio de Dios con los
hombres, sea esta misma tierra sublimada a la dignidad altísima, y
eterna, de corte, o centro de unidad de todo lo creado, o del
inmenso reino de los cielos?", "no es infinitamente verosímil, que
se le añadan, entonces, mil o un millón de grados de perfección
física y moral. No es cosa digna de Dios, que abunde, y
sobreabunde su gracia, su bondad, su grandeza, y magnificencia
infinita en aquel mismo globo, donde tanto abundó la iniquidad?"
(54).

V. CONCLUSIONES

1) En el sistema lacunzista, mundo humano y no humano están


radicalmente unidos y juntos participan del proyecto salvador de
Dios manifestado en Cristo. La naturaleza está envuelta en el
destino presente y futuro de la humanidad: el reino mesiánico
comienza con una transformación de la naturaleza que pasa a una
etapa de mayor perfección, e igualmente, el universo material
formará parte de la bienaventuranza eterna. Así, la nueva vida
siempre es un perfeccionamiento de la existencia física y corporal
y nunca una abolición de la misma.

2) El milenarismo de Lacunza, no obstante sus limitaciones,


afirma de un modo negativo que la historia, a pesar de todo,
tendrá un fin positivo. A diferencia de otros sistemas que
igualmente subrayaban la decadencia de la historia sin
alternativas, el lacunzismo permite percibir en el horizonte un
largo período de paz y felicidad antes del término definitivo de la
historia. No evita representar lo irrepresentable, objetiva aquello

14
que quizá escapa a toda objetivación, exponiéndose con ello a la
inconsistencia de su sistema. Con todo, afirma que para superar la
tragedia de un tiempo irredento la historia tiene que
transfigurarse. Y esta transfiguración es un drama que
compromete al mismo Dios; por ello es, finalmente, un
acontecimiento de Gracia. La voluntad de Dios es el poder
determinante de la historia, ya que El es el único Creador, origen
de la vida y de la historia, y El mismo es el poder consumador que
llevará la historia a su plenitud dando cumplimiento a sus
promesas.

3) Sin embargo, no asume positivamente el movimiento histórico


actual (el siglo presente es solo oposición). Se evidencia aquí una
gran ambigüedad: por una parte se observa una gran valorización
de lo mundano-terrestre, pero no se interpreta suficientemente lo
histórico. En el fondo, afirma el mundo, pero relativiza
radicalmente la historia.

4) Es evidente la relación con el profetismo y la apocalíptica, por


un lado, y con el pensamiento utópico, por otro. Esta doble y
crítica relación genera otra crucial ambigüedad en su
interpretación. Considerado desde el profetismo bíblico,
el milenarismo lacunziano podrá ser visto como transgresión
ilícita por su fuerte componente apocalíptico. Asimismo, analizado
desde el racionalismo utópico moderno podrá ser identificado
como una forma "primitiva y mítica", donde la libertad lúdica y la
fantasía del pensamiento utópico aún no han conquistado su plena
emancipación (55).

5) La esperanza futura se mantiene intacta y vigente. El evangelio


aún es promesa y, a diferencia de otros sistemas, Lacunza piensa
que la muerte y la resurrección de Jesucristo no son cumplimiento
ni transfiguración de las promesas, sino confirmación clara y
concreta de la esperanza. La esperanza futura no se disuelve en un
encuentro de las almas con la divinidad después de la muerte ni en
una glorificación espiritualizada que suprime todo espacio y
tiempo. A pesar de los elementos sobrenaturales que implica la
intervención directa de Dios y su poder en ese tránsito histórico y
cósmico, el reino del Mesías continúa perteneciendo a este mundo.
El Mesías establece una equivalencia entre felicidad, justicia y
armonía con la naturaleza y al mismo tiempo asegura la finalidad
humana del universo material.

15
6) A pesar de su perfección, el reino mesiánico es finito, acabará
en un momento del tiempo. Dicho reino es, según Lacunza, un
interregno hasta el advenimiento del reino verdaderamente eterno
y glorioso de Dios, donde cesada toda generación y corrupción, los
bienaventurados gozarán eternamente de la contemplación del
universo material, transformado y mejorado, y de la comunión
eterna con Dios mismo.

RESUMEN

El artículo presenta el pensamiento milenarista del jesuita chileno


Manuel Lacunza (1731-1801) en torno al fin del mundo. Se indaga
la visión del autor sobre el fin del siglo, el fin del milenio y su
concepto de bienaventuranza eterna. El lacunzismo sostiene que
antes del final de la historia se espera un reino terrestre del Mesías
Jesucristo en el cual tendrán pleno cumplimiento las promesas de
vida y justicia que Dios ha hecho a la humanidad. En este contexto
se explica que para Lacunza el reino mesiánico (milenio) comienza
con una transformación de la naturaleza que transita a una etapa
de mayor perfección y que el mundo nuevo que adviene es mejor
que el presente no solamente en lo moral sino también en lo físico
y material. Asimismo, el universo renovado, acabada toda
generación y corrupción, participará de la plenitud eterna y, tras la
resurrección universal, los bienaventurados gozarán juntos
eternamente de la contemplación del mundo transfigurado y de la
comunión con Dios. Siempre se trata de una transformación de la
materia de mal en bien, o de bien en mejor. Se excluye, clara y
expresamente, la idea de un "fin del mundo" como aniquilación
del mismo.

_____________________

NOTAS

(1) Cabe recordar que la obra de Lacunza fue colocada en el


Indice en 1824 y que, casi a mediados del siglo XX, luego de
ser consultada sobre la ortodoxia de esta doctrina, la
Sagrada Congregación del Santo Oficio respondió que: "El
sistema del milenarismo mitigado no puede enseñarse con
seguridad" (Decreto del Santo Oficio, del 21 de julio de 1944
[Cf. DS, 3839 (DZ, 2296)].

(2) H. Desroches, Dieux d’hommes. Dictionnaire des

16
messianismes et des millénarismes de l’ère chrétienne,
Mouton, Paris-La Haya, 1969; N. Cohn, Na senda do
Milénio, Presença, Lisboa, 1981; J. Seguy, La religiosidad no
conformista de Occidente, en, H. Ch. Puech, dir., Las
religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes.
II, 2ª ed., Historia de las Religiones, Siglo XXI, México,
1981, vol. 8, pp. 213-301; V. Lanternari, Occidente y Tercer
Mundo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974.

(3) A. F. Vaucher, Une celebrité oubliée. Le P. Manuel


Lacunza y Díaz, Fides, Collonges-sous-Salève, 1941 (1ª ed.) y
1968 (2ª ed.); W. Hanisch, El Padre Manuel Lacunza (1731-
1801), su hogar, su vida y la censura española, Revista
Historia 8 (1969), pp. 157-232.

(4) G. Martina, La Iglesia, de Lutero a nuestros días. Vol. II,


La época del absolutismo, Cristiandad, Madrid, 1974. L.
Bergeron y otros, La época de las revoluciones europeas:
1780-1848, 11ª ed., Siglo XXI, México, 1986; H. Desroches,
Sociologie de l’Espérance, Paris, 1973.

(5) Vaucher, o. c.

(6) J. Eyzaguirre, Fisonomía histórica de Chile, Ed.


Universitaria, Santiago de Chile, 1992. p. 87; J. Arteaga,
Temas apocalípticos y lacunzismo: 1880-1918, en Anales de
la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XXXIX (1988), pp.
209-224, Santiago de Chile, 1990; Cf. J. Noemi, dir.,
Pensamiento Teológico en Chile. Contribución a su estudio.
I. Epoca de la Independencia nacional, 1810-1840, Anales de
la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XXVII (1976), c. 2,
Santiago de Chile, 1978, pp. 32, 91, 97, 139, 144-148; J.
Arteaga, dir., Pensamiento Teológico en Chile. Contribución
a su estudio. II. Epoca de la reorganización y consolidación
eclesiásticas, 1840-1880, Anales de la Facultad de Teología,
PUCCh, Vol. XXXI (1980), c. 1, Santiago de Chile, 1982, pp.
19-21, 61, 64, 73, 101.

(7) M. Góngora, Aspectos de la Ilustración Católica en el


pensamiento y la vida eclesiástica chilena (1770-1814),
Revista Historia 8 (1969), pp. 59-65; Id., La obra de Lacunza
en la lucha contra el "Espíritu del Siglo" en Europa 1770-
1830, Revista Historia 15 (1980), pp. 7-65; Id., Estudios

17
sobre la historia colonial de Hispanoamérica, Ed.
Universitaria, Santiago de Chile, 1998, pp. 200, 209, 237.

(8) B. Villegas, El milenarismo y el Antiguo Testamento a


través de Lacunza, Valparaíso, 1951.

(9) Me permito remitir a F. Parra, El Reino que ha de venir.


Historia y esperanza en la obra de Manuel Lacunza, Anales
de la Facultad de Teología, PUCCh, Vol. XLIV, c. 2, Santiago
de Chile, 1993; Id., Historia y esperanza en la obra de
Manuel Lacunza, Teología y Vida, Vol. XXXV (1994), pp.
135-152.

(10) M. Lacunza, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad


(4 Tomos), Ed. C. Wood, Londres, 1816, III, p. 394. En las
citas siguientes indicaremos solamente el Tomo (I, II, III, o
IV) y las páginas correspondientes.

(11) Ibíd., I, pp. 53-54.

(12) Ibíd., III, pp. 133, 166, 276-279, 283; IV, p. 26.

(13) Ibíd., II, p. 493.

(14) Cf. Ibíd., II, pp. 391-497; III, p. 132, pp. 241-243, pp.
404-406.

(15) Cf. Ibíd., III, pp. 414-415; IV, p. 42.

(16) Ibíd., III, p. 415.

(17) Ibíd., IV, pp. 263-264.

(18) Ibíd., I, pp. 293-294.

(19) Ibíd., III, p. 414.

(20) Ibíd, I, pp. 399-400. Lacunza contradice enfáticamente


la opinión de teólogos católicos como T. Malvenda, L.
Lessius y A. Calmet (Cf. F. Parra, El reino que ha de venir…,
p. 53, nota 39).

(21) Lacunza, o. c., IV, p. 264; cf. pp. 263-267. "La


concepción cristiana de la historia es afirmativa, pero tiene

18
también otra vertiente, al reconocer dentro de la Historia
una escisión que viene del pecado, una lucha entre bien y
mal que viene desde el comienzo y prosigue aún después de
Cristo, en una dialéctica que se expresa en la imagen del
trigo y la cizaña. No solamente crece desde Cristo el bien,
sino también el mal, encarnado en potencias personales o
colectivas bestiales, cuya fuerza se exacerbará justo antes de
la culminación del bien, en un ‘colmo de mal’. La verdad
permanece siempre, pero combatida y siempre amenazada"
(M. Góngora, Civilización de masas y esperanza, Vivaria,
Santiago de Chile, l987, p. 118). Esta observación de Góngora
viene a coincidir plenamente con el pensamiento de
Lacunza. De acuerdo a esto, el desafío es atender no solo a la
‘positividad’ de la historia, sino también a su ‘negatividad’.

(22) La Venida, II, pp. 434-437.

(23) Ibíd., IV, pp. 11-21.

(24) Ibíd., IV, p. 52.

(25) Lacunza tiene presente una obra fundamental,


ampliamente difundida en el siglo XVIII, del abate Pluche:
Espectáculo de la Naturaleza, Tomo IV, Ed. de Nápoles
Italiana, p. 255ss. Cf. Lacunza, o. c., IV, p. 77.

(26) Ibíd., IV, pp. 80-82.

(27) Ibíd., IV, pp. 92-93. El historiador M. Góngora, gran


estudioso de Lacunza, tiene razón cuando señala que "hay en
Lacunza un utopista que pudiéramos llamar ‘cósmico’, con
su idea de la malignidad de las 4 estaciones, que serán
reemplazadas en el Milenio por un tiempo uniforme". (M.
Góngora, ed., Manuel Lacunza, La Venida del Mesías en
Gloria y Majestad, Ed. Universitaria, Santiago de Chile, l969,
nota 8, p. 115). Por otra parte, en cuanto se refiere a
Cosmología, física y astronomía, Lacunza demuestra una
serie de conocimientos que evidencian su inclinación e
interés por estas materias y su vinculación con la Ilustración
católica en lo concerniente a la nueva imagen del mundo. Ya
en la Primera Parte de su obra, Lacunza ha aludido a la
invalidez del sistema de Tolomeo. (Cf. Lacunza, o. c., I,
Prólogo, LXIX y p. 46). Aparte de su propia experiencia en la

19
observación inmediata de los fenómenos y del cosmos, su
instrucción en estas áreas venía de las obras de Pluche,
Espectáculo de la Naturaleza, ya mencionada, y la Historia
del cielo (l735, l742). Estas obras, de amplia difusión en el
siglo XVIII, constituían la primera versión des-tinada al
público, de los resultados de la Ciencia moderna de la
Naturaleza. A través de Pluche le llegó a Lacunza la idea de
un clima uniforme, sin estaciones, que estaba presente en
Thomas Burnet (l635-1715). La nueva Ciencia se mezclaba
con la utopía cósmica. (Cf., Góngora, M., Aspectos de la
"Ilustración Católica" en el pensamiento y la vida eclesiástica
chilena: 1770-1814, Rev. Historia, 8 (l969), pp. 60-62. Cf. A.
F. Vaucher, Une celebrité oubliée. Le P. Manuel Lacunza y
Díaz (l73l-l80l), Fides, Collonges-sous-Salève, 1ª ed. (l94l),
p. 72 y nota 318 y en la 2ª ed. (1968), pp. 75-76).

(28) Ibíd., IV, pp. 59-62.

(29) Ibíd., IV, p. 81. El destacado es mío.

(30) Ibíd., IV, pp. 328-334. Cf. IV, pp. 341-342. Sobre el
proceso de corrupción que sufrirá la humanidad, el autor
añade las siguientes reflexiones: "...imaginémonos, digo, que
depués de muchísimos siglos de paz, de inocencia, de
justicia, y fervor, empieza a entrar en las gentes, ya en este
país, ya en el otro, cierta especie de distracción en lo que
toca al servicio de Dios, a esta distracción deberá seguir
naturalmente un poco de tibieza, a esta tibieza, no poco
amor a la comodidad y sensualidad: a esta comodidad y
sensualidad seguirá naturalísimamente el amor al lujo o a la
vana ostentación: a esta, un poco de avaricia: a esta avaricia,
no pocas injusticias: finalmente, a todos estos males, para
que no se adviertan, deberá seguir una grande, y bien
estudiada hipocresía" (Ibíd., IV, pp. 336-337). Este es por lo
demás, el orden con que siempre ha crecido el mal moral en
la historia.

(31) Ibíd., IV, pp. 66, 337-338, 341.

(32) Ibíd., I, pp. 214-226; IV, pp. 24-25.

(33) Ibíd., IV, p. 359.

20
(34) Los textos en que pretende apoyarse esta posición son:
Is 51, 6; Sal 102 (101), 26-28; Mt 24, 35; 2 P 3). Según
Lacunza estos textos no apoyan en ningún caso la idea de
una aniquilación absoluta. Precisa que tal aniquilación no es
el sentido literal de tales textos, sino, cuando más un sentido
puramente gramatical, lo que es muy diverso. Los textos
deben tomarse literalmente por semejanza y no por
propiedad, pues realmente se expresan por semejanza o
metáforas. Por otro lado, los textos mencionados no hablan
ni pueden hablar de aquellos cielos sólidos que imaginan
siguiendo las falsas ideas de los antiguos. No hablan de las
estrellas y planetas, sino de la atmósfera que circunda el
globo. Finalmente, tales textos hablan hipotéticamente, esto
es, confrontando el ser de la creación con el ser del Creador y
afirmando, a partir de este confronto, que lo creado es como
si no fuese respecto del Creador, que todo puede alterarse o
perecer si el Creador lo manda; mas el Creador no pasa
nunca, ni su palabra, ni su verdad (Mt 24, 35). (Cf. Lacunza,
o. c., IV, pp. 364-369).

(35) Lacunza, o. c., IV, pp. 370-371. San Gregorio Magno


parece que tuvo presente a Qo 3,14 cuando dijo: "Los cielos
pasan por aquella imagen que no tienen: mas, con todo, por
su esencia subsisten para siempre" (lib VII, mor. in Job, cap.
V). Por su parte, San Agustín comenta: "Porque este mundo
pasará, mudándose las cosas, no pereciendo del todo... así
que la figura es la que pasa, no la naturaleza" (lib. XX de
Civit. Dei, cap XIV), y en el cap. XVI dice: "para que el
mundo renovado y mejorado, se acomode a los hombres
renovados también, y mejorados en la carne". Y añade
Lacunza: "tened bien presente esta sentencia expresa y clara
de estos dos máximos doctores, para no reprehenderme
ligeramente de novedad en las cosas que voy a proponer y
considerar" (Ibíd.).

(36) Ibíd., IV, p. 372.

(37) Ibíd., IV, pp. 376-377.

(38) Ibíd., IV, p. 377.

(39) Ibíd., IV, pp. 392-393.

21
(40) Ibíd., IV, p. 398.

(41) Ibíd., IV, p. 399.

(42) Ibíd., IV, pp. 400-402. El mismo cuenta que solo en la


espada de Orión compuesta de tres estrellas (llamadas las
tres Marías por sus paisanos) contó una vez cuarenta y dos
estrellas con un débil telescopio.

(43) Ibíd., IV, p. 405.

(44) Ibíd., IV, pp. 406-407.

(45) Cf. Ibíd., IV, p. 411.

(46) Ibíd., IV, p. 411.

(47) Ibíd., IV, pp. 411-412.

(48) Ibíd., IV, p. 412.

(49) Ibíd., IV, pp. 412-413.

(50) Cf. Ibíd., IV, pp. 419-422; 423-426. Cf. Sal 36,28-39; Mt
5,4. A este respecto cita a Tertuliano para apoyar su idea de
que será la tierra el centro del reino eterno y de felicidad de
los justos. (Tertuliano, lib. III, adversus Marc., cap XXIV).
No podemos dejar de citar el párrafo más significativo en el
cual expresa Lacunza su fundamento cristológico: "El
Hombre Dios, Cristo Jesús, nuestro Señor, o el Rey supremo,
heredero de todo… por quien son todas las cosas, y para
quien son todas las cosas, es de este misma tierra, que dio
Dios a los hijos de los hombres. Aquí se hizo hombre siendo
Dios: aquí se unió estrechísima e indisolublemente con
nuestra pobre, enferma y vilísima naturaleza: aquí se
anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a la
semejanza de hombres, y hallado en la condición como
hombre: aquí nació de la Virgen María de la estirpe de
David según la carne: aquí predicó, aquí enseñó, aquí
padeció la mayor afrenta y el más injusto deshonor que se ha
visto jamás, muriendo desnudo en una infame cruz, como
uno de los hombres más inicuos; y con los malvados fue
contado. Luego aquí mismo se le debe restituir plena y
perfectamente todo su honor. Luego aquí mismo se debe

22
manifestar plena y perfectamente su inocencia, su justicia,
su bondad, su dignidad infinita y todo cuanto puedan
comprender estas dos palabras: Hombre Dios. Del mismo
modo discurrimos de los coherederos; principalmente de los
mayores y máximos. Estos padecieron aquí por él: aquí
padecieron persecución por la justicia: aquí fueron
perseguidos, deshonrados y atribulados, y muchísimos hasta
la muerte: aquí obraron en justicia en medio de la general
iniquidad y corrupción: aquí no amaron sus vidas hasta la
muerte: …Luego aquí mismo, como en el lugar de su
paciencia, de su justicia y de sus tribulaciones por Cristo,
deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de
todo lo que aquí sembraron: A la verdad es justo y digno de
Dios (como decía Tertuliano), exaltar a los siervos allí
mismo donde fueron afligidos por su nombre" (ibíd., IV,
421-422).

(51) Lacunza, o. c., IV, p. 426.

(52) Ibíd., IV, pp. 415-416.

(53) Ibíd, IV, p. 430.

(54) Ibíd., IV, pp. 428-429.

(55) Cf. Ulpiano Vázquez Moro, Novo Mundo e Fim do


Mundo, mimeo, Belo Horizonte, 1991.

23

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